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Nueva antropología

versão impressa ISSN 0185-0636

Nueva antropol vol.29 no.85 México Jul./Dez. 2016

 

Artículos

El viaje de los huipiles. De Juchitán a los Altos de Jalisco

Patricia Arias* 

* Doctora por la Université de Toulouse-Le Mirail, Francia. Correo electrónico: mparias1982@gmail.com


Resumen

El artículo documenta las transformaciones en la territorialidad, las formas de producción y las relaciones de trabajo de un objeto artesanal: el huipil de Juchitán, Oaxaca. Una característica central de la producción artesanal tradicional era su estrecha vinculación con espacios, recursos, tradiciones, productores y consumidores que identificaban a cada comunidad. Sin embargo, desde la década de 1990 se ha generado una descontextualización de los productos artesanales. En este artículo se describe y analiza la fragmentación del proceso productivo de los huipiles de Juchitán y su desplazamiento a ranchos y ciudades de Los Altos de Jalisco.

Palabras clave: artesanía; desespacialización; trabajo femenino a domicilio

Abstract

This article documents the transformations in territoriality, the forms of production and work relations of a handcrafted object: the huipil of Juchitán, Oaxaca. One of the main characteristics of traditional handicraft production was its close ties to spaces, resources, traditions, producers and consumers which identified each community. However, since the 90s there has been a de-contextualization of handcrafted products. This article describes and analyzes the fragmentation of the productive process of huipiles of Juchitán and its move towards ranches and cities in Los Altos de Jalisco.

Keywords: Handicraft; despatialization; women’s home-based work

“Lo que distingue [al arte popular]

es su naturaleza consustancial a la zona, a la ciudad, a la comunidad”.

José Rogelio Álvarez

En la vieja máquina de coser de una joven de un pequeño pueblo de Los Altos de Jalisco había una tela y un tipo de trabajo inusuales en esa región: un cuadro de terciopelo negro forrado y a medio bordar con unas grandes flores de intensos colores (Figura 1). Así fue como, en enero de 2014 empecé a saber que muchas mujeres de esa comunidad bordaban los dibujos en los cortes de tela que les enviaban desde Juchitán, Oaxaca, y que, antes y después de varios procesos, se convierten en “El traje de Tehuana. Una tradición bellísima”, como dice el texto que acompaña las innumerables imágenes de esos huipiles en internet. Poco después, muy cerca de allí, en la ciudad de Tepatitlán, encontré a otras mujeres que en sus hogares se dedicaban a la misma tarea: bordar a máquina trajes, vestidos, rebozos, mantones para Juchitán. En ambos casos, decían las bordadoras, ese trabajo se remontaba a más de 20 años, es decir, había llegado a la región en la década de 1990. Y, con continuidades y cambios, ha persistido hasta la fecha.

Figura 1 Cuadro de terciopelo negro a medio bordar. 

El objetivo de este artículo es describir y analizar, a partir de un estudio de caso, una de las transiciones que han experimentado la producción y los sistemas de trabajo tradicionalmente asociados a la producción artesanal, en este caso, los huipiles y otras prendas de vestir que se venden y distribuyen en los establecimientos comerciales de Juchitán, en Oaxaca.

Estudios histórico-culturales como los de Pérez Montfort (2007) han destacado los aspectos estéticos e identitarios, pero también cambiantes, de la indumentaria tradicional. Como ha señalado este autor, la vestimenta de tehuana desplazó al traje de china poblana como la indumentaria “típica” con la que se identifica a la mujer mexicana. Lo paradójico del huipil de Juchitán es que en tanto se ha convertido en una prenda que identifica a la mujer mexicana, su producción se ha escindido del territorio donde se originó y de la manera tradicional de producirlos y usarlos. La investigación muestra que la confección de huipiles en Juchitán se ha desvinculado, en el caso de los huipiles populares al menos, de lo que conocemos como producción artesanal tradicional. En la actualidad, la elaboración de esos huipiles corresponde a un sistema productivo fragmentado y desespacializado, es decir, espacialmente alejado y disperso, más cercano a la maquila a domicilio que a la producción artesanal tradicional, aunque se mantenga ese imaginario.

La información de este artículo proviene de las trabajadoras a domicilio, es decir, de las bordadoras a máquina de huipiles en los Altos de Jalisco. No existe -aunque se buscó- de parte de los establecimientos comerciales de Juchitán para los que ellas trabajan. No quisieron darnos información y en verdad les sorprendió, no gratamente, que supiéramos que las prendas que ellos venden y distribuyen se bordaban en los Altos. Y es comprensible. Para los comerciantes de Juchitán es fundamental mantener la vigencia de la idea de que se trata de productos “típicos” de esa región indígena de Oaxaca, que son elaborados allí con técnicas y modelos supuestamente originales y que corresponden a un imaginario urbano y turístico de lo indígena (Figura 2).

Figura 2 Producto “típico” de Juchitán elaborado en los Altos de Jalisco. 

Así pues, la información de este artículo proviene del descubrimiento del fenómeno en recorridos de área, visitas, pero sobre todo entrevistas sucesivas a cinco trabajadoras a domicilio de una comunidad rural (4 063 habitantes en 2010) y de una colonia popular de Tepatitlán, el principal centro urbano de la región Altos Sur de Jalisco. Las entrevistas y visitas se realizaron en 2014 y 2015. También se hicieron entrevistas a tres comerciantes de prendas de vestir “típicas”, entre ellas huipiles de Juchitán en la Ciudadela, gran mercado de artesanías del centro de la Ciudad de México.

Las actividades artesanales. Hasta la década de 1970

En la antropología mexicana existe una larga y vigorosa tradición de investigación acerca de la producción artesanal, dentro de la cual se incluye la indumentaria. Las etnografías, también los libros sobre arte popular que se publicaron en la década de 1970, documentaron una característica central de la producción artesanal: su vinculación, estrecha e indisoluble, con el territorio donde prosperaban, es decir, que los objetos producidos dependían de los recursos, relaciones, tradiciones, necesidades y habilidades de las comunidades, en especial, de comunidades rurales, muchas de ellas, indígenas. La vinculación territorial tenía que ver con los materiales, objetos, diseños, trabajo, usos, comercialización, celebraciones y sentidos de los objetos para poblaciones específicas que los compraban o intercambiaban.

La actividad artesanal de cada comunidad se basaba en la utilización de algún recurso natural -animal, vegetal o mineral-, disponible en espacios microrregionales particulares al cual tenían acceso o derecho grupos sociales específicos (Álvarez, 1960; Artes de México, 1960; Newbold de Chiñas, 1975).

Para la confección de prendas de ves tir, por ejemplo, se cultivaban diferentes fibras vegetales: algodón, ixtle, yuca, chichicaxtle, apocínea, seda silvestre; pero con los colonizadores llega ron rebaños de ovejas que permitieron tejer la lana y confeccionar sarapes; con agave o cuero se tejían los huaraches que usaban los hombres; para adornar las prendas se empleaban pelos de conejo, pieles de distintos animales, plumas de pájaros tropicales, conchas, caracoles, objetos de cobre, oro y plata e infinidad de piedras; además, se conocían y trabajaban una gran variedad de tintes: vegetales, animales y minerales (Johnson, 1974; Lechuga, 1996). La decoración tendía a combinar elementos de la cosmovisión de los grupos étnicos con dibujos de sus entornos naturales (Figura 3) (Lechuga, 1996).

Figura 3 Dibujos sacados del entorno natural. 

Las materias primas y los productos circulaban y tenían sentido en territorios acotados y reconocidos por las comunidades. Los textiles, se decía, “se destinan al uso familiar […] o se expenden en el tianguis más cercano” (ibidem: 86). La producción artesanal se articulaba por medio de tian guis, mercados semanarios y “días de plaza”, donde los productores microrregionales y regionales intercambiaban, vendían y también compraban los diferentes artículos que la gente del campo requería (Rubín de la Borbolla, 1974; Veerkamp, 1988). Se trataba de objetos y productos necesarios para la vida cotidiana, pero también de artefactos donde se manifestaba la identidad cultural compartida por muchas comunidades. Se trataba pues de objetos básicamente utilitarios.

La territorialidad se manifestaba también en el trabajo. Las piezas eran elaboradas, de “todo a todo”, como dicen, en casas, barrios y comunidades específicos. En el hogar se “realizan todas las operaciones conectadas con la elaboración, decoración, empaque para el traslado y venta de los productos artesanales” (Rubín de la Borbolla, 1974: 284). La hechura de los objetos era manual y la unidad de producción era el grupo doméstico, es decir, los que vivían en una casa o compartían un solar que, por lo regular, estaban emparentados. El trabajo era intrafamiliar y se basada en una división del trabajo, en ocasiones muy rígida, entre hombres y mujeres (Lechuga, 1996). Por lo regular, las mujeres no obtenían ingresos independientes o propios por su quehacer como artesanas, porque éste se encubría en la idea de que el trabajo femenino era sólo “ayuda” (Arias, 2009).

Las mujeres producían, en telar de cintura, “la indumentaria para ellas y sus familias” (Lechuga, 1996: 86). Hasta la década de 1960, se calculaba que entre 80 y 90% de la indumentaria indígena se producía en los hogares y era para uso de sus miembros (Lechuga, 1996). La vestimenta era un elemento central de la identidad. Se sabía que las “características de las diferentes prendas, la combinación de ellas y sus diseños son distintivos de cada etnia, cada región y a veces cada pueblo” (Lechuga, 1996: 90). De esa manera, decía, “se puede saber de dónde proviene una persona por la indumentaria que usa” (Figura 4) (1996: 90).

Figura 4 Prenda con diseño distintivo de la región de Juchitán, Oaxaca. 

Con todo, se advertían cambios: se reconocía que “la manta y otras telas industriales han reemplazado parcialmente los lienzos realizados en telares manuales” (ibidem: 89); se advertía que en la confección de prendas se utilizaban “telas de fábrica, hilazas y estambres, listones y encajes” (Johnson, 1974: 162). Se señalaba también que las jóvenes ya no querían aprender las laboriosas tareas asociadas a la confección a mano de las prendas de vestir y que “ante la penetración del comercio, van perdiendo el orgullo y la satisfacción estética de crear una buena pieza” (ibidem: 169).

A principios de la década de 1970, Martínez Peñaloza (1988) constató la desaparición de muchas tradiciones artesanales, entre ellas, la elaboración de prendas y los productos de fibra, debido a la pérdida de muchas materias primas locales y regionales que habían dado renombre a productos y localidades.

Investigaciones e interpretaciones

Desde la década de 1970 también los estudios antropológicos comenzaron a detectar, analizar e interpretar las transformaciones de la producción artesanal como consecuencia de la expansión y penetración capitalista; en la mercantilización de los objetos tradicionales que había llevado al cambio de sentido de la producción artesanal en general (García Canclini, 1982; Moctezuma Yano, 2002; Novelo, 1976). El capitalismo, se decía, se apropiaba y recreaba los productos artesanales, modificaba las formas de producción y las relaciones entre los productores.

Por una parte, se advirtieron cambios en las formas de organización de la producción. La introducción de la electricidad -que permitió la utilización de tecnología y maquinaria- el deterioro incipiente, pero imparable, de la economía familiar campesina; la de manda urbana de viejos y nuevos productos; la promoción gubernamental de las artesanías como fuente de divisas para el país habían detonado tres procesos en las comunidades artesanas: la orientación de la producción hacia el mercado urbano y turístico, el surgimiento de talleres, la asalarización de los artesanos (Good Eshelman, 1988; Novelo, 1976). Aunque esta situación podía ser un proceso reversible se anunciaba lo que podía ser la proletarización de los artesanos (Novelo, 1976).

Se advertía, sólo en unos cuantos casos, un fenómeno que se potenció en las décadas siguientes: la fragmentación del proceso productivo asociado a la demanda turística. En Chiconcuac, Estado de México, Martha Creel (1977) descubrió que el tejido y la confección de suéteres en máquina, actividad que había sustituido la fabricación artesanal -familiar, en telares manuales- de sarapes y gabanes, se basaba en la producción a domicilio de infinidad de familias campesinas de los alrededores de Chiconcuac, pero también de tejedoras de otras localidades como Gualupita, en el Estado de México y Santa Ana Chiautempan, en Tlaxcala. Esta última era en verdad el epicentro de la producción de suéteres, pero el tianguis de Chiconcuac se había hecho famoso entre los turistas nacionales y extranjeros como lugar de distribución y venta de suéteres de lana y acrilán que se suponían “artesanales” (Creel, 1977). Aunque los comerciantes tenían un gran peso en la fragmentación y dispersión de la producción, era en los talleres familiares donde se realizaba la confección de las prendas. Los comerciantes, que vendían en el tianguis y salían a distribuirlas a grandes distancias, apelaban a lo artesanal por cuanto parecía que estaban hechas a mano, pero nada más (idem).

En las décadas siguientes se detectaron más ejemplos de cambios en la producción y los productos como resultado del incremento de la demanda turística. Los nahuas de Ameyaltepec y Oapan, Guerrero, habían sustituido la producción de loza por la pintura de papel amate con decoraciones cada vez más elaboradas. Era un ejemplo pionero de separación de los materiales y los productos: los papeles de amate, que provenían de San Pablito, Pahuatlán, Puebla, eran pintados en Ameyaltepec y Oapan. Con todo, los nahuas de ambas comunidades controlaban el proceso productivo que se llevaba a cabo en los hogares y la comercialización de los amates (Good Eshelman, 1988).

Se advertía también, el incremento del trabajo asalariado y la “descentralización” de la producción de objetos artesanales: en Tonalá, Jalisco, Por una parte, estaban las personas que, en sus casas, elaboraban las piezas. Por otra parte, las que, también en sus casas, las pintaban. Es decir, no se trataba de arte sanos sino de trabajadores a domicilio que realizaban tareas fragmentadas a cambio de salarios (Moctezuma Yano, 2002). Se trataba, además, de productos que no estaban destinados a satisfacer las necesidades y gustos de los clientes locales y regionales, sino de artefactos decorativos para turistas.

Por otra parte, era evidente la modificación que habían experimentado los productos, en cuanto a su diseño y función, para articularse para el comercio y los consumos urbano y turístico (García Canclini, 1982). Los productores, decía García Canclini, eran “los primeros interesados en reformular sus patrones simbólicos e insertarse mejor en las condiciones contemporáneas de desarrollo” (2006: 75). “El encanto de las prendas ajenas”, la exposición temporal recientemente inaugurada en el Museo Textil de Oaxaca (16 de abril de 2016), muestra con indumentaria de diferentes regiones y tradiciones las transformaciones que desde los años treinta experimentaron las prendas textiles debido a la demanda creciente de objetos “típicos” por parte del turismo. Sin duda, como señala Johnson, en “los últimos cincuenta años, el mercado turístico ha sido el impulsor más importante de las modificaciones en el tejido y la indumentaria” (Johnson, 2015: 15).

Con todo, el sentido de los productos elaborados por los artesanos, aunque modelados por el mercado, permanecía arraigado y era reconocido por los lugares donde se producían, distribuían y vendían. Esto ya no es así. El ejemplo de los huipiles de Juchitán muestra que se ha logrado, como decía García Canclini, “separar la base económica de las representaciones culturales” y han quebrado la “unidad entre producción, circulación y consumo” (García Canclini, 1982: 18).

En ese sentido, los productos deben ser estudiados entonces no sólo desde la perspectiva de la producción y el trabajo sino también desde la “circulación social de los objetos y de los significados” (ibidem: 48). Circulación que, en el caso de los huipiles de Juchitán, ha dado lugar a un proceso no sólo de descentralización, sino sobre todo de descontextualización que ha escindido el territorio de la producción -que puede realizarse en los Altos de Jalisco- con el territorio del sentido, que permanece asociado a Juchitán.

El famoso traje de tehuana

El traje de tehuana ha sido uno de los atuendos más profusamente fotografiados, descritos y analizados de la vestimenta indígena mexicana (Johnson, 1974; Pérez Montfort, 2007). Desde los años treinta la tehuana empezó a representar una visión “que contribuía… a establecer las diferencias regionales” de la mujer mexicana. Frente a la imagen nacional de la china poblana -en cuya falda estaba bordada el águila y la serpiente- surgió la tehuana; indígena que representaba a mujeres hermosas y libres de una región particular que vestían “de enagua larga, enjoyadas, sobre la tela de sus blusas cargadas de motivos florales y su inconfundible velo” (Pérez Montfort, 2007: 149). Esa indumentaria tehuana fue descrita en crónicas y relatos y apareció en películas, fotografías, obras de los más reconocidos pintores y en los libros de arte popular que se popularizaron en la década de 1970 (Figura 5) (Pérez Montfort, 2007).

Figura 5 Traje de Tehuana. 

Es famosa, se decía, “la ropa que distingue a las zapotecas del Istmo como grupo étnico” (Newbold de Chiñas, 1975). En la década de 1960 era descrito así: “El traje de gala, elegante y de mucho colorido, se conoce mundialmente […] parece ser una adaptación de la ropa europea del siglo xix combinada con elementos indígenas como el huipil […] en la actualidad se usa el huipil, la rabona y el enredo. El huipil es una especie de camisa suelta que llega hasta poco debajo de la cintura, cosido a los costados, formando una angosta manga corta. Los hay de terciopelo o de satín de rayón, profusamente bordados en el frente y en la espalda con un diseño en forma de U. El color favorito es un rojo borgoña, con bordados amarillos. Las rabonas son faldas largas, plegadas a la cintura y con mucho vuelo” (Newbold de Chiñas, 1975: 107).

Se reconocía, eso sí, que se habían dado algunos cambios en ese atuendo tradicional: “el famoso traje de tehuana, en su versión moderna, ha sustituido el enredo por la falda de pretina bordada con flores, como el huipil corto de terciopelo bordado con el diseño clásico del “mantón de Manila” (Artes de México, 1960: 63).

Todavía en la década de 1970, las mujeres tenían pocas prendas que se utilizaban hasta que el uso cotidiano las acababa. La indígena, se decía, “posee un huipil para el diario y otro más fino para días festivos. El huipil de lujo se usa para la boda y muchas veces se guarda para mortaja. La distribución ocurre en Guerrero, Oaxaca, Chiapas y Yucatán” (Johnson, 1974: 166). Se decía también que las zapotecas solían tener un huipil grande, el que parece de niño victoriano, que sólo usaban las madrinas de los matrimonios; un huipil del diario, un huipil de salir y un huipil bordado, que eran más sencillos y duraban alrededor de un año. En general, las prendas femeninas eran caras y muchas mujeres carecían de huipil de gala (Newbold de Chiñas, 1975).

Elaboración. Carecemos de descripciones sobre cómo se confeccionaban, con qué técnicas se bordaban, cómo se hacían los vistosos adornos de la vestimenta que tanto llamaban la atención. Un recuento de actividades de mediados de la década de 1960 señalaba que en San Juan, una comunidad istmeña, había siete costureras, lo que reitera la idea de que la ropa se confeccionaba en los hogares (idem), pero que cuando se requerían prendas más elaboradas, como para las fiestas, se recurría a las modistas.

El recuento mencionado no documenta la manera en que las zapotecas conseguían las telas, los materiales y cómo confeccionaban los huipiles (Newbold de Chiñas, 1975). Con todo, han quedado indicios acerca del bordado. Una fotografía de la década de 1970 muestra a una zapoteca de Tehuantepec, vestida con una blusa tradicional, que está bordando a mano, sobre un bastidor, una blusa muy similar a la que ella vestía. A un lado se observa la caja de hilos industriales Anchor, que se usan hasta la fecha (Johnson, 1974: 194). Otra fotografía muestra a dos jóvenes, un hombre y una mujer, bordando a mano sobre un bastidor, grandes flores de vivos colores en una blusa de terciopelo (Marín de Paalen, 1974).

Lechuga señalaba que la máquina de coser les había permitido a las zapotecas lograr “complicados diseños” sobre telas industriales (1996: 90). Advertía también una tendencia generalizada a añadir ornamentación a los trajes: profusión de bordados que cubrían toda la prenda, uso de listones anchos de gran colorido (idem).

Desde la década de 1990 el imaginario asociado a las mujeres de Juchitán se amplió y popularizó a partir de tres vertientes de cambios en la condición femenina que se fusionaron en el traje de tehuana: por una parte, la reivindicación de un tipo especial de mujer indígena fuerte, comerciante, emprendedora e independiente, que ganaba dinero como comerciante y podía gastarlo en sí misma; por otra, el descubrimiento para el público en general de los muxes, personas de sexo masculino que se asumen y viven como mujeres y llevan a cabo celebraciones especiales y gozosas, como las Velas, que dieron lugar a innumerables reportajes televisivos y películas. Los trajes de tehuana, cada vez más ornamentados y sofisticados, forman parte indisoluble de las Velas, a las que acuden cada vez más turistas. Y, finalmente, la enorme popularidad de la pintora Frida Kahlo, más tarde, de la cantante Lila Downs y tantas más que entre sus atuendos favoritos adoptaron el traje de tehuana. Las comerciantes de la Ciudadela señalan una u otra de esas tres influencias en la preferencia de las turistas por esa prenda, en especial, las blusas que, insisten, son bordadas a mano. Hoy en día, las “artes técnicas o turísticas” responden, dice Appadurai, a “las imposiciones o tentaciones comerciales y estéticas de los consumidores en gran escala y ubicados a gran distancia” (1991: 67).

Así las cosas, las prendas de vestir de las mujeres de Juchitán aluden a significados diferentes para mucha gente distinta y distante. El traje de tehuana se convirtió en uno de los productos artesanales más impactados por la globalización de los imaginarios asociados a la valorización de lo étnico. Los comerciantes tradujeron esa demanda externa para incrementar la producción de prendas que mantuvieran y recrearan la imagen y los significados diversos del huipil de Juchitán.

En ese contexto, los comerciantes de Juchitán buscaron nuevas maneras de producir de manera masiva y a bajo costo esa prenda tradicional. Y así llegaron a Los Altos de Jalisco.

En los Altos de Jalisco

Desde la década de 1970, en la plaza principal de la ciudad de Tepatitlán, uno de los municipios más poblados de la región Altos Sur de Jalisco, se realizaba cada domingo un tianguis de artículos bordados a mano y, en menor medida, a máquina. Ese día, desde muy temprano, mujeres de muchos ranchos se “arrimaban” con sus bolsas llenas de costura para vender. Ahí, en las bancas de la plaza o sentadas en el suelo, desplegaban su mercancía y hacían tratos con las personas que llegaban a la ciudad en los autobuses y sabían que allí se podía encontrar una gran variedad de prendas bordadas y tejidas de excelente calidad y elaboradas con múltiples técnicas: deshilado, dos agujas, empavonado, filigrana, frivolité, gancho, listón, punto de cruz, punto de dama, rococó. En ese tiempo, usaban manta y popelina e hilos de algodón para coser, bordar y tejer ajuares de bebé, almohadones, carpetas, col chas, sábanas y todo tipo de servilletas.

En el tianguis dominical había diferentes maneras de vender y comprar: llegaban bordadoras con prendas hechas y terminadas por ellas mismas; otras que vendían sus piezas bordadas pero sin terminar; mayoristas que ofrecían mucha “costura” como le llaman, que habían encargado en los ranchos y comerciantes de fuera que acudían a surtirse de mercancía de gran calidad y bajo precio. Allí, las comerciantes vendían, compraban, recibían pedidos de mayoreo y menudeo y conocían, gracias a la clientela, las tendencias de consumo de diferentes mercados. Para los talleres, era un lugar ideal para conseguir nuevos clientes. El tianguis textil, como le llamaban, era una institución imprescindible para el comercio de costura de mayoreo en los Altos de Jalisco. El tianguis refrendó la fama de las mujeres alteñas como excelentes costureras, tejedoras y, desde luego, bordadoras (Figura 6).

Figura 6 Traje “típico” bordado. 

A principios de la década de 1990 llegó al tianguis, todavía en el centro, una pareja que llamó mucho la atención por la vestimenta de la señora: un huipil. Esa pareja, que pronto se supo venía de Juchitán, un lugar que nadie conocía, andaba en busca de mujeres que supieran bordar a máquina. Y así, preguntando y preguntando, llegaron a los domicilios de muchas bordadoras de la ciudad y ranchos de los alrededores de Tepatitlán. Tuvieron suerte porque en ese preciso momento había muchas mujeres que tenían máquinas industriales de bordar en sus domicilios, eran excelentes bordadoras y, al mismo tiempo, tenían poco trabajo y ganaban apenas lo necesario.

Era el principio de la crisis de la industria nacional y regional de la costura que había prosperado en la región en la década de 1980 (Arias, 1988). Las empresas locales, como las de todo el país, resentían los impactos de la apertura comercial que supuso la llegada de productos extranjeros, en especial, chinos y coreanos, tanto por vía legal como por contrabando. Productos insignia -juegos de colchas y almohadones bordados a máquina, que los industriales y mayoristas llevaban a vender a las principales ciudades del país y, en especial, a las de la frontera norte- vivían sus últimos momentos.

La competencia hizo que muchos establecimientos industriales de la región cerraran, cambiaran de giro, disminuyeran de tamaño, modificaran su forma de trabajar. Algunas empresas descentralizaron y fragmentaron la producción mediante el envío, préstamo y venta, de las máquinas a los domicilios de las trabajadoras para que desde ahí les siguieran trabajando. Pero esa modalidad ya no funcionó, aunque de esa manera las mujeres adquirieron máquinas de coser y bordar.

Por esa razón, muchas ex trabajadoras, de extraordinaria habilidad y rapidez, se habían tenido que dedicar a bordar en sus casas lo que antes habían hecho en las fábricas y talleres: almohadones, carpetas, cobertores, sábanas, etcétera. Pero producían sólo para la clientela que acudía a los tianguis y establecimientos de la región. Era un trabajo mal pagado, pero era lo que había, de manera que la oferta de bordar a máquina el traje de tehuana fue muy bien recibida. Los comerciantes de Oaxaca dejaron claro que buscaban trabajadoras hábiles, rápidas y baratas.

Fue el caso de Dolores originaria y ve cina de un rancho de Tepatitlán. Ella era costurera y trabajó como obrera en un taller “grande” que quebró, por lo que volvió a bordar pares de fundas de almohadas que llevaba a vender al tianguis de Tepatitlán. En 1995, cuando tenía 28 años, se convirtió en madre soltera, con lo cual se incrementaron sus gastos y se le dificultaba salir de la casa. Por esa razón, empezó a bordar huipiles a máquina para una vecina que distribuía cortes en el rancho. Se pagaba mal, pero mejor que lo que ganaba en el tianguis y en poco tiempo adquirió una gran destreza y velocidad. En 2009 su vecina, ya mayor, le pasó el puesto de “encargada” y hablaron por teléfono a la casa comercial de Juchitán con la que trabajan. Desde entonces, ella recibe los cortes en su casa, distribuye las tareas, revisa y corrige los bordados, capacita a nuevas bordadoras y también borda. Dolores confecciona un traje completo, blusa y falda, en una semana. Antes, dice, “había más trabajo que ahora”. Por lo regular, entrega cortes a 10 o 15 mujeres, entre vecinas y conocidas. Pero a menudo tiene que capacitar y tener más costureras, porque siempre hay alguna que falla y eso puede retrasar los envíos, lo cual complica la relación con la tienda de Juchitán.

Los comerciantes de Juchitán ya no regresaron a la región y las encargadas de la producción en las localidades de los Altos tampoco fueron a Oaxaca, pero comenzó una relación de trabajo entre ambas regiones que ha perdurado, con pocos cambios, por más de dos décadas.

Generación tras generación, mujeres de varios ranchos del municipio y de un barrio de Tepatitlán bordan en máquina las prendas de vestir de la indumentaria juchiteca tradicional: blusas, faldas, conjuntos de blusa y falda; pero además bordan mantones, rebozos, velos, vestidos de novia, vestidos de damas de bodas, vestidos de fiesta y prendas especiales, como manteles. En la actualidad, bordan también vestidos cortos y escotados, vestidos de playa, salidas de baño, en ocasiones, trajes de charra. Desde 2015 han estado muy de moda los corsés y vestidos largos con “cola de sirena”, profusamente bordados en el pecho y en la cola de colores intensos que no se usaban antes: rosa, verde, azules. Todo para diferentes casas comerciales de Juchitán que desde ahí los envían a lugares turísticos donde son apreciadas por esa mezcla de tradición y modernidad que le han dado a las prendas.

Entre Juchitán y los Altos de Jalisco

De acuerdo con el DENUE (Directorio Estadístico Nacional de Unidades Económicas) en 2010 Juchitán era una ciudad de 74 825 habitantes, donde existían 1 098 unidades económicas relacionadas con el traje “típico”. De ellas, 33 se registraron como establecimientos comerciales y 1 056 de confección de traje “típico”. Se trata de una ciudad media altamente especializada en la producción y comercialización de prendas de vestir que atienden no sólo la demanda local sino que se destinan a mercados foráneos. De acuerdo con la información de las bordadoras de los Altos ellas trabajan con establecimientos comerciales (Figura 7).

Figura 7 Área de producción y comercialización de prendas de vestir, local y foránea. 

Desde el principio, se organizó un sistema tan sencillo como eficiente de trabajo entre ambas regiones tan distantes y distintas donde las mujeres de los Altos pasaron a encargarse de una fase de la producción: el bordado de las prendas, que es la que requiere de más habilidad, es la más laboriosa y tardada. El sistema resulta desde luego muy diferente de lo que era la producción artesanal de esa prenda de vestir (Figura 8).

Figura 8 Sistema de producción artesanal entre ambas regiones distantes y distintas: Juchitán y los Altos de Jalisco. 

Todo comienza en la ciudad de Juchitán. Desde ahí, los comerciantes envían, mediante diversas empresas de paquetería, grandes cajas de cartón con telas cortadas, “cortes” los llaman, a los domicilios de las encargadas en los ranchos y en la ciudad de Tepatitlán. La paquetería se paga en Juchitán. Las encargadas los reciben en sus casas, en los lugares de destino, revisan la cantidad y calidad del material y el diseño, distribuyen los cortes entre las trabajadoras a domicilio y una vez concluida la tarea, revisan los cortes ya bordados y, si todo está bien, llaman a la paquetería para que regrese por las prendas a Juchitán, donde serán terminadas. Las encargadas reciben el pago de ellas y el de las trabajadoras a domicilio a su cargo. Antes, los pagos se hacían mediante transferencias bancarias, ahora en depósitos a tarjetas de prepago de casas comerciales que tiene sucursales en Tepatitlán, como Coppel.

Las materias primas que se utilizan son industriales. Como se dijo antes, en el caso de la indumentaria de Juchitán esto es así desde hace mucho tiempo. Las telas utilizadas son básicamente terciopelo, satín, algodón y, cada vez más, materiales sintéticos fáciles de lavar. Los hilos son también de fibras sintéticas que ofrecen una gama casi infinita de colores intensos, resistentes y que no se despintan. Por lo regular, las trabajadoras no aceptan que les den los hilos y los compran en cualquiera de las muchas mercerías de la región.

El corte, el diseño y el dibujo se realizan en Juchitán, de acuerdo con los gustos, ocasiones o tendencias que los comerciantes quieran darle a las prendas. En Juchitán están los cortadores, diseñadores y dibujantes que son trabajadores de las casas comerciales. De esa manera, la prenda llega a los Altos cortada, diseñada y dibujada con gis, para que la trabajadora se guíe al hacer el bordado.

Aunque se bordan diversos tipos de prendas, la más exitosa, la que siempre se borda, es el traje de tehuana “tradicional”, es decir, el conjunto de blusa y falda de terciopelo negro o rojo, ambas partes profusamente bordadas y adornadas con grandes flores. Es el traje que más se observa en las Velas. En la actualidad, de acuerdo con las páginas de internet, se celebran 26 Velas al año, de manera que hay gran demanda de esos trajes a lo largo de todo el año y los comerciantes le añaden cada vez más bordados y adornos. Las bordadoras advierten que antes un diseño duraba mucho tiempo; ahora, los comerciantes están continuamente innovando los diseños de las prendas.

Durante muchos años los paquetes de cortes incluían fotografías de personas vestidas con la prenda para que la trabajadora viera los colores que debía usar en el bordado. Ahora las fotografías son enviadas por Whatsapp a los teléfonos celulares de las encargadas (o de sus hijas) que se los muestran a las trabajadoras que, de un vistazo a la pantalla, memorizan los colores que deben utilizar.

Una encargada suele tener una red de 10 a 15 trabajadoras a su cargo. La encargada es una bordadora experta, que cobra por su trabajo y una cantidad extra por la tarea adicional que realiza. Ella distribuye el trabajo entre amigas, parientes y vecinas que pasan a su casa a recoger los cortes para bordarlos en sus domicilios y los regresan terminados. La encargada es responsable de la calidad del bordado de cada prenda, asume la tarea de enseñar a nuevas bordadoras y suple, con su propio trabajo, las ausencias de las que, por alguna razón, no pasan por los cortes.

La cantidad de trabajo que le llega a cada encargada varía mucho a lo largo del año. Pero siempre llega y todas se han acostumbrado a que así es. Lo más complicado y menos redituable para las encargadas son las innovaciones. Ahora, continuamente, les envían nuevos productos y diseños que se llevan horas de trabajo y entrenamiento, y que no se paga más que como una prenda habitual. Por el bordado de un conjunto, “bien doble” se pagan mil pesos, y una bordadora se tarda dos semanas. Por un conjunto de niña, doble, que se borda en una semana, se pagan 650 pesos.

No todas las bordadoras quieren ser encargadas, aunque ganen un poco más. Esa responsabilidad significa roces constantes con los encargados en Juchitán por la calidad, la pérdida de piezas, el precio de las prendas, los montos y el envío de dinero. Y también con las trabajadoras por las mismas razones.

Doña Isela fue, durante 15 años, “encargada” en una colonia en Tepatitlán. Ella distribuía cortes y bordaba. Es una de las bordadoras más experta y rápida de las que existen. Con ese trabajo sacó adelante a sus cinco hijos cuando su marido la abandonó. Pero cuando sus hijos crecieron dejó el trabajo de encargada y sólo sigue como bordadora. Se “cansó”, dice, y además “es mucho batallar para al final quedar mal con todos”. Desde su punto de vista, las trabajadoras no cumplen, los comerciantes no quieren subir los precios y son muy exigentes. En 2013 le pasó el puesto a su hija, que también ha sido bordadora desde muy joven y ella “necesita más el dinero”, dice doña Isela.

En la actualidad, las encargadas apenas tienen contacto con los comerciantes de Juchitán. La relación se ha hecho cada vez más impersonal porque los propietarios originales de los establecimientos, con los que hicieron los arreglos, ya casi todos han muerto y las encargadas tratan, apenas, con sus hijos o encargados de los negocios. Ninguno de los que hoy manejan las casas comerciales ha ido a los Altos.

El bordado de prendas a máquina para Juchitán es el trabajo mejor pagado en la región. También es el más laborioso y el que demanda más horas de trabajo. Pero las bordadoras tienen mucha práctica, son muy rápidas y hábiles. Cuando escasea el trabajo con una encargada, buscan con otra, aunque les pague menos.

Pero nunca dejan de trabajar. Las bordadoras no tienen ingresos asegurados ni estables y no reciben prestaciones de ningún tipo. Las bordadoras más antiguas, que conocieron e hicieron los primeros arreglos con los comerciantes de Juchitán, dicen que algunos de ellos, en Navidad, les enviaban una cantidad de dinero adicional como aguinaldo, les regalaban cobijas, eran sensibles cuando tenían problemas. Pero los hijos o encargados de los establecimientos han suprimido esas prestaciones informales.

Cuando envejecen, algunas regresan a hacer bordados más sencillos, peor pagados. En verdad, salvo el bordado para Juchitán, el bordado a máquina se ha convertido en la técnica peor pagada de las que se practican en la región.

En una casa puede haber dos o tres bordadoras de huipiles que trabajan juntas, en ocasiones, madre e hijas, dos hermanas, cuñadas o primas. Pero cada una tiene su máquina, sus hilos y trabaja para sí misma. No es un quehacer colectivo, no se comparten los ingresos y la ayuda no va más allá de prestarse unas tijeras, algún hilo. Si una madre o hija es encargada trata a su familiar como a las demás bordadoras.

Entre las bordadoras, como en el caso de otras mujeres dedicadas a “la costura”, hay muchas que mantienen sus hogares, es decir, que son jefes de familia. Hay madres solteras y separadas. Viven en casa de sus padres o, en menor medida, solas, y no pueden dejar de trabajar porque son el sustento principal de sus hogares. Por eso prefieren el bordado de huipiles a otra forma de empleo: es el trabajo mejor pagado, no tienen gastos de traslado ni alimentación y pueden trabajar, atender sus obligaciones domésticas y cuidar a sus hijos, en especial, cuando son pequeños.

Así era la vida de Rosaura, madre de tres hijos. Ella aprendió a bordar huipiles desde niña y a eso se dedicó hasta que se casó. Pero después de nueve años de matrimonio, se separaron y el marido no le pasa pensión por los hijos que procrearon. Rosaura volvió a casa de sus padres y a trabajar en el bordado de huipiles, como su madre. Una pariente le ha dicho que ya no quiere ser encargada y Rosaura piensa hacerse cargo de esa tarea y ganar un poco más, por lo menos, mientras sus hijos crecen.

Finalmente, después de una semana en los Altos, las prendas bordadas viajan de regreso a Juchitán, pero no están terminadas. La fase final se realiza, de nueva cuenta, en los talleres de las casas comerciales: allí se cierra el cuello a las blusas, se termina de coser lo que falte de las prendas, se añaden tiras bordadas y listones de colores en cuellos y faldas. Después de eso, están listas para salir al mercado como prendas auténticas de Juchitán. En 2015-2016 un conjunto de falda y blusa se vendía entre 10 000 y 14 000 pesos en la Ciudadela y en tiendas de Oaxaca.

En síntesis

Se puede decir que el huipil de Juchitán como objeto artesanal se ha convertido en una mercancía transformada “culturalmente por los gustos, los mercados y las ideologías de economías más grandes” (Appadurai, 1991: 44).

En el caso de los huipiles es claro que los comerciantes son, desde hace décadas, los principales actores del arte étnico-turístico de Juchitán. Hoy por hoy, el objeto artesanal es creado, modelado y recreado por los comerciantes que son los que monopolizan el “conocimiento del mercado, del consumidor y del destino de la mercancía” (Appadurai, 1991: 61). Los artesanos han perdido el control y el poder sobre su trabajo y el sentido de su trabajo, son los que construyen además la “política de estatus de los consumidores” (Appadurai, 1991: 67), son los que mantienen, recrean y reinventan los diseños, las prendas y sus usos de acuerdo con la demanda que captan en sus establecimientos y sus redes, pero también le proponen a la clientela nuevos productos y bordados que aluden a lo “étnico” y “tradicional”, que apelan a la modernidad y variedad de significados que se representan en la mujer de Juchitán (Figura 9).

Figura 9 Vestimenta que alude a lo “étnico” y “tradicional”. 

El conocimiento de los objetos artesanales se pierde con el viaje de las mercancías (Appadurai, 1991: 77). Como se dijo al principio, una característica central de la producción artesanal era su vinculación con el territorio en varios sentidos: eran elaborados a partir de algún recurso local, eran confeccionados a mano de “de todo a todo” dentro de los grupos domésticos en comunidades que, en muchos casos, se especializaban en la producción de determinados artículos. Los productores eran portadores y usuarios de los artículos que elaboraban. El objeto artesanal circulaba por mercados y tianguis microrregionales y regionales donde eran buscados, reconocidos y comprados por gente de otras comunidades para ser usados de manera cotidiana, ocasional o ceremonial. Es decir, el objeto artesanal estaba ligado a territorios específicos en términos de materias primas, trabajo, comercialización, usos y significado.

Lo que muestra la producción de huipiles de Juchitán en los Altos de Jalisco es que la producción artesanal actual puede descontextualizarse, es decir, fragmentarse y desespacializarse de los territorios donde surgió y cobró sentido. Este es un ejemplo de lo que puede suceder en el caso de productos artesanales exitosos, como el traje de tehuana.

La expansión del mercado llevó, como en tantos productos, a la fragmentación y desespacialización de la producción. En primer lugar, en cuanto a las materias primas. Es cierto que el traje de tehuana desde hace mucho tiempo se elabora con materias primas industriales, pero se ha incrementado el uso de materiales sintéticos: telas, hi los, tiras bordadas y listones.

En segundo lugar, respecto a la producción y el trabajo. La fabricación de las prendas ha sido fragmentada en fases que realizan distintos trabajadores en diferentes lugares. Una de esas fases, el bordado, que es a lo que le atribuye el valor artístico y cultural a la prenda, se ha desplazado a un territorio muy distante y distinto, donde las prendas carecen de los sentidos culturales que tienen en Juchitán. En verdad, se puede decir que la manera de producir los huipiles de Juchitán en los Altos se asemeja al de cualquier taller maquilador de los que existen en tantos lugares. Son talleres o establecimientos comerciales que recurren al trabajo femenino a domicilio, es decir, entregan la fase de la costura a un número variable de mujeres de sus microrregiones (Arias, 1988). Algo similar a lo que hacen las casas comerciales de Juchitán, pero a larga distancia.

El ejemplo de los huipiles muestra cómo en la globalización se puede combinar el desplazamiento del espacio productivo y laboral hacia lugares alejados y diferentes y, al mismo tiempo, mantener el anclaje de los imaginarios donde los objetos artesanales surgieron y cobraron sentido. Los comerciantes de Juchitán han entendido muy bien el papel de la cultura, cambiante pero persistente, en la producción de los objetos artesanales (García Canclini, 1982). Porque el producto artesanal tiene y mantiene una peculiaridad que lo hace diferente a otros productos: su reconocimiento, su valor como objeto carga do de atributos y sentidos -indígena, original, tradicional, manual- permanece anclado, no puede des vincularse de sus territorios originales. En ese sentido, el valor simbólico del objeto artesanal permanece, se recrea y se reinventa en los territorios originales.

En el caso de los huipiles, es en Juchitán donde persisten los imaginarios, tradicionales y modernos, asociados a esa vestimenta. Las prendas hay que exhibirlas, venderlas y comercializarlas desde ahí, que es donde la gente viaja para encontrarlas, reconocerlas, admirarlas, comprarlas.

El éxito del traje de tehuana está aso ciado a una conjunción de ideas acerca de la tradición indígena, pero vinculada a nuevos significados de la condición femenina, las nuevas identidades sexuales, una combinación de tradición y modernidad, de autenticidad y originalidad. Eso es lo que transmite el traje de fiesta zapoteco, lo que buscan los turistas, los que llegan a Juchitán y a otros mercados turísticos: trajes y prendas extremadamente adornadas y coloridas que tengan sentidos. El traje de tehuana -y sus variaciones- se ha convertido en objeto de consumo no necesariamente utilitario para las zapotecas, salvo para las Ve las, pero sí en un producto ornamental con sentido para las turistas.

Hay que decir, finalmente, que, en el otro extremo, es decir, en los Altos de Jalisco el huipil carece de uso y significado cultural para las mujeres que llevan más de 20 años confeccionándolo. Para las alteñas bordar huipiles es sólo un trabajo, una manera de ganarse la vida. Los diseños que bordan carecen de significado cultural. Tampoco los bordan para ellas, porque no les gustan, no es su estilo, dicen. Ni los huipiles ni ninguna prenda o artículo con esos diseños se observan en sus casas o se venden en los tianguis o tiendas de los Altos de Jalisco. Tampoco han incorporado algo de esas prendas a los productos bordados que se hacen y venden en la región. En términos de significado, el huipil es un producto culturalmente ajeno a las localidades y a las personas que lo bordan.

En los últimos años, gracias a las páginas de internet, donde abunda información sobre los huipiles y fiestas de Juchitán, las trabajadoras han comenzado a conocer la historia, el uso, el significado de los huipiles. Les ha llamado mucho la atención, pero no los han apreciado más.

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* Línea principal de investigación: migración y relaciones de género.

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