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Nueva antropología

versão impressa ISSN 0185-0636

Nueva antropol vol.27 no.81 México Jul./Dez. 2014

 

Reseñas bibliográficas

 

Edith Calderón, La afectividad en antropología. Una estructura ausente

 

Rodrigo Díaz Cruz*

 

México, UAM-I/CIESAS (Publicaciones de la Casa Chata), 2012

 

* Departamento de Antropología, UAM-Iztapalapa.

 

Probablemente no hay día en el que no toquemos alguna fibra emocional, y difícilmente dejamos de percibir en los demás lo que nos parece una manifestación de sus emociones: por ejemplo, creemos distinguir ahí a una persona que está triste, allá a otra exultante, más allá a una enamorada, junto a la enamorada detectamos una terrible mirada de odio. Pero apenas comienzo y las inquietudes ya se nos echan encima. La afirmación "tocar alguna fibra emocional" es ante todo una metáfora: ¿son las emociones susceptibles de ser tocadas como cualquier objeto? Una metáfora que además parece ubicar a las emociones en un lugar que está afuera del sujeto que vive o siente. Y cuando se escribe que en nosotros "no hay día en el que no toquemos alguna fibra emocional" inmediatamente se nos hace una invitación a realizar un ejercicio de autoconciencia o reflexividad, esto es, una inmersión en la escalera de caracol del yo para explorar al menos nuestras más recientes emociones, las del día, pues. Y nos asalta una perplejidad, porque cuando nos sumergimos en esa escalera esas emociones recientes que la memoria intenta recuperar pueden dejar de ser tan claras como aquellas que sí distinguimos en los demás. De repente puede introducirse una especie de opacidad, como si nos invadiera un temor a asomarnos hacia adentro: a un probable yo en ruinas, o a un yo empeñado en ocultarse de ese ejercicio de reflexividad. En suma, adentrarse en esa escalera de caracol del yo puede contribuir a que se nos aparezca de súbito un extraño. Esta última afirmación me hace recordar aquella célebre escena vivida por Freud. El fundador del psicoanálisis viajaba en el compartimiento de un vagón de tren cuando observó a "un anciano señor en ropa de cama y que llevaba puesto un gorro de viaje", una imagen que inmediatamente le causó disgusto. No tardó en percatarse que era él mismo, el supuesto intruso en el camarote "era mi propia imagen proyectada en el espejo" de la puerta del baño que se había abierto: el sí mismo percibido como un otro extraño, un yo al que le aparece un doble como espectro. Tal es lo unheimlich (que se suele traducir como "lo ominoso" o "lo siniestro"), que está en relación de contraste con lo heimlich, que se refiere a lo familiar, al hogar, a lo íntimo, lo próximo y conocido, aquello que evoca lo domesticado y el bienestar. Lo unheimlich es "una estructura de sentimiento particular en la cual lo más familiar es invadido por lo furtivo, lo clandestino, lo misterioso, lo escondido, lo siniestro o lo secreto". El término "invasión" es elocuente: lo unheimlich se refiere entonces al proceso de invasión que vive tanto lo próximo como lo íntimo. Y probablemente algunas de nuestras emociones, aquellos componentes de nuestra dimensión afectiva, puedan tener algo de unheimlich. Si vuelvo a las primeras líneas, aparecen muchas interrogantes: ¿cómo aprendemos a distinguir a la persona que está abrumada por la tristeza de aquella invadida por el amor?, ¿qué capacidades tenemos que desarrollar para diferenciar formas distintas de expresar y reconocer el amor?, ¿bajo qué condiciones nos percatamos que aquella persona no está triste, sino que se está representando como si lo estuviera, o cómo sospechamos que esa persona que se nos presenta desbordada por la alegría en realidad se nos muere de tristeza?

Como ha quedado claro con estas pocas reflexiones, introducirse al tema de las emociones es aventurarse a un paseo lleno de aristas, obstáculos, desviaciones, peligros, recovecos, y acaso por ello al mismo tiempo sea un recorrido apasionante. Las ciencias sociales todas han reconocido el papel central que tienen las emociones en la vida social e individual. Sin embargo, a pesar de ese lugar fundamental que ocupan, los estudios sistemáticos sobre el asunto han sido más bien pocos. Por ejemplo, en los grandes textos clásicos de las ciencias sociales aparecen siempre las emociones o la dimensión afectiva, sí, pero como una suerte de escenografía más o menos fija, más o menos dada por supuesta, pero muy pobremente indagada. Así que el primer gran mérito del libro de Edith Calderón, La afectividad en antropología. Una estructura ausente, que comento aquí, es que trata sistemáticamente este tema que por lo demás a todos nos concierne. Edith nos ofrece una mirada fecunda de él, una de las varias que se pueden plantear en este amplio campo de estudio. A partir de una lectura que no puede ser sino personal, ofreceré, más que un resumen, algunas notas constitutivas del libro de Calderón, con el ánimo de invitarlos a sumergirse en él; un libro que continuamente está invitando al lector a reflexiones en diversas direcciones.

Inicio con una clarificación de orden general. Edith va a denominar dimensión afectiva al universo simbólico que incluye sentimientos, emociones, pasiones, afectos. Sean el amor, el odio, la envidia, la venganza, la alegría, la tristeza, miedo, valor, melancolía, euforia. Se trata, a mi juicio, de una afortunada primera movida en la partida de ajedrez de Edith porque, sin decirlo así, tan contundentemente, ella sabe que la afectividad conforma aquel pedazo de realidad que excede al lenguaje. O para decirlo de otra manera, la dimensión afectiva no se agota con el lenguaje. Y vamos a revisar las implicaciones de este supuesto. Edith no se empeña por ofrecernos una única definición de "emoción" o de "sentimiento" o de cualquier otro elemento constitutivo de la dimensión afectiva por la simple razón de que nosotros no estaríamos aquí reseñando este libro, y Edith tal vez esté aún atrapada en un laberinto del que creo no hay escapatoria. De tal suerte que, como punto de partida, el objeto de estudio de Edith es uno fundamentalmente elusivo: como una suerte de pescado que intentamos sacar del río y se nos escapa de las manos una y otra vez.

A pesar del carácter elusivo de la dimensión afectiva, es posible sostener, como lo plantea Edith, ciertas premisas centrales. Primera, la dimensión afectiva es constitutiva de la cultura y de los sujetos sociales (p. 29), y como tal debe ser objeto de análisis de la antropología; en la medida en que es así esta disciplina ha de desarrollar los instrumentos teóricos pertinentes para su abordaje (p. 30). Y en este punto Edith nos advierte que "estudiar lo emocional requiere tener en cuenta la interrelación establecida entre los aspectos expresivo, descriptivo, constitutivo y transmisivo de las emociones, pasiones, sentimientos y afectos en los sujetos y en la cultura" (p. 33). Organiza estos cuatro aspectos con propósitos analíticos (p. 48) en dos pares conceptuales: por un lado la dimensión expresiva y descriptiva, por el otro la constitutiva y transmisiva. Algunas disciplinas están más enfocadas a estudiar el primer par, mientras que otras el segundo. "Considero —nos dice Edith (p. 34) — que esta separación ha impedido abordar de forma holística la relación entre lo social y lo individual en los estudios sobre lo afectivo." Otra movida fundamental del libro es que, como bien lo indica Edith, "existe una confusión entre el dominio estructural y lo fenoménico de los procesos emotivos", esto es, "considero que una cosa es cómo se estructura el campo de la afectividad, y otra el significado y la experiencia particular de las emociones, pasiones, sentimientos, afectos, y sus diversas formas de funcionamiento en la cultura" (p. 35). El estudio fenoménico de las emociones es el más generosamente indagado en las ciencias sociales en desmedro del estructural, el que por cierto más interesa a Edith.

A pesar de que una larga tradición en el pensamiento occidental ha querido distinguir, mejor: oponer la razón a las emociones, Edith se propone disolver esta dicotomía insostenible. Escribe que "conocer, comprender, interpretar, explicar, evaluar, describir, percibir e interactuar socialmente son procesos irrealizables sin la dimensión afectiva (p. 38). El ejercicio de la razón está entonces inevitablemente teñido de componentes de la dimensión afectiva: nuestro conocimiento y aprehensión del mundo está necesariamente mediado por dicha dimensión. Como bien lo señala Edith: "Propongo que la dimensión afectiva está en todo el proceso de la captación del mundo: para que exista la mente, lo psíquico, el sujeto que vive y piensa, requiere de tal dimensión (p. 97).

Buena parte de nuestras emociones, sentimientos, deseos y pasiones, al menos en nuestra cultura, se verbalizan a través del uso de metáforas (pp. 43-44): estamos aquí plenamente en la dimensión de la expresión y descripción de la dimensión afectiva (p. 45). Hay sabrosísimos ejemplos que Edith nos señala (pp. 36 y 83). Nos advierte que "la metáfora permite que el sujeto establezca una forma particular de comunicación, y que esta forma deje abierta la posibilidad del intercambio; gracias al carácter polisémico de la metáfora, el sujeto se protege de establecer compromisos que no está plenamente seguro de querer asumir; el uso de las metáforas le permite mantenerse funcional en la sociedad" (p. 46). "En conclusión, el uso de las metáforas no atenta contra el deseo, contrariamente, lo cubre con su velo cuando éste se asoma. Gracias al carácter polisémico de la metáfora y según el contexto y las reglas del lenguaje, es posible expresar en una palabra múltiples significados que abren la posibilidad de intercambio efectivo entre los sujetos" (p. 47).

Abordar la dimensión afectiva desde el punto de vista antropológico introduce un conjunto de tensiones. Primera tensión: las interrelaciones entre el individuo y la sociedad. Y Edith se propone "construir con las emociones una especie de lazo o puente entre lo individual y lo social" (p. 55). Cuando Edith reconstruye en diversas teorías antropológicas y en diferentes etnografías las concepciones que explícita o tácitamente se han elaborado de la dimensión afectiva, encuentra otras tensiones, que al mismo tiempo son ejes analíticos que va discutiendo: dos de ellas son oposiciones —la oposición entre naturaleza-cultura, y la oposición entre razón-emoción— y el tercer eje: lo normativo-moral (p. 53).

Ahora bien, el interés central del libro de Edith es el de "hacer explícito el vínculo que existe entre el ámbito social y el individual [...] la constitución-transmisión de emociones, pasiones, sentimientos y afectos, para nuestros fines, nos introduce de manera particular en el campo de la constitución del psiquismo (p. 51). Una inquietud y reto permanente en el texto: preguntarnos por las constantes que encontraremos en todas las culturas del universo emocional (p. 56). La dimensión afectiva debe abordarse como un principio básico axiomatizable universal (p. 104). Para explicar la interrelación entre lo individual y lo social, entre lo expresivo-descriptivo y lo constitutivo-transmisivo de la dimensión afectiva debe tomarse en cuenta la constitución de lo psíquico y la forma particular de ese proceso como condición necesaria para la introducción del sujeto no sólo en la dimensión afectiva sino en la cultura (p. 57).

Descartes, Freud y Heller, desde diversas perspectivas, han señalado que las emociones pertenecen a los fenómenos mentales y que los procesos de pensamiento mantienen relaciones con lo emocional (p. 181). Es necesario construir una definición estructural de lo afectivo que sea universal y, al mismo tiempo, permita la variabilidad de su funcionamiento: éste es uno de los motivos para buscar dentro del psicoanálisis y en lo psíquico una inspiración (p. 199). En este esfuerzo Edith evita caer en determinismos y comparte con Ricardo Falomir la afirmación de "que no se puede supeditar un ámbito de la realidad psíquica individual a otro ámbito de la realidad social; no hay determinismo de uno al otro" (p. 203). En síntesis, continúa Edith, el dominio de lo fenoménico ha sido el más estudiado; y hemos identificado la dificultad de reconocer un dominio estructural: en esta tercera parte [del libro] develaremos la importancia de la 'pieza clave' —el nivel estructural— que resuelve esa carencia (pp. 204-5).

¿Cómo expresar esta pieza clave a la que alude Edith, el nivel estructural? Proponiendo un paralelismo con las tesis de Lévi-Strauss. Veamos:

Hay que resolver la confusión entre la definición y el funcionamiento de la dimensión afectiva. Por ello propongo que la dimensión afectiva es una estructura análoga al parentesco. En el caso de la dimensión afectiva, lo universal, en todas las sociedades, es que existen reglas y normas para modular las emociones, pasiones, sentimientos y afectos, pero las reglas son diferentes dependiendo de la cultura. Todas las reglas comparten algo, una estructura básica, un principio básico. Las normas que crean todas las sociedades y que no son las mismas, que nos hacen diferentes, que nos constituyen de una manera particular en una cultura particular, nos revelan la existencia de una constante: en todas ellas se regula el deseo-placer-displacer. La dimensión afectiva es una estructura básica axiomatizable, universal (p. 223).

Añade que "la estructura de la dimensión afectiva siempre será energía, valencia positiva y valencia negativa: energía/emociones; valencia positiva amor-vida; valencia negativa muerte-odio" (p. 242). Lo más importante de lo emocional no está antes ni después de toda captación del mundo por el pensamiento, sino que su lugar está en el tránsito de la naturaleza a la cultura (p. 242). Se derivan de estas afirmaciones contundentes y atrevidas dos consecuencias: 1) la dimensión afectiva está implícita en la capacidad de simbolización, y por lo tanto, es condición sin la cual no podría existir la cultura; 2) la dimensión afectiva surge del tránsito de la naturaleza a la cultura —en ese lugar donde se ponen en acto las reglas que prescriben, proscriben, modulan y controlan a los hombres— y está presente en el proceso de constitución de la sociedad y de los sujetos (p. 243). Como puede advertir el lector estamos ante un libro provocador y creativo, novedoso e imaginativo que será una referencia obligada en el ámbito de la dimensión afectiva.

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