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Nueva antropología

versión impresa ISSN 0185-0636

Nueva antropol vol.27 no.81 México jul./dic. 2014

 

Artículos

 

Lo propio y lo impropio: devenires de la antropología social mexicana contemporánea

 

Rodrigo Llanes Salazar*

 

* Profesor en la Facultad de Ciencias Antropológicas de la Universidad Autónoma de Yucatán. Línea principal de investigación: Etnicidad y reivindicaciones étnicas, historia e historiografía de la antropología, antropología de la violencia.

 

Resumen

En este artículo se analiza cómo la antropología mexicana ha construido un "perfil propio" de acuerdo a su relación con el Estado, el nacionalismo, su vocación aplicada y los "paradigmas" indigenista y mesoamericanista, y cómo en años recientes dicho perfil se ha ido transformando en un contexto de crisis del Estado, del nacionalismo, de la academización de la disciplina y un giro epistemológico, teórico y metodológico hacia la descolonización del conocimiento. En este análisis diacrónico de la historia de la antropología social mexicana, el autor logra problematizar la reflexión en el escenario de emergencia de las antropologías del Sur, continuando con la discusión sobre el "derrumbe" de los paradigmas distintivos de la antropología mexicana, y por último sus más recientes devenires teóricos y sociales. Concluye con una reflexión en torno a algunos problemas teóricos y prácticos que enfrenta la disciplina en la actualidad.

Palabras clave: antropología mexicana, propio, Mesoamérica, indigenismo.

 

Abstract

This article analyzes how Mexican anthropology has constructed a "proper profile" according to its relationship with the State, nationalism, its applied vocation, and pro-Indigenous and Mesoamerican "paradigms." It also explores how this profile has been transformed in recent years, within a context of crisis in the State, nationalism, "academization" of this discipline, and a methodological, theoretical and epistemological twist surrounding the decolonization of knowledge. In this diachronic analysis of the history of Mexican social anthropology, the author questions the reflection on anthropologies from the south in an emergency scenario; moving on to the discussion of the "breakdown" of distinctive paradigms in Mexican anthropology, and finally, its latest social and theoretical developments. It concludes with a reflection on some theoretical and practical problems that the discipline faces nowadays.

Keywords: Mexican anthropology, proper, Mesoamerica, Indigenous.

 

LA ANTROPOLOGÍA MEXICANA: UNA DISCIPLINA EN TRANSICIÓN

Desde cierto punto de vista, la antropología social mexicana parece encontrarse en una situación "contradictoria". Por una parte, en el contexto de la emergencia de las denominadas "antropologías del sur" (Krotz, 1993a) y del impulso del análisis y estudio sistemático de las "antropologías del mundo" (Ribeiro y Escobar, 2008), desde hace ya unas décadas diversos investigadores han comenzado a esbozar lo que podría llamarse un perfil "propio" de la antropología mexicana, marcado de manera notable por lo que Esteban Krotz (2008a:120) ha caracterizado como una "búsqueda permanente de identidad [...] profundamente enraizada en la búsqueda de la identidad de la nación mexicana misma". Por otro lado, muchos de los rasgos o elementos que los investigadores han señalado como "propios" de la antropología mexicana —por ejemplo, su estrecho vínculo con el Estado, el marco ideológico del nacionalismo, su vocación aplicada, el impulso de la crítica social y paradigmas como el indigenismo o el mesoamericanismo— se encuentran actualmente, si no en crisis, sí en una inminente pugna y controversia. Nos encontramos con una disciplina en transición.

En este ensayo no me propongo hacer una suerte de "historia" de la antropología social mexicana en las últimas décadas. Mi objetivo, menos ambicioso, es el de analizar cómo la disciplina ha construido un perfil propio, cómo éste se ha transformado en años recientes, y señalar algunos puntos para la discusión. Por lo tanto, comienzo con el problema meta-antropológico de la reflexión sobre el carácter "propio" de la antropología mexicana, particularmente en el escenario de emergencia de las antropologías del sur; continúo con la discusión sobre el "derrumbe" de dos "paradigmas" distintivos de la antropología mexicana, el indigenista y el mesoamericanista, y sus más recientes devenires teóricos y sociales; concluyo con algunos problemas teóricos y prácticos que enfrenta la disciplina en nuestros días.

 

LA BÚSQUEDA DE UN PERFIL PROPIO (O DE ESO QUE LLAMÁBAMOS "ANTROPOLOGÍA MEXICANA")

La antropología mexicana ha sido objeto de reflexión por parte de antropólogos, sociólogos, historiadores y filósofos desde hace ya varias décadas. En el tercer cuarto del siglo XX el filósofo Luis Villoro (1979), si bien no se preguntó específicamente por la antropología mexicana, sí puso de manifiesto cómo la conciencia sobre el indio, al que podríamos caracterizar como un "otro interno", ha sido uno de los elementos que ha marcado a la antropología mexicana: ésta ha sido una disciplina que ha estudiado su propia diversidad sociocultural interna, lo cual plantea problemas epistemológicos, políticos y éticos distintos a los de las antropologías "originarias" y "primeras". Pocos años más tarde, Juan Comas (1976), uno de los primeros historiadores de la antropología mexicana, documentó con detalle otro de los rasgos distintivos de nuestra disciplina: su vínculo con el Estado mexicano y su vocación aplicada, es decir, de solución de problemáticas sociales. Y, unos cuantos años después, José Lameiras escribió un extenso ensayo sumamente influyente sobre el tema y sostuvo que "la antropología mexicana ha tenido durante su proceso histórico de formación características tales que, respecto a otras disciplinas de las ciencias sociales desarrolladas en el país, permiten conferirle el carácter de nacionalidad y justificar para ella, a temprana edad, el título de mexicanidad" (Lameiras, 1979:109). De hecho, la periodización de Lameiras, retomada por muchos, da cuenta de la estrecha relación de los cambios de la antropología mexicana con las transformaciones políticas más amplias ocurridas en el país.

En términos generales, a partir de trabajos como los de Villoro, Comas y Lameiras se fue gestando la idea de que la antropología social mexicana tiene sus orígenes en la conformación del Estado nación surgido tras la Revolución mexicana, y que se encuentra íntimamente vinculada a la naciente ideología nacionalista y al indigenismo (Beals, 1993). Fue gracias a estos impulsos que se llevaron a cabo tanto la creación de espacios institucionales para la práctica de la antropología, como la Dirección de Antropología en 1917, el Departamento de Asuntos Indígenas en 1936, el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en 1939, su Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) en 1942, y también el Instituto Nacional Indigenista (INI) en 1948, así como investigaciones, publicaciones y organizaciones gremiales. Podríamos decir, en palabras del decano de la historia de la antropología, George Stocking Jr. (1982), que se trataba de una "antropología de la construcción de la nación", una ciencia para "el desempeño del buen gobierno", según el célebre dictum de Manuel Gamio (1960: 16).

Sin embargo, para algunos, las cosas comenzaron a cambiar hacia mediados de la década de 1960. Por ejemplo, Guillermo de la Peña ha escrito en un volumen reciente sobre la antropología mexicana en el nuevo milenio que "hasta 1968 [aunque ciertamente la fecha se puede poner en consideración] , la antropología mexicana parecía gozar de una total certidumbre respecto de sus metas y problemas de estudio. Era, antes que nada, una antropología nacionalista" (De la Peña, 2002: 21; cursivas de R.Ll.). Y poco más adelante escribe que "por ello enarbolaba la bandera del indigenismo [... el cual] era una dimensión sobresaliente en la misión nacionalista, pero también funcionaba como espacio definitorio del objeto de estudio de las disciplinas antropológicas" (idem). De hecho, si bien diversas obras críticas de las décadas de 1960 y 1970, como La democracia en México, de Pablo González Casanova (2004), y sobre todo el texto colectivo De eso que llaman antropología mexicana pusieron en entredicho muchos de los elementos de la antropología mexicana del momento, lo cierto es que contribuyeron a la reflexión sobre las particularidades de la antropología de nuestro país.

Tomemos el caso del citado volumen De eso que llaman antropología mexicana. En su provocadora contribución, Arturo Warman (2002) denuncia que, históricamente, la disciplina ha estado al servicio del poder (lo que en el siglo XX significaba ante todo estar al servicio del Estado); por su parte, Mercedes Olivera (2002) critica cómo la antropología mexicana ha tenido una pesada carga institucional, vinculada tanto con el indigenismo (a través del INI) como con el patrimonialismo mesoamericanista (a partir del INAH), que la ha limitado temática, teórica y profesionalmente. Y en su lúcida colaboración al volumen, Guillermo Bonfil (2002) enmarca la "crisis" de la antropología mexicana en el contexto de los movimientos de descolonización de la época, señalando al mismo tiempo el carácter neocolonial del país así como de su antropología.

La reflexividad sobre la antropología mexicana continuaría a partir de todos estos impulsos críticos. Andrés Medina (1996; 2004), por ejemplo, ha dedicado un gran número de trabajos a analizar las particularidades originales de la antropología mexicana, estrechamente vinculadas a la construcción de la nación; Luis Vázquez León (1981; 1987; 1998; 2002; 2003) ha contribuido con varios análisis historiográficos y sociológicos sobre la antropología social y la arqueología mexicana; Esteban Krotz (1987; 1993a; 2008a; 2008b), por su parte, ha propuesto estimulantes elementos teóricos para el análisis de la ciencia como un proceso de producción cultural y, en este marco de la antropología mexicana como una "antropología segunda", Mechthild Rutsch (2007) ha hecho importantes contribuciones con respecto a los orígenes profesionales de la antropología mexicana a partir de su disertación doctoral sobre la relación entre nacionales y extranjeros. Pero quiero destacar dos ejemplos notables de esta reflexividad: por un lado, la enciclopédica obra, compuesta por quince volúmenes, La antropología en México: panorama histórico, coordinada por Carlos García Mora (1987-1988), así como el más reciente proyecto multiinstitucional de Antropología de la antropología, dirigido por Esteban Krotz y Ana Paula de Teresa, y realizado bajo el cobijo de la Red Mexicana de Instituciones de Formación de Antropólogos (RedMIFA). Asimismo, en años más cercanos, en el marco del movimiento de las antropologías del mundo, se ha impulsado la discusión sobre el carácter nacional de la antropología mexicana en el panorama de la antropología mundial, por lo demás, un escenario global marcado por relaciones de poder y asimetría entre regiones, países y sus respectivas disciplinas (Krotz, 2008a; Medina, 2004; Vázquez León, 2007).

Desde luego, estoy sintetizando demasiado. No obstante, lo que a continuación quiero enfatizar es que las condiciones de la antropología mexicana han cambiado de manera notable y que muchos de los elementos a partir de los cuales antes hablábamos de "antropología mexicana" están en transformación. Como ha escrito recientemente Carmen Bueno (2011: 398), vivimos en un México que "ya no tiene como prioridad la construcción de una identidad nacional y/o la crítica al statu quo, sino el posicionamiento en un mundo trastocado por las redes globales de comercio y gobernado por un Estado neoliberal". La antropología mexicana ya no se encuentra más en un proceso social de construcción de Estado nacional, sino en los procesos de reducción de las políticas benefactoras del Estado; se enfrenta, asimismo, a los procesos de reestructuración neoliberal, marcados por la apertura comercial hacia América del Norte a partir del Tratado de Libre Comercio —pero que se extiende a muchas esferas más allá de la economía y la política, tales como la educación, la ciencia y la tecnología—; la disciplina se ubica en una economía basada en la explotación del petróleo para su venta al extranjero, en las maquiladoras, el turismo, la migración, así como las actividades del crimen organizado; se encuentra en un contexto de pos-guerra fría con el marcado declive del marxismo y de otras ideologías de izquierda, a una controvertida crisis del nacionalismo, acompañada también del "derrumbe" del paradigma indigenista (Aguirre Beltrán, 1990), del ascenso del multiculturalismo, de movimientos indígenas de diversa índole; y, desde luego, se ubica en la región más desigual del planeta y, dentro de ella, en uno de los pocos países que no muestra signos de "crecimiento" y sí de una preocupante descomposición social marcada por la pobreza, marginación, desigualdad, así como de una creciente violencia que ha tenido impacto en las condiciones en que se hace trabajo de campo. Un escenario sin duda complejo, del cual sólo me detendré en tres elementos: el Estado, el nacionalismo y la vocación aplicada.

 

PROBLEMAS CONYUGALES ENTRE LA ANTROPOLOGÍA Y EL ESTADO

Ya hace más de veinte años Guillermo Bonfil (1995) llamó la atención con respecto a los "problemas conyugales" que padecían la antropología y el Estado, debido a que la disciplina perdía el notable lugar que tenía con respecto a las políticas de este último. Como señalé anteriormente, la antropología social nació en México estrechamente vinculada al Estado y tenía la tarea de generar conocimiento sobre la población rural e indígena (que a principios del siglo XX era prácticamente desconocida) y resolver los "grandes problemas nacionales". De hecho, muchos de los antropólogos más notables del siglo pasado (como Manuel Gamio, Alfonso Caso, Gonzalo Aguirre Beltrán y el propio Guillermo Bonfil) fueron al mismo tiempo académicos y funcionarios del Estado.

Sin duda, la relación entre la antropología y el Estado en México es un asunto complejo, pero me parece que su situación reciente debe analizarse al menos desde dos aristas. Por un lado, debemos tomar en cuenta la crisis de la abundancia del petróleo y de la deuda externa de principios de la década de 1980, así como las políticas de "reducción" del Estado que entonces se consideraba "obeso", a partir de los sexenios de Miguel de la Madrid y de Carlos Salinas de Gortari (Oehmichen, 2003). Por el otro, debemos considerar también que cierta "autonomía" de la antropología con respecto al Estado fue posible gracias al proceso de institucionalización académica de la disciplina en la década de 1970, en el cual Ángel Palerm jugó un papel significativo (Vázquez, 1998). Palerm era consciente del monopolio del INAH con respecto a la práctica antropológica, y tuvo un rol de primer orden en la creación (o reformulación) de instituciones que impulsaron una antropología más académica, tales como el posgrado en antropología social en la Universidad Iberoamericana, el Centro de Investigaciones Superiores del INAH (CISNAH, actualmente Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, CIESAS) en 1973, el Departamento de Antropología de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), entre otras. A partir de estos impulsos institucionales se puede advertir una "academización" de la antropología social mexicana, es decir, "un cierto 'encierro' de la antropología nacional en los ámbitos de las instituciones de docencia e investigación básica [... la cual] se ha convertido en el modelo de ejercicio de la profesión más valorado, mejor retribuido y, sin duda, hegemónico" (Sariego, 2007: 111; Vázquez, 2002).

En estos días, difícilmente puede sostenerse que la antropología es una disciplina de Estado, más bien se encuentra en un complejo campo de fuerzas compuesto por un Estado en transformación, las instituciones académicas y, de manera cada vez más notable, del mercado, organizaciones no gubernamentales y de la sociedad civil. Particularmente, el mercado, como han observado distintos estudiosos (por ejemplo Lomnitz, 1996), tiene un creciente papel en la formación sociocultural de los ciudadanos. Como ha escrito Claudio Lomnitz (1996: 76), ya han quedado atrás los momentos de normatividad político-religioso (definido por la Colonia) y del ciudadano ideal formado por el Estado redentor, ahora "nos hallamos frente al inicio de una antropología que se inserta en la relación que guarda actualmente la política con el consumo masivo".

En este complejo campo de fuerzas encontramos lo que Esteban Krotz ha caracterizado como un "triángulo de las Bermudas" que "amenaza la antropología", la cual está "a punto de desaparecer, al menos en la forma como se le conoce desde hace tiempo" (Krotz, 2011a: 23). Por parte del Estado, nos enfrentamos a una "burocracia digitalizada" que "impone una determinada manera sustantiva de hacer antropología" (ibidem: 26; cursivas en el original) al expandir un único modo de organizar y llevar a cabo la investigación científica, de enseñar una disciplina académica, de idear y preparar publicaciones científicas, de concebir, conducir y evaluar cursos de grado y posgrado, de desarrollar tutorías y prácticas de campo, de estructurar eventos académicos, al mismo tiempo que privilegia los aspectos cuantitativos de la investigación y docencia en lugar de su calidad (ibidem: 28).

Por el lado de la lógica del mercado y su influencia en otros ámbitos de la sociedad, asistimos a lo que el filósofo francés Gilles Deleuze (1999) ha denominado "sociedades de control", en las que las instituciones que regulan la vida de los individuos ya no tienen la forma disciplinaria y de encierro que analizó Michel Foucault, sino que se asemejan más a empresas pos-fordistas con sus principios de flexibilidad y competitividad. Para el caso mexicano, Pablo González Casanova (2003) ha advertido y denunciado la emergencia de una "nueva universidad" que funciona como una empresa lucrativa, con un acentuado "mercado-centrismo" que se advierte tanto en el lenguaje de las instituciones pero también, en términos más amplios, en una normalización y homogeneización de todos los aspectos de la vida académica, que se espera sea más competitiva, eficiente y rentable.

La "burocracia digitalizada" de esta "nueva universidad" debe entenderse en un marco más global de transformación neoliberal de la universidad (Chomsky, 2014; González Casanova, 2003; Santos, 2012). En este proceso de neoliberalización, lo que el Estado y otros organismos le exigen a la universidad es una mayor eficiencia y vínculo con el mercado. Para lograrlo, se han incrementado no sólo las políticas de evaluación, sino también los estratos administrativos y burocráticos, del mismo modo que se han instaurado nuevos mecanismos de control, por ejemplo, a partir de la precariedad e inseguridad laboral de los trabajadores académicos, de los contratos temporales, de las medidas de "austeridad", entre otros fenómenos que están afectando la práctica de la disciplina.

 

¿UNA ANTROPOLOGÍA ANTI-SOCIAL?

Ante el escenario anterior, Luis Vázquez León (2002) ha cuestionado el carácter "social" de la antropología "mexicana". Con respecto al primer término entrecomillado, argumenta que históricamente la antropología mexicana ha estado signada por un interés técnico-instrumental relativo al uso práctico del conocimiento antropológico, el cual se explica en gran medida por el vínculo de la disciplina con el Estado. Es en este sentido que Moisés Sáenz habló de una "antropología social" en México (Vázquez, 2002). Así, ante la reestructuración neoliberal del país y la academización de la antropología, Vázquez llama la atención sobre la actitud de olvido o desdén de los antropólogos con respecto a los "grandes problemas nacionales", que están lejos de desaparecer en nuestro país. La pregunta es: "¿por qué una ciencia social pareciera abstraerse de lo social?" (ibidem: 54). Lo cierto es que, advierte Vázquez, el interés técnico-instrumental persiste aunque se ha transformado en este nuevo escenario; es decir, hay aplicación, pero ha cambiado de intención, vinculándose cada vez más con las actividades de consultoría, gestión y la venta de servicios expertos. Esta situación debe llevarnos a reflexionar sobre la ética antropológica (Escamilla y Valladares, 2005), así como sobre el papel del mercado y de los clientes con respecto a los temas de estudio, los procedimientos de investigación y la publicación de sus resultados.

 

¿DE ANTROPOLOGÍA NACIONAL A ANTROPOLOGÍA MUNDIAL?

Otro de los aspectos que más ha caracterizado a la antropología mexicana es, como ya se ha advertido, su vínculo con el nacionalismo. En este punto no puedo tratar el problema, del tipo del huevo y la gallina, sobre si la antropología contribuyó al nacionalismo o el nacionalismo impulsó a la antropología. Doy por sentada la relación entre antropología mexicana y nacionalismo y quiero llamar la atención sobre la crisis de este último (Bartra, 2007).

Diversos antropólogos han criticado las pretensiones homogeneizadoras y excluyentes del nacionalismo mexicano y sus consecuencias negativas para distintos sectores poblacionales, sobre todo los indígenas. Estas denuncias se pueden apreciar, por ejemplo, tanto en la defensa de los proyectos de autonomía indígena, la construcción de un Estado multi e intercultural, pero también en las tendencias cosmopolitas de vinculación con centros académicos del Norte y la identificación binacional de ciertos antropólogos mexicanos. Lo cierto es que la antropología mexicana ya no parece ser, retomando de nuevo a Stocking (1982), una disciplina para la construcción de la nación, sino para la deconstrucción de la nación. Al respecto, Vázquez (2007: 12) ha escrito que:

[...] la antropología mexicana, que de ser una profesión de Estado está haciéndose liberal; que de ser una disciplina que atraía nutridas cantidades de estudiantes se está estrechando en una actividad de elite; que de una virtual comunidad imaginaria igualitaria está desarrollando una estratificación de rango, capital cultural e ingresos. También que de compartir una ideología nacionalista está adquiriendo una ideología global en individuos y grupos específicos.

Para Vázquez, las consecuencias de esta crisis nacionalista son más bien negativas y están relacionadas con el ya citado problema de la renuencia de los antropólogos sociales mexicanos con respecto a los grandes problemas nacionales. Sin embargo, para el antropólogo inglés John Gledhill (s.f.), una antropología mexicana liberada de su servicio al proyecto de construcción de la nación puede jugar un importante rol para construir un México más democrático y socialmente justo, así como una nueva relación, menos racista y neocolonial, con los Estados Unidos. Regresaré a este problema en la última sección del ensayo.

Ahora quiero detenerme en las transformaciones recientes de dos elementos, usualmente caracterizados como "paradigmas", que han distinguido a la antropología mexicana y que están estrechamente asociados con los elementos hasta ahora expuestos: el indigenismo y el mesoamericanismo.

 

DEL DERRUMBE DE PARADIGMAS A LA DESCOLONIZACIÓN DE LA ANTROPOLOGÍA (O MÁS ALLÁ DEL INDIGENISMO Y LA MESOAMERICANÍSTICA)

La antropología social mexicana nunca se ha caracterizado por compartir un paradigma único (Hewitt, 1988), si bien el indigenismo y el mesoamericanismo sirvieron como elementos de referencia y de distinción de la comunidad antropológica mexicana hacia mediados del siglo XX. Sin embargo, muchos han advertido que, al menos desde la década de 1980, estamos muy lejos de ceñirnos a un solo paradigma. Por un lado, tenemos lo que el propio Aguirre Beltrán (1990) caracterizó como un "derrumbe" de paradigmas, refiriéndose particularmente a la vulnerable situación del indigenismo. Por el otro, la hegemonía del marxismo y de enfoques afines en las décadas de 1970 y 1980 ha cedido su lugar a un "giro cultural", caracterizado por un regreso del concepto de cultura, si bien ahora "adjetivado", como se advierte en las discusiones sobre "cultura popular", "cultura obrera", "cultura urbana", etc. (Krotz, 1993b). En términos generales, en estos días se acepta que la antropología social mexicana se caracteriza más bien por una amplia diversidad teórica y temática (Medina, 2004: 231; Portal y Ramírez, 2010: 270), como se puede apreciar, por ejemplo, en las temáticas abordadas en el "Simposio sobre teoría e investigación en la antropología mexicana" realizado en 1987 (vv. aa., 1988), en las discusiones en el coloquio internacional "¿A dónde va la antropología?", organizado en 2002 por el Departamento de Antropología de la UAM-I (Giglia, Garma y De Teresa, 2007); o en el Primer Congreso Nacional de Antropología Social y Etnología, organizado por el Colegio de Etnólogos y Antropólogos Sociales, A.C., en 2010.

Además de la diversidad teórica, metodológica y temática de la antropología social mexicana, algunos estudiosos han advertido que, actualmente, la disciplina se encuentra en "un esfuerzo sustancial para trascender la matriz nacionalista en la que se forma" (Medina, 2004: 232), o, como han escrito recientemente María Ana Portal y Xóchitl Ramírez (2010: 277), "hay un movimiento que pasó del interés por 'hacer patria' —es decir, una antropología nacionalista anclada en el país— a lo que podríamos pensar como una antropología de 'estar en el mundo' a partir de redes, de interconexiones culturales y de multiplicidad de miradas analíticas".

Ciertamente resulta problemático asentar que se ha trascendido el nacionalismo; acaso resulte más prudente señalar que el nacionalismo ha cambiado y pocos antropólogos comparten hoy el ideal de una nación homogénea, mestiza y abogan en cambio por una nación pluricultural. Del mismo modo, podemos agregar que en esta búsqueda de "estar en el mundo" la antropología mexicana ha retomado discusiones teóricas de las antropologías del norte, como las asociadas a la "crisis de la representación" y su búsqueda de formas experimentales de hacer antropología, así como con las discusiones vinculadas a lo que se ha denominado "giro ontológico" o "enfoque ontológico". Si bien estos enfoques presentan muchas diferencias entre sí, comparten una característica fundamental: apuntan hacia una descolonización de la antropología, vocación que es secundada por los trabajos antropológicos en México que más adelante presentaré. Comienzo con los devenires del indigenismo.

 

DEL INDIGENISMO A LA COMUNALIDAD Y LA CO-LABOR

Según una clásica formulación, "el indigenismo no es una política formulada por indios para la solución de sus problemas sino la de los no-indios respecto a los grupos étnicos heterogéneos que reciben la general designación de indígenas" (Aguirre Beltrán, 1976: 2425). En primera instancia, ésta es una sentencia que a muchos les parece autoritaria cuando no colonialista: son los no indios quienes deben resolver los problemas de los indios, no los indios mismos. Pero lo que está de fondo es una concepción cultural, y no racial, del indio: "el indio, como tal, no puede postular una política indigenista porque el ámbito de su mundo está reducido a una comunidad parroquial, homogénea y preclasista que no tiene sino un sentido y una noción vagos de nacionalidad" (ibidem: 25). Es así que Benito Juárez, al implementar una política indigenista, "actuaba como no-indio" (idem), lo que deja en claro que se trataba de un asunto cultural y no racial. La pregunta está en: ¿pueden los indios en cuanto indios formular conocimientos y políticas para la solución de sus problemas? Muchos han respondido que sí, y esto tiene importantes implicaciones para la antropología mexicana.

El indigenismo en México ha tenido sustanciales transformaciones teóricas y políticas a lo largo de su historia. Por ejemplo, en el siglo XX, hemos visto transitar diversas expresiones del indigenismo, desde el incorporacionista, el cardenista, el integracionista, el participativo y el "neoindigenismo" (Hernández, Paz y Sierra, 2004). Incluso, algunos (Favre, 1998; Vázquez, 2010) consideran que el indigenismo como tal ha muerto y ha dado lugar a la gestión de la etnicidad. Pero una de las transformaciones que quiero analizar aquí es justo la que sucede cuando los indios toman la voz sobre sus problemas. En este punto me parece que podemos encontrar varias tendencias que problematizan lo que significa "antropología mexicana" y su perfil propio. Por una parte, encontramos una serie de trabajos antropológicos basados en un modelo de investigación de co-labor con intelectuales indígenas; por otra, tenemos la emergencia de antropólogos indígenas en el país, los cuales han elaborado propuestas teóricas como la "comunalidad" o "comunalismo", un "nuevo paradigma" en la antropología mexicana, a decir de Leif Korsbaek (2009). Estos enfoques coinciden en su crítica al indigenismo por su carácter monológico y excluyente con respecto a las voces indígenas, denuncian que la antropología mexicana ha tenido un carácter colonialista y apuntan hacia una descolonización de la disciplina.

La crítica al vínculo de la antropología con el indigenismo tiene larga data, por ejemplo, en la denuncia de los antropólogos críticos en De eso que llaman antropología mexicana. Pero dos de los elementos más importantes en la crisis del indigenismo son, en primer lugar, las críticas provenientes del propio movimiento etnicista, y, en segundo, la reestructuración neoliberal del país, en términos de este tema, la emergencia del "multiculturalismo eoliberal" (Hale, 2002). En cuanto al movimiento etnicista, debemos tener en cuenta el impulso de la I Declaración de Barbados (1971), la conformación del Consejo Nacional de Pueblos Indígenas (1975), la emergencia de programas de educación intercultural, de un creciente sector de intelectuales indígenas (antropólogos incluidos; Gutiérrez Chong, 2001), así como el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, ya que todos ellos representan una crítica a la antropología nacionalista, especialmente a su relación con el Estado y al indigenismo, al mismo tiempo que reivindican el pluralismo cultural, los derechos indígenas, la participación de los indios en la toma de decisiones, así como la conformación de una "ciudadanía étnica" (De la Peña, 1995). Por su parte, del lado del multiculturalismo neoliberal, no debemos pasar por alto toda una serie de reformas constitucionales, que por lo general apuntan más hacia temas de reconocimiento cultural que de redistribución socioeconómica.

Una de las consecuencias de todos estos procesos es que los indios han tomado la voz de manera más visible que en el pasado. Aún más, algunos de ellos han elaborado propuestas teóricas y políticas para la solución de sus problemas y que están ganando terreno en el actual escenario intelectual y político. El movimiento de la "comunalidad" o "comunalismo", asociado con el antropólogo mixe Floriberto Díaz, es uno de los más notables, y guarda estrechas semejanzas con el Sumak Kawsay o "buen vivir" de los países andinos considerado por Krotz (2011b:13. Cursivas en el original) el "cuarto gran aporte al pensamiento latinoamericano".

La "comunalidad", de acuerdo con Floriberto Díaz, es una forma de vida practicada por las comunidades mesoamericanas y que alude al carácter colectivista de la vida indígena en Oaxaca; refiere también a una energía subyacente, a la existencia espiritual y a la "inmanencia de la comunidad" (Díaz, 2007: 39); "expresa principios y verdades universales en lo que respecta a la sociedad indígena [caracterizada por las nociones de] lo comunal, lo colectivo, la complementariedad y la integralidad" (ibidem: 40); sus elementos definitorios son la Tierra como madre y como territorio, el consenso en Asamblea (en contra de los principios de competencia del mercado), el servicio gratuito como ejercicio de autoridad, el trabajo colectivo como un acto de recreación y los ritos y ceremonias (ibidem: 59); asimismo, la comunalidad está marcada de manera importante por la oralidad, la cual implica relaciones sociales y de comunicación directa y cálida, como señala Díaz (ibidem: 216).

Resulta interesante que Díaz señale que él no es el creador de la noción de comunalidad, sino que sus verdaderos autores sean las comunidades indígenas. En este sentido, de acuerdo con Leif Korsbaek (2009), representa un "nuevo paradigma" en la antropología mexicana, en tanto que con la comunalidad "los indígenas tienen la posibilidad de producir los conocimientos que antes eran el privilegio de la antropología y ponerlos al uso de un proyecto propio que es formulado por los mismos indígenas, y no como antes por no indígenas que ocasionalmente tenían una mentalidad fuertemente anti-indígena" (ibidem: 120). Aún más, la comunalidad y los conceptos asociados a ella conllevan también una importante crítica a muchos de los conceptos y oposiciones que han orientado a las ciencias sociales en general y a la antropología en particular (tales como los de individuo-sociedad/comunidad y cultura-naturaleza), así como a sus prácticas profesionales. De este modo, para traer a colación uno de los conceptos más discutidos en la antropología mexicana, a diferencia del concepto occidental de "comunidad", que es de carácter aritmético (una suma de individuos), el del pensamiento mixe comunal es geométrico, ya que es la Tierra la que comuna a los individuos (Díaz, 2007: 26), no es un "conjunto de casas con personas, sino un conjunto de personas con historia pasada, presente y futura" (ibidem: 136). Encontramos también otras concepciones del ser humano, la individualidad, la colectividad y la relación cultura-naturaleza. Por ejemplo, desde esta concepción, el ser humano no es el único con sentimiento o lenguaje, todos los seres lo son en tanto que son hijos de la tierra, al mismo tiempo que el ser humano no es concebido como un ser individual y autónomo "competitivo" por naturaleza.

Uno de los elementos que para este artículo resulta más interesante es que desde el enfoque de la comunalidad se perfila una "antropología indígena" distinta a lo que usualmente se ha llamado "antropología mexicana" (y, desde luego, también diferente a las antropologías originarias o primeras). Se trata de una antropología que es el resultado de un diálogo entre la tradición científica antropológica (con conceptos como "cultura", "comunidad", entre otros) en donde la cosmovisión y formas de organización social de su comunidad de origen; tienen sus propios espacios de debate y discusión, tales como las asambleas comunitarias, los consejos de ancianos, los equipos de trabajos de comuneros, agricultores y maestros (aunque, desde luego, no está desvinculada de los espacios académicos más convencionales como foros, mesas y congresos); que se articula a determinadas fuentes de conocimiento como la "historia oral" y la "sabiduría popular"; y, ante todo, se trata de una práctica "desde adentro", en la cual Díaz no adopta el papel de un investigador neutral, sino que realiza su trabajo en "primera persona" en tanto que se presenta como parte del objeto del análisis (ibidem: 352) y su principal público es la propia comunidad (aunque no excluye a otros académicos e interesados en la materia).

Pasemos ahora a otra tendencia en la que la voz de los indígenas cobra presencia: la antropología basada en la investigación de co-labor. Ésta surge en un contexto en el que, desde la arista de las antropologías originarias, estuvo marcado por la denominada "crisis de representación" de la antropología, la crítica a la autoridad etnográfica y la búsqueda de formas experimentales de hacer antropología, como el dialogismo y la colaboración, que ponen énfasis en los actores sociales, sus prácticas, identidades y perspectivas. Por su parte, desde las ciencias sociales del Sur, las referencias son las propuestas de investigación-acción participativa (Fals Borda, 2007), la pedagogía crítica y la educación popular y liberadora (Freire, 1970), así como el cada vez más influyente programa de investigación modernidad/ colonialidad (Escobar, 2003), la defensa de una epistemología del sur y de una ecología de saberes del sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos (2009).

Un ejemplo de este enfoque en México es el proyecto de carácter binacional "Gobernar (en) la diversidad de América Latina", llevado a cabo por el CIESAS y la Universidad de Texas en Austin, sobre las formas en que comunidades, organizaciones y movimientos indígenas han hecho frente a las políticas públicas de los estados nacionales de América Latina y en el cual participaron nueve equipos de trabajo cuyos responsables eran, en cada caso, un académico y un intelectual indígena (Leyva y Speed, 2008).

Los investigadores del proyecto parten del reconocimiento del carácter neocolonial de las ciencias sociales —la antropología incluida—, critican la idea de neutralidad del investigador y la arrogancia académica que asume que el conocimiento científico es superior, e inmediatamente declaran su compromiso político a favor de la defensa de los derechos indígenas y de la justicia social (ibidem: 66-67).

Xóchitl Leyva y Shanon Speed retoman la idea de investigación de co-labor de Charles Hale, quien aboga por una investigación descolonizada, bajo el supuesto de que las personas y grupos "tienden a proveer más y mejor información cuando tienen algo en juego en los resultados" (ibidem: 76). En este proyecto, la co-labor se llevó a cabo con intelectuales indígenas y, como tal, se propuso desde la definición de los objetivos del proyecto hasta el análisis final y la redacción en coautoría (idem). Más allá de lo que convencionalmente se conoce como resultados o productos de la investigación, la propuesta de co-labor tiene como objetivo modificar las relaciones de poder en el proceso mismo de la indagación. Así, como primer paso metodológico, Leyva y Speed (ibidem: 77) se proponen "empezar a modificar las relaciones de poder e inequidad intrínsecas a la investigación social en nuestro propio equipo de trabajo". Como segunda premisa postulan que "valoramos a las contrapartes indígenas como portadoras de conocimientos y saberes que tienen el mismo valor que el conocimiento académico" (ibidem: 81). Éste es un punto sobre el que vale la pena detenerse.

La investigación de co-labor, así como la antropología poscolonial y/o decolonial asociada a ella, parte, como ya vimos, de la crítica a la neutralidad científica, a la autoridad del investigador y del reconocimiento de la parcialidad y situacionalidad de todo conocimiento; pero, ¿de ello se sigue que todo conocimiento y saber tiene el mismo valor que el conocimiento académico? O, primero, ¿todo conocimiento y saber académico tiene el mismo valor? Desde este enfoque podemos asumir que no: el conocimiento producto de la investigación de co-labor tiene mayor valor. Pero si una de las contrapartes de la co-labor fuera, supongamos, un antropólogo chapado a la antigua, ¿su conocimiento y saber tiene el mismo valor? Me parece que bajo estas premisas sucumbimos en el relativismo que siempre otorga la razón al nativo. Sin embargo, los defensores de la investigación de co-labor parten de postulados no relativistas, es decir, identifican ciertos valores como más importantes, tales como la defensa de los derechos indígenas y la justicia social. Por lo tanto, uno tendría que considerar si estima como más valiosos aquellos conocimientos y saberes que apuntan a favor de los derechos indígenas y la justicia social sólo por el hecho de estar a favor de tales causas.

Una de las discusiones más controvertidas en este campo es justamente el de los derechos de las mujeres indígenas. Algunos científicos sociales han rechazado las políticas de reconocimiento de la diferencia cultural y de las autonomías indígenas bajo el argumento de que las costumbres indígenas y sus sistemas normativos son de índole autoritaria y que el reconocimiento de la autonomía generaría nuevas violencias, promoverían el autoritarismo, el aislamiento y el segregacionismo (Bartra, 1997). Sin embargo, este tipo de argumentos parten de una concepción estática, homogénea y sumamente holística de la cultura (confunden una parte con el todo) que resulta analíticamente muy pobre y políticamente muy perjudicial. Y es aquí donde la investigación de co-labor, con su atención a la multiplicidad de voces y perspectivas, puede resultar sugerente. Si partimos de una concepción dinámica y heterogénea de la cultura, así como del reconocimiento de que criticar un aspecto de la cultura no significa desvalorar toda esa cultura (Benhabib, 2006: 84), atisbamos a la posibilidad (de hecho real) de que, por ejemplo, algunos grupos de mujeres o de jóvenes indígenas cuestionen las costumbres autoritarias y patriarcales de sus propias culturas e impulsen transformaciones de las mismas (Blackwell et al., 2009: 26; Castro, 2009; Hernández Castillo, 2006). En este orden de ideas, me parece que debemos guardar una posición precavida sobre cuáles perspectivas, conocimientos o saberes vamos a tomar como válidas, y siempre prestar atención a la composición heterogénea de los grupos sociales, sus diferencias internas y las relaciones de poder que las atraviesan.

Otro ámbito de la investigación de co-labor donde las voces indígenas cobran presencia es el de la etnografía dialógica de los programas de educación intercultural, como en el estudio de Gunther Dietz y Laura Selene Mateos (2010) sobre la Universidad Veracruzana Intercultural. Al igual que Leyva y Speed, Dietz y Mateos convienen en el carácter colonialista de la antropología y se proponen "descolonizar la clásica etnografía antropológica" (ibidem: 109). Particularmente, su objetivo es diversificar el conocimiento universal y académico a partir de los conocimientos locales, etnociencias subalternas y saberes alternativos, lo que "obliga a la antropología académica a replantearse sus conceptos teóricos básicos tanto como sus prácticas metodológicas, aún demasiado monológicas y monolingues" (idem).

Partiendo de las propuestas de Hale y de Leyva y Speed sobre la investigación de co-labor, Dietz y Mateos abogan por una etnografía doblemente reflexiva. Un elemento que hay que destacar es que, si bien están interesados en los saberes alternativos y cómo estos cuestionan a los saberes hegemónicos, su enfoque metodológico no es únicamente emic y toman en cuenta la dimensión etic y la observación etnográfica. Así, proponen un modelo etnográfico tridimensional que conjuga una dimensión "semántica" centrada en el actor y que privilegia la entrevista etnográfica desde una perspectiva emic, una dimensión "pragmática" orientada hacia los modos de interacción a través de observaciones participantes desde una perspectiva etic y una dimensión "sintáctica" que pone el acento en las instituciones y que contrasta información etnográfica de tipo emic y etic (ibidem: 125).

 

DE MESOAMÉRICA A LAS ONTOLOGÍAS AMERINDIAS

Por último, uno de los campos teóricos y temáticos donde, de acuerdo con Andrés Medina (2004), se puede captar la especificidad o el perfil propio de la antropología mexicana como una antropología del sur es el de los estudios sobre la cosmovisión mesoamericana. Como ya se ha señalado, los estudios sobre "Mesoamérica" han sido considerados como un "paradigma" distintivo de la antropología mexicana, al menos desde la formulación de dicho concepto por parte de Paul Kirchhoff en 1943 (Kirchhoff, 1967). Sin embargo, este concepto medular ha sido sumamente cuestionado en diversas ocasiones, por ejemplo, en la XIX Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología, realizada en Querétaro en 1985, y que llevó por título "La validez teórica del concepto de Mesoamérica" (Sociedad Mexicana de Antropología, 1990), así como en el coloquio "Mesoamérica: un dilema histórico, una polémica científica" organizado por el Seminario de Historia, Filosofía y Sociología de la Antropología Mexicana en 1997. En lo que sigue no pretendo explorar las múltiples críticas a dicho concepto, sino destacar algunos cambios de la antropología mexicana (especialmente en los campos de la etnología y la antropología social) a partir del peregrinaje de "Mesoamérica".

Uno de los primeros cuestionamientos fue que Mesoamérica ya no existe en el presente. En el ya citado coloquio sobre "La validez teórica del concepto de Mesoamérica", el etnohistoriador Pedro Carrasco (1990: 203) escribió que "el concepto Mesoamérica es de validez muy dudosa en lo que se refiere a la etnografía moderna de México" y, en el mismo coloquio, el etnólogo Jesús García Ruiz expresó: "creí que quedaba evidente que actualmente no existe Mesoamérica y, en consecuencia, al hablar de etnografía como punto de partida, estaba como implícito en el concepto de Mesoamérica que para la etnografía no tiene sentido [...] para la etnografía el concepto de Mesoamérica no tiene sentido, puesto que Mesoamérica ya no existe" (García Ruiz, 1990: 217-218; Jáuregui, 2008). Incluso, Medina reconoció la poca relevancia del concepto para las cuestiones políticas y económicas, si bien en el caso de la religión ha resultado más importante; en todo caso, abogaba por "construir un concepto etnográfico de Mesoamérica" (Medina, 1990: 201).No obstante, una de las críticas que puso de manifiesto el vínculo del concepto Mesoamérica con el nacionalismo mexicano fue la que se hizo escuchar en el segundo coloquio mencionado. El arqueólogo Ignacio Rodríguez (2000) fue contundente al respecto, al señalar a Mesoamérica como un "oscuro objeto del deseo", como un concepto mítico, comprometido con el poder, que ha servido al Estado para reivindicar la grandeza de los pueblos prehispánicos para la construcción de la identidad de la nación mexicana (Jáuregui, 2008); para Rodríguez, la matriz disciplinaria de la antropología mexicana es mesoamericana, y a finales de la década de 1950 Mesoamérica se había convertido en el paradigma dominante, a partir del cual conviene hablar más de "unidad cultural" sobre diferencias sociales y políticas.

Ante tales críticas, podemos encontrar en las defensas del concepto de Mesoamérica algunos cambios de sentido con respecto a los valores y propósitos que guían a la antropología mexicana, particularmente del ideal de la construcción de una nación mestiza y homogénea a una nación pluricultural, que elogia la diversidad (Díaz-Polanco, 2006). En este orden de ideas, en su defensa del concepto García Mora (2000) sostiene que "más que discutir la extensión territorial de un área cultural, se trata de conocer un proceso civilizatorio, la profundidad y presencia de su tradición". Tal profundidad y presencia funcionan como una forma de:

Resistencia al exterminio por hambre y represión de los pueblos de origen mesoamericano en el país, la defensa de sus derechos y el apoyo a su autodeterminación; así como a la imposición de una cultura desnacionalizante y una ideología histórica que niegue pertinencia a la historia antigua y sus secuelas posteriores. Y aún más allá de la resistencia, el mesoamericanismo aporta elementos históricos para un proyecto cultural popular alternativo (idem).

Por su parte, Medina (2004) ha sostenido recientemente que la mesoamericanística se ha revitalizado a partir de los estudios sobre cosmovisión mesoamericana, entre los que destaca Cuerpo humano e ideología de Alfredo López Austin, publicado en 1980, donde estudia la cosmovisión y los elementos ideológicos de los antiguos nahuas sobre el cuerpo humano. El libro tiene como una de sus bases teóricas y metodológicas la "relativa unidad de cosmovisiones mesoamericanas" (López Austin, 2004: 32) y su continuidad hasta las poblaciones indígenas contemporáneas, de modo que su autor toma la etnografía de los nahuas contemporáneos como una fuente para conocer la concepción de los antiguos nahuas. Para explicarse la persistencia de los elementos ideológicos mesoamericanos, en trabajos posteriores López Austin (2001) propuso el concepto de "núcleo duro" cultural, el cual tiene un arquetipo vegetal centrado en el maíz. El tema de la persistencia y profundidad de la cultura mesoamericana tiene otro notable punto de referencia en el sumamente influyente México profundo, de Guillermo Bonfil, el cual tiene como premisa "la persistencia de la civilización mesoamericana que encarna hoy en los pueblos indios" (Bonfil, 2005: 9). De nuevo, en este caso Mesoamérica funciona como una matriz cultural que sirve de base a un proyecto civilizatorio alternativo "al proyecto occidental del México, imaginario [que] ha sido excluyente y negador de la civilización mesoamericana" (ibidem: 10).

Los trabajos de López Austin y Bonfil, ambos defensores de la tesis de la persistencia cultural/civilizatoria mesoamericana, constituyen referentes destacados en los estudios sobre las culturas indígenas contemporáneas de México, así como en los movimientos etnopolíticos del país. Sin embargo, las críticas no se han hecho esperar. Pedro Pitarch, por ejemplo, ha cuestionado lo que él llama el "imaginario prehispánico" de la etnografía mesoamericana, que tiene como canon al mundo indígena prehispánico. De acuerdo con este autoritativo imaginario, "lo indígena es lo prehispánico" (Pitarch, 2008: 50) y la vocación de la etnografía es "enfatizar el grado actual de semejanza y continuidad con el mundo indígena prehispánico" (ibidem: 50).

Lo que quiero destacar es que el imaginario prehispánico denunciado por Pitarch se explica en buena medida por el vínculo que la antropología mexicana ha tenido con el Estado y con el nacionalismo, y que, a juicio de Pitarch, éstos han frenado el desarrollo de la etnografía sobre la región. Incluso, a la luz de este imaginario, los buenos deseos de una mayor justicia social pueden distorsionar bastante las cosas y "convertir a los indígenas en encarnaciones de modelos europeos: honestos cristianos o buenos revolucionarios y mujeres feministas" (idem). Para Pitarch, el valor de la etnografía mesoamericanista no está en describir una civilización profunda que sirva como alternativa política o moral a la cultura occidental, sino en su "capacidad de amplificar nuestros puntos de vista" (idem), pues lo que les interesa a los indígenas no es la "identidad", sino la "alteridad": "la experimentación de otras formas de vida, otros estados de conciencia, de otros puntos de vista" (ibidem: 54). Y es aquí donde el "giro ontológico" comienza a cobrar presencia en nuestra antropología.

El "giro ontológico" o "enfoque ontológico" en la antropología tiene como una de sus premisas básicas "la descripción de las condiciones de autodeterminación ontológica de los colectivos estudiados" (Viveiros de Castro, 2010: 18). De esta forma, al adentrarse en diversas formas de determinación ontológica, la antropología devendría en un "ejercicio de descolonización permanente del pensamiento, y propon[dría] otro modo de creación de conceptos distinto del modo filosófico" (ibidem: 24). El perspectivismo amerindio, descrito con maestría etnológica por Eduardo Viveiros de Castro, es un ejemplo notable de este enfoque, pues ofrece otra forma de determinación ontológica de lo que es la cultura y la naturaleza, el cuerpo y el alma, la identidad y la alteridad.

Retomando el perspectivismo de Viveiros, antropólogos como Pitarch (2010) y Saúl Millán (2010) han cuestionado el modelo cosmológico mesoamericano centrado en el maíz y han descrito las complejas relaciones entre cultura-naturaleza y cuerpo-alma en las ontologías indígenas. Millán pone de manifiesto la diferencia entre la ontología naturalista (occidental) que postula una continuidad física entre el cuerpo humano y el cuerpo animal, mientras establece una frontera metafísica entre humanidad y animalidad, y la ontología nahua, que establece una discontinuidad física entre cuerpos humanos y animales y una continuidad metafísica entre humanidad y animalidad, al mismo tiempo que ofrece "una concepción de la persona esencialmente distinta a la que postula la ontología occidental" (Millán, 2010: 172). A partir de estos supuestos, toma distancia del modelo agrícola de López Austin y propone un "modelo alimenticio" en el que, en un origen mítico, todos los seres eran culturales pero, después del diluvio, sólo quienes siguieron nutriéndose a base de maíz conservaron su condición de humanidad, de modo que la discontinuidad física-corporal entre los seres quedó marcada por las distintas formas de alimentación: "las formas de alimentarse constituyen una frontera conceptual que indica la diferencia entre ambas categorías [humanos y no humanos]" (ibidem: 177).

Por su parte, en su estudio sobre la cosmovisión maya tzeltal, Pitarch (2010) ha develado toda una "antropología indígena". A partir del perspectivismo de Viveiros, sostiene que en la ontología maya tzeltal no encontramos la fórmula continuidad física-corporal/ discontinuidad metafísica-anímica, pero tampoco hallamos exactamente la fórmula contraria: continuidad metafísica/discontinuidad física. Más bien encontramos dos clases de cuerpos, uno que entabla continuidad con los animales y otros seres, y otro que establece discontinuidad entre ellos. Así, traza el modelo ontológico maya-tzeltal de persona "sobre unas bases en parte distintas a las convencionalmente empleadas en la etnología meso-americana" (Pitarch, 2010: 151). Una de sus conclusiones es que "el ser humano indígena —en una especie de escalada de la noción de diferencia interna— contiene en sí mismo las relaciones potenciales de conjunción y disyunción con el resto de los seres. La persona se encuentra internamente constituida por sus relaciones externas con los no humanos, tal y como estos son definidos y distinguidos entre sí desde una perspectiva indígena" (ibidem: 173).

En estos trabajos podemos apreciar cierto desplazamiento del análisis de la "cosmovisión mesoamericana" al de las "ontologías amerindias" (donde lo dado es el alma, y el cuerpo es lo que tiene que ser fabricado), mismo que se ubica en un campo etnográfico mucho más amplio y comparativo, de alcance continental. Son estudios que abogan por una etnografía que no se guíe más por el nacionalista/mesoamericanista imaginario prehispánico, que incita a un esfuerzo en la renovación conceptual de categorías básicas de la antropología (como cultura, naturaleza, individuo, sociedad), y que apunta también al potencial de descolonización del pensamiento a partir de dichas conceptualizaciones.

 

ASPECTOS CRÍTICOS

Si bien los estudios que aquí he comentado presentan notables diferencias entre ellos, comparten el objetivo de descolonizar la antropología mexicana y cuestionan fuertemente dos de los paradigmas que han sido considerados "propios" de dicha disciplina: el indigenismo y el mesoamericanismo. Sin embargo, hay varios aspectos críticos sobre los que me quiero detener.

Tanto las propuestas de la comunalidad como las etnografías de las ontologías amerindias postulan una oposición, en ocasiones una radical contradicción, entre la cosmovisión u ontología occidental y las indígenas. No niego que haya diferencias notables entre una y la otra, pero los peligros asoman cuando se reducen y homogenizan cada uno de los elementos. Aún más, tampoco podemos pasar por alto los intercambios culturales y sociales entre uno y otro elemento. Las etnografías sobre ontologías indígenas me parecen por demás fascinantes y sumamente provocadoras en términos conceptuales y etnográficos, pero parecieran hablar, como lo ha notado Orin Starn (2011), sobre sistemas filosóficos (u ontológicos) aislados sin contacto con el resto del mundo. Asimismo, plantear la radical oposición entre esquemas conceptuales también puede resultar contraproducente para lograr uno de los cometidos más defendidos por estos antropólogos: una sociedad verdaderamente intercultural (Díaz Cruz, 2009).

Por otra parte, las investigaciones de co-labor tratan como uno de sus principales problemas el de las relaciones de poder; sin embargo, no encuentro en ellas una mayor discusión sobre dicho concepto. Otra cuestión está, como ya he asentado, en considerar todo conocimiento, saber o perspectiva como válida, lo que se enmarca en un giro epistemológico en el que la "visión del nativo" es "la única adecuada", como ha observado recientemente Luis Vázquez (Oseguera, 2010). En este contexto, advierte Vázquez, el "actual activismo antropológico" sobrevalora las entrevistas y le quita peso a la observación directa, "nuestros conceptos son de ellos y los devolvemos casi sin cambios" (Oseguera, 2010: 4). Aquí es donde cabe señalar el valor de la crítica y recordar, como lo hace Rodrigo Díaz (2009: 66), "que no hay formas de vida o culturas, no hay creencias, normas de comportamiento, acciones o fuentes de moral que sean inmunes a la evaluación y a la crítica". Junto al diálogo, la crítica es otro valor que debería defenderse.

Un último punto con respecto al indigenismo y mesoamericanismo. Éstos no sólo tuvieron consecuencias teóricas y metodológicas, sino también impactaron en la propia praxis antropológica y en su geopolítica; por ejemplo, en la presencia de especialistas extranjeros atraídos por dichos temas, así como la distribución de instituciones e investigaciones en el país. Este punto ha sido desarrollado especialmente por los antropólogos que trabajan en el norte del país. Rodolfo Coronado (2011: 451) ha escrito al respecto que:

[...] la antropología en México (en cuanto al número y motivo de las investigaciones, perfil, localización y número de instituciones, residencia del mayor número de antropólogos en el país, etc.) ha sido sobre todo mesoamericanista en cuanto a la geografía de los temas, indianista respecto a los asuntos a estudiar y centralista respecto a su organización institucional.

Esto ha tenido un impacto en regiones no mesoamericanas o con poca presencia indígena. Juan Luis Sariego (2011), por ejemplo, señaló que en Chihuahua "la antropología llegó tarde", por lo que la disciplina en esta entidad ha sido más bien "una antropología de autores y personajes que de instituciones y academias" (ibidem: 56). No obstante, destaca que en años más recientes ha comenzado a "ser más mexicana y más chihuahuense" (ibidem: 58), refiriéndose a la diversificación y proliferación de nuevos temas y preocupaciones académicas relacionadas con problemáticas de la región, amén del desarrollo de la antropología aplicada como el campo con mayor futuro en dicho estado. Del mismo modo, Séverine Durin (2011) ha formulado la hipótesis de que el reciente desarrollo de la antropología en Monterrey está ligado a la migración indígena mesoamericana en la capital (Durin, 2011: 75-77). No obstante, escribe Durin: "la frontera antropológica no [avanza] hacia el norte: la antropología en México es fundamentalmente 'mesoamericanista', tiene escaso interés en manifestaciones socioculturales fuera de su área cultural y por lo mismo sus conceptos clave, como el de comunidad, son irrelevantes para analizar la vida social de su objeto privilegiado" (ibidem: 82). Cosas semejantes encontramos para los casos de Sonora (Hope, 2011) y Baja California, sobre el que Everardo Garduño (2011:123) ha denunciado también "la histórica mesoamericanización de la antropología en México".

 

LO PROPIO Y LO IMPROPIO: PUNTOS PARA LA DISCUSIÓN

Hasta ahora he señalado que la antropología sociocultural mexicana se ha caracterizado por poseer un perfil propio, basado en elementos como su vínculo con el Estado, el nacionalismo, su vocación aplicada y paradigmas como el indigenismo y el mesoamericanismo. He escrito, también, que todos estos elementos se encuentran, si no en crisis, sí en una profunda transformación. ¿Quiere decir esto que la antropología mexicana está perdiendo su perfil propio?

En un primer momento podría parecer que estoy sucumbiendo en el viejo vicio de definir a un grupo (o disciplina, como la antropología mexicana) a partir de un listado de elementos o rasgos culturales (Barth, 1976). Sin embargo, inmediatamente podemos reparar en otras alternativas: a la Barth (1976; o para nuestro tema, a la Becher, 2001), cómo un grupo delimita fronteras con respecto a otro; o bien, a la Bonfil (1991), definir lo propio a partir de la capacidad de decisión de un grupo sobre elementos culturales tanto propios como ajenos. Atendamos esta última ruta.

Recientemente, Krotz (2011c) ha retomado la teoría del control cultural de Bonfil para analizar el carácter propio de las antropologías latinoamericanas actuales. Desde esta perspectiva, lo que se trata de indagar es cómo la comunidad antropológica hace uso del conocimiento antropológico y de todos los elementos constitutivos del proceso de producción cultural que es la antropología (Krotz, 1987), en el marco de procesos de difusión y de relaciones de poder a nivel mundial (Krotz, 2011c: 15).

A partir de este enfoque, que ciertos elementos distingan a un grupo o disciplina no significa que esta última posea un carácter propio. Es decir, que históricamente el vínculo con el Estado, el nacionalismo, la vocación aplicada y los paradigmas indigenista y mesoamericanista hayan distinguido a la antropología mexicana no significa que ésta tuviera un carácter propio. En este orden de ideas, la reconfiguración del campo de fuerzas en el que se encuentra la antropología mexicana, su academización, sus nuevos usos instrumentales, así como sus nuevas tendencias teóricas y metodológicas (como la emergencia de antropologías indígenas, la investigación de co-labor, el giro o enfoque ontológico) no le confieren tampoco un carácter propio. Más bien, las antropólogas y antropólogos mexicanos, como colectivo, deben poder llevar a cabo decisiones sobre todos los elementos que intervienen en el proceso de producción de conocimiento antropológico. Los temas anteriormente tratados son de particular importancia para discutir, por ejemplo, ¿cuál es y debe ser la relación de la antropología con el Estado y con otros actores como el mercado, organizaciones no gubernamentales, organismos financieros y la sociedad civil?, ¿cómo actuar frente a las políticas estatales en materia de ciencia y educación y su relación con la academización de la antropología?, ¿cuáles son considerados los principales problemas sociales a atender, entender y resolver?, ¿existe una discusión teórica y metodológica para abordar dichos problemas? Consideremos que en el ya mencionado Primer Congreso Nacional de Antropología Social y Etnología de 2010, los participantes sólo se manifestaron colectivamente sobre tres temas: un mayor presupuesto estatal a la ciencia, las condiciones de violencia en el país, y una política de género más equitativa dentro de la academia. Si bien estos problemas son sin duda urgentes, no son los únicos. No discutir sobre esto me parece, más que algo "ajeno", algo "impropio".

Otro punto a discutir es, ¿para qué debemos hablar de una antropología nacional propia? Podemos convenir con Gledhill cuando cuestiona los proyectos de crear una "antropología nacional" en el sentido de una disciplina "autónoma" de las instituciones académicas del norte. Es tarea de todos los antropólogos, independientemente de la nacionalidad, mantener una distancia crítica suficiente con las situaciones que estudian. Aun así, Gledhill advierte que vale la pena recuperar las preocupaciones de la antropología mexicana del pasado por los problemas sociales, pero de una manera menos autoritaria y paternalista (Gledhill, s.f.: 18). Sin embargo, desde el enfoque que aquí he retomado, lo propio no significa distancia de otras antropologías o disciplinas, mucho menos encerramiento o ensimismamiento, sino construir una antropología mexicana reflexiva de las condiciones sociales de su existencia (el campo de fuerzas en el que se ubica) y de sus herencias, tanto las que vale la pena seguir trabajando, como de las que hay que despojarnos; se trata de conformar una disciplina con una mayor capacidad de decisión sobre los elementos que intervienen en el proceso de producción de conocimiento antropológico, tanto los de carácter "externalista" (como las relaciones con los actores que componen el campo de fuerzas y los valores que guían a los practicantes) como los de perfil "internalista" (los enfoques teóricos y metodológicos, así como demás instrumentos de generación de conocimiento, provenientes tanto del norte como del sur).

Buenos ejemplos de esta antropología mexicana "propia" los encontramos en las obras de Gonzalo Aguirre Beltrán, Ángel Palerm y Guillermo Bonfil (Krotz, 2010). Aguirre Beltrán (1991), por ejemplo, reformuló el culturalismo estadounidense para tratar lo que él consideraba uno de los principales problemas del país: las relaciones de dominación entre los centros ladinos y las comunidades indígenas en las regiones interculturales de refugio. Por su parte, Palerm (1972; 1980) empleó de manera creativa los enfoques neoevolucionistas, de la ecología cultural y del marxismo para el estudio de la formación del Estado en Mesoamérica y las diferentes formas de desarrollo del campesinado. Por último, Bonfil (1991) formuló su original y ya citada "teoría del control cultural", que no atiende únicamente a elementos culturales, sino a la capacidad de decisión social que tienen los grupos en el marco de relaciones de poder, para colaborar con la construcción de una "alternativa civilizatoria" para México. Reconocer y retomar críticamente estas herencias, así como otros impulsos que se dirigen hacia la descolonización del conocimiento y de la sociedad, son elementos fundamentales para construir una antropología que no solamente cuente con un perfil propio, sino que, sobre todo, contribuya a una mayor justicia social y dignidad humana.

 

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