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Nueva antropología

versión impresa ISSN 0185-0636

Nueva antropol vol.27 no.80 México ene./jun. 2014

 

Artículos

 

Jóvenes en Nochevieja. Una observación participante de Patamban, Michoacán

 

Karine Tinat*

 

* Profesora-investigadora del Centro de Estudios Sociológicos.

 

Resumen

Este artículo intenta retratar a la juventud de Patamban, un pueblo de Michoacán, México. Se llevan a cabo dos reflexiones en paralelo: por un lado se hace una descripción de lo que significa ser joven en tal lugar, y por el otro se realiza una reflexión de índole metodológica sobre las estrechas relaciones entre la observación participante, la interacción con los sujetos estudiados y la subjetividad del investigador. Al inicio del artículo se presenta un fragmento del diario de campo, posteriormente se reflexiona sobre la observación participante y, por último, se muestra aquello que define a los jóvenes de Patamban: los eventos que delimitan esta etapa de su vida y aquello que los caracteriza como grupo y género.

Palabras clave: jóvenes, observación participante, diario de campo, subjetividad, género.

 

Abstract

This article attempts to portray the youth of Patamban, a village in Michoacán, Mexico. It offers two parallel reflections: first, a description of what it means to be young in Patamban; and second, a methodological discussion of the close ties between participant observation, interaction with the subjects studied, and the researcher's subjectivity. The article begins with a fragment of the field journal; then a methodological reflection explores participant observation and finally the meaning of being young in Patamban, the events that define this stage of life, and what characterizes these young people as a group and gender.

Keywords: Youth, participant observation, field diary, subjectivity, gender.

 

A diferencia de Bourdieu, quien afirmó que "la 'juventud' sólo es una palabra" (2000: 142-153),1 proponemos abrir este artículo recordando más bien que "la 'juventud' es toda una palabra". Según la época o el contexto histórico, el tipo de sociedad y el grupo social estudiado, la juventud varía considerablemente. Se trata de un concepto profundo y multiforme, aunque la primera definición que llega a la mente sea tan nítida como "periodo de la vida comprendido entre la infancia y la edad adulta". Si remontando a los siglos XVII y XVIII miramos en dirección a la Europa burguesa, aparecen varias imágenes de la juventud como, por ejemplo, la de unos jóvenes insertos en una relación filial y ante todo "hijos de", en espera de la sucesión de sus padres o la de otros jóvenes muy estudiosos y deseosos de realizarse personalmente (Galland, 2007: 55-56). Del lado de las sociedades primitivas, surgen juventudes de duración breve, enmarcadas por ritos de paso y ceremonias iniciadoras. Si nos dirigimos hacia las sociedades modernas del siglo XX, abundan las representaciones sobre la juventud como un periodo cada vez más largo y ceñido por los valores de autonomía y libertad individual (Boudon et al., 1996: 127). Finalmente, en tiempos remotos y en ciertas sociedades rurales aisladas, por mucho que se indague no emergen los jóvenes como un grupo determinado: los niños laboraban en el campo y así se hacían adultos. La juventud es un concepto o "toda una palabra" que no siempre existió.

La juventud en que me enfocaré a continuación sí existe y, desde ahora, puedo asegurar que no le faltan las energías. Se trata de jóvenes que viven en Patamban, una comunidad rural de Michoacán situada a 2140 msnm al oeste de la meseta tarasca. La cabecera municipal de la que depende es Tangancícuaro y la ciudad más cercana es Zamora, a la cual se llega en una hora por medio de transportes colectivos. Según el censo del INEGI del año 2005, la población total de Patamban era de 3 280 habitantes: 1 433 hombres y 1 847 mujeres.2 La proporción menor de hombres respecto a la de mujeres se podía explicar por la migración de éstos a Estados Unidos, aunque algunas mujeres también intentaban la aventura "al norte". Más allá de los ingresos económicos que aporta la migración, Patamban es un pueblo que vive gracias a la agricultura, la explotación del bosque, el comercio y la producción de alfarería.3

El patrón de la comunidad, San Francisco de Asís, se celebra el 4 de octubre. Ese mismo día de 2005 descubrí Patamban y decidí empezar un trabajo de campo. De octubre de 2005 a junio de 2007 realicé una etnografía del pueblo, largas sesiones de observación participante y entrevistas a profundidad. En esa época uno de mis objetivos principales era estudiar las representaciones, prácticas alimentarias y corporales de la juventud patambeña, para lo cual me había acercado a 12 jóvenes, quienes constituían el total del alumnado del colegio de bachilleres y cuyas edades oscilaban entre 15 y 26 años.4 Como se explicitará más adelante, el estudio de estos 12 jóvenes me llevó a conocer a otros compañeros suyos y a adentrarme en las distintas realidades vividas por la juventud patambeña. Al momento en que se escriben estas líneas, en 2012, todavía no he logrado "cerrar" este campo, aunque sólo acuda allá dos o tres veces al año.

Durante estas estancias cortas, de varios días, recojo nuevos datos, actualizo historias de vida y visito a la gente con la que he tejido lazos de complicidad y amistad. Así, no sólo daré cuenta aquí de la juventud patambeña tal como la conocí en 2005, sino que complemento mis observaciones con las notas de campo recopiladas a lo largo de los últimos años.

La finalidad de este artículo es entretejer tres hilos: el empírico, el metodológico y el temático, para pintar la imagen de una juventud procedente de un contexto rural en una época contemporánea, de 2005 a 2012. Para esto, y en un primer momento, presentaré un extracto de mi diario de campo con la intención de sumergir al lector en el universo de investigación. En efecto, se trata del relato de cómo celebré el paso del año 2005 a 2006 con un grupo de jóvenes patambeños; en aquel momento apenas llevaba tres meses acudiendo a la comunidad. Como decido dejar el diario en un estado casi idéntico a como lo escribí justo después de vivir el evento,5 se notan las primeras sensaciones características de un inicio de investigación, mis ingenuidades y resistencias. Luego, abordaré algunos aspectos que el diario de campo aporta para la reflexión sobre la observación participante; sin escritura, es imposible que el antropólogo logre realizar el trabajo de observación, por lo que en este artículo otorgaré tanta importancia a la relación entre escritura, observación y reflexión sobre un objeto específico. Parto, entonces, de esta postura metodológica donde afloran las subjetividades, e insistiré en la importancia de la interacción entre el investigador y los sujetos de estudio como prisma de análisis. Por último, regresaré al cuadro de esta juventud para precisar sus principales características, resaltar algunos aspectos analíticos que aparecen en el diario de campo y que puedo complementar gracias a otros apuntes de índole etnográfica.

 

DATOS EMPÍRICOS: UN EXTRACTO DE DIARIO DE CAMPO

Zamora, Mich., sábado 31 de diciembre de 2005.

Llegué hoy a las cinco de la mañana. En total, fueron 27 horas de viaje, de París a Zamora. Me siento exhausta y la sola idea de ir a Patamban esta noche a celebrar el año nuevo no me hace mucha gracia. Pero, antes de irme a Francia se los dije a las chicas del colegio. Es más, se los prometí y lo prometido es deuda. "Tal vez hayan organizado una fiesta", pienso desempacando las maletas. Intento animarme como puedo. Llamo a Rosario.6 Me responden que ha ido a Zamora a hacer unas compras. Llamo a Abril. Nadie toma la llamada. Llamo a Leticia. Su madre me contesta: "Leticia no está aquí". "¿Le puedo dejar un mensaje?", pregunto. Con un tono consternado, esta mujer me afirma que Leticia se ha ido a Estados Unidos, a Houston, hace unos quince días. "¡Le prestaron papeles!", agrega deprisa. Esta mujer parece desamparada: "Sé que ha llegado bien. Está con su hermano y sus hermanas. Pero está bien duro para mí [...] Leticia es la chiquita, la más joven de mis hijos, pues, la única que se había quedado con nosotros". Le propongo darle una visita la semana que entra. Asiente con una sonrisa, lo escucho en su voz. Cuelgo. Estoy feliz de obtener esta información tan importante para mi estudio, pero también estoy decepcionada. He aquí una segunda joven que se me escapa y con quien no voy a poder seguir el trabajo de entrevistas.7 Llamo a Diana. Me propone acudir a la fiesta que está organizando con sus vecinas. Quedamos de vernos a las siete y media de la noche, en la plaza de Patamban.

Decoraciones navideñas, guirnaldas de luces multicolores y esferas centelleantes, iluminan varias casas de la calle principal. Numerosos jóvenes, grupos de chicas sobre todo, atraviesan la plaza. Las observo reírse y bromear entre ellas, desprendiendo mucha alegría. Envueltas en sus rebozos, mujeres hacen cola delante de la tiendita que hace esquina mientras que hombres cuidan una fogata en la misma calzada, más abajo de la banqueta de los portales. Diana se dirige hacia mí y me propone que estacione el coche delante de su casa, que está en una calle estrecha y empedrada, adyacente a la plaza. La casa tiene un muro exterior de cemento gris, agujereado por dos ventanitas de vidrio opaco y protegidas por barras de metal. Entro con Diana por la puerta de hierro rojo, que da a una gran habitación con piso de losa.

Mientras Diana se arregla, espero un poco intimidada, sentada en la punta de una de las dos camas. La habitación está amueblada con cuatro sillas de plástico blanco, una mesa de madera donde está la televisión y dos camas matrimoniales: una al lado de la otra y separadas por una mesa de noche. En las paredes grises, de cemento, están colgadas unas fotos de familia. Descansa en una repisa una Virgen de Guadalupe, cuyas luces parpadean. Un primer hombre joven viene a sentarse casi frente a mí, en la otra cama; un segundo entra en la habitación y agarra una silla blanca. Callados, los tres vemos la televisión que difunde una telenovela a la gringa. Después de un rato, nos atrevemos a hablar.

El primer chico, Jerónimo, dice ser un "viejo amigo" de la familia mientras el segundo, Juan, es el primo de Diana. Ambos tienen 25 años y el mismo look: unos tenis blancos, jeans azules y un sweater de colores oscuros. Juan lleva también un gorro de lana que le cubre hasta las cejas. Jerónimo es de Patamban, pero vive en Morelia desde hace ocho años. Se fue allá para obtener su bachillerato y estudiar en la universidad. Es pasante en Derecho, está buscando un puesto de abogado mientras termina su tesis. Por su parte, Juan está desempleado. Trabaja a veces en el campo, pero "todo depende de la estación", precisa. Volvió a Patamban hace poco, después de una estancia de cuatro años en California. Allá, trabajaba en la construcción. Juan piensa quedarse unos meses más en el pueblo antes de ir de nuevo a Estados Unidos. Pregunto a estos dos jóvenes lo que tienen previsto para esta Nochevieja. "¡Digerir alcohol!", exclama Jerónimo riéndose.

Diana se cambió la ropa y se maquilló. Lleva un pantalón negro de pana que marca sus caderas y sus piernas finas. Se puso también una camiseta rosa de mangas largas ajustada y unos tenis de color rosa que combinan. Acentuó su mirada con una línea de lápiz negro y sus labios son brillosos. En su cabello luce una estrella de color plata.

Diana quiere presentarme con su abuela. Al salir de la habitación atravesamos un corral en la oscuridad, luego un cuarto de ladrillos, construido a medias o deteriorado parcialmente. Guiadas por la luz de la luna, avanzamos en una suerte de jardín, pisamos un tapete de hierba seca. Diana empuja con cuidado la puerta de una cabaña de madera. Me regocijo interiormente al entrar en este tipo de casa: no tengo la menor idea de cómo puede ser adentro. Sentados en pequeñas sillas de madera, el tío y la abuela de Diana se calientan en torno a una fogata. Enseguida nos invitan a sentarnos con ellos, pero Diana se mantiene de pie cerca de la puerta entornada. El humo espeso que llena la cabaña la hace llorar: no hay chimenea para evacuarlo; las tablas de madera del techo y de las paredes están negras como el carbón. A pesar de la negrura y del penetrante olor a humo, la atmósfera de esta cabaña me parece cálida. En las paredes están colgadas cazuelas de hierro; en huacales volteados se amontonan la vajilla y algunas frutas. Noto la ausencia de cama: la abuela debe dormir en otro lugar. Encorvada, esta mujer parece perdida en sus pensamientos. Su respiración es tranquila: parece desgranar lentamente el tiempo que pasa.

¿Qué significará para ella este paso de 2005 a 2006? La apariencia descuidada y la suciedad de esta abuela me impresionan: su ropa se ve desgarrada en diferentes lugares y negros de polvo; de tan gastados que están, sus zapatos dejan salir sus dedos del pie, hinchados. Cuando Diana se acerca a ella, el contraste entre sus apariencias corporales y sus vestimentas asombra: no hay dos generaciones sino un mundo que les separa.

El tío nos sirve una taza de ponche bien caliente. Girándose hacia mí, me tiende el gran recipiente donde las guayabas han sido cocidas para que lo huela. La preparación se ve apetitosa, y aunque no dudo de que la fruta haya hervido durante horas, no puedo evitar pensar: "¡Bienvenidas mis amigas las amibas!". Diana saca de un cesto una tortilla y, orgullosamente, me afirma que es su abuela, quien cada día muele el maíz en el metate, amasa el nixtamal y hace las "tortas" antes de aplastarlas y cocerlas en la fogata. Muy risueña, la vieja mujer asiente con un signo de cabeza y palmea las manos: imita su gesto cotidiano, el que consiste en moldear las tortillas antes de echarlas en el comal.

Después de esta breve visita, Diana me toma por el brazo y seguimos el tour por la propiedad. Perros vienen a olfatearnos las piernas. De otra cabaña de madera sale la tía de Diana que saludamos en la oscuridad. Escucho mugir. Aprieto el brazo de Diana y me tranquiliza: "¡No te preocupes! Las vacas están atadas." El recorrido me parece laberíntico. En una vasta granja se encuentra el taller de carpintería de su padre. Muy amable, este hombre interrumpe su trabajo para darme un apretón de manos y lanzarme: "¡Aquí está su pobre casa!" Diana le dice que volveremos para cenar, sobre las diez y media.

La fiesta que Diana y sus amigas han organizado se desarrollará entre las nueve de la noche y la una de la madrugada. La discoteca ambulante, que han contratado en Tangancícuaro, les cobra 2 500 pesos por cuatro horas de trabajo. Todo el grupo de amigas ha hecho una colecta para pagar a la empresa. Como todavía es un poco temprano -faltan 15 para las 9-, Diana me lleva hacia la iglesia. Le pregunto si hay una misa y me contesta: "La misa para dar las gracias es a las 11; iremos después de la cena". Añade: "Agradecemos a Dios por el año que acaba de transcurrir. Las personas mayores le agradecen por haberles dado un año más de vida". Contiguo a la plaza central, el atrio está iluminado por una farola muy potente. Del portal abierto de la iglesia se elevan cantos por los aires, entra y sale mucha gente de todas las edades. Adentro, la nave de la iglesia está abarrotada. Numerosas mujeres han tomado asiento en los bancos de madera; las veo de espaldas y observo sus rebozos negros de rayas azules que cubren sus hombros: la homogeneidad en el atuendo de estas mujeres no deja de sorprenderme. Algunos hombres, de pie, están en fila india en el pasillo de un costado. Todos se han quitado el sombrero y, con la cabeza agachada, parecen rezar. Diana y yo nos quedamos en la entrada de la iglesia. Diana se persigna en dirección del coro; se queda inmóvil, su mirada fija hacia el altar y su cuchicheo me dejan entender que recita un padrenuestro. El recogimiento y el fervor colectivo en este lugar tan repleto de flores me hacen vibrar y me eriza la piel.

De la iglesia al ritmo tecno ¡sin transición! En la calle Juárez, frente al Colegio de Bachilleres al que acudo cada semana, la discoteca ambulante acaba de instalar sus gigantescas bocinas y sus luces multicolores. Retumba la música tecno, que sale de aparatos instalados en el maletero de un coche pero enchufados a una casa por medio de una extensión eléctrica. Seis chicas bailan a trompicones, formando un círculo. Diana me presenta a sus amigas y entramos en el corro. Todas las jóvenes llevan un pantalón y una camiseta pegadita, unos tenis o zapatos de plataforma. ¡Están maquilladas y peinadas como Barbies! Con mi falda larga naranja comprada en Chiapas, mi poncho peruano y mi cabello recogido en chongo me siento definitivamente out! Sin contar que estas jovencitas tienen a lo mucho 17 o 18 años y yo, pronto, alcanzaré los 30 ¡De vergüenza no se muere nadie! ¡Todo está bien! Intento menearme como ellas. Al cabo de algunos minutos, Norma, la hija de Concepción, se cuelga de mi cuello: "¿A qué hora llegaste? ¿Qué haces aquí? ¿Ya regresaste de Francia? ¡Hubieras tenido que llamarnos! ¡Ven conmigo! ¡Te llevo a la casa!" Le contesto: "Es que he llegado con Diana, no la puedo dejar. La semana que entra seguro llego con ustedes e iré a darle a tu mamá el abrazo de año nuevo". Insiste: "¡No! ¡Ven a la casa! Puedes dormir en nuestra casa [...] Por favor, te lo suplico [...] Es que si no, mis papás no me van a dejar salir". Compasiva, decido acompañarle a su casa para saludar rápidamente a sus padres. Esta familia me cae tan bien. Me acogieron con brazos abiertos durante toda la fiesta de Cristo Rey en octubre pasado; hasta me cuidaron como si hubiera sido su hija cuando me enfermé. Concepción es la primera mujer de Patamban que me recibió en su "humilde casa", como siempre dice.

Durante el trayecto de la discoteca ambulante a la casa, Norma está alocada, eufórica: tomó tequila con sus amigos y me dice que vayamos luego a la tiendita a comprar una botella. También imagina diferentes guiones para convencer a su madre: le va a decir que la invitaron a cenar con Diana y conmigo para poder salir de nuevo. Compasiva, pero no cómplice de la mentira, le repito que seguiré con Diana toda la noche.

Concepción no está. Inmaculada, su segunda hija y hermana de Norma, nos abre la puerta y me recibe en su habitación que conozco bien.8 Miraba una telenovela y se cepillaba el cabello. Norma va y viene de la habitación al jardín; se prueba tres pantalones diferentes y se retoca el maquillaje. Inmaculada me cuenta que hoy la familia había sido invitada a una boda y el 24 de diciembre a una fiesta de 15 años. Le pregunto si acaso no eran los 15 años de Marta. Inmaculada afirma sin rodeos: "Sí, pues, sí fue esa fiesta. No había mucho ambiente. Marta estaba muy feliz porque era su fiesta, pero hay que decir que no nos divertimos mucho." Sigue: "¿Y cómo va tu familia? ¿Cómo está tu mamá? ¿Tu abuela?" Le contesto dándole también noticias de mi padre, de mi hermano. y ¡de mi abuelo! Algunos minutos pasan y Concepción no llega. Digo a Norma que ya es hora de juntarnos con Diana. Al salir a la calle, nos topamos con Concepción. Muy amable como siempre, esta mujer me invita a quedarme en su casa para pasar la noche. Declino la invitación afirmándole que me prestaron un coche del Colegio de Michoacán y que sin duda podré volver a mi casa esta misma noche. ¡Qué desgracia! ¿Qué dije? Para Concepción está fuera de cuestión que vuelva a Zamora en una hora avanzada de la noche: es demasiado peligroso "con todos los borrachos" que habrá. Concepción me hace prometer que me quedaré en Patamban hasta el día siguiente. Entro en una negociación con ella para quedarme en casa de Diana. En la conversación, Norma susurra que se junta conmigo y con Diana para la velada. No le hace gran ilusión a Concepción que su hija vuelva a salir, pero se queda callada. En cambio, la mirada que lanza a su hija lo dice todo.

Diana sigue bailando en medio de la calle con sus amigas. La música tecno dejó lugar a una serie de canciones con banda. El círculo se desató: numerosas jóvenes se han sumado al grupito inicial, y ahora una decena de hombres, de pie en la banqueta, las están observando bailar. Estos jóvenes, mujeres y hombres, están tomando cerveza; una vez terminadas las caguamas, las lanzan de manera que rueden sobre el pavimento.

Los padres de Diana y su hermano nos esperan para cenar. La comida se sirve en la cocina: una cabaña junto al taller de carpintería. En el centro de ésta, en el suelo de tierra, arde una gran fogata. Diana sofoca un poco el fuego, disponiendo el comal para calentar las tortillas. El padre y el hermano tienen la mirada clavada en la televisión, una pequeña pantalla en blanco y negro que difunde un programa de música en ocasión del cambio de año. Arriba de la estufa, la madre remueve la cazuela de mole. Los platos están puestos en una pequeña mesa cubierta de un mantel de plástico impermeable. El ambiente es bastante silencioso. Me permito hacer varias preguntas sobre Irapuato, ciudad donde vive y trabaja el hermano de Diana. Los padres parecen tímidos o intimidados: me dirigen sonrisas sin hablarme. Diana hace un reporte a su hermano de cómo va lo de la discoteca ambulante. Los cinco estamos comiendo nuestro plato de arroz y pollo con mole, sin rechistar. Otra vez, esta cocina modesta me parece llena de encanto: en un lienzo de pared, cestos de diferentes tamaños están colgados; la vajilla está colocada en tablas de madera. Un foco cae del techo, al final de un hilo eléctrico. No hay agua corriente. Un humo espeso flota en la cabaña.

A lo lejos, se escucha el timbre de la casa. La madre de Diana sale de la cabaña, atraviesa el jardín, el corral y va a abrir la puerta de la construcción de cemento. Luego, vuelve un poco molesta. Era Concepción, que quería saber dónde estaba su hija. La madre de Diana no supo qué contestarle. Diana sugiere que volvamos a la fiesta para ver si Norma se encuentra allá. Apruebo y añado: "¿Y vamos luego a la misa de gracias?" La madre sonríe y susurra que a esta hora, la misa ya casi se terminó. Entonces no habrá misa esta noche. La familia no parece afectada de habérsela perdido. Parece que, tanto para los padres como para los hijos, "no pasa nada" si no vamos a misa. Diana y yo retomamos el camino de la fiesta. Cuando llegamos a nivel de la plaza, nos asaltan amigas de Diana gritando "¡Feliz año!". Nos apretamos las manos y nos abrazamos mutuamente.

Los jóvenes, chicas y chicos, están ahora bailando juntos en medio de la calle. Los espectadores, en cambio, no se han mezclado: los hombres se hallan de pie en la banqueta del lado derecho, mientras las mujeres están sentadas en la banqueta del lado izquierdo. Me pongo al lado de éstas y observo al grupo bailador. Jerónimo agarra el brazo de Diana y ambos encajan sus muslos para moverse hacia adelante y hacia atrás al ritmo de la música banda. El brazo izquierdo de Diana se ve colgando mientras el derecho dibuja en el aire un "ocho" de adelante hacia atrás, guiado por la mano de Jerónimo. La otra mano de éste se encuentra a nivel del cinturón de Diana. Curiosamente, ella se parece a un títere cuyos hilos son manipulados por Jerónimo. La espalda de Diana, arqueada o hasta rota hacia atrás, y su cabeza sacudida por el baile, parecen estar sin vida. La imagen del baile me es desagradable. No sé qué es lo que más me choca: ¿Será esta sexualidad más que sugerida? No creo porque, en otros tiempos y bajo otras latitudes, bailé con amigos la lambada que era igual o más sexy. ¿Será entonces que me molesta este baile enteramente controlado por el hombre? Quizá... O más bien es la brutalidad gestual del hombre hacia la mujer que me da escalofríos. Necesito saber el nombre de este baile donde el hombre, responsable de todos los movimientos, parece literalmente montado a horcajadas en un caballo y fustigando a discreción.

Diana va de brazo en brazo: de Jerónimo a Juan, luego a otro hombre que desconozco. La apariencia de este tercero refuerza la connotación viril del baile. Está calzado de unas botas beige y lleva un pantalón apretado marrón, así como una guayabera que combina. Hundido en su cabeza, su sombrero le da una apariencia de vaquero. Diana me dice más tarde que este hombre joven es uno de sus primos. Deduzco que sólo baila con sus primos o Jerónimo, el viejo amigo de la familia. Cuando está descansando en la banqueta, me acerco a ella y le pregunto como si nada: "Diana, ¿Sabes cómo se llama este baile? Están un poco pegados el uno al otro, ¿no?" Riéndose, Diana me contesta: "¡Es el duranguense! Es el hombre el que "monta a la mujer" y es el que conduce totalmente el baile. ¡Sólo lo sigues y ya!"

Presiento el momento en el que voy a convertirme en el blanco de estos hombres. En efecto, no me libro de ello. Parece que Jerónimo y Juan se han puesto de acuerdo para invitarme a bailar, el uno tras el otro. Por mucho que les digo que no conozco el baile, nada les convence: me jalan hacia el centro del grupo bailador. Mi falda me salva: no puedo encajar mis muslos en los del otro tal como se debe. Mantengo también una distancia. Jerónimo me dice al oído: "Déjate llevar. estás demasiado tiesa". Río dentro de mí misma de la situación. Al cabo de varias invitaciones, Jerónimo me pregunta si tengo novio. Con un poco de pánico, contesto a la velocidad del rayo: "¡Bueno, más o menos!" De inmediato me doy cuenta de la estupidez de mi respuesta. Un poco más tarde, Jerónimo pide aclaraciones: "¿Qué significa 'más o menos'"? "Significa que sí, ¡sí tengo novio!", le afirmo.

Es la una de la madrugada y la discoteca ambulante anuncia que se va a parar dentro de muy poco. Varias veces en la noche, algunos hombres jóvenes han perturbado el baile enfrentándose verbalmente. De pronto, la música se detiene y las luces se apagan. Una pelea estalla. Primero, dos chicos se empujan y enseguida se dan de golpes. Luego parece que son cuatro peleándose: todos los jóvenes hombres se aglutinan alrededor de ellos antes de una desagregación del grupo. Las caguamas, que cubrían el pavimento, empiezan a volar y a romperse en mil pedazos; se tiran piedras violentamente. La riña se hace más y más peligrosa, todas las chicas se refugian en la casa organizadora de la fiesta, situada frente al Colegio de Bachilleres. Sin pensarlo, las sigo. Desde la ventana que da a la calle, algunas jóvenes observan la batalla. No alcanzo a asomarme. Dicen que la riña se hace sangrienta. En este momento estoy boquiabierta y abriendo los ojos como platos. No sé si tengo miedo; más bien me veo protegida por ser mujer. Por mi sexo y mi género, debo estar en el refugio. No puedo hacer nada. Ni de chiste puedo intervenir. Más bien me preocupa que estos hombres tan jóvenes se hieran gravemente. Mi pulso se aceleró conforme aumentó el grado de violencia. La situación me parece crítica, surrealista, loquísima.

Juan y Jerónimo vienen a buscarnos en la casa-refugio y los cuatro huimos a casa de Diana. Observo que a Juan le cae sangre por el cuello. Jerónimo cojea a causa de una piedra que le golpeó en la rodilla. Jerónimo me dice que este tipo de peleas ocurren frecuentemente: "Muchas veces, hay arreglos de cuentas entre pandillas. El pueblo está dividido en cuatro barrios: abajo, el centro, arriba y la parte oriente. Los jóvenes no se aguantan entre ellos y en cuanto se ponen borrachos, se pelean. Esta noche, no sé si viste pero uno se desmayó. A veces, uno muere [...]". Retomo mi respiración. Escucho, tengo la impresión de tener alucinaciones. Voy a tener que repensar en todo esto, una vez descansada grita dentro de mí un "¡no puede ser!", de indignación.

Juan se inclina sobre el tanque de agua que está en el corral. Intenta lavarse la cabeza. Diana trae alcohol para curarlo. En medio del cuero cabelludo Juan tiene dos cortes, provocados por una caguama que estalló en su cabeza. Sugiero avisar a un médico para que le haga puntos de sutura. Ambos se niegan rotundamente. No insisto. Intuyo que mi idea fue descabellada. Siento sobre todo que hay algo de orgullo al mostrar estas heridas de guerra.

Diana se tranquiliza del estado de su primo y me propone que nos acostemos. Acepto de buena gana. Traje mi saco de dormir, pero Diana abre su cama matrimonial y me invita a introducirme. El círculo se está cerrando: regreso al lugar donde todo empezó. Me encuentro en esta habitación, la televisión está apagada así como las luces de la virgen. En la segunda cama, al lado, está durmiendo el hermano. Diana está a mi lado o más bien estoy a su lado. Aún con todo lo que acabamos de vivir, no puedo evitar estremecerme al pensar que estoy metida en sábanas que no son las mías. Cierro los ojos pensando: "¡No seas tan quisquillosa! Hay cosas más graves en la vida, como la gente que se pelea a muerte. Mañana por la noche, estarás en tu cama."

 

REFLEXIONES METODOLÓGICAS: LA OBSERVACIÓN PARTICIPANTE

Después de esta inmersión en la celebración de Nochevieja con algunos jóvenes de Patamban, y antes de proporcionar varios elementos de análisis sobre qué significa ser joven en este pueblo, en esta segunda parte quisiera ofrecer algunas reflexiones metodológicas. Hay situaciones de campo -como la que describo en este extracto de diario- que hacen pensar en los alcances y límites de los métodos que aplicamos en nuestras maneras de proceder. Eso mismo quisiera abordar ahora. En el marco del trabajo de campo que realizado en Patamban desde 2005, la observación participante ha sido un método que me resultó fundamental, sobre todo en el transcurso de los primeros años. Completada con entrevistas a profundidad, la observación participante permite cumplir con el propósito del etnógrafo que, según Malinowski, consiste en "captar el punto de vista del indígena, su posición ante la vida, comprender su visión de su mundo" (2000: 41).  

Hacerse aceptar para poder observar

La comprensión de la vida social de una población determinada no se hace de la noche a la mañana, sino en lentos avances; incluso puede empezar por observaciones, no forzosamente participantes. De hecho, los dos primeros días que visité Patamban paseé en el pueblo y casi no interactué con nadie.9

Iba a tientas, me preguntaba cómo iba a presentarme a la gente y hacer que mi presencia no molestara. Supuse que una sonrisa y un saludo a las personas que cruzaba en la calle podían ser, de entrada, una cortesía mínima. Decidí vestirme como las mujeres jóvenes, es decir, con unos jeans; rápidamente adopté también el rebozo azul y negro.10 Si bien sabía que no por eso iba a pasar inadvertida, pues además de ser forastera soy güera, era mediante esos detalles que quería sentirme, lo más pronto posible, como ellos y con ellos. Esta etapa sólo duró dos días: para no despertar sospechas, era más que sensato decir quién era y por qué caminaba por el pueblo. Al tercer día, durante el mercado de la plaza, mientras esperaba para pagar unas verduras, me presenté a una mujer: "Soy investigadora y me interesa el tema de la alimentación". A propósito se lo dije en medio de la fila que hacíamos para que más oídos escucharan: de boca a boca, las informaciones suelen transmitirse a gran velocidad en las comunidades. Esta mujer era Concepción, mencionada en el diario.

Después de esta entrada al campo, me sentí legítima con el estatuto de investigadora. Pude seguir progresando, conocer a más familias por el efecto "bola de nieve". Asimismo, tuve la oportunidad de reunirme con el equipo de profesores y alumnos del Colegio de Bachilleres de Patamban, lo que me abrió otra puerta para realizar entrevistas.11 Como lo afirman Taylor y Bodgan, entre otros especialistas de los métodos cualitativos, en esta fase se trata de "establecer un rapport con los informantes", es decir, de "comunicar la simpatía que se siente por los informantes y lograr que ellos la acepten como sincera", de "lograr que las personas se 'abran' y manifiesten sus sentimientos respecto del escenario y de otras personas", de "ser vista como una persona inobjetable" y de "compartir el mundo simbólico de los informantes, su lenguaje y sus perspectivas" (1987: 55).

Lograr el rapport y la confianza con los sujetos que estudiamos es algo que se consigue con el tiempo, pero puede ser facilitado gracias a ciertas estrategias, de las cuales aquí se refieren tres. La primera estrategia es seguir a los sujetos, imitar lo que van haciendo. Diana me invitó a la fiesta que organizaba con las vecinas y, con toda evidencia, no iba a interferir, quejarme o impedir el buen desarrollo de las actividades planeadas.

La segunda estrategia es tener una actitud llena de gratitud y humildad. Cuando inicio un trabajo de campo, siempre me cosquillea la pregunta "¿quién soy para estudiarles?", y considero que mi deber es ofrecerles un oído y una mirada que les insinúen que conmigo no pueden temer ser evaluados negativamente.12 El signo de gratitud se puede materializar, a veces, con regalos. A la familia de Diana le traje frutas y galletas unos días después de esa noche de celebración. En Patamban he agradecido a la gente regalándole comida, ropa, colores para los niños, fotos... Muchas veces he comprado la loza utilitaria o decorativa que fabrican ellos.13

La tercera estrategia es compartir de verdad con el otro, interesarse por su vida, hacerle preguntas, escuchar honestamente las respuestas sin fingir que nos interesan. Otra manera de compartir es encontrar los puntos comunes que nos vinculan con el informante. Concepción y yo hablamos repetidamente de su hijo que vive y trabaja en Estados Unidos y del costo emocional que genera esta situación para ella como madre. En varias ocasiones, me dijo que mi madre sufría tanto como ella porque yo también había migrado a otro país a trabajar. Considero que estas estrategias no sólo forman parte de la observación participante, sino que son un paso previo e imprescindible para ser aceptado, observando un rito o una escena de la vida cotidiana.

 

CONFLUENCIA DE SUBJETIVIDADES, REFLEXIVIDAD Y DIARIO DE CAMPO

Más allá de la etiqueta de "investigador", que proporciona un lugar desde el cual observar y ser observado, son abundantes las otras facetas identitarias convocadas en el encuentro con los sujetos estudiados. En esa Nochevieja, haber sido la invitada de Diana fue importante para poder participar en la fiesta, pues aunque se desarrolló en la vía pública, era privada, pagada por algunas chicas y disfrutada por el círculo de amigos y parientes de éstas. No cabe duda tampoco de que mi apariencia joven me haya ayudado a sumergirme en el baile sin que mi presencia generara una situación extraña.14 Asimismo, en ese clima de rivalidades entre hombres, ser una mujer no perturbó el desarrollo de la riña; sólo debía actuar de acuerdo a mi género, refugiándome como las otras jóvenes.

Como ya lo mencioné, Concepción estableció el paralelo entre su situación y la de mi madre. En los términos que Devereux retoma del psicoanálisis (1977), esta mujer estuvo haciendo una "transferencia" hacia mí, ubicándome como su hija; y yo hice una "contratransferencia", ubicándola como si fuera mi madre (me refiero al momento cuando prometo no manejar de noche y negocio para dormir en casa de Diana). Coincido con Devereux cuando dice que el enfoque en las subjetividades tejidas entre el observador y el observado es un camino real para alcanzar el verdadero dato científico (1977: 20). En este caso, viéndome yo como una hija frente a Concepción, sentí en carne propia el control parental ejercido hacia las jóvenes.15 Devereux subraya que el científico "debe saber reconocer que nunca observa el hecho comportamental que se hubiera producido en su ausencia" (1977: 31); por ello considero esencial observarse a sí mismo observando a los demás.16 Con esta atención a las sensaciones que la situación nos provoca y utilizando toda nuestra reflexividad, defiendo la idea de que podemos alcanzar una mayor comprensión de lo observado. Tal vez el mejor ejemplo que se puede extraer del diario es cuando expreso mi resistencia a bailar. En realidad, no importa tanto que el espectáculo de estos jóvenes hombres que dirigen cada movimiento de esas mujeres suscite en mí una fuerte reacción -de hecho, esa reacción sólo es mía porque las jóvenes estaban tranquilas y no sufrían la gestualidad dominadora de sus compañeros-; lo que sí importa es que gracias a mi reacción y mi subjetividad pude ver algo que quizás no hubiera visto si la situación me hubiera dejado insensible. En ese momento observé un orden de género, una manera de vivirse como "hombre" o "mujer" en ese aquí y ahora.

La etnografía es a la vez un arte y una disciplina que consiste en "saber ver", "saber estar con" y "saber escribir" (Winkin, 2001: 139). Para mí, éstas son las exigencias que reclama la observación participante. Sin la escritura inmediata de lo observado, no hay observación válida.17 En esa Nochevieja no había tomado ningún apunte;18 en cambio, al llegar a mi casa el mismo 1 de enero reconstruí en caliente lo vivido, llenando el diario de campo durante horas, descargando toda mi subjetividad y haciendo este ejercicio de reflexividad, que consistía en entender lo que me había provocado la situación de campo.

El diario de campo tiene, por lo menos, tres funciones muy importantes que cabe recordar. La primera es la consignación de los datos empíricos, reconstruir la vida social observada, escribir todo lo que uno ha visto y escuchado. La segunda función es reflexiva y analítica: releyendo el diario una y otra vez, el investigador ve dibujarse los esquemas explicativos de su estudio. La tercera función es catártica o "emotiva" como la llaman Schatzman y Strauss (citados en Winkin, 2001: 147). Se trata de liberarse de las emociones fuertes vividas en el campo y, gracias a su escritura, podemos entender mejor algunas situaciones. Es porque los diarios están llenos de emociones -y a veces de juicios- de los investigadores que no solemos publicarlos, ni siquiera un fragmento como aquí.19

De hecho, estoy consciente de que "me expongo" en la primera parte de este artículo. Aparezco como una investigadora miedosa -me aterroriza tanto el mugir de las vacas como la riña-, tiesa y arisca a la hora de bailar con hombres. También tengo la timidez que me caracterizaba en aquellos primeros meses de convivencias en Patamban -al principio del relato, en la habitación, la conversación con Jerónimo y Juan no arranca enseguida-.20 El diario pinta también a una mujer "quisquillosa" como yo misma me califico: tengo resistencias y reticencias a la hora de compartir platos y cama. Me cuesta beber a grandes sorbos el ponche de guayabas e introducirme en las sábanas de Diana. Aunque para Malinowski "sólo es posible familiarizarse a través de un estrecho contacto con los indígenas, cualquiera que sea la forma, durante un largo periodo de tiempo" (2000: 34), la intimidad en el trabajo de campo no es una cuestión tan sencilla como lo parece.

Si dejé plasmadas estas facetas de mí como investigadora (y ser humano ante todo), sabiendo la cantidad de críticas que puede despertar, es porque siempre apuesto por la escritura del diario: no sólo permite cuestionarse y mejorarse en el ejercicio del trabajo de campo, sino permite la producción de un dato único, situado en el corazón del encuentro entre el investigador y los sujetos observados. Reitero así cuánto suscribo al enfoque desarrollado por Devereux (1977), el cual consiste en plantear que, lejos de ser invisible y objetivo, el investigador observador, emotivamente implicado en su material empírico, es productor a la vez de las interacciones de su estudio y de las significaciones derivan de ellas.

 

COMPROMETERSE Y REGULAR LA BUENA DISTANCIA

Si el investigador se queda observándose a sí mismo, sin observar a los demás, no se puede llegar a ningún producto fructuoso. ¡Un escollo a evitar es el egocentrismo mezclado con etnocentrismo! Respecto a este nudo problemático, y para redondear estas consideraciones metodológicas, abordaré dos últimos puntos de discusión relativos a la postura de la observación participante. El primero es la cuestión del compromiso con la población de estudio.21 Al principio, en el diario de campo afirmo que aquel día no tenía ganas de ir a Patamban, pero iría a fuerzas porque se lo había prometido a las chicas del colegio y "lo prometido es deuda". En realidad, aquí estaba el compromiso no sólo con las chicas del colegio sino también conmigo misma. Había regresado de Francia para ver cómo se celebraba la Nochevieja en la comunidad, y como esto sólo ocurre una vez al año, si me lo perdía tenía que esperar un año más. Numerosos manuales de métodos cualitativos -y sobre todo el buen sentido que cada uno tiene- dictan que cuando quedamos con los sujetos estudiados nunca hay que fallar si queremos que la confianza con ellos se vaya haciendo más sólida.22 Si esta última creencia es correcta, no siempre es la que corresponde.23 En múltiples ocasiones he quedado con jóvenes y adultos patambeños en días y horarios precisos; pero en la mayoría de las veces no me funcionaron esas citas, incluso las que había acordado en la noche anterior. Con el paso de los años entendí que no es que la gente de Patamban no cumpla con su palabra y se olvide de las citas, sino que para ella lo importante es vivir el presente. En otras palabras, entendí que importaba mucho menos fallar a una cita que de verdad compartir con ellos el aquí y el ahora. Las mejores observaciones participantes fueron las que pude hacer porque "ahí estaba".

El segundo punto de discusión consiste en cuestionar si realmente estoy haciendo una observación participante reportada en el diario de campo al que refiero anteriormente. Cuando estoy bailando con los jóvenes, tengo que estar a la vez observando, acordándome de todos los detalles, y participando, bailando, dejándome llevar por la situación. El gran reto de la observación participante consiste en encontrar la buena medida entre el grado de observación y el grado de participación para que logremos tener una real comprensión de lo que está sucediendo. En otros términos, Le Breton refiere lo mismo: "la ventaja de la observación participante es poder, a su manera, jugar con la proximidad y la distancia como herramientas para entender mejor las interacciones estudiadas" (2004: 173). Ahora bien, añadiré que es la población de estudio quien enseña al investigador hasta dónde puede participar y cómo debe mirar. Lo que, como investigadores, entendemos por "observar" y "participar" no corresponde forzosamente a las definiciones que tienen nuestros informantes. Por ejemplo, en 2009 tuve la oportunidad de asistir a una faena: toda una familia se había reunido para hacer cemento y construir un horno. Varias veces, propuse mi ayuda, quería "participar" y aún más porque las mujeres formaban el grupo trabajador. No hubo manera: me dieron una silla para que me sentara a orillas de la obra. Otra vez, entendí que lo importante para ellos era "estar": estar mirando lo que hacían, estar con ellos. En ese momento particular, entendí que mi observación era mi participación. Preguntarse si estamos realmente haciendo una observación participante depende de dónde nos ubicamos. Si bien se trata de una antigua discusión procedente de la tradición antropológica anglosajona, siempre es bueno cuestionarnos cómo estamos observando y participando.24

La observación participante me parece una postura metodológica de investigación rebosante de detalles a reflexionar, acurrucada en las interacciones humanas y donde los roles de "observador" y "observado" son a menudo intercambiables. La intención de estas líneas fue recalcar que: 1) no hay observación posible sin la aceptación del investigador por parte de los sujetos estudiados; 2) la observación es un asunto de subjetividades que se entrelazan y se componen juntas; 3) hay que saber descifrar y utilizar como prismas de análisis tanto nuestras sensaciones como observador como las propias lógicas de pensamiento de los sujetos estudiados. Asimismo, vimos que la escritura en el diario de campo es fundamental para consignar la experiencia, empezar a comprenderla y a analizar. A propósito de eso, regresemos ahora a los jóvenes.

 

ACERCAMIENTO ANALÍTICO: ¿QUÉ SIGNIFICA SER JOVEN EN PATAMBAN?

Basándome en el diario de campo y recurriendo a datos procedentes de entrevistas a profundidad, regresaré al eje temático de este artículo y, más precisamente, desentrañaré lo que significa ser joven en Patamban.25 Aquí no se trata de entrar en el debate sobre las juventudes en plural, sino de entender lo que se entiende por la noción de "juventud" en este contexto rural de población reducida. Para eso estudiaremos, primero, qué franja de edad suele cubrir esta juventud y cómo se desarrolla su vida cotidiana; segundo, en qué medida los jóvenes forman un grupo visible en la comunidad y los motivos por los que se sub-dividen en pandillas; por último, cómo las relaciones de género y la adquisición de bienes tecnológicos constituyen dos prismas a través de los cuales se observa el impulso hacia cierta modernidad.

A partir de los 15 años y hasta que se casen

Como afirma Bourdieu, "el reflejo profesional del sociólogo es recordar que las divisiones entre las edades son arbitrarias"; e insiste en que "no se sabe a qué edad empieza la vejez", "que la juventud y la vejez no son datos sino construcciones sociales" y "que la edad es un dato biológico socialmente manipulado y manipulable" (2000: 143-145). En Patamban, desde las primeras inmersiones de campo, entendí que la etapa de la juventud podía constituir un periodo tan largo como corto porque, como me lo explicaron varios informantes, empieza a los quince años y termina cuando la persona se casa.26

Los quince años no sólo representan una edad biológica sino también social: en México como en varios países de América Latina, esta edad simboliza para las niñas el acceso al estatuto de mujer.27 En Patamban, la celebración suele realizarse de manera tradicional. Acompañada por sus parientes y amigos, la quinceañera acude primero a misa, maquillada, peinada y arreglada con un vestido de princesa fastuoso. Se invita luego a todos los invitados a un banquete que se ofrece en la casa familiar o en otro lugar más amplio, como la cancha de basquetbol o el patio de una escuela. Después de la comida se baila el vals: la festejada ejecuta una coreografía con sus chambelanes. Casi todas las jóvenes entrevistadas me contaron, con los ojos chispeando, que había sido un día "muy especial", "maravilloso" para ellas.28 Los muchachos no disfrutan una celebración de esta envergadura, aunque se les suele organizar una comida en su honor con toda la familia y sus amigos. Lo que sí noté, en el discurso de sus madres, es que los quince años de sus hijos representaban una salida definitiva de la infancia y que esta nueva etapa no les dejaba muy tranquilas. Entre otros miedos, me expresaron temer que sus hijos decidieran dejar de estudiar e irse a Estados Unidos, que se enamoraran demasiado temprano de una muchacha y/o que le entraran a los vicios como la marihuana y el alcohol. Sentí que los quince años de sus hijos marcaban el final del control y de la influencia que ellas, como madres, podían ejercer sobre ellos.

En el otro extremo, la boda representa el punto final de la juventud y el momento a partir de que a la mujer y al hombre se les considera adultos. Las uniones matrimoniales suelen contraerse entre los 17 y los 23 años para los jóvenes que se han quedado en Patamban, y entre los 23 y los 30 años para quienes se han ido a Estados Unidos durante varios años. Dos vías existen para acceder al matrimonio: la pedida de mano y el robo de las mujeres jóvenes. Aunque la primera constituya la práctica legítima y mejor vista por parte de los padres, los novios siguen robándose a sus amadas; pero, a diferencia de antaño, las jóvenes de hoy consienten a ser robadas, y en la mayoría de los casos arreglan el día y el horario del robo con su novio.29 Aunque pueda ocurrir en cualquier momento del año, los patambeños explican que, por tradición, se roban a las jóvenes durante el baile de Cristo Rey, el último domingo de octubre.30 En 2009, Marta (17 años) me dijo: "Fíjate que el año pasado, en Cristo Rey, hubo como veinte o treinta muchachas que se fueron en la misma noche". Así, entre los 15 años y el casamiento se extiende la juventud. En caso de que la persona nunca se case, varios informantes me aseguraron que, aunque anciana, seguían diciéndole "joven" (si es un hombre) o "señorita" (si es una mujer) hasta su muerte. Por supuesto, no me refiero aquí a esta configuración sino a jóvenes cuyas edades oscilan entre 15 y 30 años.31

¿Cómo se desarrolla la vida cotidiana de los jóvenes patambeños? A los 15 años, tanto los chicos como las chicas suelen haber concluido la secundaria, y a partir de ese momento tres opciones se ofrecen a ellos. La primera es seguir estudiando en el Colegio de Bachilleres de Patamban o en otro de Tangancícuaro. Aunque numerosos padres intentan convencerles de los beneficios de esta orientación, pocos la elijen. Lo sorprendente es que no quieren forzosamente estudiar, pero sí tienen grandes aspiraciones. Las entrevistas me demostraron que sueñan con hacerse doctor, abogado, enfermera, ingeniero, diseñadora de moda, es decir, tener trayectorias profesionales. A través de esos sueños se descifra el deseo de tener una vida diferente de la de sus padres, mejor desde el punto de vista económico, y al mismo tiempo se nota que el hábito del estudio no ha sido adquirido todavía, tal vez porque ninguna generación anterior a la de ellos les ha enseñado el camino.

La segunda opción, que sólo concierne a las jóvenes mujeres, consiste en quedarse en casa a realizar las labores domésticas. Se levantan, preparan el desayuno, llevan a los hermanitos a la escuela, regresan, recogen el cuarto, friegan, barren, lavan ropa, van al mandado, cocinan... Al final de la tarde pueden salir a dar una vuelta o a jugar basquetbol con sus amigas.32 Cuando tienen novio, a veces hablan con él, un rato al anochecer y delante de la casa, bajo la vigilancia de sus padres.

Elegida por la mayoría de jóvenes hombres, la tercera opción es trabajar al salir de la secundaria. Cuando se quedan en la comunidad, trabajan en el campo -en Patamban o en comunidades cercanas- o en la construcción. Asimismo, varios de ellos conducen los coches taxis que viajan entre el pueblo y Tangancícuaro. En 2005, muchos jóvenes -al igual que Juan, citado en el diario- iban a Estados Unidos a trabajar.33 Solían salir por grupos de 10 a 15 patambeños y cada uno pagaba 2 000 dólares a un coyote. Allá iban a trabajar también en el campo o en la construcción. Hoy en día la situación es diferente: sólo van y vienen entre Patamban y Estados Unidos los que poseen papeles. Pocos son los aventureros que cruzan la frontera ilegalmente, como antes, y esto se debe a dos razones. La primera es que, a raíz de la crisis económica que surgió en 2008, escaseó el trabajo en Estados Unidos. La segunda razón, reportada por varios informantes, es que desde 2011 no sólo ha subido la tarifa del coyote sino que los narcotraficantes están cobrando 1000 dólares más por cruzar la frontera: ahora el paso al norte les sale entre 3 500 y 4 000 dólares. Como afirmó David (24 años): "Mejor quedarse aquí porque uno además de arriesgarse, se endeuda mucho ahora". Del lado de las mujeres jóvenes, entre 2005 y 2007 pude observar que algunas intentaron la aventura "al otro lado", tal como Leticia, citada en el diario de campo. La proporción de éstas era mucho menor que la de los muchachos. Pocas de ellas, aunque sean cada día más numerosas, consiguen el permiso de sus padres para salir a trabajar, por ejemplo, en las congeladoras de fruta en Zamora. Toman su camión a las cinco de la madrugada y regresan a la comunidad sobre las cuatro de la tarde. Por último, otras ayudan a vender diversos productos -tortillas, frutas, helados, "papitas", etc.- en la plaza central o en el puesto que colocan en la puerta de su casa.

 

LOS JÓVENES PATAMBEÑOS: DEL GRUPO A LAS PANDILLAS

En Patamban, los jóvenes constituyen un grupo fácilmente identificable y visible distinguiéndose de las otras franjas de edad; esto se debe, ante todo, a la apropiación de espacios y a la forma de vestir. Feixa resalta que "las culturas juveniles diseñan estrategias concretas de apropiación del espacio: construyen un territorio propio" (1998: 90). Innegablemente, la noción de territorio va de la mano con la idea de defensa del espacio. Por otro lado, otra característica de distinción de los grupos juveniles, respecto de los adultos y de otros jóvenes, es la indumentaria (Martínez, 2003). Aunque, sería inapropiado hablar de juventudes en plural, de culturas o grupos juveniles, dada la población restringida del pueblo, sí vale la pena interesarnos por estas características.

Para el caso de Patamban, la apariencia es, en efecto, el primer elemento de distinción. Si las madres y las abuelas de las jóvenes visten faldas que llegan a las rodillas, un delantal, una blusa, un chaleco o jersey, grandes calcetas, el rebozo negro y azul así como zapatos tipo mocasines planos; sus hijas casi siempre llevan pantalones de mezclilla y camisetas ajustadas al cuerpo, tenis o zapatos -varios de esos modelos con suela de plataforma-. A diferencia de sus madres y abuelas, las jóvenes se maquillan los ojos y a veces se pintan el cabello. Asimismo, les gusta ir de compras, a surtirse en Tangancícuaro o en Zamora, tanto de ropa de uso diario como de vestidos de ceremonia (15 años, boda). Respecto a los jóvenes, quienes viven o han vivido una temporada en Estados Unidos suelen seguir la moda de los "cholos": calzar tenis de marca, ponerse unos jeans o pantalones cortos y amplios que caen en las caderas, unas camisetas con logotipos de la cultura estadounidense, una cachucha, una cadena de oro o un rosario alrededor del cuello. Los otros muchachos, que nunca han ido a Estados Unidos y trabajan en el campo, tienen menos accesorios de moda y sólo llevan tenis o botas, jeans y camisetas amplias.

Además de su indumentaria, los jóvenes también destacan en el paisaje por la manera en que ocupan el espacio "público". Con una frecuencia casi diaria, grupos de tres o cuatro hombres se reúnen en los portales de la plaza central, entre las seis y las ocho de la noche. De pie o sentados en un tronco de madera, hablan entre ellos o, callados, observan a la gente que cruza la plaza. Otros juegan al billar en la sala de la esquina de la plaza. Las parejas de novios pueden verse en la calle, enlazados y delante de la casa de la muchacha, en el anochecer. En los fines de semana, grupos de jóvenes hombres se juntan en las esquinas de las calles a tomar alcohol hasta altas horas de la noche.34 Si bien todos los grupos de edad son visibles en el pueblo, de los niños a los ancianos, hago hincapié en la presencia de los jóvenes en las calles porque estas últimas son su lugar de socialización por excelencia. En el diario de campo notamos que la discoteca ambulante se instaló en medio de la calle. Las fiestas de los jóvenes siempre suceden en la calle, en la cancha de basquetbol que colinda con el atrio, o en la escuela primaria de la plaza central.

Los jóvenes patambeños no forman un grupo homogéneo y cabe señalar la existencia de pandillas. A raíz de la pelea a la que asistí en la Nochevieja, y comprobando con el tiempo que esas riñas clausuraban casi todos los bailes organizados en el pueblo, traté de entender el funcionamiento de estas rivalidades.

Patamban se divide en cuatro centros y en cada uno de ellos hay una pandilla constituida únicamente por hombres jóvenes. Rosario (17 años) me explica: "En San Francisco [barrio que abarca el centro y la parte baja del pueblo] están los Setenta's; en el Sagrado Corazón [barrio noreste], se llaman los Cuntaros; arriba del pueblo, en el centro de la Morenita, la pandilla es la de los Calvarios; por último, en Cristo Rey [barrio noroeste] se llaman los Florencia. (...) Los nombres Setenta's y Florencia vienen de las mismas pandillas que han frecuentado en Estados Unidos [...] Bueno, eso dicen. En cambio, los Cuntaros y los Calvarios se llaman así por las capillas de los barrios." Para pertenecer a una pandilla, los mismos muchachos me explicaron la prueba por la que uno debe pasar: "Ahora la edad ya no importa [antes uno sólo podía ingresar a la pandilla una vez cumplidos los 15 años], tienes que aguantar tres minutos de putazos entre tres güeyes [...] Te madrean tres y bien duro [...] Tú tienes que aguantar, sin caerte, mínimo tres minutos de pelea con esos tres. Si no te chingan antes de los 3 minutos, no te brincan [...]".

Según varios informantes, las razones por las que se pelean entre pandillas al final de un baile pueden ser: 1) el efecto derivado del consumo de alcohol y marihuana; 2) la reafirmación de pertenecer a su pandilla y de diferenciarse de la otra; 3) por una muchacha -si los de arriba vienen a buscar a muchachas de abajo, entonces los de abajo pelean contra los de arriba-. Aunque la endogamia de barrio ya no se practica como antaño (Moctezuma, 1994: 101), siguen existiendo las rivalidades entre hombres por tener tal o cual chica. En el diario de campo, aunque no se sabe por qué se originó la pelea entre los jóvenes -si una chica estaba o no de por medio-, sí apareció un orden de género hombre/mujer, equivalente a la jerarquía superior/inferior.35 Las muchachas eran las espectadoras de la riña y se sentía la importancia, por cuestiones de honor masculino, de que la pelea fuera vista por ellas. No sólo el duranguense pareció una expresión de dominación masculina, sino también la riña.

 

RELACIONES DE GÉNERO Y AVANCES TECNOLÓGICOS

En la vida cotidiana de los patambeños impera un verdadero reparto de las tareas entre hombres y mujeres; pero, más allá de la división genérica, es interesante notar que tampoco tienen los mismos derechos. Al igual que Norma en esa Nochevieja, numerosas jóvenes no tienen permiso para salir a la calle cuando lo desean y como lo hacen sus hermanos. Otras pueden salir con amigas y/o con sus hermanos y primos, pero no con amigos. En muchas familias las jóvenes son constantemente vigiladas, sobre todo por sus madres, pues los padres están muchas veces fuera del hogar. Estas madres dicen tener miedo de que se las roben; también escuché a varias de ellas dar justificaciones de este tipo: "¿Qué dirán de mi hija si se la pasa en la calle? ¡Y peor si es tarde y noche!" Detrás de estas frases, siempre descifré la voluntad de controlar la sexualidad de sus hijas para que la familia no perdiera el honor. Para estas madres la actitud correcta es que la virginidad se conserve hasta el matrimonio, y que sus hijas no se embaracen antes de casarse. Ahora bien, estas reglas tradicionales por las que abogan muchas madres -no son todas, hay unas madres más o menos represivas- no las aplican forzosamente las hijas.

El trabajo de campo me demostró que muchas jóvenes contornaban las reglas: sí lograban que sus madres aceptaran que se vieran con amigos, o los veían a escondidas, y sí encontraban las formas para tener una sexualidad activa antes del compromiso o del robo. De acuerdo con Marta (17 años), "ahora las jóvenes sí lo hacen antes de casarse"; ella defiende la idea según la cual "las parejas deben hablar del tema para que les guste a los dos". Si bien no es paradigmático del pensamiento que tiene la mayoría de las jóvenes, el ejemplo de Marta refleja transformaciones en las relaciones entre hombres y mujeres jóvenes. Para ser más precisa, adelantaré que, al escuchar a las jóvenes, me percaté de que muchas de ellas sí quisieran erradicar las desigualdades de género. Por ejemplo, quisieran salir de su casa a su gusto sin tener que pedir permiso, tal como los muchachos lo hacen; les gustaría trabajar y disfrutar las mismas libertades que ellos: muchas no salen a laborar en la congeladora porque sus padres consideran que allí les puede pasar algo con los muchachos. Desde el punto de visto de éstos, sería mejor no dar a las jóvenes demasiadas libertades. Gonzalo (16 años) me decía que "es mejor que las mujeres se queden en casa para que se mantenga el orden". Estas notas merecerían un mayor desarrollo; la intención aquí es vislumbrar que, a pesar de algunas resistencias, sí existen transformaciones en las relaciones de género que fueron apareciendo con esta generación de jóvenes del nuevo siglo.

Estas relaciones no son el único prisma por el que se puede ver que esta juventud va adquiriendo nuevos hábitos, más modernos e inéditos, que contrastan realmente con los de las generaciones mayores. En el día a día se va dibujando un estilo de vida de los jóvenes, diferente al de los adultos y ancianos. Al igual que Diana, que no soportaba el humo de la fogata en la cabaña cuando su abuela estaba muy a gusto, escuché a jóvenes afirmar tener prácticas alimentarias que nunca han tenido sus padres o abuelos. Por ejemplo, me hablaron de hamburguesas compradas a la señora de la esquina que "las prepara bien buenas a la parrilla", y de elaboración de ensaladas con verduras crudas y vinagreta.36 A lo largo de los años comprobé que cada vez más jóvenes hacían deporte como ir a correr en el cerro. Incluso un joven me contó haberse inscrito a un gimnasio de Tangancícuaro para sentir que podía hacer lo mismo que en Estados Unidos. Entre 2008 y 2012 observé en el pueblo dos casas convertirse en cibercafés. Si bien el primero cerró rápidamente sus puertas, el segundo tiene una buena afluencia y ofrece computadoras con buen funcionamiento. En varias ocasiones constaté que varios patambeños tenían una cuenta en la red social Facebook. Asombroso también es el hecho de que muchos jóvenes poseen teléfonos celulares costosos, de varios miles de pesos. No sólo se comunican mandándose "mensajitos" de una casa a otra, sino muchas veces de un pueblo a otro. Ésta sí es una gran novedad: los jóvenes patambeños, desde hace unos pocos años, tienen el oído aguzado hacia otros pueblos.

¿Todos estos elementos "novedosos" de los que recientemente se apropiaron los jóvenes van acompañados de un rechazo a la tradición? Mi respuesta es negativa. Paralelamente a esta atracción hacia lo moderno, tanto los muchachos como las muchachas no dudan en expresar su respeto hacia las costumbres y tradiciones. Hay una mirada respetuosa hacia el savoir-faire de los ancianos. De la misma manera que Diana fue orgullosa al mostrarme cómo su abuela hacía las tortillas, otros jóvenes me hablaron de cómo les enseñó su abuelo o abuela a hacer alfarería o a preparar tal comida. Lejos de ser objeto de burla, se tienen en alta estima a los ancianos en Patamban. Todos los jóvenes con quienes conversé se presentaron como fervientes defensores de las fiestas del pueblo, fueran éstas religiosas o no. Tal vez sea porque las fiestas representan el mayor momento de socialización y de encuentro potencial con la futura pareja. Aunque no sean muy practicantes de la religión, acudiendo a misa cada fin de semana, los jóvenes creen en Dios, aparecen un rato en la iglesia, rezan y se van. La tradición es muchas veces sinónimo de gran emoción. Algunas muchachas me dijeron que se les hacía muy bonito cuando el padre decía tal o cual cosa...

A manera de cierre, veremos cómo han evolucionado algunos de los jóvenes mencionados en el diario.37 Diana, que tiene ahora 24 años, se ha casado hace tres años y vive en casa de sus suegros, con su marido. Todavía no tiene hijos: quiere tener un cuerpo bonito y delgado durante un tiempo más, "lo más que se pueda". En esta primavera de 2012, cada día por la tarde, ofrece clases de aerobics a 10 pesos por persona y por sesión. Por su lado, Jerónimo renunció a acabar la tesis de licenciatura en derecho y no regresó a Morelia. También se casó, hace cuatro años, con una mujer de Zamora. La pareja vive en Patamban pero optó por ocupar una casa propia, separada de la de los suegros. Tienen una hija de 2 años y medio. Su mujer no trabaja; en cambio, él sí labora en el campo y trabaja en la jefatura, administrando las parcelas de tierra. Durante la Semana Santa de 2012, la Familia Michoacana llegó a Patamban a negociar mensualidades de unas tierras y también llegó a las peleas de gallos a negociar la mitad de las ganancias: Jerónimo "lo tuvo difícil" al enfrentar esas dos situaciones. Leticia, quien se había ido a Estados Unidos, regresó a finales de marzo de 2012, por primera vez en casi siete años. Cuando la quise visitar, su padre me dijo que "andaba de novia" y que había salido a Zamora con su madre a comprarse su vestido para la boda. Conoció a su novio, patambeño también, en Estados Unidos y regresaron al pueblo a casarse. La pareja tiene papeles desde hace poco: podrán ir y venir entre los dos países sin riesgo. En la conversación, su padre afirma que Leticia iba a cumplir 30 años este año y añade: "Menos mal que se casa en unos días porque... ¡Se le iba a ir el tren!". Muy utilizada en Patamban, esta expresión significa que un joven corre el riesgo de no casarse y quedarse soltero toda su vida.

 

CONCLUSIONES

A través de estas líneas, mi intención fue pintar a grandes rasgos un retrato de la juventud patambeña, tal como la pude observar entre 2005 y 2012. Espero haber ofrecido una idea concreta de cómo viven. En una primera parte, propuse una inmersión en Patamban por medio del relato del diario de campo, y describí la Nochevieja a través de las actividades planeadas por Diana y sus amigas. Para ese paso al año nuevo comprobé que no había un ritual específico dirigido a todos los lugareños, sino que cada familia lo celebraba a su manera:, reuniéndose, acudiendo a misa, preparando una cena y un ponche, encendiendo una fogata. Cuando se da o provoca la oportunidad, los jóvenes suelen bailar en Nochevieja, en casa de alguien o en la calle, como lo vimos. En ese sentido, el diario de campo reflejó un momento preciso de sociabilidad, como muchos otros que puntúan el año, donde jóvenes, hombres y mujeres se juntan por el baile. Aunque las chicas muchas veces no bailan con chicos que no sean de la familia, pueden intercambiar miradas seductoras y así disparan el flechazo.38

La segunda parte consistió en una reflexión metodológica para discutir el método empleado -la observación participante- y explicar cómo me acerqué a estos jóvenes. Primero, se insistió en que sin aceptación por parte de los sujetos estudiados, no hay observación posible. Si bien esta aceptación caracteriza el principio del trabajo de campo, también es algo que se cultiva constantemente a lo largo del tiempo. Luego, vimos que la confluencia entre el investigador-observador y el sujeto observado es un encuentro de subjetividades donde las sensibilidades en juego sirven de prisma al entendimiento de las situaciones. Las observaciones se consignan en el diario de campo, el cual sirve de exutorio y de registro de las realidades sociales. Por último, abordé la cuestión del compromiso con los sujetos estudiados y la importancia de encontrar la justa distancia entre la observación y la participación: por estas dos ventanas afloró la reflexión sobre un escollo a evitar, como es el etnocentrismo.

En la tercera parte regresé a las realidades vividas por los jóvenes patambeños. Primero contemplamos que la juventud es un proceso, más o menos largo, que se extiende desde los 15 años hasta el matrimonio. Entre estos dos momentos los jóvenes siguen estudiando, empiezan a trabajar o se quedan en casa (las chicas exclusivamente). Luego, en el paisaje de Patamban destacan los jóvenes que forman un grupo que contrasta con las otras generaciones y es fácilmente identificable tanto por su apariencia como por la manera de ocupar los espacios públicos. Dentro del grupo, se distinguen varias pandillas de jóvenes cuya influencia disminuyó en los últimos años; "los muchachos que encabezaban las pandillas en 2005 ya se casaron [...] Y además ya no van a Estados Unidos", me dijo un informante en 2012. Finalmente, regresamos a las relaciones de género dibujadas en el estudio del baile de la primera parte: si bien hoy en día sigue habiendo una división genérica fuerte en la vida cotidiana de los jóvenes, se vislumbra el deseo -sobre todo por parte de las muchachas- de derrumbar las desigualdades de género. También se nota una juventud animada por nuevos hábitos y un estilo de vida compuesto por numerosos signos de modernidad.

"¿Qué es lo máximo para un joven hoy en día? ¿Y para una joven?", pregunté a un grupo de jóvenes, en una visita en 2012. Las respuestas fueron las siguientes: "Lo máximo para nosotros [contestaron los muchachos] es tener dinero, traer un buen carro, andar bien vestido, tener buenos tenis [riéndose] porque así las mujeres nos hablan y nos pelan [...] Si no tenemos carro, ni dinero, ni nada pues no quieren andar con nosotros [...] Simplemente se ve [...] Un muchacho que acaba de llegar de Estados Unidos tiene el pegue con las mujeres, ufff. "Lo máximo para mí [contestó una muchacha solamente y las otras dos asintieron con la cabeza] es tener un marido que me respete, que no me mande, que me dé mis libertades, que no se emborrache, que sea responsable, pues, que no se gaste todo [...]".

Me parece que "la 'juventud patambeña' es todas estas palabras". Como se menciónó al inicio del artículo, el siglo XX vivió la multiplicación de las representaciones de la juventud. Éstas aparecieron sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial para Europa y Estados Unidos, y a finales de la década de 1960 con los movimientos estudiantes para América Latina (González Aguirre, 2005: 7). Muchas etiquetas han afluido para nombrar a estas juventudes en función de sus estilos indumentarios, sus ocios, sus territorios, su clase social, sus motivos de protesta, su grado de rebeldía. Como señaló Augé: "verdad es que los jóvenes no son todos jóvenes de la misma manera" (2002: 31), remitiéndose a los jóvenes de identidades múltiples, procedentes de las grandes urbes. Aunque Patamban sea un contexto rural poblado por pocos jóvenes,39 sí se observan diferentes maneras de vivir la juventud: entre los que han ido a Estados Unidos y los que siempre se han quedado en el pueblo, entre los hombres y las mujeres, entre los que defienden el honor de una pandilla y los que están fuera de esta dinámica, entre los que siguen la moda de los "cholos" y lo que no. Sin embargo, a diferencia de las grandes ciudades, donde uno deja de ser joven, por ejemplo, cuando logra su independencia económica, su autonomía personal o cuando constituye un hogar propio (González Aguirre, 2005: 9), en Patamban la juventud se desvanece a partir del casamiento. A través de "todas estas palabras" concentradas en el párrafo anterior, se nota que los muchachos buscan tener éxito con las mujeres al ostentar bienes de consumo y que las muchachas se preocupan por encontrar un buen marido. En ambos casos, es el alma gemela a quien buscan los jóvenes patambeños. Por eso quise desempolvar el diario de campo y sacar a la luz este sabroso juego de interacciones... Por eso, tenía razón en cuidarme durante el baile...

 

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Notas

1 Con esta expresión, Bourdieu no aminora la importancia y la validez sociológica de las cuestiones de edad sino que indica que la edad permite ante todo marcar socialmente a grupos que se oponen entre ellos -los "jóvenes" versus los "viejos"- para enfatizar simbólicamente su preeminencia actual o futura.

2 Proporciono los datos del censo de 2005 porque el diario de campo presentado a continuación refiere a una situación de 2005; sin embargo, puedo precisar que, según el censo del INEGI de 2010, la población de Patamban era de 3 602 personas: 1 669 hombres y 1 933 mujeres.

3 Dos antropólogas investigaron la tradición alfarera que caracteriza el pueblo de Patamban: Cécile Gouy-Gibert (1987) y Patricia Moctezuma Yano (1994, 2002).

4 Información más a detalle puede verse en otro artículo de mi autoría (Tinat, 2008a).

5 El estado es "casi idéntico" porque hice arreglos de unas frases y precisiones de vocabulario al darme cuenta de que ciertas descripciones de los lugares y de la gente eran mejores en otras partes del diario, previas a este extracto. Es sobre todo en las primeras semanas del trabajo de campo cuando uno escribe "todo" y hasta el menor detalle. Luego pueden faltar precisiones: el investigador no quiere repetirse y/o ya no ve "todo".

6 Rosario, Norma, Leticia, Diana son las jóvenes del colegio de bachilleres y tienen entre 15 y 26 años. Diana, la protagonista del relato tenía 17 años, en ese año 2005. Todos los nombres son pseudónimos para guardar el anonimato.

7 Unas semanas antes, otra joven con la que había empezado una serie de entrevistas a profundidad había sido "robada" por su novio. Por lo tanto, había dejado de ir al colegio de bachilleres y se había instalado en casa de sus suegros. Más allá de este caso particular, no fueron pocas las personas -jóvenes y adultas- con las que conversé en un momento dado y que, de repente, desaparecieron yéndose al otro lado.

8 Inmaculada es discapacitada y se desplaza difícilmente. La mayor parte del tiempo, se queda en casa.

9 Me quedaba unas horas en el pueblo: iba y venía en el mismo día. De julio de 2005 a junio de 2007 trabajé como profesora-investigadora en El Colegio de Michoacán y viví en Zamora: esta situación me facilitó el acceso al pueblo.

10 Casi siempre, para ir a Patamban me he vestido con jeans y suéter o, como en el diario, con faldas largas que no llaman la atención. Cada vez que pude, me puse el rebozo típico del pueblo.

11 Describo este encuentro en otro artículo (Tinat, 2008a: 652-653).

12 La pregunta "¿Quién soy para estudiarles?" remite a la cuestión de la autoridad etnográfica que, por supuesto, no se resuelve adoptando solamente una actitud llena de "gratitud y humildad". Después de años de trabajo de campo, creo fundamentalmente que las primeras interacciones pueden definir, o no, las posibilidades de estudio con la población elegida. No sólo el investigador debe elegir a su población de estudio sino sentir que ésta la elige también.

13 En cambio, precisaré que en siete años nunca he dado dinero de manera directa a la gente porque creo que puede falsificar el rapport. Aunque sé que ciertos antropólogos pagan a sus informantes para agradecerles por las entrevistas, considero esta práctica muy discutible e incluso peligrosa para la producción científica. Se puede suponer que en futuras ocasiones el informante siempre querrá ser entrevistado para ganar algo y que hasta se podrá inventar algo extraordinario para que la paga sea mejor.

14 No opino que hay que ser joven para estudiar a los jóvenes; sin embargo, en algunas situaciones de observación participante, ser de la misma generación que sus informantes puede favorecer la aceptación.

15 A lo largo del trabajo de campo, comprobé varias veces que el control de las hijas por parte de las madres era muy importante en el pueblo.

16 Devereux subraya algo que me parece muy pertinente: tanto el investigador como el sujeto observado "hacen de observadores", "cada uno de los dos es el 'observador' para sí mismo y el 'observado' para el otro" (1977: 57).

17 Es crucial que la escritura siga inmediatamente a la observación para que no se olvide ningún detalle.

18 La presencia de un cuaderno de apuntes hubiera perturbado la celebración, tanto en el momento cuando estaba en casa de Diana, como en el evento de la discoteca ambulante. Si bien saco un cuaderno cuando hago entrevistas a profundidad, nunca tomo apuntes durante los ritos a los que me invitan en Patamban.

19 Malinowski fue acusado de racismo cuando publicó su diario de campo (1985).

20 También en ese momento preciso la conversación no arrancó enseguida, pues quería ver cómo iba a nacer la interacción entre ellos y yo, sin que yo la forzara.

21 Otra cuestión fértil, pero que no trato aquí por razones de espacio y porque no se vincula directamente con la observación participante, es el tema de la culpa. En el diario estoy frente a una situación delicada: me he comprometido con Diana pero Norma me invita a seguirla. Muchas veces en el trabajo de campo, necesitamos encontrar las estrategias para no ofender a nadie, satisfacer a todos... Y la clave -creo- es no proyectar su sistema de valores, sino estar atento a lo que realmente importa a los sujetos estudiados.

22 También es un punto sobre el que insisto en mis propias clases de metodología.

23 Puede ser contemplada sobre todo como una visión bastante occidental y urbana.

24 Para la discusión en torno a los roles del field worker y las proporciones justas entre la observación y la participación, nos podemos remitir a los investigadores de los años cincuenta de la Universidad de Chicago reunidos alrededor de Hughes (Hughes et al. ,1952).

25 Aunque se necesitaría ahondar en varios puntos relativos al funcionamiento del pueblo, me limitaré al acercamiento a la juventud.

26 Me explicaron también que de 0 a 10-12 años es la niñez, de 10-12 a 15 años es la adolescencia. La transición de la niñez a la adolescencia se hace cuando la pubertad deja signos corporales visibles.

27 Una excelente referencia sobre el tema puede ser Gutiérrez Domínguez (2012).

28 Como para las otras celebraciones religiosas (boda, bautizo, comunión), los gastos del evento se comparten entre muchos padrinos y madrinas encargados de vestido, aretes, zapatillas, cojín, decoración de iglesia, Biblia, pastel, fotos, vídeo, invitaciones, sonido, flores, último juguete, adorno de recuerdo, álbum de fotos, refrescos, cervezas, etcétera.

29 El novio roba a la joven, es decir, se la lleva a una casa preparada de antemano, que puede ser la de sus padres o de otro pariente. Al día siguiente, o al cabo de varios días, el novio pide perdón a la familia de la muchacha. La pareja se instala en casa de los padres del muchacho, ya que Patamban funciona bajo un sistema patrilocal. Una descripción del robo en Patamban se encuentra en Álvarez Ruiz (1995: 301). Otro estudio antropológico ineludible para las cuestiones matrimoniales en medio rural es D'Aubeterre Buznego (2000).

30 La fiesta de Cristo Rey es sin duda la fiesta más importante de Patamban: todos los habitantes hacen tapetes de flores y aserrín en las calles por donde pasa la procesión religiosa. Esta fiesta atrae al pueblo a muchos comerciantes y turistas. Álvarez Ruiz proporciona una descripción de la fiesta (1995: 280-281).

31 El límite de los 30 años fue establecido debido a que los propios patambeños consideran que, más o menos a esta edad, una persona normalmente ya debió haberse casado.

32 Cada día hay más grupos de amigos mixtos: en la cancha de basquetbol, juegan chicos y chicas, amigos, primos, hermanos. Muchas veces es posible encontrar la presencia de un adulto: una tía o la madre.

33 Más precisamente, van a Florida, California, Colorado y Utah, entre otros estados.

34 También lo hacen hombres casados.

35 Esta manera de presentar la equivalencia hombre/mujer=superior/inferior es guiño al acercamiento teórico desarrollado por Héritier (1996; 2007).

36 Para más información sobre estos nuevos hábitos alimentarios en Patamban que provienen en gran parte de la experiencia en Estados Unidos, véase Tinat (2008b) y Calderón-Bony (2012).

37 Sólo se mencionan a los jóvenes de los que tuve noticias en 2012.

38 Eso lo comprobé en otras sesiones de observación participante.

39 Según el censo del INEGI de 2010, hay 666 jóvenes con edades de 15 años a 24 años.

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