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Nueva antropología

versión impresa ISSN 0185-0636

Nueva antropol vol.24 no.75 México jul./dic. 2011

 

Artículos

 

Rituales de separación y marcación del cuerpo: prescripciones del uso del cabello en la adquisición (y mantenimiento) del estatus policial

 

Mariana Sirimarco*

 

* Doctora en Ciencias Antropológicas (Universidad de Buenos Aires). Investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y del Instituto de Ciencias Antropológicas de la Universidad de Buenos Aires. Algunas de las argumentaciones contenidas en este trabajo se publicaron en Sirimarco (2009). El presente artículo incorpora nuevos desarrollos.

 

Resumen

Los rituales de pasaje y separación han sido largamente abordados por la disciplina antropológica, interesada por la manera en que los cuerpos son marcados en la adquisición de un nuevo estatus. En este artículo se propone un ejemplo que reactualiza estos debates a la luz de una casuística de nuestra propia sociedad: la adquisición del estatus policial. Para ello, el texto se detiene en el proceso de marcación de los cuerpos de aquellos que se inician en esta profesión, tomando como punto central las prescripciones relativas al uso del cabello, con vistas a entenderlas, más que como degradaciones de un sujeto liminal, como una manipulación institucional tendiente a convertir los cuerpos civiles en cuerpos policiales legítimos.

Palabras clave: ritual de separación, cuerpo, cabello, policía.

 

Abstract

Passage and separation rituals have been extensively discussed by the anthropological discipline focusing on the way in which bodies are marked in the acquisition of a new status. In this article I offer an example that updates these debates in view of a casuistry of our own society: the acquisition of police status. For this end, I consider the process of body marking of those who are initiated into this profession, taking the prescribed use of hair as my main point, in order to understand it more than as the degradation of a liminal subject, as an institutional manipulation tending to turn civilian bodies into legitimate police bodies.

Key words: separation ritual, body, hair style, police.

 

INTRODUCCIÓN                       

Los rituales de pasaje y de separación han sido largamente abordados por la disciplina antropológica, que ha prestado especial importancia —entre otras cosas— a la manera en que los cuerpos se marcan cuando se adquiere un nuevo estatus (Van Gennep, 1909; Firth, 1933; Hocart, 1935; Turner, 1980, 1988; Godelier, 1986; Herdt, 1987). La temática se enfocó en mayor medida desde la literatura clásica, así que el análisis de tales rituales se reservó, también en su mayoría, a sociedades etnográficas, donde la impronta de la corporalidad y la marcación de los cuerpos ha tendido a interpretarse reforzando el carácter mismo de esas sociedades-otras.

Me gustaría aquí proponer un ejemplo que escapa a estas directrices y que reactualiza ciertos debates clásicos a la luz de una casuística tomada de nuestra propia sociedad. Desde hace tiempo investigo el proceso de construcción del sujeto policial tal como se desarrolla en las escuelas de ingreso a la carrera policial.1 Esto es, el proceso que la institución activa en aquellos que se inician en sus filas y que tiene por objetivo moldear, sobre un individuo proveniente de la sociedad civil, al futuro policía (Sirimarco, 2001, 2004, 2005, 2006, 2007, 2009). ¿Qué características —sentidos, prácticas, valores— es necesario poner en juego, en estas escuelas de ingreso, para que el proceso de socialización del personal policial sea efectivo?

El análisis de tal cuestión implica ciertas particularidades, producto de entender que, para la agencia policial, el ingreso a ella se conceptualiza en términos de abandono de la vida civil. Es usual que los instructores reciban a los ingresantes aconsejándoles "dejar la vida civil, esa vida de mierda. Ahora tienen que hacer vida de policía". Ésta y otras consideraciones señalan que, a los ojos policiales, policía y sociedad civil son términos construidos como irreconciliables. De allí mi propuesta de considerar que el sujeto policial, en estas etapas iniciales, no puede ser construido más que destruyendo, en los ingresantes, cualquier sustrato de civilidad.

Tomando en consideración que, para la agencia policial, ser policía se vuelve una identidad excluyente, he sostenido que el paso por estas escuelas iniciales implica entonces un periodo transformativo, un movimiento de distanciamiento social, donde la adscripción a la institución no puede generarse más que "destruyendo" lo civil. Argumentaba, por ende, que el ingreso a la institución policial no está lejos de asemejarse a una suerte de periodo de separación, donde los ingresantes son apartados de su estatus civil para ser así introducidos en el nuevo estado que habrá de caracterizarlos: el policial.

El trabajo de campo llevado a cabo pone de manifiesto que, al menos desde la perspectiva policial, la continuidad entre ambos estados (civil-policial) es inexistente. No se trata aquí del pasaje de lo civil a lo policial, en una suerte de transición de uno a otro dentro de una misma totalidad. Se trata, más bien, del abandono irrecuperable de lo civil como condición imprescindible para devenir policía. El periodo educativo policial, antes que una transición, conlleva un cambio de paradigma, en tanto es la ruptura de posturas (civiles) pasadas la que posibilita la posterior adquisición del nuevo estado. Sólo se puede devenir policía alejándose de lo civil.

La instauración de la separación, de la distancia, resulta así uno de los ejes principales sobre el que se asienta la dinámica de la formación policial inicial. Es justamente a partir de la distancia que las escuelas de ingreso organizan esta conformación inicial del sujeto policial, ya que es el alejamiento de todo aquello considerado como "civil" lo que permite la instauración del sujeto policial. El abandono irrecuperable de la vida pasada se plantea como condición imprescindible para devenir policía.

El alejamiento de lo civil se vive en el cuerpo: la construcción del sujeto policial se inicia, de una manera más visible e inmediata, en la apropiación del registro de lo físico y lo anatómico. El cuerpo físico se vuelve así el insumo donde se imprimen aquellas series de prescripciones que, una vez iniciada la instrucción policial, entrañan las marcas de identidad que habrán de fijar un determinado modelo corporal. Para efectos de este trabajo me detendré en aquellas reglamentaciones institucionales que atañen al uso del cabello y que constituyen, creo yo, un acabado ejemplo de la reglamentación social de lo físico.

 

EL USO DEL CABELLO EN EL PASAJE DE CIVIL A POLICÍA

Una vez iniciado el periodo de instrucción, comienza para los ingresantes una serie de prescripciones que imprimen, sobre sus cuerpos, aquellas marcas de identidad que habrán de fijar un determinado modelo corporal. Las relativas al uso del cabello son parte central de esta dinámica de construcción del cuerpo legítimo que debe ser el policial.

Los hombres son obligados a cortarse (y mantener) el pelo según las normas de la institución: bien rapado en los costados y apenas más largo en el tope de la cabeza. La simplicidad de este corte es sólo aparente: su exactitud esconde, en realidad, la observación de un conjunto de normativas que sólo el ojo del ingresante, entrenado en tal sentido, es capaz de desentrañar:

Aspirante: Al principio cuando entrábamos a la escuela nosotros usábamos la cero y la dos. Mariana: ¿Qué es eso? A: La cero es la maquinita, la gradúan en el nivel cero, el más corto que tiene, para que te quedes pelado. Todo acá bien pelado, y acá [se señala el centro de la cabeza] un dos, que sería un poquito más corto de lo que yo lo tengo. M: Ah, como tienen algunos, que tienen como un casquite. A: No, con el casquite no. Te dejaban preso por eso, porque está mal cortado. No se tiene que notar el casquito. Los primeros días es una cosa horrible, no podes salir a la calle de lo feo que te queda el pelo. Después más o menos lo vas llevando, vas aprendiendo, uno le corta al otro.

El pelo debe estar lo suficientemente corto como para no tocar el cuello de la camisa. Su corte tiene que ser tan perfecto como para no dar la impresión de un "casquito". Y ambas reglas deben observarse a lo largo de los meses o los años que dure la formación inicial. El exceso se mide en términos de escasos e imperceptibles centímetros, e incurrir en la inobservancia o la desidia equivale al merecimiento de una sanción.

Lo mismo ocurre con el cabello facial. Barba y bigotes quedan absolutamente prohibidos para los ingresantes y el atisbo de la más mínima pelusa se convierte en motivo de sanción. Pasar el filo de una hoja de papel por la cara, o bien un pedacito un algodón, eran las prácticas recurrentes a las que los ingresantes eran sometidos los días de salida. Si la hoja se trababa, o el algodón quedaba adherido, la salida del fin de semana quedaba perdida.

Idéntica rigidez en las prescripciones del uso del cabello rige para las mujeres. Cadetes y aspirantes mujeres deben llevar el pelo rigurosamente recogido. En el caso de la Escuela Vucetich, la única modalidad reconocida era el rodete:

Y rodete todo el tiempo. ¿Viste que muchas veces uno se hace una trenza y se la enrosca? No. Tiene que ser rodete de vieja. Te enseñan a hacer el rodete. Y siempre con mucho gel. Gel, gel, el pelo duro, porque no se te puede salir ningún pelo. No existe el frizz. Yo gastaba un pote de gel por semana. O hebillas invisibles. Y si corrías 50 km el pelo nunca se te tenía que mover de lugar.

No resulta difícil observar, en la casuística de los rituales de iniciación y de separación, similares prácticas de manipulación del cabello. Un amplio corpus etnográfico revela que el corte de pelo es un elemento recurrente —y hasta podría asegurarse que imprescindible— en la dinámica que estructura a dichos rituales. El porqué de esta recurrencia residiría, para Turner, en el hecho mismo de la liminalidad del neófito. Al simbolizar ese estado entre dos estatus o, mejor dicho, ese estado de nulidad en que se encuentran, las prácticas de despojo —de orden simbólico o hasta fisiológico— le son propias. "Se les tiene que demostrar que no son más que arcilla o polvo, pura materia, cuya forma es moldeada por la sociedad" (Turner, 1988:110). En este sentido, el corte de pelo se convierte en una práctica que, a la vez que simboliza la separación de los neófitos de su posición anterior, imprime en ellos los nuevos parámetros de la posición que habrán de ocupar.

Tal lectura resulta aplicable a la condición de los ingresantes a la institución policial. Si la instancia de formación que atraviesan puede entenderse como un periodo de separación entre la persona civil que ya no son y el sujeto policial que habrán de ser, entonces sus cabellos cortados o sujetos bien pueden funcionar como marcas de identidad de esta liminalidad. El despojo del pelo o, mejor dicho, de la posibilidad de elección de cómo llevarlo, es parte de ese proceso de mortificación del yo que señala —según Goffman (1998)— el ingreso a ciertas instituciones. La cabeza afeitada del aspirante es tanto una encarnación de su ruptura con el ámbito civil (de pelo no reglamentado), como su inserción dentro de un sistema institucional disciplinado, del que el control del cabello se vuelve una expresión.

Pensado como una bisagra entre lo público y lo privado, entre los gustos personales y el constreñimiento de la sociedad, el pelo se ha considerado como una modalidad de exposición y comunicación privilegiada (Synnott, 1987), en virtud tal vez de su clara visibilidad y de su fácil manipulación (Hallpike, 1969; Hershman, 1974).

Ciertas explicaciones se han intentado, desde el campo etnográfico, para acercarse al porqué de la presencia de estos rituales relativos a la cabellera en los ámbitos mencionados. Leach (1958), en un artículo pionero en la temática, postula, siguiendo ciertos planteos psicoanalíticos, que el pelo de la cabeza simboliza los órganos genitales, de donde se sigue que su corte o su afeitado simbolizan la castración. Así, en esta equivalencia entre cabello y sexualidad, el pelo largo representaría una sexualidad irrestricta, mientras que el pelo corto, parcialmente afeitado o tirantemente sujeto equivaldría a una sexualidad restringida. El pelo completamente afeitado, a su vez, debería considerarse como índice de celibato.2

Los comportamientos rituales sobre el pelo, sostiene el autor, guardan íntima relación con el estatus sexual del individuo. Y es precisamente por esto, "porque el comportamiento en relación al pelo comprende un conjunto ampliamente asumido de simbolizaciones sexuales, que éste juega una parte tan importante en los rituales de tipo rites de passage, que suponen la transferencia formal de un individuo de un status sexual a otro" (Leach, 1958:157).

Si la hipótesis de Leach no se entiende como una explicación, por más que el autor así lo plantee, sino como una suerte de indicación, la ligazón que anudaría la cabellera a la sexualidad bien podría considerarse, en el contexto analizado, como un elemento provechoso de análisis. No para extraer de él argumentaciones mono-causales ni universales, sino para simplemente pensar el simbolismo que encierran, en el ámbito de estos periodos de ingreso a la carrera policial, las prescripciones sobre el uso del cabello. El pelo corto, parcialmente afeitado o tirantemente sujeto —sostiene Leach— sería el equivalente simbólico de una sexualidad restringida. Tal vez esta formulación no esté tan alejada de lo que sucede con los cadetes y los aspirantes, si pensamos que la asexualidad es, para Turner (1988), uno de los atributos de la liminalidad.

Cabe recordar, en este sentido, que hombres y mujeres deben evitar todo contacto en el contexto de las escuelas mencionadas:

A: Vos fíjate que acá, por ejemplo, no nos dejan ni mirar de lejos a la Compañía Femenina. Acá no podemos hablar.

M: ¿No pueden hablar con las chicas?

A: No podemos nada. No hay mucho para hablar, tampoco. A mí me dijeron de entrada "no se puede hablar con las mujeres".

M: ¿Y por qué?

A: ¿Por qué? Por el tema de que se pueden formar parejas, cosas así que pueden perjudicar al Femenino más que al Masculino. Y no te permiten hablar, tener otra circunstancia, nada. Por miedo a que se pongan de novios, quede embarazada[...]

"Vaya a tocar lo que mira" era el reto (en su doble sentido de reprimenda y desafío) con que los superiores amonestaban a aquel cadete o aspirante que osaba mirar a sus compañeras. Esta prohibición de que hombres y mujeres entren en contacto —así no sea más que verbal— recuerda mucho a lo planteado por Turner acerca de la continencia sexual que debe regir durante el periodo liminal. En esta postura, la obligación de llevar el pelo rapado o sujeto, bien puede resultar un plausible simbolismo de esa continencia sexual que los aspirantes y cadetes tienen que respetar.

En una crítica a las formulaciones de Leach, Hallpike (1969) reúne gran cantidad de material etnográfico para rebatir su hipótesis y demostrar que la cabellera no guarda simbología con la sexualidad, sino, más bien, con la pertenencia o no a la sociedad. Cayendo en un universalismo similar al que pretende impugnar, este autor sostiene que el pelo largo resulta asociado al estar fuera de ella, mientras que su corte simboliza reentrar en la sociedad. Según esta argumentación, el pelo corto o cubierto es signo así de control social, de estar bajo la disciplina de una vida institucional, en estrecha relación con la existencia de votos de obediencia.3 El pelo largo, por el contrario, resulta un símbolo "de estar, de alguna manera, fuera de la sociedad, de tener poco que ver con ella, o de ser menos dócil al control social" (Hallpike, 1969:261).

Es indudable que esta formulación resulta pensable para el contexto analizado, en tanto se trata del ingreso a una institución que obliga a sus miembros a una vida de fuerte disciplina y de suma obediencia. El mantenimiento del pelo corto y del rodete perfecto podrían leerse entonces según esta clave de lectura: como índices corporales de la pertenencia a la institución policial. Pero, más aún, como rituales mismos de separación. En este sentido, la utilización de "la cero y la dos" encarna, más que simboliza, la renuncia a un (uso del) pelo "civil" y la adopción de un peinado policialmente legítimo:4

M: Che, y ahora que estás adentro de la Policía, ¿cómo sentís la reacción de la gente?

A: O sea, se dan cuenta al toque que sos poli.

M: ¿Sí? ¿Cómo se dan cuenta? A: Por el corte de cabello, aunque estés de civil.

M: Ah, o sea que te reconocían. A: Sí, vas a bailar, y te decían: "eh, vos sos poli".

El cuerpo se transforma así en el escenario mismo de esa separación. Que el pelo sea universalmente utilizado para la expresión de significados culturales, no hace sino poner de manifiesto la importancia de la reglamentación social de la propia "fisicalidad" y, por ende, la necesidad de cada grupo social de apropiarse de los cuerpos de sus miembros y de designarlos con atributos particulares.

Ya Mauss (1979 [1936]) advertía, en un artículo fundador, acerca de la naturaleza social del cuerpo. Todo cuerpo físico es, necesariamente, un cuerpo social, en tanto que éste no puede manifestarse sino a través de prescripciones culturales. Desde la manera de llevar el pelo hasta la forma de la nariz, los mandatos sociales construyen, en mayor o menor medida, la "fisicalidad" de los rasgos corporales. En el contexto policial analizado, las alteraciones del cuerpo y su superficie reseñadas hasta el momento no son sino las modalidades en que los cuerpos físicos son apropiados y transformados en cuerpos sociales. Esto es, en cuerpos reconocidos (avalados) colectivamente (Turner, 1995).

Valga como ejemplo lo que les sucedía a aquellos cadetes de la Escuela Vucetich que se afeitaban completamente la cabeza, intentando evadir un corte demasiado denunciante de la pertenencia institucional. A éstos, una vez que el pelo les había crecido lo suficiente, el peluquero los rapaba completamente en la nuca, pero les dejaba el pelo considerablemente más largo arriba. El "casquite", al revés de lo que contaban los aspirantes de la Escuela Villar, tenía que ser evidente. La marca institucional —la "marca de la gorra"— no podía evitarse.

Tal minuciosidad en la normalización de los cuerpos, en su doble sentido de reglados y estandarizados, no habría de sorprender, si acordamos con Douglas en que el control corporal constituye una expresión del control social: "cuanto más valor conceda un grupo a las restricciones sociales, mayor valor asignará también a los símbolos relativos al control corporal" (Douglas, 1988:17). En una institución como la policial, cimentada sobre valores como la disciplina y la obediencia, cabe esperar entonces una firme fiscalización de sus miembros y sus cuerpos. El cuerpo policial —cuerpo individual de los policías a la vez que cuerpo social de la institución— debe ser así un cuerpo uniforme, disciplinado y dócil.

Pero debe ser, sobre todo, un cuerpo alejado de lo civil. Es decir, un cuerpo que ya no pueda reconocer en sí aquellas marcas de antaño. Un cuerpo que materialice y vivencie la dinámica de separación a la que se lo impone:

Al punto que cuando vos te encontrás en el baño, con tus compañeras, tenes el rodete tan estirado, que había chicas que tenían unos rulos impresionantes, y vos te encontrás en el baño, a la hora de bañarte, ¡y no reconoces a tus compañeras[ Te miras en el espejo y decís: "ay, ¡mira el pelo que tenes[". En serio, no te reconoces de otra manera.

"No te reconoces de otra manera". El cuerpo, despojado de sus antiguas marcas, o signado por otras nuevas, se reconfigura siguiendo otros parámetros, a veces difíciles de asimilar. En la construcción del sujeto policial, el cuerpo se transforma en el escenario mismo de esa construcción. Marcarlo es de-signarlo, transformarlo en el soporte idóneo para portar el signo del grupo, donde el pelo tirantemente recogido en un rodete, por ejemplo, puede interpretarse como una marca que con-signa al ingresante a la institución policial (Galimberti, 2003).

De lo que se trata es de la construcción de un cuerpo legítimo, de un cuerpo atravesado por mandatos institucionales, que es tanto el símbolo como la señal de esa pertenencia. Tal cuerpo legítimo no debe entenderse necesariamente como un cuerpo individual y real, sino como un cuerpo institucional, esto es, como metáforas que ligan los cuerpos de los sujetos con el cuerpo político (Hoberman, 1988). Postular esto significa reconocer tanto la flexibilidad de las normas como la posibilidad de los individuos de no observarlas o adecuarse a ellas. Así, lo central no se dirime en el plano real de su escrupuloso cumplimiento, sino en el plano simbólico al que esas normas aluden. Lo importante es la existencia misma de esos límites, el hecho mismo de su instauración, en tanto apuntan a un determinado cuerpo ideal(izado) e institucionalmente avalado.

Más que degradaciones de un sujeto liminal, o separación de una vida civil, considero entonces que estas prescripciones a las que se somete a los ingresantes constituyen, sin dejar de significar todo eso, o además de significarlo, una manipulación institucional del cuerpo tendiente a construir un cuerpo policial legítimo. O, lo que es lo mismo, a apropiar los cuerpos de los ingresantes, para convertir esos cuerpos civiles en los cuerpos físicos institucionalmente deseados.

 

EL USO DEL CABELLO EN EL CUERPO LEGÍTIMO POLICIAL

Muchas críticas se le han hecho a los planteos de Leach y Hallpike respecto al significado que atribuyeron a la cabellera en el contexto de ciertos rituales. Una de ellas se relaciona con la rígida correlación establecida entre el pelo, por un lado, y la sexualidad o la sociedad, por el otro. Independientemente de los valores que cada uno de ellos le atribuya al pelo, lo que ambos hacen, señala Hershman, es asumir una conexión metafórica entre el comportamiento relativo a éste y un cierto estado, donde el pelo funciona como un dispositivo semántico en cuyos términos se expresan otras relaciones. Así, se parte de considerar que tal metáfora "siempre funcionará para brindar los mismos patrones de relación, cualquiera sea la cultura" (Hershman, 1974:295). Atacar el universalismo de semejante ecuación implica afirmar que el pelo no significa nada per se, sino que reviste una infinidad de significados potenciales, dependientes de un contexto de actuación determinado.

En este sentido, se hace necesario contextualizar los argumentos esgrimidos en el apartado anterior. Es cierto que algunos de los sentidos atribuidos al pelo durante los periodos de ingreso responden a una dinámica que tiene que ver con lo liminal de esa etapa y no resultan, por ello, extrapolables a la totalidad de la carrera policial. Pero también es cierto que dichas prescripciones se inscriben en el contexto de otras reglamentaciones generales acerca del uso del pelo, compartidas y acatadas por los miembros efectivos de la institución policial. Desconocer estas últimas implica desdibujar esas primeras prescripciones y oscurecer gran parte de su sentido.

Una vez superada la etapa de formación inicial, el pelo afeitado de los ingresantes da lugar a un uso del pelo no tan corto pero igual de reglado. El cabello siempre corto en los hombres y rigurosamente recogido en trenzas, rodetes o colas de caballo en las mujeres, sin ninguna mecha que pueda caerles sobre la cara, es la constante del personal policial. Un reglamento de 1947 nos permite asomarnos a esa fiscalización minuciosa que implica el uso del cabello:

El personal de oficiales, suboficiales y agentes debe usar el cabello cortado de mayor o menor y la barba afeitada. Puede llevar el bigote largo o a la americana en toda la extensión del labio, o todo afeitado. Queda prohibido a todo el personal el uso de la patilla larga; ésta debe usarse con una longitud máxima de 2cm.5

Posiblemente haya contextos laborales donde la rigidez de tales normas se flexibilice, o permitan minimizar el apego a ellas. Sin embargo, basta ingresar a un ámbito de socialización menos relajado, o caer bajo la égida de algún superior más estricto, para que la aleatoriedad de tal apego se revele como sancionable. Una comisario de la PPBA no hacía sino entrar a una dependencia y marcar, en un tono de broma que no escondía el reproche (y con el que, por lo demás, nadie se confundía), aquellas faltas en que caían sus subordinados. Cierta vez, mirando a un oficial cuya barba se dejaba adivinar, más que ver, lo interpeló preguntándole si se había quedado sin luz, ya que no había podido afeitarse.

El cabello corto y la barba afeitada se transforman así en una suerte de máxima de la fisonomía policial, a la que muy pocos logran escapar. En ese rostro lampiño, los bigotes revisten una importancia particular. Su uso no es prerrogativa de todos, sino privilegio del que ha superado cierta jerarquía o de aquel que, previo permiso del superior si su jerarquía aun no lo habilita, tiene necesidad de camuflar alguna cicatriz de aspecto poco agradable.

Como bien llama la atención Merleau-Ponty (1957), el cuerpo es un espacio expresivo. Puede funcionar como un registro donde el poder inscribe sus signos y motivos, "vistiendo" sus figuras sobre la superficie de la piel (Balandier, 1994). El uso del bigote funciona así como una marca de jerarquización; esto es, como un índice que revela la posesión de la autoridad. La fisonomía se revela entonces como un soporte pertinente para inscribir (para in-corporar) dichas relaciones jerárquicas. El poder jerárquico se vuelve, en tal sentido, ostensible, capaz de imponerse, de un solo vistazo, a la mirada de los otros.

Esta capacidad del pelo facial de revestir un significado de prestigio se evidencia en una temprana disposición de la agencia policial, rescatada por Rodríguez y Zappietro en la Historia de la Policía Federal Argentina (1999:152):

El 24 de septiembre de 1879 se recordó al personal el cumplimiento de la disposición del 10 de febrero anterior, relativa al uso obligatorio por los vigilantes, de pera y bigote, como así llevar el pelo cortado y el uniforme sin alteraciones.

Al respecto existe la anécdota de que [el Jefe de la Policía, Coronel] Garmendia impuso el uso de pera y bigote, sancionando a quien no lo usara, para fomentar el ingreso en el Cuerpo de Vigilantes, pues existían vacantes por no ser atractivos los sueldos. En esa época el uso de barba y bigotes era casi exclusivo de las clases pudientes, que exigían al personal a su servicio (empleados y domésticos, etc.) que se afeitaran los mismos. En otras ocupaciones también se estilaba hacerlo, pues el mantenimiento de aquella práctica era oneroso y demandaba muchos cuidados. A raíz de la orden aludida el personal de vigilancia adquirió prestigio pues se presentaba con el aditamento característico de las personas de clase pudiente. Se cubrieron en gran parte las vacantes pero no hubo aumentos de sueldos.

Más allá de revelarse como un astuto señuelo, la reglamentación obligatoria de pera y bigote de 1879 pone de manifiesto la manipulación institucional de que puede ser objeto el pelo y su capacidad para funcionar, cuando se lo somete a una grilla de prescripciones y prerrogativas, como índice de prestigio o superioridad.

Para acercarse a un significado tentativo de tales prescripciones, considero provechoso prestar atención a aquellos que logran escapar a ellas. Detener la mirada no sólo en las reglas sino también en sus "excepciones" puede resultar un ejercicio útil, pues permite identificar los motivos por los que determinados efectivos policiales se encuentran eximidos de seguir los usos institucionales del cabello. La excepción no debe entenderse entonces como una evasión de la norma, sino como la consideración de razones que resultan más atendibles que las de la regla. No se trata pues de una supresión de su sentido, sino de su suspensión en virtud de la consideración de otros nuevos.

Así, lo que caracteriza a la excepción, señala Agamben, es el estar por fuera de la norma (tal es su sentido etimológico), pero no el estar excluida de ella. El caso de excepción mantiene una conexión con la norma, y si ésta se aplica a la excepción es porque lo hace, justamente, retirándose de ella. No es entonces la excepción "la que se sustrae a la regla, sino que es la regla la que, suspendiéndose, da lugar a la excepción y, sólo de este modo, se constituye como regla, manteniéndose en relación con aquella" (Agamben, 2003: 31). En este sentido, tomar nota de aquellos que cuentan con el aval para "escapar" a tal malla institucional, no hace sino poner al descubierto los criterios mismos de su existencia.

Si bien no existe una explicitación formal al respecto, es práctica establecida que al personal asignado a las De-legaciones Departamentales de Investigación (ex Brigadas de Investigación, PPBA)6 le está permitido el uso de barba, de pelo largo o hasta de tinturas. Es decir, de todo aquello que los ayude a adoptar "apariencias civiles" para, dada la particularidad de su trabajo, llevar a cabo su labor sin ser reconocidos como personal policial:

A mí el primer día [de trabajo, después del egreso de la Escuela Vucetich] me ponen en la Guardia [Interna]7 y me dejan solo porque hay un servicio de calle. Se van todos los oficiales, yo libros más o menos sabía hacer, porque en la Guardia de la Escuela hacía un libro y sabía cómo era. Se fueron todos a la cancha, quedé solo. Comisaría chica, no pasaba nada. Por allá, del lado de los calabozos me sale un negro, con el pelo por acá [se señala pasados los hombros], musculoso, todo tachas, tipo heavy metal, yo pensé que se me había escapado un preso. Dice: "Qué tal, Cabo Primero L.". Trabajaba ahí. Nos pusimos a charlar.

Si el novel oficial que brinda este relato confunde al Cabo Primero L. con un preso es porque no reconoce, en sus índices corporales, a un sujeto policial. Lo mismo puede decirse del reconocimiento de los efectivos de Delegaciones, a partir de su pelo teñido o con claritos. En el contexto policial general, esos cuerpos sobresalen por su discordancia: son cuerpos que resaltan por no ajustarse a los parámetros corporales esperados. Lo que se "lee" en ellos, es la ausencia (tal vez impostada) de los signos que marcan, en la fisonomía, al sujeto policial.

Si el personal de una Delegación está exento de estas marcas corporales que inscriben en los cuerpos la pertenencia a la institución es porque justamente la pertenencia a ella es lo que deben tratar de camuflar. La índole de su trabajo requiere la actuación de una "civilidad" que debe comenzar por manifestarse en sus cuerpos. En el desempeño de esta actuación, el juego consiste no tanto en "parecer" un ciudadano civil, sino más bien en no parecer policía. El "prototipo" de persona civil que el personal de Brigadas representa —tupidas barbas, pelos largos, pelos teñidos— no constituye, después de todo, un patrón tan recurrente en la sociedad civil. Sí constituye, sin embargo, el modelo de todo aquello que el personal policial no puede ser. Así, la actuación se revela no como aquello que se pretende ser, sino como aquello que se afirma que no se es. La dinámica del disfraz, por decirlo de algún modo, no intenta el juego de una realidad ajena, sino el ocultamiento de la propia.

En el juego de esta actuación se esconde la relación de contrastación que liga lo civil y lo policial. Si las prescripciones acerca del uso del pelo permiten construir a un sujeto institucional, entonces dichas marcas lo construyen diferenciándolo de la sociedad civil. Esto es, "vistiendo" su cuerpo con signos que, a la vez que lo señalan como un cuerpo policial, lo distinguen de un "cuerpo civil". O, mejor dicho, de lo que ellos construyen como tal cuerpo.

El pelo largo o la barba se convierten, más que en un índice de adscripción a la sociedad civil, en una percepción institucional sobre ella. Producto, tal vez, de aprender a percibir el cuerpo de esos otros no-policiales en función de los propios esquemas de percepción del cuerpo legítimo. El cuerpo percibido de los otros —diferenciado del cuerpo real, que no tiene porqué tener pelo largo, por ejemplo— lo sería así en tanto posibilidad de percepción de esos esquemas institucionalmente adquiridos. Y es que el cuerpo, como plantea Crossley (1995), no se percibe de manera neutral, sino en relación con los esquemas culturales que se han adquirido.

Anteriormente mencionaba el hecho de que el personal femenino deba llevar el cabello rigurosamente recogido en trenzas, rodetes o colas de caballo. La alusión a la rigurosidad no es excesiva. "Átese el pelo, no puede andar con las mechas así", era la reprimenda que la comisario —a la que aludía anteriormente— solía dirigir a aquellas oficiales a las que cierta mínima hebra de pelo se le escapaba del peinado, para ir a darle sobre la cara. El pelo suelto de las mujeres parecía generar, en la superioridad, la más extraña de las irritaciones.

Si el cabello es un elemento polisémico, capaz de revestir diversos sentidos, tal vez no sea desacertado postular que las prescripciones que sobre el uso del pelo alcanzan a las mujeres, puedan albergar significados distintos a las normativas previstas para los hombres. Después de todo, ni cadetes ni aspirantes femeninos son obligadas a raparse ni a utilizar, a lo largo de la carrera policial, el cabello corto. No importa si lo tienen larguísimo o teñido, la obligación pasa, para ellas, por tenerlo escrupulosamente atado.

En una institución marcadamente androcéntrica, donde el espacio dado a las mujeres es escaso y diferencial,8 el pelo contenido y aprisionado en trenzas o rodetes tal vez pueda leerse como un dictum institucional de masculinidad, destinado a coartar los registros femeninos y sus símbolos. Un oficial me contaba que el primer día que vieron a sus compañeras de la Vucetich "de civil, sin esos rodetes, sin esa ropa, y arregladas", no podían dejar de preguntarse "dónde habían estado semejantes mujeres". Quizás la formulación de esa pregunta pueda comprenderse a la luz de esta clave.

Si el pelo suelto puede considerarse un símbolo del atractivo femenino, un índice que alude a su feminidad, entonces la prescripción de atarlo cobra relación, en el contexto policial, no ya con el juego de la sexualidad, como planteaba Leach, sino con lo genérico. Al obligar a las mujeres a atar sus cabellos, lo que hace la fuerza policial es silenciar los signos de feminidad de sus cuerpos. Si el pelo puede ser visto como un artefacto a partir del cual expresar significados (Synnott, 1987), es claro que resulta, en el ámbito policial, un índice a partir del cual se pueden desanudar también sentidos genéricos.

Basta pensar, si no, en las cadetes de la Vucetich que en el baño, "se asombran" por las cabelleras desconocidas de las compañeras. O en lo que puede suceder si alguna, con dolores menstruales, no se siente en condiciones de hacer ejercicios físicos: "el tema estoy indispuesta, no puedo hacer actividad física, no existe. No vayas ni a decir que no podes hacer actividad física. ¿Qué son los ovarios? ¡No tenes[". Esta anulación de las características femeninas discurre además por otros carriles:

C: A mí me dejaron presa una vez por llevarla máquina de depilar.

M: ¿No podes depilarte?

C: No. Después, maquinitas de afeitar nos dejaron llevar porque le decíamos: "¿qué hacemos?". Quince días y ya te crecieron los pelos. Se supone que voy a estar 15 días encerrada en la Escuela, voy a salir de pollera.

M: ¿Y tenías que salir de pollera con todos los pelos?

C: Sí, ¡las veces que tuve que salir así[

Estas prescripciones pueden leerse entonces como un intento institucional de limitar aquellos índices sociales del cuerpo y sus significados o lo que es lo mismo, de "anularlos" en su sentido. El cuerpo femenino —es decir, las características corporales que, en la anatomía de las mujeres, trazan el recorrido de la feminidad— es silenciado. El cuerpo de la mujer tiene que ser, al menos en términos operativos, como el del hombre. O, mejor dicho, ambas anatomías, la del hombre y la de la mujer, deben conformar cuerpos policiales.

 

A MODO DE CONCLUSIÓN

Si algo ha quedado claro hasta ahora, es que el cuerpo no es una entidad neutral. Es, por el contrario, un espacio de orden claramente visible, sometido a preceptos que es menester cumplir y a limitaciones que es preciso no rebasar (Brown, 1993). Si es cierto que cada grupo socializa el cuerpo que necesita, el uso del cabello no hace sino poner de manifiesto esta verdad al revelar las pautas que construyen el cuerpo del policía —uniforme, prolijo, disciplinado— en exacta correlación con el "cuerpo institucional".

En el contexto de la fuerza policial, las prescripciones acerca del uso del cabello no son más que uno de los códigos, sin duda polisémico, con que los cuerpos son marcados como un territorio institucional. Vehiculizador de sentidos altamente eficaz, su uso desencadena múltiples significados. Durante la etapa de instrucción, puede decirse que liminal, el cabello no sólo resalta en los ingresantes su estado transitorio. Más aun: lo incorpora a una nueva modalidad de concebir el propio cuerpo. Superada esta etapa, el cabello sigue funcionando como índice de pertenencia institucional. En este sentido, no se trata tan sólo de adquirir una nueva fisonomía, sino de aprender una nueva singularidad corporal, en la medida que se porta un estilo de cabello (permanente), significa instalarse en él, es hacerlo partícipe del propio cuerpo (Merleau-Ponty 1957).

Todo lo analizado hasta ahora no hace sino resaltar que todas estas prescripciones relativas al uso del cabello funcionan como uno de los tantos planos en que se expresa esa dinámica de adscripción de contrastación, que la fuerza policial mantiene con respecto a la sociedad civil. En la rigidez que conlleva su uso puede verse un correlato de la disciplina institucional, donde se niega cualquier espacio de variación al orden riguroso (Galimberti, 2003). Pero tales reglamentaciones pueden verse, sobre todo, como una herramienta que permite separar la propia persona del mundo circundante. Entre el pelo corto y austero del policía y lo que ellos entienden que es la modalidad de uso "civil" (cabello largo, barba, cabello teñido, cabello suelto), el pelo sirve de rígida barrera: a través de él, el sujeto policial y la sociedad civil se distinguen.

Los ejemplos de campo recogidos a lo largo de este trabajo parecen abrevar en esta línea, al reforzar el sentido de aquello que sugería al comienzo de este artículo: que sólo se puede devenir policía alejándose de lo civil. El pelo rapado del ingresante que forma un "cas-quito", o el cabello rigurosamente corto o atado de los hombres y mujeres policías no constituyen, tan sólo, marcas de pertenencia institucional. Mejor dicho: no se constituyen como tales a partir de una simple adscripción al grupo al que pertenecen. Se constituyen como tales a partir, también, del grupo del que se diferencian. El pelo en forma de "casquito" no es el corte de los jóvenes (largo, dependiente mayormente de las modas), así como el cabello recogido de las mujeres no es una cabellera femenina suelta. El uso del cabello, en síntesis, no es sino otro de los carriles mediante el cual se instaura la ruptura que posibilita la adquisición (y el mantenimiento) del estado policial.

 

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Notas

1 Para el presente artículo me he centrado en dos de estas escuelas iniciales: el Curso Preparatorio para Agentes de la Escuela de Suboficiales y Agentes "Comisario General Alberto Villar" (Policía Federal Argentina-PFA) y el Curso para Cadetes de la Escuela de Policía "Juan Vucetich" (Policía de la Provincia de Buenos Aires-PPBA). Estas escuelas presentaban, al momento del trabajo de campo (1998-2004), algunas características diferenciales dadas por la pertenencia institucional (Policía Federal Argentina/Policía de la Provincia de Buenos Aires), las características de mando y subordinación dada por los cuadros (oficiales/suboficiales), o los tiempos de formación (no más de seis meses en la Escuela Villar, contra dos años en la Escuela Vucetich). Sin embargo, presentan asimismo fuertes similitudes en lo relativo a las rutinas de instrucción. Esto puede entenderse claramente, si se tiene en cuenta que se trata de espacios de socialización de un personal que se encuentra, en ese momento, ingresando a la agencia policial y en los últimos peldaños, por lo tanto, de la escala jerárquica. Atendiendo a esta argumentación planteo estos ámbitos formativos como metodológicamente abordables en un mismo análisis.

2 Esta acepción la retoma Turner (1995) en su análisis de los Kayapo. Una formulación similar puede encontrarse asimismo en Taussig (1995), esta vez en relación a los órganos genitales y el cabello facial. Al postular una oposición simétrica entre la cara y los genitales, de la que la primera es la contraparte pública de los segundos, la barba funcionaría como una máscara de lo sexual, una alusión abiertamente expuesta de aquello que se mantiene oculto.

3 La argumentación de Hallpike, señalan algunos autores, no invalida la tesis de Leach, sino que es subsumida por ésta, en la medida que "el control de la sexualidad es tanto el símbolo como la llave hacia el control social" (Mageo, 1994:422). En este sentido, se trata siempre de un individuo, tomado como ser social o sexual, que se encuentra bajo el control de la sociedad, control que se simboliza mediante el tratamiento restrictivo del pelo (Hershman, 1974).

4 Señala Bourdieu (2000) que en los rituales de iniciación masculina, donde se corta el pelo del muchacho por primera vez, este corte primigenio cobra especial importancia. En tanto que la cabellera se considera un atributo femenino, resulta uno de los vínculos simbólicos que relacionan al muchacho con el mundo materno. Es al padre a quien le corresponde efectuar este corte inaugural y efectivizar, así, la entrada de su hijo al mundo masculino. El corte es pues bivalente, y la separación del niño es tanto del pelo como del mundo materno-femenino. En este sentido, el corte de pelo de los cadetes y aspirantes bien puede simbolizar también la separación de ese mundo civil (entendido como femenino) y la entrada a una institución policial (caracterizada como masculina). Para un mayor desarrollo de esta línea de análisis, véase Sirimarco (2009).

5 Reglamento de uniformes, Talleres gráficos de la Policía Federal, art.8, Buenos Aires, 1947.

6 El servicio de Brigadas tiene por objeto "la vigilancia general y especial del radio jurisdiccional de la dependencia, con fines de prevención y represión, que llevará a cabo el personal designado y vistiendo las ropas que las circunstancias aconsejen"; Manual del Oficial de Guardia, Buenos Aires, Editorial Policial, Policía Federal Argentina, 1980, p. 24.

7 La Guardia Interna es, generalmente, el primer destino del oficial. Las funciones de esta sección comprenden el control y manejo de los detenidos en el sector de los calabozos, su fichado, y el traslado de los mismos ya sea dentro de la dependencia como a otro lugar asignado.

8 La proporción de mujeres en la institución policial es notablemente más baja que la de los hombres. Según datos recientes, el personal femenino de la PPBA, por ejemplo, alcanza sólo el 15% de la totalidad de efectivos de la fuerza. Su papel en ella es asimismo diferencial: la reglamentación policial establecía, al menos durante el periodo que tomó el trabajo de campo, que las mujeres no podían alcanzar el mismo grado máximo que los hombres.

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