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Nueva antropología

versión impresa ISSN 0185-0636

Nueva antropol vol.20 no.65 México may./ago. 2005

 

Artículos

 

Violencia religiosa y conflicto político en Chiapas, México1

 

Religious violence and political conflict in Chiapas, México

 

Jaume Vallverdú*

 

*Departamento de Antropología, Universidad Rovira i Virgili.

 

Texto recibido el 10 de octubre de 2002
Aprobado el 29 de abril de 2003

 

Resumen

Desde mediados de los setenta del siglo pasado, los procesos de conflicto político y violencia religiosa en Chiapas (México) han tenido como protagonistas destacados a católicos tradicionalistas, seguidores de la teología de la liberación, protestantes o evangélicos y miembros de las confesiones milenaristas. Sus discursos y prácticas han activado importantes dinámicas de reelaboración simbólica e identitaria en el seno de las comunidades indígenas y han reconfigurado decisivamente su vida cotidiana y su organización sociopolítica. Las conversiones protestantes y milenaristas, en particular, han sido fuente constante de conflictos, migraciones y expulsiones, por implicar no solamente disidencia religiosa, sino también por desafiar las estructuras de control político y económico tradicionales.

Palabras clave: teología de la liberación, creencias religiosas, comunidades indígenas.

 

Abstract

Ever since the middle of the 1970s, the main protagonists in the processes of political conflict and religious violence in Chiapas (Mexico) have been traditionalist catholics, followers of the theology of liberation, protestants or evangelicals and members of millenarian creeds. Their discourses and practices have led to a considerable reworking of the symbols and identity of indigenous communities and have decisively reshaped daily life and sociopolitical organization. The protestant and millenarian faiths in particular have been a constant source of conflicts, migrations and expulsions, not only for reasons of religious dissidence but also because they challenge traditional structures of political and economic control.

Key words: Theology of liberation, religious believes, indigenous communities.

 

CON LA BIBLIA EN LA MANO: LA CONFIGURACIÓN DEL CAMPO RELIGIOSO CHIAPANECO

Chiapas, uno de los estados más pobres de la República Mexicana es, sin embargo, uno de los más ricos en cuanto a diversidad cultural. Dentro de su territorio se incluyen 13 naciones indígenas y cuatro grupos étnicos principales: tojolabales, tzotziles, tzeltales y zoques. Junto al análisis de las estructuras políticas y los procesos económicos que le han relegado a una situación marginal, sin duda uno de los aspectos más críticos en el sudeste mexicano han sido, y siguen siendo, las dinámicas de cambio religioso. Y más concretamente, la pluralidad y la competencia simbólica dibujadas por católicos tradicionalistas (o costumbristas), católicos partidarios de la teología de la liberación, protestantes (o evangélicos) y milenaristas.2

Los católicos tradicionalistas han seguido una línea muy conservadora a lo largo de los años y mantienen prácticas religiosas tradicionales sincréticas del llamado catolicismo popular. En su mayoría han preservado las ceremonias y los rituales creados en el siglo XIX al debilitarse la presencia en la región de la Iglesia católica. En los Altos de Chiapas, buena parte de ellos se declaran los "católicos auténticos" sin reconocer la autoridad espiritual de la Iglesia romana ni del obispo de San Cristóbal de las Casas (Viqueira, 1998: 233). Constituyen una minoría de indígenas ricos y caciques que generalmente tienen el control político y económico en sus comunidades, acaparan las tierras, controlan los medios de transporte, el comercio, el trabajo y el poder local, y han estado vinculados tradicionalmente con las autoridades estatales y federales, lo que durante muchos años equivalía a decir al Partido Revolucionario Institucional.

La tendencia progresista de la Iglesia católica partidaria de la teología de la liberación, por su parte, ha ejercido una considerable influencia en la región. El compromiso ideológico y práctico con los indígenas ha situado a sus seguidores en un lugar central del campo político-religioso chiapaneco. Dicho compromiso tiene su origen en el Concilio Vaticano II y en los planteamientos de los obispos latinoamericanos en la Conferencia Episcopal de Medellín (1968). A partir de los años setenta, los sacerdotes de la diócesis de San Cristóbal de las Casas empezaron a retomar las propuestas de teólogos brasileños y peruanos como Leonardo Boff y Gustavo Gutiérrez, defendiendo la necesidad de que la Iglesia católica diese un giro decidido a favor de los pobres.3

Esta postura se reiteró en el Congreso Indígena de 1974 con motivo del homenaje a Bartolomé de las Casas. Desde ese momento se establecieron escuelas catequistas indígenas en las comunidades y el acento se puso en estimular el aprendizaje y la reflexión crítica en consonancia con las características culturales y la realidad de cada una de ellas.4 La Diócesis de San Cristóbal de las Casas se planteó la necesidad de respetar y apoyar el desarrollo de las culturas indígenas y de emplear su propia lengua como medio de evangelización. Para ello, se sustituyeron tanto los métodos pastorales como los instrumentos para hacerlos efectivos en el ámbito de la participación colectiva.

El uso de la lengua y la enseñanza con fines evangelizadores nos hace retroceder, igualmente, a la acción de los primeros misioneros protestantes estadounidenses. La punta de lanza del protestantismo se remonta a las actividades del Instituto Lingüístico de Verano (ILV), a partir de 1938.5 Sus misioneros contaron, entonces, con el apoyo y la autorización del gobierno mexicano, que así respetaba el derecho constitucional a la libertad de culto y entregaba sus teóricas responsabilidades respecto de la población india en manos de los predicadores protestantes (Cantón, 1994: 45).

Los pastores del ILV trabajaron inicialmente en las zonas de los tzeltales y los choles, para ampliar después su radio de acción hacia la región tzotzil, que mostró mucho más resistencia. Tenían como objetivos principales difundir la fe protestante y traducir la Biblia a las lenguas autóctonas, para lo cual se valieron fundamentalmente de la medicina moderna y la alfabetización. Con su programa "modernizador" querían acabar con los que consideraban los tres pilares del atraso indígena: el alcoholismo, la brujería y el monolingüismo (Rus y Wassestrom, 1979, citados en Pérez, 1998: 170). Las actividades del ILV, no obstante, tuvieron como consecuencia directa la deculturación progresiva de las comunidades. Los misioneros protestantes fueron sustituyendo las creencias y prácticas religiosas tradicionales, y las nuevas conversiones indígenas desencadenaron violentos conflictos y enfrentamientos políticos intracomunitarios.6

Además del recurso a las lenguas autóctonas en las tareas misioneras, el éxito inicial de las confesiones protestantes se explica por otros factores, como su oposición a los excesivos gastos que representaban las fiestas tradicionales, la lucha contra el consumo de alcohol, la prevención de la salud y la asistencia de los enfermos, la intensidad de los cultos religiosos, el fomento de la participación indiscriminada en los mismos y el rápido nombramiento de pastores indígenas (Viqueira, 1998: 232). Todos estos factores han tenido una importancia sostenida en lo que respecta a la implantación y el desarrollo de las iglesias evangélicas en las comunidades y, como veremos, algunos de ellos se han situado en la base misma de las controversias y los conflictos sociales.

A principios de los sesenta, otro factor importante de conversión a los nuevos grupos religiosos en Chiapas fueron las secuelas provocadas por la migración a la selva. Para muchos indígenas desposeídos, las organizaciones protestantes representaron un espacio de cohesión y sustituyeron redes de solidaridad comunitarias que se habían disuelto (Hernández, 1998: 415-417). Como precedente de procesos sucesivos y más recientes, en aquel entonces, la fragmentación y la disolución de la conciencia comunal a causa de conflictos en el interior de las comunidades, junto con la ruptura del sistema de autoridad tradicional, se reconvirtieron, de la mano de los nuevos conversos, en nuevas formas de articulación comunitaria.

Dentro del campo religioso chiapaneco actual, el catolicismo se mantiene como dominante a pesar de haber perdido la hegemonía y se conservan, por supuesto, las manifestaciones religiosas propiamente indígenas impregnadas de elementos sincréticos. Entre protestantes y milenaristas abarcan el compromiso religioso de una tercera parte de la población. Para los Altos de Chiapas más concretamente, la zona indígena por excelencia, los índices de adscripción al protestantismo son bastante elevados (un total de 46 504 personas, 10.5% de todo el estado y 12% del total regional). Las iglesias pentecostales se mantienen como mayoritarias, por encima de las denominaciones históricas, si bien los grupos milenaristas constituyen el bloque no católico de mayor crecimiento en la actualidad. La iglesia adventista es la dominante y, junto con los testigos de Jehová, ejerce una labor constante entre la población rural indígena. Los mormones, por su parte, han optado preferentemente por las capas medias y bajas de las zonas urbanas.

El abandono del alcohol y la superación de enfermedades son los factores que más favorecen la conversión a los grupos no católicos, sobre todo los pentecostales, que además se constituyen en intensos grupos de participación, experiencia religiosa y ayuda mutua. Esto es así en el caso de muchas zonas rurales, aunque no exclusivamente propio de ellas. La conversión también guarda relación con fenómenos migratorios hacia la ciudad.

Carlos Garma (1992: 36) señala, en este sentido, que el pentecostalismo es un puente útil entre la vida rural y urbana. La experiencia de la vida en la ciudad contribuye decisivamente al cambio en la adhesión religiosa de los migrantes, proporcionándoles la integración en un grupo social cohesivo y protector en un medio potencialmente hostil. Un medio donde, además, se presentan diversas experiencias personales que se reinterpretan posteriormente a la conversión para dar sentido a un presente vinculado a Dios y alejado de los pecados del mundo. Así nos las explicó el pastor de la Iglesia de Dios Cristiana Apostólica Pentecostés que, en su relato, destacaba también la curación por la fe como precedente clave de su giro religioso:

Comencé a vivir acá, en Cuernavaca, una vida de desobediencia a Dios. Yo no tenía ningún temor de Dios. Trataba de echar a Dios de mi vida. Doy gracias a Dios porque nunca fui influido por la filosofía ateísta, pero en lo más profundo de mi corazón yo rechazaba la idea de Dios. Yo decía: Dios no existe. Pero ahora entiendo que el Espíritu Santo nos busca. Cuando yo estaba con los amigos en alguna cantina o en algún baile, ¿verdad?, yo a veces tenía una lucha. Yo decía: Dios no existe. Y Dios me decía: y luego, tu mamá... ¿no sanó? Y muchos milagros que yo había visto ¿no?, de sanidad. Y yo decía: son casualidades, Dios no existe. Y vivía con esa lucha siempre. Y así me fui apartando... Entonces había mucho vicio, tabernas, cantinas en el centro, mujeres de la vida galante...

Y había una zona de tolerancia donde se exhibían las mujeres en una calle completa, a medio vestir. Tenía unos amigos mayores que yo, y ahí me comenzaron a llevar. Y bueno, yo me sentía bien, realizado como hombre. Comenzamos a caminar así, por un tiempo, cuatro o cinco años. Yo entonces vivía solo, sin gobierno de nada; podía pasarme tres o cuatro días fuera de casa y a nadie le interesaba, podía hacer lo que quisiera. Pero recuerdo que en una ocasión mi mamá me dijo: Quiero hablar contigo de algo muy serio. Ella me quería mucho y fue muy dura conmigo entonces. Me dijo, solamente quiero recordarte una cosa: quiero recordarte que hace tantos años tu le hiciste una promesa a Dios ¿Te acuerdas que yo prácticamente había partido con el Señor, y tus súplicas me devolvieron la vida? Yo alcancé a oírte una promesa que le hiciste a Dios: que le ibas a servir. Yo solamente quiero decirte una cosa: con Dios no se juega. Él te escuchó, prueba de ello es que yo estoy aquí, seguimos estando juntos, pero tú no le has cumplido al Señor. Yo le voy a pedir a Dios que te salve. Sabes que el camino que llevas no es el que te enseñé. Y entonces recapacité. Eso me hizo recapacitar. A partir del día que fui de nuevo a la iglesia, que fui a un culto, empecé a reaccionar... Comencé a ver la mano de Dios maravillosamente. Dios comenzó a tratar conmigo. Vino una reconversión ¿verdad?, de una vida ya no en el pecado sino de cierto arrepentimiento. Fue como yo regresé otra vez al camino de Dios. Vamos a hablar de hace unos veinticinco años hasta ahorita yo le doy testimonio a los hermanos.

Otro aspecto importante es la gran capacidad adaptativa de las nuevas confesiones cristianas en los contextos donde operan. En el medio rural, especialmente, esto les permite evaluar la realidad de las comunidades indígenas y ajustar a las mismas sus particulares creencias y prácticas. Los diferentes mensajes religiosos no se aceptan pasivamente, sino que nacen de una selección entre los aspectos de la nueva ideología que los participantes están dispuestos a aceptar o rechazar. Cada comunidad re-interpreta de forma selectiva los discursos y programas religiosos adaptándolos a las circunstancias y situaciones sociales específicas, sin abandonar por ello su sustrato cultural y tradicional.

Hace ya dos décadas, Bastian (1983: 230) concluyó que las denominaciones protestantes no necesariamente rompían con las prácticas mágico-religiosas tradicionales. En su trabajo se refiere, en particular, a que los grupos pentecostales, con su énfasis en la curación, la posesión por el Espíritu e incluso con su escatología, permiten mantener el lazo con la religión tradicional renovándola. Mantienen o regeneran dichas prácticas mágico-religiosas y conservan su función práctico-social. Se trata, además, de una renovación o remodelación que consiste en volverlas más eficaces. Según el autor, estos procesos de continuidad constituirían, ante todo, una forma de resistencia y de preservación de la identidad étnica frente a la amenaza constante de la sociedad dominante sobre la sociedad rural marginal. Aunque ello implique la emergencia de nuevas estructuras autoritarias y de control social paralelas a las anteriores:

El surgimiento de las sectas protestantes y, en particular, del pentecostalismo, parece ser el medio privilegiado para que amplios sectores rurales subalternos expresen su protesta social y política. Esta difusión de nuevos credos no se debe a una pretendida penetración ideológica norteamericana. Al contrario los sectores subalternos filtran y retoman de la ideología religiosa importada los elementos afines con la tradición mágico-religiosa rural, y crean una visión del mundo distinta y opuesta a la hegemónica que permite estructurar un contrapoder. Este poder antagónico no rompe con el modelo vertical autoritario, sino más bien lo refuerza haciendo del pastor o líder religioso un nuevo cacique [...] Este poder antagónico rara vez logra derrumbar el poder tradicional y por eso crea espacios relativamente autónomos en los barrios periféricos o en los pueblos de colonización (Bastian, 1983: 237).

Siguiendo estas dinámicas, la acción evangelizadora de los diferentes grupos religiosos ha generado importantes transformaciones en las comunidades chiapanecas con el paso de los años. La influencia ideológica de católicos, protestantes y milenaristas ha sido decisiva en muchos aspectos de la vida social y política de la región, aunque en el análisis de fondo de dichos cambios, como decíamos, siempre sean prioritarios los procesos reelaboradores y creativos activados por los propios indígenas, utilizan muchas veces lo sagrado como instrumento de transformación, optan ellos mismos por el cambio y reinventan sus identidades colectivas. Esta capacidad de elección y creación contrasta abiertamente con los postulados de la llamada "teoría de la conspiración", que a partir de los años sesenta empezó a victimizar y negar cualquier iniciativa a los nuevos conversos protestantes apelando expresamente a la manipulación imperialista norteamericana.7

En este sentido, los nuevos grupos religiosos pueden funcionar como dispositivos de autoprotección para los fieles o, incluso, radicalizarse eventualmente si se ven amenazados o se articulan a un movimiento social que comparte sus metas y fines. Del mismo modo, sin embargo, cuando los agentes evangeliza-dores han actuado de forma claramente perjudicial para la integridad colectiva, el grupo étnico suele optar por preservar sus estructuras básicas por encima de las diferencias religiosas.

García (1997: 110) nos explica cómo en localidades donde han aparecido conflictos a causa de las nuevas conversiones, los indígenas han comenzado a descartar los principios doctrinales que les distanciaban de sus proyectos de movilización política y de reproducción de su cultura. Este proceso incipiente ha generado desconcierto y preocupación entre los líderes, pastores y representantes de las iglesias no católicas que, finalmente, no hace más que demostrar la capacidad de aceptación o rechazo de las comunidades indias respecto de los elementos externos, así como su mencionado potencial de elección y creación. Un potencial que habría determinado, incluso, el surgimiento de una doble cara en la expresión social del protestantismo, la emergencia de "un nuevo rostro protestante" que se va organizando para intentar mejorar las condiciones de vida de las clases populares, relativamente al margen de las estructuras jerárquicas y de control institucionales.

En la práctica, de todos modos, la implicación política y social de las confesiones diverge en función de su ideología particular y de cómo manejen sus estructuras ideológicas y organizativas en las diferentes coyunturas. Por lo general, las posiciones de mayor o menor compromiso, distanciamiento o repliegue cambiarán según sean las circunstancias del entorno y los intereses operativos en cada momento.

Por ejemplo, Juárez (1990: 164-170) señaló la tendencia adaptativa de los presbiterianos de Yajalón en su camino desde el sectarismo hasta la "convivencia pacífica" con la mayoría católico-tradicionalista. Los testigos de Jehová, pentecostales y adventistas, sin embargo, se mantenían mucho más distanciados del conjunto social y de la acomodación secular. Una distancia que también guardan los presbiterianos cuando se trata de comprometerse políticamente o de optar por cargos públicos. Para ambos, como para los testigos de Jehová, la sociedad ideal se proyecta hacia el futuro y no en posibles cambios presentes. Más bien —como señala la autora— concentran sus intereses en mantener las condiciones vigentes, no precisamente igualitarias y justas, porque los beneficios que obtienen de ellas son legitimados en términos de gracia divina para los pocos predestinados a la salvación.

A propósito del estudio de Juárez, Carlos Garma (1995: 95-96) remarca que no en todas las comunidades en las que se han establecido organizaciones protestantes han surgido conflictos violentos. En el caso concreto de Yajalón, por ejemplo, donde contrariamente a lo habitual los primeros conversos al protestantismo eran mestizos de la cabecera municipal y no indígenas, los conflictos se desencadenaron entre católicos tradicionalistas y partidarios de la teología de la liberación.

De cualquier modo, está claro que la coexistencia y la competencia entre los diferentes grupos religiosos no han sido simplemente simbólicas en las comunidades chiapanecas. Muchas veces, aunque no siempre, se han manifestado de forma violenta. Los teólogos de la liberación se han enfrentado claramente a los procesos evangelizadores de los grupos protestantes y milenaristas y éstos, a su vez, se han rebelado contra las acusaciones de sus competidores.

 

ENTRE LA COMPETENCIA SIMBÓLICO-RELIGIOSA Y LA RESISTENCIA POLÍTICA: DISIDENCIAS, MIGRACIONES Y EXPULSIONES

Quien fuera bastantes años obispo de la Diócesis de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz (1996: 219), reconoce que la primera reacción católica frente a la penetración protestante en las comunidades indígenas fue de violencia. Explica que se destruyeron los lugares de culto protestante, se impidió la construcción de otros y se expulsó sin contemplaciones a los nuevos conversos. Su disconformidad con tales actitudes no le impide, sin embargo, hacer hincapié en el desconcierto que produce el trabajo proselitista de los grupos no católicos.

A la luz de la teología de la liberación, señala los aspectos más discutibles de la acción protestante y milenarista en la zona. En primer lugar, la agresión al culto de las imágenes que, a su modo de ver, lleva a la desarticulación de las comunidades indígenas, agrupadas, junto con sus autoridades religiosas y civiles, en torno a las fiestas religiosas. Seguidamente, la prédica milenaria, que anunciando la inminencia del fin del mundo incrementaría "los miedos opresivos del indígena". En tercer lugar, la insistencia en denunciar "los defectos reales o calumniosamente exagerados" de la Iglesia católica, que "afecta en lo existencial el ánimo de los más sencillos". Y por último, la inmovilidad y división interna generadas en las comunidades a causa del individualismo que, según él, fomentan los grupos no católicos.

Como contrapartida a estas dinámicas perjudiciales, Samuel Ruiz se esfuerza en legitimar la mentalidad y la praxis de los catequistas de la teología de la liberación. En particular, su apuesta cohesionadora, movilizadora y transformadora de la realidad, mediante una pastoral no agresiva hacia las culturas y religiones nativas, para ayudar a los indígenas en el reconocimiento de sus derechos y como "sujetos de su propio destino". Para lograrlo, dice, catequistas, predicadores y diáconos deben esforzarse en estimular la participación colectiva mediante asambleas locales y celebraciones litúrgicas, la búsqueda del consenso con la práctica del "acuerdo" y la reflexión bíblica para la acción frente a los sufrimientos y las necesidades de los pobres.

Dentro de esta postura ideológicamente comprometida, sin embargo, la misma tarea "inculturadora" hace realmente difícil evitar la distorsión —al menos en parte— de las creencias y prácticas locales. De hecho, según Viqueira (1998: 232), salvo por sus importantes implicaciones políticas, dicha tarea ha sido bastante similar a la llevada a cabo por los protestantes en la región. Así, por ejemplo, la teoría de la inculturación no habría impedido a los teólogos de la liberación exigir a sus feligreses que abandonen el "trago", oponerse eventualmente al sistema de cargos, o combatir, con poco éxito, las creencias prehispánicas acerca de las numerosas "almas" que componen los seres humanos, en la base de la cosmovisión india e incompatibles con el dualismo alma-cuerpo del cristianismo.

En este escenario de competencia simbólica cabe destacar, no obstante, un proceso relevante igualmente relacionado con la creatividad y la capacidad de movilización de los nuevos movimientos religiosos activos en Chiapas: la tendencia a la unificación de intereses de las minorías cristianas y de la teología de la liberación frente a los católicos costumbristas, representantes —como apuntábamos al principio— de los cuadros de poder y control tradicionales.

Esta reacción colectiva, cuyo origen y desarrollo abordamos a continuación, ha sido interpretada en un sentido emancipador y como un paso muy importante hacia la democratización de los pueblos indígenas (Hernández, 1994: 49), como el surgimiento, en definitiva, de un nuevo sujeto colectivo: "La afirmación de un 'nosotros' que destruye los viejos lazos de dependencia y combate un adversario común (el Estado, los caciques, los intermediarios, los ladinos ricos), la forma de un "nos-otros" que en ese combate (re)construye su realidad y su diferencia" (Le Bot, 1997: 52).

En efecto, con independencia de sus doctrinas particulares, la común posición disidente ha aglutinado en más de una ocasión a las minorías religiosas de la zona. La perspectiva crítica y transformadora que aportan los católicos liberacionistas los sitúa en una postura desafiante, o cuanto menos molesta, para quienes pretenden conservar sus privilegios por encima de todo. De forma similar, el relativo inmovilismo y conformismo ideológico atribuido a protestantes y milenaristas (mucho más aparente que real) no excluye su confrontación con los poderes locales, porque "se apartan del mundo" comunitario y rompen con la tradición que los costumbristas paulatinamente han pasado a instrumentalizar para sus intereses.

No cabe duda de que en el desarrollo de los conflictos han desempeñado un papel decisivo los hábitos y comportamientos adoptados por los nuevos creyentes protestantes. La mayoría de estas nuevas rutinas tienen que ver con la vida privada, pero inciden directamente en la vida pública y desafían la organización comunitaria, la costumbre y en particular los sistemas de control de las autoridades tradicionales. Las conductas más controvertidas han sido dejar de comprar "candelas" (velas) para las ofrendas a los santos (que dejan de venerarse), mantener una actitud crítica respecto del control de los transportes locales y, de manera especialmente significativa, abandonar el consumo regular de alcohol8 y renunciar a los fuertes gastos que supone el sistema de cargos para atender las ceremonias de las fiestas religiosas.9

Dichas posturas han resultado muy problemáticas en la vida cotidiana e inseparables de las expulsiones sistemáticas de fieles y familias protestantes de los municipios y comunidades. Con la negativa a participar en el sistema de cargos en particular, los evangélicos se ven liberados de la presión económica y de la responsabilidad que implica este modelo de organización social. Pero dar la espalda a la tradición es percibido por otros como una amenaza para la propia reproducción simbólica de la comunidad, por lo que muchos disidentes pagarán el agravio con la expulsión. Incluso, en ocasiones, los mismos cargos han sido utilizados para hacerla efectiva, saturando progresivamente de deudas a quienes desafían a los caciques (Tickell, 1991: 12; Pérez, 1998: 156).

En estas condiciones, bajo la forma de ese "nuevo sujeto colectivo", las confesiones no católicas habrían servido para oponerse al catolicismo dominante vinculado con las familias terratenientes y a los prósperos comerciantes, convirtiéndose al mismo tiempo en un fuerte mecanismo de resistencia de los indígenas marginados contra las presiones y la explotación a las que se ven sometidos. No cabe duda de que la existencia de grandes desigualdades sociales y económicas en las comunidades chiapanecas ha sido una de las causas del éxito protestante, especialmente en lo que respecta a su oferta de nuevas estructuras organizativas y como instrumento de legitimación de movimientos políticos locales en lucha contra los problemas de clase (Medina, 1986: 19-23; Bastian, 1997b: 21-25).

Con estos contenidos reivindicativos y de resistencia, el discurso y los símbolos religiosos pasan a utilizarse con fines explícitamente políticos, para criticar o desprestigiar enemigos políticos. Las migraciones y expulsiones que desde la década de los setenta del pasado siglo se han ido sucediendo en las comunidades, deben entenderse, en este contexto, como causa y consecuencia no sólo de un conflicto religioso sino también de otros factores adicionales, como pugnas por tierras, pleitos entre familias, problemas interétnicos y disputas por el poder político. No son de naturaleza estrictamente religiosa, aunque las nuevas creencias y conductas de los fieles hayan jugado un papel fundamental. No tienen que ver únicamente con la sustitución de las prácticas tradicionales del catolicismo popular por prácticas y creencias cristianas o católico-progresistas, sino que encierran un claro componente político y de lucha social.

Una de las claves del conflicto chiapaneco consiste, en suma, en que las conversiones implican no sólo disidencia religiosa sino también política. La disidencia, inicialmente manifestada mediante la lucha política, acaba por identificarse con la causa religiosa: "se vuelca hacia uno de los tradicionales bastiones de la resistencia indígena: la religión" (Robledo, 1997: 30). Además, organizaciones campesinas, partidos políticos, organizaciones de derechos humanos y ONG, junto con los omnipresentes y dinámicos grupos religiosos, han influido, al mismo tiempo, en la construcción de una conciencia crítica en las comunidades (Hernández, 1998: 421).10

En su análisis de las relaciones entre protestantismo y violencia, Manuela Cantón (1994: 31-58) consideró comparativamente el papel jugado por las confesiones protestantes en Guatemala y en Chiapas en lo que se refiere a transformar las condiciones sociales de los individuos y las comunidades indígenas. En cuanto a Chiapas concretamente, apunta que se trata de un exponente extremo de la llamada "guerra de religiones". La violencia cotidiana —nos dice— parte de acusar a los nuevos conversos de minar los cimientos culturales, sociales y organizativos tradicionales de las comunidades. La religión ha sido el pretexto más óptimo o visible para legitimar los exilios forzosos, pero las acusaciones no dejan de esconder los intereses partidistas de quienes los han fomentado y puesto en marcha: los caciques indígenas locales.

En el caso particular de San Juan Chamula —el paradigma por excelencia de la situación conflictiva—, se ha señalado la formación de un cacicazgo apoyado en las instituciones tradicionales, como el sistema de cargos, y la confabulación de los sectores enriquecidos con las cooperativas de transporte y comerciales. De forma similar, en Zinacantán, las familias ricas dominantes, con la misma instrumentalización de los cargos tradicionales, han recibido el respaldo añadido de parte de las instituciones indigenistas estatales y federales para consolidarse y legitimarse en el poder (Medina, 1986: 18).11 Según Bastian, la situación no es nueva:

Desde los años veinte, los caciques reconocidos o impuestos por el Estado se han dado cuenta de que una de las maneras de conservar y de incrementar su poder consistía en el uso de las instituciones político-religiosas tradicionales para su propio provecho. Así, con el apoyo político del Estado, se han servido de la fiesta ritual para reforzar un control social cuyos límites se reflejan, ayer como hoy, por la arbitrariedad y una violencia intra-étnica continua (1997b: 23).

Así pues, un elemento clave de las expulsiones en los Altos de Chiapas parece ser el caciquismo ligado al PRI, básicamente por intereses políticos y económicos. De hecho, la adopción de una nueva fe por parte de muchos indígenas habría sido una forma de resistir y oponerse al poder caciquil tradicionalmente aliado con ese partido. Una alianza repetidamente denunciada como la finalmente responsable de las discriminaciones y los exilios forzosos de las comunidades.12

En este contexto, lo singular y significativo parecería estar relacionado con la aparición de nuevas formas de identidad étnica, a veces confrontadas entre sí, y con el hecho fundamental de que los indígenas conversos sean expulsados precisamente por otros indígenas, quienes reproducen en las comunidades el sistema de dominación de los cargos impuestos inicialmente desde el exterior por una minoría ladina para controlar a la población india si bien, como dice Manuela Cantón, la paradoja se explica desde el mismo momento en que, por claros intereses de privilegio, "una minoría dominante instrumentaliza, política e ideológicamente, los contenidos de la cultura tradicional, convirtiéndose en estrategia de poder y en dogma incontestable" (1997a: 166) que acaba poniendo a los indígenas en contra de sus propios derechos de identidad cultural.

Desde principios de los ochenta, más de veinte mil personas, entre seguidores de la teología de la liberación y evangélicos, han sido expulsadas de sus tierras por las autoridades tradicionalistas vinculadas al poder.13 Esta forma de control político ha supuesto que, en un pasado no muy lejano, una tercera parte de su población —la mayor de la región— se haya visto obligada a abandonar sus posesiones por discrepancias políticas o religiosas con los representantes municipales.14

Los primeros expulsados —unos 200— fueron acusados de evangelistas y quemasantos contrarios a la costumbre. La primera expulsión masiva se produjo en 1974. Entre ese mismo año y 1976 la población mestiza se vio obligada a huir de San Andrés Larráinzar (ahora San Andrés '"Sacamch'en de los Pobres") hacia San Cristóbal de las Casas. A partir de 1980 siguieron las expulsiones por conflictos religiosos en el mismo San Andrés y también en San Pedro Chenalhó. Otras expulsiones se dieron en las poblaciones de Amatenango del Valle, Tenejapa, Chalchihuitán, Mitontic, Zinacantán, Huixtán, Chanal, Oxchuc, Cancuc, Pantelhó, Teopisca y Ocosingo.15 En 1982 eran ya unos 5 000 los expulsados y dos años más tarde, unos 10 000. En 1991 eran 17 000 los indígenas exiliados de sus lugares de origen, entre migraciones forzosas y expulsiones (Pérez, 1998: 35), y hacia finales de la década aumentaron hasta 20 000 (Cantón, 1997a: 163; Le Bot, 1997: 37).

Los destierros se han ido sucediendo casi sin interrupción hasta la actualidad y han afectado no solamente a protestantes o fieles de otras confesiones no católicas. Muchos catequistas de la teología de la liberación y autoridades de partidos de la oposición municipales han sufrido igual suerte.

En relación con la vigencia de los factores políticos y de poder en los procesos que nos ocupan, Pérez (1998: 11) sugiere que con la desestructuración de las relaciones sociales tradicionales, los caciques o líderes naturales van perdiendo hegemonía en el ámbito rural. Los grupos protestantes especialmente, aprovechando la situación de crisis, crecerían entonces como respuesta religiosa, política y económica que busca independizarse de la estructura de poder caciquil mediante las conversiones masivas y el impulso a procesos migratorios. La buena adaptación de la nueva religión protestante a los momentos de crisis también es mencionada por Robledo (1997: 71), que remarca la efectividad protestante, no sólo en cuanto a romper las estructuras de control comunitarias, sino también a ofrecer una visión milenarista con atractivas promesas de salvación y renovación colectivas.

 

LA RECONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD ÉTNICA. MOVIMIENTOS SOCIALES Y RECOMPOSICIONES COMUNITARIAS

Las lógicas de recomposición de las comunidades a causa de los conflictos descritos nos obligan a considerar el importante papel de los movimientos sociales en Chiapas y de los resultantes procesos de reconstrucción de la identidad étnica indígena. Cuando hablamos de transformaciones políticas y sociales en el medio indígena chiapaneco no podemos olvidar la aparición progresiva —y decisiva— de organizaciones estimuladas por militantes de izquierda o de extrema izquierda que han coexistido con las diferentes misiones religiosas en las comunidades. Los indígenas mayas de Las Cañadas, en concreto, mencionan cuatro caminos en su experiencia de movilización social: la concienciación procedente de la tarea evangelizadora de los teólogos de la liberación a partir de la década de los sesenta; la fuerte organización sociopolítica que surgió de dicho proceso y de varios movimientos de izquierda desde la década de los setenta; el impulso del EZLN a partir de los años ochenta y, desde luego, la propia identidad étnica preservada y estimulada por los pueblos indígenas (De Vos, 1997: 90).

En el ámbito de la implantación de nuevas formas organizativas y de liderazgo en las comunidades indígenas, la pastoral dirigida desde la Diócesis de San Cristóbal de las Casas ha tenido un papel muy importante. Como apunta Yvon Le Bot:

[...] aún cuando desde la perspectiva de la "teología indígena" se considera que los catequistas se deben al servicio de la comunidad, y no al contrario, éstos se convierten en líderes sociales y políticos, tanto como religiosos, y conforman una jerarquía que llena el vacío heredado de la descomposición o el rechazo del añejo sistema de autoridades políticas y religiosas. Su inserción en las estructuras de la Iglesia y su conocimiento del español los hacen intermediarios obligados con el exterior (1997: 47).

El 14 de diciembre de 1975, bajo el amparo de los teólogos de la liberación, surgió la primera organización campesina: "Unidos para el Progreso" (Quiptic ta Lecubtesel), con el objetivo inicial de buscar la mejora económica, social y cultural de la población indígena. Pero a finales de 1979, según nos explica Jan De Vos (1997: 99), el movimiento adquirió un rumbo diferente, mucho más politizado, reivindicativo y resistente. Fue entonces cuando los agentes de la pastoral se desentendieron del mismo, pensando que no les correspondía encabezar directamente y de forma abierta un movimiento popular. Así, una vez encendida la mecha de la conciencia, la iniciativa sociopolítica y la responsabilidad para afrontar los problemas y los conflictos étnicos se retornó a las manos del pueblo, de los propios indígenas, muchos de ellos ya por entonces integrados en las organizaciones maoístas Unión del Pueblo y Política Popular.

Así pues, a partir de la pastoral liberacionista, de las conversiones religiosas y de las luchas sociales es como mejor puede comprenderse la génesis del zapatismo. Unas y otras habrían preparado el terreno para su surgimiento. El origen e impulso del movimiento zapatista (como movimiento social y político defensor de los derechos y la cultura indígenas) se localiza en las conversiones, las disidencias y las divisiones comunitarias que se han ido apuntando. Nació con un modelo liberador propio (Votan-Zapata) y creció en el seno de los sectores enfrentados a los tradicionalistas, posteriormente, como hemos visto, exiliados de sus municipios o comunidades.

Con el paso de los años, la población desplazada y expulsada ha ido constituyendo sus propias comunidades y dando forma a nuevas recomposiciones culturales e identitarias en las zonas de colonización de la selva, en su misma comunidad o cerca de ella, o bien en la periferia de algunas ciudades. Prueba de ello, por ejemplo, es el considerable reasentamiento evangélico en los alrededores de San Cristóbal de las Casas, con la fundación de diversas comunidades: Betania, Nueva Jerusalén, Vistahermosa o Galilea, entre otras.16

Tras asentarse en el terreno de la diferenciación social creciente, con la consiguiente formación de grupos sociales que se oponen a cumplir con las normas comunitarias, los grupos religiosos protestantes y milenaristas habrían edificado algo nuevo. Habrían ofrecido a los desplazados la posibilidad de recuperar un espacio simbólico y político propio, reorganizado la vida comunitaria entorno a indígenas conversos y con sus propias autoridades civiles y religiosas. La religión compartida refuerza, además, anteriores lazos de parentesco y de vecindad, y contribuye, en alguna medida, a superar antiguas divisiones y a buscar la solidaridad en las nuevas realidades comunitarias.

No obstante, también se ha señalado que la fuerte competencia por este nuevo liderazgo comunitario habría acentuado en cierto sentido el faccionalismo político. Muchos de estos líderes y militantes surgidos de las transformaciones comunitarias tratarán, como es lógico, de participar en la dirección de los asuntos públicos municipales o regionales, aunque en ocasiones sus afiliaciones ideológicas y políticas serán bastante divergentes: desde abrazar la causa Zapatista con todas las consecuencias, hasta integrarse en los cuadros de poder más conservadores.17 Otros, según Bastian (1997a: 211), incluso habrían "retomado" pautas de control social similares a las de los caciques —si bien desplazadas desde la "oligarquía" al "pluralismo"— para manifestar su carisma y autoridad dentro de las organizaciones religiosas.

Este autor sugiere, asimismo, que los dirigentes indígenas utilizan los nuevos grupos religiosos como instrumento para imponer un pluralismo religioso que, a largo plazo, puede estimular la "modernización" de las comunidades indígenas. En dicho papel modernizador, los nuevos movimientos religiosos se distinguirían, no obstante, del catolicismo progresista de la teología de la liberación, que —según Bastian— también pretende una modernización (católica) y combate a los caciques, pero guiada por un clero fundamentalmente no indígena y de acuerdo con estrategias pastorales mucho más globales. Si bien no puede desdeñarse el importante papel de los jóvenes indígenas ordenados como catequistas y como éstos son animados a buscar formas culturales de adaptación de la religión católica a sus comunidades, actuando también, en este sentido, como nuevos intelectuales de la modernidad.

Resumiendo, en Chiapas, los cambios religiosos han repercutido y repercuten directamente en los cambios políticos, con la creación de nuevas elites, participación en movimientos sociales, surgimiento de organizaciones campesinas, luchas contra los caciques, etc. De la misma manera, las dinámicas políticas dependen, en buena medida, de las identidades moduladas por la diversidad religiosa en el seno de las comunidades y municipios. Y en este contexto, los procesos de reconstrucción y creación de los espacios comunitarios llevarán, finalmente, a la reconstrucción y reinvención de la propia identidad étnica como construcción cultural (Hernández, 1989: 421-423).

A lo largo de estas páginas se ha tratado de poner de manifiesto, una vez más, las estrechas relaciones entre política y religión. En el marco de los conflictos y las conductas violentas ligadas a las relaciones de poder y los mecanismos de control social, los diversos discursos y símbolos religiosos sirven para legitimar o para negar una situación determinada (que en lo referente al mundo indígena chiapaneco, se expresa fundamentalmente en términos de desigualdad social y marginación acentuadas), y lo hacen básicamente en función de sus intereses y mediante las estrategias oportunas, para mantener o aumentar su prestigio e influencia en los diferentes ámbitos y espacios sociales donde operan.

Finalmente, la situación de Chiapas, analizada en el contexto del cambio religioso como respuesta a las estructuras de dominación políticas tradicionales, vuelve a hacer patente la importancia del uso de la religión como instrumento de resistencia y apoyo para el cambio social, como factor utilitario al servicio de los intereses simbólicos y materiales de quienes la representan institucionalmente o comparten sus creencias y como elemento clave en la construcción social de la identidad étnica.

 

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Notas

1 Los mimbres de este artículo son los excelentes trabajos antropológicos e históricos publicados en los últimos años sobre el tema, de los que no fui más que un aprendiz durante mi estancia en México en el periodo 1998-99, y que aquí trato modestamente de sistematizar, guiado por mis actuales intereses en los campos del conflicto social y la violencia religiosa. En el plano académico, se inscribe en el marco general de un proyecto de investigación en torno a los movimientos religiosos carismáticos desarrollados en el seno de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, que incluyó trabajo de campo principalmente en dos iglesias de la ciudad de Cuernavaca: la Iglesia La Luz del Mundo y la Iglesia de Dios Cristiano Apostólica Pentecostés (Even-Ezer). Quiero agradecer especialmente la ayuda profesional que me brindaron Manuela Cantón, cuyos artículos son una referencia obligada en este caso y, una vez en México, Carlos Garma, toda una autoridad sobre protestantismo en ese país.

2 Según el Censo General de Población y Vivienda de 1990, en el estado de Chiapas se reportaba 67.63% de católicos y 16.25% de protestantes; en la región de los Altos, la población católica representaba 64.58% y la protestante 19.84% (Viqueira, 1998: 233). El cambio religioso en el sudeste se reflejó de forma significativa en el censo de 1980, donde aparece una caída de 10% de católicos y un aumento de los protestantes hasta 15% de la población. En los noventa, el retroceso de los católicos en Chiapas osciló entre 20 y 25%. Desde entonces, el crecimiento de los grupos religiosos no católicos se ha mantenido, situándose alrededor de 30% de la población en el caso protestante.

3 Sobre la génesis, evolución histórica y principales planteamientos de la teología latinoamericana de la liberación véase, por ejemplo, Lois (1986), Berryman (1987), Smith (1994) y Dussel (1995).

4 Respecto de la importancia y los pormenores de la reflexión crítica de la Biblia, véase Ruiz (1974).

5 Institución introducida por William Cameron Towsend (1896-1982), que inició su labor misionera en 1917 entre los cakchiqueles de Guatemala. El ILV entró en México en 1935 durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, e inició sus actividades entre los nahuas de Morelos.

6 Según parece, los misioneros del ILV recién llegados criticaron a los sacerdotes católicos, impugnaron tradiciones nativas como el tequio, las procesiones y las fiestas populares. En muchos casos, recibieron apoyo federal en sus actividades, concretamente del Instituto Nacional Indigenista. Hay quien ha apuntado, incluso, la posibilidad de que "oficialmente se considerara que el pape] científico desempeñado por los clérigos lingüistas recompensaba los problemas y divisiones que causaban su ardor espiritual" (Garma, 1998: 59). Sucede entonces, que hay una aparente responsabilidad del Estado mexicano en ese contexto histórico y político, cuya delegación de deberes no es necesariamente contradictoria con el supuesto de que se tratase intencionalmente de desmovilizar a la población indígena bajo un sistema simbólico homogenizador y desarrollista. La aculturación religiosa se convierte, así, en un instrumento político de control social. Aunque no alcanzo a decir si demostrada, ésta pudo ser una estrategia coyuntural plausible, con la legitimidad de un convenio oficial a largo plazo. Máxime teniendo en cuenta la posibilidad de que se intentasen atajar simultáneamente los conflictos endógenos producto de la fragmentación ideológica y social y la marginalidad histórica del campesinado indígena (no resuelta con la intensificación de la Reforma Agraria durante el mandato de Lázaro Cárdenas), ambas cuestiones desde luego contraproducentes a la "pretendida" "integración" de los indígenas a la sociedad nacional y a la estabilidad social, económica y política de la región chiapaneca.

7 Acerca de las controversias respecto a la pastoral del ILV en medio indígena y su papel como supuesto instrumento del imperialismo estadounidense, véase Stoll (1984, 1988).

8 En la denuncia puesta por representantes de 700 chamulas ante el Procurador General de la República, se relata lo siguiente: "Estando la mayoría de nosotros en nuestros hogares, sin ninguna explicación ni causa justificada, fuimos agredidos salvajemente y encarcelados por las autoridades municipales por el sólo hecho de haber abrazado la fe cristiana y, en consecuencia, haber cambiado de vida, dejando sobre todo el aguardiente, motivo por el cual dejamos de ser fuente de ingresos para quienes explotan este vicio como es el cacique de nombre José López Pérez, quien controla las bebidas alcohólicas y se aprovecha de las costumbres de nuestro pueblo. Los cristianos chamulas han abandonado las costumbres de su raza y por eso el resto de la tribu no nos quieren y desean matarnos" (Manguen, García de León e Ichín: 1980: 37-38).

9 El sistema de cargos es una organización político-religiosa tradicional de las comunidades indígenas. Surge en el siglo XIX para garantizar la organización y el financiamiento de las fiestas de los santos, y como institución su objetivo es expresar y mantener la cohesión comunitaria. Los cargos jerarquizados se renuevan cada año y son alternativamente políticos y religiosos. Con el ascenso de un cargo a otro aumenta el prestigio individual. Se espera que todo miembro adulto de la comunidad participe en el sistema y desempeñe al menos un cargo durante su vida. No sólo no tienen remuneración alguna sino que implican una gran inversión de tiempo y de dinero. Con frecuencia generan el endeudamiento de sus participantes y, puesto que se clasifican según los costos que producen, les fuerzan a posteriores ahorros si quieren seguir ganando prestigio. Las personas que han terminado de desempeñarlos son considerados "pasaros", entre los cuales se elige a los "principales", ambos investidos de gran influencia social y política en las comunidades (Robledo, 1997: 49-52).

10 Todo indica, por otra parte, que los diversos proyectos del indigenismo mexicano, que han impregnado la vida académica, así como sus instituciones relacionadas con la organización de la vida económica y social de los indígenas, han tenido notable calado en lo referente a religión y organización política de las comunidades (aunque ese no fuera su propósito inicial), y en este sentido guardan relación con el conflicto social en sus diferentes expresiones y situaciones locales.

11 Para comprender mejor la formación de los cacicazgos nativos, Robledo (1997: 36-59) se refiere a la política indigenista en la región, que, según ella, favorece la diferenciación social y la lucha por el poder político en las comunidades. En ellas, dice, los maestros y promotores bilingües habrían canalizado muchas veces su papel mediador hacia su propio beneficio, se habrían vinculado a los grupos de poder locales y convertido eventualmente en caciques. Por otro lado, el control que ejercen los caciques —que se presentan como defensores de la tradición y la costumbre— se expresa en el ámbito político o de contactos con el gobierno, en el económico y en el de la jerarquía tradicional e ideología popular. Con todo, María Isabel Pérez matiza que no se puede identificar siempre y plenamente la estructura tradicional con la estructura caciquil. Que "si bien algunos sujetos ascienden y después se convierten en los sujetos dominantes que van a someter a los demás, y a ejercer un control económico y político en detrimento de los intereses comunitarios, existen autoridades tradicionales que al contrario, tienen un interés que intenta, ante todo, defender la reproducción del grupo en lo económico, social, político y cultural" (1998: 151).

12 En el caso de Chamula, concretamente, Manuela Cantón nos dice que los beneficios del acuerdo entre el PRI estatal y la oligarquía tradicional del municipio son mutuos: "A cambio de autonomía para las autoridades chamulas (en el contexto de la cual se explica la impunidad de la que gozan cuando deciden expulsar), el gobierno federal se asegura el control político sobre el municipio indígena más grande de la región y con una más que nutrida historia de insurrecciones contra el gobierno y el poder ladinos" (1994: 48).

13 Jean-Pierre Hastian (1997b: 24) eleva la cifra a más de 30 000 expulsados en los años setenta y ochenta.

14 El desarrollo de los acontecimientos a lo largo de los años setenta es detallado de forma exhaustiva por Robledo (1997: 60-67). La revitalización de conflictos políticos precedentes empieza a finales de esa década, cuando llega a la alcaldía local el profesor Mariano Gómez Pérez, promovido por católicos, evangélicos y dirigentes de otras zonas del municipio anteriormente relegados. Pero el apoyo de las autoridades indigenistas estatales permitió a los caciques tradicionales recuperar el poder en las elecciones municipales siguientes. Desde ese momento, con el fin de acabar con la oposición política en su contra, los caciques procedieron a expulsar violentamente a los catequistas católicos, a los evangélicos y a los afiliados al Partido Acción Nacional (Viqueira, 1998: 234). Algunos datos más concretos se pueden encontrar en un documento popular recogido por Manguen. García de León e Ichín (1980: 19-20), donde se relata que el sábado 14 de agosto de 1976, por "motivo religioso" y de "defensa de la religión tradicional", se persigue a 250 adventistas "que enseñan la abstención del alcohol" y a 630 familias presbiterianas y 50 católicos por "ofender a San Juan" y poner en duda que dicho santo "tenga sangre". Se mencionan como delitos, el saqueo de casas, golpes, dos violaciones a mujeres e invasión de la comunidad La Cañada y una colonia de Zinacantán para capturar a los nuevos conversos. Las autoridades de Chamula respaldaron la acción y el gobernador y subgobernador regionales decidieron no intervenir por considerar que se trataba de un "asunto religioso". La Iglesia, por su parte, condenó la violencia acontecida en nombre de la religión.

15 La situación marginal compartida por los disidentes después de las expulsiones posibilitó que las confesiones católicas y protestantes se unieran en una misma lucha por el retorno a sus tierras o en defensa de sus hermanos forzados al exilio. El Comité de Refugiados Indígenas de los Altos de Chiapas (CRIACH) los aglutinó con este fin.

16 Al parecer, con el paso de los años, los nuevos asentamientos en torno a San Cristóbal de las Casas se han vuelto cada vez más estables, en gran medida debido a la nueva identidad religiosa adquirida y a su refuerzo del sentido comunitario. Esta situación, según se nos comunicó personalmente, habría ido atenuando poco a poco la voluntad de regreso a las comunidades originales o, al menos, el ímpetu inicial de protesta y reclamaciones hacia las autoridades estatales y federales en este sentido. Con todo, la solución a los problemas de las expulsiones, concretamente de San Juan Chamula, se explicaría por la importancia económica, capacidad organizativa y presión política crecientes de los exiliados (García, 1997: 119; nota 12). Esto habría tendido a equilibrar la correlación de fuerzas en la localidad, obligando a las autoridades municipales a detener momentáneamente las expulsiones y a declarar, por ejemplo, que aceptan la construcción de un templo evangélico en Chamula.

17 En este ámbito, se ha señalado el posiciona-miento "progresista" o "izquierdista de ciertas iglesias protestantes históricas (como las metodistas y presbiterianas), o el hecho de que algunos de sus pastores hayan sido presidentes municipales o se hayan convertido en destacados dirigentes de movimientos sociales independientes (Víqueira, 1998: 235). El elemento aglutinador de las expulsiones ha permitido incluso la "insólita" aproximación entre protestantes y zapatistas (Cantón, 1997a: 167-168), para rebelarse, junto con los catequistas católicos, contra una misma situación de marginación y privación de derechos. Al parecer, en la misma zona zapatista muchos miembros de confesiones presbiterianas y pentecostales forman parte de las filas insurgentes, contrariamente a lo que proponen los discursos de sus pastores (García, 1997: 113-116).

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