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versión impresa ISSN 0185-013X

Foro int vol.63 no.1 Ciudad de México ene./mar. 2023  Epub 17-Mar-2023

https://doi.org/10.24201/fi.v62i3.2923 

Artículos

El autoritarismo presidencial en México. Entre la tradición y la necesidad

Presidential authoritarianism in Mexico. Between tradition and necessity

Autoritarisme presidentiel au Mexique. Entre tradition et nécessité

Rogelio Hernández Rodríguez1 

1El Colegio de México, rhernan@colmex.mx


Resumen

El presidente Andrés Manuel López Obrador ha desarrollado un gobierno que pretende regresar a los orígenes revolucionarios y resolver los problemas sociales. Su política social ha estado basada en el desmantelamiento institucional y, en ocasiones, legal del sistema político y gubernamental, pero no ha sido el único en la historia nacional. Antes que él, lo han hecho Luis Echeverría y Carlos Salinas. Este artículo propone que no se trata solamente de voluntarismo personal, sino de una tradición y necesidad históricas: la construcción de una autoridad central que resuelva los problemas y las recurrentes fallas de los programas económicos que profundizan los desequilibrios sociales.

Palabras clave: presidencialismo; autoritarismo; voluntarismo político; Andrés Manuel López Obrador

Abstract

President Andrés Manuel López Obrador has built a government that looks back to Mexico’s revolutionary origins to resolve social problems. Its social policy has been based on the institutional, and sometimes legal, dismantling of the political and governmental system, not for the first time in the nation’s history. Prior to him, Luis Echeverría and Carlos Salinas pursued similar policies. This article proposes that it is not about personal voluntarism, but a historical tradition and necessity: the construction of a central authority who resolves problems and the recurrent failings in the economic programs that deepen social imbalances.

Keywords: presidentialism; authoritarianism; political voluntarism; Andrés Manuel López Obrador

Résumé

Le président Andrés Manuel López Obrador a formé un gouvernement qui entend revenir à ses origines révolutionnaires et résoudre les problèmes sociaux. Sa politique sociale s’est appuyée sur le démantèlement institutionnel et, parfois, juridique du système politique et gouvernemental, mais il n’a pas été le seul dans l’histoire nationale. Avant lui, Luis Echeverría et Carlos Salinas l’ont fait. Cet article propose qu’il ne s’agit pas seulement d’un volontarisme personnel, mais d’une tradition et d’une nécessité historique: la construction d’une autorité centrale qui résout les problèmes et les échecs récurrents des programmes économiques qui creusent les déséquilibres sociaux.

Mots clés : présidentialisme; autoritarisme; volontarisme politique; Andrés Manuel López Obrador

El gobierno de Andrés Manuel López Obrador (2018-2024) ha revivido las críticas sobre el populismo debido a su excesiva atención a los “pobres”, el “pueblo”, los “necesitados” que, desde su punto de vista, han sido permanentemente desatendidos por las administraciones anteriores, en especial desde los años ochenta del siglo pasado, y las últimas, tanto del pan como del PRI, que alcanzaron el poder gracias a la alternancia. El énfasis se ha puesto en el uso del gasto público, no sólo el dirigido específicamente a los aspectos sociales, sino también al de infraestructura, que se critica tanto por su dudosa utilidad como por su clara intención política y electoral. Las críticas se han centrado en el populismo, más o menos frecuentes en varios países, tanto del mundo desarrollado como de América Latina y que, en el caso de México, cuenta con antecedentes desde los años setenta.

La crítica, si bien en más de una ocasión ha advertido la tendencia del gobierno a desmantelar instituciones, se ha atribuido más a un rasgo personal del mandatario, a su trayectoria e ideología, que a una característica estructural del sistema político o, quizá con más seguridad, a una tradición histórica mexicana. De hecho, el desmantelamiento de instituciones ha sido una condición para que el Ejecutivo, encabezado por López Obrador, disponga sin obstáculos de los medios necesarios para hacer realidad su proyecto de supuestos beneficios sociales. En la combinación de destruir instituciones y dirigir el gasto público a sus proyectos, se encuentra el voluntarismo y la personalización de la política. Más allá de ser un rasgo individual que caracteriza al presidente en turno, la personalización de la política revela una tendencia asentada en México a fortalecer la autoridad para vencer obstáculos políticos y económicos, que se encuentran lo mismo en personajes identificados con los beneficios sociales, como Lázaro Cárdenas, Luis Echeverría o López Obrador, que con las correcciones económicas, dirigidas a evitar fallas y excesos que llevaron al descontrol presupuestal y fiscal, como lo hizo en su oportunidad Carlos Salinas de Gortari. Todos ellos, al margen de su posible inclinación de izquierda o derecha, reclamaron libertad personal o, cuando mucho, de la presidencia de la República, para poner en práctica sus correcciones. El México que recibieron se encontraba en una situación crítica (fundamentalmente económica) y su solución requería de medidas extremas que, primero, el mandatario era el único que entendía en su real magnitud, y segundo, la estructura institucional, ya fueran limitaciones legales o políticas, le impedía hacerlo con la prontitud y eficacia requeridas. Lo mismo Echeverría que Salinas o López Obrador han actuado por encima de los límites institucionales porque han estado persuadidos de que tienen la razón y de que esos límites son, en la práctica, limitaciones para hacer realidad su proyecto.

El personalismo, por más que sea frecuente en política y en México,1 solamente ha prevalecido en la presidencia en situaciones marcadas por las crisis económicas y sociales. En 1970, el agotamiento del exitoso desarrollo estabilizador, cuyas repercusiones fueron, en primera instancia, económicas, pero también políticas y sociales, llevó a Echeverría a declarar el cambio de modelo por uno que se preocupara no sólo del crecimiento, sino de los beneficios sociales. En 1988, la necesidad de consolidar el cambio económico, iniciado un sexenio antes y basado en la racionalidad y el equilibrio presupuestal, llevó a Salinas a imponer programas, recursos e incluso instituciones para evitar que los años del gasto desproporcionado regresaran. Desde 2018 esas restricciones y su evidente incapacidad para promover el desarrollo y con él, el bienestar de amplios sectores de la sociedad, ha llevado a López Obrador a revivir un presidencialismo excesivo, eliminando organismos, modificando las leyes (con el auxilio de un Congreso dominado por su partido) y, sobre todo, a colocarse personalmente por encima de las instituciones, las leyes y cualquier límite formal del sistema.

Esta coincidencia en el comportamiento, con plena independencia de la interpretación ideológica (populista en Echeverría y López Obrador, tecnocrática o “neoliberal” con Salinas) tienen una fuerte raigambre histórica y política en el país que se alienta, se refuerza o disminuye hasta prácticamente desaparecer, dependiendo del éxito de los programas económicos y del relativo mejoramiento de las condiciones sociales. Motivaciones económicas, sin duda, pero también un añejo principio que busca la imposición de la autoridad, del poder casi ilimitado, para garantizar el orden, la aplicación de los programas económicos y sociales, y que sólo un individuo, dotado de cualidades particulares, logra entender y diseñar. El personalismo, presente en cualquier parte del mundo como tentación autoritaria, en México está asociado a la construcción del poder, del orden, que ha dado lugar a un Ejecutivo fuerte y, en él, a un presidente que puede manejarlo con extrema voluntad si las condiciones, a su juicio críticas, lo exigen.

El principio histórico

En los años ochenta, Guillermo O’Donnell había advertido que, en varios países latinoamericanos, México incluido con Salinas, se presentaban mandatarios que si bien alcanzaban el poder mediante la competencia, la voluntad popular y, por ende, la legalidad, gobernaban de acuerdo con sus propios criterios que asumían, interpretaban el sentir y las necesidades de la población. No eran sujetos de un mandato en sentido estricto, sino dueños de un proyecto que debían desarrollar en beneficio, claro está, de la sociedad.2 El mismo O’Donnell reconocía que, si bien existían similitudes entre los presidentes de aquella época, las condiciones históricas eran distintas y favorecían en diferente medida esas manifestaciones. Aun si Perú no tenía el mismo grado de institucionalización que México, Fujimori podía actuar con semejante desdén legal que Salinas. Lo que era común, insistía O’Donnell, era la situación crítica, económica o política.

El grado de institucionalización era, indudablemente, relevante y en México ha estado siempre asociado a la construcción de una autoridad central, reconocida y aceptada por todos los actores sociales, más allá de su legalidad o, con mayor propiedad, del respeto que le muestren. Y puede encontrarse desde el siglo XIX. No es necesaria demasiada evidencia para demostrar que la falta de una autoridad central que construyera la nación fue la principal causa del desastre económico y político del país durante la mayor parte del siglo XIX. Desintegración territorial, atraso económico y la constante violencia que impedía la continuidad de los gobiernos, se acompañaron de los ensayos de constituciones que, como lo señalara Emilio Rabasa, uno de los más lúcidos analistas de la época, buscaban más perfección técnica que funcionalidad. Si bien los actores políticos de entonces se propusieron construir bases jurídicas que propiciaran esa autoridad, no lograron su respeto, en buena medida porque intentaron evitar los excesos que llevaban a las dictaduras. Como lo indicara Rabasa, la Constitución de 1856, sin duda la más avanzada de la época, diseñó un Ejecutivo sometido al Congreso, primero, porque sus autores se orientaban por las teorías democráticas de la Europa revolucionaria y, segundo, por la experiencia de Santa Anna. Al final, se diseñó una Constitución que buscaba la “democracia teórica” y no la “democracia posible”.3

Al someter al Ejecutivo a las veleidades del Congreso, los constituyentes hicieron imposible un gobierno eficaz y, lo más delicado, llevaron a que los presidentes no respetaran la Constitución o, cuando lo hacían, terminaran derrocados por una revuelta que imponía a un dictador. La Constitución era correcta pero inútil. Como lo señalaba Rabasa, la administración requería autonomía y facultades que no fueran controladas por el Legislativo si se quería un gobierno eficaz. Si la Constitución no lo proporcionaba, el resultado era su desconocimiento. Esa situación fue la que llevó a la dictadura de Porfirio Díaz, la cual buscó un “gobierno útil, activo y fuerte”, que no permitía la Constitución de 1856 y que, por tanto, aunque no fue derogada tampoco fue respetada.4 Díaz desarrolló una dictadura, al decir de Rabasa, democrática, que fue capaz de pacificar al país, integrarlo con estabilidad y propiciar el desarrollo.5 A pesar de que la dictadura violó constantemente la Constitución, logró ser aceptada no por la ley sino por la eficacia en sus resultados: prosperidad y paz social, aunque a un alto costo, porque Díaz asumió personalmente la conducción del país, pacificó los estados y controló el Congreso al decidir por sí solo las sucesiones y los representantes; modificó los reglamentos para una y otra vez reelegirse, e impuso el orden necesario, así fuera mediante la violencia, para crear el gobierno fuerte que exigía el desarrollo.6 La permanencia de la dictadura resultaba de la figura del dictador, su poder personal, no de la ley ni menos de las instituciones.7

Como el mismo Rabasa reconoce, la efectividad de la dictadura para lograr el gobierno fuerte, la autoridad central que tanto se buscó en las décadas anteriores, al no asentarse en la ley ni en las instituciones se volvió dañina. Para mantener la efectividad, se necesitaba darle sustento legal, es decir, diseñar una Constitución que no sometiera la capacidad administrativa del Ejecutivo al Congreso; se necesitaba una Constitución que no repitiera los errores de la de 1856, teóricamente perfecta pero inaplicable en una sociedad desordenada y desintegrada, que necesitaba un auténtico poder.8

Los excesos y abusos de la dictadura ocasionaron el movimiento revolucionario que, muy al margen de las múltiples demandas que lo motivaron, se propuso darle al país libertades políticas, en especial en cuanto a la elección de los gobernantes, y beneficios sociales y económicos a la población, lo que sólo podía alcanzarse mediante la promoción del desarrollo económico. Como lo han expuesto Córdova y Meyer,9 la Revolución tuvo el acierto de construir la autoridad central, el gobierno fuerte, basado como lo pedía Rabasa, en la ley y la Constitución y no en la persona del gobernante. La Revolución dio paso a un sistema político en el que el Poder Ejecutivo podía contar con los recursos suficientes para desarrollar el gobierno, es decir, sus tareas administrativas, aunque supervisado por un Congreso con suficientes facultades para controlar los posibles abusos.

Para Córdova, al igual que para Rabasa, la Constitución de 1856 “irracionalmente” se opuso al principio de autoridad, lo que llevó al desastre. Después del porfiriato quedó claro que se necesitaba el gobierno fuerte y no una persona que impusiera el orden, acabara con la violencia y creara las instituciones necesarias que garantizaran el desarrollo económico. La Constitución de 1917 creó esa autoridad y reconoció al Ejecutivo como poder capaz de cumplir con el desarrollo, además de dotarlo con los recursos necesarios para controlar el gobierno, el aparato administrativo y la aplicación de las políticas económicas,10 de todas formas la Constitución, al final deudora de la de 1856, no anuló al Congreso, por el contrario, lo facultó para vigilar el presupuesto al revisar y aprobar las leyes de ingreso y egreso; el gasto público en general, lo mismo social que de infraestructura y, de manera significativa, controlar las políticas de energía e inversión, lo que ha significado, hasta la actualidad, decidir la aprobación de cualquier cambio estructural que promueva el Ejecutivo. La Constitución creó al Ejecutivo fuerte en lo administrativo y políticamente sometido a la aprobación del Legislativo, un presidencialismo sin atribuciones para controlar la legislación, a menos de que consiguiera la homogeneidad política y partidaria en el Congreso lo que, como bien se sabe, se logró durante el largo dominio del PRI que, en la práctica, anuló la autonomía del Congreso y fortaleció políticamente al Ejecutivo.11

La carta magna de 1917 creó, en palabras de Córdova, el “Estado fuerte” que necesitaba el país y cuya actuación recordaría al porfiriato, la diferencia era que se fundaba en el derecho para imponer el orden. Creó al Estado como poder central y al gobierno como eficaz administrador.12 El presidencialismo mexicano, diría más tarde Córdova, no es un capricho o una creación malvada de los gobernantes sino el resultado histórico de la necesidad de imponer orden. Fue la “necesidad de gobernar” lo que fundamentó el presidencialismo13 y por ello el artículo 27 constitucional define al sujeto político que puede configurar la propiedad. La propietaria original del territorio, como bien lo advierte Córdova, es la “nación”; ella crea y condiciona la propiedad privada y, gracias a ese principio jurídico, puede repartir la tierra como principal problema social y económico del porfiriato, en beneficio del “pueblo”. Lo medular es que no se define quién o qué es la nación y, por más que parezca que también es el pueblo, no constituye un sujeto identificable, de ahí que la Constitución reconozca que el representante de la nación es el Estado y, concretamente, el Poder Ejecutivo, que al final personifica el presidente de la República.14 La secuencia lógica es importante porque revela que la búsqueda de la autoridad, el centro de toda la historia nacional previa, no terminaba en la elaboración de una Constitución posible, que cimentara un Estado y un gobierno, sino que se personificaba en el presidente de la República. El fundamento histórico tiene sentido porque esta práctica ha investido de poder, en ocasiones incontrastable, al presidente y no sólo a la institución llamada Poder Ejecutivo. Como intérprete y sujeto de acción política, basado en la ley, el presidente puede tomar decisiones que estime adecuadas en nombre de la nación, el pueblo y la misma Constitución. La ansiada autoridad central no necesariamente se asentó en las instituciones, sino que abrió la posibilidad de que el jefe del Ejecutivo asumiera el papel de único intérprete de las necesidades de la nación y del pueblo. Si ese jefe del Ejecutivo cuenta con los apoyos políticos necesarios, puede actuar con casi total libertad para imponer el rumbo al país y también diseñar las reformas que considere necesarias, claro está, en atención de las necesidades del pueblo.

El mandato revolucionario

La Revolución no sólo se hizo, por más que ese fuera el propósito maderista, para expulsar a Díaz y establecer la democracia electoral. Se produjo fundamentalmente por las condiciones sociales de explotación y, por ende, la necesidad de resolver las necesidades sociales y económicas de la población. Ese propósito solamente podía conseguirse mediante el desarrollo económico que, debido a las condiciones de la época, no propiciaría el libre mercado sino la conducción del Estado.15 El desarrollo y el bienestar social fueron obligaciones del Estado posrevolucionario, mandatos que el movimiento armado y la Constitución de 1917 le impusieron. Así, la búsqueda histórica de la autoridad se relacionó indisolublemente con una nueva y fundamental responsabilidad: el desarrollo económico. No fue una vinculación que resultara del azar, sino de la misma circunstancia histórica. La única manera de que se promoviera el desarrollo era dotar al gobierno de recursos y facultades para ello, crear el sustento jurídico y las instituciones que le permitieran al Estado cumplir con su tarea revolucionaria. Esta responsabilidad estuvo siempre por encima de cualquier condición política y, por el contrario, limitó los alcances de las demandas democráticas.

Esta condición impuso limitaciones políticas relevantes. De la misma manera que en el siglo XIX la Constitución de 1856 era inaplicable por las circunstancias sociales del país, la democracia liberal era imposible en el siglo XX. Si, como lo dijera Rabasa, era indispensable una “democracia posible”, no teórica o ideal, para Pablo González Casanova no podía ser la liberal, basada en la competencia y la posibilidad de la alternancia, sino “una democracia efectiva, que es el desarrollo económico”.16 La política en general y, en particular, los programas gubernamentales, como responsabilidad suprema del Estado, deben estar supeditados al desarrollo económico. El libro de González Casanova, por más de una razón clásico en el análisis político y social de México, no impone como premisa básica de la democracia sus contenidos políticos, sino el crecimiento material del país y su “distribución más equitativa”,17 de tal manera que “la estructura del poder” en México, traducible en el sistema político, debe propiciar el desarrollo económico y social. Por eso, admite González Casanova, el “tipo de democracia” es condición obligada del desarrollo.

En la misma lógica de Rabasa y de Córdova, González Casanova reconoce que el régimen presidencial ha sido, y debe continuar siendo, funcional a la estabilidad política y al desarrollo, porque ha concentrado recursos y los ha aplicado racionalmente para promoverlo. Ha sido el régimen adecuado dadas las condiciones de México como país subdesarrollado que impone obligaciones y determina medios propios. Para este autor, el Poder Ejecutivo fuerte eliminó los obstáculos de cualquier otro sujeto político o económico, lo mismo el Poder Legislativo que el caudillismo al clero o el empresariado.18 Gracias a que el Estado es fuerte y el Ejecutivo autónomo, ha sido posible resolver las necesidades de la sociedad, de ahí que habría sido “insensato” empeñarse en alcanzar en México la democracia clásica, liberal, que incluye lo mismo el equilibrio de poderes que la competencia irrestricta, porque habría permitido que fuerzas políticas contrarias al proyecto histórico llegaran al poder y lo desviaran.19

Para González Casanova el problema no se encuentra en que México no tenga una democracia liberal, porque existe una que es práctica y funcional, que se corresponde a las necesidades históricas. El problema es que no ha conseguido el desarrollo indispensable, de ahí que la solución no se encuentre en permitir la competencia, sino en que se amplíe “la democracia interna dentro del propio partido gubernamental”, que permita una mayor inclusión social y, en consecuencia, que preserve la “experiencia nacional” de la “propia clase gobernante y, sobre todo, de los grupos políticos e ideológicos más representativos de la situación nacional”.20

El autor no sólo no considera factible una real democracia, sino que no cuestiona en lo más mínimo la utilidad del presidencialismo, por el contrario, asume que esa autoridad es decisiva para hacer realidad el desarrollo económico y social. Más aún, considera que las condiciones políticas, incluido el dominio de un solo partido, deben continuar.

No era nueva la interpretación. González Casanova la formula, con una amplia investigación social y económica en 1965, pero ya antes había sido presentada por Daniel Cosío Villegas en un artículo publicado en 1947, famoso no por cuestionar la política ni la manera de practicarla, sino por el incumplimiento de los mandatos de la Revolución. En su artículo La crisis de México, explica que las metas de la Revolución se han agotado a tal grado que el término mismo de revolución “carece de sentido”.21 Los propósitos sociales y políticos no se han cumplido a cabalidad, en especial, los económicos y sociales. La desigualdad se ha profundizado y la riqueza se ha concentrado, con lo cual el pueblo se ha visto perjudicado, contrario a los objetivos revolucionarios. Era una crisis “política y moral” que, sin embargo, no se solucionaría con una democracia al estilo clásico porque, en el mismo razonamiento que González Casanova desarrollaría veinte años más tarde, Cosío advierte que la competencia electoral llevaría a entregar el poder a la derecha, porque la izquierda (nunca identificada por él) estaba corrompida, y al llegar una opción contraria a la Revolución detendría las políticas sociales. La única alternativa, reconoce, es que “de la propia Revolución salga una reafirmación de principios”.22

Ni Cosío Villegas ni González Casanova pensaban que la democracia liberal fuera posible y, por el contrario, que el Estado debía reafirmar su responsabilidad histórica, surgida de la Revolución y, fundamental porque ha sido determinante en los ciclos políticos del país, que esa reafirmación debían realizarla los políticos del sistema. Ante los incumplimientos de la Revolución no hay otro camino que recuperar sus propósitos y responsabilidades, no debe haber correcciones sino profundizar en las tareas y, por supuesto, no pueden llevarlas a cabo más que los convencidos de ellas. Durante el siglo XX, los cuestionamientos al sistema no fueron políticos, no cuestionaron ni las fallas democráticas ni el presidencialismo. Por el contrario, se aceptaron las primeras como necesarias dadas las condiciones de atraso del país, y se reconoció al segundo como medio indispensable para resolver los problemas. El centro de la crítica, que además se fundamenta en la Revolución, es construir el bienestar social que sólo es posible si se logra el desarrollo económico. El Estado, el gobierno y en particular el Poder Ejecutivo, tienen como tarea fundamental hacer realidad ese mandato, no importa si es o no democrático el sistema. En ese proyecto la función del Ejecutivo no resulta cuestionada, se reafirma su papel de autoridad reconocida y, más aún, se apela a ella para recuperar el rumbo perdido. Desarrollo económico y bienestar social son las metas que alcanzar, y el presidencialismo, el Ejecutivo fuerte, es el medio para conseguirlo. La historia nacional, que había impuesto la búsqueda de la autoridad, reforzará durante el siglo XX su importancia, encarnada en el jefe del Ejecutivo, para hacer realidad los beneficios sociales. Esa asociación será indisoluble y determinará los excesos de la arbitrariedad presidencial, ya sea que se logre el crecimiento o se agudicen las necesidades económicas. Las correcciones serán el resultado de una necesidad que, como en el pasado, debe aplicar la autoridad.

La reafirmación de la autoridad presidencial

En la historia política nacional predomina la idea de que hasta el gobierno de Lázaro Cárdenas hay una auténtica continuación de la Revolución y que, a partir del periodo de Miguel Alemán, se desvió, no sólo por el énfasis en la industrialización, sino por el fortalecimiento del sector privado. Cosío Villegas, Córdova y González Casanova, para recordar solamente a los tres autores ya citados, comparten plenamente esta idea, de ahí que todos insistan en que era indispensable regresar a los orígenes sociales y revivir el Estado de compromiso social. No deja de ser significativo que, a pesar de la prevalencia de esta idea, nunca haya sido más que una crítica académica y, si acaso, de algún partido ubicado genéricamente en la izquierda. Aunque hay varias razones que explican las limitaciones de la crítica, existe una por la cual fue siempre marginal y es el exitoso modelo económico que, con restricciones, fue capaz, durante al menos dos décadas, de generar riqueza nacional y un grado aceptable de distribución social que, en la práctica, demostró que el Estado posrevolucionario, incluido lo mismo Cárdenas que Alemán, era capaz de cumplir con el mandato del desarrollo económico.23

Los resultados económicos entre 1940 y 1970 revelan que el modelo aplicado hasta entonces fue exitoso. Lo mismo las cifras de crecimiento del PIB (que se mantiene en el 7% promedio anual), que los logros sociales (en particular en educación y salud) y de inversión pública, notablemente en infraestructura, generaron una sostenida aceptación social. Si en el pasado los aspectos políticos fueron subordinados a la eficiencia económica, en aquellas décadas fueron claramente pasados por alto. El poder presidencial fue el mismo que construyeran Calles y Cárdenas; los controles sociales se mantuvieron y la competencia política, si bien existía, era inofensiva, lo que fortaleció el dominio absoluto del PRI. Las fallas políticas podían ser aceptables a cambio de que hubiera certidumbre económica, distribución de beneficios y una comprobable expectativa de ascenso social.

El éxito económico, lejos de auspiciar la crítica y la oposición al sistema que eventualmente llevarían a desafiar el dominio priista, fue el fundamento para que se profundizara la concentración de poder y se fortaleciera la figura del jefe del Ejecutivo. Si bien las deficiencias en la competencia política que protegieron el dominio priista exhibían una obvia carencia democrática, ayudaron a fortalecer el presidencialismo. La Constitución de 1917 no concede atribuciones excesivas al Ejecutivo, por el contrario, le otorga al Legislativo facultades para vigilar y corregir los potenciales abusos presidenciales. Mientras el Ejecutivo tiene solamente libertad para integrar su gabinete y aplicar las políticas gubernamentales (el gobierno fuerte que demandaban Rabasa y Córdova), el Congreso puede legislar en todas las materias económicas y sociales, puede intervenir en la recaudación, configurar el ingreso y el gasto y, mediante el Senado, supervisar y controlar, en su caso, los posibles excesos del Ejecutivo.24

El Ejecutivo no tiene facultad alguna para modificar la Constitución y menos para imponer cambios estructurales que alteren las políticas económicas sustantivas. La única manera de que el Ejecutivo pueda introducirlas es que controle al Congreso, es decir, que su partido obtenga también la mayoría legislativa. Como lo señaló Carpizo en los años setenta y más tarde fue confirmado por otros autores, la fortaleza del Ejecutivo mexicano depende fundamentalmente de que consiga la mayoría legislativa por la vía electoral.25 Con un Congreso dividido o sin mayoría, el Ejecutivo solamente puede administrar, no imponerse políticamente. Fue el dominio del PRI, en ese y otros terrenos, lo que hizo posible que el presidente se convirtiera en el centro de decisión política que podía fácilmente incurrir en excesos. La fortaleza del Ejecutivo se asoció al éxito económico y reafirmó la vieja exigencia de una autoridad reconocida. Lejos de cuestionarse el predominio presidencial, se le reconoció como necesario y efectivo para conseguir el desarrollo y los beneficios sociales. La autoridad, profundamente arraigada en la sociedad mexicana, adquirió aceptación social gracias al desempeño gubernamental. Más aún, pareció legítimo que un presidente con poder manejara el gobierno con tal efectividad que hiciera realidad las tareas revolucionarias. No sólo fue la crítica académica, ejemplificada en los escritos de aquella época, la que aceptó ese presidencialismo, sino la misma sociedad; todo ello postergó sistemáticamente el cambio político. Como lo reconociera González Casanova en los años ochenta, la estabilidad política en México era uno de los logros más apreciados, aunque no dependía de la competencia y menos aún de la democracia, sino del desempeño económico.26

La democracia seguía siendo una tarea pendiente porque la oposición era incapaz de disputar el poder, en el terreno electoral, sumamente condicionado, y porque era incapaz de presentar una alternativa convincente a la población. Los partidos opositores, cualquiera que fuera su orientación ideológica, solamente articulaban críticas que servían al Estado para reformular políticas y aportaban un testimonio de competencia electoral que, además, les proporcionaba algunas posiciones marginales. Sin un discurso distinto al oficial y, sobre todo, sin argumentos para disputar el dominio del partido y la eficacia gubernamental, la oposición era inofensiva. Para González Casanova, más importante que la inequidad electoral era el hecho de que la sociedad “habla el lenguaje oficial” y participa de los mitos nacionales que, al final, habían construido una “cultura política” que se articulaba en torno a la ideología revolucionaria, en la cual el Estado y el Ejecutivo fuerte, surgidos de ella, habían sido determinantes. Gracias a la conducción del presidente de la República, el Estado cumplía las metas revolucionarias.27 La relevancia del Ejecutivo era tanta, que solamente él podía corregir las fallas, los incumplimientos y, en su caso, recuperar el rumbo de la Revolución.

Las críticas al sistema, por más que se formularan desde los años cuarenta y se intensificaran en los setenta, no tuvieron repercusiones importantes hasta que el desarrollo económico llegó a su fin, al terminar la sexta década del siglo pasado. Y no fue la oposición la que corrigió el rumbo, sino un presidente que, como lo vaticinaran Cosío Villegas y González Casanova, saldría de las filas revolucionarias para reivindicar aquellos viejos propósitos.

Los incumplimientos y las correcciones

Gracias al desarrollo económico y los beneficios sociales que se habían distribuido, el Ejecutivo, como institución, y el presidente, como líder nacional, se habían limitado al papel previsto por la Constitución y el sistema, de autoridad indiscutible en el control de la administración y del gobierno. Hasta 1970, los presidentes habían sido previsibles, unos más populares, otros más arbitrarios, pero ninguno había intentado modificaciones sustanciales en el país. No lo habían hecho simplemente porque no eran necesarias las reformas, toda vez que el proyecto de nación se había cumplido en lo político y lo económico. Y aunque la desigualdad social era un hecho, no fue tan grave para cuestionar los fundamentos políticos del sistema. Esa condición se alteró al finalizar la sexta década, cuando el modelo económico se agotó y, con él, los beneficios sociales. El viejo reclamo de una autoridad que modificara el rumbo reapareció y, como era previsible, encarnó en una generación del sistema y en un presidente capaz de interpretar esa necesidad.

El desarrollo estabilizador no fue criticado por su eficacia en cuanto al crecimiento ni tampoco por su racionalidad, sino por sus resultados sociales. Para la nueva generación de políticos, encabezada por el presidente Luis Echeverría, el modelo había conseguido el crecimiento, pero a costo de atrasos sociales prácticamente en todos los campos que, además, habían ocasionado los graves problemas sociales de los años sesenta.28 La propuesta presidencial fue sustituir ese modelo por otro que, al tiempo que garantizara el crecimiento, fuera capaz de satisfacer las necesidades sociales postergadas. Se trataba de recuperar el gasto social y no sólo la inversión y los apoyos a la industria que, además de inequitativos, habían fortalecido a la iniciativa privada. Como lo expresaron con claridad los principales exponentes de esa propuesta, en el gobierno y fuera de él, se trataba de una auténtica disputa por la nación en la que estaba en juego el compromiso social, histórico del Estado mexicano por recuperar su identidad o para incorporarse a una economía internacional dirigida a las ganancias y los intereses privados.29

Echeverría fue en su momento el líder que podía regresar a los orígenes sociales al Estado mexicano. Como lo dijera Córdova, Echeverría representaba “la autocrítica del régimen de la Revolución”30 debido a que se propuso resolver la desigualdad y el abandono sistemático de los principios revolucionarios que había estado ocurriendo. En 1970, la vieja critica que se expresara treinta años atrás acerca del olvido de las metas sociales, cobró vigencia debido a las carencias de un amplio sector de la sociedad. Dejó de ser la demanda por una revisión social, como lo plantearan Cosío Villegas y González Casanova, para hacer un profundo replanteamiento que regresara a los orígenes y que sólo podía encabezar el presidente. La disputa, en esencia económica, se convirtió en política, porque obligaba al Estado a definirse en cuanto a programas económicos y también políticos: los sectores desprotegidos o los sectores favorecidos que, en el fondo, traicionaban los principios de la Revolución.31

De nuevo se presentó la necesidad de una autoridad que corrigiera el rumbo. No obstante, la corrección, tal como había sido vaticinado, no dependía del fortalecimiento de la democracia o de la competencia electoral, sino de la voluntad de los políticos convencidos y comprometidos con los principios de la Revolución. El alineamiento que hubo con las propuestas de Echeverría de parte de académicos, intelectuales y políticos de la época (incluida una buena parte de la izquierda militante), al menos en los primeros años, revela que, como lo dijera González Casanova, el discurso oficial seguía teniendo vigencia y el cambio solamente podía provenir del mismo partido dominante que, obligado por las circunstancias, regresara a los orígenes. El resultado, sin embargo, no fue para nada el esperado, porque la economía no se recuperó y tampoco se cumplieron las metas sociales, sin pasar por alto los graves conflictos políticos que caracterizaron el sexenio y que fueron ampliamente imputables a la acción presidencial. Lo importante a subrayar es que el presidente no vaciló en asumir plenamente su papel de líder, capaz de imponer los cambios, aun cuando con ello pasara por encima de las instituciones.

El voluntarismo de Echeverría, demostrable en el manejo económico y la política interna, en sus frecuentes intervenciones personales, que lo convirtieron en un activo participante y no sólo en el jefe del Ejecutivo, llevaron a que la mayoría de sus primeros adeptos se desilusionara. Si para Córdova, Echeverría no estuvo a la altura de los desafíos para recuperar el rumbo de la Revolución, precisamente porque le faltó voluntad y autoridad política,32 para Cosío Villegas demostró que en el país no había instituciones que sostuvieran el poder: ni poderes, ni partidos, ni competencia, ni opinión pública crítica. Para Cosío, “el presidente tiene un poder inmenso [ y] es inevitable que lo ejerza personal y no institucionalmente”.33 Esta manera de gobernar no era nueva. Echeverría no la inauguró, simplemente la fortaleció en medio de las necesidades económicas y políticas de la época. Lo relevante es que, al margen de esas condiciones, fue posible porque potencialmente está prevista por la Constitución, la naturaleza del sistema y la tradición histórica de imponer la autoridad encarnada en la presidencia.

La corrección al populismo

Aunque José López Portillo no tuvo, al menos en los primeros cuatro años, un protagonismo similar al de Echeverría y, por el contrario, intentó disipar los temores por su regreso, sí mantuvo, y en más de un aspecto profundizó la intervención del Estado y, sobre todo, el gasto público, esta vez basado en los excedentes petroleros. Al final, López Portillo no logró controlar la crisis económica, con componentes internacionales e internos, y terminó su periodo en medio de una crisis política que se agravó por su intempestiva decisión de nacionalizar la banca, otra demostración de exceso presidencial que podía incluso pasar por la adecuación oportuna de la Constitución.

Ambos problemas fueron enfrentados por su sucesor, pero Carlos Salinas, quien tomara el poder en 1988, fue el que llevaría las correcciones políticas y económicas a su máxima expresión. Las correcciones fueron severas y lo sorprendente es que se aplicaron en nombre de la Revolución, el pueblo y el bienestar de la sociedad, aunque se hicieron con medidas que eran contrarias a las que esa ideología postulaba. Fue una reivindicación de la “auténtica” Revolución, trastocada por el priismo tradicional, que perjudicaba en realidad al pueblo y que se basaba en la interpretación y voluntad del nuevo mandatario.

Para Salinas el problema inmediato era, sin duda, económico y podía resumirse en el déficit fiscal, el endeudamiento externo e interno, el gasto sin control, que había ocasionado el estancamiento económico y dañado severamente las condiciones de vida de los sectores populares.34 La corrección, además de necesaria y severa en el terreno económico, suponía también un replanteamiento de las tareas y responsabilidades del Estado, económicas y sociales, así como de sus fundamentos ideológicos. Las consecuencias económicas provenían de las acciones deliberadas de actores políticos y sociales incrustados en el PRI, que se habían apropiado de la ideología, propósitos y definición de la Revolución Mexicana y que habían fundamentado el populismo desde la administración pública, el partido y el control de las organizaciones sociales: un nacionalismo basado en contra de Estados Unidos, en la economía cerrada, con un partido único que sometía y manipulaba a las organizaciones populares, y que fomentaba un Estado propietario, grande, paternalista, ineficaz política y económicamente y, en la práctica, contrario a la Revolución y el bienestar social. El Estado propietario, dominado por una burocracia corrompida, manejaba el presupuesto y el gasto de manera discrecional y siempre con el propósito de controlar y manipular a los sectores populares.35

El priismo y la burocracia entendían la justicia social como paternalismo y clientelismo, y para ello utilizaban los programas gubernamentales, promovían el caciquismo y derrochaban el presupuesto. Su idea de la Revolución y de las responsabilidades del Estado eran por ello populistas y habían probado que al aplicarse sin control podían ocasionar la pobreza, la desigualdad y las crisis económicas que, a su juicio, claramente se encontraban en los gobiernos de los años setenta.36 El populismo había llevado a un Estado que no podía estructuralmente cumplir con sus verdaderas tareas y, por ello, demandaba una profunda reforma institucional que mejorara su desempeño y le permitiera, al fin, cumplir con la responsabilidad que la Revolución le había conferido.

La reforma del Estado que promovió Salinas buscaba terminar con la burocracia y los dispendios y, para conseguirlo, se proponía reducir su tamaño mediante la privatización, la desregulación administrativa, la simplificación jurídica, descentralizar funciones antes federales, reformar la legislación en el campo, el sistema de educación, reconocer la libertad religiosa y los derechos humanos, racionalizar el presupuesto público, mantener el ajuste fiscal, liberar a las organizaciones sociales, mejorar la competencia electoral, la estructura, funciones y tareas del PRI y, por supuesto, establecer acuerdos comerciales abiertos que estimularan la competencia.37 Para Salinas, el Estado populista, que desde fines de la Revolución se estableció en México, no cumplía ni podía cumplir con las responsabilidades y el espíritu mismo del movimiento porque, lejos de lograr la justicia social, profundizaba la desigualdad y desprotegía al pueblo. La reforma era política e ideológica y, al aplicarla, tendría consecuencias económicas que, finalmente, lograrían el verdadero bienestar social. Dicho de otra manera, para conseguir los fines de la Revolución había que rediseñar el sistema y los fundamentos políticos que en su nombre se habían construido y sólo habían dañado a México.

Lo relevante de la propuesta de Salinas no era su radicalismo y profundidad, sino que no cuestionaba ni la Revolución ni sus propósitos, por el contrario, al igual que sus antecesores, Salinas invocaba la Revolución y cimentaba su programa precisamente en ella, aunque anulando el fundamento de todos sus principios: el Estado benefactor y el gasto público. Todo en nombre del pueblo y de su bienestar. Mientras para sus antecesores ese bienestar se conseguiría con un Estado interventor, para Salinas solamente se lograría con un Estado mínimo, que se ocupara de lo sustantivo y que abandonara su definición paternalista que para él era la verdadera función del Estado posrevolucionario. El nacionalismo, impulsado por los gobiernos desde los años treinta, había tergiversado los auténticos ideales del pueblo y sus movimientos populares, de tal manera que traicionaba a la Revolución. La verdadera interpretación se encontraba en el liberalismo social, creado por los liberales en el siglo XIX, fortalecido durante la Revolución, en especial por Ricardo Flores Magón, Francisco J. Mújica y Lázaro Cárdenas y, sobre todo, inspirado en el “caudal de las luchas populares” de México, en el “pueblo”, que había protagonizado los movimientos libertarios.

El liberalismo social demandaba que el pueblo actuara por sí solo, con organizaciones independientes, que no controlara ni manipulara el Estado.38 Para Salinas, a pesar de que el liberalismo social había tenido ya cuatro etapas (siglo XIX, la Revolución, el cardenismo y las propuestas de Jesús Reyes Heroles como político en la administración pública y líder del PRI, así como sus explicaciones en su reconocida obra sobre el liberalismo mexicano), no había tenido éxito debido al populismo del siglo XX, exacerbado por Echeverría y López Portillo. Para concretarlo, era indispensable una quinta etapa, iniciada por su gobierno, que acabara con los excesos y reafirmara los propósitos revolucionarios.39 Por eso también demandaba acciones contundentes que eliminaran obstáculos y pudieran sobreponerse a la inercia, lo mismo en el partido que en el mismo gobierno. La reforma del Estado debía contar con decisiones firmes, las que impusiera el presidente de la República: sólo la voluntad del mandatario podía vencer las resistencias de estructuras y actores políticos.40

Ésa fue la excusa para que Salinas pasara por encima de las instituciones, personalizara la política y sobreexpusiera al Ejecutivo. Lo mismo fundó nuevos organismos (Instituto Federal Electoral, Comisión Nacional de Derechos Humanos, Comisión Federal de Competencia), que reformó la Constitución para darle autonomía al Banco de México, federalizar la educación y parte de los servicios de salud, la tenencia de la tierra, la nueva relación con la Iglesia, y negoció el Tratado de Libre Comercio para obligar a la competitividad internacional. Por si todo ello no bastara, añadió una ambiciosa reforma en el PRI, que lo mismo buscaba cambiar su ideología que modificar su composición y la estructura de su dirigencia, negoció resultados electorales que le evitaran conflictos y críticas, y quitó de su cargo, como ningún otro presidente, a 17 gobernadores que se oponían a sus proyectos o le ocasionaban problemas. Para movilizar al “pueblo” y darle libertad de organización, utilizó el gasto público, alimentado por los ingresos de la privatización, para establecer el Programa Nacional de Solidaridad, como medio para financiar obra pública, recuperar legitimidad, obtener apoyo electoral y respaldo personal. De nuevo el gasto público, pero esta vez no con el Estado interventor sino todo lo contrario, mediante el Estado que se desprendía de las empresas, vendiéndolas al sector privado, y empleaba los recursos obtenidos en beneficio del pueblo. El cambio radical solamente podía aplicarse con la voluntad personal del presidente de la República. Su actuación no fue, como él lo pensaba y declaraba, para fortalecer a las instituciones sino a la presidencia y su propia figura política. No es nada extraño que su sexenio terminara no en medio de una crisis económica, como en 1976 y 1982, sino política, con los asesinatos del candidato presidencial, del secretario general del PRI y el levantamiento del EZLN, manifestaciones violentas de un México del pasado que solamente demostraban la inoperancia de las instituciones.41

Fue la economía, la desigualdad, la falta de bienestar del pueblo y, sobre todo, el incumplimiento de los propósitos de la Revolución, las equivocadas acciones y omisiones del Estado surgido de ella, las que ocasionaron que un presidente de la República empleara la jefatura del Estado mexicano para reformar el sistema y recuperar, según su particular interpretación, el rumbo de la Revolución. Las consecuencias de su administración se prolongarían un largo periodo, particularmente las económicas, que fueron fielmente aplicadas por sus sucesores, lo mismo del pan que del PRI, entre 1994 y 2018. Ese programa, que reivindicó la racionalidad en beneficio del pueblo, logró la estabilidad económica, no el desarrollo, no el bienestar social, lo que ha dado lugar a una nueva rectificación y otra vuelta a los orígenes de la Revolución, a las luchas del pueblo y a una pretendida fiel interpretación de sus necesidades que, de nuevo, sólo puede hacer un hombre del sistema.

El regreso a la auténtica Revolución

La rectificación económica que diera inicio en 1982 y profundizara el gobierno de Carlos Salinas no continuó en los mismos términos, en buena medida porque al comenzar el siguiente sexenio se produjo una grave crisis financiera que nuevamente impuso la estabilización por encima del crecimiento. Desde entonces, la política económica se mantuvo prácticamente intocada, en particular, en el principio del control presupuestal. A pesar de que en el año 2000 tuvo lugar la ansiada alternancia en la presidencia de la República, y el partido ganador la retuvo por un sexenio más, el cual fue sucedido por una nueva generación de priistas; la política económica fue observada con notable disciplina, no sólo por el evidente convencimiento de los tres gobiernos, sino porque la política económica fue conducida por la misma elite tecnocrática que llegara al poder en los años ochenta. Si la observancia de la disciplina económica es relevante, en términos políticos, lo es más que con total independencia de la orientación ideológica de los partidos de la alternancia, pan y PRI, fue mantenida por la misma generación de economistas, altamente preparados y con amplio reconocimiento en el medio financiero internacional.

La estabilización se logró, sin duda alguna, y se debió al estricto control de las finanzas públicas y a la decisión de mantener el gasto público sujeto a ingresos y equilibrios razonables. La estabilidad se consiguió, no así el crecimiento ni menos aún el desarrollo, por el contrario, las bajas cifras de crecimiento, que durante 36 años (18 de los cuales fueron de alternancia política indudable) se mantuvieron en un promedio de 2% anual, apenas permitieron la administración de los problemas, un mínimo nivel de gasto y, sobre todo, atención a la inversión productiva. El gasto social fue limitado porque se le consideró subsidiario del equilibrio presupuestal y, en ese sentido, la prioridad siempre sería mantener las finanzas públicas sin déficit descontrolado para estimular la inversión, y solamente cuando el crecimiento fuera sostenible podría ampliarse al terreno social. El resultado fue el aumento de las desigualdades económicas y sociales que alentó, nuevamente, las críticas al modelo y la nostalgia por el pasado, en el que los gobiernos priistas mantuvieron vivas las responsabilidades de la Revolución.

Y, de nuevo, fue un político formado en esa tradición el que cerraría el ciclo tecnocrático, ideológicamente etiquetado como “neoliberal”.42 Andrés Manuel López Obrador, después de algunos intentos de alcanzar la presidencia, finalmente llegó a ella en 2018 con un triunfo formal y simbólicamente indiscutible. López Obrador hizo de la crítica al “neoliberalismo” su divisa política desde fines del siglo pasado: abusos y, en especial, incumplimientos sociales de aquellos gobiernos. A su favor estuvo el pobre desempeño económico de ellos, en particular el hecho de que lo mismo habían sido priistas que panistas. Era obligada la vuelta a los principios revolucionarios y era evidente que no podía ser el panismo ni el priismo, que había olvidado su origen y su compromiso con la justicia social, los que lo encabezarían, sino un visionario político formado en la tradición de aquel priismo comprometido.

Muchas han sido las declaraciones y discursos de López Obrador para justificar su programa, pero el que pronunció formalmente en su toma de posesión como presidente expone con claridad su pensamiento y propósitos.43 Para el nuevo mandatario, México vivía una grave crisis que se originó en el “modelo económico neoliberal” que se implantó desde 1982. Un modelo económico injusto y fallido, que ha producido desigualdad, concentración del ingreso, empobrecimiento, privatizaciones, corrupción extrema y la desviación de los propósitos de la Revolución y la responsabilidad del Estado. El presidente anunciaría el inicio de un “cambio de régimen político” y no solamente un ajuste formal, que por su trascendencia y profundidad constituye una radical transformación, la cuarta, en la secuencia iniciada por la Independencia y continuada por la Reforma y la Revolución. Cada una de ellas logró una meta: la soberanía nacional; el civilismo y la república, y la justicia y democracia. La cuarta, encabezada por él, convertirá “la honestidad y la fraternidad en forma de vida y de gobierno”. La secuencia de las tres etapas no es nueva ni López Obrador es el autor, sino Vicente Lombardo Toledano, y data de los años cuarenta, cuando formuló la mejor explicación posible del entonces exitoso régimen priista.44 López Obrador simplemente parafrasea las propuestas de Lombardo para cada etapa, lo significativo es que su cuarta no tiene metas políticas ni económicas, sino éticas: honestidad y fraternidad. De hecho, el mayor mal del “neoliberalismo” no es económico sino ético: es la corrupción y la impunidad que la acompañaron y a las cuales les atribuye nada menos que ser la “causa principal de la desigualdad económica y social”. De ahí que la transformación no sea económica en su esencia sino ética, pues si se acaba la corrupción se acabará la desigualdad.

Así lo expone en su discurso. Durante los años centrales del siglo pasado, el crecimiento y desarrollo fueron materialmente comprobables, con altas tasas del PIB, incluso en los años de Echeverría y López Portillo se cumplió con ello, pero al costo de serios desequilibrios como la inflación y el endeudamiento. De cualquier manera, durante el siglo XX el Estado cumplió con sus tareas sociales; el cambio tuvo lugar en 1982, cuando se abandonó al pueblo, se privatizaron las actividades y empresas del Estado, y se dio el apoyo a los sectores de mayor ingreso. El resultado, como declara el presidente, fue el empobrecimiento, la falta de producción agrícola y energética, la caída de los niveles sociales y del ingreso. Ante el fracaso económico, el descuido de las responsabilidades sociales y la corrupción, el Estado debe retomar el camino de la Revolución y “disminuir las desigualdades sociales”. El medio es, nada novedoso, utilizar el presupuesto y el gasto públicos para corregir las desigualdades, no como Echeverría y López Portillo lo hicieron, con inflación y endeudamiento, sino eliminando la corrupción en el gobierno, tan grande que, al desaparecerla, habrá suficientes recursos para aumentar el gasto social.

Un proyecto de tal naturaleza impone medidas radicales que, como en los viejos tiempos de Echeverría y Salinas, demandan voluntad y firme decisión del presidente. Y de nuevo, como ellos lo hicieron, López Obrador lo aplica para corregir el rumbo y beneficiar al pueblo, el mismo pueblo invocado por Echeverría y su némesis, Salinas. Si el Estado debe encargarse de resolver la desigualdad, ha de emprender reformas constitucionales que garanticen la soberanía nacional y, por encima de cualquiera, la energética, que recuperen el control educativo y, la parte medular, redirijan los recursos al pueblo mediante becas, empleos, pensiones, créditos y subsidios, disminución de sueldos a funcionarios y empleados del gobierno federal, eliminación de prestaciones “onerosas” (seguros de gastos médicos, cajas de ahorro, viajes, vehículos, publicidad) y reducción del aparato gubernamental.

López Obrador, al menos durante sus tres primeros años de gobierno, contó con la misma circunstancia política de sus antecesores priistas: la homogeneidad partidaria en los poderes Ejecutivo y Legislativo, lo que en la práctica significó uniformar las voluntades políticas, anular a la oposición y hacer del Congreso un subordinado de los deseos del presidente. Con la mayoría necesaria en las cámaras, López Obrador consiguió reformar la Constitución para echar abajo las reformas educativa y energética, sustituir o eliminar leyes y desaparecer, o al menos someter, a organismos autónomos mediante nombramientos de incondicionales. Dicho con simplicidad, hacer que la voluntad del presidente no fuera obstaculizada ni menos aún impedida. Decisión y voluntarismo, en los mismos términos que varios de sus antecesores que igualmente se convencieron de ser los que interpretaban al pueblo. López Obrador lo dijo claramente en su discurso: dedicaría su tiempo “a recoger los sentimientos y cumplir con las demandas de la gente”, hacer política, no administrar, como debería ser la responsabilidad del jefe de gobierno, y utilizar el poder de la institución para aplicar medidas radicales y “rápidas” que aseguren el cambio y, sobre todo, su permanencia. Si se trata de una transformación profunda, no puede haber instituciones que estén por encima de un propósito intrínsecamente superior y por ello el presidente, fiel intérprete de los deseos del pueblo, puede pasar por encima de éstas.

Los lastres históricos del voluntarismo

López Obrador ha tenido un desempeño político que ha tensado los ánimos con una extrema polarización. Lo mismo ha sido criticado por populista y radical, que considerado una renovada y extrema versión del echeverrismo. Sus recurrentes referencias al siglo XIX (conservadores y liberales, o a Juárez), a la soberanía nacional (Cárdenas) o al estatismo benefactor (Echeverría y López Portillo), apelan al nacionalismo, redituable política y electoralmente, a los fundamentos ideológicos de la Revolución que durante décadas alimentaron el nacionalismo revolucionario de los gobiernos priistas. Si bien López Obrador recuerda un nacionalismo anticuado, no constituye una anormalidad política en el país. No es más que una nueva manifestación del voluntarismo que encuentra sus fundamentos en la necesidad atávica de la autoridad poderosa y, al parecer, permanentes carencias sociales y económicas. La Revolución no es un referente histórico ni un episodio fundado en desigualdades, es un acontecimiento que ideológicamente sintetiza los anhelos de la sociedad mexicana y constituye un mandato del Estado que, con variaciones, siempre es interpretado por presidentes investidos de una autoridad legal, sobre todo histórica.

Emilio Rabasa, testigo de los desastres del siglo XIX, escribió que las épocas históricas de una nación pueden sintetizarse en las acciones de unos cuantos hombres, y que las de México se encontraban en Santa Anna, Juárez y Díaz: el desorden y la anarquía; el dictador que aseguró el gobierno y la administración, y el que impuso la paz, el orden, la unidad nacional y propició el desarrollo económico.45 Para Rabasa, una Constitución no hace un pueblo, sino que las condiciones de ese pueblo obligan a los hombres a actuar con decisión y, si la ley no lo permite, se debe pasar por encima de ella. Un gobierno debe apoyarse en la Constitución, pero si ésta no permite al gobierno actuar en su tarea administrativa, se viola o no se observa.46 Son las necesidades, las condiciones materiales y culturales de una sociedad las que determinan la forma de actuar de los gobernantes. Las advertencias de Rabasa se han seguido cumpliendo a lo largo del siglo XX y el principio del XXI: cuando la realidad lo reclama, el presidente, que encarna a la autoridad, se ha colocado por encima de la ley y las instituciones para resolver los problemas.

Echeverría, Salinas y López Obrador han actuado en nombre del bienestar del pueblo porque los gobiernos anteriores fracasaron o abiertamente desviaron el rumbo, y porque era indispensable recuperar los orígenes de la Revolución. Ninguno de los tres presidentes ha abjurado de la Revolución y de sus principios, todo lo contrario. Los tres han apelado a sus propósitos, a sus propuestas y a sus obligaciones para criticar fallas, en especial para remediarlas y hacerlas realidad. Echeverría y López Obrador han reafirmado el Estado responsable, tal como la Constitución de 1917 lo establece y porque ése, a su juicio, era el auténtico espíritu de la Revolución para resolver los problemas nacionales. Salinas también corrigió el rumbo, aunque en el sentido contrario: el Estado no debía encargarse de todo y no fue la Revolución la que le dio esa tarea, sino la tergiversación interesada del populismo que, en la práctica, manipuló al pueblo y lo empobreció. El Estado es el centro de la responsabilidad y el pueblo el sujeto a atender, el objetivo es el bienestar social.

Los tres mandatarios han invocado al mismo sujeto (el pueblo), han reconocido sus medios de manifestación (los movimientos populares), el principal recurso para conseguirlo (el Estado) y el mismo origen social, político e ideológico (la Revolución), pero lo han interpretado de manera distinta y, sin duda alguna, del todo contraria. Todos se han guiado con el mismo patrón: la inequidad social, las limitaciones económicas y la necesidad histórica de la autoridad que las haga realidad, así sea necesario pasar por encima de la ley y las instituciones. El mandato del pueblo lo cumple, en la historia nacional, el Ejecutivo, y lo interpreta el presidente. Los ciclos del presidencialismo autoritario se han continuado desde que el desarrollo estabilizador llegó a su límite, sin importar si son “populistas” o “neoliberales”, los mandatarios que los han encarnado lo han hecho por el pueblo y a nombre de la Revolución.

Más allá del voluntarismo y las inclinaciones personales de los mandatarios a pasar por encima de los límites institucionales, se encuentran dos condiciones históricas: la atávica necesidad de imponer una autoridad provista de poder y decisión, y las recurrentes fallas económicas que profundizan las desigualdades sociales que, en los hechos, exhiben los incumplimientos de los gobiernos con los objetivos revolucionarios. Los mandatarios no solamente han inhibido instituciones o modificado la ley a su arbitrio, sino que han tenido al Estado como el centro de su atención, controlando o ampliando su intervención de acuerdo con sus apreciaciones ideológicas.

Si, como todo parece indicar, los programas económicos seguirán dando magros resultados, no es impensable que los ciclos continuarán. No es para nada improbable que al igual que sucedió con el echeverrismo, que dio paso a las severas correcciones presupuestales, al proyecto de López Obrador le seguirá otro periodo de rectificaciones. Siempre a nombre del pueblo, siempre en beneficio de la equidad social, pero al alto costo de destruir o nulificar instituciones que son la base de la civilidad y la conducción política y social, y bajo la guía de un nuevo presidente que se asumirá como el único capaz de interpretar la realidad.

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1La influencia y personalidad de los mandatarios es, sin duda, determinante en la política y son muchos los estudios sobre casos específicos. No se pretende en este artículo hacer una comparación ni menos aun un recuento puntual de los estudios relacionados. Algunas referencias importantes para la política estadounidense, ejemplo indiscutible de presidencialismo, y America Latina, son los siguientes: Arthur M. Schlesinger, Jr., The Imperial Presidency, Boston, Mississippi State University-Houghton Mifflin, 1973; Stephen Skowronek, Presidential Leadership in Political Time: Reprise and Reappraisal, Lawrence, University Press of Kansas, 2011, y Wilhelm Hofmeister (comp.), Liderazgo político en América Latina, Río de Janeiro, Fundación Konrad Adenauer, 2002.

4Ibid., pp. 113-114.

5Ibid., p. 112.

7Ibid., p. 158.

8Rabasa, La Constitución…, op. cit., pp. 113-114.

10Córdova, La ideología…, ibid., p. 36.

12Córdova, op. cit., p. 238.

14Córdova, La Revolución…, op. cit., pp. 39-40.

17Ibid., p. 13.

18Ibid., p. 86.

19Ibid., p. 87.

20Ibid., pp. 172-173.

21 Daniel Cosío Villegas, “La crisis de México”, en Stanley R. Ross (comp.), ¿Ha muerto la Revolución Mexicana?, México, Premiá Editores, 1979, p. 95. El artículo fue publicado originalmente en Cuadernos Americanos, vol. XXXII, marzo-abril de 1947.

22Ibid., p. 103.

24J. Carpizo, op. cit., caps. VII, VII y XVI.

27Ibid., p. 12.

30Córdova, La revolución…, op. cit., p. 228.

31Ibid., pp. 229 y ss.

32Arnaldo Córdova, “La concepción presidencial del Estado mexicano”, en La revolución…, op. cit., p. 292 y ss.

35Ibid., pp. 288 y ss.

36Ibid., p. 405. No fue solamente el pensamiento de Salinas, sino el de toda una generación de economistas que vieron el Estado excesivo como principal responsable del desastre financiero y encontraron en las instituciones de la Revolución su origen. La crítica más elaborada se encuentra en Carlos Bazdresch y Santiago Levy, “Populism and Economic Policy in Mexico, 1970-1982”, en Rudiger Dornbusch and Sebastian Edwards (ed.), The Macroeconomics of Populism in Latin America, Chicago, The University of Chicago Press, 1991.

37Carlos Salinas, ibid., pp. 300, 309-310.

38Ibid., pp. 288 y 299.

39Ibid., pp. 305-308.

40Ibid., p. 547.

42No es el caso discutir en este ensayo las interpretaciones del término, sino simplemente señalarlo como esencia de la crítica del gobierno de López Obrador. El lector interesado puede encontrar una discusión seria en Fernando Escalante, Historia mínima del neoliberalismo, México, El Colegio de México, 2015.

45Rabasa, La Constitución…, op. cit., p. 112.

46Ibid., pp. 66-67.

Traducción de Fionn Petch, CM Idiomas (Inglés)

Traducción de Rafael Segovia, CM Idiomas (Francés)

Recibido: 01 de Agosto de 2022; Aprobado: 01 de Octubre de 2022

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