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Foro internacional

versión impresa ISSN 0185-013X

Foro int vol.62 no.3 Ciudad de México jul./sep. 2022  Epub 15-Ago-2022

 

Reseñas

Roberta Lajous, Erika Pani, Paolo Riguzzi y María Celia Toro (coords.), Embajadores de Estados Unidos en México: diplomacia de crisis y oportunidades

María José Urzúa Valverde1 

1Princeton University, mjurzua@princeton.edu

Lajous, Roberta; Pani, Erika; Riguzzi, Paolo; Toro, María Celia. (coords.), Embajadores de Estados Unidos en México: diplomacia de crisis y oportunidades. Ciudad de México: El Colegio de México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 2021. 482p.


La vecindad ineludible y las insondables asimetría e interdependencia entre México y Estados Unidos hacen que sea indispensable para México conocer y pensar esta relación a profundidad. El libro Embajadores de Estados Unidos en México: diplomacia de crisis y oportunidades -coordinado por Roberta Lajous, Erika Pani, Paolo Riguzzi y María Celia Toro- ofrece una revisión sistemática de una arista muy poco estudiada de la relación bilateral: el papel de los embajadores de Estados Unidos en México, en particular durante coyunturas en la relación entre ambos países. El libro consta de trece capítulos, cada uno dedicado de uno a tres representantes diplomáticos. En total, aborda el papel histórico que desempeñaron diecisiete embajadores estadounidenses, desde el nacimiento de las relaciones entre Estados Unidos y México, en la década de 1820, hasta la renuncia del embajador Carlos Pascual, en 2011. Los autores del libro nos brindan un interesante análisis del perfil de los embajadores, el contexto histórico en el que llevaron a cabo sus labores diplomáticas en México, y su agencia individual en momentos y decisiones cruciales para la relación bilateral. Se trata del quién, el cuándo y el cómo de dos siglos de nuestra historia compartida.

Además del valor histórico de este relato, el libro contribuye al estudio del papel del individuo en las relaciones internacionales y al de la relación entre México y Estados Unidos.

La disciplina de Relaciones Internacionales ha pensado poco el papel del individuo en la política internacional. Aun en los casos en los que la literatura académica ha buscado ir más allá de los factores de índole sistémica y estatal para explicar el mundo, éstos han tendido a centrarse en el análisis burocrático de la toma de decisiones. Sabemos muy poco sobre las personalidades y motivaciones de los líderes, y sobre cómo éstas, consideradas junto con el variable margen de acción de los diplomáticos, se traducen en una mayor o menor influencia personal en la política exterior. Los casos de estudio aquí incluidos sirven como una aproximación empírica inicial a este tema. En el capítulo sobre el embajador Nicholas Trist, por ejemplo, Amy S. Greenberg explica el papel que el embajador desempeñó en la negociación del Tratado Guadalupe Hidalgo (1848), y cómo siguió negociando después de que el presidente Polk ordenara su retiro para alcanzar, dada “la iniquidad de la guerra” (p. 58) entre México y Estados Unidos, el acuerdo “más generoso que Estados Unidos estaba dispuesto a aceptar” (p. 66). Trist marcó el rumbo de estas negociaciones territoriales motivado por sus convicciones personales, y porque tenía un margen de maniobra muy amplio en un contexto histórico en el que la comunicación de los embajadores con sus gobiernos era muy lenta.

El libro también contribuye al análisis de la relación México-Estados Unidos. Destacan tres cambios fundamentales y tres constantes, transversales a los capítulos del libro, que han incidido en el papel desempeñado por los embajadores de Estados Unidos en México y en la relación bilateral en sí misma. Estos seis factores son útiles para pensar la evolución de la relación entre ambos países y su estado actual. Los tres cambios medulares son el peso de Estados Unidos en el mundo, la estabilidad política de México y el estado de las tecnologías de la información.

La relación entre México y Estados Unidos se desarrolla en el marco de un sistema internacional más amplio. El poder relativo y absoluto de ambos países en el mundo incide, por tanto, en el desarrollo de la relación bilateral. A lo largo de los dos siglos estudiados en el libro, Estados Unidos se fue convirtiendo en el país más poderoso del mundo, consolidándose como potencia hegemónica en los años noventa, tras la caída de la Unión Soviética y el fin del sistema internacional bipolar.

En consecuencia, durante los dos siglos estudiados, la relación entre México y Estados Unidos muchas veces se vio influida por disputas geopolíticas más amplias. Los ejemplos más claros de ello son las de la Guerra Fría. En el capítulo sobre el embajador Francis B. White, Soledad Loaeza escribe acerca de las tensiones entre Estados Unidos y México dada la postura del segundo sobre el gobierno de Jacobo Árbenz en Guatemala y, tras el golpe de Estado en su contra, sobre el destino de los exiliados guatemaltecos en México. Acerca del embajador Thomas Mann, Ana Covarrubias narra sus esfuerzos para persuadir a México “hacia un alineamiento más explícito con las prioridades estratégicas de Estados Unidos” (p. 261-262) en el contexto de la crisis de los misiles. En ambos casos, la rispidez en la relación bilateral se debió a que México, sigiloso ante el intervencionismo estadounidense, no abrazó la política anticomunista de su poderoso vecino con la contundencia que al mismo le hubiera gustado.

Loaeza se refiere a “los costos que tuvo para México la transformación de Estados Unidos en una superpotencia”, pero también a “la política de cooperación entre ambos países que se estableció desde la Segunda Guerra Mundial” (p. 248). En efecto, aunque la geopolítica mundial en ocasiones ha exacerbado las tensiones en la relación entre México y Estados Unidos, también ha convertido a México en un aliado imprescindible para Estados Unidos y le ha dado a México márgenes de negociación que de otra forma no tendría. Por ejemplo, en el caso de la política exterior de México hacia Guatemala en los años cincuenta, aunque Estados Unidos manifestó su inconformidad, al mismo tiempo respaldó a México en sus negociaciones con el Fondo Monetario Internacional para hacer frente a la crisis económica de 1954. Estados Unidos no podía darse el lujo de no hacerlo y desestabilizar a su vecino del sur, menos en el contexto de su agresiva estrategia de repliegue del expansionismo soviético. Otro capítulo ilustrativo de estas dinámicas es el de Blanca Torres, en el cual revisa el impulso que dio el embajador George S. Messersmith a la colaboración entre México y Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Esta colaboración incluyó el comercio de productos estratégicos y de primera necesidad y la creación del programa Bracero, para que trabajadores mexicanos sustituyeran a los estadounidenses que se incorporaron al ejército.

El segundo gran cambio en el periodo estudiado es que México pasó de ser un país convulso y recientemente independizado a un país relativamente estable, con una de las veinte economías más grandes del mundo. La estabilidad interna de México, sumada a la creación y socialización de nuevas normas internacionales -que decretan la ilegalidad de la conquista territorial- provocaron que desaparecieran dos de las grandes agendas en los inicios de la relación bilateral: la anexión territorial y el reconocimiento del gobierno de México. Ello dio paso a la cooperación entre ambos países y a lo que Miguel Ruiz Cabañas se refiere como la “administración de las diferencias” (p. 292) en una mayor diversidad de agendas de la relación entre ambos países. En cambio, para los primeros representantes de Estados Unidos en México, éstos eran los temas clave de su gestión. Por ejemplo, Ana Rosa Suárez Argüello explica cómo la suspicacia del gobierno de México sobre las ambiciones territoriales de Estados Unidos dificultaron las gestiones de Joel R. Poinsett, primer ministro plenipotenciario de este país. Marcela Terrazas y Basante se refiere al papel del embajador James Gadsden en la negociación de la última cesión de territorio mexicano, la del Tratado de la Mesilla (1854). Erika Pani narra cómo, en el complejo contexto de las guerras civiles casi paralelas en México y Estados Unidos, los embajadores estadounidenses -John Forsyth, Robert M. McLane y Thomas Corwin- siguieron presionando para lograr la compra de Baja California y otros territorios mexicanos, así como el derecho de tránsito a perpetuidad a través del Istmo de Tehuantepec.

Finalmente, los grandes avances en las tecnologías de la información han disminuido la autonomía de los embajadores de Estados Unidos en México, y de todos los representantes diplomáticos en general. Por ejemplo, como lo explica Luis Barrón en su capítulo, todavía a principios del siglo XX, el embajador Henry P. Fletcher operaba en México de manera cuasi autónoma para evitar un conflicto entre México y Estados Unidos tras la publicación del telegrama Zimmermann. Incluso, logró por su cuenta que el gobierno de Wilson diera su apoyo al de Carranza, levantando el embargo de armas. El presidente Wilson y su gabinete estaban muy ocupados con la guerra europea, pero además, existían limitaciones tecnológicas que facilitaron que el embajador Fletcher desempeñara un papel más preponderante.

A su vez, los cambios tecnológicos han contribuido a la institucionalización de las relaciones diplomáticas, a la ampliación del repertorio de actores involucrados en las mismas y a la creación de nuevos espacios para la ejecución de la política exterior, por ejemplo, vía la diplomacia digital. Sin embargo, también han contribuido al surgimiento de nuevas tensiones. Un buen ejemplo de esto último es cómo la autoridad del embajador Carlos Pascual se vio seriamente mermada por la filtración en WikiLeaks de cables diplomáticos con opiniones polémicas del embajador sobre la implementación de la Iniciativa Mérida. En el último capítulo del libro, Mario Arriagada y María Celia Toro señalan que este episodio fue una de las causas de su renuncia.

También existen constantes en la relación entre México y Estados Unidos que son indicativas de algunas de las prioridades de ambos países, las cuales han resistido el paso del tiempo a pesar de los cambios en los contextos nacionales e internacional. Destacan tres constantes: el papel de los empresarios, la ausencia de la agenda migratoria y el alto perfil -pero a la vez discreta labor- de los embajadores de Estados Unidos en México.

A lo largo de los capítulos del libro, queda patente el esmero de los embajadores por proteger los intereses de los inversionistas estadounidenses (siendo el embajador Josephus Daniels una notable excepción), y sus esfuerzos por malabarear estos mismos con los intereses de Estado, lo cual es común en las relaciones diplomáticas; a fin de cuentas, las relaciones económicas son una arista importante de éstas. No obstante, destaca la centralidad de tales intereses en la mayoría de los episodios documentados en el libro. Un buen ejemplo de ello es el capítulo de María del Carmen Collado sobre el embajador Dwight W. Morrow. La gestión de Morrow se caracterizó por la compleja negociación para proteger los intereses de empresarios estadounidenses en el marco del conflicto petrolero, las convenciones de reclamaciones y la reforma agraria.

Con la excepción del programa Bracero, otra constante a lo largo del libro es la ausencia del tema migratorio en las agendas tratadas por los embajadores de Estados Unidos con el gobierno de México. Antes que una decisión editorial, esta ausencia parece ser una manifestación de lo que Roberta Lajous denomina, en otro contexto, “la tradición de la cancillería mexicana de ‘compartimentalizar’ [… ] los temas de la agenda bilateral con Estados Unidos”. El tema migratorio tradicionalmente se ha eludido en los intercambios diplomáticos entre ambos países, tratando así de que no contamine otras agendas, como la económica y la de seguridad. El presente libro, de manera implícita, da cuenta de esta dinámica.

La tercera constante es el alto perfil de los embajadores designados para representar al gobierno estadounidense. Con la excepción de los embajadores Gadsden (el “militar empresario”), Gavin (actor) y Morrow (financiero), todos los embajadores de Estados Unidos en México incluidos en el libro eran o prominentes políticos (Poinsett, Forsyth, McLane, Corwin, Foster, Daniels y Jones), generalmente cercanos al presidente en turno, o diplomáticos de carrera de mucho renombre (Trist, Fletcher, Messersmith, White, Mann, Negroponte y Pascual). La cercanía al presidente parece ser un factor que amplía el margen de maniobra de los embajadores de Estados Unidos. Por ejemplo, Paolo Riguzzi narra cómo el embajador Josephus Daniels aprovechó su estrecha amistad con el presidente Franklin D. Roosevelt para, en el contexto de la expropiación petrolera, defender que “un propósito tan central como la Buena Vecindad no podía correr el riesgo de ser afectado por una disputa económica provocada por los intereses petroleros” (p. 195). Ello influyó significativamente en que las empresas petroleras no encontraran en el gobierno de Estados Unidos un respaldo oficial a su campaña en contra de la expropiación y a favor de cuantiosas indemnizaciones.

A pesar de su alto perfil, la mayoría de los embajadores de Estados Unidos en México estudiados en esta publicación llevaron a cabo su labor de manera discreta. Ruiz Cabañas menciona que existía una “regla no escrita de que los embajadores de Estados Unidos en México no debían criticar abiertamente al gobierno de México” (p. 271). Ello nos habla de que, a pesar de la profunda asimetría entre ambos países, la buena relación con México no se da por sentada. Por su parte, para México, la relación con su vecino país del norte es también central e ineludible, y es estratégico que sea lo más cooperativa posible. Para concluir, valga afirmar que el libro Embajadores de Estados Unidos en México: diplomacia de crisis y oportunidades es una valiosa contribución a nuestro entendimiento de esta relación.

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