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Foro internacional

versión impresa ISSN 0185-013X

Foro int vol.57 no.3 Ciudad de México jul./sep. 2017

 

Reseñas

Luis Astorga, ¿Qué querían que hiciera? Inseguridad y delincuencia organizada en el gobierno de Felipe Calderón

Jesús Pérez Caballero

Astorga, Luis. ¿Qué querían que hiciera? Inseguridad y delincuencia organizada en el gobierno de Felipe Calderón. México: Grijalbo, 2015. 272p.


La pregunta que se hizo mientras gobernaba Felipe Calderón, presidente de México durante el sexenio que corrió entre 2006 y 2012, la cual intitula este libro, puede plantearse a cada individuo en el país. Como respuesta, Luis Astorga persevera en la línea que, durante décadas, lo ha situado como referente en la materia.

Ante reiteradas ideas sin fundamento, pero que condicionan el debate, la obra reseñada realiza una corrección continua, al comentar notas de prensa y documentos oficiales que contextualizan el fragor de un presente violento y unas políticas de seguridad polémicas. Dos son los métodos del autor para cuestionar varias de las ideas dominantes sobre la materia. Por un lado, la descripción de las circunstancias históricas de la relación entre crimen organizado y poder político en México. Por otro, el cuestionamiento específico de ciertos conceptos que se usan para categorizar la naturaleza de la delincuencia organizada en el país, más la propuesta de otros más sólidos.1

Para el autor, es imprescindible resaltar la subordinación histórica de las organizaciones de narcotraficantes mexicanas al poder político (pp. 20-21). Así, las causas de la violencia actual surgirían de las nuevas dinámicas del modelo democrático federal, como la contención que implica el respeto a los derechos humanos por los poderes públicos, la pluralidad política y el modo en que a ello las organizaciones criminales mexicanas se han adaptado, lo cual ha propiciado un nuevo panorama, más imprevisible que el regido durante décadas por el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Aunque el contexto actual se caracteriza por la pluralidad política, alterna con inercias predemocráticas y con cuerpos de seguridad con aptitudes variables (pp. 45-46, 57 y 193). A esto se suman organizaciones criminales con una capacidad lesiva alta, que, internamente, carecen de la unidad o la jerarquía con la que la oficialidad o los medios las presentan. Las consecuencias son claras. Por ejemplo, al no haber un pacto de Estado a la altura del desafío que supuso debilitar el régimen autoritario,2 no hubo tampoco políticas públicas efectivas que contuviesen la crisis de violencia.

El anterior dictamen, de suyo valioso, se completa con la cohe rencia con que esa contextualización destierra la idea preconcebida de que, mediante la infiltración, las organizaciones criminales mexicanas buscan apoderarse del Estado. En primer lugar, el autor descarta una política sostenida por esos grupos para atacar a las instituciones, en caso de que éstos poseyesen los medios para un ataque de ese tipo (pp. 54-55, 63 y 90). Hay, más bien, un abanico de maneras de relacionarse con el Estado. En algunos lugares se lo debilita; en otros, las organizaciones criminales comparten objetivos con individuos con cargos públicos; en unos contextos continúa la completa subordinación de los delincuentes a los políticos y, en otros lugares, se observa la refriega por intentar aplicar la ley. En segundo lugar, una infiltración del crimen organizado en el terreno político es incompatible con las mencionadas relaciones históricas entre poderes públicos y narcotraficantes. Estos campos no son compartimentos estancos con un ámbito político impoluto que resiste los embates de narcotraficantes cada vez más fuertes. Una fortaleza que, para esa teoría de la infiltración, se habría logrado sin el apoyo de responsables políticos.

Tales presupuestos coadyuvan a demoler ideas que copan los discursos oficial y popular. Astorga plantea sus críticas más acerbas contra el uso de la palabra "cartel". Incluso puede sostenerse que su libro es una batalla (no la última, seguramente) en su guerra contra este término.3 Para el autor, los grupos de traficantes mexicanos jamás se organizaron como carteles en el sentido económico del término. Ni hubo esa situación, ni la habrá, por la naturaleza propia del narcotráfico (pp. 181-183). Aceptado esto sin reparos, cabría preguntarse si sería posible la aceptación de la palabra como sinónimo de un tipo de organización criminal, despojado ya de su matiz económico. Para el autor, no lo es. A la mente de este reseñista viene la evolución de un término como "Estado de derecho" (Rechtsstaat), para matizar su postura. En efecto, "Estado de derecho" es una tautología, pues todo estado tiene un componente jurídico y no hay "Estado de no derecho". Pero, por influencia alemana, esa obviedad tiene en algunos lares un rango constitucional, quizá porque alude a un modo específico de organizar el Estado (aunque ese matiz deba buscarse en otro lugar, no en el significado del término). Dicho de otro modo, la oposición al abuso de los términos "cartel" o "Estado de derecho" debe continuar, pero no sé hasta qué punto es ya relevante convertir en puntal argumental el cómo se llegó a la aceptación generalizada de ambos.

En todo caso, Astorga no desdeña elaborar un vocabulario propio para el análisis de la delincuencia mexicana. Por ejemplo, con la utilización del concepto de "hegemonía" connota lo continuo del conflicto, con actores cambiantes que buscan no rezagarse en este contexto ultracompetitivo (pp. 57 y 176). El autor capta esa caótica dinámica al describir "escisiones" en el seno de "coaliciones" inciertas e inestables, aludir a "zonas de influencia" y rivalidad entre esos grupos o plantear "relaciones de cooperación estratégicas" (pp. 47, 56, 176 y 181). Por añadidura, esos términos resaltan otro pilar del argumentario: tras la fragmentación política no hubo una correlativa fragmentación de los principales grupos criminales, sino escisiones que mantienen intactas las capacidades de las organizaciones (p. 176).

Los anteriores son los puntos más logrados del libro. Sin embargo, hay cuestiones de fondo problemáticas, a saber: la manera en que el autor utiliza el término "paramilitar" y su opinión sobre el papel de los militares en México.

Como sucede con otros conceptos, es difícil hallar en un libro alguna definición de "paramilitarismo", por lo que se reunirán los rasgos diseminados en sus páginas. Para Astorga, en un sentido amplio, se trataría de civiles armados con formación militar.4 Más adelante particularizará a los grupos paramilitares en la órbita de la delincuencia organizada como organizaciones criminales que han añadido al tráfico de drogas ilegales el intento de control territorial para modificar la correlación de fuerzas con el Estado, con el propósito de expoliar a la población y sin la intención de disputar a la clase política la dirección de lo institucional (cf. pp. 216-217). De lo anterior, mi impresión es que en esas organizaciones criminales se observan rasgos militares (ya como algo típico de su origen, ya como adquisición para competir en un nuevo contexto), antes que paramilitares. Pienso que lo militar aglutina mejor la multiplicidad de tácticas de estas nuevas organizaciones criminales (o de las viejas que se resisten a ser desplazadas). En este sentido, unas veces actúan defensivamente y se asemejan vagamente a insurgencias, pero sin querer tomar el poder. En otras, no dudan en cometer actos terroristas. Y en unas más, sí muestran algunas características de paramilitarismo, cuando se coaligan, por ejemplo, con poderes públicos para conseguir el control de recursos naturales. Pero ello no cambia la naturaleza de esos grupos, pues continúan siendo organizaciones criminales. Especialmente sofisticadas, claramente bien armadas y con individuos con formación policial y militar, pero con fines estratégicos y logísticos propios del crimen organizado. En esencia, acepto con Astorga que "algo" ha sucedido en las organizaciones de traficantes mexicanas más relevantes, pero dudo que la manera de caracterizarlo sea llamarlas "mafioso-paramilitares". Si así se hiciera, y se produjera un salto cualitativo donde grupos criminales pasaran a tener vínculos en bloque con las instituciones mexicanas, y no de manera parcial o individual, ¿cómo se los denominaría? Considero que la división entre un paramilitarismo amplio y otro estricto no es la solución. A mi juicio, la cuestión paramilitar es indistinguible del componente político, precisamente contrainsurgente y paraestatal. De hecho, en México también ha sido así. Por ejemplo, esa perspectiva permite entender lo sucedido en Chiapas con los grupos paramilitares alentados contra el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) a finales del siglo pasado o la tolerancia del Estado en la conformación de grupos de autodefensa michoacanos en lo que hasta ahora ha corrido del siglo XXI.5

El otro punto cuestionable es el papel de las fuerzas armadas mexicanas. El autor recuerda, frente al mantra instalado en la opinión pública, que el papel del ejército para combatir el narcotráfico no es nuevo en México (pp. 19-20). Además, junto a la militarización "dura", habría una "blanda" de la que, todavía hoy, desconocemos su calado, porque es principalmente paralela a la constatación de las tropas en las calles.6 Pero de estos hechos saco unas conclusiones distintas a las del autor. Por ejemplo, Astorga señala, con acierto, la inconsistencia de los argumentos que apelan a la autorregulación en el campo del crimen organizado o a la falta de voluntad política en el campo de las instituciones públicas para corregir determinadas situaciones. Pero esa crítica no la aplica a las dificultades para limitar la influencia de los militares en las políticas de seguridad o reducir las potestades del foro castrense en detrimento del civil. Otorgar el mismo peso político a las violaciones de derechos humanos y a las campañas de desinformación o instrumentalización de activistas promovidas por el crimen organizado -como hace el autor en p. 210- es, en mi opinión, una equidistancia forzada. Estos últimos casos son excepcionales, irrelevantes, en el discurso público mexicano, justamente por la falta de una política por parte de las organizaciones criminales para promoverlos. Sin embargo, la obstrucción del ejército en materia de derechos humanos es una dinámica transexenal e incluso transecular, si el lusismo se permite. De la misma manera en que el autor desmenuza con buenos argumentos la teoría de unas "manzanas podridas" y plantea con más sutileza las relaciones entre crimen organizado y poderes públicos, las inercias institucionales castrenses no pueden entenderse, al menos no en un ejército tan jerárquico como el mexicano, como una cuestión de individuos que van por la libre. De hacerlo, tal enfoque sólo cubriría agujeros con la tierra obtenida de otros agujeros. Esto es así, porque difícilmente se autorregulará una institución que participó en la cruenta "guerra sucia" en Guerrero, que con la militarización "blanda" ha tenido control de áreas supuestamente civiles; institución a la que sólo tras el empuje de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se la pudo tenuemente acotar, pero que aún obstruye selectivamente la justicia, como en el conocido caso Tlatlaya. "Cría kaibiles y te crecerán los Zetas",7 se advertía desde un medio guatemalteco luego de haber observado los cruentos resultados de la educación de sus soldados con ciertos valores. Es claro que las fuerzas armadas mexicanas están en mejor posición para mejorar según los estándares democráticos más estrictos, aunque no espontáneamente. A ello tampoco ayudó la retórica bélica del gobierno de Calderón (p. 31), ni que la aceptación del despliegue de tropas fuese compartida por ciudadanos y poderes públicos (pp. 23-30). Los caminos de la militarización son inescrutables no tanto porque sea necesario ante el desastre policial, cuanto porque la población mexicana lo tolera y se conforma con el cortoplacismo político. Esa cuestión es más filosófica que legal o de inseguridad. Una variable más por agregar a un contexto con estándares de seguridad norteamericanos, actores criminales semejantes a sus pares centroamericanos y colombianos e instrumentos para la fiscalización tan débiles como los de algunas democracias sudamericanas.

Sin embargo, hasta lo problemático de este libro es coherente con sus presupuestos; en el fondo, el diálogo de Astorga es consigo mismo. Por ello, es de suponer que, al término del sexenio corriente, el autor publique otra obra a propósito con un enfoque y herramientas similares. Una publicación como ésa, sólo por hacer una propuesta, podría incorporar la perspectiva internacional (a ello se alude brevemente en pp. 94-95), esto es cómo este nivel acompañaría al nacional para hacer suyos instrumentos excepcionales, como la justicia transicional ante los vientos nacionalistas en su vecino del norte. En otro lugar se ha escrito sobre un "flanco sur profundo",8 para resaltar los desafíos que España tiene en el África subsahariana, su lejano sur. Trasladada aquí la idea, quizás México debería explorar, por ejemplo, el marco que el "flanco internacional profundo" ofrece para el análisis de la violencia que lo asuela.

BIBLIOGRAFÍA

Astorga, Luis, El siglo de las drogas, México, Planeta, 1996. [ Links ]

Hernández, Iduvina, "Cría kaibiles y te crecerán los Zetas", Plaza Pública, 20 de mayo de 2011, en https://www.plazapublica.com.gt/content/cria-kaibiles-y-te-creceran-los-zetasLinks ]

Pérez Caballero, Jesús, "Autodefensas michoacanas, variante regional de la "guerra al narcotráfico" en México", Revista CIDOB d'Afers Internacionals, núm. 110, 2015, pp. 165-187. [ Links ]

Pérez Triana, Jesús M., "Un flanco sur profundo. El arco de inestabilidad del África Occidental", en Carlos de Cueto Nogueras y Adolfo Calatrava García (coords.), Defensa y globalización, Granada, Universidad, 2012, pp. 409-422. [ Links ]

1Su declaración de principios se presenta del siguiente modo: "Quien impone las designaciones legítimas, impone también una manera de pensar la realidad, de construirla y reconstruirla mentalmente, y de actuar sobre ella para transformarla en cierto sentido" (p. 183).

2Astorga apunta algunas explicaciones, como que núcleos de poder del antiguo régimen mantuvieran su influencia y los nuevos actores no afrontasen las causas reales de la inseguridad (pp. 51-52 y 190-191).

3Un término al que nueve años antes, el autor había tachado de "categoría de percepción puesta de moda en los ochenta para designar un supuesto tipo de organización de los traficantes colombianos" (El siglo de las drogas, México, Planeta, 1996, p. 130).

4"Aquellos grupos civiles armados con formación de tipo militar que pueden o no ser apoyados por fuerzas del Estado, por grupos económicos o políticos, o por grupos criminales" (pp. 89-90).

5Véase J. Pérez Caballero, "Autodefensas michoacanas, variante regional de la "guerra al narcotráfico" en México", Revista CIDOB d'Afers Internacionals, núm. 110, 2015, pp. 172-175.

6Sobre esta última, se puede observar cómo desde el gobierno del presidente Ernesto Zedillo (1994-2000) se designó a militares en las delegaciones de la Procuraduría General de la República (PGR). Además, la mitad de la Policía Federal Preventiva (PFP) era también de ese cuerpo (p. 90).

7Véase I. Hernández, "Cría kaibiles y te crecerán los Zetas", Plaza Pública, 20 de mayo de 2011, en https://www.plazapublica.com.gt/content/cria-kaibiles-y-te-creceran-los-zetas, consultado el 19.II.2017.

8Véase J. M. Pérez Triana, "Un flanco sur profundo. El arco de inestabilidad del África Occidental", en C. de Cueto Nogueras y A. Calatrava García (coords.), Defensa y globalización, Granada, Universidad , 2012, pp. 409 y ss.

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