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Foro internacional

Print version ISSN 0185-013X

Foro int vol.57 n.2 Ciudad de México Apr./Jun. 2017

 

Reseñas

Bruno Figueroa Fischer, Cien años de cooperación internacional de México, 1900-2000: solidaridad, intereses y geopolítica

Juan Pablo Prado Lallande

Figueroa Fischer, Bruno. Cien años de cooperación internacional de México, 1900-2000: solidaridad, intereses y geopolítica. México: Secretaría de Relaciones Exteriores-Instituto Matías Romero-Acervo Histórico Diplomático, 2016. 545p.


Desde hace más de un siglo, con base en propósitos solidarios, políticos o geoestratégicos, y al amparo del ejercicio de su política exterior, México ofrece a terceros países cooperación internacional para el desarrollo (CID). Éste es el argumento clave que el embajador Bruno Figueroa Fischer, diplomático de carrera del Servicio Exterior Mexicano, trata en este novedoso libro editado por la Secretaría de Relaciones Exteriores.

Lo anterior es significativo, a la luz de que México, en razón a su perfil de país en desarrollo, si bien se beneficia de colaboración proveniente de países desarrollados, organismos multilaterales e incluso de otras naciones del Sur, de manera simultánea a lo anterior, y desde hace al menos diez décadas, contribuye a reforzar capacidades nacionales de países aliados.

Lo relevante es que más allá de este cariz “dual” de México como beneficiario y oferente de CID, experiencia que se repite en prácticamente todos los países emergentes, el libro en cuestión evidencia, entre muchos otros aspectos, dos cuestiones fundamentales. En primer lugar, llama la atención que la oferta mexicana a este respecto, al menos de manera incipiente, dio sus primeros pasos en 1900, ejercicio que desde entonces se refuerza de manera gradual según el país ha incrementado su potencial nacional y, en consecuencia, ampliado su incidencia en el ámbito internacional. En segundo lugar, la publicación destaca que las acciones y montos financieros que emanan de este conglomerado de colaboración hacia otras latitudes, denota la prolijidad, diversidad y, en varios casos y circunstancias históricas, insólita robustez en su actuar.

Como ocurre en este tipo de investigaciones históricas, porque las diversas fuentes documentales que alimentan a este libro se encontraban dispersas en múltiples archivos “muertos” ubicados en diversas secretarías y otras instancias federales, su artífice debió, en primera instancia, identificar, rescatar y, en definitiva, “revivir” tales compendios. Estas referencias, por tanto, fueron utilizadas como fuente primaria de información en el proceso de investigación y subsiguiente redacción del libro que hoy tenemos en nuestras manos. Por esta intrépida y minuciosa labor, el autor usó tales materiales como materia prima para sustentar el correspondiente análisis del orden cronológico, cuyo contenido, adecuadamente clasificado y bien estructurado, revisa con cuidadosa minuciosidad los acontecimientos estudiados. Con ello ofrece al lector un panorama no sólo inédito, sino también integral de las condiciones nacionales e internacionales, las causas y los principales efectos de la instrumentación de la oferta de cooperación internacional de México a lo largo del siglo que pasó.

La pertinencia de este libro es múltiple. Al respecto, sobresale el hecho de que si bien la bibliografía académica nacional que rastrea y explica, logros, retos y otros procesos propios de la CID mexicana se incrementa en el momento presente, en buena medida tales manuscritos abarcan las últimas dos décadas. En suma, antes de este libro, no había una investigación de esta categoría que tratara en su conjunto el amplio periodo de estudio que la compone. De ahí que el texto citado, como lo señalan otras publicaciones afines, recuerda a los interesados en el tema que en ningún sentido la cooperación mexicana nace tras la Ley arriba referida, y que si bien tal ordenamiento jurídico “se trata de un paso importante [...] la cooperación mexicana tiene no años, sino décadas de evolución” (p. 23).

El objeto de estudio es relevante, porque informes oficiales, así como éste y otras investigaciones en la materia, avalan que la cooperación mexicana es una actividad inherente a la política exterior y, por tanto, de la diplomacia mexicana, aunque, como se verá más adelante, no de su exclusivo escrutinio. De ahí que comprender de mejor manera las actividades, evolución, trascendencia y en ocasiones aun fracasos de la cooperación internacional de México, facilita el análisis de su interacción oficial con actores extraterritoriales.

Para entender éstos y otros propósitos, el libro se divide en cuatro capítulos. El primero, “Los inicios de la cooperación internacional mexicana (1900-1946)”, describe y pasa lista a aquellos acontecimientos propios de la CID de entonces, como el Porfiriato, la Revolución y las primeras décadas del México moderno. El capítulo recopila experiencias primarias a este respecto, como la que se presentó en 1900, cuando, tras un huracán que destruyó Galveston, Texas, el gobierno mexicano, sin dilación, envió 30 000 pesos para auxiliar a los estadounidenses que habitaban en el puerto, junto con 5 500 pesos para asistir a la población mexicana en ese lugar. Esta acción, que se trató de un genuino ejercicio, si bien no propiamente de CID, sí de ayuda humanitaria, con fines solidarios y políticos y con distintos montos, se repitió en Italia (1908), El Salvador (1917 y 1919) y Chile (1939), lo cual significó el inicio de una trayectoria cada vez más ordenada, cuya dirección apunta a nuestros días.

Tras ello, en la década de los veinte, sobresale el activismo mexicano en materia de lo que hoy en día se denomina cooperación educativa internacional, al ofrecer cursos y becas a nacionales de países amigos, al cual, además de la Secretaría de Educación Pública, contribuyeron instancias federares, como Ferrocarriles Nacionales (para facilitar traslados de los becarios extranjeros a los respectivos centros educativos), entre muchas otras. En esta misma perspectiva, sobresale la construcción en Bolivia de la represa “México” en 1953, la más grande del país en el momento actual. Esto fue posible por el financiamiento y la ingeniería mexicanos, donación promovida desde la Presidencia de la República, cuyo seguimiento fue direccionado por la Cancillería. El capítulo concluye recordando la generosidad de México para con los refugiados españoles republicanos y otros europeos caídos en desgracia en la Europa de la Segunda Guerra Mundial.

El segundo capítulo, “La expansión de la cooperación internacional mexicana (1945-1976)”, se dedica a la explicación y análisis de los acontecimientos más significativos y de mayor influencia de dicha naturaleza. Concluida la Segunda Guerra Mundial, el liderazgo de los países triunfantes y sus aliados cimentó un nuevo orden global a favor, en principio, de la CID, aunque condicionado por la dinámica del mundo bipolar. Fue así como en este renovado orden, México tuvo frente a sí un interesante escenario para continuar y, sobre todo, incrementar su trayectoria a favor de dicha actividad.

En este periodo, y una vez que el desarrollo nacional y respectiva fortaleza de sus instituciones públicas mejoraron su estatuto, “la cooperación internacional se fue constituyendo cada vez más como un componente destacado de la diplomacia mexicana” (p. 124), lo cual, como señala el libro, se materializó mediante el ofrecimiento de colaboración a Latinoamérica (de forma cada vez más estructurada y permanente en distintas áreas), escalando su ejercicio a países de África, Medio Oriente y Asia. El capítulo es fascinante, pues comparte ricas anécdotas –no todas alentadoras– al respecto. Un dato relevante es que en la década de los cincuenta y en el marco de la cooperación técnica multilateral provista por Naciones Unidas, México se constituyó como el décimo oferente de colaboración de esta modalidad, considerando el número de expertos mexicanos al servicio de ese organismo y de sus programas de asistencia técnica.

El tema central del capítulo consiste en el involucramiento mexicano en la “Revolución Verde”, “el programa de cooperación internacional que ha tenido el mayor impacto en la humanidad durante el siglo XX”, según el autor. Sin ahondar al respecto, el efecto más tangible de este cúmulo de procesos de larga data se consolidó en 1963, cuando se firma el convenio que creó el Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo (CIMMYT), organismo internacional situado en Texcoco, en el cual, desde entonces, se investiga en este ramo de las ciencias agrícolas y se capacita a miles de especialistas de prácticamente todo el mundo.

En los días del presidente Luis Echeverría, el gobierno instrumentó una política exterior cada vez más activa, propensión que “vino acompañada de un énfasis importante en la cooperación internacional” (p. 178), cuyo norte se orientó fundamentalmente al sur de nuestra frontera, proceso en que “la cooperación fue el cemento de nuevas relaciones y acercamientos” (loc. cit.). Un ejemplo, tangible aunque simbólico que sustenta esta aseveración: en 1969 mediante cooperación mexicana, Costa Rica vio abrir las puertas del Hospital más grande en ese país.

El paso de los años y sucesos en el tópico que nos compete alberga el tercer capítulo, “De la abundancia a la institucionalización de la cooperación mexicana (1976-2000)”. En este contexto, que en una primera etapa se manifiesta por una mayor fortaleza económica nacional, posteriormente de crisis económica y tras ello un estadio de estabilidad y relativo crecimiento, la cooperación se comportó en sentido proporcional respecto a tales vaivenes de la economía y política nacionales.

El factor externo influyó de forma decisiva en la cooperación conferida por el gobierno federal, en que la crisis de varios países centroamericanos durante los años ochenta conforma el ejemplo más tangible. En esa década, por el incremento del precio del petróleo, indica Figueroa, México fue capaz de ejercer una política exterior (y, por tanto, cooperación internacional) activa, en particular si se considera que “Centroamérica se convirtió en un asunto de seguridad nacional” (p. 210). Para enfrentar esta nueva realidad, la diplomacia mexicana se dedicó a atender no sólo las consecuencias de la conflagración mediante estrategias políticas, sino que, al unísono, abordó sus causas mediante CID destinada en esos países aledaños. Fue en ese desafiante contexto, cuando, para acceder a tales propósitos, se reforzó la institucionalidad de la colaboración oficial de México, mediante múltiples vías, muchas de ellas verdaderamente innovadoras. Lo relevante, así, fue el esfuerzo de la Secretaría de Relaciones Exteriores para aglutinar a las diversas secretarías y a otras instancias federales, con la intención de delinear, coordinar e instrumentar las innumerables actividades de cooperación mexicana en la región. Esto consistió en impulsar mediante la SRE la colaboración nacional e interinstitucional al servicio de la cooperación internacional de México, una tarea no sencilla de realizar en ningún país del planeta.

Para tratar con suficiente rigor de la colaboración económica mexicana, el último capítulo, “La cooperación financiera de México (1976-2000)”, captura los momentos y montos críticos y significativos en este rubro, hasta este momento no analizado con la profundidad que requiere, a pesar de su relevancia.

A causa de las divisas recibidas por la venta de petróleo en los años ochenta, el país financió distintos paquetes de ayuda financiera y energética a países centroamericanos y caribeños, entre los cuales el Pacto de San José destaca como el ejercicio más fiel a este respecto. Profundizando en el tema, Figueroa cita un documento oficial que calculó flujos financieros y de cooperación del país a Centroamérica, entre 1980 y 1999, por una suma de 2 355 millones de dólares, de los cuales 1 387 corresponden a renegociación de deuda con esos países.

En las reflexiones finales, el autor del libro detecta cinco rasgos comunes de la cooperación mexicana en el siglo analizado. En primer lugar, que no todos los gobiernos, durante el siglo que comprende el estudio, valoraron al unísono la relevancia de la cooperación como instrumento de política exterior. En segundo, que Centroamérica ocupa el primer lugar como beneficiaria de este tipo de apoyos, en virtud de la permanente prioridad de esta región con respecto del interés nacional. En tercero, se detectan acciones de colaboración constantes e imperativas por parte de México en esta región (como aquellas del orden sanitario), designadas por el autor como “la cooperación silenciosa”, que ha tenido efectos positivos de gran alcance, aunque poco difundidos entre México y sus socios centroamericanos. En cuarto, se reitera que “la cooperación es consustancial de la política exterior” y sus alcances dependen del estatuto que se asigne a la diplomacia. Finalmente, y más allá de su amplio acervo histórico e institucional, la CID mexicana depende esencialmente de la voluntad política –al más alto nivel– por parte de la presidencia para su ejercicio. Ello ocasionó que “cuando el jefe de Estado se implicó personalmente en asuntos de cooperación, fluyeron de manera importante los recursos” (p. 392).

Llegamos así al final y al clímax de la obra, cuando no sin contundencia, claridad y valentía, Figueroa Fischer se expresa con sólido sustento, que le asigna su vasta experiencia profesional en el ámbito diplomático y su investigación, al señalar que, por inverosímil que parezca, “la SRE nunca tuvo el monopolio de la cooperación internacional”. Esto se debe a la siguiente paradoja: “La cooperación más visible”, técnica y científica, “contaba en realidad con escasos recursos y poco impacto”, la cual es la “gestionada por la Cancillería”. Mientras tanto, la colaboración más robusta, dedicada a “financiar el desarrollo de infraestructuras”, así como “otras cooperaciones financieras”, no sólo no tenían mucha visibilidad, “sino que tampoco se vinculaba al esfuerzo de la Cancillería” (p. 393), porque precisamente tales recursos provienen y se administran por y desde la SHCP, entidad cuyo eje rector no es la política exterior.

Por su contenido y características aquí esgrimidas, este libro se posiciona como un texto insignia de los estudios especializados tanto en política exterior, como en la historia de la diplomacia y, por supuesto, en el ámbito de la CID de México. Su versátil estructura resulta provechosa para diversos ámbitos en los rubros previamente referidos, tanto en colectivos oficiales, como académicos, ya en el país, ya en el exterior, atributos que amplían exponencialmente su influencia y utilidad.

Al responder a preguntas nodales en materia de CID, el libro de Bruno Figueroa aporta explicaciones frescas y argumentadas a fenómenos pasados a este respecto, lo cual contribuye a comprender de mejor manera el estatuto actual de este segmento de la política exterior del país. Es precisamente ese rubro, el contexto reciente y actual de la CID mexicana (esto es de 2001 a 2016), el que la obra que se reseña no trata. Aunque esto es un propósito que de manera premeditada no se atiende, se echa de menos el profundo conocimiento del autor respecto a este periodo de tiempo, nodal en el tema que nos ocupa. Esto último debe considerarse, en especial, porque, según se señaló de forma oportuna, en 2011 entró en vigor la Ley de CID y tras ello se fundó la AMEXCID, institución que desde entonces conduce el devenir de la cooperación mexicana, a más de cien años de su existencia.

Juan Pablo Prado Lallande

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