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Estudios de cultura náhuatl

versión impresa ISSN 0071-1675

Estud. cult. náhuatl vol.42  Ciudad de México ago. 2011

 

Reseñas bibliográficas

 

Eduardo Matos Moctezuma, La muerte entre los mexicas

 

Ximena Chávez Balderas

 

México, Tusquets Editores, 2010, 227 p.

 

"Otra vez estamos ante la paradoja de la vida y la muerte. A través de la muerte se llega a la vida y ésta conduce a la muerte. Es el ciclo vital que ocurre día a día, año con año [...]". Así concluye el autor su obra más reciente sobre el fascinante tema de la muerte entre los mexicas. Bajo esta lógica, empezar citando el final cobra un sentido inusitado. Eduardo Matos Moctezuma es, sin lugar a dudas, uno de los académicos que más aportes ha hecho respecto a la respuesta social en torno al fenómeno de la muerte entre los grupos nahuas del Posclásico Tardío. Sus novedosas propuestas son argumentadas a lo largo de esta obra que sintetiza datos de la arqueología, la historia, la antropología física, la etnografía, la iconografía y la historia de las religiones, retomando desde las obras clásicas hasta las investigaciones más recientes.

En buena medida, el poder de su obra radica en la fascinación del autor por el tema. Sus libros, Muerte a filo de obsidiana y Vida y muerte en el Templo Mayor, así como incontables artículos, revelan esta cualidad. Por su naturaleza irrecusable, la debilidad por este tópico es recurrente en investigadores de las diversas ramas de las ciencias. No obstante y como es un hecho conocido, difícilmente los académicos cuyas obras versan sobre el tema, conciben su propia muerte. Siempre se trata como un asunto ajeno, que a pesar de su fuerza aniquiladora o vital, no se asume como el destino irrevocable de quien lo investiga. Por el contrario, Matos Moctezuma nos ha sorprendido imaginando su propia muerte. Con la cualidad de una pluma con tinta literaria, el 7 de mayo del 2000 nos deleitó con El ritual del tiempo, un texto publicado por un diario de circulación nacional. En él, el autor no escapa de las grandes fauces del señor de la tierra y explora su propia muerte. Su rito de paso inicia junto al monolito de la diosa Coyolxauhqui y culmina en unas exequias con una gran pira funeraria a la usanza de los dignatarios mexicas. Como puede verse, Eduardo Matos Moctezuma tiene una larga trayectoria en lo que al reino de la muerte toca. Como él mismo lo confiesa, nunca quitó el dedo del renglón y para muestra el extraordinario libro que pone en esta ocasión pone en nuestras manos.

La obra nace explorando el tema de los humanos como creadores de dioses que, sin importar su naturaleza o características vitales, son diferentes al hombre precisamente en la muerte. Los dioses no mueren y, cuando lo llegan a hacer, es para la conservación de la humanidad; esta acción no tiene una esencia aniquiladora, pues lo dioses renacen. Más aún, las deidades dan vida a lo muerto, a lo inerte. Además de estos seres sagrados, otra clase de personajes están congraciados con la muerte —los héroes—, quienes pueden transitar por el mundo de los difuntos. Se llamen como se llamen y sin importar el tiempo, el espacio o la cultura en la que fueron gestados, son capaces de realizar esta jornada. Mitos, epopeyas, odiseas o relatos, con lugares y personajes comunes, muestran las preocupaciones fundamentales de la humanidad y la forma de resolverlas a partir de la existencia de capacidades equivalentes. El barquero y el río, el perro que acompaña en la transición, el agua como regresión a la vida embrionaria, los peligros en el trayecto a las geografías funerarias —término acuñado por Mircea Eliade—, son tratados en el primer capítulo de la obra. Como nos deja ver el autor, somos diferentes hombres en diferentes tiempos, respondiendo a la misma muerte.

La dualidad vida y muerte es un tema central al hablar de la cosmovisión prehispánica. En un segundo capítulo, se advierte que esta concepción dual tiene un referente en la observación del cosmos, de la naturaleza y del ciclo de la vida. La observación de éstos, a juicio del autor, condiciona la forma de expresar y el explicar el mundo, poblándolo de dioses o de demonios. El hombre vive en una tierra de dualidades y de opuestos que se complementan. En ellos la muerte tiene una estrecha relación con los aspectos más vitales para los pueblos, como la agricultura y el calendario. Recordemos el paralelismo entre los huesos y las semillas, que no es exclusiva en el pensamiento prehispánico porque deriva de una observación de la putrefacción de los frutos y la germinación de dicha semilla. Esto lo encontramos presente incluso en el pensamiento medieval a través de una adivinanza: ¿Qué tiene que morir para poder vivir? La semilla.

La dualidad vida-muerte en las culturas prehispánicas se hizo presente en la plástica desde el Preclásico. Las figuras duales con signos de vida y de descomposición están representadas en el Altiplano Central a través de los ajuares funerarios de Tlatilco o en el área maya, donde la lápida de Izapa muestra un personaje esqueletizado del que emerge un infante que parece tener un cordón umbilical. Tal y como lo explica el autor, en el caso de los mexicas esta dualidad se expresa en el paralelismo de la sucesión de las estaciones de lluvia y de secas, en la agricultura y en la guerra, la vida y la muerte. Y que mejor ejemplo de la dualidad que el Templo Mayor de Tenochtitlan, cuyo mito representado en la arquitectura versa sobre el nacimiento del dios triunfante y la muerte de su hermana vencida. Sobre este edificio Eduardo Matos Moctezuma explora diferentes hipótesis en torno a su simbolismo, reafirmando el carácter dual del templo, expresado a través de la guerra y la agricultura, es decir, de la evocación del cerro de Coatepec y de la montaña de los mantenimientos. De acuerdo con la propuesta del autor, éstos, cómo dos cerros que se juntan, podrían hacer alusión a uno de los parajes que conforman el camino hacia el Míctlan.

Como puede advertirse, la conceptualización del universo y del cuerpo es fundamental en el tema de la muerte. Por esto, la obra aborda una interesante discusión fundamentada en datos históricos, respecto a la representación de los pisos celestes y del Inframundo en el Códice Vaticano Latino 3738 y sus semejanzas con la concepción occidental, en particular con La comedia de Dante. A partir de su análisis es claro que las manos que crearon la lámina del códice, poseían recursos de ambas cosmovisiones. No obstante, la sucesión de niveles verticales está presente en numerosas representaciones, entre las que el autor destaca varias pictografías del Códice Borgia. Por su parte, en lo que respecta al nivel horizontal del cosmos, los puntos cardinales muestran una estrecha relación con la dualidad vida-muerte, expresada en el nacimiento del sol al oriente y en su ocaso al poniente o en la relación norte-sur como rumbos asociados a la muerte y a la fertilidad, respectivamente. Dentro del universo, el cuerpo en sí mismo es un microcosmos compuesto de sustancias vitales, centros y entidades anímicas; creado de la muerte, manufacturado de los huesos, las semillas de vida.

El cuerpo tiene componentes se disgregan a partir de la muerte y, dependiendo de la forma en que expiraron, emprenden un viaje hacia alguna de las geografías funerarias. El cuarto capítulo trata sobre estos lugares e inicia en lo que el autor considera, con toda razón, un paso obligado, pero olvidado por otros investigadores. Se trata de la tierra —Tlaltecuhtli— donde la muerte sucede, ni más ni menos. Es justo decir que Eduardo Matos Moctezuma se ha caracterizado por su interés en el estudio de esta fascinante y compleja deidad. Tlaltecuhtli, la tierra, puede ser representada como un hombre, una mujer o un ser zoomorfo, que en todos los casos expresa y posee esta connotación dual: es la devoradora-paridora. Se encarga de engullir los cadáveres y es la dadora de vida, a través de los mantenimientos. El autor ejemplifica lo anterior a partir de la iconografía y el arreglo contextual del monolito encontrado en el 2006, al pie del Templo Mayor de Tenochtitlan. La orientación de la escultura corresponde con el curso del sol, aludiendo a la muerte de Ahuítzotl y a la entronización de Moctezuma II. Sus características iconográficas que dan hacia el poniente, región por donde el sol desciende al inframundo, son compatibles con el sacrificio y la muerte. En cambio, hacia el oriente y en franca alusión al nacimiento del Sol, la diosa se encuentra en posición de parto.

Cuando la inevitable muerte llega, los despojos se convierten en el alimento de Tlaltecuhtli, es decir, se dispone del cadáver y el alma o teyolía debe emprender el viaje hacia alguna de la geografías funerarias. Como es conocido, se creía que al cielo del Sol iban los caídos en la guerra y las mujeres fallecidas en el parto. Al respecto, es preciso hablar de un ejemplo que correspondería a esta forma de muerte: se trata de las llamadas ofrendas 10 y 14 encontradas durante las excavaciones del Templo Mayor de Tenochtitlan. Después de su descubrimiento en el año de 1978, Eduardo Matos Moctezuma propuso a partir de la iconografía y la ubicación de estos contextos, que los huesos cremados que fueron depositados en dos urnas de inigualable manufactura, pertenecerían a guerreros mexicas caídos en combate.

Tras su estudio, basado en la metodología de las ciencias forenses y en la aplicación de diversas técnicas de análisis, fue factible conocer aspectos tanto del ritual como de las características osteobiográficas de los individuos. La edad, el sexo y las condiciones de salud-enfermedad de los personajes, así como la temperatura a la que fueron cremados cuando aún se encontraban en estado cadavérico, fueron inferidos en este estudio. Las marcas de estrés ocupacional que delatan una actividad física intensa relacionada con las caminatas de larga distancia, la presencia de procesos infecciosos o la pérdida antemortem de los incisivos centrales, son pistas que en conjunto con la información histórica e iconográfica, permitieron llegar a la conclusión de que podría tratarse de guerreros mexicas caídos en combate. Esta reveladora hipótesis la había propuesto Eduardo Matos Moctezuma, ni más ni menos, un par de décadas atrás cuando las urnas funerarias emergieron de Tlaltecuhtli.

Completa este capítulo el análisis del resto de las geografías funerarias: el Tlalócan —mundo de los muertos relacionado con el dios de la lluvia—, el Chichihuaulcuahco o árbol nodriza y el Míctlan. En lo que respecta a este último, el autor hace una propuesta muy reveladora. Para llegar a este sitio, lugar sin luz ni ventanas y cueva regeneradora, era preciso que transcurrieran cuatro días para arrancar una travesía que duraría cuatro años, recorriendo nueve parajes que podrían significar los nueve meses de gestación o una regresión hacia el útero de la madre tierra. De acuerdo con el autor, la creencia en un viaje de esta duración podría descansar en el conocimiento y la observación del proceso de descomposición y esqueletización, pues al cabo de este tiempo los cuerpos tendrían dicho aspecto. Si bien es un hecho conocido que la pérdida de tejidos blandos es un proceso que depende del entorno y la matriz en la que se encuentre el cadáver, a menos de que existan fenómenos cadavéricos conservadores (como la momificación o la saponificación), al cabo de este tiempo se habrían perdido la mayoría de los tejidos blandos, especialmente en un entierro directo en la tierra. La preservación de ligamentos o tejido muscular persistente no alteraría la condición general esqueletizada.

El autor concluye su obra recordándonos que "los diablos andan sueltos," forma de expresar que la conquista más difícil a la que puede someterse algún pueblo es la espiritual. La imposición de una nueva cosmovisión reveló a los pobladores indígenas un hecho que ha caracterizado al mundo occidental: el alto costo de la muerte. Este capítulo termina presentando datos reveladores obtenidos a partir de la etnografía, que reflejan la riqueza actual en materia de este patrimonio intangible. Incluso, en entornos urbanos es posible observar reminiscencias del pensamiento náhuatl y elementos occidentales en lo que el autor considera "una amalgama de prácticas mortuorias".

Así, Eduardo Matos nos conduce por un recorrido que abarca diferentes parajes en la conceptualización de la muerte, pues finalmente como el propio autor menciona "nadie escapa, pues, de las grandes fauces del señor de la tierra".

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