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Boletín mexicano de derecho comparado

versión On-line ISSN 2448-4873versión impresa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.53 no.159 Ciudad de México sep./dic. 2020  Epub 21-Ene-2022

https://doi.org/10.22201/iij.24484873e.2020.159.15807 

Bibliografía

GÓMEZ GONZÁLEZ, Arely (coord.). 2016. Reforma penal 2008-2016. El sistema penal acusatorio en México

Sergio García Ramírez* 
http://orcid.org/0000-0002-9164-8464

*Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas. Profesor Emérito de la UNAM. Investigador Emérito del Sistema Nacional de Investigadores. Exjuez y expresidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

GÓMEZ GONZÁLEZ, Arely. (coord.), 2016. Reforma penal 2008-2016. El sistema penal acusatorio en México. México: Instituto Nacional de Ciencias Penales, 1032p.


Se han multiplicado las reformas de materia penal a la Constitución general de la República, principalmente a partir de 1993. No fueron muy frecuentes las emitidas entre 1917 y aquel año, y generalmente tuvieron un signo humanitario, atentas al buen trato para quienes infringen la ley penal y orientadas por el signo de la recuperación del infractor por medio del concepto de readaptación social. Añádanse, de ese mismo periodo, los cambios normativos a propósito del régimen de infracciones de policía, por una parte, y la responsabilidad de servidores públicos, por la otra, que determinó un giro relevante en el título cuarto de la Constitución y en otros preceptos concernientes al mismo tema.

En 1993 se llevó adelante una amplia reforma constitucional sobre diversos extremos del proceso penal. En varios puntos se avanzó mediante disposiciones de corte liberal y progresista. También llegaron a la ley suprema algunas cuestiones que suscitaron debate y otras que abrieron el camino de posteriores y discutibles desarrollos, como ocurrió a propósito de la delincuencia organizada y sus consecuencias procesales y materiales. Corrieron los años y se advirtió la necesidad de ir adelante en la reforma constitucional para acomodar nuestro enjuiciamiento penal a las tendencias que comenzaban a prevalecer en América Latina, al amparo de instituciones, figuras procesales y sugerencias provenientes del orden jurídico anglosajón, sin perjuicio de otros impulsos, ciertamente bien sustentados, que tuvieron origen en las tareas del Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal para generar un sistema procesal penal modelo.

En 2007 se planteó una nueva reforma constitucional en la materia a la que se refiere esta nota; culminó en 2008 con la extensa revisión de numerosos preceptos vinculados con el procedimiento penal, y también con puntos de carácter sustantivo y ejecutivo. En ese momento pareció -al menos fue la opinion de algunos analistas- que se estaba llegando a una suerte de conciliación o composición entre corrientes democráticas y autoritarias con el propósito de alcanzar reformas que permitieran el progreso del sistema en su conjunto. Bajo esta impresión elaboré un libro sobre la vasta reforma del 2008, al que subtitulé “¿Democracia o autoritarismo?”. Dije también, en uso de una metáfora, que la reforma equivaldría al suministro de agua clara y potable a un sistema penal sediento de justicia, pero con la adición de algunas gotas de veneno que alterarían la calidad de aquélla.

En ese tiempo se mantenía rígidamente la dispersion de la normativa penal que ha imperado a lo largo de nuestra más que bicentenaria experiencia federal: multiplicidad de códigos penales y procesales, a razón de uno de cada especialidad para cada entidad federativa, además de los ordenamientos de alcance federal. Las primeras aplicaciones de la reforma penal constitucional tropezaron con esa multiplicidad de competencias, que provocó aplicaciones distintas e incluso discrepantes sobre los mismos textos constitucionales. Este grave tropiezo impulsó una nueva reforma constitucional, incorporada en la fracción XXI del artículo 73, para unificar en manos del Congreso de la Unión la facultad de legislar sobre el procedimiento penal y otras materias aledañas, como la ejecución de sentencias y las alternativas al proceso ordinario.

La bandera de la reforma de 2008 -elevada varios años antes, sin mayor fortuna- fue la adopción del régimen de juicios orales y el tránsito hacia un sistema acusatorio que relevase al imperante inquisitivo -así se calificó- o mixto que había caracterizado al derecho mexicano. En rigor, la reforma constitucional de 2008 puso el mayor énfasis en la composición de los litigios penales por medios diversos del proceso ordinario y el juicio oral: convenios entre el Ministerio Público y el imputado, con mayor o menor participación de la víctima del delito, o bien, acuerdos entre ésta y el victimario para hallar, en común, la solución del litigio penal. Fue así como se modificó el “paradigma” prevaleciente hasta entonces y se enfiló el sistema procesal penal en un nuevo rumbo. Hoy insistimos en la existencia y vigencia del sistema acusatorio, aunque no siempre recordamos que la Constitución de 1917 -conforme a las propuestas de Venustiano Carranzaen 1916, acogidas por el Congreso Constituyente- ya se había pronunciado por la adopción del sistema acusatorio -sin denominarlo así- en sustitución del inquisitivo que depositaba amplias atribuciones investigadoras en los jueces de instrucción.

La reforma constitucional de 2008 y las posteriores a este año, que unificaron la ley procesal penal, ha sido objeto de muy abundantes y detallados comentarios, además, por supuesto, de sus aplicaciones en la legislación secundaria y en la juriprudencia federal y local, que debieron atenerse a los cambios constitucionales y explorar, a partir de ellos, el nuevo camino de la administración de justicia. La bibliohemerografía procesal penal de los últimos años es particularmente nutrida, acaso más que la correspondiente a otros sectores del orden jurídico. Se han multiplicado las obras de texto, las monografías, los comentarios a leyes y códigos, las revisiones expositivas y críticas, los manuales, formularios y protocolos de práctica forense y otros instrumentos destinados a la docencia y la divulgación.

Me he permitido elegir para esta nota una obra representativa de ese caudal de trabajos relativos a la reforma constitucional y a sus derivaciones normativas. Por supuesto hay otras -varias- obras valiosas, recomendables, que los estudiosos de esta materia pueden consultar con provecho. La que ahora traigo a cuentas en esta nota bibliográfica reúne un buen número de estudios que abarcan prácticamente todo el horizonte del procedimiento penal y sus implicaciones. Esos trabajos se deben a juzgadores federales y locales, entre los que figuran ministros de la Suprema Corte de Justicia y magistrados o jueces de la Federación o de entidades federativas; funcionarios del Ministerio Público, institución que también ha debido reconsiderar a fondo su papel en el procedimiento; abogados, catedráticos e investigadores. Se trata, pues, de un haz de perspectivas relevantes a partir de distintas experiencias.

La coordinación de la obra corrió a cargo de quien entonces se desempeñaba como procuradora general de la República -función posteriormente asumida por la también novedosa Fiscalía General, órgano constitucional autónomo- y la edición se encomendó al Instituto Nacional de Ciencias Penales, en cuyo foro se desarrollaron numerosos encuentros académicos y profesionales en torno a las reformas constitucionales y legales. La obra colectiva de referencia revisa todo el procedimiento penal, sus etapas, sus actores, sus actos principales, sus aciertos y desaciertos. Por supuesto, en esta nota no podría referirme a todos los artículos incluidos en la obra -que son varias decenas-, sino sólo a algunos temas desarrollados en aquélla que pudieran atraer el interés de los lectores en las distintas trincheras de las profesiones jurídicas, e incluso de personas ajenas a estas profesiones , pero atentas -afortunadamente- a los propósitos y las realidades del enjuiciamiento penal.

De otro libro tomo la referencia al desenvolvimiento histórico de la más reciente reforma procesal penal en América, a la que corresponde la adoptada en México, según la muestra Alfredo René Uribe Manríquez (“Presentación” de El proceso penal en Iberoamérica. Visiones comparadas. 2016. México. Editorial Flores). Inició en 1991 en Argentina y prosiguió en 1998 en Guatemala, Costa Rica y El Salvador; 1999, en Venezuela; 2000, en Chile y Paraguay; 2001, en Bolivia, Ecuador y Nicaragua; 2002, en Honduras; 2004, en República Dominicana; 2005, en Colombia; 2006, en Perú, y 2008, en México.

En la obra comentada, Luis María Aguilar Morales, entonces presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, expone los antecedentes, objetivos y ejes rectores de la reforma. No la hubo “tan radical” -señala Humberto Benítez Treviño- para “mejorar la sustancia y el proceso penal”. Empero, también hay reflexiones críticas, como la formulada por el magistrado Ricardo Ojeda Bohórquez: se hizo sin observar algunos derechos fundamentales recogidos por la Constitución, a propósito de figuras relevantes del procedimiento, como el “mandamiento escrito, fundamentación y motivación y exacta aplicación de la ley, e incluso se suprimieron algunos derechos fundamentales como la libertad provisional bajo caución y los careos constitucionales, esencia misma del modelo acusatorio”.

El análisis de las reformas debe practicarse a la luz de los derechos humanos, y así lo hacen varios colaboradores de la obra: Eber Betanzos Torres, Manuel Vidaurri Aréchiga y Dino Carlos Caro Coria, quienes en este sentido ponen de manifiesto las implicaciones del derecho internacional de los derechos humanos sobre el sistema procesal penal. Conviene destacar que el Código Nacional de Procedimientos Penales, derivado de la reforma constitucional, invoca la atención que es debido guardar con respecto a la normativa internacional de los derechos humanos. De esta suerte, dicha normativa resulta ser una fuente explícita del régimen procesal, lo cual se desprende también, claramente, de la estipulación contenida en el artículo 1o constitucional a partir de la reforma de 2011.

Los principios y las directrices del sistema procesal penal, explícitos o implícitos en la normativa constitucional y secundaria, son tema de varios artículos, entre ellos mi propia contribución sobre los principios procesales. Destacan las reflexiones de algunos tratadistas en torno a un concepto básico del orden procesal penal con sustento en las reformas emprendidas en el mundo entero desde el final del siglo XVIII: la presunción -o el principio- de inocencia. A explorar su significado y alcance se destinan las aportaciones de Miguel Ángel Aguilar López -que ha tratado este tema en diversas publicaciones y foros académicos- y Constancio Carrasco Daza. También son relevantes las reflexiones en torno al principio de contradicción, al que se refieren Felipe Borrego Estrada -que tuvo un papel destacado en la formación e implementación de la normativa procesal- e Ivonne Álvarez García.

Entre los personajes “clave” del sistema procesal penal -sin perjuicio del papel eminente del juzgador y del fiscal- figura la policía, a mi juicio el actor determinante, en buena medida, del éxito o fracaso del sistema. La obra comentada alude a menudo al quehacer de la policía que supuestamente debe participar en la investigación de los delitos bajo la conducción técnica del Ministerio Público. Un comentarista, Antonio Lozano Gracia -quien fuera procurador general de la República-, menciona en su artículo que bajo el nuevo sistema penal se “exacerban las contradicciones históricas” derivadas de la resistencia del Estado mexicano a construir un servicio policial profesional.

La misión y las características de la defensa penal -y, consecuentemente- de quienes la tienen a su cargo, son materia de diversas reflexiones. Es así que Margarita Luna Ramos -ministra de la Suprema Corte, al tiempo de la reforma- subraya la necesidad de contar con una defensa “impecable”. Otro ministro del mismo tribunal, Jorge Mario Pardo Rebolledo -en artículo del que es coautor José Díaz de León Cruz- examina detalladamente el alcance de la defensa material, que desborda largamente la formalidad de una asistencia acotada y tradicional, y señala que la progresividad del régimen constitucional de defensa implica una “evolución o magnificación” de la garantía de defensa adecuada prevista en la fracción IX del apartado A del artículo 20 constitucional. Otros colaboradores en esta obra colectiva se refieren al fortalecimiento de la defensa pública -así, María del Pilar Ortega Martínez-, a cuyo cargo se halla, por cierto, la mayoría de las defensas penales, habida cuenta de la debilidad económica de la generalidad de los imputados.

El trato procesal de la víctima -u ofendido, dice nuestra Constituición erróneamente, confundiendo figuras que son diferentes- es tema de artículos incluidos en la obra colectiva. Entre ellos cuenta el que aportó la coordinadora, Arely Gómez González. Hay otras contribuciones acerca de esta materia, como la de Rosa Elena González Tirado, a propósito de la participación procesal de la víctima y la impugnación de resoluciones.

Como antes mencioné, un aspecto muy destacado del régimen acogido en la reforma -más allá de las proclamaciones acerca del juicio oral- es la opción por alternativas al proceso, que analiza el citado Aguilar Morales. Otro tanto hace Ariel Francisco Aldekua Kuk, en un interesante ensayo acerca de lo que considera “el buen resultado que ha tenido el nuevo sistema de justicia penal acusatorio en el Estado de Yucatán”. Un tratadista, con experiencia en temas de seguridad pública y procuración de justicia, Renato Sales Heredia, advierte que “la negociación entre el fiscal y el Defensor, las salidas alternas y los criterios de oportunidad son la clave de despresurización, de descongestión, pues evitan la sobrecarga del sistema y le permiten abordar técnicamente y con resultados suficientes los casos complejos”. Otra novedad aportada por la reforma de 2008 y reglamentada en el ordenamiento secundario, es la acción en manos de particulares, que no obedece -menciona Luis Roca de Agapito- a un criterio victimológico, sino al propósito de “solventar un problema de tipo práctico, tratando de descargar al Ministerio Público de trabajo y privatizando de esta manera el ejercicio de la acción penal”.

No iré más lejos en referencias -que podrían ser numerosas- al análisis de este signo de la reforma, alojado tanto en esas “negociaciones penales”, a las que abrió la puerta, en 1996, la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, como el criterio de oportunidad que puede aplicar el Ministerio Público para excluir litigios del conocimiento jurisdiccional, mediante valoración -necesariamente administrativa- sobre la relevancia de los casos que recibe y la pertinencia de someterlos a la decisión de un juzgador. Por ello Salvador Sandoval Silva -a quien cita Luis Rodríguez Manzanera- afirma que “el cambio fundamental para todas las instituciones de procuración de justicia del país se verificará, principalmente, en el papel que el Ministerio Público desempeñará en el sistema penal acusatorio”.

Un tema sobresaliente en la nueva regulación procesal es el procedimiento abreviado, “figura central” de la reforma de 2008, en términos de Eduardo Medina Mora. Hay críticas frontales y firmes defensas de la regulación adoptada a este respecto -muy cercana a la normativa norteamericana-, con la que se pretende dar fluidez a la solución de las contiendas penales y se depositan atribuciones descollantes en el Ministerio Público, más que en el juzgador de la causa. A juicio del propio Medina Mora, son injustas las críticas que se dirigen contra el procedimiento abreviado; en éste -señala- hay “protecciones procesales mínimas a nivel constitucional que garantizan un debido proceso”. Noé Ramírez Guitiérrez analiza el desideratum del procedimiento abreviado: ¿hacia el “eficientismo procesal”? Los defectos de regulación en este materia -sostiene el mismo autor- “traen consigo un alto riesgo de corrupción”. Su consecuencia será la “frustración en la racionalidad en el castigo”

Por supuesto, la feliz aplicación del nuevo derrotero procesal penal enfrenta numerosos retos de diverso orden, cuya solución ha avanzado en alguna medida, y en otra se halla pendiente, como es notorio. A este respecto, que reclama diversas ponderaciones, concurren los artículos de Mariana Benítez Tiburcio, Adriana Campos López, Gerardo Laveaga -quien alude al indispensable “cambio cultural”- y María de los Ángeles Fromow, que proporciona un “estado de la cuestión”, derivado de su propio desempeño en la implementación de la reforma a escala nacional. Un reto principal se localiza en la formación de los servidores de la justicia -y de todos los actores que participan en ella- a la luz del nuevo paradigma entrañado en la reforma, punto señalado por los autores que acabo de mencionar y por Emilio Zacarías Gálvez.

Entre los señalamientos críticos sobre algunas cuestiones reguladas por la reforma penal constitucional, en distintos preceptos y momentos, se encuentran los comentarios de Rodríguez Manzanera acerca de la confusion generada por el empleo del término “reinserción” en el artículo 18 constitucional, que sustituye al de “readaptación social”; asimismo, el desacierto -alojado en el mismo precepto- de “transformer el derecho minoril en un derecho penal retributivo”.

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