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Boletín mexicano de derecho comparado

versión On-line ISSN 2448-4873versión impresa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.52 no.154 Ciudad de México ene./abr. 2019  Epub 12-Mayo-2020

https://doi.org/10.22201/iij.24484873e.2019.154.14157 

Bibliografía

Astrain Bañuelos, Leandro Eduardo, El derecho penal del enemigo en un Estado constitucional: especial referencia en México, Madrid, Marcial Pons, 2018, 209 pp.

Sergio García Ramírez*  a 
http://orcid.org/0000-0002-9164-8464

*Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

Astrain Bañuelos, Leandro Eduardo. El derecho penal del enemigo en un Estado constitucional: especial referencia en México. ,, Madrid: Marcial Pons, 2018. 209p.


El autor de esta obra, que aborda un tema relevante -con antigua y actual vigencia en el mundo entero y particularmente en México- es profesor de la Universidad de Guanajuato. Dirige el Departamento de Derecho correspondiente al campus de la ciudad de Guanajuato. Es alumno de Luis Felipe Guerrero Agripino, también catedrático distinguido, rector de aquella Universidad. Guerrero Agripino elaboró el prólogo con el que se presenta la obra de Astrain. Cabe señalar que en ese plantel de educación superior han florecido los estudios penales, como lo acredita el antiguo desempeño de otros tratadistas de la materia, que igualmente ejercieron el rectorado universitario: Enrique Cardona Arizmendi y Cuauhtémoc Ojeda Rodríguez, participantes en proyectos penales y comentaristas de la misma disciplina.

En el examen de la materia, que aborda el profesor Astrain, es preciso tener en cuenta, como marco general, la evolución que ha experimentado el sistema penal desde la época -siglos XVII y XVIII- en que las ideas de los grandes reformadores ilustraron la formación del moderno Estado de derecho, como señala Luigo Ferrajoli. Los principios rectores del Estado en el ejercicio de su potestad nuclear, instalada sobre el monopolio de la violencia, contribuyeron al reconocimiento de los derechos del individuo, bajo el título de imputado, y condujeron el ejercicio del poder público en uno de los sectores más delicados en los que se plantea la siempre azarosa relación entre ese poder y los ciudadanos. Por ahí transita la historia de la democracia, y en ese ámbito se expresan las exigencias más generosas del orden punitivo, cifradas en la propuesta de Marat en su Plan de Legislación Criminal: “No lastimar ni la justicia ni la libertad y conciliar la benevolencia con la certeza de los castigos, y la humanidad con la seguridad de la sociedad civil”.

La vinculación estrecha entre el sistema político general y el sistema penal particular -herramienta de aquél- justifica las reflexiones de Astrain a propósito de los modelos de Estado, de los que da cuenta en el capítulo II de su obra: monárquico, liberal, social y social-democrático de derecho, que representan etapas de una larga marcha, o bien, dicho de otro modo, aproximaciones sucesivas al Estado de derecho y de derechos (61 y ss.).

El itinerario del crimen ha orientado los perfiles sucesivos de la política criminal del Estado y su cimiento social. En ese itinerario, previsto por los criminólogos de finales del siglo XIX, se hallan los delitos tradicionales -atentados contra la piedad y la probidad, que dijo Garófalo- y la nueva criminalidad, que integran el conjunto de la delincuencia de nuestra hora, a cuyo control se dirigen los esfuerzos de esa política criminal. Astrain se ocupa en el relato de la evolución criminal y de sus repercusiones en la normativa penal. En este recorrido han aparecido pretensiones punitivas de gran severidad, al lado de preocupaciones redentoras como las que puso en la escena, mucho tiempo atrás, el profesor español Pedro Dorado Montero a través de un “derecho protector de los criminales”, que también evoca el profesor Astrain.

Es aquí donde aparecen y florecen o declinan, asediados desde diversos frentes, los principios del garantismo penal. El autor de la obra que ahora comento se ocupa en el examen de esos principios: legalidad, última ratio, fragmentariedad, protección de bienes jurídicos, proporcionalidad, culpabilidad, igualdad y dignidad humana (80 y ss.). El conjunto integra la armadura del derecho penal moderno: las piezas trabajan en íntima armonía y se reclaman mutuamente.

En mi concepto, sobresalen ciertos principios en el conjunto que el autor examina, y que son fuente de desarrollo y punto de convergencia de todos los restantes. Así, el principio de dignidad (104 y ss.), que se abre paso en las disposiciones constitucionales y en la normativa internacional de los derechos humanos, donde se sustenta la primacía del ser humano y se establece la misión ancilar de la sociedad y el Estado. Igualmente, el principio de última ratio o intervención penal mínima o subsidiaria (pp. 86 y ss.): verdadero protocolo de actuación del Estado, al emitir sus normas penales y definir y mover sus instituciones.

Bajo este amparo es preciso insistir en que no se gobierna con el derecho penal en la mano y en que no es posible desplazar hacia la justicia penal la misión que compete a la justicia social. También destaca Astrain el principio de culpabilidad, cuya “violación importa el desconocimiento de la esencia del concepto de persona” y abre la puerta hacia el derecho penal de autor (99-100). En esta porción de su obra, el tratadista trae a cuentas las dos corrientes enfrentadas: la que propone mantener los principios garantistas y la que plantea modificarlos, relativa o absolutamente, para combatir con eficacia la criminalidad (28).

No sobra invocar algunos puntos de vista que contribuyen a establecer los términos de estos pareceres encontrados. Mireille Delmas-Marty, que ha estudiado con profundidad el régimen penal europeo y participado en reformas penales en Francia, hace notar que “el derecho penal nacional tardó siglos en integrar los derechos fundamentales, y el temor de muchos penalistas, hoy, es que la mundialización impone un derecho penal regresivo y opresivo, que sacrificaría la legitimidad con el único objetivo de ser eficaz”.

Por su parte, el jurista argentino Daniel Erbetta resume lo que considera una

crisis derivada de la tensión expansiva a que se está sometiendo al derecho penal, que se refleja en el crecimiento y aumento de los tipos penales, en el endurecimiento de las penas, en la creación de nuevos bienes jurídicos, en la ampliación de los espacios de riesgo penalmente relevantes, en la flexibilización de las reglas del derecho procesal penal, en la internacionalización del derecho penal y en la relativización de los principios políticos criminales de garantía.

El prologuista de la obra de Astrain, Luis Felipe Guerrero Agripino, también formula advertencias relevantes, tomando en cuenta los importantes cambios incorporados en la normativa penal mexicana a partir de 2006, que han “impactado profundamente en la forma de pensar, construir, interpretar, aplicar y estudiar el derecho”. “Los juristas -señala- debemos estar atentos para que, en este ambiente de profundos y vertiginosos cambios, no caigamos en la tentación de retroceder en el camino, dejando de lado las conquistas y los avances que mucho han costado y que inciden en la construcción de un México más justo y democrático” (15). Añade: preocupa “que por una parte encontremos avances en la implementación de un procedimiento penal democrático y por otro se configure un régimen penal de excepción no compatible con el Estado de derecho” (17).

En la misma línea, que impera en su obra, Astrain Bañuelos se refiere al debate político criminal en torno al derecho punitivo. Sostiene que “el debate razonado y crítico ha cedido lugar a la intolerancia, la violencia y la sinrazón”. Algunas opiniones infundadas “se convierten en líneas de acción político criminales carentes de prudencia y sentido” (39). Ponerse en guardia frente a estas tendencias no implica, desde luego, menoscabar la libertad de opinión.

Es interesante traer a cuentas diversas observaciones del autor de la obra comentada. Por ejemplo, hace notar que la nueva dimensión que ha informado la pena privativa de libertad (pp. 41 y ss.) se halla caracterizada por el desacierto y la desmesura. Hay desconfianza en la reinserción; de ahí el extraordinario agravamiento de las punibilidades en que ha incurrido la normativa nacional. En este mismo orden de consideraciones, el autor cuestiona la expansión del derecho punitivo, inconsecuente con el principio de mínima intervención, merced a la proliferación de tipos penales (49 y ss.). En forma consecuente con su alegato sobre la función del sistema penal en una sociedad democrática, Astrain se pronuncia (afiliándose a la Escuela de Frankfurt) por “la construcción de un derecho penal acorde a un programa constitucional penal de corte garantista, lo cual implica la descriminalización de todos aquellos comportamientos que no justifiquen una intervención penal” (55).

Hemos asistido -se manifiesta en esta obra- a la formación de un derecho penal de excepción, que ha llegado a la normativa constitucional (56-57). A este respecto, el autor reflexiona sobre el auge del derecho penal del enemigo en el sistema mexicano y su presencia en el orden jurídico mexicano.

El abordaje del derecho penal del enemigo se ha llevado adelante en numerosas obras, que suelen comentar -con adhesión, cuestionamiento o rechazo- los puntos de vista de Günther Jakobs, autor de una doctrina ampliamente conocida. Al referirnos a este asunto ingresamos en tierra minada, que Astrain transita con erudición y talento reflexivo. El tema tiene hondas raíces históricas y se anuncia con diversos y distintas consecuencias en el pensamiento de numerosos tratadistas, entre ellos algunas figuras cumbre de la filosofía y del derecho, anteriores a las aportaciones de Jakobs.

Nuestro autor pasa revista a diversas expresiones del derecho penal del enemigo, y para ello atrae un amplio conjunto de puntos de vista (capítulo IV: 107 y ss.): en esta relación figuran Hobbes (con particular intensidad: sancionar con el derecho de la guerra), Locke, Rousseau, Kant, Fichte, Feuerbach, John Stuart Mill, Beccaria y Schmitt, esto es, guardianes de diversas líneas de pensamiento y militantes en distintas trincheras. No siempre se ha tratado de ideólogos del autoritarismo. Con detalle y a partir de fuentes primarias, Astrain expone el pensamiento de esos tratadistas.

Desde luego, el profesor Astrain adelanta su propia posición con respecto al derecho penal del enemigo y formula una crítica frontal a propósito de las ideas que esa corriente ha sustentado, crítica que arraiga en la reflexión sobre el Estado social y democrático y el papel que en éste debe cumplir el derecho penal (172 y ss.).

Se hace notar que la figura del enemigo, informadora de la corriente que el autor cuestiona, posee carácter histórico y contingente. El diverso origen de esa figura y la responsabilidad consiguiente recaen en sus fuentes creadoras. En efecto, “el enemigo no existe como tal”: es “el Estado quien lo construye, ya sea intencionalmente como un elemento unificador, distractor y para la dominación de la sociedad, o bien, lo configura imprudencialmente”, al no otorgar a los sujetos calificados como enemigos “los medios necesarios para su autorrealización, orillándolo(s) a hacer del crimen el único medio en el que se puede(n) desarrollar” (182-183).

Me permitiré recordar ahora que estas reflexiones se conectan con los puntos de vista que constantemente he manifestado en torno a las que denomino “decisiones políticas fundamentales” en materia penal, que se localizan en las ideas determinantes del sistema punitivo -cualquiera que éste sea- y en las correspondientes normas constitucionales. La pregunta que es preciso responder a propósito de esas decisiones es: ¿a quién identificaremos como delincuente? En fin de cuentas, el problema reside en la división del universo del que todos formamos parte (el género humano, enmarcado por los conceptos de dignidad, destino y supremacía). En ese universo se quiere distinguir dos hemisferios. En uno de ellos figuramos “nosotros”; en su opuesto, los “otros”. Esto escinde a la sociedad total. De un lado, los ciudadanos -grupo en el que figuramos y donde se acumula el progreso histórico con su cauda de conceptos plausibles: democracia, Estado de derecho, derechos fundamentales, libertades y garantías. El orden jurídico penal que prevalece en este ámbito destaca la conducta del agente o el hecho que éste realiza.

En el otro hemisferio -en el que no figuramos- se hallan los enemigos. A ellos debe aplicarse un orden jurídico especial (no necesariamente se le llamará penal) en el que se repliega la democracia, entran en juego las vías de escape o las atenuaciones del Estado de derecho, ceden los derechos fundamentales, se reducen las libertades y disminuyen las garantías. En este derecho destacan -antes, en lugar o después de la conducta- el sujeto, su personalidad, su temibilidad. El pronóstico de su conducta futura ocupa el centro del escenario. Inmediatamente aparece otra interrogante: ¿cómo tratar al enemigo? ¿de cualquier manera, a discreción del legislador y de los ejecutores?

Por lo que toca a México, hay espacio para recordar las ideas punitivas de otro tiempo, que algunos ignoran o añoran. Mencionemos, por ejemplo, el régimen penal del Porfiriato, del que me he ocupado en otra oportunidad. Y recordemos, para no ir más lejos, la “confesión” del dictador en la famosa entrevista que le hizo el periodista norteamericano Creelman en 1908.

Éramos duros -confiesa Díaz-. Algunas veces, hasta la crueldad. Pero todo esto era necesario para la vida y el progreso de la nación. Si hubo crueldad, los resultados la han justificado con creces… Fue mejor derramar un poco de sangre, para que mucha sangre se salvara. La que se derramó era sangre mala, la que se salvó, buena.

Por lo visto, el notable entrevistado sabía distinguir la calidad de la sangre, y actuar en consecuencia.

En el examen del itinerario mexicano que desemboca en la adopción parcial -por ahora reducida o relativa- del derecho penal del enemigo- es preciso traer a cuentas la consideración penal de ciertas situaciones de riesgo y las disposiciones que anticipan el empleo del instrumento penal -antes, inclusive, de los actos preparatorios de un delito-, como ha ocurrido en la preceptiva sobre conspiración, vagancia y malvivencia o disolución social. Estas tentaciones autoritarias se justifican -señalaron o señalan sus partidarios- para enfrentar reales o supuestos peligros.

Los penalistas mexicanos que se han ocupado en el estudio de esta materia -como el propio Astrain, Guerrero Agripino, Rojas Valdez y yo mismo- hacemos notar el quiebre introducido en nuestra mejor tradición liberal. En este desacierto incurrió la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, de 1996, a la que he llamado el “bebé de Rosemary” (fuente de una nueva generación de sujetos, que inundan el planeta), expresión que Astrain recoge en su obra. También he sostenido que la reforma constitucional de 2008, que contiene progresos muy apreciables, se asemeja a un “vaso de agua fresca y limpia” en la que alguien hubiera depositado “algunas gotas de veneno”. De ahí que se tratara -he manifestado- de una reforma “ambigua”. El profesor Astrain Bañuelos hace notar que, a través de esa reforma, tan celebrada -con justos merecimientos-,

se establecieron en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos una serie de normas que se constituyen como restricciones al goce y disfrute de los derechos humanos consagrados en el propio ordenamiento constitucional pero sólo dirigidas a la criminalidad organizada, lo que controvierte el espíritu garantista de la mencionada reforma” (73).

Se ha producido una tensión entre algunas disposiciones del nuevo orden penal mexicano y determinados “estándares” del derecho internacional de los derechos humanos. En caso de colisión, debieran prevalecer las disposiciones que mayor protección brindan al individuo. En este sentido se orienta Astrain, quien propone una nueva interpretación jurídica para sustentar esa prevalencia, a partir del artículo 1o constitucional e incluso del artículo 133 de la ley suprema (75). No es éste, por cierto, el rumbo que por ahora ha tomado la jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia.

En su análisis de esta materia, el autor del libro comentado examina las floraciones del derecho penal del enemigo en la Constitución y en diversos ordenamientos federales y estatales (capítulo V: 145 y ss.). Culmina su reflexión en conclusiones críticas. Entre éstas, considera que

la derogación de las normas y abrogación de los cuerpos normativos propios del derecho penal del enemigo es una tarea imprescindible e impostergable del legislador. Reconocemos -sostiene- que si bien es cierto no podemos resolver las problemáticas actuales con un derecho penal pensado para otra realidad (la modernidad), tampoco podemos hacerlo con respuestas retrógradas propias de la premodernidad (200).

aCorrespondencia: Circuito Maestro Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, 04510, Coyoacán, CDMX. Correo electrónico: sgriijunam@gmail.com.

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