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Boletín mexicano de derecho comparado

versão On-line ISSN 2448-4873versão impressa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.50 no.149 Ciudad de México Mai./Ago. 2017

 

Bibliografía

Andrade, Eduardo, Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos comentada

Sergio García Ramírez1 

*Investigador titular en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

Andrade, Eduardo. Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos comentada. México: Oxford University Press, 2015. 391p.


En estos meses -y en estos años, desde luego- han menudeado las obras en torno a la Constitución mexicana, para comentar, celebrar o al menos recordar su ya lejana promulgación en febrero de 1917. Abundan las reflexiones históricas, políticas, sociológicas y, desde luego, jurídicas, que establecen -cada una a su manera- el panorama de la República en el arduo final de 1916 y el azaroso inicio de 1917, cuando los constituyentes -un grupo notable y esforzado- salieron del teatro de la República, entonces Iturbide, con un texto en la mano: la flamante Constitución social y política, primera de su género en el itinerario constitucional universal.

Desde entonces, esta novedad constituyente ha sido orgullo de nacionales y objeto de reconocimiento -en general- entre los estudiosos extranjeros. Últimamente, sin embargo, los vientos que soplan sobre el constitucionalismo y las corrientes de lo que acostumbramos llamar la “transición” han traído más críticas que elogios, sumados al propósito de contar, por fin, con una nueva ley fundamental que se ajuste a los patrones de nuestro tiempo.

Entre los estudiosos del orden constitucional mexicano -y de sus vertientes más relevantes: así, el sistema electoral- figura el autor de esta obra, Eduardo Andrade Sánchez. Se trata de un político y catedrático que ha recorrido con buen paso y sin desmayo varios caminos que le acreditan como un conocedor del régimen político mexicano y del derecho constitucional: conocedor, digo, por sus andanzas en diversos espacios, que se complementan mutuamente y le permiten observar la materia jurídica con la doble y concurrente mirada del teórico y el aplicador, experto en ambas dimensiones. Así lo hago notar en mi prólogo a esta tercera edición de su Constitución comentada.

Andrade obtuvo el doctorado en derecho en la Facultad de esta especialidad en la Universidad Nacional Autónoma de México, plantel en el que ha sido profesor de derecho constitucional y teoría del Estado. También lo ha sido en la Universidad Veracruzana, con lo que presta un servicio directo -como lo ha hecho en otras competencias- a su estado natal, Veracruz. Debemos a este tratadista numerosas obras de investigación, docencia y divulgación, además de un crecido número de artículos y comentarios en medios de comunicación social: prensa escrita, radio y televisión. Entre los libros de los que es autor figuran: Instrumentos jurídicos contra el crimen organizado (1996), Las reforma política de 1996 en México (1997), Deficiencias del sistema electoral norteamericano (2001), Teoría general del Estado (2003), Derecho municipal (2006), Derecho constitucional (2008), Veracruz. Siglo XIX. Historia de las instituciones jurídicas (2010), Derecho electoral (2011) e Introducción a la ciencia política (2012).

Tan destacada como la del académico ha sido la carrera del servidor público. Fue alto funcionario del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado, de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social y de la Procuraduría General de la República. En la UNAM se desempeñó como abogado general. Conoce de cerca la vida de los partidos políticos, por su larga militancia en el Revolucionario Institucional, del que ha sido candidato exitoso a varios cargos públicos y director jurídico, y al que representó ante el Consejo General del entonces Instituto Federal Electoral. Fue senador de la República y diputado federal, e igualmente procurador de justicia en Veracruz y diputado local. Actualmente es magistrado en el Tribunal Superior de Justicia de esa entidad.

Si tuviésemos un texto constitucional estable -que hiciera honor a su condición técnica de Constitución rígida-, los comentarios en torno a la preceptiva suprema podrían ser reiterativos, de edición en edición, o de reimpresión en reimpresión. No ocurre aquello: tenemos una normativa constitucional en constante cambio, que haca aparecer al Poder Revisor -o Constituyente Permanente, que prefieren decir otros- como “legislador motorizado”, para utilizar la elocuente calificación de Zagrebelsky acerca del hacedor de leyes secundario. Ciertamente, el carácter dinámico de nuestra carta magna quedó sellado en el propio Congreso Constituyente de Querétaro, cuando los diputados de avanzada urgieron a incorporar en aquélla todo lo que les preocupaba en materia obrera y agraria, por ejemplo, y rehusaron acomodarse a la tradición constituyente que solicitaba un texto de principios, alejado de tentaciones reglamentarias.

De esta suerte, la Constitución mexicana -fiel a su genio y figura, que son los del legislador nacional- incorporó muy numerosos cambios, que últimamente han sido verdaderamente torrenciales. No es fácil responder a la frecuente pregunta acerca del número de reformas que ha recibido -no diré sufrido- la Constitución general de la República a partir de 1917. Son legión. El cómputo depende de la opción del contador: si alude a artículos, o a fracciones e incisos, o a decretos de reforma que abarcan diversos preceptos, o al número de veces que hemos tocado cada disposición, y así sucesivamente. Hablemos de decretos, a sabiendas de que algunos de éstos sólo contienen modificaciones a un precepto y otros abarcan decenas de preceptos (como en el reciente caso de la conversión del Distrito Federal en ciudad de México, que ojalá depare muchas venturas a los habitantes de esta inmensa concentración humana).

Reiteraré aquí una consideración que hice en mi prólogo, fechado en septiembre de 2015, y ya encanecido en noviembre de 2016 (fecha en que elaboro esta nota bibliográfica). Entonces dije que entre el 8 de julio de 1921 y el 10 de julio de 2015, es decir, en poco menos de cien años, aparecieron 225 decretos de reforma constitucional. Algunos tocaron numerosos preceptos: hasta una veintena o una treintena, en ciertos casos. De aquel número total, 107 decretos -casi la mitad de los emitidos en un siglo- llegaron entre el 6 de abril de 1990 y el 10 de julio de 2015, poco más de 25 años. Al cabo de pocos meses, las cosas han cambiado: hay más reformas, y otras se avecinan, con festiva diligencia. La obra de Andrade (3a. edición), al día poco antes de salir de la imprenta, ya no pudo recoger algunas de las adiciones de las últimas jornadas.

Desde hace algún tiempo se ha propuesto forjar una nueva Constitución, sin contar necesariamente con los elementos que se hallan en la fragua: una revolución o un gran pacto nacional. Ante la imposibilidad de ir a una Constitución diferente, hemos optado por tocar con nerviosismo todos los extremos del texto supremo, para ajustarlos -decimos con frecuencia- a la realidad y emprender el rumbo del futuro. Hay otras sugerencias relevantes, que ahora mismo son materia de reflexión, producto del talento y la iniciativa de estudiosos de la materia constitucional. Me refiero al planteamiento de investigadores del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, como Diego Valadés y Héctor Fix-Fierro, con otros colegas- de “reelaborar” la Constitución existente -“Texto reordenado y consolidado”-, que organice sus preceptos, elimine contradicciones o reiteraciones, aloje en la normativa fundamental materias propiamente constitucionales y libere hacia una ley de desarrollo constitucional los temas que ameritan nuevo emplazamiento, sin tocar por ahora el fondo de sus disposiciones.

Podemos intentar, claro está, cualquiera de estos caminos, incluso el de una franca sustitución total del texto en vigor -con la confianza de que no removeremos algunos extremos verdaderamente básicos, que por ello debieran ser “pétreos”-, pero no podríamos ignorar ahora mismo que ya no tenemos, en rigor, la carta de 1917, cuyo centenario estamos celebrando en 2017. Disponemos ahora de una nueva Constitución, que no reconocerían como suya los redactores de 1916-1917, en la que han transitado determinaciones alejadas de algunas que presidieron la normativa suprema en 1917 y en varios momentos posteriores, y que supusimos habían adquirido el rango de “decisiones políticas fundamentales de la nación mexicana”. Por ello y por mucho más, en lo que no debo extenderme en esta nota, es perfectamente justificable y hasta necesario contar con frecuentes comentarios sobre la Constitución, como este de Eduardo Andrade, y en el mismo sentido se explica la pertinencia de elaborar notas -que es el caso de la presente- sobre sucesivas ediciones de una misma obra.

No me propongo examinar todos los comentarios que hace Andrade -que son numerosos y orientadores- acerca de los preceptos constitucionales. No haré, pues, el “comentario de los comentarios”, pero intentaré recoger algunos temas sobresalientes -en mi concepto- en los que el autor formula observaciones que conviene ponderar y que figuran precisamente en la tercera edición de su obra. Lo haré recurriendo a las referencias que hago a este respecto en el mencionado prólogo para la tercera edición, y me limitaré a los puntos que trae consigo esta nueva edición, dejando de lado los que corresponden a ediciones anteriores. Cabe subrayar que los apuntes que ofrece Andrade exponen puntos de vista coincidentes o discrepantes de las disposiciones constitucionales en vigor, y en todo caso suscitan dudas

La esencia de una Constitución radica en los derechos humanos, que nuestra ley fundamental expone en sus primeros preceptos, anteriormente abarcados bajo el rubro de “garantías individuales” (hasta la reforma de 2011). A este respecto, Andrade observa la tendencia -sustentada por la Suprema Corte de Justicia- a entender que las restricciones constitucionales de los derechos humanos prevalecen sobre las previsiones de los tratados internacionales (p. 3). Lo menciona en los comentarios sobre los artículos 1o. y 133. Estimo que aún no se ha dicho la última palabra en torno a esta cuestión y que para decirla es preciso revisar el artículo 2o. de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En fin de cuentas debiera prevalecer el principio pro persona. Es el ser humano, no el orden jurídico nacional o el internacional, quien preside las soluciones normativas.

En el comentario al artículo 2o., en torno a derechos de las mujeres indígenas, el autor indica que la reforma democratizadora de 2015 puede “generar confusiones”, en virtud de que para garantizar la participación igualitaria de las mujeres se “menciona claramente el uso del voto como método aplicable”. Aunque no se “exige que el voto sea secreto, dicha condición está prevista en el art. 41 y de ahí que las formas tradicionales puedan ser cuestionadas en cuanto a su legitimidad” (p. 11).

Andrade examina el artículo 3o., que ha incorporado diversas reformas, y señala que este es uno de los preceptos “más trascendentales de la Constitución, pues da las bases para la función educativa del Estado que tiende a satisfacer un derecho social de primer orden” (p. 17). En otra oportunidad he manifestado que este artículo es la disposición más importante de la Constitución, en torno a la que giran los decisiones acogidas en otras normas, por cuanto traza un modelo ético de persona, sociedad y Estado: de ahí el alcance del artículo 3o., muy ambicioso, con magnífico horizonte. Fija el perfil de la nación y de los individuos que la integran; es el extremo de mayor dimensión en el proyecto nacional.

Acerca del artículo 4o., que recoge -a juicio del autor- diversas estipulaciones programáticas, el comentarista supone que el Constituyente Permanente “consideró a la familia sustentada en la unión de personas de género distinto, no obstante -añade- la jurisprudencia de la Suprema Corte ha modificado esta concepción original al admitir la constitucionalidad del matrimonio homosexual” (pp. 21 y 22). Asimismo, Andrade considera que el precepto contempla la posibilidad de practicar el aborto al amparo de la facultad de decidir libremente sobre el número y espaciamiento de los hijos (p. 22).

Con respecto al artículo 6o., los comentarios incluyen varios extremos, que el autor examina con detalle: libertad de expresión, derecho a la información, derecho a la libre comunicación a través del acceso a todas las tecnologías actuales o futuras, y derecho a la intimidad mediante la protección de los datos personales. La libertad de imprenta, antiguamente protegida por el artículo 7o., queda actualizada a través de la redacción vigente de ese precepto.

El artículo 17 garantiza el derecho a la justicia -que se diría “acceso a la justicia”-, y el 18 estipula la finalidad de la privación penal de la libertad: reinserción; por ello, sostiene Andrade, la cadena perpetua es inconstitucional; “no obstante, la Suprema Corte ha sostenido su constitucionalidad” (p. 55). Difícilmente se podría pensar en la reinserción del sujeto si éste debe permanecer en prisión hasta el final de sus días, o bien, durante ochenta, cien o ciento cuarenta años, conforme a la regulación que disfraza o maquilla la cadena perpetua.

En el comentario sobre el artículo 24, que encierra puntos siempre sujetos a debate, el autor indica que “genera graves dificultades de interpretación”. Una de ellas tiene que ver con el significado de las expresiones “convicciones éticas” y “conciencia”. También se analiza y cuestiona la objeción de conciencia, que permitiría quedar fuera del cumplimiento de obligaciones cuya atención debiera ser inexcusable (pp. 71 y 72).

Existe un justificado reconocimiento acerca del artículo 27: “Se contiene aquí una de las más importantes decisiones políticas fundamentales de la nación” (p. 91). Aparentemente esta decisión sólo alcanza a las diversas formas de propiedad, pero es perfectamente posible -agrego yo- proyectarla hacia otros extremos del precepto citado. Evidentemente, el comentario en torno a éste se debe asociar al análisis relativo al artículo 28, que ha sido materia, como aquél, de reformas de gran calado. Sobre ellas subsisten opiniones encontradas.

El artículo 40 establece “los caracteres fundamentales de la organización política de nuestro país”, entre ellos la condición laica, que quiere decir -señala el comentarista- “completamente ajena a cualquier doctrina religiosa. La estricta separación entre los asuntos del Estado y los de las iglesias se regula en el art. 130 constitucional” (p. 126). Esta proclamación de laicismo me permite recordar con aprecio a un antiguo colega de Andrade y mío en la Procuraduría General de la República, el profesor Juventino Castro y Castro, que en su misión como diputado federal, al frente de la Comisión de Puntos Constitucionales, libró una ardua batalla por incluir la expresión “laico” en el texto constitucional.

Un extenso comentario se dedica al no menos extenso -desmesurado, inclusive- artículo 41, producto de varias reformas que han querido atrapar en palabras y más palabras la intención democrática de la nueva república. Andrade observa que la reforma de 2014 “introdujo un rasgo centralista en la Constitución al quitar a los estados la facultad de organizar con autonomía sus elecciones” (p. 144). Es así que el INE puede organizar totalmente las elecciones locales “sin intervención de las autoridades electorales de las entidades federativas, que perdieron su autonomía y quedaron subordinadas a la autoridad nacional”. Hay argumentos en favor de este régimen centralizador, pero también existen -y entiendo que nuestro comentarista las comparte- razones en contra.

Es relevante, como debía ser, el comentario sobre el fundamental artículo 73, atalaya del federalismo mexicano en los ires y venires de las atribuciones del Congreso de la Unión. Andrade Sánchez se interna en este precepto a través de una útil clasificación de las atribuciones congresionales. Distingue entre “facultades legislativas propiamente dichas, ejercidas de manera necesaria por ambas Cámaras”, “facultades económico-financieras”, “facultades de control” que “tienen como propósito vigilar la acción del Poder Ejecutivo y prever la adopción de medidas preventivas y correctivas de posibles desviaciones”, “facultades políticas”, que “suponen actos concretos de poder en que se expresa el ejercicio de la soberanía nacional”, “facultades administrativas” y “facultades implícitas” (pp. 198 y ss.).

En torno al artículo 79, punto para la atención en tiempos recientes, se teje el régimen de fiscalización sujeto a nuevas atribuciones y procedimientos de instancias centrales. El comentarista no parece satisfecho con esta nueva erosión de las potestades locales: “La desconfianza de las autoridades centrales derivada de manejos de las finanzas locales calificados como irresponsables, ha conducido a esta limitación de la supervisión soberana de las cuentas por la representación popular de los Estados, propia de un sistema federal” (p. 220).

En la obra de nuestro autor figuran comentarios interesantes acerca de la sustitución del presidente de la República, en los diversos supuestos en que aquélla resulta necesaria, sustitución que no se halla al abrigo de dudas y riesgos que el autor analiza en los comentarios a los artículos 84 y 85.

El artículo 89 concurre a definir el sistema presidencial adoptado por la Constitución y frecuentemente cuestionado, con mayor o menor hondura, por los partidarios de regímenes intermedios entre el presidencial y el parlamentario, o de plano favorecedores de este último. Se ha introducido en la ley suprema la posibilidad de formar gobiernos de coalición, a la manera de otros Estados, que de esta suerte salvan los problemas que trae consigo una intensa pluralidad política. Empero, subsisten algunos riesgos en el régimen adoptado por la carta mexicana.

El tratadista observa que el

...gobierno de coalición debe basarse en un convenio que contenga el programa a realizar. No obstante, queda el pie el problema de que la aprobación del convenio corresponde a la Cámara de Senadores y aunque en ésta se forme una mayoría que lo respalde, no hay garantía de que en la de Diputados ocurra lo mismo, y esta Cámara tiene el poder de aprobar el presupuesto de modo que, sin su apoyo podría entorpecerse el programa aprobado por el Senado (p. 238).

Habrá que ir con pies de plomo y exquisito cuidado en las primeras apariciones en la escena de un gobierno de coalición, que además de enfrentar los naturales problemas derivados de la normativa constitucional, deberá hacer frente a las incontables asperezas que acarrea la inmadurez de los actores políticos, no siempre atentos al supremo interés de la nación. Aquí es preciso que el patriotismo venza a las pasiones personales y sectoriales.

En el artículo 102 se alojan dos instituciones: por una parte, la Fiscalía, órgano autónomo -fruto de reformas recientes, que se hallan en espera de disposiciones instrumentales que permitan aplicar los textos constitucionales-; y por la otra, el ombudsman a la mexicana, que realmente ha brindado buenos servicios a la causa de los derechos humanos. Las reformas más recientes tienen que ver con la Fiscalía, que sustituirá, a título de órgano constitucional autónomo -uno más en la larga relación de estos entes-, a la Procuraduría General de la República.

Andrade observa, con razón, que el ejercicio del fiscal autónomo “debe basarse en consideraciones exclusivamente técnicas de análisis imparcial de los hechos, sin apreciaciones políticas o de intereses distintos a la estricta aplicación de la ley” (p. 263), objetividad que hoy pudiera tropezar con las aplicaciones reales de los criterios de oportunidad en el desempeño del Ministerio Público, autorizados por la Constitución y desplegados con amplitud -pero no siempre con acierto- por el Código Nacional de Procedimientos Penales.

El comentarista encuentra un punto inquietante para la autonomía constitucional del Fiscal, que se halla “un tanto limitada desde el momento que el Senado queda facultado para objetar la designación que el Fiscal General haga de los fiscales especializados en delitos electorales y combate a la corrupción” (p. 264).

Esto último -la corrupción- determinó el nuevo texto del artículo 113. Andrade señala que el denominado Sistema Nacional Anticorrupción resulta de una considerable presión social “derivada de la extendida presencia de conductas ilícitas que involucran abusos de funcionarios públicos”. Este es el problema; la solución quiere hallarse en el Sistema instituido por mandato constitucional; ahora bien, nuestro autor señala con acierto que “los cambios constitucionales partieron de la creencia, no siempre justificada, de que la realidad se modificará al influjo de nuevas normas jurídicas”, que superen la deficiente aplicación de las disposiciones preexistentes, “negligentemente aplicadas” (p. 303).

El artículo 116, piedra angular para el desempeño de los Estados federados, ha merecido un cuidadoso comentario. En él se analiza el inevitable tema de la representación popular cifrada en los Congresos locales. Una vez más, el tema electoral domina la escena y enciende la pasión.

Al examinar el artículo 133 queda de manifiesto -como ha ocurrido a propósito de la interpretación jurisprudencial del artículo 1o.- el problema de la tensión o colisión entre disposiciones constitucionales y normas internacionales de derechos humanos. Hizo falta -en mi concepto- que la reforma de esta materia realizada en 2011 se extendiera al artículo 133 para establecer la necesaria y explícita congruencia entre ambas disposiciones. No fue así, y las consecuencias están a la vista.

La Suprema Corte ha zanjado la tensión entre los órdenes nacional e internacional a partir de un concepto relevante: el parámetro de regularidad constitucional, no el criterio de rango o jerarquía de normas. Empero, Andrade Sánchez mira con otros ojos la decisión del alto tribunal: “la Suprema Corte -escribe- ha mantenido una distinción de jerarquía formal”.

Me parece interesante traer a cuentas el comentario -todavía en el espacio del artículo 133- sobre el control difuso que deben ejercer los juzgadores, atentos a la más reciente jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia, que desechó orientaciones anteriores rigurosamente asociadas al régimen de control concentrado. Esta materia merece mayor atención y más cuidadoso examen, para obtener todas las ventajas que puede producir y reducir los riesgos y los problemas que también puede acarrear. Andrade hace ver, con razón, que “el alcance y efectos de este control difuso se encuentran aún en evolución” (p. 375), y acto seguido remite a la página de internet del alto tribunal para llevar el pulso de las tesis atinentes al famoso control difuso.

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