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Boletín mexicano de derecho comparado

versión On-line ISSN 2448-4873versión impresa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.45 no.133 Ciudad de México ene./abr. 2012

 

Bibliografía

 

Esquinca Muñoa, César, Consejo de la Judicatura. Experiencia mexicana

 

Sergio García Ramírez*

 

México, Porrúa, 2010, 548 pp.

 

* Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

 

Esta nueva obra del magistrado y catedrático universitario César Esquinca Muñoa, cuenta con un prólogo de Juan Silva Meza, ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, quien pondera los méritos del tratadista y se refiere a la calidad del libro al que corresponde esta nota. Silva Meza, autor de una obra sobre los derechos fundamentales, aparecida en fecha reciente, alude a los pasos de Esquinca en el ámbito del Poder Judicial federal, al que el autor ha servido en diversos encargos. Esto abona a su experiencia y, por lo tanto, acredita su autoridad para analizar con amplio conocimiento la materia de esta obra.

En efecto, Esquinca Muñoa ha sido secretario judicial, juez de distrito, magistrado de circuito, director del Instituto de la Judicatura y del Instituto de Defensoría Pública y miembro del Consejo de la Judicatura Federal, cargo que desempeña actualmente. A las palabras de Silva Meza agregará mi propio testimonio —formado en el consejo del Instituto de Defensoría— sobre la excelencia de Esquinca como hombre de leyes e impartidor de justicia. No omitiré mencionar que en 2003 tuve el privilegio de formular el prólogo a la obra del mismo tratadista acerca de la defensa pública (Za defensoría pública federal, México, Porrúa, 2003).

En el libro que ahora comento destaca, a título de referencia principal e hilo conductor, el personaje en el que reposa el buen desempeño de las leyes y la paz de las personas, protagonista de la justicia: el juez, hombre bueno que dicen las Partidas. En otros términos, el individuo al que se confía una misión en la frontera entre el quehacer humano y el quehacer divino, si se me permite la expresión. El juez cumple ese cometido cuando entrega a cada quien lo que le corresponde, que no es al rico su riqueza y al pobre su pobreza —como Anatole France reprochaba con sarcasmo— sino su interés y su derecho, su poder y su destino, su dignidad y su esperanza.

Convengamos con Platón en el propósito de que el gobierno del pueblo resida en las leyes, no en los hombres. Pero recordemos que son éstos, con sus grandezas y sus miserias, quienes legislan, administran, juzgan. Las leyes, por sí mismas, son letra inerte. Adquieren vida, rumbo, signo, merced a los hombres que las aplican. Ojos diferentes leen las mismas leyes y les confieren significados diversos. En unas manos son instrumento de vida, libertad y progreso; en otras, lo contrario. El juez no es apenas la boca que pronuncia las palabras de la ley, como se dijo en la Ilustración, para serenar a quienes temían la tiranía del juzgador del absolutismo. Más bien ocurre que el juez dice, como palabras de la ley, las suyas propias. Y no me refiero sólo al tribunal de constitucionalidad que "dice lo que dice la Constitución", sino a cualquier tribunal que dice lo que dice la ley, al final y para siempre. El justiciable invoca, debate, recurre; pero al cabo del proceso, sólo aguarda y acata.

La voluntad apaciguadora de Montesquieu hizo del juez boca que profiere las palabras de la ley, como antes mencioné. En semejante sentido, Hamilton sostuvo que el Poder Judicial, con escaso calado, no sería un poder peligroso. Lo recuerda Esquinca en las primeras líneas de su libro, con cierto aire de reivindicación belicosa. A ese concepto reductor de la Judicatura —señala— "ha contribuido esencialmente la injerencia del Ejecutivo, tanto en lo que respecta a la designación de magistrados y jueces, como en lo que concierne a la asignación de recursos financieros para el desempeño de su función" (p. 3).

Si eso es verdad, no lo es menos que las cosas han cambiado. Ahora estamos en un punto muy alto, que no es por fuerza el más elevado, en el ascenso de la magistratura, cresta de una ola que promueve algunos temores (gobierno de jueces, judicialización de la política), descubre las insuficiencias de los otros poderes y multiplica las contiendas, a veces innecesariamente. Nuestro autor da fe sobre un carril en el desarrollo de los consejos de la Judicatura, que evolucionan "en la medida en que avanza la judicialización de todo tipo de problemas, incluyendo los políticos y electorales, como ha ocurrido en los últimos años en nuestro país" (p. 4).

Antes de ahora he considerado estas cuestiones, desde otra perspectiva, como lo hice al narrar —en un ensayo literario— la situación que se produjo en cierto país desorientado y exasperado, cuando sus habitantes resolvieron abstenerse de cualquier esfuerzo de conciliación y llevar sus cuitas de una vez por todas, en masa y sin excepciones, a la decisión de las autoridades ("El papel Superb", en García Ramírez, Sergio, Teseo alucinado y El museo del hombre, 4a. ed., México, UNAM, 2005, pp. 110 y ss.). Sería más fácil cumplir sentencias que ensayar arreglos. Así lo sugiere la creciente tendencia a someter a la decisión del tribunal los desencuentros que debieran remediar la habilidad política y la capacidad de buen entendimiento entre los actores sociales.

Por todo eso, y seguramente por mucho más, difícilmente habría mayor cuidado para una sociedad prudente y un gobierno que procure la felicidad del pueblo, que proveer a la selección escrupulosa de quienes asumirán jurisdicción sobre sus conciudadanos; no apenas atribución genérica y distante —que puede ser, por supuesto, virulenta—, como la que corresponde al legislador, sino competencia personal e inmediata: poder sobre las horas de su vida y los pesos de su cartera. Nótese el trato diferente que otorga la Constitución a las distintas categorías de funcionarios. En efecto, requiere a los ministros y magistrados federales y locales determinadas condiciones éticas, como probidad y honorabilidad (artículos 95, 116 y 122), que no se exigen a otros servidores públicos.

Por cierto, esta idea informa el otorgamiento de la Medalla al Mérito Judicial "Ignacio L. Vallarta", bajo el concepto de "tener un desempeño sobresaliente y honorable" (artículo 140, fracción IV, del Acuerdo General del Pleno del Consejo de la Judicatura Federal que reglamenta la carrera judicial y las condiciones de los funcionarios judiciales, de 2006, cit., p. 310). Cuando habla de jueces, la jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia, invocada por Esquinca, carga el acento sobre "honestidad invulnerable, excelencia profesional", laboriosidad y capacidad administrativa (pp. 327, 388 y 391). No se dice lo mismo a propósito de otros servidores públicos. Son menores las exigencias y las expectativas.

Esta demanda tan escrupulosa constituye, como la garantía de motivada permanencia en el cargo, no sólo medida de protección del funcionario judicial, sino también (y yo diría que sobre todo, pero ambas cosas son caras de una sola medalla) garantía social de que se cuente —sostiene la jurisprudencia que Esquinca invoca en la p. 329— con un cuerpo de magistrados y jueces que hagan realidad las promesas del artículo 17 de la ley fundamental. Este precepto ha sido modificado varias veces, justamente para confirmar y desplegar las promesas del Estado al pueblo en el rubro crítico de la administración de justicia.

Me he permitido traer aquí estas bien sabidas convicciones acerca del juzgador, su majestad y su autoridad, porque el establecimiento de cualquier sistema para la elección, designación o nombramiento de los jueces deriva del concepto que se tenga sobre esa figura del poder público y acerca del rumbo que asumirá su desempeño. La elección popular invocó las virtudes de la democracia, que debía llegar a todos los espacios en que se explaya la autoridad. Sería suprema garantía de los ciudadanos que ellos mismos instalaran a todos los titulares del poder, sin salvedad. El verdadero gobernante de una sociedad —dijo Tocqueville cuando expuso los méritos del jurado— es quien juzga a sus conciudadanos. Bajo otros conceptos, la preferencia por entregar la designación de los jueces a un alto tribunal invocó la división de poderes y la independencia de la Judicatura. Las cosas de la justicia se resuelven en la casa de la justicia, y en ésta no hay mayor tema que la identidad de sus moradores, confiada a los más expertos y encumbrados, con exclusión de tentaciones y ambiciones. En otros términos, que utilicé al momento de hacer la presentación del libro de Esquinca Muñoa el 7 de septiembre de 2010, en el monasterio se elige a los monjes.

Obviamente, las ideas, los problemas y las soluciones no se han detenido en esas etapas, que tampoco se hallan clausuradas. Nuevas consideraciones, recientes desarrollos, cambios en la geografía del poder y del servicio, han determinado sistemas de designación que prevalecen en muchos países, México entre ellos. En los últimos años miramos fronteras afuera y hallamos, en la práctica de otros Estados, motivos de meditación, convencimiento y decisión. En el caudal de novedades figura, con particular importancia, el Consejo de la Judicatura. En éste se concentra la obra del actual consejero César Esquinca Muñoa, escrita antes de que formara parte del Consejo. Ingresó a este despacho, pues, muy bien enterado. No sucede siempre. Agradezcamos que Esquinca no requiera de asesores para saber qué es el Consejo de la Judicatura y por dónde encaminará sus pasos. El país se ahorró largas horas de costoso aprendizaje.

Desde luego, los diputados que organizaron el Poder Judicial de la Federación en nuestros textos históricos "no podían ni siquiera imaginarse en aquellos tiempos [escribe Esquinca Muñoa] la necesidad de un órgano especializado que administrara ese poder" (p. 31), cuya estructura, entonces tan esencial y reducida, no parecía requerir mayor aparato que el de los entes judiciales que necesariamente debían constituirlo. Claro está que la misma apreciación podría funcionar en todos los órdenes del Estado, que pasa de nuclear a exuberante, primero lentamente, luego con premura no siempre exenta de imaginación.

El autor refiere con detalle las referencias que tuvo el legislador, o quienes lo ilustraron, tanto en la vida judicial de otros países —Francia, España, Italia, Portugal y varios de nuestro hemisferio— como en la doctrina mexicana, que ha sido fuente de provechosas innovaciones; díganlo, si no, la cantera siempre visitada y generosa del profesor Héctor Fix-Zamudio, autor, con Héctor Fix-Fierro, de una obra relevante en este ámbito: El Consejo de la Judicatura (México, UNAM, 1996), y la obra de Mario Melgar Adalid, El Consejo de la Judicatura Federal (México, Porrúa, 1997).

Entre nosotros, el Consejo de la Judicatura Federal y el del Distrito Federal, cimiento de los que luego vendrían, son producto de la reforma constitucional de 1994-1995 —que tocó 27 artículos de la ley suprema—, sin olvidar los precedentes en la legislación de Sinaloa y Coahuila (pp. XV, 6 y 443). La reforma estuvo acompañada de opiniones diferentes, a veces discrepantes e incluso enfrentadas, que en alguna medida persisten. Tuvo —como tantas otras— virtudes y defectos, aciertos y errores. Yo diría que entre las virtudes y los aciertos se halla el gran giro impuesto al sistema de administración del Poder Judicial y, en relación con éste, el impulso a la carrera judicial, a través del Consejo de la Judicatura. No cabría celebrar, por otra parte, la fulminante vigencia del decreto de reforma, no obstante su manifiesta importancia y complejidad. Como ha sido costumbre, se dispuso que las nuevas normas entraran en vigor al día siguiente de su publicación (p. 40).

Por cierto, Esquinca transcribe (p. 32) algunas líneas de la exposición de motivos de la reforma promovida en 1994. Entre ellas las hay que no han perdido actualidad al cabo de tres lustros, y que ahora mismo podrían ser noticia de ocho columnas. Dijo el Ejecutivo de entonces: "El mejoramiento de la justicia y la seguridad son dos de los imperativos más urgentes que enfrenta nuestro país... Ante la comisión de ilícitos, incluso por quienes debieran vigilar el cumplimiento de la ley, se ha acrecentado la desconfianza hacia las instituciones, los programas y las personas responsables de la impartición y procuración de justicia". La ciudadanía percibe un desempeño "que no siempre es eficaz y dotado de técnica, ética y compromiso de servicio". Esta situación —sigue diciendo el documento— "únicamente podrá remediarse por medio de una reforma que incorpore sistemas de justicia y seguridad más modernos, más eficientes; sistemas acordes con las necesidades y reclamos de nuestros tiempos". No es fácil saber si se trata de un párrafo de estilo, útil para todas las iniciativas de reforma.

Cuando se hizo aquella reforma (que lo fue más de la "macrojusticia" que de la "microjusticia", como comenté en mi obra Poder Judicial y Ministerio Público, 3a. ed., México, Porrúa, 2006, p. 25, dedicada al examen de los cambios de entonces, entre ellos la creación del Consejo de la Judicatura), no se oyó la voz de los jueces. Fenómeno extraño, pero no insólito en nuestra práctica: una reforma judicial sin los jueces. Lo mismo —porque el Constituyente reincide— ocurrió en la reforma constitucional penal de 2008, colmada de luces y sombras. Esquinca sabe de la ausencia judicial en la de 1994-1995. La menciona en más de una ocasión y trae a cuentas el parecer que expuse hace tres lustros, que comparte (en la p. 35 se refiere a mi artículo publicado en el diario Excélsior del 22 de febrero de 1996).

Por lo tanto, no fueron los jueces quienes reclamaron y construyeron, con la aportación de su experiencia y sus apremios, el establecimiento de los consejos de la Judicatura. Hubo distancia y, alguna vez, resistencia. El autor menciona que el nuevo órgano "de entrada era repudiado casi unánimemente en el Poder Judicial que estaba destinado a gobernar" (p. 334). No invoco mi punto de vista; sólo cito el que Esquinca documenta. Por cierto, coincido con él (p. 6) —como señalé en la misma obra— al decir que era deseable aprovechar aquella coyuntura para conferir a la Suprema Corte la facultad de iniciativa legal que ya tienen los tribunales superiores de los estados, y favorecer su autonomía a través de un porcentaje inamovible —ni para hacer favores ni para imponer castigos— en el presupuesto de egresos de la Federación.

Sea lo que fuere, acertó el Constituyente, aunque no viajara en compañía de sus destinatarios naturales, cuando creó el Consejo, fraguado aquí con un molde mexicano. No fue sencillo el alumbramiento y hubo males de parto y algunas secuelas dolorosas. Esta crónica consta en la obra del magistrado Esquinca Muñoa. A la primera versión constitucional siguieron, en cortos intervalos, enmiendas que ponían de manifiesto las tensiones y acudían a resolverlas. No nos sobresalta; tenemos hábito de reformas y de reformas de las reformas, en una suerte de continuo entusiasta. Si aquéllas son frecuentes, éstas ya forman parte de los usos y costumbres.

Llegaron, pues, las reformas de 1996 —que traería consigo, como se dijo con pintoresca ingenuidad, una reforma electoral "definitiva"— y de 1999, la más importante en el rubro que ahora nos ocupa. En los años corridos desde 1994, no hubo solamente ratificaciones y rectificaciones normativas; también una animada navegación, que narra Esquinca. Da cuenta y razón de las vicisitudes; las pone a la vista con desenfado —aunque algunas veces pudiera subyacer el enfado— y de esta manera contribuye a la historia natural, no sólo normativa, de una importante institución de la República.

Es particularmente relevante la integración de los consejos: si sólo con consejeros oriundos del Poder Judicial, depositando toda la confianza en la sabiduría y la potestad endogámica de este poder; si también con integrantes que provienen de otros poderes del Estado —los "forasteros", como los ha llamado el ex consejero Ricardo Méndez Silva (p. 330)—; si con designados o promovidos por gremios o instituciones externas al Estado: abogados o universidades. También hay debate sobre la presidencia del Consejo.

El autor analiza ampliamente estos temas delicados y se pronuncia a favor de la solución prevaleciente, al cabo de cambios y recambios en las propuestas y en los preceptos que tuvieron vigencia, modificaciones que también suscitaron diferentes pareceres, no siempre favorables —y a veces francamente desfavorables— a la forma en que fueron emitidas, interpretadas y aplicadas varias normas y designaciones.

Destaquemos algunas opiniones del autor, que comparto. Por lo que hace a la composición del Consejo, coincide en que la mayoría de sus miembros provengan del Poder Judicial (pp. 330 y 532). En cuanto a la intervención de designados por otras autoridades (sólo eso, designados, ya que no representantes de éstas), "en la integración del Consejo estamos ante un caso claro de colaboración de poderes que en nada afecta la autonomía del Poder Judicial de la Federación", a condición de que el nombramiento no gravite sobre la lealtad y se haga "en función de méritos y no de intereses políticos ni de cuotas partidistas" (pp. 329 y 330).

Esquinca se preocupa —y no le falta razón— ante la posibilidad de que los partidos se atribuyan la designación de consejeros en forma rotatoria (p. 354), bajo cuotas o turno doméstico. Sucede que no hemos encontrado la fórmula —y creo que tardaremos en hallarla, dentro de las circunstancias que campean— para extraer totalmente la consideración partidista —y peor todavía: de sector o de facción— del régimen de nombramientos de servidores públicos llamados a tener, por la naturaleza de sus funciones, una conducta absolutamente ajena al favorecimiento partidario e incluso a la profesión ideológica; es decir, un comportamiento químicamente puro. Y no sobra preguntarse si es posible esta asepsia ahí donde varias fuerzas políticas se reúnen, encuentran, enfrentan y negocian. Cada pieza tiene significado —político, como es natural— en el laborioso armado del rompecabezas. Obviamente, el problema también se presenta, aunque tenga otras características, cuando se trata de una sola fuerza omnipotente.

Hoy día, los consejos de la Judicatura responden a diversas necesidades. La tradicional ha sido amparar la independencia de quienes imparten justicia, presupuesto del debido proceso; sin aquélla, el juicio sería trámite dispensable, y la sentencia, escritura del capricho. De ahí la rotunda encomienda que figura en el segundo párrafo del artículo 68 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación: "El Consejo de la Judicatura Federal velará, en todo momento, por la autonomía de los órganos del Poder Judicial de la Federación y por la independencia e imparcialidad de los miembros de este último".

Ahora bien, si el Consejo es garantía de independencia de los órganos —que a su vez es condición de debido proceso—, no lo es menos de diligencia, probidad, esmero en el desempeño de la función justiciera. No se trata de una instancia jurisdiccional llamada a revisar sentencias —y de ahí la modificación de 1999, muy discutible y discutida, sobre la idea de que el Consejo es órgano del Poder Judicial, no depositario de éste (p. 48)—, pero esa exclusión jurisdiccional no impide que el Consejo cumpla la misión de proveer, desde otro ángulo, a la recta impartición de justicia.

Otra necesidad es salir al paso de la creciente, inexorable complejidad de la vida social, que acarrea variaciones de gran entidad en la estructura del Estado, para proveer respuestas oportunas y eficaces. A veces, sin embargo, las cosas pueden ocurrir a la inversa: que la creciente complejidad del Estado, autogenerada, traiga consigo alteraciones en la vida de la sociedad y de sus integrantes. En este punto, por cierto, Esquinca vierte cuestionamientos muy interesantes, que seguramente llamarán la atención (pp. 331 y 332). "Es necesaria —dice— la revisión crítica de tan impresionante aparato administrativo con el fin de simplificarlo, suprimir los (órganos) que no sean estrictamente necesarios y evitar duplicidad de funciones dando así respuesta interna a las críticas reiteradas en el sentido de que es un órgano excesivamente numeroso" (p. 355).

Además, el Consejo de la Judicatura llega a la vida institucional comprometido con un tema de primer orden, al que arriban aspiraciones largamente acariciadas: la carrera judicial, sector específico y privilegiado de la carrera civil que emprenden quienes se desempeñan en las estructuras formales del Estado y desde ahí atienden las necesidades materiales del pueblo. La carrera judicial es —asegura el autor de la obra comentada— "un reclamo permanente del foro y la academia y viejo anhelo de los integrantes del Poder Judicial de la Federación" (p. 401).

En la relación de los reclamantes habría que agregar a millones de mexicanos que esperan —y a menudo desesperan— el mejor servicio de los funcionarios públicos, cualquiera que sea la especialidad de su encargo. A los servidores del pueblo que por vocación o circunstancia pretenden ingresar en funciones de justicia, hay que darles mucho más que buenos ejemplos y consejos: para lo primero serviría el irrepetible ejemplo del juez supremo; para lo segundo, los consejos de don Quijote. Pero antes se requiere selección rigurosa; luego, formación esmerada; después, apoyo, vigilancia, valoración sobre la marcha, una larga marcha.

Todo esto forma parte de la carrera que la reforma constitucional de 1994 inscribió en el artículo 100, marco del Consejo de la Judicatura, sometiéndola a una serie de principios que se inscriben en el nuevo estilo constitucional "principista" —digámoslo así— que siembra el texto de la ley con semillas para que germinen las instituciones, las interpretaciones, las aplicaciones, es decir, hace la siembra de principios. Estos, que fueron muy pocos —explícitamente, porque la antigua técnica también los acogía, sólo que larvados, implícitos, sujetos a descubrimiento y desarrollo—, hoy son una legión creciente. Los hay de los deberes tributarios, de la educación, del sistema electoral, de la política internacional, de la policía, del proceso acusatorio, de los derechos humanos, si prospera la reforma en esta materia, pendiente al final de 2010, y así sucesivamente.

De estos temas, Esquinca Muñoa sabe mucho, porque lo ha vivido en su propia carrera. También porque ha contribuido a la firmeza de las instituciones por las que aquélla se anima, con la pretensión —que es norma, no discurso— de ser excelente, objetiva, imparcial, profesional e independiente. Una suma de condiciones que son escudo y garantía del ciudadano, además de que sean cimiento y edificio de la magistratura. Antiguo director del Instituto de la Judicatura Federal, Esquinca Muñoa nos transmite interesantes reflexiones —ciencia y experiencia— acerca del régimen de nombramientos. Lo hace cuando analiza el quehacer de la Comisión de Carrera Judicial del Consejo y reflexiona sobre cursos y oposiciones, sus motivos, posibilidades, ventajas y desventaja (pp. 404 y 405, 423).

También medita el autor acerca del método para la evaluación del desempeño. No comparte ciertas apreciaciones que desvían la mirada de donde hay que concentrarla: los asuntos del cargo, mucho más que la incursión en tareas que, no obstante su importancia, pudieran distraer del trabajo cuyo despacho aguardan los justiciables. Estos reconocen el valor de los diplomas, pero estiman más el acierto y la oportunidad de las sentencias. Mejor que formar filas interminables de solicitantes a la puerta de los auditorios, las forman —casi suplicantes— a la puerta de los tribunales. De alguna manera recoge este asunto el prólogo del ministro Silva Meza, y cita como ejemplo plausible a Esquinca Muñoa, "juzgador de tiempo completo" (p. XII).

Esquinca, sujeto a evaluaciones y hoy evaluador experimentado, critica la aplicación de conceptos cuya acepción ordinaria se halla a gran distancia de la naturaleza y los objetivos de la administración de justicia. Uno de ellos es la "productividad", si en ella se recoge —como es frecuente, pero no es debido— la acepción que corresponde a las bandas continuas de la producción industrial (pp. 413 y 414).

Concluyo esta nota con una preocupación que comparten el prologuista Silva Meza y el autor Esquinca Muñoa. Se trata de los consejos de la Judicatura o sus equivalentes en las entidades federativas. Al establecer este régimen de administración, vigilancia y disciplina del Poder Judicial no se quiso poner sus fronteras en el ámbito de la Federación y el Distrito Federal, como si se tratase de una figura apenas adecuada para una y otro, no para las entidades que integran la unión. Si constituye una nueva forma —mejor, más conveniente, más moderna— de organizar la administración de justicia, el punto no es territorial o competencial, acotado por el federalismo, sino conceptual: buen funcionamiento de la justicia en la Federación, en los Estados, en la capital, para beneficio de todos los ciudadanos.

Por ello, en mi propio examen acerca del Consejo de la Judicatura, al que antes me referí (Poder Judicial y Ministerio Público, cit., pp. 66-68), manifesté que no fue acertado dejar la creación de los consejos a criterio de los legisladores locales. Ciertamente, éstos podrían incorporar particularidades propias de circunstancias verdaderamente determinantes y atendibles en cada entidad, pero no optar entre el pasado que se pretendía superar y el futuro que se procuraba despejar. Para evitar esta consecuencia no bastaba, evidentemente, la sugerencia, la mera incitación contenida en la exposición de motivos de la iniciativa de reforma, que no tiene eficacia preceptiva. Se requería una verdadera norma en la ley de leyes, y no la hubo ni la hay.

En la fecha en que Esquinca cierra la elaboración de su obra había consejos de la Judicatura —con diversos nombres— en veintitrés entidades (dos terceras partes de la Federación) y Junta de Administración en una. Ocho estados carecían de aquel órgano, "lo que significa —subraya el autor— que se han mantenido al margen de la corriente surgida en 1988 y acentuada a partir de 1994" (p. 529). Es inquietante esta cifra, que muestra una marcha muy lenta. Más preocupante es la apreciación general, de Silva Meza y Esquinca, en torno a este asunto. Aquél se refiere a las consideraciones formuladas por el autor de la obra, "en el sentido de que, salvo en casos de excepción, existe una resistencia a dar verdadera autonomía e independencia" a los consejos (p. XII).

Por su parte, Esquinca hace un amplio examen de la normativa local de los consejos —esta sección de la obra constituye otra valiosa aportación del tratadista al estudio de su tema— y considera que el establecimiento de los consejos en las entidades que lo hicieron a partir de la reforma constitucional de 1994, "más que un cambio de fondo lo fue de forma y carácter político para atender la sugerencia del constituyente permanente, cuenta habida de que, salvo excepciones, no son verdaderos órganos autónomos de gobierno y administración de los poderes locales, sino simples apéndices de los tribunales superiores de justicia" (p. 444).

Al exponer las "Consideraciones finales" de la obra, que integran el capítulo III, Esquinca vuelve a este punto, que merece cuidadosa atención. Citaré sus palabras, que describen suficientemente el problema y la consecuente preocupación. "En el fondo lo que siempre ha existido es una resistencia a dar autonomía e independencia al Consejo, en especial en lo relativo al manejo presupuestal y al nombramiento de jueces, secretarios, actuarios y demás servidores públicos de los órganos jurisdiccionales". Esto entraña, afirma el tratadista, un "malentendido concepto de 'pérdida de poder' al substraerse estos rubros del ámbito competencial de los mencionados tribunales". Y agrega un diagnóstico que debiera motivar reflexiones y acciones por parte del Estado y de los juristas críticos: "Lo observado en los años transcurridos a partir de su creación, permite concluir que poco o nada se ha avanzado en la consolidación de los consejos de la Judicatura locales; por el contrario, lo que se percibe es una intención de minimizarlos e inclusive desaparecerlos" (p. 534).

Tuve conocimiento directo de la tendencia regresiva cuando se me requirió para opinar a cerca de la iniciativa del Ejecutivo de Jalisco para suprimir el Consejo General del Poder Judicial de esa entidad. El motivo era la presencia de algunos problemas en la operación de éste, al decir del autor de la iniciativa. El requerimiento de opinión provino de miembros del Consejo jalisciense, que atendí en dictamen del 16 de enero de 2010. Mencioné los antecedentes y propósitos de la reforma constitucional de 2004-2005 en lo relativo a los Consejos de la Judicatura y manifesté, en síntesis, lo que a continuación expongo.

Hice notar y ahora reitero que "el retorno al régimen que prevalecía en nuestro país antes de aquellos años —régimen cuyas desventajas quedaron ampliamente demostradas— significaría un retroceso precisamente en un espacio del quehacer público que ha asumido creciente importancia y trascendencia en esta etapa de la vida del país". Ante el alegato de que habían surgido problemas de mayor o menor hondura en el Consejo y en su funcionamiento, consideré que "difícilmente se podría llegar a la conclusión de que el remedio indispensable es suprimir el órgano autónomo de administración, vigilancia y disciplina del Poder Judicial y retornar al pasado en vez de renovar el camino del futuro, perfeccionando los avances conseguidos por el orden jurídico nacional durante los últimos años". En "la marcha de cualquiera institución pueden surgir situaciones que ameritan acción correctiva". Si tal es el caso, lo pertinente será "establecer en forma clara y persuasiva cuáles son las situaciones que es preciso corregir e incorporar los cambios aconsejables". En fin de cuentas —añadí en mi dictamen— "sería muy inquietante que la solución de problemas en el desempeño de instituciones necesarias para la buena marcha de las funciones públicas consistiera en la supresión de las instituciones mismas y el retorno a modelos superados".

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