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Boletín mexicano de derecho comparado

versión On-line ISSN 2448-4873versión impresa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.44 no.132 Ciudad de México sep./dic. 2011

 

Artículos

 

La garantía política como principio constitucional*

 

Political Guarantee as a Constitutional Principle

 

Diego Valadés**

 

** Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

 

*Artículo recibido el 22 de enero de 2011
Aceptado para su publicación el 26 de julio de 2011.

 

Resumen

Este ensayo se refiere al Estado constitucional, en el que todo poder político debe ser ejercido de forma limitada, controlada y responsable. En teoría un Estado constitucional adopta cualquiera de estos modelos con relación a los instrumentos para el control del poder: los regula en detalle; adopta disposiciones generales, o no contiene reglas explícitas. Sin importar lo que incluya o lo que omita, en un Estado constitucional no se puede concluir que el ejercicio del poder esté substraído a controles políticos. El entorno cultural influye en el ejercicio de los controles políticos, favoreciéndolos o dificultándolos. Para superar los posibles obstáculos se sugiere establecer instancias consultivas que ofrezcan análisis de derecho comparado y de teoría del derecho que contribuyan a despejar las dudas que surjan y atenúen las tensiones entre los órganos del poder involucrados.

Palabras clave: Estado constitucional, principio constitucional, control político, garantía política.

 

Abstract

This essay refers to the Constitutional State in which the political power most be exercised in a limited, controlled and responsible way. Theoretically Constitutional States apply any of the following models related to political control: they regulate control systems in detail; they adopt only general provisions or they have no explicit control measures at all. No matter what rules are included or omitted, it is not valid to conclude that the exercise of power is not subject to any kind of political controls in a Constitutional State. Nevertheless, cultural conditionings may affect the standard patterns of political controls and promote obstructive actions. To avoid these possibilities it could be convenient to design consulting instances to provide analysis of comparative law and jurisprudence that contribute in solving doubts or softening confrontation between the political branches of power.

Keywords: Constitutional State, constitutional principle, political control, political guarantee.

 

Sumario

I. Consideraciones preliminares. II. Los principios del Estado constitucional. III. Clasificación de los principios en un Estado constitucional. IV. Desarrollo de los principios constitucionales. V. Discrecionalidad y constitucionalidad. VI. Ponderación y secularidad. VII. La Constitución y el principio esperanza. VIII. Constituciones de principios y Constituciones de menudencias. IX. Garantismo político. X. Consideraciones finales.

 

I. Consideraciones preliminares

El constitucionalismo contemporáneo ha puesto un énfasis especial en la búsqueda de la justicia. Por múltiples razones que no se hace necesario reiterar ahora, es comprensible que así sea. Una consecuencia de esa orientación se traduce en la construcción de teorías que tienen como eje los problemas de adjudicación. Entre las más brillantes aportaciones en nuestro tiempo al concepto de justicia figuran los trabajos de John Rawls y de Amartya Sen, y entre las más relevantes contribuciones a la teoría constitucional se cuentan las de Bruce Ackerman, Norberto Bobbio, Luigi Ferrajoli y Peter Haberle. En este trabajo he tenido presentes algunas soluciones que estos autores han apuntado o sugerido, en especial en el ámbito de la justicia y del Estado constitucional. Las teorías que ellos y otros tratadistas han desarrollado muestran que sin instituciones constitucionales funcionales, el ejercicio democrático del poder encuentra obstáculos que pueden llegar a ser irremontables.

A pesar del nivel alcanzado por las instituciones en los Estados constitucionales consolidados, también se advierte la necesidad de que esos Estados vuelvan a lo básico. En la actualidad, los sistemas electorales presentan déficits significativos en Estados Unidos y en el Reino Unido, y las instituciones de control político dejan muchos problemas sin resolver en numerosos Estados, en especial de los que se organizan conforme a modelos presidenciales o presidencial-parlamentarios. Estos problemas se acentúan en el funcionamiento de las instituciones de representación política.

La naturaleza fiduciaria del pacto constitucional implica, entre otros aspectos, la discusión y aprobación parlamentaria de los programas de gobierno. Este fenómeno expansivo supone que en la deliberación sobre las políticas sociales del Estado deban aplicarse estrategias de negociación y concertación conforme a las cuales se ofrezcan las mejores opciones de bienestar al mayor número posible, sin que por otra parte alguien resulte afectado. Otro aspecto relevante en cuanto a la integración de la voluntad colectiva en los órganos de representación política concierne a la manera de construir acuerdos constitucionales y legislativos, y los efectos de los procedimientos adoptados.

En lo que atañe a las formas de distribuir los recursos disponibles, se ha desarrollado la teoría de la elección social que, en adición a lo postulado por Kenneth Arrow, ha recibido un importante impulso por parte de Amartya Sen,1 en la teoría de la justicia, y de Bruce Ackerman,2 en la teoría de la Constitución. Los precedentes remotos de la elección social tuvieron asimismo repercusión en el diseño de los sistemas electorales para atenuar en lo posible las desviaciones que conducen a la sub o sobrerrepresentación.

Por otra parte, una extendida corriente de la doctrina constitucional contemporánea indaga acerca de los mecanismos para la adecuada garantía de los derechos de las minorías. En la mecánica política, desde una fase temprana del constitucionalismo, se confirió poder de veto a la minoría, sobre todo para preservar el pacto constitucional.

Además de los instrumentos de elección social y de garantía jurídica, considero necesario identificar los efectos de esas teorías en el ámbito operativo de las instituciones representativas. Estoy convencido de que los instrumentos diseñados para la justicia pueden encontrar un soporte o un escollo en los congresos, según qué tan representativa sea su integración y qué tan responsable sea su funcionamiento.

Miguel Carbonell ha sintetizado las líneas maestras del pensamiento constitucional de Ferrajoli: el constitucionalismo de la democracia cosmopolita, por lo que respecta a su dimensión territorial; el constitucionalismo de la libertad, de la igualdad y de la libertad, por cuanto atañe a los derechos sociales, y el constitucionalismo de derecho privado, en lo que incumbe a la eficacia horizontal de los derechos fundamentales.3 Considero que la vertiente complementaria de esa expresión del constitucionalismo contemporáneo es el constitucionalismo de la responsabilidad,o sea el que tiene que ver con las obligaciones de quienes ocupan la titularidad de los altos cargos de Gobierno y de quienes desempeñan funciones de representación política. El contrato constitucional sería incompleto si a los derechos de libertad electoral no correspondieran los deberes de responsabilidad política por parte de los elegidos y de los designados por los elegidos.

En este ensayo, presento un esbozo de lo que denomino la garantía política como principio constitucional; esta garantía consiste en la efectividad de la responsabilidad política de los gobernantes. La garantía política es más asequible por medio de los sistemas representativos que a través de las formas de democracia directa, donde prima un criterio mayoritario sin matices y, además, muy expuesto a las interferencias manipuladoras de las élites que controlan los medios de comunicación.

En todo Estado constitucional, el poder se ejerce de manera limitada, controlada y responsable. Donde el ejercicio del poder carece de límites, o no está sujeto a control ni da lugar a responsabilidades, tampoco se puede hablar de Estado constitucional.

En un Estado constitucional, el poder es regulado de diferente manera según se trate de mecanismos relacionados con la lucha por el poder (sistema electoral), la lucha contra el poder (sistema judicial) o la lucha en el poder (sistema de gobierno). Las deficiencias en cuanto a la regulación en esas tres fases del ejercicio del poder no implican la ausencia absoluta de reglas. Estas resultan muchas veces de controles o prácticas generales. En otras ocasiones las reglas derivan en principios relativos a las libertades, la seguridad jurídica y la equidad.

En materia de controles políticos, los Estados constitucionales siguen cualquiera de los siguientes modelos: prevén de manera exhaustiva las formas de control; disponen sólo aspectos generales de los controles, o reglas expresas en esa materia. Aun cuando el modelo seguido fuera el primero de los mencionados, pueden surgir casos no previstos por la regla, por lo que en el orden formal ninguno de los modelos satisfaría completamente los requerimientos de control político que corresponden a un Estado constitucional. Por lo mismo, debe entenderse que incluso cuando las disposiciones vigentes nada digan en cuanto a los controles políticos, no puede inferirse que el poder no esté sujeto a controles, porque esto implicaría a su vez que no existiría un Estado constitucional.

Por lo anterior, entiendo como principio de garantía política el conjunto de procedimientos parlamentarios (o congresuales), basados en reglas específicas o en principios generales, que tiene por objeto el ejercicio de controles políticos entre los órganos del poder conforme a las facultades de las que están investidos en un sistema democrático y representativo.

La función de ese principio de garantía política consiste en que, sin excepción, el poder esté sujeto a controles de los que puedan derivarse responsabilidades políticas. Sin embargo, donde las condiciones culturales generen tendencias para trasformar el ejercicio de controles en prácticas de obstaculización, pueden adoptarse instituciones de consulta que faciliten a los órganos del poder el conocimiento de soluciones derivadas del derecho comparado o de la doctrina para resolver un caso concreto con relación al cual existan dudas por parte de los agentes del poder.

 

II. Los principios del Estado constitucional

No es objeto de este ensayo analizar los conceptos relacionados con la naturaleza de los principios ni reproducir las consideraciones doctrinarias acerca de su carácter jurídico o extra jurídico. En cambio, me interesa tener en cuenta las funciones atribuidas a los principios conforme a la clasificación formulada por Norberto Bobbio.4

Bobbio identifica cinco funciones de los principios: la interpretativa, para determinar el alcance de las disposiciones constitucionales; la integradora, para complementar lo que no esté previsto por la norma; la directiva, que corresponde a los enunciados programáticos de la Constitución; la limitativa, mediante la cual es el legislador quien determina el alcance de las normas constitucionales, y la constructiva, que corresponde a las tareas de sistematización realizadas por la doctrina.

Corresponde al legislador imprimir un alcance determinado a un principio constitucional y a los órganos de control de la constitucionalidad determinar su validez. Para el juzgador, la remisión a principios generales de derecho no supone que confiera carácter coercitivo a un enunciado no normativo. En el caso de un Estado constitucional sólo la norma jurídica es susceptible de aplicación coactiva. El problema de la juridicidad de los principios es una cuestión que resuelve la teoría de la Constitución: en un Estado constitucional ni el legislador ni el juzgador ejercen sus funciones sin fundamento en la norma suprema.

La función constituyente originaria es la única que no está condicionada por un comando preexistente, mientras que la función constituyente derivada está limitada en cuanto a sus decisiones por el procedimiento de reforma. No entraré aquí al problema de si el procedimiento de reforma puede a su vez ser reformado, porque no es el tema del estudio; lo que me interesa subrayar es que la función constituyente sí permite conferir contenido jurídico a un enunciado no jurídico.

Eso es lo que sucede, por ejemplo, con la transformación de la soberanía, de enunciado político en principio jurídico. Si por soberanía entendemos el poder del Estado para crear y aplicar normas, en términos históricos encontramos cuatro formas de fundamentar su ejercicio, según se actúe en nombre de un individuo, de alguna tradición, de una entidad metafísica o de una colectividad. En cuanto a su localización, la sede de la soberanía corresponde al tipo de Estado: depositada en una persona (absolutismo), en un grupo o partido (totalitarismo o autoritarismo, según el caso), en una Asamblea elegida (corporativismo o democracia parlamentaria, según el caso) o en una comunidad (democracia directa o democracia representativa, según el caso). Sólo esta última corresponde al Estado constitucional.

Desde la perspectiva constituyente, la decisión de adoptar una de esas modalidades del principio de soberanía es libre, y antes de convertirla en norma constitucional sólo es un enunciado político que a nadie vincula. En este aspecto es posible parafrasear el principio enunciado por Ulpiano y decir: constituens leguibus solutus est. Debe quedar entendido, empero, que sólo hay Estado constitucional allí donde el pueblo es el titular de la soberanía y el poder es ejercido en su nombre.

Emilio Betti negaba la naturaleza jurídica de los principios y sostenía que son "orientaciones e ideales de política legislativa", "criterios directivos para la interpretación y criterios programáticos para el progreso de la legislación".5 Bobbio señaló que el error de Betti consistió en confundir los principios informativos del derecho con los principios propiamente jurídicos. Estos principios informativos tampoco pueden confundirse con los principios constituyentes, porque en la concepción de Betti las orientaciones y criterios tienen como referente normas preexistentes, en tanto que la función constituyente es originaria.

 

III. Clasificación de los principios en un Estado constitucional

De entre los muchos criterios susceptibles de ser adoptados para servir de base a una clasificación, en este caso aplico el que atiende a la relación entre los principios y el orden constitucional. Los principios constitucionales tienen dos expresiones: principios constituyentes, que definen el contenido de la norma suprema, y los principios constituidos, que orientan las actividades del legislador, del juzgador y del administrador.

Los principios constitucionales pueden también diferenciarse entre los de contenido y los de procedimiento. Los primeros se basan en alguna modalidad de contractualismo, sea la que atribuye el pacto fundacional al tránsito de una situación de libertades irrestrictas a otro de libertades reguladas, o la que, a la inversa, considera que en un estadio no ordenado se carece de libertades y que éstas se conquistan con motivo de la organización de la vida colectiva. Como quiera que se asuma el constructo contractual, en la práctica constituyente lo que se advierte es la decisión de racionalizar las relaciones de poder en una colectividad por medio del derecho.

En cuanto al procedimiento constituyente, el principio dominante es la deliberación, sin la cual no se está en el caso de fundar un Estado constitucional. Así, el principio contractual, que tiene diversas expresiones (soberanía, libertades, equidad, seguridad jurídica, por ejemplo) y el principio deliberativo, que a su vez supone una multiplicidad de factores (igualdad, tolerancia, confianza, por ejemplo) son los elementos sustantivo y adjetivo que permiten ejercer la función constitutiva de un Estado constitucional.

Una vez constituido, ese modelo de Estado establece los enunciados básicos para que los operadores jurídicos cuenten con referentes comunes, en especial un lenguaje compartido que les permita definir sus coincidencias, precisar sus diferencias y resolver sus conflictos. Esos operadores son, en el poder, los legisladores, los juzgadores y los administradores; y ante el poder, los gobernados, los justiciables y los administrados, según la situación que, en cada caso, corresponda a las personas.

De acuerdo con estos criterios, los principios constituyentes corresponden a una función fundacional mientras que los principios constituidos son propios de una función organizativa cuando la ejercen los legisladores, de una función adjudicativa cuando incumbe a los juzgadores y de una función gubernativa cuando concierne a los administradores. Para cada una de esas funciones se van desenvolviendo una serie de principios, algunos de los cuales pueden ser comunes a todas las funciones, y otros específicos de cada una de ellas.

De ese elenco de principios, los más estudiados han sido los de adjudicación. Empero, en la jurisprudencia y en la doctrina a veces se incurre en confusiones por no hacer la distinción en cuanto al tipo de principios con los que se está tratando.

La diferenciación entre esas clases de principios es relevante para efectos analíticos, porque están formulados con lenguajes diferentes. Los principios constituyentes suelen estar permeados por el lenguaje político, ya que la deliberación que sirve para construirlos involucra significados poco rigurosos a las palabras; en contraste, el lenguaje más estricto es el que sirve para la solución de un conflicto específico y es utilizado por los expertos. En una zona intermedia en cuanto a la indeterminación del lenguaje utilizado se sitúan los legisladores, que reproducen los procesos deliberativos de creación normativa, lo que supone que según el grado de exigencia técnica o de agregados programáticos que correspondan al tipo de disposición que redacten, elaboren normas con distintos niveles de exactitud. No es lo mismo, por ejemplo, regular las formas de generación y utilización de la energía atómica, o la sanidad bacteriana de las cuencas hidráulicas, que normar la publicidad comercial o la propaganda política. Entre más concreta es la materia regulada, más preciso tiende a ser el lenguaje utilizado, y viceversa. Ese lenguaje legiferante varía según se normen procesos técnicos o procesos sociales. Se puede apreciar, mediante estudios empíricos, que la utilización de principios es más frecuente en el caso de estos últimos.

En la práctica, todos los principios constitucionales son de igual jerarquía. Si bien la invocación de la suprema entidad decisoria identificada como pueblo es la que ofrece sustentación al principio de soberanía en el que se basa el mayor número de Constituciones, los órganos constituidos siguen acudiendo al mismo concepto cuando la ocasión lo requiere. La diferencia radica en que cuando el constituyente apela a la soberanía utiliza un modelo descriptivo al que conocemos como constructo; en cambio, cuando lo hace un órgano constituido aplica un principio constitucional que tiene contenido prescriptivo. Un constructo es un elemento teórico que sirve para explicar un fenómeno pero, a diferencia de un principio, no regula las conductas humanas.

 

IV. Desarrollo de los principios constitucionales

Los principios constitucionales han sido el eje para la garantía de los derechos fundamentales. El garantismo jurídico, según lo ha definido Luigi Ferrajoli, permite identificar las herramientas que hacen posible la "máxima eficacia" de esos derechos.6 El desarrollo de esa técnica de garantía de los derechos subjetivos ha incumbido a los juzgadores. Los argumentos del juzgador tienen sus fundamentos y motivaciones en la Constitución; corresponden al razonamiento que se desprende de esa norma.

Sin embargo, no son los jueces los únicos integrantes del Estado que contribuyen a la garantía de los principios constitucionales. Peter Haberle sustenta que un Estado constitucional auspicia una sociedad de intérpretes libres de la Constitución y, por ende, además de los gobernados también sus representantes políticos, en sus áreas de desempeño, pueden adoptar decisiones políticas de contenido garantista, esto es, medidas que contribuyan a dar validez a las normas vigentes que definen la organización y el funcionamiento democrático, republicano y secular del poder.

El garantismo es una teoría que surgió en el ámbito de los derechos fundamentales, pero ofrece claves para su expansión al dominio político. Los derechos individuales y colectivos no se agotan en las relaciones con los órganos del poder o con otros particulares. Los derechos que derivan de las libertades públicas y de la representación política tienen como correlato las obligaciones de los gobernantes conocidas como responsabilidades políticas. En un sistema en que sólo se contemplen libertades para los gobernados, pero no responsabilidades para los gobernantes, se carece de garantías jurídicas que confieran validez al régimen político.

Ha sido en virtud de esa actividad garantista de los órganos políticos que han surgido, por la vía de la argumentación jurídico-política, instituciones basadas en la aplicación extensiva de diversos preceptos constitucionales. El Reino Unido ofrece algunos ejemplos que ilustran la forma como se han construido las garantías de responsabilidad política para las libertades públicas. En el debate parlamentario británico, el concepto de los principios constitucionales se hizo presente desde el siglo XVIII. Al discutirse en los Comunes acerca del caso John Wilkes (1763), se expresó que entre "los principios fundamentales" de la Constitución figuraba la independencia del Parlamento.7

En una polémica posterior relacionada con el gobierno de William Pitt (1784) se le daba el carácter de principio constitucional a la expresión de confianza del Parlamento en favor de los ministros, aceptándose que el monarca prescindiera de ese requisito sólo en circunstancias excepcionales que, una vez superadas, obligaba a someter al Parlamento la confirmación de los nombramientos.8 Ese principio consistía en que los comunes debían cerciorarse, en nombre del pueblo, de que los responsables de ejercer el gobierno reunieran las aptitudes requeridas para los cargos que desempeñarían.

El principio de soberanía parlamentaria se puso de manifiesto al discutirse el presupuesto de 1909. En esta ocasión se precisó que si bien la Constitución está integrada por algunas leyes y numerosas costumbres, aquellas pueden modificarse e incluso puede ponérseles en un Estado "adormecido, moribundo o por completo muertas para todos los efectos prácticos".9 El argumento se aplicaba en este caso al derecho de la corona para vetar el presupuesto, utilizado por última vez durante el reinado de Isabel I, y que había caído en desuso. Los comunes previnieron que en lo sucesivo la sola amenaza de ejercer el veto del presupuesto daría lugar a la censura del ministro que la propusiera.

En cuanto a los principios de adjudicación, vinculados con el funcionamiento del Parlamento, fue relevante el caso Wason vs. Walter (1868).10 El asunto debatido consistía en que un particular demandaba a un periódico por los daños que la había ocasionado la publicación de un debate parlamentario. Fue la primera ocasión que un asunto relacionado con la libertad de expresión y el acceso a la información se discutió por los lores, y dio lugar a una de las más firmes argumentaciones a favor de las libertades públicas. Los lores sustentaron que entre el derecho a la intimidad de las personas y el derecho a la información de la sociedad, prevalecía este último. Sin embargo, hacían la salvedad de que no siendo relevante la identidad, el nombre de los particulares debía omitirse en la información pública de los debates. Se procuraba conciliar así los derechos de las personas y de la comunidad política. Hasta entonces ambas cámaras del Parlamento prohibían la publicación de sus debates, pero esta resolución impuso un nuevo criterio que se estimaba acorde con la nueva realidad, conforme a la cual las cámaras debían limitarse a exigir exactitud en cuanto a la información difundida acerca de sus debates.

En Estados Unidos la actividad congresual también ha generado formas de garantía del principio constitucional de responsabilidad política. El Congreso, por ejemplo, no disponía de facultades para investigar al Gobierno; sin embargo, las asumió en 1792 a partir de la investigación realizada con motivo de la derrota infligida al general Arthur St. Clair por los indios miami y shawnee. El Congreso advirtió que carecía de facultades para investigar actos gubernamentales, pero razonó en el sentido de que para legislar era necesario contar con información.

En la Constitución estadounidense tampoco se le confiere al presidente la facultad de iniciar leyes. Sin embargo, a partir de la presidencia de Theodore Roosevelt se ha ampliado la interpretación del artículo II-3. Este precepto obliga al presidente a informar al Congreso, de manera periódica, acerca "del estado de la Unión". A la vez, lo faculta para "recomendar a la consideración [del Congreso] las medidas que juzgue necesarias y convenientes". Aunque los presidentes no presentan iniciativas de manera directa, sí ejercen un liderazgo legislativo muy evidente. El principio de equilibrio entre órganos del poder ha propiciado el desarrollo de esta modalidad de iniciativa. A la inversa, conforme al mismo principio, jamás se ha utilizado la facultad conferida al presidente para decretar el receso del Congreso.

Otro aspecto llamativo consiste en la defensa de los derechos de la minoría. Lo que se plantea en el ámbito jurisdiccional como el principio contramayoritario aplicado por los jueces constitucionales al decretar la anulación de disposiciones legislativas, tiene su correlato en las normas constitucionales que exigen mayorías calificadas para tomar decisiones. En el caso del sistema estadounidense, la práctica política garantiza el derecho de la minoría a través de lo que se conoce como filibuster (obstrucción), presente también en algunos sistemas parlamentarios.

 

V. Discrecionalidad y constitucionalidad

En el ámbito jurisdiccional se conoce de conflictos de normas que, en ciertas circunstancias, se resuelven invocando algún principio o ponderando su prevalencia entre varios de ellos. Lo que se plantea ante los jueces son controversias basadas en disposiciones de derecho positivo; de no hacerse así no se admitiría la acción. La argumentación de las partes puede aludir a principios, pero siempre parte de una pretensión que tiene sustento en normas vigentes. Aunque en las resoluciones se invoquen razones abstractas para adjudicar derechos, ningún tribunal admite demanda alguna fundada sólo en la hipotética afectación de un principio.

En cambio, el conflicto entre principios se produce en el proceso constituyente, y la forma de resolverlo es lo que ofrece un sustento jurídico coherente para la Constitución. Las discrepancias en materia de principios se producen, por ejemplo, cuando un texto constitucional contiene principios entre sí excluyentes, como sucede cuando consagra libertades públicas, al mismo tiempo que potestades políticas sin control.

Merced a su plasticidad, los principios relativizan los alcances de las reglas. La regla establece prohibiciones, permisiones u obligaciones, en tanto que los principios permiten adecuar a las circunstancias el alcance de esas prohibiciones, permisiones y obligaciones. Lo que hace posible esa plasticidad de los principios es su propia forma de enunciación. La cuestión, por ende, reside en el lenguaje. Para la elaboración de los principios se utilizan, sobre todo en la jurisprudencia, fórmulas muy abiertas, en contraste con la tendencia legislativa, que tiende a regular con criterios de exhaustividad.

La diferencia entre principios constitucionales y reglas es formal, en tanto que, en sentido material, unos y otras son normas. Conforme a un procedimiento deductivo todos los principios se pueden reglamentar con detalle, y conforme a un procedimiento inductivo todas las reglas se pueden generalizar hasta un nivel máximo de abstracción.

Sólo los principios constituyentes son externos con relación al orden positivo. Los legisladores ordinarios y los juzgadores se refieren siempre a principios constituidos; de otra manera se haría nugatoria la supremacía de la Constitución, en cuyo nombre actúan los órganos constituidos, con la contradicción que esto implicaría. Esos principios siempre tienen carácter jurídico; si se admitiera su ajenidad con relación al ordenamiento implicaría que la Constitución no es una norma suprema.

La presencia de los principios se explica como un método más para resolver conflictos entre normas. La solución de conflictos entre normas se basa en tres criterios tradicionales: el jerárquico, el cronológico y el de especialidad, y para el caso de conflictos entre principios el criterio dominante es el de la ponderación. Los conflictos que se someten a la solución jurisdiccional siempre plantean pretensiones basadas en normas vigentes; cuando el juzgador no puede resolver conforme a los tres primeros criterios recurre a algún principio cuya prevalencia permita identificar la regla pertinente para dirimir el diferendo. Si la regla concreta no existe o es insuficiente, el principio es aplicado al caso concreto. La clave de este procedimiento de adjudicación aparece en el célebre enunciado de Paulo: non ex regula ius sumatur, sed ex iure quod est regula fiat.11

La aplicación de los principios obedece a la imposibilidad, advertida desde Teofrasto, de que la norma prevea todos los problemas posibles.12 Ahora bien, el uso de los principios de adjudicación confiere márgenes de discrecionalidad al juzgador que sólo son admisibles en Estados constitucionales.

Uno de los principios constituyentes es el de legalidad, introducido por el Bill of Rights en 1689. Retomado más adelante por la Ilustración, caracterizó al constitucionalismo revolucionario francés. La Constitución de Estados Unidos introdujo un matiz relevante porque facultó a los órganos jurisdiccionales para resolver conforme a la ley y la equidad (artículo 3, sección 2). Con esto se fue más allá de lo propuesto por Montesquieu, quien expresó muchas reservas acerca de la judicatura. De acuerdo con el célebre capítulo 6o. del libro XI de El espíritu de las leyes, los jueces no debían legislar, porque esto conduciría a un poder abusivo; no debían ser profesionales (en el sentido de su permanencia), para evitar un monopolio indeseable; debían en cambio tener una existencia "invisible y nula", y limitarse a ser "la boca que pronuncia las palabras de la ley". Todas estas prevenciones correspondían a una preocupación fundamental: "juzgar es un poder terrible entre los hombres". De ahí que Montesquieu también afirmara que cuando el poder del pueblo quisiera acusar a alguien, no podía "descender" y consignarlo ante los jueces, que son sus "inferiores", sino llevarlo a la instancia superior: los nobles, que no tienen las mismas pasiones ni intereses que el pueblo.

La ley no puede prever todas las controversias que resultan de la interacción en las sociedades complejas, por lo que Montesquieu erró en cuanto a la estrecha tarea que asignaba a los jueces. El desarrollo del constitucionalismo condujo, por la vía de experiencias y correcciones sucesivas, al mismo hallazgo de Teofrasto en el mundo clásico: la función jurisdiccional es una fuente de derecho. Ahora bien, hay un requisito esencial para que el creciente poder discrecional de los jueces se armonice con la estructura del Estado constitucional contemporáneo: el ejercicio controlado, y por ende responsable, del poder.

Los mecanismos de control del poder corresponden a las garantías de los derechos políticos de una colectividad. En la medida en que esas garantías no estén presentes o no se encuentren bien construidas, una parte de los derechos políticos carecen de validez. Pero esto no es todo, porque la ausencia de esas garantías impide investir a la judicatura de amplias atribuciones para adjudicar el derecho, con lo que la falta de garantías para los derechos políticos tiene un efecto nocivo que se puede expandir a todo el sistema jurídico.

Las facultades crecientes conferidas a los jueces son el resultado de la evolución del constitucionalismo y, ellas mismas, son consecuencia de un principio constitucional: el derecho a la justicia. En un Estado constitucional todo conflicto se debe resolver conforme a derecho; en este caso no es admisible excepción alguna. Para aplicar este criterio con frecuencia se tiene que ponderar entre el principio del conocimiento previo de la ley (legalidad) y el principio del derecho a la justicia.

Desde la antigüedad se consideraba que el conocimiento de la norma era un imperativo de la vida colectiva; de ahí la expansión de las prácticas epigráficas inciadas en Mesopotamia para consignar las normas de manera duradera y en lugares públicos. La atribución de facultades al juzgador para aplicar principios generales cuya enunciación y vinculación no siempre son conocidas por las partes en un juicio, resulta de la decisión del constituyente en el sentido de que por encima del conocimiento de la ley por parte de sus destinatarios se debe tener la certeza de que bajo ninguna circunstancia se denegará la justicia a alguien, ni siquiera alegando obscuridad o incluso inexistencia de una norma específica aplicable al caso. Este es un ejemplo de un principio que ofrece sustento a las funciones de adjudicación.

Las facultades de ejercicio discrecional exigen una serie de salvaguardas constitucionales que eviten o al menos atenúen dos grandes riesgos: el exceso en el uso de esas facultades por parte de los jueces, y la tentación de subordinar a los jueces mediante ardides políticos por parte de los partidos.

La medida más extendida para eludir el primer problema ha consistido en imprimir una nueva dimensión al principio constituyente de separación de poderes, transformándolo en una especialización de funciones controlables. Este principio, todavía pendiente de bases teóricas satisfactorias, explica la aparición de los órganos de relevancia constitucional. En materia de justicia, además del tradicional poder judicial,hay una progresiva orientación en el sentido de instituir tribunales constitucionales. De esta manera se protege el equilibrio entre los órganos del poder. En algunos sistemas, la función jurisdiccional ordinaria y la función controladora de la constitucionalidad son desempeñadas por un mismo órgano, pero la experiencia indica que esa no es la mejor opción.

La especialización evita la concentración de poder en un órgano y facilita el desarrollo y consolidación de las funciones jurisdiccionales. Los principios aplicados por el juez ordinario y por el juez constitucional tienden a ser de alcances diferentes. Por ejemplo, el principio de libertad contractual es aplicado por los tribunales civiles, mientras que el principio in dubio pro reo resulta pertinente en las causas penales; a su vez, la función garantista de los tribunales constitucionales está separada de las demás tareas de adjudicación concernidas con la justicia ordinaria.

Si se incurre en el error de confundir todos los planos posibles de la administración de justicia, el riesgo de un exceso en la discrecionalidad puede comprometer la idoneidad de la función jurisdiccional y generar tendencias constitucionales regresivas que debiliten a los órganos de justicia o restrinjan sus facultades. El afectado en primera instancia sería el justiciable, pero a la postre este fenómeno implicaría un retroceso en las condiciones generales de un Estado constitucional, por lo que hace a las libertades y a la equidad.

El segundo problema que se presenta, con motivo de las deficiencias en el diseño de la función controladora de la constitucionalidad, es la intromisión de la política de partido en la composición y en la neutralidad de los tribunales. Este fenómeno deforma los órganos incumbidos de las funciones de justicia mediante la politización de sus integrantes e incluso del funcionamiento interno de los órganos jurisdiccionales.

Los principios de adjudicación, esenciales para las ideas de equidad y de justicia en las sociedades abiertas, plurales y complejas, guardan una cercana relación con los principios constituyentes y legislativos, y se ven afectados cuando éstos últimos no alcanzan el máximo de coherencia posible.

 

VI. Ponderación y secularidad

El problema de la ponderación entre principios se resuelve, en teoría, conforme a cualquiera de dos tipos de operaciones: por la prevalencia de un valor ético o por la prevalencia de una razón lógica. Si lo que predominara fuera considerado una norma moral o un postulado ideológico, no estaríamos ante un Estado secular sino ante un Estado fundamentalista en el que las convicciones ideológicas, religiosas o políticas se impondrían de manera coercitiva.

Los funcionarios se conducen en su vida personal conforme a estándares éticos, pero en el desempeño de sus funciones no deben imponer a terceros sus perspectivas morales, presentándolas como principios generales de derecho.

El concepto renacentista de razón de Estado sustituyó al concepto imperial de moral de Estado. La moral de Estado comenzó a perfilarse en Occidente en 330 con el edicto de Constantino que establecía como oficial la religión católica, y se consolidó con el de 380, mediante el que Teodosio, Graciano y Valentiniano establecieron que todos los pueblos sometidos a su autoridad estaban obligados a creer en el catolicismo y a practicar los ritos consiguientes. Entre los años 381 y 392 se integró un complejo sistema de sanciones para quienes infringieran ese deber. En contraste, la razón de Estado apareció como parte de la idea de Estado moderno, basado en la secularidad.

La ponderación de principios, en un Estado secular, sólo debe ser una operación jurídica, no una elección moral. La secularidad del Estado obedece a un principio constituyente que determina el funcionamiento de todos los órganos del poder. Los integrantes de estos órganos están en libertad de elegir y de practicar, en lo que atañe a sus decisiones íntimas, lo que sus convicciones y creencias les dicten; pero esas creencias y convicciones de los funcionarios no trascienden a través de decisiones institucionales para imponerse como norma coactiva a los gobernados, a los justiciables o a los administrados.

Todo derecho subjetivo requiere de una garantía, o sea de un procedimiento jurídico que asegure su satisfacción. Si entendemos que la secularidad es un principio del Estado constitucional, y por lo mismo, un derecho de los gobernados y una obligación de los órganos del poder, ¿qué procedimiento de garantía asegura su validez?

En ese punto debe reconocerse la limitación de las instituciones. La imposición o la prohibición de criterios religiosos son extremos que corresponden al modelo de un Estado total que rige la conducta y la conciencia de las personas; un Estado que no deja espacio para la disensión. Por el contrario, un Estado secular sólo regula las conductas y no se inmiscuye en las creencias y convicciones de las personas.

En términos generales, los mecanismos utilizados por una democracia constitucional para la toma de decisiones se agrupan en dos grandes rubros: los directos y los representativos. Los primeros, en los que una parte de la decisión es adoptada por los gobernados mismos, son el referéndum y el plebiscito; la iniciativa, la acción popular y la revocación de mandato son variantes de esas formas de participación.

Los instrumentos representativos implican a su vez dos tipos fundamentales de instituciones, relacionadas con los procesos electorales y con las formas de responsabilidad. La elección es el acto que se ejerce de manera libre, periódica, personal, informada y autónoma por parte de cada ciudadano, y la responsabilidad es el deber de diligencia, coherencia, prudencia y trasparencia con el que los elegidos desempeñan las funciones que les fueron encomendadas por decisión directa o indirecta de los ciudadanos. Cuando falta cualquiera de esos elementos en lo que atañe a la elección y a la responsabilidad, las instituciones representativas presentan déficits de legitimidad de magnitud y consecuencias variables.

El Estado secular está mejor garantizado por los procedimientos democráticos representativos que por los directos, por varias razones: son permanentes y no circunstanciales; son revisables y no definitivos; son regulares y no imprevisibles. Por lo mismo, los procedimientos representativos ofrecen un referente conocido, regulado, predecible y constante, en contraste con un procedimiento democrático directo, pero aleatorio porque no obedece a los patrones institucionales de control y de continuidad. Los procedimientos directos son utilizados en ocasiones para demeritar los procedimientos representativos. En un escenario de procedimientos permanentes debilitados y de procedimientos directos ocasionales, la garantía de secularidad se relativiza.

Los procedimientos democráticos directos pueden ser compatibles con los representativos cuando son contemplados como mecanismos de reserva para ser utilizados en casos límite. Pero estas circunstancias no pueden ser tasadas, y por lo mismo la oportunidad de convocar al electorado depende de una decisión política del Congreso, del Gobierno o de ambos. Si la decisión es parlamentaria, lo más probable es que sólo se convoque cuando los representantes eludan asumir el coste político de una medida controvertida. En este caso, los legisladores pueden afectar su propio prestigio si se considera que tienen temor para decidir. Si la convocatoria es del Gobierno, dispone de un arma con la cual mantener bajo amenaza al Congreso, lo que altera sus relaciones de control y reduce los incentivos para cooperar. Si la decisión es compartida, propicia desenlaces impredecibles que pueden afectar sus relaciones de equilibrio. El Gobierno y la Asamblea, en este caso, serían vulnerables ante los actos políticos de desafío o intimidación, porque cualquiera de ellos podría plantear llamamientos sin fundamento a la ciudadanía sólo para exhibir a la contraparte que, según las previsiones sensatas, se negaría a secundar una consulta indebida a los ciudadanos.

Hay suficiente evidencia empírica acerca de la vulnerabilidad de las apelaciones directas en cuanto a decisiones legiferantes o políticas. Los impactos mediáticos, la manipulación de las emociones colectivas, la segmentación e incluso la polarización a las que pueden conducir a una comunidad, no son una garantía para la secularidad del Estado.

El poder es proteico y las garantías para el Estado secular no son absolutas. Los esfuerzos para construir esas garantías deben tener en cuenta esa limitación, de suerte que los mecanismos adoptados sean objeto de evaluación y revisión continuas.

 

VII. La Constitución y el principio esperanza

A partir de las tres grandes revoluciones políticas de los siglos XVII y XVIII: la Gloriosa, la americana y la francesa, las Constituciones fueron diseñadas con fundamento en constructos de los que a su vez se desprendieron principios generales y reglas específicas.

Los constructos sobre los que se edificó el constitucionalismo contemporáneo son pueblo y contrato social. La doctrina le ha dado diversos contenidos a cada uno de esos constructos, para de ahí derivar una amplia gama de sistemas jurídico-políticos y de formas de gobierno basados en el principio general conocido como soberanía, con sus vertientes popular, nacional y parlamentaria. La experiencia se enriqueció, además, con las aportaciones de las grandes revoluciones sociales del siglo XX, que incluyen la mexicana, la rusa, la china y la revolución descolonizadora que se extendió por África y Asia.

Por otra parte, el origen revolucionario del constitucionalismo moderno, cuyos objetivos estaban orientados por la limitación del ejercicio del poder político y por la ampliación de los derechos personales y colectivos, supuso la concreción de diversas expectativas.

En lo que atañe a los procesos del poder, las sociedades políticas han actuado de manera diferente en los planos del presente y del futuro. En el plano del presente, la regulación de la política está regida por la identificación de un principio agonista que se expresa en tres vertientes principales: la lucha por el poder, la lucha contra el poder y la lucha en el poder. En cambio, en el plano del futuro la política está inspirada por lo que Ernst Bloch denomina el principio esperanza,13 basado en las expectativas colectivas de libertad, equidad, bienestar y justicia. Según Bloch, la anticipación del futuro es lo que conduce a la construcción de utopías.

Si la esperanza es uno de los motores de la historia, también nutre el contenido de las Constituciones, que incluyen dos grandes conjuntos de principios: los que permiten regular los procesos agonistas y los que perfilan la convivencia libre, igualitaria, digna, equitativa y justa hacia el futuro. Para que ambos objetivos sean alcanzados, la sociedad debe contar con la gobernabilidad democrática que resulta de un poder legítimo, responsable y controlado.

La sociedad requiere instrumentos jurídicos para solucionar sus conflictos, y en este caso opera la norma entendida sólo como un deber ser; pero la comunidad exige asimismo referentes para confiar en su desarrollo, asociados a la representación que se tenga en el presente respecto del futuro. Para la sociedad del presente, la norma obedece a una estructura lógica, mientras que para la perspectiva del futuro la norma no se identifica con un deber ser sino con un ser, simple y llano, al que se aspira. La versatilidad de la Constitución consiste, entre otras cosas, en que además de regir el presente permite definir el futuro, de ahí que el análisis jurídico de su contenido se complementa con la observación de las regularidades que definen la adhesión colectiva a la norma. En esta intersección encontramos que la tendencia a las normas detallistas, que por definición son restrictivas, aleja a las Constituciones de la percepción que las identifica como instrumentos para franquear el futuro.

La sociedad actúa como constituida, en tanto que regula los asuntos de su presente, y se proyecta como constitutiva en cuanto que conserva un horizonte normativo abierto. Ese proceso constitutivo se va actualizando por la actividad renovadora del legislador y del juzgador. En la medida en que esas labores se ven entorpecidas por preceptos constitucionales minuciosos, la Constitución deja de desempeñar las funciones de instrumento jurídico para acceder al futuro.

Una parte de la actividad constitutiva está guiada por el principio esperanza. Pero una percepción distorsionada de las funciones y de las posibilidades constitucionales puede producir ensoñaciones arcádicas que se desvanecen con prontitud y que se convierten en desilusión constitucional. El fenómeno definido en el siglo XIX por Émile Durkheim como anomia, que tiene algunas notas comunes con el concepto de in gobernabilidad, usual desde la segunda mitad del siglo XX, alude a crisis institucionales precursoras de la desilusión respecto del Estado constitucional. Tucídides ya había utilizado la expresión anomia14 para advertir el riesgo de que un orden normativo resultara insuficiente para garantizar la convivencia en la polis; esta es una preocupación recurrente que implica la necesidad de que el Estado constitucional garantice que las expectativas de los ciudadanos sean satisfechas en el presente y no los inhiba de alentar otras para el porvenir.

Ante los fracasos o los escollos de la política convencional, las sociedades se refugian en la política constituyente. Es una forma de buscar en el plano del futuro las soluciones para los problemas existentes en el plano del presente. Aunque los modelos adoptados funcionen, para mantenerlos operativos se les hacen correctivos ocasionales. Sin embargo, también se registran experiencias frustráneas, porque siempre existe el riesgo de que las complejidades culturales de las sociedades contemporáneas introduzcan factores que dificulten la identificación y la adopción de los instrumentos que den sustento al principio esperanza.

Cuando el principio esperanza deja de estar presente en la actividad constituyente y en la percepción dominante en una sociedad, el escepticismo puede tomar su lugar. Arturo González Cosío ha observado que allí donde esto llega a suceder, el plano histórico se contrae y el futuro se vuelve un presente donde las relaciones sociales se resuelven en términos agonísticos. Las consecuencias constitucionales de la lucha no regulada, por lo general van acompañadas por el ejercicio personalista o al menos muy concentrado del poder.

Uno de los factores para hacer viable el principio esperanza, depositado en el ordenamiento constitucional, consiste en la positividad de las Constituciones. Este fue el gran desafío que tuvieron ante sí las Constituciones escritas, o sea, las que no surgieron de una convicción generalizada a la que se identificada como costumbre. Para dar respuesta a ese reto se fueron desarrollando formas de defensa jurisdiccional de la Constitución que han desembocado en la bien probada experiencia de los tribunales especializados.

Empero, los resultados no son homogéneos en todos los lugares donde esos tribunales han sido implantados. Las relaciones entre norma y normalidad, en los términos de Hermann Heller, entre norma y cultura, como plantea Peter Haberle, o entre texto y contexto, conforme a la tesis de Dieter Nohlen, explican las disparidades en cuanto a los resultados ofrecidos por los tribunales constitucionales. Un análisis sincrónico muestra que las mismas instituciones pueden dar resultados discrepantes en diferentes espacios, y un análisis diacrónico prueba que esas mismas divergencias pueden observarse incluso en un mismo Estado.

Una de las causas que afectan la funcionalidad de los tribunales constitucionales es que los partidos tienden a colonizarlos, con lo cual esos órganos dejan de ser portadores del principio esperanza, que opera desde el futuro hacia el presente, y se incorporan a la lucha por el poder.

La primera gran expresión del principio esperanza en los sistemas constitucionales modernos fue la enunciación y luego la garantía de los derechos fundamentales. Andando el tiempo, también se adoptaron instrumentos de garantía en el nivel internacional, y hoy una parte del principio esperanza se ha trasladado con acierto al ámbito supranacional. América Latina y Europa dan buena cuenta de los avances. África aguarda los pasos que consoliden allí la jurisdicción continental de los derechos humanos.

Lo que hoy tenemos que plantearnos es transitar al siguiente nivel. La defensa de la Constitución nacional puede seguirse internacionalizando. En la actualidad son materia de jurisdicción internacional los conflictos relacionados con derechos fundamentales, pero todavía se reserva al dominio interno lo relativo a los diferendos entre órganos del poder. La hipotética neutralidad de los tribunales constitucionales no es un hecho al alcance de todos los Estados constitucionales, y la carencia de esa garantía puede frustrar el principio esperanza,y por ende, el sentimiento constitucional, con las consecuencias de desilusión que ya fueron mencionadas.

 

VIII. Constituciones de principios y Constituciones de menudencias

Los modelos constitucionales contemporáneos están muy permeados por la retórica y por el detallismo. Es común encontrar preceptos redactados en tono de proclama política, al lado de otros que abundan en minucias propias de una ley ordinaria e incluso de un reglamento. Ante tal panorama, es posible prever que la extensión de las Constituciones que padecen ese tipo de problemas alcanzará un nivel que las hará disfuncionales, porque la necesidad de adecuación por la vía del crecimiento progresivo las transformará en códigos abigarrados de difícil manejo que obligarán a pensar en un nuevo tipo de texto. Este proceso se inscribe en un entorno cultural que condiciona las actitudes de los agentes políticos y de los destinatarios de la norma, pero el entorno no obedece a una suerte de predestinación genética ni es inmutable.

Si se hiciera el esfuerzo teórico de identificar enunciados de la máxima generalidad posible con el propósito de convertir al legislador ordinario y al juez constitucional en los responsables de la actualización constitucional, podría encuadrarse la mayor parte de los preceptos de las Constituciones contemporáneas en los siguientes rubros:

1) La soberanía (popular, nacional, parlamentaria) es imprescriptible.

2) Las personas son libres, dignas e iguales.

3) Las personas tienen derecho al bienestar y a la justicia.

4) Las relaciones sociales se rigen por la equidad.

5) Las sanciones se basan en derecho y no pueden ser desproporcionadas, retroactivas, trascendentes ni arbitrarias.

6) La riqueza es objeto de distribución.

7) El poder político es democrático, republicano y representativo.

8) El ejercicio del poder es responsable, limitado, descentralizado y temporal.

9) En casos excepcionales, se puede restringir por tiempo breve el ejercicio de algunos derechos.

10) Los legisladores se rigen por normas de competencia y de procedimiento, y los juzgadores resuelven con objetividad y prontitud los casos controvertidos, sin aducir obscuridad, contradicción o insuficiencia de las normas.

Es obvio que no podría redactarse una Constitución con semejante concisión verbal y amplitud conceptual porque se dejaría un margen excesivo de discrecionalidad al legislador y al juzgador, pero si se pensara en una Constitución de principios, el estándar no estaría lejos de enunciados tan generales como los referidos en esos diez puntos.

En sus versiones originarias, el constitucionalismo optó por enunciados generales, sentando así las bases para que otras normas los desarrollaran con detalle. Le técnica constituyente originaria siguió un patrón de relativa sencillez: una vez definida la mayoría en la Asamblea, los elementos de la norma suprema se acomodaban siguiendo los estándares propios de los sistemas de gobierno y de distribución del poder elegidos. Otro tanto sucedía en el capítulo de los derechos fundamentales, de sus garantías y de la organización jurisdiccional.

En el siglo XX surgió otra modalidad a la que en términos convencionales se puede identificar como "Constituciones de autor"; esto es, textos cuyo proyecto fue encomendado a una persona o a un grupo de especialistas. Por ejemplo, correspondió a Hugo Preuss elaborar el proyecto de la Constitución de Weimar, y a Hans Kelsen el de la Constitución de Austria de 1920; una modalidad análoga fue la de comisiones constitucionales, como sucedió con la Constitución de Italia de 1948, preparada por un grupo de expertos, presidido por Meuccio Ruini, y en cuyo influyente comité de redacción estuvieron Piero Calamandrei y Costantino Mortati, y con la de Francia, de 1958, encomendada a un selecto equipo encabezado por Michel Debré. Una característica de esas Constituciones es la homogeneidad de sus contenidos.

La complejidad democrática ha impuesto crecientes exigencias de negociación para definir los textos constitucionales, y los protagonistas de esas deliberaciones han propendido a exigir un nivel de detalle que desborda la tradicional concisión de las disposiciones constitucionales. En las décadas recientes, sobre todo en los países con sistemas transicionales del autoritarismo a la democracia, la redacción de las Constituciones ha seguido una controvertible técnica consistente en introducir particularidades de carácter cuasi reglamentario.

Ese patrón de prolijidad distorsiona la función de las Constituciones, que dejan de ser normas muy generales, susceptibles de adaptarse a condiciones cambiantes, y se convierten en normas muy específicas que actúan como obstáculo de los cambios culturales y políticos. Las llamadas normas programáticas que caracterizaron al constitucionalismo de las posguerras mundiales, desempeñaron una función adaptativa muy valiosa que auspició el bienestar social y la justicia constitucional; pero han cedido su espacio a normas que por lo detallado de su contenido resultan inhibitorias para los legisladores y restrictivas para los juzgadores.

La diferenciación introducida por James Bryce en cuanto a las Constituciones rígidas y flexibles, según el grado de dificultad de su reforma, está dando lugar a una nueva forma de rigidez y de flexibilidad, relacionada ahora con la exhaustividad regulatoria por la que se inclinan numerosas Constituciones. Entre más detalles incluyen las Constituciones, más necesaria y frecuente se hace su reforma; los textos más inestables son los que contienen más minucias.

En buena medida esa modalidad constituyente implica una contradicción porque entorpece lo que pretende construir: sistemas democráticos gobernables. Este fenómeno tiende a generalizarse en los sistemas afectados por relaciones difíciles entre los agentes políticos, y es menos frecuente en aquellos que disfrutan de democracias consolidadas.

Cuando el objetivo consiste en evitar que los acuerdos entre los partidos políticos sean modificados con motivo de las variaciones en la composición del Congreso en cada legislatura, en lugar de que los consensos se concreten en disposiciones legislativas ordinarias, se opta por incluirlos en la normativa constitucional. De esta manera los acuerdos circunstanciales se convierten en imposiciones de largo plazo cuya enmienda sólo es posible mediante otra reforma constitucional. Surge así una nueva forma de rigidez constitucional, relacionada en este caso con los detalles previstos por las normas para atenuar la desconfianza entre los partidos. Para evitar interpretaciones adversas a los intereses de los interlocutores políticos se introducen en la Constitución criterios análogos a los que orientan la legislación penal en cuanto a la máxima exactitud de los tipos delictivos. No es accidental que, conforme a esa orientación, la normativa constitucional prevea instancias jurisdiccionales para la punición de numerosas conductas políticas.

Todo sistema representativo se basa en la presencia de partidos, y es común que la integración y la estabilidad de los Gobiernos guarde relación con la forma en que estas organizaciones políticas se entiendan; pero al incorporar cada acuerdo de gobierno en la Constitución, se desvirtúa la función de la norma suprema al tiempo que se dificulta el ejercicio de la política. La paradoja en este caso consiste en que para atender las exigencias de la política, la Constitución se tiene que flexibilizar, mientras que para preservar la vigencia de la Constitución, la política se tiene que rigidizar.

En los Estados constitucionales frágiles es común que las fuerzas políticas consideren que sus compromisos son vinculantes e inmutables sólo si los trasladan a la norma constitucional, por lo que ésta tiene que ser reformada con frecuencia creciente, porque cada pequeña variante de los pactos políticos impacta en la redacción de los acuerdos previos. Por el contrario, la posibilidad de que los agentes políticos ajusten sus actos, según lo requieran las circunstancias, se ve impedida por una norma constitucional casuista. Esta trasposición de funciones entre la política y el derecho no beneficia a una ni a otro, porque contrapone la estabilidad normativa de la Constitución con la naturaleza fluente de la política.

Ninguna definición de Constitución incluye la función a la que ha sido llevada en los Estados donde la democracia sigue sin consolidarse. La función estándar de la Constitución está concernida con su generalidad e intemporalidad, pero en las democracias precarias el interés de los partidos para poner a resguardo sus entendimientos recíprocos amenaza con subordinar la Constitución a contingencias circunstanciales.

¿A qué modelo debe acogerse una Constitución? La confianza en las instituciones favorece la adopción de enunciados generales; donde ocurre lo contrario, domina una estrategia restrictiva que se traduce en textos detallistas. Esta tendencia genera interacciones negativas entre las diversas instituciones constitucionales, porque entorpece la solución oportuna para las tensiones políticas, constantes en las sociedades complejas. Una Constitución redactada conforme a un modelo reglamentario puede desfasarse de la realidad, y por lo mismo se ve expuesta a violaciones constantes, o por el contrario tiene que someterse a ajustes continuos, impuestos por exigencias emergentes. En ambos casos se afecta la naturaleza normativa de la Constitución; en el primero, porque su rigidez artificial propicia conductas que le son adversas; en el segundo porque su contenido cuasi reglamentario la hace objeto de modificaciones tan frecuentes que deja de ser un referente cultural. Ese tipo de Constituciones de contenido reglamentario impone una dinámica agregativa que conduce a contradicciones institucionales e incluso de principios.

 

IX. Garantismo político

El garantismo ha hecho escuela en la justicia constitucional, ampliando la esfera de derechos del justiciable. La función del intérprete del derecho, "sea juez o jurista", consiste, entre otras cosas, en superar las lagunas y las antinomias del sistema jurídico mediante las garantías existentes "o a través de la introducción de aquellas elaboradas por la teoría".15 Esta doctrina ha resultado muy productiva con relación a los derechos subjetivos que carecían de instrumentos efectivos para su aplicación.

Procede plantear si la misma técnica de garantía es susceptible de adoptarse en el espacio político para extender los derechos del gobernado. Si en el ámbito jurisdiccional se ha encontrado una respuesta constructiva para hacer viables los derechos de las personas y de los grupos, ¿es posible que se haga otro tanto en la esfera política? Esto, por supuesto, en un Estado constitucional, única organización política basada en un sistema de libertades públicas y de responsabilidades políticas. Es el mismo espacio en el que actúan los jueces y los juristas garantistas. La labor que éstos realizan no sería practicable en un entorno autoritario donde por definición el espacio para los derechos fundamentales es muy estrecho.

En un Estado constitucional existen un sistema electoral libre y un sistema representativo responsable. Ahí la interpretación constitucional de los representantes genera garantías adicionales para los derechos políticos de los gobernados. Es común considerar que el representante tiene a su alcance la facultad legiferante, y que, por lo mismo, es mediante el ejercicio de esa actividad que puede interpretar el alcance de las disposiciones constitucionales. Esta es una opción, pero no la única. Así como la tarea del juzgador contemporáneo es más amplia que la considerada por la teoría y por los ordenamientos constitucionales clásicos, otro tanto sucede con el denominado legislador. Legislar sigue siendo uno de sus cometidos, pero en el constitucionalismo contemporáneo, el ejercicio de los controles políticos es tan relevante como esa función legislativa.

Las tareas legislativas estrictas tienden a hacerse muy técnicas. Los objetivos centrales de las normas obedecen a definiciones políticas, pero su desarrollo suele ser encomendado a expertos que casi nunca desempeñan a la vez el papel de legisladores elegidos por la ciudadanía. En cambio, la función política intransferible del representante contemporáneo es la de controlar el ejercicio del poder. La expansión del poder político, incluso en los Estados constitucionales, a menudo pone en manos de los titulares de los órganos del poder instrumentos que les permiten rebasar el desempeño razonable de sus atribuciones. Así como la ley no puede prever todos los problemas posibles, los controles políticos no pueden anticipar el sinnúmero de conductas para eludir las limitaciones que la Constitución impone a los gobernantes. Más aún, ni siquiera es deseable construir sistemas constitucionales muy casuísticos porque, como he señalado más arriba, limitan la actividad interpretativa de los juzgadores y reducen las opciones adaptativas de las instituciones.

En muchos sistemas, los controles políticos se encuentran tan reglamentados que en la práctica resultan nugatorios. Esto implica limitaciones para los representantes políticos, y supone por lo menos otros dos efectos negativos: produce una situación de desprotección real para el gobernado, porque alienta la impunidad del gobernante, y genera entre la ciudadanía una percepción contraria a la Constitución, cuya eficacia se pone en duda.

Ninguna solución institucional carece de efectos adversos. El garantismo judicial distorsionado podría desembocar en un activismo excesivo, y expondría a los jueces a la tentación de politizar la judicatura. Ya se advierten numerosos casos, en Europa y en América Latina, de infiltración de los organismos jurisdiccionales, por parte de los partidos políticos, como una reacción ante la creciente influencia de los jueces en materia política. Otro efecto adverso es que el legislador propende a saturar la Constitución de minucias técnicas para estrechar la libertad argumentativa del juzgador. Con esto se afecta al juez y se perjudica al justiciable.

En materia de controles, los efectos negativos del principio del garantismo político irían aparejados a la forma de su ejercicio. Si los controles se aplicaran en términos tales que inhibieran la actividad gubernamental, los gobernados verían disminuido su derecho al buen gobierno. El diseño de una institución no basta para asegurar sus buenos resultados; también debe ponderarse la interacción del conjunto de las instituciones. El análisis in vitro de cada institución ofrece muchas pistas acerca de lo mejor o peor de su diseño, pero la operación real está sujeta a las múltiples formas de relación entre todas las instituciones.

Varios argumentos que sustentan el principio del garantismo en la función jurisdiccional son trasladables a la función política de control. Si en el conjunto de normas que rigen las relaciones sociales es frecuente que se produzcan lagunas y antinomias, entre las reglas aplicables a los procesos de control político esto también sucede a menudo. Hay, sin embargo, una diferencia relevante entre ambos fenómenos: en el primer caso las discrepancias son arbitradas por un juzgador, en tanto que en el segundo son los propios contendientes quienes deben construir las reglas para resolver su diferendo.

Esa contención política expone a arreglos aleatorios, basados no en la argumentación sino en la imposición de criterios que pueden depender de la magnitud numérica de los representantes, de la fuerza de sus voceros o de un ensamble de imposiciones y concesiones mutuas. Un proceso de este género podría desvirtuar la necesaria racionalidad del poder político.

Para superar ese escollo debe considerarse que los acuerdos entre agentes del poder para superar lagunas y antinomias del ordenamiento que regula su conducta y su relación, pasan de la esfera política a la jurídica en la medida misma en la que expresan derechos y deberes recíprocos.

Si aceptamos que sólo el constituyente puede actuar sin referentes jurídicos, y que en materia de adjudicación el juez se guía siempre por argumentos racionales, es deseable que en la composición de los diferendos políticos también se disponga de instrumentos que auspicien la racionalidad.

La autocomposición de los conflictos es una fórmula precaria porque está sujeta a cambios no predecibles; por eso los agentes del poder requieren de instancias adecuadas para superar las lagunas y las antinomias que se advierten en las reglas acerca de su interacción. La jurisdicción constitucional y la jurisdicción electoral ya resuelven algunos aspectos de esa relación, pero subsisten, en numerosos Estados constitucionales, cuestiones relacionadas con los controles políticos acerca de las cuales no siempre se dispone de procedimientos que permitan identificar las soluciones jurídicas.

La mecánica general de los controles políticos figura en las Constituciones contemporáneas, pero los múltiples matices que resultan de la actividad política no pueden ser reducidos a fórmulas rigurosas, a menos que se incurra en el error al que ya me referí más arriba de redactar textos constitucionales exhaustivos. Si se opta por una mayor generalidad de la norma constitucional para garantizar el principio de que el poder controle al poder, parece recomendable que además de los órganos jurisdiccionales existentes se examinen nuevas modalidades de consejos de Estado. Se requieren entidades de consulta para que los agentes del poder conozcan las soluciones formuladas por la teoría, susceptibles de ser aplicadas cuando las controversias sobre el ejercicio de controles políticos procedan de lagunas o antinomias en las normas de la materia.

Ese tipo de órganos, que en algunos sistemas han dado buenos resultados en cuanto al control previo de constitucionalidad, pueden ser investidos de facultades para resolver las controversias o las dudas en materia de principios constitucionales relacionados con los controles políticos. Esto significaría una posibilidad de garantía para los ciudadanos en cuanto a su derecho a un buen gobierno, que es otro principio constitucional.

Los controles políticos precarios entorpecen al Estado constitucional. El principio de garantía política consiste en la seguridad ofrecida a todos los gobernados de que las reglas de legitimidad, competencia y efectividad de los órganos del poder serán cumplidas por los titulares de esos órganos, y que en caso contrario, con independencia de los instrumentos de sanción judicial cuando se incurra en ilícitos, estarán expeditas las medidas de reparación política.

 

X. Consideraciones finales

El Estado constitucional se caracteriza por ser un orden de garantías. La racionalidad del ejercicio del poder corresponde a una serie de instrumentos que tienen como punto de partida el control del poder. El enunciado de los derechos fundamentales precede a sus garantías, pero esos derechos a su vez sólo fueron formulados cuando ya se contaba con instrumentos para controlar el poder. Sin un poder sujeto a controles habría sido imposible acceder a la construcción de esos derechos fundamentales, y sin la garantía de esos derechos la concentración del poder habría conducido a la reaparición del absolutismo.

El constitucionalismo moderno aportó una solución intermedia entre la concentración y la atomización del poder. A la manera de los sistemas mixtos en los que Polibio encontraba las soluciones idóneas para una Constitución, el sistema representativo es una combinación de elementos que se traduce en la expresión racionalizada de un elitismo coyuntural compuesto por protagonistas sustituibles. Dentro de lo que se podría denominar como verismo político, debe admitirse que los sistemas representativos son una forma de legitimar la concentración razonable del poder. Sin los equilibrios que hagan compatibles los derechos de mayorías y de minorías, y sin los controles que preserven la racionalidad del modelo representativo, se propendería hacia derivaciones patológicas como las que Michelangelo Bovero califica de cacocracia, el gobierno de los peores, o a un reparto de cuotas de poder que convierte a los partidos en una modalidad corporativa.

Las interpretaciones contemporáneas del contractualismo apuntan en la dirección de proteger los derechos de las minorías; más aún, incluso las mayorías fluctúan conforme al tipo de intereses en torno a los cuales se identifican o se organizan las personas. El sistema por excelencia para permitir un ensamble adecuado entre mayoría y minorías es el representativo, a condición de que los controles funcionen como una garantía de la racionalidad del poder, para así ofrecer a su vez una plataforma de sustentación a los derechos fundamentales y a sus respectivas garantías.

La interacción entre las garantías políticas y jurisdiccionales es lo que preserva al Estado constitucional a pesar de la complejidad del poder. El monismo que se decanta por la precedencia o por la prevalencia de una sola especie de garantías puede afectar el diseño de instituciones equilibradas. Para efectos analíticos es conveniente examinar cada institución por separado, pero en el orden funcional todas las instituciones interactúan, potenciando, neutralizando o incluso contrarrestando sus respectivos efectos. De ahí la necesidad del principio de un constitucionalismo de la responsabilidad que fortalezca y consolide las demás expresiones del constitucionalismo contemporáneo.

 

Notas

1 Véase el discurso académico con motivo del premio Nobel de Economía, "The Possibility of Social Choice", Estocolmo, diciembre 8 de 1998; así como The Idea of Justice, Cambridge, Harvard University Press, 2009, pp. 87 y ss.         [ Links ]

2 Social Justice in the Liberal State, Nueva Haven, Yale University Press, 1980, pp.         [ Links ]

3 "La garantía de los derechos sociales en la teoría de Luigi Ferrajoli", en Carbonell, Miguel y Salazar, Pedro (eds.), Garantismo, Madrid, Trotta-UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2005, pp. 171 y ss.         [ Links ]

4 Contributi ad un dizionario giuridico, Turín, G. Giapichelli, 1994, pp. 273 y ss.         [ Links ]

5 Citado por Bobbio, op. cit., p. 263

6 Derechos y garantías, Madrid, Trotta, 1999, p. 25.         [ Links ]

7 Sthephenson, Carl y Marcham, Frederick George, Sources of English Constitutional History, Nueva York, Harper and Row, 1937, pp. 679 y ss.         [ Links ]

8 Ibidem, p. 699.

9 Ibidem, pp. 841 y ss.

10 Ibidem, p. 798.

11 Digesto, 50, XVII, 1. Puede traducirse como "no es la regla lo que hace al derecho; es el derecho lo que hace la regla".

12 Pomponio, Digesto, 1, III, 3; este mismo concepto es recogido por Alfonso X: Partidas, 70, XXXIII, 36. Otro ejemplo medieval significativo es el ofrecido por el Ordenamiento de Alcalá de Henares, de 1348, en el que se determina la siguiente prelación de las normas para resolver los "pleitos": las leyes de Alcalá, los Fueros, las Partidas y" los libros de los derechos que los sabios antiguos ficieron".Véase García Gallo, Alfonso, Textos jurídicos antiguos, Madrid, Artes Gráficas, 1953, pp. 307 y 308.         [ Links ]

13 The Principle of Hope, Cambridge, MIT Press, 1986, t. I, pp. 4 y ss.; t. II, pp. 471 y ss.         [ Links ]

14 Historia de la guerra del Peloponeso, II, 53.         [ Links ]

15 Ferrajoli, Luigi, El garantismo y la filosofía del derecho, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2000, pp. 64 y ss.         [ Links ]

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