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Boletín mexicano de derecho comparado

versão On-line ISSN 2448-4873versão impressa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.44 no.131 Ciudad de México Mai./Ago. 2011

 

Artículos

 

Las prohibiciones canónicas de las fiestas de toros en Nueva España*

 

Cannonical prohibitions of bullfighting in New Spain

 

Beatriz Badorrey Martín**

 

** UNED, Madrid.

 

* Artículo recibido el 2 de agosto de 2010.
Aceptado para su publicación el 10 de febrero de 2011.

 

Resumen

La fiesta de los toros arraigó muy pronto en Nueva España. Todas las clases sociales —nobleza, clero y pueblo llano— se sintieron atraídos por este tipo de espectáculos, asistiendo y participando en los mismos. Sin embargo, como sucedió en la metrópoli, algunos miembros de la Iglesia novohispana no vieron con buenos ojos estos espectáculos y, por ello, intentaron prohibirlos. Además, promulgaron una serie de disposiciones que condenaban algunas prácticas como la asistencia de los clérigos a estos festejos o la celebración de corridas de toros en los cementerios. Los cuatro concilios provinciales mexicanos celebrados en el periodo colonial —1555, 1565, 1585 y 1769— contienen normas en tal sentido.

Palabras clave: fiestas de toros, Nueva España, derecho canónico, concilios mexicanos, prohibiciones canónicas.

 

Abstract

Bullftghting established early in New Spain. All social classes —nobility, clergy and common people— felt attracted to tkis kind of shows, assisting and taking part in them. But, as it had happened in mother country, some members of the new spain church, didn't like these shows. So they tried to ban them. Moreover, they proclaimed different orders o condemn some practices such as the presence of clergymen in these shows or the celebration of bulfigthing in cementeries. All the provincial councils that took place in Mexico during the colonial period —1555, 1565, 1585 and 1769— passed laws about this matter.

Keywords: bullfighting, New Spain, canon law, mexican councils, cannonical prohibitions.

 

Sumario

I. Introducción. II. Precedentes normativos. III. Concilios novohispanos. IV. Conclusión.

 

I. Introducción

Los primeros españoles que se establecieron en América llevaron consigo su cultura, sus tradiciones, sus costumbres y sus diversiones, entre ellas las corridas de toros. Lo cierto es que allí, muy pronto, la fiesta arraigó en todas las clases sociales y se extendió por buena parte del continente, alcanzando un auge extraordinario en algunos territorios como México. Según Nicolás Rangel, documentado estudioso de la fiesta brava en el México colonial, varios factores favorecieron su implantación en aquellas tierras como la enorme riqueza de su suelo, las numerosas y feraces dehesas de reses bravas, y el entusiasmo de la nobleza mexicana por esos varoniles entretenimientos, a menudo estimulados con el ejemplo de los propios virreyes.1

Al parecer, en 1521 llegaron a Veracruz los primeros toros y vacas españoles. Se trataba de ganado bovino para el abastecimiento de la población, pero con algunas de esas reses, medio encastadas, debieron organizarse los primeros festejos taurinos en la Nueva España.2 Sin embargo, la noticia documentada más antigua sobre corridas de toros en México nos la proporciona el propio Hernán Cortés. Según cuenta el conquistador en sus Cartas de Relación, el 26 de junio de 1526 se encontraba en la capital mexicana jugando cañas y toros, para celebrar su regreso tras el accidentado viaje a Honduras, cuando recibió a un mensajero con Cartas Reales, en las que se comunicaba la próxima llegada del licenciado Luis Ponce de León, para tomarle residencia.3 Sin embargo, se considera que la primera corrida de toros fue la celebrada en la ciudad de México el 13 de agosto de 1529. En ella se corrieron toros del país, para conmemorar la conquista de la ciudad, en 1521, por las fuerzas de Hernán Cortés. Dos días antes el cabildo había instituido esta diversión de manera oficial. Con escasas interrupciones, dicha corrida continuó celebrándose todos los años durante el periodo colonial.4

Pero además, como sucedía en la Península, se consolidó la costumbre de correr toros en México —primero en la antigua plazuela del Marqués y desde 1586 en la del Volador— cada vez que había que festejar algún fausto suceso como las bodas de los reyes, el nacimiento de un infante, la entrada de un nuevo virrey, la canonización de un santo, la firma de una paz, la obtención de una victoria militar o la llegada de una flota. Así, el 23 de julio de 1536, el virrey de México Antonio de Mendoza ordenó que el día de Santiago se celebrasen fiestas, juegos de cañas y toros para festejar la llegada a esa capital de Cabeza de Vaca y otros tres supervivientes de la desgraciada flota que Pánfilo de Narváez llevó a la Florida en 1528.5

Como ya se ha adelantado, el espectáculo arraigó en todas las clases sociales, desde los indios y mestizos hasta los principales caballeros, e incluso los propios virreyes. Entre estos últimos, hubo grandes aficionados como Luis de Velasco el primero (1550-1564), que tenía la costumbre de ir todos los sábados al bosque de Chapultepec donde, de ordinario, tenía media docena de toros bravísimos que se corrían en un toril que mandó construir al efecto.6 Muchos de ellos organizaron grandiosos espectáculos taurinos. En este sentido, destaca el dispuesto por el arzobispo Pedro Moya de Contreras quien, además de arzobispo-virrey, era inquisidor general y visitador de Nueva España. Pues bien, en 1585, siendo virrey saliente organizó un suntuoso recibimiento a su sucesor Álvaro Manrique de Zúñiga, marqués de Villamanrique. Entre otros festejos ordenó que se torearan "novillos con bolas de alquitrán en los cuernos y cohetes". En cumplimiento de esta orden se encerraron doce bravos novillos, cuyos cuernos fueron cubiertos por otros postizos formados con velas muy grandes e hilo de hierro embetunado con pez, estopa, resina y alquitrán, para que hicieran mucha llama. El espectáculo comenzó a las siete de la noche, a partir de esa hora se soltaron los novillos, uno a uno, con los cuernos encendidos. La concurrencia, que fue inmensa, quedó encantada con tan original festejo.7

Y es que estas diversiones congregaban a toda la sociedad, incluyendo las más altas autoridades civiles y religiosas, entre las cuales se incluían el cabildo eclesiástico, los doctores universitarios, que en su mayoría eran religiosos, los inquisidores y los propios arzobispos. Es más, sabemos que algunos de ellos fueron grandes aficionados, como fray García Guerra, que se deleitaba con "el fuerte tónico de los espectáculos taurinos".8 Tanto era así que en 1611, para celebrar su elevación al rango de arzobispo-virrey por salida de don Luis de Velasco, decretó que se celebraran corridas de toros todos los viernes del año. Poco después, se impuso a un cabildo que se mostraba renuente a construir una plaza de toros privada dentro del palacio, pues no parecía adecuado que una eminencia eclesiástica asistiera a tales funciones en sitios públicos. De nada sirvieron sus argumentos, fray García continuó con su proyecto y organizó la primera de esas corridas el viernes santo; y ello pese a la protesta de su buena amiga sor Inés de la Cruz, que le envió un recado rogándole que no fomentara tales diversiones en el día que se conmemoraba la Pasión de Cristo. Pero el arzobispo-virrey estaba tan excitado con su anhelado nombramiento que no atendió a la súplica, y el espectáculo tuvo lugar como se había proyectado. E incluso continuó los viernes siguientes, a pesar de que durante los festejos se produjeron perturbaciones sísmicas, que fueron interpretadas por algunos como signos de un posible descontento divino.9

Ahora bien, como vemos, algunos miembros de la Iglesia novohispana no vieron con buenos ojos la afición taurina del arzobispo. No era algo nuevo; la asistencia y participación de los eclesiásticos en los festejos taurinos nunca fue bien vista por un sector de la Iglesia, que consideraba indigna e indecorosa su presencia en estos espectáculos claramente profanos. Por ello, ya desde la Edad Media, en los concilios y sínodos españoles se promulgaron una serie de disposiciones condenando estas prácticas.

 

II. Precedentes normativos

1. Primeras disposiciones

La primera disposición en este sentido la encontramos en las Siete Partidas de Alfonso X, ingente obra jurídica en la que el rey sabio publica como derecho propio un ordenamiento cuyo contenido principal es el ius comune, eso sí, adaptado a las circunstancias particulares de Castilla.10 Y como entre las peculiaridades de Castilla se encontraba la afición de los clérigos y prelados por las fiestas de toros, que en el siglo XIII debía ser una realidad muy extendida, en las Partidas se incluyó una disposición sobre este tema. Concretamente, la ley LVII, del título V, del libro I que dice textualmente:

Cuerdamente deven los Prelados traer sus faziendas como omes de quien los otros toman exemplo, assi como de suso es dicho: y por ello no deven yr á ver los juegos; asi como alanzar, bohordar o lidiar los Toros o otras bestias bravas nin yr á ver los que lidian; tampoco deven jugar Dados ni Tablas, ni Pelota, nin Tejuelo, nin otros juegos semejantes, porque le hacen salir del sosiego, ni pararse á verlos, ni atenerse con los que juegan; y si lo hiziesen, despues que los amonestassen los que tienen poder de hazerlo, deven ser vedados de su oficio por tres años.11

La ley sigue las pautas marcadas por los moralistas en el IV Concilio de Letrán de 1215, duodécimo ecuménico, entre cuyos objetivos estaba el de restablecer la disciplina y moralidad de los clérigos.12 La asamblea promulgó setenta Constituciones relativas a casi todos los ámbitos de la vida eclesial. Una de ellas prohibió todas aquellas actividades que alteraran la paz y el sosiego propio de la vida religiosa como asistir a sesiones de teatro, jugar a los dados o a las tablas, o ser espectadores de tales juegos.13 Al adaptar esta norma a las circunstancias particulares de Castilla se incluyó, entre las prácticas prohibidas, la asistencia a las fiestas de toros. Según Caro Baroja, como desde el principio las corridas de toros, en sus distintas variedades, fueron consideradas como un juego, resultó determinante para que algunos teólogos católicos lo pusieran en relación con los ludi romanos y, concretamente, con los juegos y espectáculos circenses. Y, al hacerlo, la consecuencia parecía indefectible: el correr toros era cosa profana y condenable desde el punto de vista cristiano.14 En consecuencia, no es extraño que ya en Partidas se promulgue una disposición en este sentido.

Sin embargo, pese a lo dispuesto en esta ley, a lo largo de la Baja Edad Media los clérigos españoles continuaron asistiendo a los festejos taurinos que, a medida que avanzaba la Reconquista, proliferaron por todo el territorio peninsular. Algunas autoridades eclesiásticas intentaron acabar con esta relajación de costumbres, y lo hicieron a través de dos asambleas religiosas que el IV Concilio de Letrán potenció decididamente: los concilios provinciales y los sínodos diocesanos.

2. Concilios y sínodos peninsulares

En efecto, con el deseo de aplicar los nuevos cánones a todos los rincones de la cristiandad, el Lateranense IV dio una normativa general para la Iglesia acerca de la celebración periódica de concilios y sínodos. Así, el decreto 6 estableció que los metropolitanos debían celebrar un concilio provincial cada año, cuyas disposiciones serían adoptadas y publicadas en los sínodos diocesanos que, también anualmente, celebrarían los sufragáneos en sus diócesis.15 Aunque nunca llegó a observarse esa periodicidad, desde el siglo XIII al XVI se celebraron en la Península una serie de concilios provinciales que se convirtieron en la principal fuente de transmisión del Lateranense IV, especialmente de los cánones relacionados con la corrección de la disciplina y costumbres de los clérigos. Y, por lo que respecta a los sínodos diocesanos, tampoco se cumplieron los plazos establecidos en Letrán. Pese a todo, a partir de 1215 el movimiento sinodal recibió un notable impulso. Los obispos españoles celebraron numerosos sínodos para adaptar el derecho general a los usos locales y, de este modo, la legislación universal se incorporó a las Constituciones diocesanas.

Las disposiciones promulgadas en estos concilios provinciales y sínodos diocesanos constituyen un filón documental, una fuente histórica de gran importancia para la historia del derecho, especialmente del derecho canónico, pero también para conocer los usos y costumbres sociales de los siglos medievales, porque la legislación sinodal se mueve mucho más cerca de la realidad social que las grandes obras de teología o derecho canónico. Además, su estudio nos brinda datos que no se refieren sólo a la vida religiosa, sino que afectan también a aspectos económicos, demográficos, sociológicos, históricos, etcétera.16 En palabras de Antonio García y García: "Un concilio provincial o un sínodo diocesano viene a ser una especie de radiografía, a veces despiadadamente realista y objetiva, de la vida del pueblo en un determinado momento histórico".17

Pues bien, por lo que se refiere al tema objeto de nuestro estudio, entre esas disposiciones canónicas medievales encontramos algunas que se refieren a las fiestas de toros.18 Generalmente se encuentran en el capítulo titulado De vita et honestote clericorum, que regula las costumbres y moralidad del clero. Y es que, pese a lo establecido en Letrán y en las Partidas, en la Baja Edad Media se llegó a tal relajación de costumbres que, a menudo, era difícil distinguir a los clérigos de los laicos por su porte exterior y su comportamiento. Por ello, en el citado capítulo se insiste en la necesidad de moderación y decoro en el vestir, evitando todo lujo y fantasía en el traje. Además, vuelven a prohibirse toda esa serie de actividades y prácticas impropias del estado religioso como comer y beber en exceso, bailar, cantar, representar en público, ir a tabernas o con mujeres, jugar a los dados, tablas y naipes o correr toros. Es interesante destacar que entre todas ellas se observa un gran paralelismo, lo cual no debe resultar extraño si tenemos en cuenta que muchas tienen su origen en un modelo común; es más, se sabe que desde el siglo XV circularon por las provincias eclesiásticas textos que, con pequeñas variantes, se aprobaban en las distintas asambleas.19

Alguno de esos modelos debió llegar a la Nueva España donde, como vimos, también habían llegado las corridas de toros y, con ellas, la asistencia y participación del clero mexicano en estos espectáculos. No es extraño pues que también en América se promulgaran disposiciones prohibiendo estas prácticas.

 

III. Concilios Novohispanos

1. Primer concilio provincial mexicano

Desde 1524 se celebraron en México una serie de juntas de eclesiásticos que tuvieron gran importancia, no sólo para la organización pastoral, sino también para la formación de una legislación canónica acorde con los problemas particulares del momento. Constituyeron el primer ensayo de la naciente Iglesia misional, y en ellas aparecen las bases de la futura organización eclesiástica.20 Ya en 1555 se celebró el primer concilio provincial mexicano, convocado por el segundo arzobispo de México que fue el dominico Alonso de Montúfar. Asistieron Vasco de Quiroga, Juan de Zárate, Martín de Hojacastro, Tomás de Casillas (obispos de Michoacán, Oaxaca, Tlaxcala y Chiapas, respectivamente) y el presbítero Diego de Carvajal, delegado del obispo de Guatemala. Además estuvieron presentes el virrey Luis de Velasco, los oidores, el fiscal, el alguacil mayor de S. M., el deán y cabildo metropolitano, deanes de Tlaxcala, Jalisco y Yucatán, priores y guardianes, clérigos, justicias, regidores, etcétera. Es decir, toda la Iglesia novohispana y, por razón del patronato, la autoridad civil.21

En esta asamblea se aprobaron 93 decretos, algunos de ellos —desde el 44 al 62— se ocupaban de la formación y reforma de las costumbres del clero, siguiendo las pautas marcadas en anteriores concilios ecuménicos, especialmente en el ya citado Lateranense IV, y en algunos legatinos españoles, como el de Valladolid de 1322.22

Respecto al tema que estamos estudiando, nos interesa el decreto 48 titulado De la vida y honestidad de los clérigos. Comienza señalando que, según dispone el derecho canónico, los sacerdotes y ministros de la Iglesia deben diferenciarse de los seglares en la vida y buenas costumbres, en el hábito y atavío, así como en la conversación, porque están en el punto de mira de los seglares, delante de los cuales deben lucir en honestidad, vida y buena fama. Por ello, deseando que del hábito exterior se conozca la buena vida y ornato interior, manda que los clérigos de ese arzobispado vistan ropas sencillas y honestas, que lleven el cabello corto, sin entradas ni coletas, que no lleven barbas de más de veinte días, que no se disfracen con máscaras para asistir a juegos de cañas, sortijas u otras fiestas semejantes, que no usen anillos más que los que por su dignidad les compete, que lleven su corona abierta conforme al orden que tuvieren, etcétera. Y, finalmente, añade: "Otrosí, mandamos que ningún clérigo danze, ni baile, ni cante cantares seglares en misa nueva, ni en bodas, ni otro negocio público, ni esté a ver toros, ni otros espectáculos no honestos y prohibidos por derecho, so pena de cuatro pesos de minas, la mitad para la fábrica de la Iglesia, y la otra mitad para el acusadoro denunciador".23

Es evidente el paralelismo entre este precepto y algunas disposiciones peninsulares, como la recogida en el sínodo celebrado en Orense en 1539;24 o una sinodal establecida en 1500 en un sínodo reunido en Guarda,en la diócesis portuguesa de Idanha.25 Llama especialmente la atención su similitud con una Constitución promulgada en el Concilio Provincial Sevillano de 1512.26 Esto no debe extrañarnos si tenemos en cuenta que, hasta su autonomía como provincia eclesiástica, México formó parte de la archidiócesis de Sevilla, por lo cual, entre las principales fuentes del primer concilio provincial mexicano, además de los grandes concilios ecuménicos, están las Constituciones del sínodo sevillano reunido en 1512 por el inquisidor general Diego de Deza, antiguo y admirado protector de Alonso de Montúfar.27

Lo cierto es que, como apunta García Añoveros, si los españoles llevaron a América la costumbre de correr toros, "de igual modo pasó, invariable, la afición de los clérigos a la lidia. De ahí, que las antiguas prohibiciones a los clérigos de los sínodos y concilios peninsulares, se repiten en los celebrados en la América española". En todo caso, el citado autor llama la atención sobre la temprana preocupación por la asistencia de los clérigos a los toros, pues en los primeros concilios habidos en América, en ciudades tan importantes del continente como México y Lima, ya se establecen estas prescripciones.28

2. Segundo concilio provincial mexicano

El mismo arzobispo que presidió el primer concilio de la ciudad de México convocó al segundo, en 1565. Además de su presidente, Alonso de Montúfar, asistieron los obispos sufragáneos de Chiapas, Tlaxcala, Yucatán, Nueva Galicia, Antequera de Oaxaca, y el procurador del obispado de Michoacán. Faltaron los obispos de las diócesis de Nueva Vizcaya, Verapaz, Guatemala, que se encontraba en sede vacante, Nicaragua y Comayagua.29

Su principal objetivo fue la recepción del ecuménico de Trento (1545-1563) pues, por orden de la Corona, las Iglesias americanas debían jurar los decretos tridentinos. Y es que Felipe II, a diferencia de otros monarcas europeos, acogió rápidamente el concilio de Tren-to. Por real cédula de 12 de junio de 1564 lo aceptó en toda su amplitud y sin limitación alguna, es decir, con todos sus decretos dogmáticos y disciplinares. Respecto al tema de los concilios provinciales, el 10 de abril de 1565, dirigió una carta a los prelados de sus reinos encareciéndoles la convocatoria de un concilio provincial en sus respectivas provincias eclesiásticas. La respuesta de los obispos fue unánime y decidida, ya que la mayor parte de los metropolitanos procedieron casi inmediatamente a su convocatoria. Entre 1565 y 1566 se celebraron ocho concilios en las principales Iglesias metropolitanas españolas. Seis en la Península, que fueron los de Tarragona, Compostela, Zaragoza, Valencia, Toledo y Granada. Y dos en América, los de México y Lima. La única provincia que no celebró concilio fue Sevilla, porque su obispo, el inquisidor general Fernando de Valdés, apenas residió en esa ciudad.30

A diferencia del anterior, en el segundo concilio provincial mexicano las reuniones preparatorias fueron muy breves, y en ellas tan sólo se redactaron 28 decretos que confirman lo establecido en 1555, salvo algunas Constituciones que habían sido expresamente reformadas en Trento. Respecto al tema que estamos estudiando, los capítulos 18 a 22 se ocupan de la disciplina eclesiástica. Concretamente, el capítulo 22 se refiere a la vida y honestidad de los clérigos y ordena que se guarde "a la letra" la Constitución sinodal pasada, por lo cual reitera tácitamente lo establecido en cuanto a la prohibición de asistencia a las corridas de toros.31

3. Tercer concilio provincial mexicano

En 1585 se celebró el tercer concilio provincial mexicano. Fue convocado y presidido por el entonces gobernador del reino y arzobispo de la ciudad Pedro Moya y Contreras, sin duda, una de las más destacadas figuras en la historia de la reforma católica en Nueva España.32 Además de su presidente, asistieron al concilio los siguientes obispos: fray Fernando Gómez de Córdoba, de Guatemala; fray Juan de Medina Rincón, de Michoacán; Diego Romano, de Tlaxcala; fray Gregorio Montalvo, de Yucatán; fray Domingo de Arzola, de Nueva Galicia; y fray Bartolomé de Ledesma, de Antequera. Actuó como secretario Juan de Salcedo, que en aquel momento era catedrático de prima en la Universidad. Excusaron su presencia fray Domingo de Salazar, primer obispo de Filipinas, alegando la gran distancia; fray Pedro de Feria, obispo de Chiapas, que no pudo asistir por haberse roto una pierna en el camino, al llegar a Oaxaca; y fray Antonio de Hervías, de Verapaz, que había embarcado hacia España para exponer sus problemas ante el rey.33

El principal objetivo de esta asamblea fue la efectiva puesta en práctica de los decretos tridentinos porque, aunque ya habían sido recibidos en el segundo, dada la escasez de tiempo no se había podido asimilar en México el enorme plan restaurador del concilio ecuménico. Veinte años después era más fácil acomodar las normas tridentinas a los cambios y transformaciones que se estaban operando en la sociedad e Iglesia de la Nueva España. Lo cierto es que, por la amplitud de temas tratados y por su vigencia, este concilio fue el que mayor influencia ejerció en la configuración de la Iglesia novohispana. No en vano sus decretos, al no obtener ratificación real ni pontificia el cuarto concilio, mantuvieron su vigencia hasta 1896, año en que se celebró el quinto concilio provincial mexicano.34

Formado por cinco libros subdivididos en títulos, el tercer concilio contiene 576 capítulos, que destacan por su fuerte carácter normativo y por su gran apego a las reformas y espíritu del concilio de Trento, cuya influencia es constante, especialmente en los decretos relativos a la reforma del clero, que abarcaba desde su formación, ministerio, sostenimiento y disciplina, hasta su modo de vida y costumbres ejemplares.35 A este respecto, destaca el título V del libro III que se refiere a "La vida y honestidad de los clérigos". En él se establecieron una serie de disposiciones sobre disciplina eclesiástica que debían servir de norma tanto en la metrópoli, como en las Iglesias sufragáneas de ese arzobispado. El título se divide en cuatro apartados relativos a las siguientes cuestiones: 1. Del hábito y traje exterior de los clérigos. 2. De evitar los espectáculos vanos y las acciones profanas. 3. De los juegos prohibidos a los clérigos. 4. Del uso frecuente de la Eucaristía. Pues bien, la disposición primera del segundo apartado se refiere a las fiestas de toros. Dice así:

No asistan los clérigos á las fiestas de toros.

Para precaver las muertes de muchos, heridas y otros daños que provenían de las corridas de toros, por motu proprio mandó el papa Pío V de feliz memoria á los soberanos y repúblicas, bajo pena de excomunión Latae sententiae, que no permitiesen hacer estas fiestas en sus estados; y prohibió también so pena de excomunión que asistiesen á semejantes espectáculos los clérigos regulares y seculares ordenados in sacris, ó que poseyesen beneficio eclesiástico. Posteriormente el papa Gregorio XIII de feliz memoria concedió las corridas de toros por su apostólico breve, bien que con dos condiciones, de que no se hagan en dias de fiesta, y que los gobernadores ó magistrados tomen todas las precauciones posibles, á fin de que no haya por esta causa ninguna muerte desastrada. Igualmente suspendió las censuras y penas en cuanto á las personas seglares, y caballeros de las órdenes militares no constituidos en orden sacro. Por tanto, con arreglo á esta constitucion pontificia, viendo este concilio la licencia de algunos clérigos, ordena y manda, que ningun clérigo ordenado in sacris, ó beneficiado concurra á las fiestas de toros, bajo la pena contenida en las letras apostólicas, y otras mas graves con que se procederá contra ellos, para ocurrir á este mal.36

Como vemos, esta Constitución aludía a unas disposiciones pontificias relativas a las corridas de toros. Y es que, pese a las prohibiciones canónicas, los clérigos españoles y americanos continuaban asistiendo a las corridas de toros. Tanto fue así que el tema de los toros llegó a Roma.

A. Primeras disposiciones pontificias

El 7 de enero de 1566 fue elegido un nuevo papa, Pío V. Muy pronto, este religioso dominico de origen humilde se mostró firmemente comprometido con la necesidad de poner en práctica la política reformadora pergeñada en Trento. Para ello preparó un serio programa de reforma de las costumbres eclesiásticas que incluían, entre otras cosas, la condena y supresión de las fiestas de toros. Al parecer, la cuestión no era nueva, pues ya había sido debatida en Trento, donde algunos obispos españoles propusieron su prohibición, pero entonces no se consideró conveniente elevar esta propuesta a decreto general. Y es que, en cuestión de juegos, algunos obispos consideraban escandalosas ciertas diversiones y costumbres locales que para otros no lo eran. Por ello, tal clasificación quedó al prudente arbitrio de los ordinarios y otros superiores en relación a los clérigos seglares, porque para los regulares todos los juegos se reputaban escandalosos.37 En consecuencia, quedó al arbitrio de los obispos españoles determinar, según las costumbres de cada provincia eclesiástica, qué juegos y diversiones estaban permitidos para los clérigos seculares y cuáles no.

Pío V se mostró más decidido e hizo presente al rey, por medio de su nuncio en Madrid, que suprimiese esa mala costumbre que ya se había desterrado de los Estados pontificios.38 Sin embargo, a Felipe II no le pareció oportuno poner en marcha esta medida, por la grandísima alteración y descontento que causaría en el pueblo español.39 Pero Pío V consideró que si el concilio había vedado los duelos o desafíos, es decir los torneos, tanto más tenía que reprimir el desorden de correr toros, que eran una especie de torneos, pero más peligrosos para el cuerpo, pues también se sucedían muchas muertes y amputaciones, y dañinos para el alma. Así pues, pese a la opinión contraria de Felipe II, decidió suprimir las corridas de toros.40 Para ello, el 1o. de noviembre de 1567 promulgó la famosa bula De Salute Gregis,41 por la cual lanzaba excomunión ipso facto, es decir latae sententiae, contra todos los príncipes cristianos y autoridades, civiles y religiosas, que permitieran la celebración de corridas de toros en los lugares de su jurisdicción. Además, prohibía a los militares u otras personas que tomaran parte en las mismas, ya fuera a pie o a caballo, llegando a negar sepultura eclesiástica a quien muriera en ellas. También prohibía a todos los clérigos, seculares y regulares, asistir a dichos espectáculos, esta vez bajo pena de excomunión conminatoria, es decir, ferendae sententiae. Y, por último, anulaba con carácter retroactivo todas las obligaciones, juramentos y votos ofrecidos en honor de los santos o bajo cualquier otra circunstancia, que se celebrasen con fiestas de toros, pues esto no honraba a Dios, como ellos falsamente pensaban, sino las divinas alabanzas, gozos espirituales y obras pías.42

Como era de esperar, la recepción de la bula en España provocó un enorme revuelo. Algunos prelados se negaron a promulgarla. Y en numerosas villas y ciudades, a pesar de la prescripción, continuaron organizándose corridas de toros, lo que conllevaba la excomunión de todos cuantos, directa o indirectamente, tomaban parte en las mismas. Era tal la situación que, en marzo, corrió el rumor de que el propio rey había escrito o escribiría al papa sobre la cuestión de los toros, pidiendo que se autorizaran, aunque fuera con ciertas condiciones.43

Ante tales presiones, parece que Pío V llegó a reconsiderar la cuestión. Pero era muy difícil que un papa derogase una disposición que él mismo había promulgado. Por ello, fue su sucesor Gregorio XIII quien, respondiendo a los ruegos del monarca español, quiso moderar el rigor de la bula de Pío V y, el 25 de agosto de 1575, promulgó el breve Exponis nobis, en el cual levantaba las censuras y penas establecidas por su antecesor, suprimiendo la excomunión latae sententiae contra las personas o comunidades que organizaban o permitían corridas de toros en el territorio de su jurisdicción, y dejando únicamente la excomunión ferendae sententiae que afectaba a los clérigos, tanto seculares como regulares.44 Además mandaba que no se celebraran corridas en días de fiesta y que se procurara, con toda diligencia, evitar desgracias.45

A estas disposiciones se refería la citada Constitución mexicana insistiendo, pues, en la amenaza de excomunión latae sentenciae a los clérigos con órdenes sagradas, beneficiados y religiosos que asistieran a las corridas de toros.

B. Nuevas disposiciones y polémica subsiguiente

Ahora bien, no fue la única disposición relativa dichos espectáculos. El concilio se hizo eco de otra norma, recogida en anteriores sínodos y concilios españoles, que prohibía la celebración de espectáculos y juegos profanos dentro de los templos y cementerios, entre otros, corridas de toros.46 Así, el título XVIII del libro III se ocupa De las reliquias y veneración de los santos y de los templos, y en el capítulo V establece:

No se corran toros en los cementerios.

No se harán fiestas de toros en los cementerios de las iglesias, bajo pena de escomunion latae sententiae, en la que incurrirán los jueces ó superiores por cuya órden se corren allí. Y si fuere comunidad, quede sujeta á entredicho eclesiástico.47

De esta manera se ampliaba el capítulo 29 del concilio de 1555, al incluir entre las prácticas prohibidas en los cementerios las corridas de toros. En todo caso, llama la atención la rigurosidad de la pena, reservada por la Iglesia católica para los delitos y pecados atroces y muy graves; y que, entre otras cosas, suponía que la absolución quedaba reservada al obispo. Al parecer, con ello se pretendía que la dificultad para obtener de dicha absolución y el pudor de la comparecencia ante el superior disuadieran a los fieles de cometer tales actos. El capítulo 11 del título XII —De las penitencias y remisiones— enumera los 14 casos castigados por el concilio con excomunión latae sententiae, cuya absolución quedaba reservada al obispo; el primero de los cuales se refería a: "Los que mandan ó consienten las corridas de toros en los cementerios".48

Todavía hay que señalar una última referencia a las corridas de toros. Y es que, como complemento a los decretos conciliares, se dispuso la elaboración de varios instrumentos pastorales. Destacan los siguientes: un catecismo, para facilitar la instrucción cristiana y su uniformidad; un ritual o ceremonial, para la administración de los sacramentos; y un directorio, para facilitar la instrucción de los presbíteros y auxiliarles en la confesión y resolución de casos de conciencia.49 Este último era una instrucción formada por dos partes: la primera relativa al ministerio sacerdotal, para informar a los sacerdotes sobre el contenido de su oficio y cómo lo debían ejercitar sin errar en él; y la segunda sobre sus costumbres y orden de vida, para hacer su oficio con edificación y fruto de los prójimos. En esta última se incluía la dirección de lo que debían hacer losconfesoresconlospenitentesparaqueconfesaranbienyconprove-cho. Entre otros puntos se detallaba un interrogatorio de los pecados que se solían cometer comúnmente contra los diez mandamientos de Dios y los cinco de la Iglesia.50 Pues bien, al referirse al quinto mandamiento —No matarás— hace una referencia a las corridas de toros, al afirmar que peca contra este mandamiento: "el que se mata a sí mismo, o hace cosas dañosas a su salud y vida, comiendo excesivamente cosas dañosas o haciendo cosas de mucho trabajo que le pueden ser muy dañosas a su salud, o poniéndose en peligros de muerte sin necesidad y causa bastante, como saliendo a toros, o pasando ríos, haciendo cosas para probar sus fuerzas".51

Como vemos, tanto los decretos conciliares como los instrumentos pastorales destacan por su extremada dureza y rigor. Tanto es así que muy pronto se plantearon problemas de aplicación. Lo cierto es que, tras la confirmación del concilio, se suscitaron serias dudas, no sobre su validez y legitimidad, sino sobre la conveniencia de su observancia.52 Desde diversos sectores se denunció la excesiva gravedad de algunas penas. Por ejemplo, en nombre del clero de Nueva España, el doctor Juan de Salamanca y el bachiller Alonso Muñoz presentaron una representación con 16 puntos en que se sentían agraviados, destacando el rigor de la legislación y de las penas que se establecían, pues, en su opinión, contradecían el tenor del Concilio de Trento, que había reservado penas como la excomunión para casos muy graves.53 En general, se alegaba que algunas prohibiciones resultaban demasiado rigurosas contra los transgresores y que, por lo desproporcionado de las penas, se reputaban injustas. Entre ellas, la prohibición de que los religiosos no viesen correr toros bajo pena de excomunión latae sentenciae.

Tomó la defensa del concilio el licenciado Juan de Cevicos, racionero de la iglesia de Tlaxcala y comisario del Santo Oficio que, refiriéndose a la citada prohibición, justificó su pena alegando que era conforme al motu proprio de Gregorio XIII, pues cuando se promulgó este decreto aún no había salido el de Clemente VIII que la suprimió.54 En efecto, tras la publicación del motu proprio de Gregorio XIII, el tema de los toros volvió a ser tratado en Roma. La razón fue que se hizo una interpretación demasiado laxa de la disposición anterior y se cometieron numerosos abusos. Por ejemplo, en la Universidad de Salamanca, el claustro de profesores, compuesto en su mayor parte por religiosos, acudía prácticamente en pleno a las corridas de toros que los doctorandos tenían obligación de organizar con motivo de la obtención del grado de doctor, para regocijo de toda la Universidad y de la ciudad. Es más, algunos religiosos sostenían y enseñaban en las aulas que no era pecado alguno en los clérigos asistir a tales espectáculos. Por todo ello, el papa Sixto V, el 14 de abril de 1583, volvió a poner en vigor la bula de Pío V, mediante un nuevo breve Nuper Siquidem. En él denunciaba la postura de los catedráticos de la Universidad de Salamanca que defendían públicamente la asistencia de los clérigos con órdenes sagradas a los toros, y que lo hacían. Además, para evitar estas actitudes, confería al obispo de la ciudad autoridad apostólica para prohibir a los catedráticos la exposición de tales opiniones, así como la asistencia a estos espectáculos de los clérigos con órdenes sagradas y beneficiados, facultándole para imponer a los desobedientes las penas y censuras que considerara convenientes, lo que suponía una intromisión sin precedentes del obispo en la jurisdicción universitaria.55

El alboroto que provocó esta disposición en la Universidad de Salamanca fue de tal categoría que el rector, Sancho Dávila, escribió al rey suplicándole que intercediera. El propio fray Luis de León, que por aquellas fechas integraba el claustro de profesores, propuso una vía para frenar el documento de Sixto V: comunicar al Consejo Real todo lo ocurrido para que paralizara el breve hasta que el rey, mejor informado, tomara las providencias oportunas. A tal efecto se creó una comisión, de la que él formaba parte, siendo además el encargado de escribir una carta al secretario del rey, Mateo Vázquez, firmada por sus compañeros, solicitando su intercesión.56

Ante tantas presiones, Felipe II quiso resolver definitivamente este espinoso asunto. Se dirigió a la Santa Sede y suplicó al nuevo pontífice, Clemente VIII, una solución definitiva para tan largo pleito. También el papa quiso zanjar la cuestión y el 13 de enero de 1596 publicó un nuevo breve Suscepti numeris. En él comienza reconociendo las ventajas que podían tener para los militares las corridas de toros, pues se adiestraban en el manejo de las armas, se hacían a los peligros y se endurecían para la lucha. A continuación, se refería a la habilidad natural de los españoles para esta clase de espectáculos, y concluía levantando todos los anatemas y censuras, excepto a los frailes mendicantes, y a los regulares de cualquier orden o instituto.57

A esta disposición es a la que se refería Juan de Cevicos. En todo caso, el licenciado concluye su defensa del concilio señalando que, aún reconociendo que algunos decretos no resultaban en ese momento convenientes, era mejor observarlos que estar sin ellos. Y añadía: "Porque cuando, como queda dicho, en uno ó en otro decreto se halle inconveniente en su observancia, es menos malo para el buen gobierno eclesiástico en universal y bien de los naturales, pasar por este daño, que carecer de los muchos decretos que tiene justos y necesarios. En la Puebla de los Ángeles, a 24 de abril de 1629".58

Es decir, aunque se reconoció la rigurosidad de la pena impuesta a los religiosos que asistían a las corridas de toros, se consideró conveniente mantenerla, por el bien general de concilio, hasta la convocatoria de una nueva asamblea, que no llegó hasta finales del siglo XVIII.

4. Cuarto concilio provincial mexicano

En efecto, aunque en Trento se estableció la celebración de concilios provinciales cada tres años, se sabía que se trataba de una legislación utópica, especialmente en América, debido a las grandísimas distancias que había entre los obispados. Por ello, se fue prorrogando el tiempo en que debían celebrarse. Ya el 12 de enero de 1570 Pío V, previa petición de Felipe II, amplió el plazo para Indias a cinco años. Gregorio XIII, en 1584, lo aumentó a siete. Y Paulo V, en 1610, ordenó que se celebrasen cuando los arzobispos y sufragáneos lo juzgasen oportuno, de acuerdo con el Consejo de Indias.59 Lo cierto es que transcurrieron 186 años hasta la celebración de un nuevo concilio provincial mexicano.

Por fin, el 21 de agosto de 1769, Carlos III, a instancias del fiscal del Consejo de Castilla Pedro Rodríguez Campomanes, firmó la real cédula denominada Tomo Regio, urgiendo a los metropolitanos de Indias a celebrar concilios provinciales, con unos objetivos muy precisos: reformar diversos aspectos relacionados con la disciplina eclesiástica y exterminar las denominadas doctrinas relajadas y nuevas, esto es jesuíticas.60 Al parecer, el motivo del apremio fueron tres cartas remitidas al conde de Aranda, presidente del Consejo de Castilla, desde México, insistiendo en la necesidad de un concilio para remediar "abusos de la disciplina eclesiástica del clero secular y regular".61 Las cartas pasaron a Campomanes quien, tras su estudio, informó al rey sobre la conveniencia de convocar un nuevo concilio, pues era evidente que Trento había caído en el olvido, y la reforma de la disciplina de ambos cleros resultaba indispensable para mantener la obediencia de la Iglesia de aquellas provincias. Carlos III se conformó con este parecer y el 10 de enero de 1770 Lorenzana firmó las convocatorias. Un año más tarde, el 13 de enero de 1771, comenzaron las sesiones bajo la presidencia del citado arzobispo Francisco Antonio Lorenzana y Buitrón.62 Asistieron a la asamblea el obispo de Puebla, don Francisco Fabián y Fuero; el de Oaxaca; Miguel Anselmo Álvarez Abreu; el de Yucatán, fray Antonio Alcalde; el de Durango, fray José Díaz Bravo; el canónigo don Vicente de los Ríos, en representación del obispo de Michoacán, don Pedro Sánchez de Tagle; y el canónigo don José Mateo Arteaga, representante de la sede vacante de Guadalajara.63

Las reuniones conciliares se prolongaron a lo largo de 126 sesiones, hasta el 26 de octubre de 1771, clausurándose el 5 de noviembre de ese año. El texto final tiene una estructura muy similar a la del concilio provincial anterior, al que toma como modelo en su organización; por ello se divide en cinco libros y éstos, a su vez, en títulos y capítulos. Ahora bien, aunque el manuscrito se ajustó a los objetivos propuestos, no fue aprobado ni tuvo fuerza de ley.64 En efecto, todas las gestiones realizadas en Roma para la aprobación de los decretos conciliares resultaron infructuosas. Ya en 1791, ante lo prolongado e inútil de sus peticiones, la Corte encomendó a su embajador en Roma, José Nicolás de Azara, la confirmación del concilio. Unos meses después, el 28 de marzo de 1792, el embajador contestó diciendo que estaba dispuesto a comenzar la tramitación, pero que considerando la materia en su generalidad se le ocurría ciertos reparos. En primer lugar, no consideraba necesaria la aprobación y censura de Roma para que los concilios provinciales tuvieran su cumplido efecto; especialmente los de España, que eran sancionados por el rey, previo examen de los consejos. Y, por otro lado, tenía por infalible la resistencia en aprobar muchos puntos contenidos en el concilio, pues siendo propios de la disciplina de España, no se conformaban con las máximas de la curia romana. El debate pasó al Consejo de Indias que, oídos los pareceres de los fiscales, sentenció: "Que no hay necesidad de que se solicite y obtenga de la Silla Apostólica la confirmación del Concilio Cuarto Mexicano y catecismo formado por éste, y que a su consecuencia, se sirva el Rey mandar que su ministro de Roma suspenda toda solicitud sobre este punto".65

Así pues, el concilio nunca fue aprobado. No obstante, su estudio resulta muy interesante pues, entre otras razones, nos permite conocer las nuevas relaciones de dominación social ejercidas por el Estado. No en vano el cuarto concilio provincial mexicano representa un documento central para comprender el nuevo alineamiento de las representaciones jerárquicas de poder que ante la Corona deberían mostrar tanto eclesiásticos como fieles.66 No olvidemos que, como ya se ha apuntado, siguiendo las directrices del Tomo Regio, esta asamblea perseguía dos objetivos fundamentales: modificar sustancialmente la estructura de la Iglesia en América y regular la vida eclesiástica en México.67 En este segundo propósito, como apunta Alberto de la Hera, el concilio sale bien parado, sin otro reproche que el que hace Giménez Fernández de escasa originalidad y excesiva dependencia del concilio anterior.68 En efecto, en algunas materias el paralelismo en la regulación de algunos temas es ciertamente significativo. Por ejemplo, en la materia que estamos tratando, que de nuevo aparece en el libro III, en el título De vita et honestote clericorum. Si bien, el tiempo transcurrido obligó a hacer algunas modificaciones.

A. Primera revisión del concilio anterior

Conviene recordar que al establecerse el modo de proceder en las sesiones conciliares, el arzobispo anunció que éstas serían diarias, excepto los festivos, comenzando a las 07:30 de la mañana. Cada sesión comenzaría con las preces de ritual, para continuar con la lectura por el arzobispo de un canon del concilio tercero mexicano, con sus correspondientes enmiendas, dictamen de los prelados, de los diputados con voz activa y, si fueren solicitados, el parecer de los consultores.69 Pues bien, el tema de las corridas de toros se planteó en la primera vuelta que se hizo del concilio anterior: concretamente en la sesión 19, celebrada el miércoles 6 de febrero de 1771. En ella se empezó a leer el título De vita et honestote clericorum. Se llegó hasta el canon 8o., en que se prohibían los toros. A todos les pareció bien introducir cierta modificación con respecto al concilio anterior, y seguir lo establecido en el sínodo de Caracas, que recogía el motu proprio de Clemente VIII, por el cual se levantaba la excomunión para los clérigos, que había fulminado San Pío V, y que Gregorio XIII había levantado para los legos.70

En efecto, en el citado sínodo diocesano de Santiago de León de Caracas de 1687, convocado por el obispo Diego de Baños, se había promulgado una disposición recordando los documentos papales sobre corridas de toros.71 Se trataba de la Constitución 185,72 del título IX —De la vida y honestidad de los clérigos— del Libro II que disponía:

Aunque la Santidad de Clemente VIII alzó á los clérigos constituidos in sacris, ó que tengan beneficio eclesiástico, la pena de excomunión, que por bulas de los sumos pontífices Pio V y Gregorio XIII estaban expedidas contra los sacerdotes que asistían en los espectáculos y fiestas donde se corren toros; no obstante, no aprobó la ejecución y asistencia de tales clérigos; más antes, la dejó en la prohibicion del derecho comun, por lo que desdice del estado eclesiástico. Por lo cual, exhortamos eviten tales espectáculos, como materia prohibida y que contradice con la decencia de su estado.73

Así pues, siguiendo este modelo, se redactó el canon VIII del citado título VI del libro III que estableció:

Con inteligencia del motu proprio que empieza De salute, de San Pío V, moderado por Gregorio XIII, que permitió las corridas de toros con tal que no fuesen en día festivo, y con la precaución de que no se siguiese la muerte de alguno, levantando juntamente bajo de estas condiciones de censuras puestas por San Pío V contra todas las personas legas, y no dando permiso a los eclesiásticos constituidos en orden sacro para asistir á semejantes funciones, que son muy ajenas a su estado; y conforme á las Constituciones de Clemente VIII, que empieza Suscepti muneris, por la que relajó á los eclesiásticos in sacris las censuras, y redujo las anteriores prohibiciones á los términos de derecho común; manda este Concilio que ningun clérigo constituido en órden sagrado ó beneficiado asista á funciones de toros, bajo las penas establecidas en las dichas últimas letras apostólicas, pues el clérigo que quisiere holgarse en estas funciones, no se holgará con Cristo.74

Es decir, el nuevo precepto se hacía eco del motu proprio promulgado por Clemente VIII en 1596 que, recordemos, corregía el rigor de la pena establecida en el concilio anterior, suprimiendo la excomunión latae sententiae para los clérigos que asistían a las corridas de toros, aunque mantenía dicha prohibición. Y es que, como señala García Añoveros, quitar la amenaza de excomunión, en el caso de los toros, no equivalía a dar vía libre a su asistencia. Es más, el propio pontífice recordaba a los clérigos que no debían abusar de la benignidad de la concesión apostólica y cumplir con el derecho común disciplinario. Sin embargo, para muchos clérigos la supresión de la excomunión supuso un descargo para sus conciencias, al pensar que ahora podían acudir a las corridas de toros sin cometer pecado mortal.75 Es verdad que la cuestión provocó un hondo debate doctrinal. El jesuita Basilio de Arrillaga76 señala que muchos autores se hicieron preguntas como las siguientes:

Pero ¿por qué se hayan permitido las corridas de toros, y quitándose la pena de excomunión para los seculares y los clérigos, se puede considerar lícita la asistencia a ese espectáculo?, ¿o pecan aunque no se excomulguen los que concurren a él?, ¿pecarán a lo menos los clérigos?, ¿este pecado será mortal o venial?, ¿se excomulgarán o pecarán los religiosos, doctores o catedráticos que concurran con su claustro?, ¿o los religiosos ordenados in sacris?77

Ahora bien, pese a todo, la realidad fue que, como ya ocurriera antes, los clérigos continuaron asistiendo a los toros. El propio Basilio de Arrillaga señala que a las corridas de toros que se llamaban fiestas reales: "concurrían el cabildo metropolitano, el de la colegiata de nuestra señora de Guadalupe, el tribunal de la Inquisición (cubierta con celosías verdes) y el claustro de doctores de la universidad, que en su mayor parte se formaba de eclesiásticos".78

B. Segunda revisión

El tema de los toros volvió a tratarse en la segunda vuelta al tercer concilio provincial mexicano. Esta vez en la sesión 82, que tuvo lugar el martes 28 de mayo. Ese día volvió a leerse el título De vita et Honestate Clericorum, continuándose su lectura al día siguiente.79 En principio, se leyó sin dificultad y no se plantearon problemas hasta llegar al decreto de los juegos prohibidos. Y es que, en este punto, el obispo de Yucatán volvió a repetir que los festejos taurinos de Mérida "no debían tenerse por tales y que seguiría en su costumbre".80

Es decir, fray Antonio Alcalde se negaba a incluir entre los juegos prohibidos a los clérigos las corridas de toros, cuando en los concilios anteriores no lo estaban. Debió aceptarse su propuesta porque en la redacción definitiva del título VII del libro III, que trata sobre los juegos prohibidos a los clérigos, no aparecen las corridas de toros; es decir se mantiene la legislación tal y como estaba.81 Igualmente, se reitera lo establecido en el concilio anterior, respecto a la prohibición de correr toros en los cementerios;82 y se mantiene la excomunión latae sententiae a: "Los que mandan o permiten correr toros en los cementerios".83 No hubo, por tanto, más modificaciones sobre la materia.

 

IV. Conclusión

Así pues, ni las disposiciones pontificias ni los decretos promulgados en los concilios provinciales novohispanos celebrados durante la época colonial consiguieron que los clérigos y religiosos mexicanos dejaran de asistir a las corridas de toros y, mucho menos, suprimir estos espectáculos. La afición era muy grande y la costumbre estaba muy arraigada.

 

Notas

1 Rangel, Nicolás, Historia del toreo en México. Época colonial (1529-1821), México, Cosmos, 1980, p. 6.         [ Links ]

2 Las primeras reses bravas que llegaron a Nueva España procedían de Navarra y fueron importadas por Vasco de Quiroga en 1536. Unos años después, en 1552, Juan Gutiérrez de Altamirano formó la ganadería de Atenco que subsistió hasta el siglo pasado. López Izquierdo, Francisco, Los toros del Nuevo Mundo (1492-1992), Madrid, 1992, pp. 168-170.         [ Links ]

3 Así lo hizo saber el propio Hernán Cortés en su Carta de Relación fechada el 3 de septiembre de 1526: "otro día, que fué de San Juan como despaché este mensajero, llegó otro, estando corriendo ciertos toros y en regocijo de cañas y fiesta y me trajo una carta de dicho juez y otra de Vtra. Sacra Majestad". Véase Pérez "Villamelón", Aurelio, Orígenes de la fiesta brava, México, 1955, pp. 122 y 123.         [ Links ]

4 El acuerdo del miércoles 11 de agosto de 1529 decía así: "Estando juntos en Cabildo el Muy Magnífico Señor Nuño de Guzmán, Presidente de esta Nueva España por su Majestad, e los Muy Nobles Señores Francisco Berdugo e Andrés de Barrios, alcaldes, e el Doctor Hojeda, e Bernardino Basquez de Tapia, e Antonio Serrano de Cardona, e Gonzalo Ruyz, e Lope Samaniego, regidores, e luego vinieron al dicho Cabildo el Comendador Proaño e Pedro de Sámano... Los dichos señores ordenaron e mandaron que, de aquí en adelante, todos los años por honra de la fiesta de Señor Sant Hipólito, en cuyo día se ganó esta ciudad, se corran siete toros, e que de aquellos se maten dos y se den por amor de Dios a los Monasterios e Hospitales". Rangel, op. cit., p. 7.

5 Pérez Bustamante, Ciriaco, Don Antonio de Mendoza. Primer virrey de la Nueva España (1535-1550), Santiago, 1928, p. 32.         [ Links ]

6 Rangel, op. cit., p. 15.

7 Ibidem,p.25.

8 Leonard, Irving. A., La época barroca en el México colonial, México, 1974, p. 31.         [ Links ]

9 Ibidem, pp. 35 y 36.

10 Pérez Martín, Antonio, "El derecho canónico particular y el derecho común medieval", en Justo Fernández, Jaime (ed.), Sínodos diocesanos y legislación particular. Estudios históricos en honor al doctor Francisco Cantelar Rodríguez, Salamanca, 1999, pp. 15-23; la ref. en pp. 19 y 20.         [ Links ]

11 Manejo la edición del Boletín Oficial del Estado, Madrid, 1985, p. 49 vto;         [ Links ] las cursivas son mías.

12 Siguiendo a Joseph Hernando, entendemos por moralistas aquellos autores medievales cuyo objetivo, al escribir, era dirigir la conducta de los fieles y, en consecuencia, prescribirles lo que debían hacer y lo que debían evitar. "Los moralistas frente a los espectáculos en la Edad Media", en varios autores, El Teatre durant l'edat Mitjana i el Renaxment. Actes del I Simposi internacional d'Historia del Teatre, Barcelona, Sitges, 1983, pp. 21-37; la ref. en p. 21.         [ Links ]

13 Se trataba de la constitución 16 que bajo el título De los hábitos de los clérigos establecía: "Los clérigos no pueden ejercer cargos seculares ni administrar asuntos temporales, sobre todo si son deshonestos; no deben asistir a sesiones de pantomimas, juglares o actores; que se abstengan de visitar tabernas y hosterías salvo necesidad en caso de viajes; que no jueguen a los dados, ni a las tablas y que no sean tampoco espectadores de estos juegos". Y continuaba prohibiendo el uso ropas indecorosas, así como de otros adornos lujosos o vanos. Foreville, Raimunda, "Lateranense IV", en Historia de los concilios ecuménicos, 6/2, trad. de Juan Cruz Puente, ESET, Vitoria, 1972, pp. 171 y 172).

14 El estío festivo (fiestas populares del verano), Madrid, 1984, p. 243.         [ Links ]

15 Foreville, op. cit., p. 163.

16 García y García, Antonio (dir.), Synodicon Hispanum. I: Galicia, Madrid, 1981, pp. XVIII y XIX.         [ Links ]

17 "Prólogo", en Aznar Gil, Federico Rafael, Concilios provinciales y sínodos de Zaragoza de 1215 a 1563, Zaragoza, 1982, p. 9.         [ Links ]

18 Estudié el tema a través de las distintas provincias eclesiásticas —Toledo, Santiago, Lisboa, Tarragona, Zaragoza, Valencia, Sevilla— y los obispados exentos de Burgos, León y Oviedo en "Los sínodos diocesanos medievales y las fiestas de toros", en Toro Ceballos, Francisco y Linage Conde, Antonio (coords.), IV Jornadas de Historia en la Abadía de Alcalá la Real. Homenaje a Antonio García y García, Jaén, 2003, pp. 15-42.         [ Links ]

19 Ibidem, p. 25.

20 Castañeda Delgado, Paulino y Hernández Aparicio, Pilar, El IV "Concilio" Provincial Mexicano, Madrid, 2001, p. 17.         [ Links ]

21 Ibidem, pp. 26 y 27.

22 Tejada y Ramiro, Juan, Colección de cánones y de todos los concilios de la Iglesia de España y de América,6vols., Madrid, 1859-1863; la ref. en t. V, pp. 123-179.         [ Links ]

23 Ibidem, pp. 152 y 153. Las cursivas son mías.

24 Así rezaba esta disposición: "Que ningún clérigo dance ni bayle ni cante cantares seglares en missa nueva ni en bodas, ni en negocio alguno público, ni ande corriendo toros, so pena de diez reales aplicados como dicho es". García y García, Antonio (dir.), op. cit., p. 183.

25 Recordemos que, pese a su separación en 1139, Castilla y Portugal mantuvieron aspectos comunes que no se dieron en ningún otro reino de entonces, como las fiestas de toros que, a finales de la Edad Media, se habían extendido por casi toda la Península, incluido Portugal. Por ello, no es extraño encontrar sinodales portuguesas que, como las castellanas, se refieran a estos espectáculos. Más si tenemos en cuenta que, en la legislación canónica, los lazos comunes fueron todavía más estrechos. Así, la constitución 61 establecía: "Achamos uma constituido de nossos predecesores em a qual defendem, por ser coussa assaz en abatimiento e vilipendio do estado clerical, que nenhum clérigo constituido em ordens sacras ou beneficiado lutasse, bailasse, dançasse públicamente, nem andasse con touros em curro, garrochandoos ou alanceandoos, nem também andasse em torneios ou em jugos públicos, nem jogasse távolas, cartas, dados , nem otro jogo de sorte". García y García, Antonio (dir.), op. cit., t. II: Portugal, Madrid, 1982, p. 256; las cursivas son mías.

26 Se trata de la constitución número XXII que establecía: "También mandamos que ningun clérigo baile, ni cante canciones seglares en misa nueva, ni en bodas, ni en ningun otro negocio público, ni vaya a ver corridas de toros, bajo pena de veinte reales". Tejada y Ramiro, Juan, op. cit.,p.88.

27 Recordemos que hasta 1546 las diócesis de Santo Domingo, Lima y México pertenecieron a la archidiócesis de Sevilla. Apartir de entonces la provincia mexicana congregó a las Iglesias de Tlaxcala, Nicaragua, Comayagua (Tegucigalpa, Honduras), Guatemala, Antequera de Oaxaca, Valladolid y Chiapas. Poco después se sumarían las de Nueva Galicia (Guadalajara), Verapaz y Nueva Vizcaya (Durango). En 1743, Guatemala ascendió a Archidiócesis, quedando como obispados sufragáneos suyos Comayagua y Nicaragua. En la última etapa del periodo colonial se sumaron a la provincia mexicana dos nuevas diócesis: Linares (1777) y Sonora (1779). Pérez Puente, Leticia et al., "Los concilios provinciales mexicanos primero y segundo", en Martínez López-Cano, Pilar (coord.), Concilios provinciales mexicanos: época colonial, México, UNAM, 2004 [recurso electrónico], pp. 10-12).         [ Links ]

28 En efecto, en el Concilio Limense I (1551-1552) también se ordenó que los clérigos "no anden en las plazas donde corrieren toros, so pena de 25 pesos". García Año-revos, Jesús, El hechizo de los españoles. La lidia de toros en los siglos XVIy XVII en España e Hispanoamérica. Historia, sociedad, cultura, religión, derecho, ética, Madrid, 2007, p. 371.

29 También estuvieron presentes el cabildo metropolitano, los provinciales de las órdenes de San Francisco, Santo Domingo y San Agustín; el visitador general de Nueva España, Jerónimo Valderrama; los oidores Ceynos, Villalobos, Puga y Villa-nueva, y los regidores del cabildo de la ciudad. Pérez Puente, Leticia et al., "Los concilios provinciales...", en Martínez López-Cano, Pilar (coord.), op. cit., pp. 21 y 22.

30 Fernández Collado, Ángel (ed. y est.), Concilios toledanos postridentinos, Toledo, 1996, p. 13.         [ Links ] Y, respecto a la no celebración del concilio de Sevilla, véase González Novalín, José Luis, "Ventura y desgracia de don Fernando Valdés, arzobispo de Sevilla. Un episodio tridentino y el Concilio Provincial Hispalense", Antológica Annua,núm. 11, 1963, pp. 91-126.         [ Links ]

31 Tejada y Ramiro, Juan, op. cit., pp. 207-216, esp. p. 213.

32 Señala Stafford Poole que de todas las acciones reformadoras de Moya de Con-treras, la más importante y duradera fue el tercer concilio provincial mexicano. Se trataba de un antiguo proyecto que, pergeñado por el arzobispo en 1574, tardó once años en hacerse realidad. En todo caso, el resultado satisfizo el primer propósito de Moya, que fue proporcionar un código de leyes a la Iglesia mexicana. "The Third Mexican Provincial Council of 1585 an the Reform of the Diocesan Clergy", en Cole, Jeffrey A. (ed.), The Church and Society in Latin America, Nueva Orleans, Tulane University, 1982, pp. 21-37; la ref. en p. 27.         [ Links ]

33 Véase Tejada y Ramiro, Juan, op. cit., p. 522; y Poole, Stafford, Pedro Moya de Contreras. Catholic Reform an Royal Power in New Spain 1571-1591, University of California, 1987, p. 146.         [ Links ]

34 Martínez López-Cano, María del Pilar et al., "Tercer concilio provincial mexicano (1585). Estudio introductorio", en id. (coord.), op. cit., p. 2.

35 Ibidem, pp. 5-7.

36 Tejada y Ramiro, Juan, op. cit., p. 590.

37 Véase "Discurso para la sesión 22, capítulo I de reforma", en Schatz, K., Los concilios ecuménicos. Encrucijadas en la historia de la Iglesia, trad. de Santiago Madrigal Terrazas, Madrid, 1999, p. 241.         [ Links ]

38 Serrano, Luciano, Correspondencia diplomática entre España y la Santa Sede durante el pontificado de S. Pio V, 3 vols., Madrid, 1914; la ref. en t. II, pp. 30 y 31.         [ Links ]

39 Ibidem, p. 137.

40 Ibidem, p. 247.

41 El original está en el Archivo Castel S. Angelo, Arm. VIII, caj. 4, n. 22: lleva fecha de 1o. de noviembre, y en el dorso el testimonio original de haber sido promulgada en el palacio de la Cancillería, y repartidas copias impresas de la misma el 15 de noviembre de ese mismo año. Ibidem, nota 2.

42 Sobre el tema de las prohibiciones pontificias continúa siendo imprescindible la obra de Cossío, José María de, Los Toros. Tratado técnico e histórico, t. II, 10a. ed., Madrid, 1988, pp. 99 y ss.         [ Links ] Además de algunos trabajos ya clásicos, como el estudio del Marqués de Laurencin, "La Iglesia y los toros. Antiguos documentos religioso-taurinos", en varios autores, Artículos varios, vol. III, Madrid, s. f., pp. 11-23;         [ Links ] Celsius, "La Iglesia católica y las fiestas de toros", s. f.         [ Links ]; Conde de las Navas, "Relaciones de la Iglesia católica con las corridas de toros", El espectáculo más nacional, Madrid, 1900;         [ Links ] u Hornero, R. M., "La Universidad de Salamanca y el breve de Sixto V sobre los toros", Razón y Fe, núm. 131, 1945, pp. 575-587.         [ Links ] Más recientemente ha vuelto a ocuparse de esta materia Muro Castillo, A., "Notas para el estudio de la regulación jurídica de las fiestas de toros en el siglo XVI", AHDE, Madrid, t. LXIX, 1999, pp. 579-600.         [ Links ] Y, mucho más extensa y profundamente, García Añorevos, Jesús, op. cit., pp. 297-335.

43 Serrano, Luciano, op. cit., pp. 322 y 323.

44 Quizá convenga aclarar que, desde el punto de vista jurídico, una de las cuestiones más controvertidas de la bula de Pío V había sido la relativa al carácter de la excomunión. A este respecto, señala el P. Julián Pereda que, prescindiendo de otras clasificaciones, dicha pena puede ser de dos tipos: latae y ferendae sentenciae. Es lata cuando se incurre en ella inmediatamente, con sólo cometer el acto prohibido; y es ferenda cuando además requiere sentencia judicial. Los moralistas consideraron qué clase de excomunión era la que se refería a los clérigos pues, sin duda, la relativa a la celebración de corridas era lata. Parecería lógico que siendo así la primera, también lo fuera la segunda; sin embargo, la opinión mayoritaria fue la contraria: la excomunión que afectaba a los clérigos y religiosos era ferenda, porque si el papa hubiera querido excomulgarlos ipso facto lo hubiera dicho, como lo hizo antes, y tratándose de una pena tan grave no se podía presuponer en modo alguno. Los toros ante la Iglesia y la moral, 2a. ed., Bilbao, s. f., pp. 84-88.         [ Links ]

45 Recordemos, como observa Tellechea Idígoras, que entre la documentación pontificia, mientras las bulas se reservan para asuntos de mayor trascendencia —erección de diócesis, nombramiento de obispos, cuestiones que afectan a toda la Iglesia—, los breves suelen emplearse para una gama de asuntos menores, pero muy variados, como dispensas, gracias, recomendaciones, autorizaciones, presentación de nuncios y legados, etcétera. Además, desde el punto de vista material, las bulas iban en pergamino, a veces en escritura gótica o bollatica, con abreviaturas y sin puntuación, mientras que los breves van en anchas franjas de vitela, pero su texto era registrado en el Vaticano. El papado y Felipe II, 2 vols., Madrid, 1999; la ref. en t. I, XV y XVI).         [ Links ]

46 Por ejemplo, la constitución 20 del sínodo de Plasencia de 1534 donde, bajo el título De lo que se prohibe no se haga en los çiminterios, y que se çierren y çerquen,seestablece: "Y porque somos ynformados que en la mayor parte deste nuestro obispado los çiminterios de las yglesias sirven de plaças publicas de los lugares, donde corren toros y juegan cañas, y muchas veces de lo tal acaescen muchos homicidios y sacrilegios, y, demas desto, en los dichos ciminterios se ponen personas tratantes a vender y comprar, estatuimos y mandamos que todos los ciminterios de todas las yglesias deste nuestro obispado se cerquen de dos tapias en alto, de manera que esten extintos los lugares publicos, y que en ellos no se pueda vender ni comprar ni exercer cosa alguna de las sobredichas". García y García, Antonio (dir.), op. cit., t. V: Extremadura: Badajoz, Coria-Cáceresy Plasencia, Madrid, 1990, pp. 412 y 413; las cursivas son mías. En el mismo sentido, la constitución 73, del ya citado concilio portugués de Guarda (1500), ordena: "E outrossim defendemos que nos ditos adros e cemitérios se nao corram nem agarrochem touros, por evitarmos alguns inconvenientes que desto se seguem e seguir podem. E qualquer que o contrário fizer queromos que incorra na dita excomunhao e no seja absolto sem primeiro pagar tres arráteis de cera para as obras da nossa sé". García y García, Antonio (dir.), op. cit., t. II: Portugal, pp. 263 y 264. Y en la constitución 375 del sínodo de Burgos de 1503, titulada Que no se corran toros en los ciminterios de las iglesias, e que los clerigos no salgan al corro, también se establecía: "Defendemos e mandamos, so pena de excomunión, a todas las personas de nuestro obispado que en los ciminterios de la yglesias del dicho obispado no se corran toros. E si corrieren en placas o en otras partes, defendemos que ningun clerigo de orden sacra salga a los correr ni capear, so pena de un exceso a cada uno que lo fiziere, la meytad para el que lo acusare e la otra meytad para los reparos de nuestra carcel de Santa Pia". García y García, Antonio (dir.), op. cit., t. VII: Burgos y Palencia, p. 259.

47 Véase Tejada y Ramiro, Juan, op. cit., p. 613; también en Tejada y Ramiro, Juan, "Concilio III provincial mexicano celebrado en México el año 1585", en Martínez López-Cano, Pilar (coord.), op. cit., p. 209.

48 Los otros casoseran: "II. Los que cercanlas iglesias, cierran sus puertas é impiden su libre entrada. III. Los que reciben precio por las reliquias de los santos. IV. Los españoles que impiden el libre consentimiento de los indios y esclavos para el matrimonio. V. Los que viven amancebados con consanguínea dentro del cuarto grado, ó con infiel. VI. Los examinadores que descubren el voto secreto que dieron. VII. Los que suministran lo necesario para celebrar misa á los que no presentan los testimonios ó documentos suficientes; y á los jueces que les conceden licencia para ello sin haber reconocido dichos testimonios. VIII. El clérigo que se retirase de su distrito sin licencia. IX. Los que dieren á los indios sin licencia del obispo algunas instrucciones de la doctrina cristiana traducidas á su lengua. X. Los que imprimen libros sin licencia. XI. Los que impiden la exaccion de diezmos. XII. Los que depositan los bienes de alguna capellanía sin ponerlos á ganancia, ó manejarlos de cualquiera otra suerte en beneficio de la misma capellanía. XIII. Los seglares que durante los oficios divinos, entran dentro de la reja del coro, contra lo que se dispone en el título de la celebración de las misas. XIV. Los que se propasan á contraer matrimonio por palabras de presente sin asistencia del párroco y testigos, y los que intervinieren en semejante trato". Tejada y Ramiro, Juan, Colección de cánones..., cit., pp. 635 y 636.

49 Martínez López-Cano, María del Pilar et al., op. cit., pp. 9 y 15.

50 Véase "Directorio del Santo Concilio Provincial Mexicano, celebrado este año de 1585", en ibidem,p.4.

51 Ibidem, p. 117; las cursivas son mías.

52 Tejada y Ramiro, Juan, Colección de cánones., cit., p. 523.

53 Martínez López-Cano, María del Pilar et al., op. cit., p. 20.

54 Tejada y Ramiro, Juan, Colección de cánones., cit., p. 531.

55 García Añorevos, Jesús, op. cit., p. 327.

56 La carta, escrita y firmada de mano de fray Luis de León, lleva fecha de 17 de julio de 1586. El texto original se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid (Ms. 5.785), y dice así: "El obispo deste lugar ha publicado un breve de su Santidad en que le hace juez delegado de los doctores y personas desta Universidad que viesen los toros siendo eclesiásticos o enseñasen que se pueden ver, haciendo siniestra relación de lo que ha pasado, como él dará cuenta a V. M., a la cual suplicamos sea servido hacernos la merced que siempre ha hecho a esta Universidad, que confiados en ella esperamos todo buen suceso y en esto que es tan en perjuicio del patronazgo real y de la quietud y buen gobierno de este estudio". Véase García Añorevos, Jesús, op. cit.,, pp. 322-330, esp. p. 328.

57 Véase Cossío, José María de, op. cit., t. II, p. 99; y García Añorevos, Jesús, op. cit., pp. 330 y ss.

58 Tejada y Ramiro, Juan, Colección de cánones..., cit., p. 536.

59 Gutiérrez Casillas, José, Historia de la Iglesia en México, México, 1974, p. 79.         [ Links ]

60 Véase Soberanes Fernández, José Luis, "Prólogo", en Zahino Peñafort, Luisa (re-cop.), El Cardenal Lorenzanay el IV Concilio Provincial Mexicano, México, 1999; esp. p. 17.         [ Links ]

61 Las cartas fueron enviadas por Lorenzana (25 de mayo de 1768), el visitador Gálvez (28 de mayo de 1768) y Fabián y Fuero (29 de mayo de 1768). Castañeda Delgado y Fernández Aparicio, op. cit., pp. 43 y 44.

62 Ibidem, pp. 44-53.

63 A principios de agosto, el obispo de Durango recibió orden de regresar a España en calidad de preso, quizá por lo afecto que se mostraba a los jesuitas. Murió en el mar, por lo que no pudo llegar a su destino. Gutiérrez Casillas, op. cit., pp. 168 y 169.

64 Cervantes Bello, Francisco Javier et al., "Cuarto concilio provincial mexicano. Estudio introductorio", en Martínez López-Cano, Pilar (coord.), op. cit., p. 2.

65 Gutiérrez Casillas, op. cit., pp. 171 y 172.

66 Cervantes Bello, Francisco Javier et al., "Cuarto concilio provincial mexicano.", en Martínez López-Cano, Pilar (coord.), op. cit., p. 3.

67 Sobre las relaciones entre el Tomo Regio y los concilios regalistas indianos, véase Hera, Alberto de la, Iglesia y Corona en la América española, Madrid, 1992, pp. 479-491.         [ Links ]

68 Ibidem, p. 489.

69 Castañeda Delgado y Hernández Aparicio, op. cit., pp. 63 y 64.

70 Ibidem, pp. 81 y 82.

71 Fue publicado por Gutiérrez de Arce, Manuel, El sínodo diocesano de Santiago de León de Caracas de 1687. Valoración canónica del regio placet a las constituciones sinodales indianas, 2 vols., Caracas, 1975;         [ Links ] y en "Diego de Baños y Sotomayor. Sínodo de Santiago de León de Caracas de 1687", en Santiago-Otero, Horacio y García y García, Antonio (dirs.), Sínodos Americanos 5, Madrid-Salamanca, CSIC, 1986.         [ Links ]

72 En la edición de Gutiérrez de Arce —t. II, p. 114— esta constitución aparece como la número 183, es decir, hay un desfase de dos constituciones. Ello se debe a que, en el libro I aplica el número 134 (134 y 134a.) a dos constituciones, y hace lo mismo en el libro II con las constituciones 89 y 89a., a las que asigna el número 89. Gutiérrez de Arce, Manuel, op. cit., p. LXIV.

73 "Diego de Baños y Sotomayor...", en Santiago-Otero, Horacio y García y García, Antonio (dirs.), op. cit., p. 142.

74 Tejada y Ramiro, Juan, Colección de cánones..., cit., t. VI, pp. 257-259. Puede verse también en Castañeda Delgado y Hernández Aparicio, op. cit., p. 470.

75 García Añorevos, Jesús, op. cit., pp. 333 y 334.

76 Nacido en 1791, estudió en el seminario archidiocesano, y se doctoró en cánones en la Universidad Pontificia, de la que fue primer bibliotecario y catedrático. En 1816 ingresó en la Compañía de Jesús, y de 1845 a 1866 fue provincial en México. Poseyó una rica biblioteca de más de 12000 volúmenes, que fue confiscada a su muerte, ocurrida en 1867. Dejó una vasta obra repartida en libros, folletos y artículos periodísticos. Entre otras, realizó las anotaciones a la edición que se publicó en 1859 en México del III Concilio Provincial Mexicano. La edición contiene 260 notas a los decretos conciliares y 40 a otros textos. Martínez López-Cano, María del Pilar et al.,, op. cit., p. 23.

77 Véase la nota 148 de Tejada y Ramiro, Juan, "Concilio III provincial...", en Martínez López-Cano, Pilar (coord.), op. cit., p. 325.

78 Idem (nota 147).

79 gatuno Peñafort, op. cit., pp. 419 y 420.

80 Castañeda Delgado y Hernández Aparicio, op. cit., p. 143.

81 En cambio se reputan por tales: "todos los que llaman de suerte o envite, banca, albures, cacho, bisbis, dados, gallos (también el amarrarlos y atarlos), las apuestas en carreras de caballos y todo juego de apuestas, y otros semejantes por estar prohibidos muchos de ellos por cédulas y leyes reales". Zahino Peñafort, op. cit., p. 206; también puede verse en Castañeda Delgado y Hernández Aparicio, op. cit., pp. 473 y 474.

82 Así, el capítulo IV del título XXI del libro III establece: "En los cementerios de las iglesias no se pondrán tablados para ver corridas de toros, ni se corran, ni en caso alguno se tolerará que estas se hagan dentro de los mismos cementerios, que son lugar sagrado y destinado a sepultura de los difuntos". Castañeda Delgado y Hernández Aparicio, op. cit., p. 519.

83 Ibidem, p. 558.

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