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Boletín mexicano de derecho comparado

versão On-line ISSN 2448-4873versão impressa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.44 no.130 Ciudad de México Jan./Abr. 2011

 

Artículos

 

El sistema presidencial mexicano. Actualidad y perspectivas*

 

The Mexican Presidential System. Present and Perspectives

 

Diego Valadés**

 

** Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM; miembro de El Colegio Nacional, de El Colegio de Sinaloa y de la Academia Mexicana de la Lengua.

 

* Artículo recibido el 19 de abril de 2010.
Aceptado para su publicación el 24 de septiembre de 2010.

 

Resumen

Este ensayo presenta un análisis del sistema presidencial mexicano desde una perspectiva constitucional. Se hace especial referencia a la concentración del poder presidencial y a las relaciones entre el Congreso y el gobierno. Asimismo, se incluyen consideraciones comparativas entre los sistemas presidenciales estadounidense y mexicano. El concepto vertical del poder en México no ha sido modificado de manera significativa desde su versión original de 1917, por lo que se hacen ostensibles las contradicciones entre las instituciones electorales democráticas, de cuño más o menos reciente, y la tradicional irresponsabilidad política propia de los esquemas autoritarios del poder. En la parte final del ensayo, formulo una sucinta referencia a las reformas constitucionales que se hacen necesarias para introducir la racionalidad democrática en el sistema presidencial mexicano.

Palabras clave: Constitución, presidente, responsabilidad política, sistema presidencial.

 

Abstract

This essay presents an analysis of the Mexican presidential system from the constitutional point of view, with special regard to the highly concentrated exercise of power within the presidency and the relationship between Congress and Government. There is also a brief comparative reference to the American and the Mexican presidential systems. The Mexican constitutional process belongs to a vertical concept of authority; it has not been significantly modified since its original design of 1917 and therefore there are evident contradictions among new free electoral institutions and former political irresponsibility, this last one typical of the authoritarian structures of power. In the final part of the essay I present a scheme of constitutional reforms for introducing democratic rationality in the Mexican presidential system.

Keywords: Constitution, political responsibility, president, presidential system.

 

Sumario

I. Consideraciones introductorias. II. Concentración del poder presidencial. III. Organización y recursos políticos de la presidencia. IV. Relaciones entre Gobierno y Congreso. V. Consideraciones finales.

 

I. Consideraciones introductorias

El propósito de este estudio consiste en exponer el panorama actual del sistema presidencial mexicano desde una perspectiva constitucional. Sobre este tema hay una importante bibliografía,1 a la que por las características del estudio no haré referencia. Mi trabajo se centrará en el análisis de las normas que regulan la organización y el funcionamiento del Gobierno y sus relaciones con el Congreso. No examinaré las formas de control jurisdiccional ni las relaciones del Gobierno federal con los gobiernos locales, excepto, en este último caso, lo que tiene que ver con la reproducción del modelo presidencial en los estados de la Federación.

Considero conveniente, además, formular algunas referencias al sistema presidencial estadounidense, para identificar los puntos de similitud con el mexicano, y para advertir en qué aspectos se han ido separando.

 

II. Concentración del poder presidencial

Suele afirmarse que el sistema presidencial mexicano está calcado del estadounidense. Es cierto que el sistema mexicano estuvo inspirado en la Constitución del país vecino, pero desde un principio se perfilaron diferencias significativas entre ambos sistemas, que con el tiempo se han acentuado. La idea de que se trata de sistemas idénticos no es sostenida por la doctrina, pero sí por los agentes políticos, y ha sido fuente de numerosos equívocos en la construcción y en el desarrollo de las instituciones políticas en el país, sobre todo cuando se ha planteado la incorporación de instrumentos de oriundez parlamentaria en México. El argumento de que se puedan generar distorsiones en cuanto al modelo original, corresponde a una posición conservadora que durante años ha contribuido a frenar los cambios institucionales en el país.

La primera Constitución del México independiente fue la de 1824. A semejanza de Estados Unidos, esta norma adoptó el sistema presidencial y el modelo federal.2 En cuanto al presidencial, que es el que ahora interesa, hubo una semejanza relevante: el artículo II, sección 1 de la Constitución de Estados Unidos establece que el Poder Ejecutivo queda depositado en el presidente; la norma suprema mexicana también incluyó esa disposición y la ha conservado hasta el presente. Sin embargo, a diferencia del caso estadounidense, el artículo 80 constitucional3 ha auspiciado una fuerte concentración del poder, que estuvo presente en los recurrentes casos de dictadura a lo largo del siglo XIX y en las modalidades autoritarias con las que se ejerció el poder presidencial durante el siglo XX. En México, este artículo distingue al Ejecutivo frente a los otros órganos del poder al calificarlo como un supremo. Sus efectos constitucionales y políticos los veremos un poco más adelante.

En lo que atañe a la forma de elegir al presidente, la Constitución de Filadelfia establecía que en cada estado los ciudadanos designarían un número de electores equivalente a la suma de diputados y de senadores que ese estado tuviera ante el Congreso federal. En cambio, la de México, de 1824, depositaba en cada uno de los congresos locales la facultad de nominar a dos personas (artículos 79 y ss.), y del total de los así postulados, la Cámara de Diputados haría el cómputo, y declararía electo al que hubiera tenido el mayor número de votos de los congresos locales. En ese momento había 19 estados.

Mediante ese sistema la Constitución depositó un enorme poder en las oligarquías locales, con lo que precipitó un fenómeno conocido como caciquismo. Los diputados locales y los federales eran elegidos por sufragio popular,4 conforme a las reglas que cada estado establecía y aplicaba (artículo 9o.). De esta manera, había muchos incentivos para dominar los modestos aparatos electorales locales, como una plataforma para conquistar el poder nacional. Esta circunstancia favorecía la acción hegemónica de los militares quienes, además de su presencia directa en diferentes partes del territorio nacional, podían ejercer una significativa influencia a través de las tropas afines destacadas en cada entidad federativa. La guerra civil y la conquista del poder iban, así, de la mano.

Los constituyentes de Filadelfia optaron por un sistema electoral diferenciado en el caso del Congreso y del presidente. En un principio tuvieron tres vías distintas de elección: los diputados (representatives) eran elegidos por sufragio directo (artículo 1o., sección 2); los senadores (artículo 1o., sección 3) eran designados por los congresos estatales, aunque desde 1913 lo son por elección popular (enmienda XVII), además de que subsisten diversas formas de designar a quienes deban sustituir a los senadores que fallezcan, renuncien o sean separados de su cargo antes de la conclusión de su periodo. Los presidentes, como ya se dijo, eran elegidos por un colegio electoral.

La intención de los constituyentes fue evitar que los integrantes del Congreso y el presidente tuvieran una fuente análoga de legitimidad plebiscitaria que los pudiera enfrentar,5 generando una situación de desventaja para el órgano de representación política, por su naturaleza colegiada, frente al órgano del poder decisorio de carácter unitario. Aunque el Constituyente mexicano de 1824 no debatió acerca de este asunto, aplicó no obstante una mecánica electoral similar, con las particularidades ya señaladas.

Las semejanzas desaparecieron cuando el sistema constitucional mexicano adoptó el mecanismo plebiscitario puesto en práctica por Luis Napoleón Bonaparte en 1851, con fundamento en la Constitución francesa de 1848. El modelo bonapartista acentuó el carácter personalista del poder presidencial y significó un giro radical con relación al modelo de Filadelfia. A partir de entonces, los sistemas presidenciales latinoamericanos siguieron la orientación bonapartista. En orden sucesivo, el presidencialismo plebiscitario apareció en las Constituciones de Bolivia (1851), Perú (1856), Venezuela (1858), Ecuador (1861), El Salvador (1864), Honduras (1865), Brasil (1891), Nicaragua (1893), Panamá (1903), Colombia (1905), México (1917) y Uruguay (1918).

A pesar de los múltiples problemas a los que ha dado lugar el sistema de elección indirecta en segundo grado del presidente de Estados Unidos, el sistema se ha conservado.6 Las discusiones que se han producido después de procesos como el de 2000, han exhibido los defectos del sistema imperante, pero cuando se han evaluado las posibilidades de la elección popular directa y el impacto que tendría en la mayor concentración del poder en la presidencia, se ha optado por dejar que se apacigüen los efectos de los comicios, en lugar de exponerse a las consecuencias de la presidencia plebiscitaria.

Más arriba señalé la similitud entre el artículo II, sección 1 de la Constitución estadounidense y el 80 de la mexicana, y advertí que este último ha auspiciado la concentración excesiva del poder. Al sumarse a esa disposición el sistema electoral plebiscitario, ajeno al modelo de Filadelfia, se ha consolidado la fuerza política de la figura presidencial por encima de la que corresponde al Congreso. El sistema representativo se ha visto afectado por esta situación. De ninguna manera resulta aconsejable modificar el sistema de elección del presidente, pero sí es indispensable atenuar la concentración de las facultades presidenciales, reducir la duración del periodo presidencial y procurar una relación más simétrica con el Congreso.

 

III. Organización y recursos políticos de la presidencia

México ha vivido dos revoluciones con profundas consecuencias en su vida constitucional. En 1854 se produjo un movimiento conocido como Revolución de Ayutla, entre cuyos objetivos fundamentales estaba el derrocamiento del general Antonio López de Santa Anna, quien durante más de dos décadas había ocupado el centro de la escena política, alternando su papel como presidente y como caudillo militar y político. La Constitución de 1857, consecuencia de ese movimiento revolucionario, fue diseñada teniendo entre otros objetivos el de impedir que el dictador regresara al poder y, sobre todo, que se repitieran las condiciones que había facilitado el ejercicio personal del poder. Surgió entonces una norma suprema inclinada hacia la prevalencia política del Congreso, que incluso quedó integrado por una sola cámara. Las tensiones internas e internacionales impidieron que este esquema del poder fructificara.

El Congreso Constituyente de 1917 no se detuvo a discutir las opciones entre los sistemas presidencial y parlamentario. Sus referentes inmediatos eran el fracaso de la Constitución decimonónica, las tres décadas de la dictadura del general Porfirio Díaz, y el duro revés significado por el derrocamiento y asesinato del presidente Francisco I. Madero. La Revolución, iniciada en 1910, se tradujo en una esperanza democrática. Madero era un demócrata convencido y simpatizaba con el sistema parlamentario. En su corto gobierno (1911-1913) impulsó la modernización del sistema electoral, el estatus legal de los partidos políticos y la libertad irrestricta del Congreso.

A la muerte de Madero se produjo un nuevo levantamiento, esta vez en contra de quien había encabezado la caída del Gobierno constitucional, y en 1914 se llevó a cabo una convención de las diferentes corrientes que participaban en el movimiento revolucionario. Para entonces algunas demandas reivindicatorias se habían radicalizado, en especial la de orden agrario encabezada por Emiliano zapata. En esa convención, celebrada en Aguascalientes, se discutió la posibilidad de adoptar un sistema parlamentario que permitiera absorber las tensiones políticas imperantes y que abriera un espacio a la conciliación entre los diferentes proyectos revolucionarios. Ese fugaz momento ofreció la posibilidad de construir un sistema democrático.

Al instalarse el Constituyente, en diciembre de 1916, el nuevo dirigente revolucionario, Venustiano Carranza, se pronunció en contra del sistema parlamentario y abogó por un sistema presidencial fuerte. De una manera simplista se atribuyó la caída de Madero no a la madeja de intereses que conspiraron en su contra, sino a su supuesta debilidad, originada en su vocación democrática. En esas condiciones, los constituyentes pusieron los cimientos jurídicos para el ejercicio autoritario del poder presidencial.

La Constitución de 1917 prescindió de algunas facultades que la norma precedente confería al Congreso, como enjuiciar al presidente, por ejemplo, y amplió de manera considerable las facultades del jefe del Estado y del Gobierno. La administración jurídica y política de las reivindicaciones sociales fue puesta en las manos del presidente. El proceso revolucionario había dependido para su éxito de la movilización de mujeres y hombres de campo; la Constitución con la que culminaba ese movimiento invistió al presidente como la suprema autoridad agraria, hidráulica, militar y sanitaria del país. Esta era una formidable plataforma de poder para quien ocupara la presidencia. Téngase en cuenta que, en 1921, el censo de población mostró que el país ascendía a 14.4 millones de habitantes, de los cuales 9.9 millones (el 68%), eran población rural. Para complementar esas facultades, las reformas constitucionales incorporadas entre 1921 y 1928 también auparon al presidente al rango de primera autoridad nacional en materia educativa y laboral, y colocaron a la ciudad de México, la más poblada del país, bajo su mando directo.7 Más adelante, también se le confirió la función de máxima autoridad en materia financiera, arancelaria, electoral, de comunicaciones y transportes, y se le puso en el vértice de los dos sistemas nacionales de seguridad social.

En la actualidad, algunos de esos aspectos se han atenuado, como resultado de los cambios en la distribución de la población, de la variación de los intereses dominantes y de algunas concesiones indispensables a las fuerzas políticas del país. El peso político de la población rural ha decrecido y las políticas agrarias también han variado; el presidente ha perdido el gobierno de la capital del país y ha dejado de ser autoridad electoral, pero otros aspectos han cobrado una especial relevancia y tienen asimismo una expresión constitucional.

Para operar la amplia gama de atribuciones que le confiere el sistema constitucional, el presidente cuenta con la colaboración de funcionarios que designa a su arbitrio y que sólo son responsables ante él. Así ha sido desde la Constitución de 1824, y sólo se ha registrado un cambio menor, en 1994, conforme al cual el nombramiento del procurador general de la República requiere la ratificación del Senado.

El presidente de México dispone de una triple estructura de mando administrativo y político: los secretarios de Estado, los titulares de los grandes organismos estatales, y un influyente grupo de funcionarios que operan cerca del presidente.

Los secretarios son designados y removidos de manera directa y libre por el presidente (artículo 89-II). Las Constituciones de 1857 y de 1917 incluyeron la figura del Consejo de Ministros, aunque sus funciones específicas estuvieron referidas sólo a la declaración de estados de excepción. En el orden político, durante una etapa de los gobiernos de Benito Juárez y de Porfirio Díaz, y en los años más inmediatos a la promulgación de la Constitución de 1917, se celebraban reuniones del Consejo. Este órgano se enfrentó a la tradición dominante consistente en acuerdos individuales de los presidentes con sus secretarios, por lo que hasta la mención al Consejo de Ministros desapareció de la Constitución mediante una reforma llevada a cabo en 1981 (artículo 29).

El segundo grupo de funcionarios está integrado por los titulares de los grandes organismos. De entre estos sobresalen los directores de las instituciones de seguridad social y de Petróleos Mexicanos (Pe-mex). De acuerdo con la Constitución (artículo 27), el Estado mexicano es propietario de todas las fuentes de hidrocarburos, y su exploración y explotación no pueden ser objeto de concesiones a particulares. La importancia estratégica de los hidrocarburos representa un papel especial en el sistema presidencial mexicano, porque el valor internacional estimado del petróleo sirve como base para la determinación de monto del presupuesto anual, y los recursos que exceden esas previsiones se incorporan a un frondoso fondo que administra en forma discrecional el Gobierno; además, se estima que la carga fiscal sobre el petróleo oscila en torno al 65% de los ingresos totales de Pemex, por lo que supone una considerable fuente de poder para el Gobierno y, en especial, para el presidente.

Ese segmento de funcionarios tuvo un profundo impacto en el presidencialismo mexicano. En su fase de mayor expansión llegó a haber más de dos mil organismos cuyos titulares dependían de la voluntad presidencial. Entre esos organismos había instituciones financieras, entidades fabriles, empresas turísticas, editoriales y comercializadoras de productos agropecuarios y pesqueros. Dirigirlos aseguraba a sus titulares un estatus político elevado e ingresos no siempre contabilizados. Este sector se ha estrechado y en la actualidad es inferior al centenar de organismos.

El tercer núcleo de funcionarios es el que actúa en el entorno presidencial. Los funcionarios de este ámbito ejercen funciones de coordinación y supervisión del trabajo llevado a cabo por los secretarios, duplicando las instancias de decisión. Lo más relevante es que con esas acciones se produce una mayor concentración del poder en beneficio del presidente. Ese cuerpo de funcionarios establece, entre otras muchas pautas, las políticas de comunicación de los funcionarios públicos, al punto que los secretarios de Estado reciben indicaciones precisas acerca de lo que deben declarar e incluso de abstenerse de tener contacto con los medios de comunicación.

Las oficinas auxiliares de la presidencia se inspiraron en las que, a partir del gobierno de Franklin D. Roosevelt se comenzaron a desarrollar en Estados Unidos. Sólo que en este caso el objetivo fue sustraer un determinado número de nombramientos a la ratificación senatorial, en tanto que en México sólo obedeció a un propósito imitativo, porque como se ha dicho, la Constitución no prevé la ratificación de los integrantes del gabinete.

Para contrarrestar la discrecionalidad presidencial, se ha propendido a establecer órganos constitucionales dotados de autonomía administrativa, cuyos titulares son propuestos por el presidente y ratificados por alguna de las cámaras del Congreso; en algunos casos, los originadores de los nombramientos son los propios legisladores. Esto último ocurre, por ejemplo, en el caso de los órganos electorales. Sin embargo, también se han ido implantando mecanismos de intercambio de influencias que se traducen en negociaciones confidenciales entre el Gobierno y los dirigentes partidistas, de manera que los nombramientos recaen en personas que representan intereses relevantes para los agentes que los realizan. Sin que se pueda hablar de un sistema de cuotas, sí es posible mencionar un complejo mecanismo de entendimientos confidenciales que incluyen intercambiar designaciones para altos cargos y la aprobación de partidas presupuestales y disposiciones legislativas.

Toda negociación se basa en el tradicional principio del do ut des; la opacidad o la transparencia de los acuerdos, sin embargo, depende de la forma en que se ejerza el poder. La concentración del poder existente en México propicia el sigilo de las negociaciones, lo que a su vez alimenta la desconfianza social en las instituciones y en sus titulares.

La alta concentración del poder se ha convertido en un factor de disfuncionalidad para el sistema presidencial mexicano, por las siguientes razones:

• El presidente prescinde de la presencia política y mediática de sus colaboradores, por lo que se ha convertido en el vocero por excelencia de su propio gobierno. Esto da lugar a que los cuestionamientos de los partidos, de los medios, de los líderes de opinión y de la sociedad en general, se dirijan en contra del presidente. No hay entre él y la opinión pública ningún eslabón intermedio que permita mitigar el impacto directo de la crítica en contra suya. Esa situación contrasta con una elevada valoración del presidente en los indicadores demoscópicos, pero esto es el efecto de un cuantioso gasto propagandístico del Gobierno para beneficiar la imagen presidencial.8

• Esa circunstancia de disminución pública de los colaboradores no siempre fue igual. Durante el periodo de la hegemonía de partido los presidentes designaban al candidato presidencial de entre el círculo de sus colaboradores cercanos. Para facilitar ese objetivo, los presidentes procuraban que aquéllos a quienes querían proyectar hacia el futuro, tuvieran una presencia pública razonable. Los propios presidentes se encargaban de equilibrar la imagen de sus prospectos sucesorios para mitigar el efecto de su decisión, conocida como dedazo. Una ventaja para el presidente consistía en que, en el afán de conquistar su voluntad, los secretarios de Estado hacían los mayores esfuerzos posibles para dar resultados satisfactorios ante quien podía ungirlos con la candidatura presidencial. Cuando ese incentivo ha dejado de existir, y cuando los presidentes designan como colaboradores a personas sin trayectoria ni reconocimiento nacional, basados sólo en su relación de amistad personal, aunque carezcan de ambición política, de experiencia e incluso de capacidad, los resultados del Gobierno tienden a ser decrecientes. En este caso, la concentración del poder no tiene efectos negativos en cuanto a la sucesión sino en cuanto a la estrechez e ineptitud del círculo de colaboradores presidenciales.

• Las condiciones de concentración del poder presidencial que auspició el Partido Revolucionario Institucional (PRI) durante setenta años, tuvieron un matiz. Ese partido surgió en 1929 (entonces se llamó Partido Nacional Revolucionario), como consecuencia de la unificación de varios partidos. Esa naturaleza federativa del partido hegemónico obligó a que los presidentes integraran su equipo de Gobierno con personalidades representativas de las diversas corrientes integradas en el nuevo partido. Cuando se produjeron sucesiones presidenciales traumáticas, con motivo de escisiones notorias (1940, 1946, 1952), o por el resentimiento de las personas agrupadas en torno a algún personaje derrotado por la decisión presidencial, los nuevos presidentes procuraban atraer al círculo del poder a los personajes más representativos de entre quienes guardaban distancia o adoptaban posiciones adversas. Contra lo que podría suponerse en un análisis superficial, esta no era una concesión que debilitara al presidente sino una medida que ponía a su disposición a un amplio elenco de protagonistas de la vida pública mexicana. Los presidentes ejercían, así, un poder eficaz. Al variar la estructura del poder real y al multiplicarse las fuerzas políticas que disputan el ejercicio del poder, los presidentes no han contado con instrumentos constitucionales ni políticos para construir coaliciones gobernantes que, con la integración al Gobierno de figuras descollantes de diversas corrientes políticas, ofrezcan un apoyo mayoritario al Gobierno en el Congreso. Más aún, en la lógica de un presidencialismo arcaico, se considera que proceder en esos términos sería una muestra de flaqueza.

• El liderazgo informal del partido hegemónico fue otra fuente de poder para los presidentes. Ellos eran quienes integraban o autorizaban las listas de candidatos al Congreso, y quienes asignaban las candidaturas al gobierno de cada estado de la Federación. Esta anomalía contravenía las pautas democráticas pero le confería al presidente la centralidad de la política nacional. En la actualidad, los candidatos presidenciales y los presidentes influyen en esas postulaciones de su partido, pero no hay un partido hegemónico. En tanto que no se han adoptado los medios constitucionales para comprometer la cohesión de la mayoría congresual con relación a un programa de gobierno, a un elenco de políticas públicas o a un ministerio, el resultado se traduce en la dificultad extrema de que el Gobierno cuente con el apoyo del Congreso. En estas circunstancias, la concentración constitucional de facultades presidenciales le resta capacidad de gestión.

• El presidente aparece como el autor, y por consiguiente responsable, de todas las acciones gubernamentales, de suerte que el éxito o el fracaso de las decisiones le es imputado a él. Con este motivo, las incidencias normales de la vida económica, las vicisitudes en materia de seguridad, los altibajos en el empleo, se traducen en opiniones positivas o negativas para el presidente. Para compensar ese déficit, el presidente procura obtener la mayor rentabilidad política derivada de las actividades de gobierno, con lo que inhibe cualquier expresión cooperativa por parte de las diferentes fuerzas de oposición. Estas fuerzas saben que todo cuanto se traduzca en una posibilidad de victoria para el presidente equivale a una perspectiva de derrota para ellas. En contrapartida, esas mismas fuerzas advierten que el bloqueo a la acción de gobierno se traduce en desprestigio para el presidente y en mayor vulnerabilidad para su partido en los procesos electorales. La crudeza de la lucha por el poder no está siendo mitigada mediante instrumentos institucionales que estimulen las conductas cooperativas de los partidos y de los representantes.

Como se puede apreciar, los recursos del poder presidencial, que resultaron funcionales durante el periodo de la hegemonía, tienden a dar resultados negativos en un sistema democrático electoral que no ha tenido la aptitud de adoptar una reforma institucional para consolidar el sistema democrático.

 

IV. Relaciones entre Gobierno y Congreso

Desde su origen, el Congreso ha tenido un papel secundario en la estructura del poder en México.

Retomando el cotejo con las instituciones estadounidenses que sirvieron como modelo en este aspecto, se puede apreciar que si bien en Estados Unidos los constituyentes extremaron las precauciones para que no se produjera un sistema asambleario, también adoptaron las medidas adecuadas para sortear el riesgo de un poder absolutista, entonces vigente en Europa. En cuanto a las relaciones entre el presidente y el Congreso, una de las claves introducidas en Filadelfia aparece en la facultad conferida al Senado9 para ofrecer su opinión y anuencia (advice and consent) en el caso de los tratados internacionales celebrados por el presidente y de los nombramientos que lleve a cabo. Esta norma ha sido muy productiva en las formas de control ejercidas por el senado con relación a los presidentes, y si bien ha sido la causa de no pocas tensiones, como el intento de censura al secretario del tesoro de Abraham Lincoln o el enjuiciamiento de Andrew Johnson poco después, también ha permitido que las relaciones entre los órganos del poder político se desenvuelvan con la mayor simetría posible.

No fue esa la decisión tomada por los sucesivos constituyentes mexicanos. La preocupación por reforzar el Congreso es reciente. A partir de 1977 comenzó una serie de cambios constitucionales que fueron abonando las posibilidades de desarrollo democrático. Las medidas principales adoptadas ese año consistieron en eliminar las restricciones para la formación de partidos, con lo cual el Partido Comunista salió de la clandestinidad y comenzó a participar en procesos electorales, y en vigorizar la oposición, con lo cual el partido conservador pudo acceder a mayores posiciones de poder. Como consecuencia de esa reforma, la Cámara de Diputados se integró con trescientos miembros elegidos conforme al principio mayoritario y cien más conforme al principio de proporcionalidad. Dentro de la lógica de auspiciar el pluralismo, desde entonces la integración de los ayuntamientos incluyó el principio de proporcionalidad. Esta nueva conformación de las autoridades municipales fue trascendente para que los electores advirtieran que las fuerzas políticas divergentes podían convivir en el ejercicio del poder, mejorando la calidad de los servicios y reduciendo la magnitud de la corrupción.

Para superar las resistencias al cambio, también se introdujeron mecanismos de gobernabilidad, así llamados porque aseguraban la mayoría absoluta para el partido hegemónico. De alguna forma se intuía que un sistema presidencial tan concentrado como el mexicano no sería gobernable sin una mayoría congresual. En esa época no se contaba más que con el ejemplo francés en cuanto la construcción de sistemas presidenciales parlamentarizados, porque tampoco era muy visible el caso finlandés, y las experiencias portuguesa, de 1910, y alemana, de 1919, no habían ofrecido modelos imitables. El nuevo modelo de Portugal (1976) apenas asomaba en el panorama constitucional, y los Pactos de la Moncloa estaban ocurriendo, sin poderse prever sus resultados.

sucesivas reformas constitucionales, en ciclos cada vez más cortos (1986, 1990, 1993, 1994, 1996) fueron depurando el sistema electoral hasta convertirlo en un proceso autónomo del Gobierno y con adecuados instrumentos de garantía. La caída del sistema hegemónico, en 2000, fue la consecuencia de ese largo itinerario constitucional. Los gobiernos priístas entendieron que no podían perpetuarse de manera indefinida, y que su mejor opción estaba en un tránsito tan ralentizado como fuera posible, que ofreciera la posibilidad de establecer nexos con la oposición que amortiguaran un eventual descalabro electoral.

Antes de que se alcanzara ese punto de inflexión, en 1977, la curva ascendente de la concentración del poder había implicado numerosas reformas constitucionales. Algunas, aludidas más arriba, tenían que ver con la ampliación de las facultades presidenciales. otras se orientaron a debilitar al sistema representativo. se siguió la doble lógica de acrecer el poder presidencial y de reducir el poder congresual. La medida más radical, en este sentido, fue adoptada en 1933, cuando se suprimió la reelección sucesiva de los integrantes del Congreso federal y de los congresos estatales. Con esta decisión se alcanzaron varios objetivos de dominación sobre la clase política. Los representantes perdieron su base popular de sustentación, de suerte que los potenciales candidatos tenían que procurar apoyos en la élite del partido, en cuyo vértice siempre estaba el presidente de la República, en lugar de hacerlo entre los electores.

Esa situación facilitó a los presidentes un espacio amplísimo para atraer disidentes y para configurar un mecanismo corporativo en la asignación de posiciones. La naturaleza efímera de los cargos de representación convirtió a buena parte de los representantes en buscadores de empleo al término de sus respectivos periodos. Es así que surgió una especie de entendimiento tácito en cuanto a que las conductas subordinadas encontrarían compensación con la asignación de funciones burocráticas, una vez que concluyera cada legislatura, o con la postulación para ingresar a la otra cámara, y en tanto que cabía la reelección en periodos discontinuos, muchos de quienes aspiraban a una carrera política se acogieron a las reglas informales de la obediencia.

Las cámaras se convirtieron en instrumentos de ratificación de las iniciativas legislativas y de las decisiones políticas presidenciales. Fueron, asimismo, el instrumento por virtud del cual los presidentes afirmaron su control sobre los gobernadores de los estados. La cláusula constitucional de intervención federal advino en un mecanismo para asegurar la sumisión de los gobernadores. Aquéllos que no obedecían a la confianza del presidente, eran removidos por el senado mediante un peculiar movimiento denominado desaparición de poderes.

El artículo 76-V de la Constitución faculta al Senado para:

Declarar, cuando hayan desaparecido todos los poderes constitucionales de un Estado, que es llegado el caso de nombrarle un gobernador provisional, quien convocará a elecciones conforme a las leyes constitucionales del mismo Estado. El nombramiento de gobernador se hará por el Senado a propuesta en terna del presidente de la República con aprobación de las dos terceras partes de los miembros presentes, y en los recesos, por la Comisión Permanente, conforme a las mismas reglas. El funcionario así nombrado, no podrá ser electo gobernador constitucional en las elecciones que se verifiquen en virtud de la convocatoria que él expidiere. Esta disposición regirá siempre que las constituciones de los Estados no prevean el caso [las cursivas son mías].

Se advierte que la Constitución prevé que, al desparecer los poderes en un estado, el Senado nombra un gobernador de acuerdo con el procedimiento que ahí se establece. La redacción indica con claridad que se trata de una facultad declarativa, esto es, el Senado constata y declara que los poderes han desparecido. Se trata de una hipótesis bastante remota, porque supone que el gobernador, el congreso local y todos los integrantes de la judicatura, hayan desparecido. Un caso semejante nunca se ha registrado. Empero, la aplicación que se le dio al precepto fue de naturaleza constitutiva, de suerte que era el Senado el que, a la luz de los elementos de juicio que se le presentaban, decretaba que los poderes habían desparecido, y para este efecto se entendió siempre que los poderes eran sólo el gobernador. Mediante este arbitrio fueron removidos no menos de cincuenta gobernadores en los primeros sesenta años de la vigencia de la Constitución de 1917. Hubo otros muchos casos en los que se evitó la aplicación del artículo 76 mediante la obtención de la renuncia del gobernador, en ocasiones a cambio de una tarea diplomática o de una función administrativa menor.

La tradicional relación asimétrica entre el Congreso y el Gobierno forma parte de una especie de cultura de la sumisión. La Constitución confiere facultades al Congreso que los representantes no utilizaban en el periodo de la hegemonía, lo que podía explicarse por las razones de supeditación con motivo del ejercicio concentrado del poder. Sin embargo, la composición del Congreso varió a partir de 1997, cuando por primera vez el partido en el Gobierno dejó de tener mayoría en la Cámara de Diputados; este cambio se acentuó en 2000, cuando la titularidad del Gobierno cambió de partido, y además el partido del presidente no tuvo mayoría en las dos cámaras federales. Aun así, algunas facultades continuaron sin ser ejercidas.

A manera de ejemplo, se pueden mencionar los artículos 26 y 76-II. Este último indica que el Senado debe ratificar los nombramientos presidenciales de los "empleados superiores de Hacienda", "en los términos que la ley disponga". En tanto que la Constitución no determina quiénes son esos empleados, la precisión podría ser hecha en la ley. Es sorprendente que el Congreso haya dejado sin regular este aspecto, cuya aplicación prudente le permitiría influir en la orientación de la política económica y financiera del país.

Por su parte, el artículo 26 señala que "el Estado organizará un sistema de planeación democrática del desarrollo nacional" en el que "el Congreso tendrá la intervención que señale la ley". La Ley de Planeación correspondiente faculta al Gobierno, y dentro de éste a la Secretaría de Hacienda, para llevar a cabo las acciones que cada seis años culminan en la formulación de un nuevo Plan Nacional de Desarrollo, equivalente al programa de gobierno. Por lo que respecta a la intervención del Congreso, la Ley incluye el siguiente precepto: "Artículo 5. El presidente de la República remitirá el Plan al Congreso de la Unión para su examen y opinión. En el ejercicio de sus atribuciones constitucionales y legales y en las diversas ocasiones previstas por esta Ley, el Poder Legislativo formulará, asimismo, las observaciones que estime pertinentes durante la ejecución, revisión y adecuaciones del propio Plan".10

La participación del Congreso es sólo pro forma. Esa disposición, vigente desde 1983, ha subsistido a pesar de los importantes cambios operados en el acomodo del poder político en México. En este caso, como en el concernido con la designación de los funcionarios de Hacienda, el Congreso sigue actuando con la sumisión característica de los años de la hegemonía.

Algo semejante ha ocurrido con otros dos preceptos constitucionales. En 2008 fueron reformados los artículos 69 y 93 para que los secretarios de Estado, el procurador general de la República y los directores de las llamadas entidades paraestatales (organismos descentralizados y empresas públicas) "informen bajo protesta (juramento) de decir verdad", o "para que respondan a interpelaciones o preguntas". La Constitución agrega que estas atribuciones se realizarán conforme a lo que prevea la Ley del Congreso, y esta norma, a su vez, no puede ser objeto de veto por parte del presidente. Lo llamativo es que la Ley del Congreso sigue sin ser reformada y las facultades constitucionales de control político continúan sin ser practicadas.

Esos fenómenos indican que existe un problema de fondo que va más allá de la norma constitucional y que se inscribe en una cultura política y jurídica cuyo cambio obedece a un proceso lento y vacilante. En tanto que la sociedad aprendió con prontitud a utilizar su voto, e incluso lo emite diferenciando entre los partidos que elige para ocupar la presidencia, las gubernaturas de los estados y las cámaras legislativas nacionales y locales, la dirigencia política de todos los partidos no ha tenido la capacidad para substraerse a una rutina ajena al funcionamiento democrático de las instituciones. Esta actitud ha encontrado un nuevo punto de apoyo: el caciquismo.

Más arriba se apuntó que durante el periodo de la hegemonía de partido el poder presidencial sometió a los gobernadores. Al sobrevenir la quiebra de ese partido en el ámbito nacional, conservó no obstante una fuerte presencia en la mayoría de los estados. En tanto que los gobernadores ya no tuvieron una autoridad política ante la cual responder, se asumieron como legatarios de la tradición hegemónica nacional e instauraron una conducta análoga en el espacio de sus respectivos estados. Esta actitud se generalizó y hoy es practicada por los gobernadores de todos los partidos. La nueva modalidad de caciquismo se ha convertido en el mayor obstáculo al cambio, porque los gobernadores se han convertido en beneficiarios de un estado de cosas en el que disfrutan de autonomía y de impunidad.

Cuando el PRI auspició los cambios constitucionales relacionados con el sistema electoral y con el sistema representativo, pero sin promover las adecuaciones necesarias por cuanto a las relaciones entre los órganos del poder político en los ámbitos federal y estatal, dejó sembrados obstáculos que dificultan el éxito de la democracia y que de manera progresiva hacen atractiva la restauración autoritaria.

En la actualidad, los gobernadores ejercen un presidencialismo vicarial a escala. Como elementos supérstites del antiguo régimen que han asumido una considerable influencia sobre las decisiones locales de sus respectivos partidos, cada gobernador funge como gran elector en su estado. Esto supone que una parte de los integrantes de las cámaras federales deben su éxito electoral a la decisión o por lo menos al apoyo de los gobernadores de sus entidades de origen, lo que es utilizado por esos gobernadores para sus negociaciones políticas y financieras con el Gobierno federal. Al desaparecer el mando político centralizado del presidente, se reprodujeron muchos mandos que ahora se apoyan en el discurso del federalismo.

La ausencia de una reforma constitucional mantiene la apariencia de una presidencia fuerte, que sólo lo es en el papel. En la práctica, el antiguo poder presidencial se trasladó a los gobernadores, quienes lo ejercen con menor visibilidad pública nacional y por ende con mayor intensidad. Esta situación, no prevista ni solucionada con oportunidad, está afectando la gobernabilidad en el país y hace surgir dudas acerca de las perspectivas democráticas en México. Además, como si fuera una especie de coartada política, ante la opinión pública los responsables de la parálisis institucional y constitucional son los partidos, el Congreso y el presidente, en ese orden, sin que se advierta la enorme responsabilidad de los gobernadores.

Un aspecto en el que se ha avanzado consiste en el derecho a la información. Por muchos años el artículo 6o. constitucional permaneció sin que una ley definiera los mecanismos para acceder a la información gubernamental. En 2002 fue expedida la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental, que representó un primer paso. Esta decisión, en buena medida exigida por las convenciones internacionales en materia de comercio, significó una nueva relación entre gobernados y gobernantes. En un principio, empero, se produjeron desencuentros que denotaban lo difícil que era para quienes ejercían el poder, adaptarse a un nuevo estilo. Se dieron casos en los que el Congreso pedía información y, contraviniendo la obligación constitucional de entregarla, las autoridades gubernamentales la negaban. En un caso extremo, el Congreso tuvo que dirigirse al organismo que había creado por ley, el Instituto Federal de Acceso a la Información, para que éste solicitara al Gobierno la información que se negaba a los representantes de la nación.

La resistencia al cambio fue mayor en los estados: sólo algunos adoptaron leyes satisfactorias; otros no legislaron sobre la materia y varios emitieron normas con criterios muy restrictivos. Con ese motivo, en 2007 el artículo 6o. fue adicionado para fijar las bases de la legislación sobre acceso a la información en todo el país. Subsisten, empero, deficiencias en la propia redacción constitucional. Según el precepto reformado, el Estado queda obligado a franquear el acceso a la información que posea, pero ninguna norma establece la obligación de documentar las decisiones gubernamentales y de preservar esa documentación. Así, es posible saber todo aquello que por fuerza tiene que constar por escrito, como contratos de obras o de adquisiciones, y como tabuladores salariales, por ejemplo, pero las razones de gobierno siguen en el arcano.

Otro problema consiste en que se practica una transparencia sin consecuencia. Muchos de los hechos irregulares que se dan a conocer no son objeto de investigación ni de sanción, con lo cual se corre el riesgo de transitar de una sociedad desconfiada ante el hermetismo a una sociedad indiferente ante el cinismo.

 

V. Consideraciones finales

En el proceso sucesivo de cambios en cuanto a las instituciones electorales, fue frecuente la referencia a la obra de Giuseppe de Lampedusa, Il gatopardo, que incluso dio lugar al neologismo gatopardismo, para denotar una acción de apariencia innovadora pero que en realidad sólo encubría un objetivo conservador.11 A la postre se pudo corroborar que no ocurrió así; que el cambio sí se produjo, aunque de una manera progresiva. Se evitó un episodio traumático de discontinuidad política. Las ventajas de esa estrategia de aproximaciones sucesivas consistieron en familiarizar a la sociedad con los instrumentos del cambio y en trasmitir la idea de que no habría ruptura en el orden institucional. Al mismo tiempo, a la clase política se le permitió que se preparara: a unos, para la eventualidad de dejar el poder, a otros, para la oportunidad de asumirlo.

Con todo, ese cambio progresivo también tuvo desventajas: por un lado la idea de que se trataba sólo de una añagaza, del gatopardismo, acabó por permear, de suerte que la dirigencia política no aprovechó la oportunidad que se le ofrecía para prepararse a intercambiar sus respectivos roles. El segundo problema consistió en que tampoco se ahondaron los cambios, de suerte que todo quedó en una ampliación efectiva de las libertades públicas por lo que respecta a los gobernados, pero sin que a la vez se construyeran las responsabilidades políticas por lo que atañe a los gobernantes.

Con excepciones, la clase dirigente no ha advertido que ahora el ciclo gatopardista corre a la inversa, de suerte que es posible suponer que "si queremos que todo cambie, hay que mantener todo igual". En la medida en que hay un pluralismo real, las instituciones propias de la hegemonía resultan un arcaísmo. La inamovilidad institucional no implica que pervivan los niveles operativos del periodo hegemónico. En estos términos, conservar las instituciones no equivale a conservar los resultados; la preservación es muy regresiva, porque frustra los efectos de las libertades públicas e incluso favorece la desilusión democrática. En estas condiciones, la disyuntiva es previsible: o bien las libertades públicas vigentes auspician las responsabilidades políticas ausentes, o bien la falta de responsabilidades públicas erosiona las libertades públicas existentes. Es un dilema absurdo, porque las consecuencias de preservar el statu quo son predecibles, y sorprende que si la clase política no ha reaccionado por convicción, tampoco lo haga siquiera por conveniencia.

Ese fenómeno es comprensible. La cultura del presidencialismo mexicano ha dejado marcadas secuelas en la vida cotidiana del país. Por un lado se sigue esperando que las decisiones provengan del presidente, que encarna la antigua tradición del Tlayecanani,12 y por otro las condiciones propiciatorias de la anomia confieren a los agentes políticos márgenes de influencia que no les resultarían posibles si las instituciones funcionaran con normalidad. Estas circunstancias contribuyen a acentuar las resistencias al cambio que, de prolongarse por tiempo indefinido, podrían generar una ruptura, a diferencia de la reforma política progresiva que tan buenos resultados ofreció a partir de 1977. De no encauzarse el cambio institucional conforme a un nuevo proceso de reformas constitucionales, se podría estragar aun más la confianza social en las instituciones e invalidar la opción de las reformas, abriendo la vía para que prospere la exigencia, hasta ahora contenida, de una nueva Constitución. En un ambiente muy polarizado, con una derecha fuerte vinculada con una iglesia católica en una etapa conservadora en exceso, y ante una realidad social muy contrastante en función de la alta concentración de la riqueza y de un nivel de pobreza que afecta a casi la mitad de la población, las condiciones para alcanzar consensos razonables no parecen sencillas.

En la etapa actual resulta crucial racionalizar el sistema presidencial, introduciendo instituciones de origen parlamentario que auspicien una familiaridad creciente de la sociedad y de sus dirigentes políticos con las diversas modalidades de responsabilidad política. Se dispondría así de instrumentos complementarios de las libertades públicas ya existentes para cambiar los patrones culturales jurídicos y políticos del país. Si este cambio conduce o no a un nuevo régimen de gobierno o incluso a una nueva Constitución, no es previsible por el momento. Lo que cuenta es que los avances no se agoten y declinen.

Las mejores prácticas políticas deberán ir acompañadas por reglas prudentes pero eficaces que faciliten la adaptación de la sociedad y de sus dirigentes a una nueva forma de hacer política y de ejercer el poder. Esto incluye, en lo inmediato, mecanismos aptos para disminuir la impunidad política de los titulares de altos cargos, y para fortalecer al sistema representativo. Para este efecto, además de los aspectos sustantivos que la norma constitucional establezca, será indispensable cuidar los procedimientos aplicables. Por eso he sustentado la necesidad de impulsar, como área de estudio, el derecho procedimental parlamentario.

Las medidas susceptibles de generar una nueva relación entre el Congreso y el Gobierno, y de producir efectos positivos en cuanto a la cooperación entre ambos órganos del poder, pueden ser las siguientes:

1. Restablecer la figura del Consejo de Ministros, con facultades expresas en la Constitución.

2. Asignar a uno de los ministros la función de coordinador o jefe del gabinete.

3. Mantener la facultad presidencial de designar y remover a los ministros, pero en el primer caso con la expresión de confianza del Senado. Se sugiere que sea esta la cámara competente para otorgar la confianza, en tanto que es la única que tiene un periodo sexenal, análogo al presidencial.

4. Facultar al Senado para formular una expresión de reprobación con relación a alguno de los ministros o a la totalidad del ministerio, aun cuando no tenga un efecto vinculante para el presidente.

5. Obligar a que los ministros comparezcan de manera periódica y alternativa ante cada una de las cámaras, para desahogar preguntas y atender interpelaciones, cuando sea el caso.

6. Someter el programa de gobierno a la aprobación del Congreso.

7. Reformar el poder político en los estados de la Federación en la misma dirección que se haga con los órganos federales.

8. Recuperar la respetabilidad de los partidos. La frecuencia del trasfuguismo y las alianzas electorales inverosímiles (entre partidos con tesis excluyentes) y contradictorias (los mismos partidos que en unos estados son rivales irreconciliables, en otros estados aparecen como aliados fraternos) erosionan la imagen de los partidos.13

Medidas como éstas ya están siendo aplicadas en numerosos sistemas presidenciales. Con ellas se propiciaría un presidencialismo racionalizado, en tanto que su fuerza política no sería el resultado del ejercicio hegemónico del poder, sino del apoyo mayoritario que su programa de gobierno y su equipo de trabajo recibirían por parte del Congreso. Algunas de las diferencias entre un sistema autoritario y un sistema democrático están en la concentración o desconcentración de potestades, en la intangibilidad o en la responsabilidad de los gobernantes y en el aislamiento o en la cooperación entre los órganos del poder.

En términos de derecho procedimental parlamentario, se podría considerar como una especie de casación política14 toda promoción congresual mayoritaria cuyo efecto sea remover, solicitar la remoción o al menos reprobar las decisiones de un ministro o del ministerio. La gama de variantes es muy amplia y tiende a adecuarse a las características de cada sistema presidencial. Este sería un buen principio para la necesaria racionalización del sistema presidencial mexicano.

En el sistema constitucional mexicano se está produciendo una relación heterodoxa entre normas que garantizan el ejercicio de las libertades públicas y normas que preservan la inercia de una estructura arcaica y de un ejercicio concentrado e irresponsable del poder. Si las libertades públicas imperantes no permiten construir un sistema de responsabilidades políticas, el riesgo menor está en mantener el statu quo, con una tendencia decreciente en cuanto a la gobernabilidad; y el riesgo mayor consiste en que podría alcanzarse un punto de fatiga democrática que hiciera apetecible, para muchos mexicanos, la restauración autoritaria. Un sistema constitucional que permitiera cohonestar las libertades públicas con las responsabilidades políticas, contribuiría a la consolidación democrática y a las consiguientes oportunidades para procurar la justicia, la equidad y el desarrollo social y cultural del país.

 

Notas

1 Sobresale la monografía de Carpizo, Jorge, El presidencialismo mexicano (reimpr. de la 2a. ed. actualizada del 2002, México, Siglo XXI, 2006);         [ Links ] otros autores contemporáneos han abordado el sistema presidencial en el contexto del examen general del derecho constitucional. Entre ellos, Ignacio Burgoa; José Gamas Torruco; Héctor Fix-Zamudio y Salvador Valencia; Ulises Schmill; Felipe Tena Ramírez. Los problemas del sistema presidencial relacionados con aspectos específicos de las funciones constitucionales del Estado mexicano han sido analizados, entre otros, por John Ackerman, Eduardo Andrade Sánchez, Francisco de Andrea, César Astudillo, Daniel Barceló, Miguel Carbonell, Jaime Cárdenas, Lorenzo Córdova, Hugo Concha, Jorge Fernández Ruiz, Héctor Fix-Fierro, Pilar Hernández, Sergio López-Ayllón, Cecilia Mora, Francisco José Paoli Bolio, Javier Patiño, José Roldán Xopa, Pedro Salazar, José María Serna, Diego Valadés, Ernesto Villanueva. En cuanto a los análisis históricos, políticos y sociológicos, la nómina es incluso más amplia que la registrada en el ámbito jurídico.

2 Más allá de las coincidencias espontáneas, debe tenerse presente que la doctrina enunciada por el presidente James Monroe en diciembre de 1823 incluía una dura prevención al señalar que la adopción del sistema parlamentario por cualquier país de América independizado de la corona española sería considerada como "una amenaza para nuestra paz y seguridad".

3 El artículo 80 en vigor dice: "Se deposita el ejercicio del Supremo Poder Ejecutivo de la Unión en un solo individuo, que se denominará 'Presidente de los Estados Unidos Mexicanos'".

4 La elección popular implicaba cuatro etapas: los vecinos elegían juntas primarias o municipales; éstas a su vez votaban para integrar las juntas secundarias o de partido; la tercera etapa consistía en la elección de las juntas de provincia las que, en un cuarto nivel del sufragio, elegían a los diputados. Véase Bases para las elecciones del nuevo congreso, junio 17 de 1823.

5 Este tema lo desarrollo con mayor amplitud en "La formación del sistema presidencial latinoamericano. Un ensayo de cultura constitucional", en varios autores, La ciencia del derecho procesal constitucional. Estudios en homenaje a Héctor Fix-Zamudio en sus cin cuenta años como investigador del derecho, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2008, t. XI, pp. 119 y ss.         [ Links ]

6 Varios presidentes han obtenido el triunfo a pesar de haber recibido menos votos populares que sus oponentes: Rutherford B. Hayes (1876), Benjamin Harrison (1888), George W. Bush (2000). Woodrow Wilson fue elegido en 1912 con el 42% de los votos populares, y reelegido en 1916 con el 49%. Richard M. Nixon fue elegido en 1972 con el 43% de los sufragios populares. Harry S. Truman obtuvo el 49% en 1948. En 1960 la diferencia de votos populares entre John Kennedy y Richard M. Nixon fue de apenas 118 574, en un total de 68 334 888 votos.

7 De acuerdo con el censo de población de 1930, el país tenía 16.5 millones de habitantes, de los cuales 1.2 (el 7% del total) vivían en la ciudad de México. El promedio anual de crecimiento de la población nacional era del 1.7, mientras que el de esa ciudad era del 3.6.

8 Esto no obstante, de acuerdo con Consulta Mitofsky, en enero de 2009 el presidente tenía un nivel de aprobación del 66% frente a un 30% de rechazo; en enero de 2010 esos porcentajes fueron 52 y 46, respectivamente. Los secretarios de Estado no son incluidos en las encuestas de opinión, porque no son conocidos por el público.

9 Artículo II, sección 2, cláusula 2.

10 El énfasis es mío.

11 La expresión que sintetiza la línea argumental de la novela de Lampedusa, dice: "Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie".

12 "Presidente"; véase el texto náhuatl de la Constitución; trad. de Natalio Hernández, México, Senado de la República-FCE, 2010.

13 Esa deteriorada imagen contribuyó a que en las elecciones federales de 2009 más del 6% de los electores anularan su voto.

14 La expresión casación procede del derecho francés, que desde el siglo XV le da el significado de anulación; la locución a su vez proviene de casser, utilizada en el siglo XII, y ésta del latín vulgar quassare, "agitar con fuerza". Hay una relación evolutiva con las voces latinas clásicas casso, cassáre, cassus, casus, utilizadas por Plauto (Miles Gloriosus, 851, 856) en el sentido de trastabillante, vacilante; más tarde por Cicerón en el sentido de vacío (Disputas tusculanas, V, 119), y con posterioridad, ya con un sentido jurídico de caer,por Gayo (Digesto, 44, VII, 5, 5o.).

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