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Boletín mexicano de derecho comparado

versão On-line ISSN 2448-4873versão impressa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.43 no.127 Ciudad de México Jan./Abr. 2010

 

Artículos

 

Las relaciones Iglesia-Estado en el XXX aniversario de la Constitución Española de 1978*

 

The Relations between the State and the Confessions in Spain

 

José María Porras Ramírez**

 

**Catedrático de Derecho constitucional en la Universidad de Granada.

 

* Artículo recibido el 3 de junio de 2009.
Aceptado para su publicación el 19 de octubre del 2009.

 

Resumen

La considerable conflictividad que sigue suscitando, en España, la llamada "cuestión religiosa", obliga a reconsiderar su fundamentación normativa en la Constitución vigente. Así, en el presente trabajo se examina la vertiente institucional u objetiva que presenta el derecho fundamental a la libertad religiosa, dada su condición de supremo principio informador de la actuación pública en materia religiosa. Al mismo tiempo, se determina el significado y alcance del principio de laicidad, no sólo como expresión histórica de la separación alcanzada entre las confesiones y el Estado, sino como principio funcional que actúa como parámetro de la adecuada actuación de los poderes públicos en promoción de la libertad religiosa. Finalmente, se hace una referencia crítica al desarrollo alcanzado por el principio de cooperación con las confesiones.

Palabras clave: cuestión religiosa, España, Constitución, libertad religiosa, laicidad, concordatos, acuerdos, confesiones.

 

Abstract

The controversial nature that presents the so called "religious question" in Spain demand a reconsideration of its normative foundations in the existing Constitution. Therefore, the present paper examines the institutional dimension that incorporates the fundamental right of religious freedom. Indeed, it acts as the supreme prineiple inspiring all the public activities related to the subject. Besides, it' is also important to deiermine the significance and the extension of the constitutional principle of laicism, not only as hisiorieal expression of the separation that must exist beiween the State and the churches, but also as a priniiple that restricts the decisions promoted by the public institutions trying to optimize the religious freedom. Finally, this paper makes a critical com i meniary about the real application of the concordats signed with the Catholic Church and the agreement signed with the minority confisi sions in Spain. At the end, it's expressed, as a conclusion, an assessment of the present situation and some proposals to correct it.

Keywords: religious question, Spain, Constitution, religious freedom, laicism, concordats, agreements, confessions.

 

El trigésimo aniversario de la Constitución permite hacer balance de las luces y sombras que acompañan a la aplicación del modelo de relación Iglesia-Estado, dispuesto en 1978, con el propósito manifiesto de superar la tradicionalmente llamada "cuestión religiosa" en España, esto es, la siempre conflictiva interacción entre los órdenes político y confesional en el ámbito público.

Dicho modelo vino a disponer, asentándose sobre amplias bases de consenso social, un sistema tan novedoso como complejo, fundado en unos principios axiales e indisponibles, los cuales buscan encauzar la tensión dialéctica que siempre había lastrado esas relaciones. De esa forma, se pretendía, como de hecho se logró, crear un marco normativo estable, flexible e integrador, coherente con el ordenamiento constitucional que lo acoge. No obstante, la circunstancia de que el mismo haya propiciado, también, desarrollos e interpretaciones interesadas, que atribuyen un protagonismo impropio a sus elementos accesorios, ha generado una dinámica desestabilizadora, marcada por impulsos de acción y reacción, que tiende a desvirtuarlo.

En cualquier caso, dicho modelo adoptado por la Constitución inicia una etapa nueva en la historia de esas relaciones, que rompe claramente con el pasado constitucional español, el cual había experimentado fases sucesivas de 1) confesionalidad católica excluyente (bajo las Constituciones de 1812, 1837 y 1845); de 2) confesionalidad católica atenuada, con libertad religiosa (bajo la breve vigencia de la Constitución de 1869); de 3) confesionalidad católica con tolerancia hacia el culto privado de las religiones no oficiales (bajo la Constitución de 1876); de 4) aconfesionalidad estatal y tolerancia hacia el culto privado de las religiones (bajo la Constitución de 1931); y de 5) retorno a la confesionalidad católica estatal, primero excluyente y después tolerante hacia el culto privado de las religiones no oficiales (bajo la dictadura del general Franco); hasta desembocar, finalmente, en la solución vigente, la cual se muestra distante, tanto del sistema confesional que, salvo durante una breve etapa de tiempo, había regido en España, de manera constante, como de aquél otro, de laicismo militante o " de combate", ensayado, siquiera efímeramente, durante la II República.

1) Así, la Constitución ha optado por atribuir, originalmente, la condición de principio básico al derecho fundamental a la libertad religiosa, elección ésta que se revela, sin duda, como la más acorde con la proclamación de España como Estado social y democrático de derecho (artículo 1.1, CE), y con el entendimiento de la dignidad de la persona y la garantía de los derechos que le son inherentes, como fundamento último del orden político (artículo 10.1, CE). Tal libertad se expresa, primariamente, como un derecho subjetivo, de rango fundamental, que garantiza la existencia de un espacio de autodeterminación intelectual ante el fenómeno religioso, facultando a sus titulares, tanto individuales como colectivos, para actuar con arreglo a sus creencias, sin temor a injerencias extrañas, bien de terceros, bien de los propios poderes públicos (STC 177/1996).1

A su vez, la libertad religiosa, posee una dimensión objetiva o institucional muy acusada. Así, al fungir como principio supremo que determina, esencialmente, el carácter de la actuación del Estado en la materia de referencia, se revela incompatible, en el marco de la Constitución, tanto con las actitudes confesionales como con las laicistas, al implicar ambas una toma de partido, ya comprometida con el hecho religioso, en términos contrarios a las exigencias de la libertad, la igualdad y el pluralismo democrático; ya marginadora y, por tanto, lesiva, por restrictiva, del derecho fundamental subyacente, desde presupuestos, en uno y otro caso, claramente sesgados e ideológicos.

Sin duda, en este sentido, la solución constitucional se ha revelado como la más idónea, a los efectos de optimizar la realización del derecho fundamental.2 No obstante, conviene precisar el alcance de los demás principios, también expresados en el artículo 16, en relación con el 14 de la Constitución, con el fin de evitar consideraciones desproporcionadas de la libertad religiosa, que lleven a una interpretación irrestricta de la misma, en modo alguno deseada por el Constituyente, en tanto que contraria a las bases sobre las que se sustenta la configuración del Estado democrático de derecho.

2) Así, la afirmación concluyente, realizada en el artículo 16.3 de la Constitución, según la cual "ninguna confesión tendrá carácter estatal", viene a suponer la proclamación, formulada en sentido negativo, de la aconfesionalidad o laicidad del Estado. Esa orientación básica muestra, tanto una dimensión negativa, primero definida en el tiempo, y alusiva a la separación que ha de existir entre los ámbitos propios de actuación del Estado y de las confesiones;3 como otra positiva, más tarde incorporada, que se refiere a la neutralidad que aquél debe observar, no dejándose guiar en su actuación por valores religiosos, sino por los propios a los que la Constitución le orienta, a fin de garantizar un tratamiento igual a todas las personas y colectivos, con independencia de sus opciones de fe o creencias.4

En consecuencia, la necesaria separación indicada comporta la obligación que el Estado asume de no identificarse con ninguna confesión. Esto implica, no sólo una negatividad por abstención ante cualquier opción religiosa, que no puede ser, en ningún caso, asumida como propia por los poderes públicos; sino, más aún, el entendimiento de que las creencias e intereses religiosos no pueden erigirse en parámetros de la legitimidad de los actos y normas estatales (STC 24/1982).

Ya lo indicado expresa un reconocimiento de la autonomía institucional recíproca, que conlleva tanto el compromiso efectivo, por parte del Estado, de no intromisión en los asuntos propiamente confesionales, como la obligación, asumida, también, por las comunidades religiosas, de no rebasar los objetivos que les son característicos, aspirando a equiparase al Estado, a efectos de condicionar, en pie de igualdad, su actuación política (STC 340/1993).

Dicha separación, transmutada, hoy, en una actitud de neutralidad o imparcialidad respecto de los sentimientos religiosos que profesan los ciudadanos; lejos de concebirse, ya, como un fin en sí mismo, aparece como un medio que ha de operar, siempre, en garantía del igual goce y disfrute de los derechos, en general, y del de libertad religiosa, en particular, a fin de asegurar la coexistencia pacífica de las distintas creencias y convicciones implantadas socialmente (STC 177/1996).

3) Por tanto, la promoción del derecho fundamental que los poderes públicos han de efectuar, según se deduce, de forma genérica, del artículo 9.2 y, cualificadamente, del artículo 16.3, CE, de acuerdo con el cual aquéllos "tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones", debe valorarse en su justa medida. Dicha polémica determinación de principio, que aparece, si se quiere, ya como vestigio de la estimación privilegiada de la que se hacía merecedor el tratamiento del hecho religioso en el pasado, ya como corrección de la significación más rigurosa atribuida, originariamente, al principio de aconfesionalidad del Estado; avala, en todo caso, la regulación legal específica de la dimensión colectiva de la libertad de creencias, circunstancia ésta que implica la concesión de un estatus jurídico singular a las confesiones y entidades a ellas vinculadas, distinto al común aplicable a las asociaciones; además de la incorporación de un mandato dirigido a los poderes públicos, a fin de que mantengan, sin posibilidad alguna de incurrir en dejación por su parte, una relación directa de colaboración con las confesiones, en general, y con la Iglesia católica, en particular, en tanto que modelo o paradigma de las mismas, expresamente mencionado en la Constitución, con el propósito de mejorar las condiciones de realización del derecho que les asiste, eliminando los obstáculos que en su desarrollo pudieran encontrar.

En relación con dicho principio de cooperación, el mandato de neutralidad estatal habrá de emplearse como parámetro de control de la actuación de los poderes públicos, en orden a evitar que éstos se excedan en el cometido que estrictamente tienen encomendado. No en vano, tales excesos redundarían en una indeseable confusión de funciones estatales y religiosas, o en un menoscabo irrazonable del principio de igualdad. Resulta, pues, conveniente, trazar una ajustada crítica de la paradójica noción, hoy en boga, de "laicidad positiva",5 a fin de que no se convierta la misma en una nueva y subrepticia fuente de privilegios y, consiguientemente, de discriminaciones, que traicionen la intencionalidad que anima, rectamente entendido, al principio de libertad religiosa en el Estado social y democrático de derecho. No ha de perderse, a este respecto, nunca de vista, que la independencia recíproca entre los respectivos ámbitos de actuación pública, civil y eclesiástica, representa el principio constitutivo de la laicidad.

Habrá, por tanto, que preguntarse en qué supuestos el reconocimiento por parte del Estado de derecho a obtener un trato más beneficioso por parte de las confesiones religiosas inscritas, que suele recibir, además, un reforzado aseguramiento, de carácter convencional o pacticio, en favor de aquéllas que, además, acreditan poseer un "notorio arraigo" en España (artículo 7o., Ley Orgánica de Libertad Religiosa —LORL—), compromete tal criterio indicado, con la separación que el mismo conlleva.

La exigencia de laicidad condiciona, por tanto, la apelación constitucional al desarrollo de una actividad positiva, por parte del Estado, orientada, tanto a facilitar las condiciones de ejercicio del derecho fundamental, como a remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud (artículo 9.2, CE). Impone así, una exigencia de trato igual a las confesiones representativas de los diferentes credos, al tiempo que establece un veto a toda posibilidad de que el Estado les ceda a aquéllas ámbitos propios de actuación, o caiga en la tentación de promover el fenómeno religioso, en sí mismo considerado.

A este respecto, no hay que olvidar que la libertad religiosa es, por naturaleza, en esencia, un derecho de libertad, y no un derecho de prestación, aunque, en ocasiones, incorpore una faceta prestacional, que, en todo caso, no forma parte de su contenido esencial. Constituye, ante todo, un derecho de autonomía y defensa, que exige de los poderes públicos la no intervención, en garantía de su pacífico goce y disfrute, por individuos y comunidades. De ahí que la dimensión prestacional aludida se haga excepcionalmente presente cuando se requieran hacer efectivas sus condiciones reales de ejercicio, contrarrestando las circunstancias de desigualdad material en que se encuentran, inicialmente, sus concretos titulares.6

Salvados, por tanto, tales supuestos extraordinarios, la intervención del Estado, efectuada a través de las diversas técnicas posibles de cooperación con las confesiones, sólo puede ocasionar un indeseable entrecruce de funciones estatales y eclesiásticas, de las que se derive una reviviscencia del principio de confesionalidad, o la generación de discriminaciones. La cuestión está, por tanto, en determinar si, en la práctica, se observan, o no, las prevenciones indicadas que se deducen del modelo dibujado por la Constitución.

En este sentido, hay que tener muy presente, inicialmente, que la declaración constitucional, en una norma de principio, de la aconfesionalidad del Estado, lleva a la misma a proyectarse sobre un ordenamiento, como el español, surgido, cabe recordar, de una ruptura acordada, y no del todo completa, respecto de un pasado abiertamente confesional. De ahí que se erija, inicialmente, en canon o parámetro de la adecuación a la Constitución de las normas en él insertas, que provienen o participan del espíritu de esa época anterior. El principio de laicidad revela así su funcionalidad al servir para contrastar si el paso de un régimen político confesional a otro, que afirma constitucionalmente no serlo, al proclamar, de modo inequívoco, su neutralidad ante el hecho religioso, se ha producido plenamente y con todas sus consecuencias, al haberse, o no, eliminado del sistema normativo los residuos confesionales, en su caso, todavía existentes.7

Ciertamente, la disposición derogatoria de la Constitución y la nueva legislación sustitutiva de la, hasta ese momento, vigente, aún informada por el principio de confesionalidad estatal, supuso el inicio de un acelerado, aunque, lamentablemente, aún incompleto, proceso de desconfesionalización, cuyos principales hitos se encuentran en la exclusión de la Iglesia católica de los órganos del Estado, eliminando su equiparación con los poderes públicos (STC, 340/1993, FJ 4o.); en los diversos Acuerdos con la Santa Sede, que reemplazaron al Concordato de 1953, redefiniendo esas relaciones, si bien, de modo no plenamente satisfactorio, dado lo sesgado, tanto de la letra, como de la interpretación que se ha venido haciendo de los mismos; en la nueva legislación reguladora del derecho fundamental a la libertad religiosa; en la reforma del derecho de familia; en la supresión de buena parte de los privilegios fiscales, hipotecarios, registrales y arrendaticios, que poseía aquélla; y, también, en no menor medida, en la nueva legislación penal, de la que desaparecen los delitos que castigaban las infracciones cometidas, específicamente, contra la religión e Iglesia católicas, en tanto que credo y confesión oficiales del Estado, respectivamente.

No obstante lo mucho que se ha avanzado, todavía perduran algunos relevantes vestigios de confesionalidad, que determinan un trato de privilegio a la Iglesia católica. Algunos de ellos tienen reflejo normativo, presentándose, de forma renovada, bajo la cobertura del principio de cooperación; mientras que otros, simplemente impregnan lo más tradicional de la cultura política nacional, manteniéndose por inercia de tiempos pretéritos, dada la inveterada identificación histórica, que en España ha venido existiendo, entre el poder político y el eclesiástico (STC 101/2004).

Así, en lo que se refiere al desarrollo práctico del modelo constitucional, es preciso advertir que la actividad promocional del Estado se ha fundado, en ocasiones, sobre bases que vienen ya dadas y que son espurias, en tanto que impropias de un Estado laico, al resultar incongruentes con los principios de libertad religiosa y de neutralidad estatal. Es así que el régimen jurídico específico que merecen los distintos grupos religiosos existentes, se aparta, notablemente, del principio general de igual protección de la libertad de creencias, que garantizan, conjuntamente, los artículos 14 y 16 de la Constitución. Se dispensa así un tratamiento diferenciado, que redunda, particularmente, en la creación de un sistema de privilegios neoconfesionales para la Iglesia católica. El mismo, de muy extenso alcance, se basa en un sistema concordatario, que se contrapone al ulterior diseño de un derecho especial, de naturaleza pacticia y más ajustada dimensión, fundado en la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, del cual se hacen merecedoras las restantes confesiones que, restrictivamente, satisfacen las exigencias que dicha norma dispone, según la apreciación discrecional que de las mismas hace la administración pública.

En tanto no se altere y unifique el sistema, a fin de hacerlo adecuado, efectivamente, a la Constitución, todos estos vestigios remanentes de confesionalidad y de desigualdad han de ser interpretados a la luz de los principios constitucionales de libertad religiosa, igualdad y laicidad, para minimizar sus efectos o transformarlos, en la medida de lo posible. Así, bien porque lo disponen las normas, bien por los desarrollos interpretativos que se han hecho de éstas, los motivos de conflicto afectan, esencialmente, 1) a la asistencia religiosa que presta la Iglesia católica en los establecimientos públicos dependientes, principalmente, de la administración militar del Estado y en los centros educativos de carácter público, incidiendo, al tiempo, en el régimen jurídico de su personal adscrito; 2) al sistema de financiación, de las confesiones, en general, y de la Iglesia católica, en particular; 3) a la apreciación discrecional por parte de la administración de la concurrencia de fines religiosos en las entidades que pretenden obtener el reconocimiento de personalidad jurídica para obtener beneficios de muy diversa índole; y 4) a la apreciación administrativa del notorio arraigo de las confesiones inscritas, en tanto que presupuesto indispensable para que el Estado pueda convenir con los mismas acuerdos de cooperación.

Además, cabe observar la existencia, en España, en la actualidad, de un triple régimen de cooperación, del que se benefician las diferentes confesiones reconocidas: 1) De un lado, se encuentra el que el Estado le dispensa a la Iglesia católica, al recibir un mandato constitucional, directo e incondicionado, de cooperación con la misma (artículo 16.3, CE); 2) De otro, se halla el que le otorga a aquellas confesiones, en las que concurren los requisitos que, con vocación claramente restrictiva, dispone el legislador para hacerlas merecedoras de la cooperación (artículo 7o., LOLR: inscripción registral y notorio arraigo); 3) Y, finalmente, está el que se dedica a las demás, que, aun no entrando en la categoría de las anteriores, al no reunir los requisitos señalados, cuentan, también, con la expectativa fundada de hacerse acreedoras de la cooperación del Estado, aunque tenga ésta que manifestarse por vías distintas a los acuerdos, a aquellas otras reservadas (artículo 16.3, en relación al artículo 9.2, CE). Este último es el caso de las confesiones inscritas que se benefician, por el solo hecho de serlo, de un régimen especial de protección estatal, garante de su autonomía y del derecho a la libre prestación de sus servicios a los fieles que, voluntariamente se los demanden, sin obstáculos entorpecedores.

Corresponde así, seguidamente, aclarar en qué supuestos se ejercita, legítimamente, la cooperación del Estado con tales grupos religiosos.

1) En primer lugar, ha de decirse que la cooperación del Estado con las confesiones es obligatoria, siendo, en consecuencia, perfectamente legítima, en los casos en que la misma se muestra necesaria, a fin de posibilitar que la igual libertad religiosa de individuos y comunidades deje de ser, dadas las importantes trabas que su realización, en ciertas ocasiones, encuentra, una mera expectativa. Convertirla en real y efectiva, requerirá, a menudo, eliminar los obstáculos que impiden o dificultan su plenitud (artículo 9.2 en relación con el artículo 16, CE). Estamos, pues, en presencia de supuestos referibles a lo que se ha convenido en llamar cooperación asistencial, los cuales, al integrarse en la definición que hace el legislador del contenido esencial del derecho (artículo 2o., LOLR), requieren prescriptivamente de la acción positiva de los poderes públicos, según ha ratificado, por medio de diversos pronunciamientos, el Tribunal Constitucional.

Puede así afirmarse que el Estado desarrolla una cooperación necesaria con las confesiones cuando les facilita el ejercicio de labores de asistencia religiosa en centros públicos, de carácter militar, hospitalario y penitenciario (artículo 2.3, LOLR), situados bajo su dependencia, pero evitando, eso sí, toda forma de integración orgánica (STC 24/1982). También constituye una manifestación característica de esta suerte de cooperación, el reconocimiento que aquél lleva a cabo, en favor de las confesiones y demás entidades a ellas adscritas, tanto de la personalidad jurídica que le reclaman, como de una amplia autonomía orgánica y funcional, a fin de que, respectivamente, adquieran una plena capacidad de obrar y puedan desenvolverse, desarrollando sus cometidos o fines institucionales, sin trabas obstaculizadoras (artículo 5o., LOLR) (STC 46/2001).

2) En segundo lugar, la cooperación del Estado con las confesiones, aun no viniendo exigida, de acuerdo con lo que cabe deducir de la Constitución, aparece, sin embargo, como posible, en los supuestos en que los poderes públicos valoran positivamente su conveniencia u oportunidad, siempre y cuando la misma respete los límites de orden público, igualdad y laicidad, además de los principios propios de un Estado de derecho.

Así sucede, fundamentalmente, cuando, en atención a las demandas sociales y a los recursos disponibles, el Estado organiza la inclusión de enseñanzas religiosas en los programas educativos de los centros docentes públicos, encomendándoselas a las diferentes confesiones con las que mantiene acuerdos al respecto (STC 166/1996), al tiempo que dispone su seguimiento voluntario en horario escolar, con carácter extracurricular y condición, aunque evaluable, no computable, a efectos de concurrencia de expedientes académicos.

También, otro supuesto en el que se manifiesta la voluntad favorable del Estado a la cooperación, se observa en su decisión de atribuirle eficacia jurídica civil a ciertas normas contenidas en los ordenamientos internos de las confesiones, a las que decide así incorporar a su propio ordenamiento, modificando, de esa forma, su naturaleza, por medio de una remisión material a las mismas. A su vez, se observa, igualmente, una actitud de cooperación estatal con las confesiones, en los casos en que el Estado le asigna relevancia jurídica civil a actos y negocios jurídicos realizados por aquéllas, al amparo de sus ordenamientos, recurriendo a la técnica del presupuesto. De este modo ocurre respecto, tanto de las resoluciones dictadas por los tribunales eclesiásticos sobre nulidad del matrimonio canónico (STC 265/ 1988), como en relación con los matrimonios celebrados según la forma religiosa (artículo 60, Cc) (STC 46/2001, FJ 7o.), entre otras referencias dignas de ser destacadas.

Otros ejemplos de cooperación posible, aunque no obligatoria, son aquellos que implican el otorgamiento a las confesiones y entidades adscritas, de un régimen fiscal favorable, equiparado al que se destina a las entidades sin ánimo de lucro e interés general (ATC 480/1989); o que suponen el reconocimiento de un régimen especial de la seguridad social a los ministros de culto, pertenecientes a las distintas confesiones inscritas (STC 109/1988). También, constituyen demostraciones sobresalientes de esta voluntad promocional, las que resultan de que el Estado decida regular, en el ámbito de las administraciones públicas, situaciones especiales referidas al descanso semanal, la realización de exámenes o el deber de asistencia escolar en los centros docentes públicos. Igualmente, se observa tal modalidad de cooperación cuando el Estado ordena tener en cuenta, con propósitos laborales, en los centros a su cargo, las exigencias religiosas de las confesiones, a fin de determinar los permisos para la oración, el régimen de las comidas o de su preparación, tal y como contemplan los acuerdos suscritos con aquéllas (STC 128/2001).

3) En tercer lugar, la cooperación resulta, sin embargo, indebida, de acuerdo con la Constitución, al atentar contra los principios de igualdad y laicidad del Estado, cuando la misma se traduce, desproporcionadamente, bien en ayudas financieras directas a las confesiones para el desarrollo de actividades de naturaleza estrictamente religiosa, no guardando relación, en sentido genuino, con la promoción del derecho fundamental que les asiste; bien cuando la misma implica el establecimiento de un régimen fiscal privilegiado, en favor de alguna o algunas de estas confesiones, en comparación con el que se le reserva a las restantes y a las entidades sin ánimo de lucro e interés general, con el que las mismas deben asimilarse. También expresan una forma exorbitante de cooperación, las eventuales decisiones del Estado de equiparar académicamente al resto de las asignaturas curriculares la enseñanza confesional de la religión en la escuela pública; la imposición, en su caso, como obligatorio, del seguimiento, por parte de los alumnos, de cualquier forma dispuesta de instrucción acerca del hecho religioso, ya tenga ésta carácter confesional, o no; y la integración orgánica, en régimen de contratación laboral con la administración, del personal adscrito a la asistencia religiosa que presta la Iglesia católica en los ámbitos públicos militar, hospitalario y educativo, dado su carácter escasamente garante de la laicidad del Estado (STC 38/2007).

Hasta el presente, pese a que la Constitución no establece las vías a través de las cuales ha de materializarse dicha cooperación,8 la forma más utilizada ha consistido en el recurso a los acuerdos bilaterales, lo que ha supuesto desplazar, en buena medida, el recurso alternativo consistente en la adopción de medidas legislativas unilaterales por parte del Estado, en promoción de los derechos de las confesiones. Así ha sucedido, cuestionablemente, en las ocasiones en que dichas normas bilaterales, no se han limitado, únicamente, a reconocer los rasgos singulares que presenta una determinada confesión, con las determinaciones que de ello se deducen, sino que se dedican a ordenar cuestiones que atañen a todos los grupos religiosos o son competencia exclusiva del Estado, por lo que debieran haberse dejado a lo prevenido por aquél, con carácter indiferenciado, a través de su legislación unilateral y genérica.

Además, el sistema de cooperación vigente privilegia a las organizaciones confesionales dotadas de una mayor fuerza social, habida cuenta de su considerable grado de implantación en la población, circunstancia ésta que va en detrimento de las confesiones minoritarias y de los nuevos movimientos religiosos. A su vez, dicho trato de favor, del que se derivan ventajas considerables para las confesiones, se efectúa, al igual que sucede en aquellos países donde se advierte la existencia de una confesión mayoritaria o dominante, tal y como ocurre en España, haciendo que los instrumentos de relación utilizados con la misma, se conviertan en parámetros aplicables a los demás grupos religiosos, lo que perjudica, una vez más, a las formaciones minoritarias. Así lo testimonia la elección de la restrictiva vía de los acuerdos como mecanismo de cooperación por excelencia, a pesar de que la misma, al tiempo que priva de los beneficios que genera a buena parte de los grupos religiosos interesados, comporta, si su desarrollo es muy intenso, graves riesgos de fragmentación del ordenamiento, al generar una multiplicación de estatus privilegiados, que, además, difuminan la irresoluble desigualdad jurídica, introducida con el resto de las confesiones por los Acuerdos con la Santa Sede, extendiendo, y así consolidando, los beneficios que la Iglesia católica ya recibe, a otros interlocutores considerados dignos de merecer la cooperación estatal.

Sea como fuere, ya posean los acuerdos hoy vigentes, respectivamente, el rango de tratados internacionales, como sucede con los convenidos con la Santa Sede, ya el de meras leyes ordinarias, aprobadas por las Cortes Generales, ex artículo 7o., LOLR, según sucede con los restantes, suscritos, hasta el presente, con las confesiones evangélica, israelita e islámica, lo cierto es que todos ellos se subordinan a la Constitución, no debiendo estipular nada que vaya en contra de la misma, poniendo, por tanto, en entredicho, ya sea la aconfesionalidad del Estado, ya la igualdad por razón de creencias. Consecuentemente, la interpretación que se haga de los mismos deberá ajustarse, no a lo que más convenga a las partes, sino a lo que se disponga o deduzca de un entendimiento de tales acuerdos en armonía con la norma fundamental (artículo 5o., LOPJ).

Como es bien sabido, en el ordenamiento jurídico español rigen, en la actualidad, dos tipos de acuerdos: a) los firmados con la Iglesia católica, en 1976 y 1979; y b) los suscritos, en 1992, con las confesiones protestante, judía y musulmana. Unos y otros responden a concepciones bien distintas de la relación de coordinación que se desea establecer entre el Estado y las comunidades religiosas. No obstante, cabe constatar, por efecto de su desarrollo y aplicación práctica, la creciente convergencia que, paulatinamente, va produciéndose entre ambos modelos.

Los acuerdos con la Santa Sede responden a las presiones ejercidas por la propia Iglesia católica, durante el proceso constituyente, a fin de que, en el nuevo marco o contexto jurídico-político en trance de conformarse, se le siguiera reconociendo a la misma, no obstante, una posición de privilegio, en atención a razones histórico-sociológicas, esto es, a la tradición multisecular y a su amplísima implantación poblacional. De ahí su mención explícita y simultánea a la elaboración de los mismos, en el artículo 16.3 de la Constitución, en tanto que paradigma de confesión religiosa, con la que el Estado ha de entablar, obligatoriamente, relaciones de cooperación.

La Iglesia católica pierde, en los nuevos acuerdos, buena parte de los exorbitantes privilegios que su identificación con el Estado, en el pasado, le reportaban. En cualquier caso, tales acuerdos pretenden articular jurídicamente la transición, sin rupturas, a un nuevo sistema de relaciones entre la Iglesia católica y el Estado, en el marco de un orden constitucional bien distinto, en tanto que plenamente democrático y, en consecuencia, laico.

Aún así, pese a los indudables avances experimentados, en relación con lo dispuesto en el Concordato de 1953, los mismos no apuran la transformación del modelo, representando una situación intermedia de tránsito, de un esquema de relación confesional, a otro meramente cooperativo. Esta circunstancia los ha hecho devenir, con el tiempo, en buena medida, anacrónicos, además de notablemente disfuncionales, dada la interpretación y el desarrollo que se ha venido haciendo, durante tres décadas, de sus disposiciones.

Así, es, principalmente, la formulación del principio de confesionalidad histórico-sociológica del Estado, como principal criterio inspirador de los acuerdos, junto con los principios de libertad religiosa y de cooperación, lo que, en buena medida, vicia o lastra su contenido material, al resultar aquél claramente contrario al principio constitucional de laicidad del Estado. Así, el texto que sirve de preámbulo a los mismos, aparte de remitirse a la Ley de Libertad Religiosa de 1967, elaborada durante la dictadura del general Franco, insiste en que "debe haber normas adecuadas al hecho de que la mayoría del pueblo español profesa la religión católica", referencia ésta constantemente esgrimida por la Iglesia para reclamar no sólo la concordancia entre la normativa civil y la eclesiástica, sino, ya el incumplimiento, por parte del Estado, de los acuerdos, ya la interpretación favorable a la misma de éstos.

En cuanto a sus contenidos, cabe decir que los acuerdos con la Iglesia católica incluyen disposiciones cuyo alcance excede el que se le atribuye a las normas de carácter análogo, que forman parte de los demás, suscritos con las restantes confesiones. Más es el desarrollo concreto que el Estado ha efectuado de esos acuerdos, a instancias de la propia Iglesia, el que, con frecuencia, ha generado conflictos no evidentes en la letra de aquéllos, aunque basados en los mismos (por ejemplo, la cambiante regulación de la enseñanza de la asignatura de religión y la determinación del estatuto jurídico de su profesorado) . Son, pues, tales desarrollos interpretativos, con la lectura confesional que, en ocasiones, los mismos incorporan, los que se muestran, en tales casos, abiertamente contrarios a la laicidad del Estado, pese a su pretensión de aparecer como manifestaciones legítimas de la cooperación que aquél emprende con las comunidades religiosas.

Tales desarrollos, claramente contrarios a la Constitución, afectan, fundamentalmente, a la ordenación llevada a cabo, en particular durante algunas etapas históricas, de la asistencia religiosa en los centros públicos, incidiendo especialmente tanto en el régimen de la enseñanza de la religión y moral católicas, como en el estatuto jurídico concedido a sus profesores. A ello se une la constatación de la privilegiada ayuda financiera que se le presta, en régimen de exclusividad, a la Iglesia católica, en forma de asignaciones y exenciones tributarias, al ir tales beneficios mucho más allá de lo admisible, que viene determinado, en el ordenamiento español, por el régimen fiscal que se les dispensa a las entidades sin ánimo de lucro e interés general.

Todo ello mueve a promover, cuando menos, dada la dificultad que entraña redefinir, completamente, la interpretación y el desarrollo que se viene haciendo de tales acuerdos, su denuncia y ocasional renegociación, a fin de adecuarlos, plenamente, al marco jurídico dispuesto en la norma fundamental. Ello debe suponer, además, desde la exclusiva perspectiva constitucional, la necesidad de circunscribir tales acuerdos a la ordenación conjunta, de carácter extraordinario, de las cuestiones específicas, que, al afectar singularmente a dicha confesión, requieren, propiamente, ser acordadas con la misma; dejando, por tanto, todas las demás, a la regulación que el Estado considere oportuno establecer, por medio de su legislación unilateral, de carácter genérico, previa consulta a los interesados.

Por otra parte, representando un muy diferente punto de aproximación, se encuentran los acuerdos de 1992, convenidos con la Federación de Entidades Evangélicas de España (Ferede); la Federación de Comunidades Israelitas (FCI); y la Comisión Islámica de España (CIE), en tanto que confesiones que, no sólo aparecen inscritas en el Registro de Entidades Religiosas, sino que, a su vez, tienen acreditada la posesión de notorio arraigo en España. Los mismos implican un entendimiento de la cooperación del Estado con las comunidades religiosas radicalmente distinto y, en tanto que tal, sumamente respetuoso con la Constitución. Así, no surgen para reconocer privilegios y consolidar un determinado y beneficioso estatus jurídico, sino para dar cumplimiento al mandato constitucional que expresan, de forma combinada, los artículos 9.2 y 16 de la Constitución.

Tales acuerdos, desde un punto de vista formal, no presentan la naturaleza de tratados internacionales, como les ocurre a los concluidos con la Iglesia católica, sino de leyes ordinarias (artículo 7.1, LOLR). Por tanto, el previo acuerdo entre las confesiones sólo afecta a la definición del proyecto de ley, que resulta del compromiso adquirido por el Gobierno de tener en cuenta las propuestas hechas por la confesión correspondiente. De ahí que aquél pueda ser denunciado por cualquiera de las partes que lo suscriben, notificándolo a la otra, con seis meses de antelación. Tal entendimiento, reflejo simultáneo de la bilateralidad que inspira el contenido material originario del acuerdo, y de la unilateralidad que informa, finalmente, su expresión formal en una ley, no prejuzga la capacidad que se le reconoce al Parlamento, en orden a introducir, facultativamente, modificaciones en el texto sometido a tramitación y discusión, de acuerdo con lo dispuesto en la disposición adicional 2a. de los acuerdos.

En cuanto a sus contenidos, hay que decir que, pese a la similitud que presentan los mismos, salvadas algunas, escasas, peculiaridades características, con la temática ya abordada en los acuerdos con la Iglesia católica, dada la voluntad de equiparación material que animó su redacción, se observa una alteración sustancial de sus principios inspiradores, al no ser éstos, en su caso, sino los que, exclusivamente, se deducen de la Constitución. De ahí que la regulación en ellos contemplada no ofrezca trato alguno de privilegio, discordante con los principios de igualdad y aconfesionalidad del Estado.

Se disponen así mecanismos de cooperación, de contenido mínimo y carácter necesario o posible, que se limitan, tal y como se deduce de la norma fundamental, a facilitar el ejercicio de la libertad religiosa de tales confesiones, sin incurrir en excesos apreciables. El contraste con la intensidad de la cooperación establecida con la Iglesia católica es, por tanto, muy notable. En consecuencia, deberá ser ésta quien asuma, más bien, el modelo de relación adoptado con las llamadas confesiones minoritarias, en aras de ajustarse a los principios constitucionales que, en la actualidad, el desarrollo efectuado de sus acuerdos, a veces, conculcan abiertamente.

Aún así, el fin a alcanzar no debe ser otro que el establecimiento de una normativa unilateral, de carácter especial, destinada a todas las confesiones, que deje a un lado las singularidades que muestran cada una de ellas, relegadas a la firma, en su caso, de convenios bilaterales complementarios. Tal ley puede cumplir las mismas funciones que hoy desarrollan esos acuerdos, sin violentar los principios constitucionales de igualdad y neutralidad del Estado. Al tiempo, la misma vendría, de ese modo, a salvaguardar la capacidad autónoma del Estado de regular, por sí mismo, esto es, sin condicionamientos externos, las cuestiones sujetas a la cooperación con los diversos grupos religiosos existentes. Y es que las referencias acusadamente uniformes, que figuran en los acuerdos con las confesiones minoritarias, son perfectamente trasladables, en la mayor parte de las ocasiones, a una Ley Orgánica de Libertad Religiosa, precisada, tan sólo, a fin de acogerlos, de algunas reformas puntuales. No en vano, los acuerdos con tales confesiones especifican derechos, en su mayor parte, ya reconocidos en esa Ley, por lo que poco aportan, en ese sentido.

Dicho esto, cabe señalar, como último rasgo fundamental de estos acuerdos, que los derechos que contemplan en favor de tales grupos religiosos, no llegan nunca a concretar, salvo en el caso de las ventajas fiscales, obligación alguna que afecte a las administraciones públicas, en orden a satisfacer prestaciones en beneficio de las confesiones implicadas, consistentes, por ejemplo, en el establecimiento de una relación laboral, de carácter contractual, con su personal adscrito a labores de asistencia religiosa. Eso facilita, de manera alternativa, la creación de un sistema de conciertos para que, previo pago de los servicios a realizar, la confesión correspondiente asuma tales cometidos, sin necesidad de establecer vínculo orgánico alguno de su personal con la administración. A este respecto, la Fundación Pluralismo y Convivencia, creada en 2005, ha asumido como objetivo la financiación de "proyectos de carácter cultural, formativo y de integración social" de las tres confesiones minoritarias, siempre y cuando los mismos no impliquen la asignación de dinero público a lugares de culto o al pago de los salarios de los religiosos.

No obstante lo dicho, se observa cómo, de modo unilateral, a través de la legislación ordinaria o mediante normas de rango inferior, se han ido extendiendo, paulatinamente, las prestaciones públicas, con el propósito de equiparar el contenido de tales acuerdos a los suscritos, anteriormente, con la Iglesia católica, en vez de seguirse, como se debiera, el proceso inverso.

Por todo lo dicho, cabe concluir y afirmar que, cuando menos en su literalidad, los acuerdos con las confesiones evangélica, israelita e islámica, no suscitan más críticas que las que puedan derivar, bien de la insuficiente vocación, por parte del Estado, de aplicación práctica de los mismos; bien del esfuerzo por extender analógicamente a estas confesiones los privilegios con que ya cuenta la Iglesia católica, bajo el pretexto de la igualdad, a fin de consolidar los que ésta ya posee, aunque no figuren los mismos, con buen criterio, según se ha indicado, en las normas contenidas en esos acuerdos. Ese es el caso, entre otros últimamente reseñables, de los intentos, aun incipientes, de generalización de la financiación de la asistencia religiosa en los centros docentes públicos.

Se trata, en fin, de una preocupante tendencia que puede conducir, con el transcurso del tiempo, a desvirtuarlos plenamente, conformando una situación general de pluriconfesionalidad solapada y difusa, que mine las bases sobre las que se asienta el Estado democrático, de indiscutible condición laica.

En definitiva, habida cuenta de los desajustes existentes entre las previsiones del modelo dispuesto en la Constitución y su desarrollo o aplicación práctica, cabe afirmar lo siguiente:

1. Que la cooperación del Estado con las confesiones sólo debe alcanzar a cuanto sea necesario para facilitar el ejercicio del derecho fundamental a la libertad religiosa. Por tanto, dicha cooperación no tiene por qué discurrir, más que excepcionalmente, a través de la vía de los acuerdos, debiendo materializarse, preferentemente, por medio de leyes que, deduciendo normas generales, aplicables a todos, armonicen el tratamiento que los poderes públicos le han de dispensar, facultativamente, a las confesiones que se lo demanden, a fin de allanarles la satisfacción del derecho que les asiste.

2. Que los acuerdos con la Iglesia católica han de ser denunciados, habida cuenta, tanto de su tenor literal, como del desarrollo interpretativo que se ha hecho de ellos. En su caso, tales acuerdos han de ser renegociados, a fin de que asuman un modelo de relación con el Estado, ajustado, efectivamente, a los principios de libertad religiosa, laicidad e igualdad, siguiendo la estela de los convenidos con las confesiones minoritarias.

3. Que convendría reformar la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, a fin de que acoja y defina un modelo de cooperación con las confesiones, acorde con la norma fundamental, permitiendo que se beneficien del mismo todos los grupos religiosos que, habida cuenta de su suficiente implantación social y contrastada estabilidad institucional, así lo soliciten, en aras de hacer efectivos sus iguales derechos.

4. Que, a tal fin, esa Ley deberá eliminar, previamente, los obstáculos, actualmente existentes, a la generalización de esa cooperación, en lo que se refiere a los requisitos para la inscripción registral de las entidades religiosas y a las condiciones para acreditar notorio arraigo, al ser éstos una fuente persistente de desigualdades, que diferencia a las confesiones, en razón a su acreditación, condicionando así la cooperación del Estado con las mismas.

5. Que dado que la extensión del sistema de acuerdos, de trascendencia más bien simbólica, a las confesiones minoritarias, ha ido en detrimento de la alternativa que, probablemente, debiera haberse seguido, en su lugar, en vistas de su mejor acomodo a la Constitución, se hace aconsejable el abandono de dicho procedimiento y su sustitución por la concentración en la ley de cuantas referencias comunes se refieren al desarrollo del derecho fundamental a la libertad religiosa.

6. Que, en todo caso, de no seguirse esta vía, sólo cabe ahondar en el modelo instaurado por los acuerdos de 1992, siempre y cuando éstos no se desvirtúen, ampliando, por vía interpretativa, el significado de sus contenidos, a fin de equipararlos, en lo que a obtención de privilegios se refiere, a aquéllos con los que ya cuenta la Iglesia católica.

7. En conclusión, ha de afirmarse que en un Estado democrático es difícil encontrar cuestiones que sean materia de cooperación, cuya ordenación requiera de un tratamiento bilateral a través de acuerdos generales con las confesiones, salvo en lo que respecta a aquéllas singularidades que pueden precisar, excepcionalmente, de una regulación específica y complementaria. Ha de ser, por tanto, la ley, en el marco de actuación de un Estado efectivamente laico, quien incorpore las garantías que aseguren el igual derecho al pleno goce y disfrute de la libertad religiosa de individuos y colectivos.

 

Notas

1 López Castillo, A., "Libertad de conciencia y de religión", Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 63, 2001, pp. 11-42.         [ Links ]

2 Porras Ramírez, J. M., Libertad religiosa, laicidad y cooperación con las confesiones en el Estado democrático de derecho, Madrid, Civitas, 2006, pp. 107 y ss.         [ Links ]

3 Böckenförde, E. W., "Die Entstehung des Staates als Vorgang der Säkularisation", en varios autores, Recht, Staat, Freiheit. Studien zur Verfassungstheorie und zum Verfassungsrecht, Frankfurt am Main, 1991, pp. 289 y ss.         [ Links ]

4 Rimoli, "Laicità", Enciclopedia del Diritto, vol. XVIII, 1955, pp. 2 y ss.         [ Links ]

5 Comenta la importante Sentencia de 12 de abril de 1989, núm. 203, de la Corte Constituzionale italiana donde se acuña este concepto; Guerzoni, L., "Considerazioni critiche sul principio supremo di laicità dello Stato alla luce dell'esperienza giuridica contemporanea", en varios autores, Il Diritto eclesiastico, t. I, 1992, pp. 86 y ss.         [ Links ]

6 Häberle, P., "Grundrechte im Leistungstaat", en varios autores, Die Verfassung des Pluralismus. Studien zur Verfassungstheorie der offenen Gesellshaft, Regensburg, Athenaum, 1980, pp. 163 y ss.         [ Links ] También, en la doctrina en lengua española, cfr. Cossío Díaz, J. R., Estado social y derechos de prestación, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989, pp. 185 y ss.         [ Links ]

7 Porras Ramírez, J. M., Libertad religiosa, laicidad..., cit., nota 2, pp. 161 y ss.

8 En contraste con Italia. Véase Colaianni, N., Confessioni religiose e intese. Contributo all'interpretazione dell'articolo 8o. della Costituzione, Bari, 1990.         [ Links ]

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