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Boletín mexicano de derecho comparado

versão On-line ISSN 2448-4873versão impressa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.40 no.120 Ciudad de México Set./Dez. 2007

 

Información

 

Palabras del doctor e investigador emérito en el Instituto de Investigaciones Jurídicas, Héctor Fix-Zamudio, en nombre de quienes cumplieron cincuenta años al servicio de la Universidad Nacional Autónoma de México en la ceremonia del Día del Maestro el 15 de mayo de 2007

 

Doctor Juan Ramón de la Fuente,
Rector de la Universidad Nacional Autónoma de México;
Autoridades universitarias;
Colegas;
Amigos todos:

 

Me han dado la grata pero difícil encomienda de pronunciar algunas palabras con motivo de esta ceremonia del Día del Maestro, en la cual se entregan diplomas y medallas como reconocimiento a los profesores e investigadores que han cumplido medio siglo de colaborar en las labores académicas de esta Universidad.

Los que hemos sobrevivido hasta llegar a este momento, tenemos recuerdos de acontecimientos muy placenteros en nuestras actividades académicas, pero también de otros momentos angustiosos que hemos compartido en este prolongado periodo, ya que nuestra Universidad es el reflejo de las impresionantes transformaciones políticas, económicas, culturales y sociales de nuestro país, las que se han acelerado en los últimos años, o al menos nos han parecido muy rápidas, conforme avanza nuestra edad.

Hemos disfrutado algunos acontecimientos que han enriquecido nuestra Universidad, y para no recordar sino algunos, podemos citar el arribo de los intelectuales españoles, que se vieron en la necesidad de abandonar su país con motivo de la sangrienta guerra civil que dividió a la sociedad española, ya que conjuntamente con los mexicanos, fortalecieron nuestra Universidad en muy diversas materias y especialidades. También podemos citar, bastantes años después, la conmemoración del cincuentenario de la autonomía universitaria, por medio de numerosos actos culturales y publicaciones.

Pero también hemos pasado por periodos de angustia, entre ellos en 1966, la renuncia forzada y vejatoria de uno de los más eminentes rectores que ha tenido esta Universidad, el doctor Ignacio Chávez, y que fue el preámbulo de los trágicos acontecimientos de 1968 que vivimos todos y compartimos en la lucha por preservar nuestra autonomía bajo la prudente dirección de nuestro digno rector, el ingeniero Javier Barros Sierra, contra sectores políticos y el gobierno federal. Al respecto, recuerdo la marcha silenciosa, encabezada por el rector, de un sector importante de alumnos y del personal académico, y en la cual se pudo controlar, confieso que con ciertas dificultades, el comprensible arrojo de los jóvenes, para evitar un enfrentamiento como desafortunadamente ocurrió al poco tiempo en Tlaltelolco, con resultados muy dolorosos.

Permítanme hacer referencia también a la paralización de las actividades de nuestra casa de estudios durante los tres meses finales de 1972, con motivo de las inquietudes laborales del personal administrativo. Esa paralización me afectó de manera directa, ya que el Consejo Universitario me designó, en mi carácter de director del Instituto de Investigaciones Jurídicas, y conjuntamente con el profesor Víctor Flores Olea, entonces director de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, como representante de nuestra Universidad para intervenir en las negociaciones, que fueron prolongadas y en ocasiones enconadas. En esa oportunidad me percaté de la necesidad de crear nuevas condiciones de trabajo, lo que no fue sencillo, ya que para entonces nuestra casa de estudios tenía varios miles de trabajadores administrativos a su servicio. En cambio, cuando me inscribí en la Escuela Nacional Preparatoria, en el lejano 1940, auxiliaban en las labores administrativas algunas decenas de empleados, la mayoría de ellos del sexo femenino, que conocíamos personalmente y también ellos a los alumnos y académicos. Dichos trabajadores se identificaban plenamente con la Universidad, pero cuando el personal administrativo empezó a crecer aceleradamente, en proporción al número de alumnos y del personal académico, muchos de sus miembros dejaron de considerarse como parte de la comunidad universitaria, para ver a nuestra casa de estudios sólo como un empleador al que se pueden exigir mejores condiciones de trabajo.

Fue difícil explicar a sus líderes que la Universidad no era una empresa mercantil, porque sus ingresos dependían en gran medida del subsidio del Gobierno Federal, que no se puede alterar a voluntad. Con el auxilio de la Dirección de Personal, los negociadores tuvimos que encontrar nuevos instrumentos para dar solución a un problema muy complejo, y así encauzar a las incipientes asociaciones laborales y al sindicalismo universitario. El conflicto terminó al inicio de la gestión como rector del doctor Guillermo Soberón.

No obstante, la inestabilidad en las relaciones laborales universitarias concluyó definitivamente con las reformas al artículo 3o. de la Constitución federal, publicadas el 6 de junio de 1980. Con la adición del párrafo VII se consagró constitucionalmente la autonomía de las universidades públicas, a las que se otorgó la responsabilidad de gobernarse a sí mismas, con los fines de educar, investigar y difundir la cultura, respetando la libertad de cátedra y de investigación, lo que constituyó un adelanto considerable. Desafortunadamente, las relaciones de las universidades autónomas con sus trabajadores fueron consideradas como trabajo especial e incorporadas al régimen de la Ley Federal del Trabajo, en lugar de situarlas, con sus peculiaridades, en el apartado B del artículo 123 de la carta federal, que se refiere al régimen laboral de los organismos públicos, como lo son indudablemente las universidades públicas autónomas. Por otra parte, y de manera contradictoria, pero correcta, el personal universitario, académico y administrativo, se mantuvo afiliado al Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado.

Estoy seguro que quienes reciben en esta ocasión este honroso reconocimiento coincidirán conmigo en que el más dramático acontecimiento reciente que hemos padecido fue la más prolongada paralización de labores que ha sufrido nuestra Universidad, que duró nueve meses entre 1999 y 2000. El paro se debió a la acción injustificada de un grupo de mercenarios disfrazados de estudiantes universitarios, alentados por un partido político, de cuyo nombre no quisiera acordarme, para recordar a Cervantes, y al cual el conflicto se le fue finalmente de las manos. Haber impedido durante tanto tiempo el desarrollo normal de la enseñanza y de la investigación ocasionó daños económicos a la Universidad, pero también académicos, que fueron los más graves, ya que, además de los cursos, se impidió la celebración de exámenes profesionales y de grado, la redacción de las tesis respectivas y, particularmente, el desarrollo y conclusión de importantes proyectos de investigación, muchos de ellos en colaboración con el extranjero.

Se adujo un pretexto irrazonable y contradictorio como causa del conflicto, ya que se alegaba que el rector Barnés había impuesto un reglamento por el cual se cobrarían cuotas económicas a los alumnos, en contravención al artículo tercero constitucional. Además de que esa interpretación es incorrecta, dichas cuotas tenían finalmente carácter voluntario y por ello no causaban agravio a los estudiantes. Sin embargo, esta no fue la primera ocasión en la cual se han utilizado argumentos inconsistentes e inclusive hasta ridículos por parte de agrupaciones políticas externas para paralizar nuestra Universidad, y lo que es más grave, para defender supuestamente la autonomía universitaria, cuando han sido ellos quienes la han violado de manera reiterada.

Para poner fin a esta tragedia, no obstante las prolongadas e infructuosas negociaciones de las autoridades universitarias con los paristas, no hubo otro remedio que acudir al auxilio de la fuerza pública. Al asumir el cargo, nuestro rector, el doctor Juan Ramón de la Fuente, tuvo que lograr que durante todos estos años de su rectorado se apaciguaran los ánimos y fuera posible no sólo recuperar el tiempo perdido, sino avanzar significativamente en materia académica.

Si bien en nuestros largos años de servicio nos hemos afligido con estas intervenciones de carácter político, más nos hemos alegrado con su superación, ya que no obstante estos ataques injustificados, hemos visto a nuestra Universidad salir airosa, con un gran esfuerzo de los estudiantes y del personal académico, y con el apoyo de numerosos trabajadores administrativos.

Mi experiencia me ha convencido de que la libertad académica de que gozamos en nuestra Universidad, gracias a la legislación que nosotros mismos hemos adoptado, nos permite superarnos no sólo en nuestras actividades profesionales, sino también en nuestra vida personal. Lo digo porque, si bien estudié en la Universidad, mi propósito era el de dedicarme a la carrera judicial, ya que desde estudiante me formé en el Poder Judicial Federal y desempeñé ahí varios cargos profesionales. Sin embargo, conocer al ilustre maestro universitario de la migración española republicana, Niceto Alcalá Zamora y Castillo, me condujo a la investigación, y estoy seguro que para mis colegas que ahora me acompañan también fue determinante en su momento la orientación de sus profesores para incorporarse a la vida académica. En lo personal, una vez que me compenetré de las actividades académicas, ya no me fue posible abandonarlas, a pesar de algunas tentadoras ofertas para que lo hiciera. Cuando uno ha dedicado tantos años a la vida académica, resulta muy difícil, por no decir imposible, abandonarla, sin sufrir un verdadero desgarramiento intelectual y emocional.

Pero esta fidelidad universitaria no sólo es individual, sino que comprende también a nuestras familias, porque ellas nos han acompañado, y nos acompañan todos los días, con su apoyo, comprensión y afecto. Por ello nuestros familiares, algunos de los cuales están aquí presentes, son parte de esta conmemoración, lo mismo que los seres queridos que ya hicieron el viaje definitivo, pero que espiritualmente están presentes en nuestras vidas y en nuestros recuerdos.

Quiero concluir con un homenaje personal a nuestra Ley Orgánica de 1945, aunque espero que mis colegas y amigos compartan mis sentimientos. Los cincuenta años de labores académicas que ahora celebramos han transcurrido bajo su imperio. Es una ley tan sabia y flexible, que ha permitido transformaciones esenciales al interior de la Universidad. Con apoyo en ese ordenamiento se formó el Colegio de Ciencias y Humanidades y se crearon las escuelas, varias de ellas ahora facultades de estudios profesionales, algunas fuera del Distrito Federal. En consonancia con su carácter nacional, la Universidad ha podido descentralizarse mediante el establecimiento de centros de estudios e investigación en varias partes del país.

Pocos ordenamientos jurídicos de nuestro país han conservado su vigencia durante tanto tiempo, y a la vez han pedido encauzar transformaciones tan dinámicas. Estoy seguro que al amparo de la Ley Orgánica de 1945, la Universidad podrá enfrentar y resolver los cambios que exige un mundo en proceso de globalización acelerada en muchos campos, pero también en el de la ciencia y el de la cultura.

Muchas gracias.

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