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Boletín mexicano de derecho comparado

versão On-line ISSN 2448-4873versão impressa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.40 no.120 Ciudad de México Set./Dez. 2007

 

Bibliografía

 

Carrillo Fabela, Luz María Reyna, La responsabilidad profesional del médico en México

 

Sergio García Ramírez*

 

5a. ed., México, Porrúa, 2005, 367 pp.

 

* Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

 

Si las profesiones de toga negra —abogados y otros protagonistas de la justicia— y bata blanca —médicos y otros cultores de la salud— han cursado su larga vida en relación estrecha, hoy tienen razones de comunicación más frecuentes, numerosas, inquietantes y en ocasiones conflictivas. El antiguo trato pericial y servicial, que hizo de la medicina, desde la perspectiva de los juristas, una disciplina auxiliar de la justicia, se ha visto profundamente alterado —en el sentido de ampliado—, modificado. Esto es fruto del desarrollo de la vida social, que trae novedades generales, y de la práctica profesional de la medicina —más la investigación en torno a la salud y la vida—, que acarrea variaciones específicas cuya consideración culmina, cada vez con mayor frecuencia, en la legislación, la jurisprudencia y la doctrina jurídica, nacionales e internacionales. Otro tanto sucede en las letras médicas, que también analizan desde su propia perspectiva el actual enlace entre el derecho y la medicina.

En suma, si dondequiera las cosas ya no son como fueron, las modificaciones ocurridas en este ámbito tienen un alcance y un calibre tales que han determinado la modificación total del horizonte conocido, en un periodo relativamente breve. Y seguramente aportarán variaciones crecientes y exigentes en los años venideros, como efecto de un proceso de hondas, acentuadas y aceleradas transformaciones a las que no escapa ningún extremo de la vida social, y menos todavía el ejercicio de las profesiones —palanca de la vida moderna—, en torno al cual se han acumulado las expectativas y las exigencias. Acumulación particularmente intensa en lo que atañe a los profesionales que tienen en sus manos el cuidado de bienes del más alto rango, como es el de la vida, que supera y condiciona a todos los restantes.

Cuando me ocupo en estos temas suelo recordar una aleccionadora experiencia de hace pocos años, en oportunidad de la ceremonia de graduación de nuevos profesionales en la Universidad de Columbia. Entre los flamantes egresados figuraban los médicos y los abogados. Valía preguntarse por el destino de estos profesionales en un país donde los títulos proliferan y cada año se suman legiones de practicantes de ambas carreras. El rector de la Universidad reconoció estas preocupaciones y adelantó la solución redentora. Los médicos —dijo— proveerán trabajo a los abogados. Ni aquéllos carecerán de pacientes, ni éstos de casos qué atender a partir de la práctica de la medicina.

Atrás de estas expresiones del rector de Columbia, más o menos festivas y bien documentadas por la experiencia, existe la copiosa realidad estadounidense en la que los casos contenciosos derivados del ejercicio de la medicina y la investigación en salud son abundantísimos, y constituyen un dato central en la práctica de aquélla y una cifra mayor en el desempeño de la abogacía. Algo semejante acontece en otros países y pudiera suceder en el nuestro, donde ya se observan los signos de la transición.

En el origen de la diferente relación entre derecho y medicina hay diversos factores. Uno de ellos, entre los más destacados, es la también distinta relación entre el médico y el paciente, que sigue y refleja con naturalidad el cambio en ciertos paradigmas de la vida política y social. Pensemos en el tiempo y el camino que van del modelo de la subordinación o de la benevolencia, al modelo de la bilateralidad que proviene de sucesivas insurgencias políticas y sociales cuya manifestación puntual es, en síntesis, el derrumbe del autoritarismo —lo mismo el imperioso que el paternal— y el surgimiento de la exigencia, fundada en la razón y en el derecho, que distingue al antiguo súbdito del actual ciudadano. Desde luego, este es un tránsito en curso: el camino no se ha agotado, pero todo hace suponer que lo seguiremos recorriendo y que los viejos tiempos no volverán.

Si así ha ocurrido en el espacio de las relaciones políticas, laborales, familiares, culturales, también ha acontecido en el campo de la salud, animado por las mismas urgencias y provisto de los mismos resultados. La antigua y desfalleciente relación entre el facultativo y el paciente, casi familiar y frecuentemente amistosa, se ha visto desplazada por la medicina institucional y la atención masiva. Va quedando atrás la beneficencia a favor de la autonomía. A partir de ahí se hilan los hechos, los problemas y las soluciones, y desde ese punto se reconstruye el trato entre medicina y derecho, médicos y abogados.

Ahora el bien salud es el dato central de un derecho humano, y el motor de las obligaciones públicas y privadas de quienes tienen a su cargo preservar ese bien y amparar el bienestar de sus titulares, que somos todos. Aún se concibe el "derecho a la protección de la salud" —algo diferente de un imposible "derecho a la salud"— como un derecho de realización progresiva, tomando en cuenta los elementos que le confieren eficacia. Pero también se insiste —y este es un dato inherente a la teoría de la progresividad de los derechos humanos de segunda generación— en que el orden político y el sistema jurídico deben usar los recursos y tomar las providencias a su alcance —todas ellas, no apenas las cómodas y sencillas— para acercar sin demora la fecha y la circunstancia en que concluya la espera y se disfrute en plenitud el derecho.

No omitiré mencionar la aparición de nuevos obstáculos y tentaciones regresivas en este campo, como en otros, derivadas de la crisis del Estado de bienestar, tema que se debe seguir examinando con dedicación, porque de él depende que adquieran verdadero sentido —para millones de seres humanos en situación comprometida— las promesas del presente y los cumplimientos del futuro. Sucede que los problemas que trae consigo el financiamiento de la salud se ven extremados por las variaciones en el perfil de las enfermedades y la elevación en la expectativa de vida. Paradójicamente, los éxitos de la ciencia y la medicina siembran de escollos la aplicación de ésta a sus destinatarios naturales, al menos en las condiciones que todos esperaban cuando se hallaba más alta la cresta de la ola en la doctrina del bienestar provisto con la mano visible del Estado, ya no con la invisible del mercado.

Datos recientes del Instituto de Medicina de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos señalan que alrededor de 98,000 pacientes pierden la vida cada año en hospitales de ese país como consecuencia de errores médicos. Investigadores de Harvard mencionan, con respecto a una muestra representativa de personas tratadas en hospitales de Nueva York, que el 1% sufrió lesiones como resultado de negligencia médica, y la cuarta parte de este número perdió la vida por el mismo motivo. A escala nacional, las cifras serían: 234,000 lesionados y 80,000 fallecidos. Según la National Association of Insurance Commisioners, los costos por seguro vinculado a la mala práctica médica han crecido en 52 por ciento desde 1987. Las demandas por este concepto fueron 90,212 en 1995; 84,741 en 1996; 85,613 en 1997; 86,212 en 1998; 89,311 en 1999, y 86,480 en 2000.1 Si queremos aliviar un poco esta información concentrada en el desempeño médico, traigamos a colación algunas correspondencias en la práctica de la abogacía en los Estados Unidos: en el 2004 hubo más de 35,000 demandas en contra de abogados que contaban con seguros por mala práctica legal; 12,000 demandas tuvieron éxito (idem).

En México, el panorama de esta materia se halla en claroscuro, como el de tantas otras. Pero no está en la postración o en el olvido, como lo estuvo. Esto es más que algo: es mucho. La protección de la salud quedó incorporada en la norma constitucional, a título de garantía social —como se dijo en el proceso de reforma al artículo 4o.— que se ha procurado fincar en el enorme esfuerzo sanitario realizado por sucesivas generaciones de mexicanos, autores de la construcción del país a lo largo de los años transcurridos desde la Revolución mexicana hasta nuestros días. Hay un sistema de salud; operan importantes instituciones de esta competencia; ha crecido el régimen de seguridad social; ha mejorado la formación de profesionales y auxiliares; se ha desarrollado la investigación.

Nadie podría decir, sin embargo, que los objetivos acariciados en el artículo 4o. y anunciados en las proclamaciones políticas de buena fe han sido puntualmente alcanzados. Estamos lejos de ello. Las actuales circunstancias de crecimiento demográfico, escasa generación de empleos, insatisfacción salarial, retroceso de las clases medias, entre otros datos que proclama la realidad, contribuyen a agravar la presión sobre los servicios médicos y a generar conflictos de diverso signo. La Comisión Nacional de Arbitraje Médico pondera la influencia que han tenido en nuevos esquemas de atención médica "el acceso limitado (a los servicios de salud), la distribución no equitativa de los recursos, el aumento en la demanda y el encarecimiento desmedido de la medicina a la par de la llamada crisis de la seguridad social".2

Todo esto suscita problemas, aunque no se desconozca —y sería injusto desconocerlo— que el número de éstos debe ser apreciado dentro del marco general del sistema de salud, que en los términos de la información aportada por la secretaría del ramo, "otorga cada día un millón 221 consultas, (da) de alta a 21 mil 500 pacientes hospitalizados y (realiza) 18 mil intervenciones quirúrgicas".3 Ciertamente, es gigantesco el universo de los actos médicos. En él, no al margen, hay que apreciar los números gruesos de errores y conflictos, sin que por ello ignoremos la entidad específica de cada uno de éstos y los daños particulares que provocan, sin justificación alguna.

Hace tres lustros, cuando se fundó la Comisión Nacional de Derechos Humanos para frenar los desmanes de ciertos servidores de la procuración federal de justicia —aunque esa Comisión recibiera, por supuesto, atribuciones formales de mayor alcance—, eran infrecuentes las quejas vinculadas con los servicios médicos públicos. En cambio, menudeaban las relacionadas con tortura, privación ilegal y arbitraria de la libertad, allanamientos ilícitos, y así sucesivamente. Esto no ha desaparecido, aunque quizás ha amainado. En cambio, en la estadística de la Comisión ha surgido una tipología diferente de violaciones, sea porque hay más hechos de este nuevo carácter, sea porque la conciencia del derecho mueve a los agraviados a formular denuncias que anteriormente no se presentaban.

En el 2004, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos formuló 92 recomendaciones. De estas, 19 se dirigieron a funcionarios de lo que denominamos el "sector salud" de la administración pública. Es decir, el 20 por ciento de las quejas —que no es un número deleznable— tienen que ver, en esencia, con la afectación del derecho a la protección de la salud anunciado en el artículo 4o. constitucional. La experiencia de las comisiones locales no se halla lejos de la nacional. En el 2005, la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal ha emitido por lo menos dos recomendaciones en casos verdaderamente preocupantes. En uno, que corresponde a la recomendación 2/2005, el paciente sufrió la amputación de cuatro dedos de las manos como resultado de la inadmisible negligencia que hubo en su atención médica; en otro, que dio lugar a la recomendación 3/2005, el manifiesto error de tratamiento costó la vida del paciente. Son botones de muestra, que no agotan el catálogo.

Hasta hace relativamente poco tiempo el estudio de la responsabilidad legal profesional del médico no ocupaba la atención de los juristas mexicanos. Tampoco atareaba fuertemente a los tribunales y a las procuradurías de justicia. Las cosas cambiaron en el curso de una década, aproximadamente. Ya me referí a algunos factores de ese cambio. En él apareció la Comisión Nacional de Arbitraje Médico, y surgió un torrente de reflexiones orientadas a través de congresos, conferencias, coloquios, seminarios, simposios, algunos de los cuales tuvieron como sede al Instituto de Investigaciones Jurídicas. Entre los aciertos de éste, se halla el establecimiento del núcleo o programa sobre salud y derecho, dotado de autonomía con respecto a nuestras áreas tradicionales de investigación académica. Esta referencia me da la oportunidad de recordar el admirable trabajo cumplido por nuestra colega Marcia Muñoz de Alba, a quien hoy sustituye en este desvelo la doctora Ingrid Brena. Al calor de estos movimientos se inició una literatura especializada cada vez mejor provista, todavía distante del desenvolvimiento que esta materia ha logrado en otros países hispanoparlantes, como España y Argentina, e incluso Colombia, no se diga en los Estados Unidos de América.

En esa literatura tiene un lugar distinguido la obra que ahora comento, también con la hospitalidad del Instituto de Investigaciones Jurídicas: La responsabilidad profesional del médico, de Luz María Reyna Carrillo Fabela. Este libro, que ha alcanzado cinco ediciones a partir de 1998, tiene su primer impulso en el ámbito de la medicina. La autora es médica de profesión, con especialidad en medicina legal, conocimiento al que luego añadiría el estudio del derecho en la misma Universidad Nacional. Se ha desempeñado como médico legista en la Secretaría de Salud del Gobierno del Distrito Federal y ha sido asesora de la Comisión Nacional de Arbitraje Médico y perita de la Procuraduría General de la República. Tiene recorridos, pues, varios espacios que le han permitido conocer de cerca los problemas que analiza en su obra y adquirir una experiencia de la que ésta se beneficia. Conviene destacar también —y así lo hace la doctora Carrillo Fabela— la colaboración que la autora recibió de diversos profesionales: el médico Luis Martínez García y las juristas Bárbara Victoria González Mora y María Teresa Ambrosio Morales, esta última compañera de trabajo en el Instituto de Investigaciones Jurídicas, cuya dedicación y competencia tengo en alto aprecio y a quien agradezco haber sido conducto de la invitación para formular estos comentarios.

La obra analizada ha caminado hacia adelante. No siempre sucede. La edición de la que ahora disponemos incorpora varios nuevos capítulos, que han enriquecido el libro y ampliado su utilidad para los lectores. En el prólogo a una edición anterior, la autora establece el objetivo que la animó:

La idea de este trabajo —señala— es que sirva de manual o guía para el médico y profesionales de la salud para resolver dudas en su ejercicio profesional cotidiano. Se ha hecho el esfuerzo —prosigue— para que sea didáctico, sencillo, concreto, práctico y útil, además de que aporte los conocimientos médico-legales mínimos necesarios al prestador de servicios médicos.

En mi concepto, la obra satisface esos fines y también los desborda. Contiene información, reflexiones y sugerencias que van más lejos, y provee a los estudiosos y aplicadores del derecho, no sólo a los practicantes de la medicina —sus destinatarios oficiales—, material de estudio y consulta que desde luego agradecemos. Las aportaciones interdisciplinarias, cada vez mejor realizadas y apreciadas, son un signo característico en el desarrollo de nuestro conocimiento sobre temas descollantes, como el que ahora nos ocupa.

Después de una nota introductoria acerca de los antecedentes y el concepto de la responsabilidad profesional del médico, la autora —en colaboración con el doctor Martínez García— emprende el examen de las iatrogenias, con especial acento en las iatropatogenias: desórdenes, alteraciones o daños en el cuerpo del paciente —define— originados por la actuación profesional del médico. En este terreno me agradaría invocar una excelente colección de estudios publicados por El Colegio Nacional gracias a la diligencia de un médico sabio, el doctor Ruy Pérez Tamayo, que ha dedicado tiempo y talento al conocimiento de esta materia, como al de la ética médica. En esa obra colectiva, el propio Pérez Tamayo examina las iatrogenias, que también estudia la doctora Carrillo Fabela.

Desfilan, pues, las iatrogenias positivas y las negativas, así como las conscientes o necesarias y las innecesarias, inconscientes o criminales, unas y otras determinadas —señala Pérez Tamayo— por un mismo agente: la ignorancia. En efecto, para las conscientes o necesarias, que abundan en la historia:

La explicación es que todavía no conocemos mejores formas de alcanzar los mismos resultados con nuestra terapéutica con menos riesgos o consecuencias negativas para el paciente, o sea que somos unos ignorantes. Y para los tipos de iatrogenia clasificados como inconscientes, innecesarios, estúpidos o criminales, la explicación también es que los culpables de estas acciones desconocen a la medicina moderna y al código ético correspondiente, o sea que también son unos ignorantes.4

El tercer capítulo del libro que ahora se presenta da cuenta de una interesante investigación realizada sobre 283 denuncias por responsabilidad profesional médica, presentadas a la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal, que dieron lugar a los correspondientes dictámenes periciales. Es orientador observar, con la autora, que:

En el 47.7% (135 casos) prácticamente la mitad de los casos: no existió falta médica alguna por parte del médico actuante. En la quinta parte (el 20.84% con 59 casos) no se pudo dictaminar por falta de elementos, y en cerca de la tercera parte restante (31.44% con 89 casos), se dictaminó que sí existió algún tipo de falta médica (negligencia o impericia).

En una sección de conclusiones específicas, derivadas de esta investigación, se advierte sobre los problemas de comunicación en la relación médico paciente y acerca de la negligencia, "la falta médica más frecuente en que incurre el médico" —escribe la investigadora—, que en la mayoría de los casos produce la muerte de los pacientes.

El capítulo IV se dedica al estudio de la pericia médica. Bien que destaque la autora el interés de esta vertiente de conocimientos especializados que recaban el procurador o el administrador de justicia para el buen desempeño de su misión, en la que difícilmente alcanzarían los resultados apetecidos si carecieran del concurso del experto. La declinante prueba confesional y la discutible prueba testimonial no bastarían —como tampoco la prueba documental, no siempre accesible— si no se contara con la luz que suministra el perito, tanto para el conocimiento inmediato de los hechos y la apreciación de sus características, como para la valoración de los medios de prueba con los que se pretende formar la convicción, a menudo elusiva, de quien habrá de resolver en definitiva.

Es verdad que el perito no posee la capacidad de decidir —salvo cuando interviene en el propio tribunal, a título de escabino profesional— y debe limitarse a opinar, pero no es menos cierto que esta opinión pesará con fuerza en la conciencia del juzgador, a tal punto que tras el "perito de peritos", como se califica al titular de la jurisdicción, con más acierto formal que material, operará el experto sustraído de la deliberación pero no de la determinación. A los autores citados en esta obra convendría agregar algunos que han contribuido significativamente al progreso de la pericia médica en la justicia penal, como Alfonso Quiroz Cuarón y Rafael Moreno González.

En la obra de la doctora Carrillo Fabela figura un capítulo acerca del expediente clínico, que constituye una pieza maestra del tratamiento médico y un instrumento sine qua non —o casi— para la definición de la responsabilidad en que pudiera incurrir el practicante de la medicina. En algunos trabajos que he destinado al tema de la responsabilidad del médico, he procurado destacar dos datos del desempeño profesional que gravitan sobre aquélla: las normas éticas —que en el ejercicio de la medicina tienen un doble valor explícito: ético y jurídico— y la lex artis que nutre el deber de cuidado. El expediente clínico ilustra sobre el cumplimiento ético y la observancia del cuidado; además, da noticia acerca de otro extremo fundamental: el conocimiento informado. De ahí la extraordinaria relevancia, proyectada hacia todos los espacios de la atención médica —externo o institucional, general o especializada, clínica o quirúrgica—, que reviste la Norma Oficial Mexicana NoM-168-SSA1-1998, relativa al expediente clínico. No se si exista —pero ojalá la hubiera— alguna investigación confiable acerca del grado de cumplimiento real que recibe esta regla, que no es una mera recomendación.

Me parece importante destacar el capítulo en torno a bioética. "Es posible —señalan los autores de éste, Carrillo Fabela y Martínez García— que el lector se esté preguntando ahora mismo ¿Por qué se incluyó un capítulo sobre bioética?". Es posible que eso se pregunten los lectores, pero a estas alturas la respuesta es inmediata y concluyente. Difícilmente se podría abordar la responsabilidad del profesional de la medicina, entrañada en las cuestiones de la vida y la salud, sin colocar el marco en el que aquélla se mueve: un marco en el que concurren ética y biología, valores éticos y hechos biológicos, cuyo destino separado, y peor todavía divergente o discrepante, sería ominoso para el porvenir de nuestra especie. El oncólogo Van Rensselaer Potter ha servido bien a la causa del ser humano con sus reflexiones sobre esta materia, a cuyo nombre se debe la adopción de tradiciones y el impulso de novedades indispensables. A partir de la publicación de su trabajo The science of survival, Potter hizo notar los problemas que acarreaba la ruptura entre el saber científico y el saber humanístico, ruptura que amenaza la supervivencia de todo el ecosistema. Para reaccionar contra este riesgo evidente se necesitaba una biotética, esto es, en expresión de Potter, una "ciencia de la supervivencia de la humanidad", lo cual va más allá del estricto tema médico; por ello ese autor habla de una "bioética global".5

Son relevantes los capítulos IX y X, destinados al panorama administrativo de la responsabilidad profesional del médico, y a la responsabilidad penal y civil de éste. Esa parte de la obra enlaza con la noticia inicial, a la que ya me referí, acerca de la responsabilidad profesional. En diversa ocasión me he ocupado también de la responsabilidad como concepto jurídico —que abarca atribuciones o competencias y asunción de las consecuencias de la propia conducta— y de las expresiones que aquélla tiene conforme a la mayor o menor gravedad del problema —según el rango del bien afectado y la intensidad del daño o el peligro ocasionados—, y a la necesidad de reaccionar adecuadamente, es decir racionalmente, frente a la infracción. De ahí las categorías de responsabilidad: civil, penal, administrativa, laboral, con sus correspondientes sanciones o medidas que han sido acogidas en una extensa serie de ordenamientos.6

La autora examina varios temas específicos, como la atención médica a testigos de Jehová —que invita a pensar en otros casos de tensión o colisión entre valores y bienes, culturas y derechos, cada uno con sus propias modalidades y fenomenología— y el examen histórico, normativo y práctico de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y de la Comisión Nacional de Arbitraje Médico. En lo que respecta a esta última, que constituye el instrumento más reciente para la atención de problemas en el ámbito de la responsabilidad profesional médica, la obra que ahora comento llega a conclusiones positivas. Su impacto en la actividad del médico, así como en las tareas de las procuradurías de justicia y los tribunales "ha sido trascendental en forma favorable" —escribe Carrillo Fabela—.

Concluye la obra, cuyos méritos ya he destacado, con una vehemente profesión de fe en la medicina y de esperanza en el trabajo de quienes la practican. "Ciertamente —se lee en el capítulo XI, último del libro—, ningún profesionista maneja valores más preciados que el médico, y ninguno llega a tener mayor influencia en la vida de sus semejantes. Por ello es tan importante hacer hincapié en lo que es y lo que debiera ser la práctica médica". Inscrito en una línea de medicina humanista, las líneas finales del libro —que culmina con la reproducción del célebre juramento hipocrático— reiteran que:

Tomar conciencia de esos valores humanos que el médico y los profesionales de la salud deben tener y aplicar en la práctica de su profesión, constituye un paso fundamental hacia la realización de una verdadera medicina practicada con vocación, con amor, con sabiduría, con responsabilidad y con el profundo deseo de ayudar al ser humano en su vida y salud, en la enfermedad, en el sufrimiento y en su muerte.

 

NOTAS

1 http://www.malpracticelawyers.com/malpractice-statistics.cfm.

2 http://www.conamed.gob.mx/cap3-4.htm.

3 http://www.salud.gob.mx/ssa_app/noticias/datos/2005-03-16_1274.html.

4 "Introducción: ¿qué es la iatrogenia?", en Pérez Tamayo (coord.), Iatrogenia, México, El Colegio Nacional, 1994, p. 12.         [ Links ]

5 Cfr. Global Bioethics. Building on the Leopold Legacy, Michigan State University Press, 1988, esp. pp. 2 y ss., 8, 37-40, 71 y ss., 151 y ss.         [ Links ]

6 Cfr. García Ramírez, Sergio, La responsabilidad penal del médico, México, Porrúa-UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2001, pp. 65 y ss.         [ Links ]

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