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Boletín mexicano de derecho comparado

versión On-line ISSN 2448-4873versión impresa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.40 no.119 Ciudad de México may./ago. 2007

 

Bibliografía

 

Lora del Toro, Pablo de, Memoria y frontera. El desafío de los derechos humanos

 

Faustino Martínez Martínez*

 

Madrid, Alianza Editorial, 2006, 294 pp.

 

* Departamento de Historia del Derecho y de las Instituciones, Universidad Complutense de Madrid.

 

Memoria y frontera son los dos sustantivos con los que el profesor Pablo de Lora trata de condensar el reto que en los convulsos tiempos que nos tocan vivir suponen los derechos humanos, esa suerte de ideología universal que en nuestra modernidad se han convertido en parámetro para validar regímenes políticos (y, por ende, jurídicos) y aplicarles con toda propiedad el calificativo de justos o de injustos, una suerte de criterio de validez y de eficacia acerca del modo en que precisan articularse las relaciones de los seres humanos entre sí, para con el poder y para con otros componentes que ya no pueden ser calificados simplemente como objetos del operar jurídico, como sucede con los animales o con el medio ambiente, sino que han ganado en respeto, consideración y una cierta humanización. Los derechos juegan un papel incluyente-excluyente dentro de la comunidad política internacional, pues determinan quiénes son los ejes del bien y del mal, y operan como la condensación de la justicia, la positivación más notoria de una suerte de aspiración universal que es el elenco de los derechos enumerados por sucesivas declaraciones y pactos dentro de un desarrollo del derecho de gentes, ahora, por fortuna, hecho realidad.

Los derechos humanos son memoria, en primer lugar, por el componente histórico-jurídico que en ellos subyace. Memoria, recuerdo, evocación de lo que somos. Producto de la historia y evolución a lo largo de la misma. Como todo en la vida del hombre, siguiendo a Ortega, los derechos son productos históricos y ello porque no son simples creaciones espontáneas, meras elucubraciones filosóficas, sino frutos de profundas reflexiones desarrolladas en el pasado acerca de la dignidad del ser humano y de los rasgos que inmediatamente le han de ser aplicados en virtud de dicha dignidad, elementos que han sido elevados a la categoría de "derechos" con el componente que tal idea trae aparejada consigo: algo que se puede exigir, requerir, pedir, frente a los demás y frente al poder en cualquiera de sus múltiples formas. Y son asimismo frontera: no simplemente pasado, sino que en ellos está contenida la idea de futuro, de lanzamiento hacia delante, de delimitación de nuevos espacios, porque operan como una barrera natural frente a cualquier suerte de abuso, ataque o violación de la esencia del ser humano, una frontera que no es inmutable, sino que avanza precisamente en función de las nuevas exigencias y necesidades de ese ser. Doble componente que sigue vivo y presente, y que, en virtud del imperativo de conservación de tales perfiles, impone la necesidad de que el desafío de esos derechos del hombre no pierda nunca esas dos nociones que se hallan en su más profunda y sensible base, esto es, que los derechos humanos sigan siendo perenne memoria de lo que realmente somos, y asimismo permanente frontera frente a los demás y frente al poder, la fuerza o la violencia. El libro que glosamos está escrito en un tono didáctico y ameno, más próximo a la divulgación que al ejercicio de cátedra, cosa que es de agradecer, lo que no excluye la profundidad del análisis, la complejidad de los pensamientos y lo osado de algunas de las propuestas que allí se brindan, que persiguen hacer partícipe al lector del horizonte que se abre ante nuestros ojos al esbozar tal temática, complicada y, a la vez, esencial para conocer al hombre y conocer hacia dónde se dirige el mismo. La obra, breve e intensa, cronística en muchas de sus páginas, como decimos, muestra numerosos ejemplos gráficos que ilustran los diferentes apartados, con referencias a cuestiones de rabiosa actualidad y del más reciente pasado histórico, hitos señeros, sentencias de procedencias dispares, realidades políticas variopintas, citas literarias y proyecciones en el devenir de la civilización universal. Todo ello orientado a demostrar la grandeza de ese concepto, su aspecto complejo y completo, su construcción y reconstrucción, sus avances y retrocesos, y las implicaciones jurídicas, políticas, económicas y sociales que de los mismos se desprenden o se pueden desprender.

En los tiempos que nos tocan vivir, en este siglo XXI inaugurado con los violentos sucesos de 2001, a los que ha seguido otras no menos violentas consecuencias (me remito a una simple lectura de los periódicos), los derechos humanos siguen constituyendo el fondo ético del ser llamado hombre, el conjunto de principios irrenunciables gracias a los cuales aquél puede seguir siendo calificado como tal, aquellos valores que elevan al ser humano a la condición de racionalidad por encima de sus instintos animales y que permiten dominarlos. No puede ser eludida esta cuestión: la doble naturaleza del ser humano, su dimensión física y terrenal, pero también la dimensión espiritual que le permite el conocimiento del mundo de las ideas, con el cual se aborda la posibilidad de saber de la verdad, de la bondad y de la belleza, que conoce la esencia de la libertad y de la justicia, del amor y de la misericordia. Todos estos valores acaban forjando aquello que Rob Riemen denomina la "grandeza de espíritu", concebida como la encarnación de la civilización, entendida como la sociedad que no necesita de la violencia para promover cambios políticos, en conocida expresión del revolucionario Condorcet. Es aquello que retrotrae al hombre a los orígenes de su ser mismo: la consideración de la razón como el máximo don del hombre, que implica dos elementos de decisiva trascendencia como el pensamiento propio y la comprensión, dado que la verdad está indisolublemente ligada a la libertad y ésta tiene su esencia situada en los territorios de la propia dignidad humana, y "sólo quien es capaz de prestar oído al llamamiento del hombre a ser hombre, quien en lugar de dejarse guiar por el deseo, la riqueza, la ambición, el poder y el temor consigue alcanzar lo duradero y lo verdaderamente bueno, adquirirá la libertad de espíritu y conocerá la genuina libertad".*

Los derechos humanos permiten atisbar en la lejanía de la barbarie, el crimen y el salvajismo la existencia de un irrenunciable poso de humanidad en el hombre al que nunca y bajo ningún concepto se puede renunciar, que nunca se puede ceder, que siempre se debe recordar y siempre oponer frente a la arbitrariedad. De nuevo, esos derechos operan como memoria y como frontera. Nos recuerdan lo que somos y tenemos que ser (a través de aquellos a lo que tendemos), pero también marcan la barrera que nunca debemos traspasar, so pena de ver cómo se evapora esa dignidad tan citada por su simple desuso y vulneración.

En la "Introducción" (pp. 7 y ss.), el profesor De Lora narra diferentes acontecimientos que permiten situar la temática de los derechos humanos: la expulsión del Paraíso de Adán y Eva muestra como Dios (y así lo entenderán los canonistas medievales) opera como un juez justo que antes de dictar sentencia oye a las partes implicadas. Pero en el mismo relato bíblico nace la idea del pecado original que parece chocar con las visiones de la responsabilidad individual (no obstante los pronunciamientos recientes, a modo de ejemplo, de los tribunales israelitas); las disposición dictadas por el presidente de los Estados Unidos de América tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, que han perturbado hasta límites inimaginables las fronteras del poder establecidas por la mítica Constitución estadounidense de 1787; diferentes casos relativos a la esclavitud, a la tortura, a las detenciones abusivas (los ejemplos de Guantánamo o de Abu Grahib, esos lugares donde parece que campa a sus anchas el vacío jurídico, la ausencia del derecho como sinónimo de civilización), que ponen de relieve las diferentes consideraciones históricas sobre los derechos que corresponden a cada ser humano, la mutabilidad de su contenido y el sometimiento del mismo concepto a una peligrosa interpretación en función de los intereses colectivos en juego, entre otros casos, muestran la necesidad imperiosa de reflexionar sobre los derechos humanos y observar sus orígenes, sus proyecciones, su futuro, sus violaciones o restricciones, y, sobre todo, las razones morales sobre las que los mismos se fundan. Son actualidad rabiosa y siempre ha existido esa preocupación. He ahí el objetivo del libro y su doble dimensión: estudiar los derechos en su perspectiva histórica, actual, mas sin renunciar a su historia misma, a su pasado, más o menos lejano. Consecuentemente, la primera pregunta nace a propósito del concepto mismo: ¿qué son los derechos humanos? La respuesta la hallamos en el capítulo I (pp. 23 y ss.): esa categoría ésta construida y dependiente de la de "derecho subjetivo", es decir, estatutos normativos derivados de un orden jurídico superior (el objetivo) atribuidos a los individuos en las relaciones con los demás, por obra y gracia de ciertas normas que así lo estipulan. En esa posición nos colocan, con las múltiples acepciones que del mismo se derivan, puesto que esa subjetividad se puede traducir, según los casos, en reclamaciones o pretensiones, en inmunidades, en potestades o competencias, o en privilegios o libertades. La historia del derecho subjetivo nos lleva a la polémica derivada de la pobreza franciscana defendida por Ockham ante el papa Juan XXII (aquél hablaba de la titularidad de derechos y del "mero uso de hecho" de los mismos por parte de los frailes mencionados), aunque hay trazos anteriores en Gerson, Marsilio de Padua o Natalis, concepto éste que es más adelante perfeccionado y perfilado por Suárez, Grocio y Hobbes. En ese caminar histórico, estos siglos que van desde la centuria de la citada polémica (los inicios del siglo XIV) hasta la época de la ilustración, constituiría la fase de "conceptualización", un primer momento de reflexión y de confección de la idea, del concepto, de los elementos estructurales que sirven para definirlo. A ésta sigue por impulsos revolucionarios la época declarativa o de "positivización" del ideal de justicia que representan los derechos humanos. El derecho no simplemente se piensa; ahora se actúa, se escribe y se trata de realizar. Tres son los frentes donde se opera este cambio: el británico (con la Carta Magna de 1215, origen mitificado de declaraciones de derechos que no eran tales puesto que es un mero pacto entre el rey y la nobleza, sin extensión a otros estamentos; la Petición de Derechos de 1628; y la Declaración de 1689, estas dos sí con alcance más global); el estadounidense (donde es especial el tratamiento de la libertad religiosa, con los modelos de "teología político-constitucional" que proporcionan las leyes fundamentales de Connecticut y de Virginia, el Código de Libertades de Massachussets, las declaraciones de Pennsylvania y nuevamente Virginia, así como la final Constitución federal de 1787 y sus enmiendas posteriores); y el francés (más próximo al igualitarismo rousseauniano que al liberalismo de Locke). Todas ellas nos hablan de hombres en abstracto, de personas en general, aunque la mentalidad de la época tenía claramente determinados lo que era un hombre y lo que era una persona. Excluidos, a modo de ejemplo, las mujeres, la población indígena o la población afroamericana, los esclavos, se da paso a nueva etapa denominada "sectorialización" o de "especificación" de los derechos humanos, que consiste pura y llanamente en la expansión de los mismos por medio de la ampliación del círculo de sus destinatarios. O lo que es idéntico: englobar dentro del concepto de hombre, de persona, de ciudadano, a aquellos sujetos que hasta entonces no habían sido así considerados. La "sectorialización" es una ampliación, dice el autor en pp. 77-78, una profundización basada en la coherencia universalista que acompaña a los derechos humanos, una universalidad referida a los sujetos de tales derechos que ya no serán los ciudadanos varones políticamente activos, propietarios y mayores de edad, sino que se comprende bajo tal rubrica de humanos a todos los hombres y mujeres, a todos los seres humanos por el mero hecho de serlo, sin distinciones de ningún signo. Se narra en estas páginas la lucha contra la esclavitud y las fechas más destacadas que la jalonan (con un referencia a la conocida como polémica de los justos títulos en relación a la conquista de América, en la cual la flor y nata de la Teología hispánica dio sus mejores frutos), donde se colocan textos que permiten observar opiniones totalmente racistas en las personas que, prima facie, no podrían ser calificadas como tales, con los casos de Lincoln, Hume, Kant, Hegel o la propia Iglesia católica, felizmente superadas por la realidad y la tenacidad de los hechos. otro frente lo constituye la lucha por la emancipación femenina, en relación con la cual se traza un panorama que arranca de los textos bíblicos y de los cl&aa cute;sicos griegos, que denotan cierto desprecio por el sexo femenino, hasta el paternalismo de la ilustración, que insiste en la debilidad de las mujeres, a los efectos de incrementar su protección como si de menores de edad se tratara, para desembocar en las tertulias del siglo XVIII, los discursos de agravios y de vindicación, y las señeras figuras Olympe De Gouges (autora de una Declaración de Derechos de la Mujer y de la Ciudadana), las Pankhurst o las hermanas Angelina, cuya luchas permitieron la conquista paulatina de derechos (el sufragio, quizá uno de los más relevantes y eje central de muchas de sus reivindicaciones, por lo que de simbólico tenía: la aparición de la mujer como real sujeto político).

El capítulo II (pp. 79 y ss.) narra las vicisitudes que han vivido los derechos humanos en el complicado mundo del siglo XX, con hechos tales que han permitido albergar esperanzas, alientos y alegrías, pero también dudas, miedos y temores. Entre estos últimos, las guerras. Entre los primeros, la famosa Declaración de 1948, traducción jurídica del ideal cosmopolita y de la búsqueda de la racionalidad (una búsqueda, la de la recta razón, ya iniciada tiempo ha por Grocio, Pufendorf, Wolf y Kant, y que tiene ciertos hitos significativos en su construcción, en la construcción de un Derecho global y universal, un Derecho de gentes que se venía forjando desde que los europeos tomaron conciencia del monstruo de la guerra: la protección de la libertad religiosa tras la Guerra de los Treinta Años; la colaboración en la lucha contra la esclavitud; la disciplina internacional del trabajo; el derecho internacional humanitario, etcétera. A partir de este largo camino, se pueden ir ya fijando algunos calificativos que permiten evaluar los perfiles de esos derechos humanos. Tres son las notas relevantes, a juicio del autor: su universalismo (en lo temporal, espacial y personal); su absolutismo (aunque pueden verse desplazados en caso de conflicto, de ahí la trascendencia de saber las razones por las cuales ciertos derechos podrían verse postergados o sacrificados); y su inalienabilidad (en el sentido de que es posible disponer de esos derechos libremente, pero no renunciar de modo permanente a la posibilidad de revocar tales disposiciones), cuyos elementos concretos y excepciones son glosadas en las pp. 94-127.

La fundamentación de esos derechos humanos ocupa el capítulo III (pp. 128 y ss.), en la cual se traen a colación las iniciales visiones de Burke y de Paine (polémica centrada en los propios efectos de la era de las revoluciones), la relación de los mismos derechos con la justicia, aquel banco de donde van emanando como pequeñas transferencias los derechos de los cuales podemos disfrutar en una situación de moderación (tanto material como en relación al altruismo de los propios seres humanos). Su condición de hijos de la modernidad occidental explica la coexistencia de tres elementos decisivos en su formulación y posterior creación. Los derechos son fruto de la libertad de conciencia y de pensamiento, de la emergencia de la burguesía, y de la necesidad de tolerancia como un imperativo vital tras haber dejado el viejo continente en ruinas en el amanecer que supone Westfalia en 1648. Fermentan en un ambiente donde es factible pensar la justicia y actuarla con concreciones diversas. Con estos mimbres, se llegan a formular dos resortes esenciales para que el hombre discurriese su felicidad y su futuro al margen del dogma: libertad de conciencia y tolerancia son capitales para determinar la libertad final del hombre, una libertad con mayúsculas. Varios fundamentos se han dado para defender la existencia de los derechos humanos, aunque autores reputados como Bobbio insistían en que lo esencial era su defensa y protección más que su justificación. Dichos fundamentos dependen, en resumidas cuentas, de la valoración que se tenga de la dignidad humana, de la razón y conciencia del ser, de su naturaleza en suma. Así, se ha hablado de un fundamento religioso (Pico della Mirandola, Nicolás de Cusa) que lleva a contemplar a los otros como prójimos, hermanos y hermanas procedentes de un mismo padre, teniendo en cuenta lo que hacen y no lo que son. La dignidad es algo dimanante de nuestra existencia misma y se basa en nuestra condición de seres libres. Pero también hay fundamentos seculares como la "regla de oro", recogida en varias tradiciones religiosas y morales, o el imperativo categórico kantiano, fundados en la racionalidad, que llevarán a concebir esos derechos como inmunidades, libertades, pretensiones y competencias que nos permiten actuar como agentes morales, seres capaces de inquirir a los demás cuando somos injustamente tratados (p. 144), dotados de una innata capacidad para distinguir el bien del mal. Otra base postulada sería la imparcialidad, puesto que esos derechos serían principios a respetar por toda suerte de poder político. Ambas formulaciones tienen defectos: ni la racionalidad ni la imparcialidad garantizan la neutralidad puesto que se basan en alguna previa consideración acerca de lo que es bueno o deseable. Pero, admitiendo como buenos los postulados anteriores, se puede concluir con el autor, en p. 145, que los derechos humanos son "expresión del individualismo moral, de la afirmación radical de la libertad, de su carácter prioritario frente a las obligaciones". Un conjunto de derechos que colocan al individuo por encima del Estado y que ese Estado mismo no está autorizado para obviar, limitar o privar. El individuo, su dignidad y los derechos básicos de ahí dimanantes son así esa frontera a la que se refería el título. Pero una frontera que, para ser conocida, debe hundir sus raíces en la memoria.

De inmediato, una nueva duda nos asalta: una vez que hemos visto en la clara exposición del profesor De Lora la causa última de validez de los derechos humanos (esa referencia a la capacidad moral y al individualismo que de allí arranca) cabe preguntarse cuáles son esos derechos: proceder a enumerarlos y desechar aquellos que no merecen tal consideración. A ello se consagra el capítulo IV (pp. 149 y ss.), con la clásica distinción entre unos derechos humanos de primera generación, los conocidos como derecho civiles y políticos, que se refieren a la individual actuación de cualquier hombre en sus relaciones con los demás y con el poder, que implican actividad o posibilidad de actividad individual frente a abstinencia estatal; a éstos siguen unos derechos de segunda generación, los llamados derechos económicos, sociales y culturales (asistencia sanitaria básica, mínimos para la subsistencia, salarios y pensiones, etcétera), en los que la posición del Estado, del gobierno o del poder no es meramente pasiva, de respeto, sino que requiere actividad, compromiso y adopción de medidas concretas. Sobre esta segunda clase de derechos, las dudas son mayores puesto que se les ha vinculado, injustamente quizá, a un necesario desembolso económico, a una cuantificación material de la ayuda que para el ejercicio de los mismos se requiere, a la existencia de numerario para satisfacerlos, cosa que, a primera vista, no ocurría con los derechos civiles y políticos. El profesor De Lora combate esta idea dado que ambas categorías de derechos implican gastos cuantiosos para el Estado (piénsese, sin ir más lejos, en el coste de todo el aparato judicial, por poner un ejemplo, para asegurar el derecho a un proceso debido) y formula de modo alternativo otro criterio que ponga de relieve la distinta virtualidad de ambos grupos o categorías jurídicas: los derechos económicos, sociales y culturales son demandas de un esquema de reparto equitativo de las cargas y de los beneficios en la sociedad, en donde subyace el ideario de Rawls acerca de la justicia: llevan aparejado, por tanto, un deber genérico que implica el diseño de un planteamiento institucional de provisión de bienes básicos al que todos han de contribuir de acuerdo con su posición económica y sin que dicha contribución pueda anular el tipo de vida que se ha decidido llevar (p. 171). Así se puede concluir que los derechos de primera generación son aquellos respecto de los cuales una actuación en contra implica perjuicio; los económicos, sociales y culturales son aquellos en los que la ausencia de actuación lleva consigo ausencia de beneficio (que no es necesariamente perjuicio directo e inmediato). Pero la evolución no se detiene. Si los primeros derechos eran resultado de las más acuciantes preocupaciones de golpear las sienes de los pensadores ilustrados (centrados en poner coto al poder, en limitarlo y, consecuentemente, en la exaltación del individuo), los segundos nacen al amparo del proceso industrializador y del sepultamiento de la realidad económica del Antiguo Régimen, que genera nuevas necesidades y con ellas una nueva manera de ver la actuación del poder público. Se habla ahora de derechos de tercera generación para referirse a una ampliación del círculo de la moralidad a nuevos elementos, de una expansión de los criterios de justicia hacia otros territorios y fronteras. El hombre se mueve, opera, actúa, crea nuevos problemas y es lógico que su círculo de preocupaciones morales se vea asimismo expandido. Movimientos que se hallan en su base con el pacifismo, el ecologismo y el nacionalismo, de los cuales arrancan los derechos a la paz (derecho a vivir en paz y que el Estado no se comporte como un agresor, renunciando a métodos bélicos para solucionar controversias internacionales), al medio ambiente, al desarrollo sostenible y a la autodeterminación de corte político. Pero la irrupción de todos ellos no es pacífica ni sencilla porque pone sobre el tapete cuestiones colaterales, como a quién corresponde la titularidad de los mismos, cómo fijar sus contenidos mínimos, cómo proceder a exigirlos y ante quién, o cuáles son sus límites, lo cual trastoca los esquemas clásicos del discurso de los derechos humanos, en la perspectiva individual y colectiva de las primeras generaciones. Por ejemplo, ahora ya no es el ser individualizado el sujeto jurídico, sino que se reclama la autodeterminación de los pueblos; en el caso del medio ambiente, serían las generaciones futuras las destinatarias de los mismos o incluso los propios ecosistemas. Son impugnaciones fundadas al individualismo moral que nos conducen a ciertas formas de colectivismo intelectual, aunque el profesor De Lora reconduce todos estos derechos, nuevamente, al individuo, puesto que es errado pensar en esa dirección comunitaria: los únicos derechos de grupo existentes son aquellos privilegios que algunos individuos pudieran tener por el hecho de pertenecer a un grupo (los casos de discriminación positiva) o bien los ejemplos de ejercicio colectivo de derechos individualmente reconocidos (como el derecho de huelga). En el fondo de todos estos nuevos derechos de tercera generación, el medio ambiente, la autodeterminación política, el desarrollo sostenible y la paz, vuelve a aflorar el individuo, porque se predican respecto del mismo y porque será el individuo, presente o futuro, el destinatario final de los beneficios que de aquellos se derivan. Una última llamada permite esbozar la posibilidad de extensión de los derechos humanos a seres que, sin serlo, sin tener capacidad de agencia moral, pero sí de sufrimiento, pueden resultar equiparados a los hombres. Es el caso de los animales (más en concreto, los grandes simios), en lo que supone un vuelco a la tradicional concepción antropocéntrica de los derechos para dar paso a una concepción "biocéntrica", acaso más adecuada con la realidad de los tiempos complejos y contaminados que nos han tocado vivir y sobrevivir. Con todo, asimismo es factible que esta visión se traduzca de nuevo en una vuelta al hombre, porque más que reconocimiento de derechos a ciertas especies, lo que subyace es la imposición de ciertos deberes de conducta a los seres humanos. La dignidad no es predicable de los animales, puesto que falta esa agencia moral que singula riza al hombre, fundada en la libertad, la capacidad de elección y la asunción de la responsabilidad derivada de sus actos, lo que deriva directamente de la superación de los instintos por medio del uso de la razón. Más que extensión de derechos o de derechos para los animales, habría que hablar de nuevas exigencias e imperativos para los hombres en relación con los animales. Es el hombre en el ejercicio de la misma dignidad referida, comportándose dignamente, quien puede proceder de modo justo, adecuado, ecuánime, sin masoquismos, sufrimientos, dolores innecesarios, frente a todos los demás seres vivientes por una simple cuestión de ética individual y colectiva. Pero ello no implica trasladar categorías humanas a seres no humanos de los que no se pueden predicar atributos del hombre. Lo mismo sucede con el medio ambiente: el problema del desarrollo sostenible implica conductas que requieren ciertas actitudes del ser humano en beneficio a medio y largo plazo del propio ser humano, porque ese respeto acaba volviéndose a su favor, acaba rindiéndole más beneficios que perjuicios. Ello no implica que los bosques, los ecosistemas o las montañas tengan derechos humanos; son proyecciones de los derechos del hombre, de la exigencia al mismo de una actuar honesto, coherente, respetuoso para consigo mismo y para con los que le rodean. Acaso la traslación de esos derechos pueda resultar medida exagerada que llame a la risa, pero parece, conociendo al ser humano, sumamente necesaria.

Restan por conocer los medios de defensa de estos derechos, acaso uno de los elementos más decisivos de cara a la efectiva realización y consolidación de los mismos. En el capítulo V (pp. 205 y ss.) se perfilan los elementos destinados a su protección: los diferentes tribunales y cortes internacionales, comisiones, comités y demás órganos creados para tales fines, en distintos ámbitos geográficos, que van desde las instituciones supranacionales de Europa a la ONU (el Tribunal Penal internacional del Estatuto de Roma es probablemente la más reciente y exitosa creación), pasando por los Estados africanos o sudamericanos, órganos cuya integración con las jurisdicciones locales no ha sido fácil, provocando interferencias e injerencias, que redundan en cierta inseguridad de sus actuaciones, a lo que se suma el valor desigual de los pronunciamientos jurisdiccionales, las diferentes vías de acceso a los mismos (que no siempre facilitan al individuo concreto el derecho a la reclamación) y la excesiva dependencia de la voluntad de ciertos Estados que, en uso de su soberanía, no admiten el juego de estos órganos (Estados que no han ratificado los correspondientes tratados internacionales constitutivos y quedan desligados, por tanto, del juego de tales instituciones). Mayor operatividad parecen presentar los tribunales constitucionales de los diversos Estados, en un nivel nacional, allí donde existen, no obstante la dificultad democrática del control judicial de constitucionalidad que se ha tratado de salvaguardar con instrumentos varios. Un epílogo (pp. 230 y ss.), más político que científico, pero construido a modo de reflexión profética con base en los mismos derechos humanos tantas veces traídos a colación, con un llamamiento a la mejora de las condiciones de vida de la mayor parte de la población del planeta, una vez producida la modificación de ciertos hábitos consumistas por parte de la minoría del mismo, termina este excelente libro sumamente didáctico, que tiene como colofón final la Declaración de 1948 (pp. 237-247), tantas veces citada a lo largo y ancho de sus páginas como ignorada en buena parte del planeta. Siguen las notas (pp. 248 y ss.) y la bibliografía elemental manejada, que destaca por su pluralidad (pp. 269 y ss.) tanto de temática como de fuentes empleadas.

El libro es un canto a la esperanza, a la razón universal y a la coherencia, un recorrido rápido y efectivo por ese viaje que ha realizado la justicia en los últimos tiempos y que tiene su ideal más característico en esos derechos humanos que debemos asumir como propios (esto es universales y no solamente occidentales), defender hasta la extenuación y extender hasta el último rincón del planeta, que se resume en dos planteamientos, intrínsecamente unidos, y que prueban que los desafíos actuales van más allá de la simple dignidad en abstracto para aterrizar en problemas y necesidades concretos: el respeto a los animales y la necesidad de mejorar las condiciones de vida de los pobres del mundo. Reduciendo consumos, caprichos y gastos innecesarios, es posible alumbrar un futuro mejor y más próspero. Y ello gracias a esta utopía que no queda simplemente en las líneas de un libro o de una declaración, sino que sale de los mismos y es capaz de hacerse carne y, con ella, hacerse virtud. Un libro, en suma, de filosofía para la vida, de filosofía práctica, que no solamente nos servirá para hacernos más sabios, sino también para hacernos mejores personas.

 

Notas

* Cfr. Riemen, R., Nobleza de espíritu. Tres ensayos sobre una idea olvidada, pról. de George Steiner, Barcelona, Arcadia, 2006, p. 22.

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