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Boletín mexicano de derecho comparado

versão On-line ISSN 2448-4873versão impressa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.38 no.113 Ciudad de México Mai./Ago. 2005

 

Información

 

Palabras del doctor Sergio García Ramírez en la presentación del libro Análisis lógico de los delitos contra la vida, de Olga Islas de González Mariscal*

 

1. Conocí a la doctora Olga Islas de González Mariscal, infinitamente más joven que yo, cuando ella hacía sus prácticas penales, estudiante todavía, en la Penitenciaría del Distrito Federal. También era discípula de don Alfonso Quiroz Cuarón, de quien había recibido las orientaciones para visitar ese penal y elaborar lo que denominábamos "historias clínicas criminológicas". Olga Islas y su entrañable amiga Victoria Adato Green llegaban con naturalidad a la penitenciaría, ajenas al hecho de que yo las observaba —¿y cómo no observarlas? —desde mi escritorio en la Delegación de Prevención Social. Ese fue mi primer deslumbramiento.

El tiempo pasó y nos reencontramos en el seminario de derecho penal que dirigía el ilustre profesor Celestino Porte Petit, cuyo espíritu debe discurrir aquí mismo, entre sus discípulos directos o indirectos. Me parece que doña Olga debe algo o mucho de su inicial formación penalista, y quizás de su misma opción profesional definitiva, al maestro Porte Petit, a cuya exigencia académica —temible y temida, me consta— correspondía la dedicación, inteligente y voluntariosa, de aquella alumna sobresaliente, que también me consta. Si don Celestino fue, en un momento, la primera figura del penalismo mexicano, hoy lo es doña Olga: ha operado, pues, el relevo generacional a través de un magisterio ejercido con esmero y de un aprendizaje realizado con devoción.

Bajo esa dirección, Olga Islas elaboró su tesis profesional, que recibió un elogioso prólogo de Luis Jiménez de Asúa. Se trata de un trabajo de corte "clásico", si se me permite la expresión, hecho con el esmero y el talento que caracterizan a su autora. De ahí que en el prólogo destacara el penalista español —maestro de los maestros mexicanos— que la "tesis de la señora Olga Islas adviene con el porte y el contenido de una obra científicamente elaborada", y de ahí también que en las líneas finales añada "el deseo de que la autora, lejos de abandonar el campo de nuestra disciplina, perdure en él para bien de la ciencia jurídica mexicana". Este deseo fue, más aún, premonición: perduró la jurista en este campo, y ha sido para bien —mucho bien— de la ciencia jurídica mexicana.

Es posible que si hoy repitiese la doctora su incursión en el estudio de la revelación de secretos lo hiciera de manera diferente. No en balde ha emprendido un método distinto del que empleaba entonces. Dedicó un par de capítulos de ese trabajo inicial a dos cuestiones que llamaron su atención: el secreto del abogado y el secreto del periodista. Si doña Olga volviera sobre aquella tesis —que no se si volverá —, supongo que también abordaría el secreto del médico, materia de una reciente sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que reafirmó la prevalencia eximente del secreto médico, ahora desde la perspectiva de los derechos humanos, a despecho de algunas legislaciones que exigen al profesional denunciar ante las autoridades las eventuales actividades ilegales de sus pacientes.

En esos días, Olga Islas encontró un camino propio a través del modelo lógico-matemático que acogió, aplicó y cultivó para el estudio, la investigación y la docencia del derecho penal. Esta es una aportación original. No es frecuente que las haya. Ahora, por ella, la hay en el derecho penal mexicano. Como observador externo, tengo algunos recuerdos acerca de aquella profesión de ciencia, que en sus cultivadores parecía profesión de fe. Olga Islas y Elpidio Ramírez, juristas, trabajaron con Lian Kart, matemático. No olvido, y quizás tampoco olvide doña Olga, que algunos profesores de entonces recibieron la novedad metodológica con desconfianza y a veces casi con escándalo. La Facultad de Filosofía, donde se enseñaba lógica, se hallaba en otro lugar de nuestro campus, y la Facultad de Ciencias, donde se enseñaba matemáticas, más lejos todavía. Mal comprendido este método, algunos llegaron a la conclusión de que se trataba de abolir los libros para entronizar las computadoras o relevar a los jueces con máquinas de pensar y formular sentencias en línea. Algo así como brujería.

Poco a poco, y con grandes trabajos, se aclaró el malentendido y la doctrina del modelo lógico inició el camino que hoy le ha permitido alcanzar la notable difusión y aceptación de que goza en las escuelas y facultades de derecho de la república. Maestros eminentes, como mi dilecto amigo Rafael Márquez Piñero, se proclaman seguidores de esta doctrina. Y ha habido quienes, como otro recordado colega, Gustavo Malo Camacho, sostuvieron que constituye una de las más valiosas contribuciones —y desde luego la más valiosa en México— al estudio del derecho penal.

2. Sobra que yo pondere la excelencia de esa aportación metodológica, que a estas alturas ha sido ampliamente valorada y es cada día más aprovechada. Implica el examen estricto, ceñido, esencial de la regulación punitiva, sin dejar espacios para la literatura ni territorios para la imaginación. No digo que sea ésta la única manera de aproximarse al orden penal, sino que es una que permite óptimos resultados. Están a la vista los que la propia autora ha conseguido. Al hablar de resultados practicables no pienso solamente en el trabajo académico, sino en el ejercicio práctico de la abogacía, la procuración y la administración de justicia penal. El lente del modelo facilita la función de quien debe realizar una averiguación previa, resolver sobre la pertinencia de ejercitar la acción o dictar sentencia.

Desde cierta perspectiva —arbitraria, por supuesto—, hay dos categorías de libros, a reserva de las que pudieran agregarse. Unos nacen y viven (e incluso mueren) necesariamente perfectos, entendida esta palabra como sinónimo de elaboración final, irrevocable, definitiva. Otros son necesariamente imperfectos: van ganando o perdiendo sobre la marcha; pero, en todo caso, no están concluidos cuando salen de la prensa: les espera una accidentada travesía, en la que la mano creadora sumará o restará, rehará inclusive. De ahí que una obra de letras ya se ha leído cuando concluye la primera lectura. Otra cosa son las nuevas percepciones que pudiera haber a partir de las mismas letras. Pero la obra de ciencia nunca se ha leído para siempre. Mientras aquéllas no mejoran de fondo en cada edición (con salvedades), aunque pudieran engalanarse con nuevas formas, las segundas pueden y suelen mejorar: es decir, ponerse al día, capturar los desarrollos que aportan el tiempo, la reflexión y los hallazgos propios y ajenos.

Los libros de la primera categoría corresponden, en general, a las obras literarias. Es improbable, aunque no imposible, que entre edición y edición el autor sustituya los versos de un soneto o recomponga la trama de una comedia. Los de la segunda, son las obras de ciencia, sujetas a los incidentes del conocimiento, la reflexión, la rectificación, el progreso. Esta es, por cierto, una exigencia que persigue al autor: debe seguir adelante en el camino emprendido, a pesar de que lo considere concluido cuando su libro ve la luz. Inmediatamente después, sin solución de continuidad, el hombre o la mujer de ciencia —conste que soy respetuoso de la retórica de género— deberán volver sobre su tema, revisar sus conclusiones e iniciar, cuando aún no se ha vendido el primer ejemplar de la edición X, la preparación de la X2. En fin, esta es una labor de Penélope, que no cesa, a no ser que el autor o la autora abandonen al producto y emprendan otras aventuras.

Si esto es cierto, como lo es, en todos los espacios de la ciencia, todavía lo es más en el derecho, que tiene —no obstante su pompa y majestad— un carácter precario y pasajero, un aire transitorio que obliga a redefinir cada día los hallazgos a fuerza de lecturas cotidianas del Diario Oficial, al que ha venido a sumarse, con frenesí normativo, la Gaceta del Gobierno del Distrito Federal. ¿No fue por eso que Von Kirchmann negó al derecho el solemne carácter de ciencia? ¿Cómo entender que hay ahí una ciencia, cuando un plumazo del legislador puede derrumbar las más nutridas bibliotecas? Sea lo que fuere, el hecho es que las mujeres y los hombres de ciencia, incluidos los juristas, no pueden dejar que sus criaturas vaguen por su cuenta demasiado tiempo. Deben volver a ellas periódicamente, hacer oportunas disecciones, incorporar nuevas piezas y, en ocasiones, revisar el conjunto con esmero reconstructivo.

El estupendo libro que ahora comentan los colegas de doña Olga Islas de González Mariscal y algunos de sus alumnos, entre los que me he contado desde tiempo inmemorial, es un ejemplo consumado de la obra de ciencia sometida a periódicas y oportunas revisiones. De cada una ha salido renovado. Vale la pena leer las notas o prólogos de las sucesivas ediciones, que son una crónica de las andanzas del libro, y quizás también, en cierto modo, de los buenos y los malos pasos —y los que no son ni lo uno ni lo otro— del derecho penal en México.

La primera edición data de 1982. Tiene, pues, antigüedad de cuatro lustros. Nació bajo el signo de la innovación, paciente y rigurosamente procurada a través del modelo lógico matemático. No ha variado esta dirección. Se ha acentuado, mejorado, esclarecido; pero sigue gobernando la factura de la obra. Las ediciones siguientes tienen —explica la maestra— dos acicates, o tres, si se agrega el favor de los lectores. Por una parte, el desarrollo de la doctrina; por la otra, el trasiego constante de la legislación penal, que en esos cuatro lustros entró en un estado de hervor reformista del que no ha salido, y que ha tenido, desde luego, algunas horas de luz y otras de sombra.

Ha sido necesario rehacer lo hecho, pero nunca el concepto rector, merced a las reformas de 1984, 1989, 1994, 1999 —año en el que hubo lo que la maestra denomina una "improvisación legislativa" —y 2002, entre otras. Todas incidieron, en mayor o menor medida, en el régimen de los delitos contra la vida humana. Y todas determinaron, por lo tanto, reflexiones y modificaciones. Las más relevantes, por más exigentes para la quinta edición del libro, fueron aportadas por el Código Penal para el Distrito Federal de 2002. Este, que curiosamente incluye en su nombre la pretensión de ser "Nuevo" —convertida así la novedad, por un don de nombre y de imprenta, en una virtud intemporal—, es el ordenamiento al que se refiere el análisis lógico cumplido esta vez, sin perjuicio de abarcar en una sección complementaria algunos preceptos del código federal. En consecuencia, la preparación de la quinta edición demandó largo tiempo y mucho trabajo.

No omitiré lamentar ahora la bifurcación de los ordenamientos penales que alguna vez fueron uno solo. Desde luego, eso no es culpa del código distrital, que en algunos puntos aventaja al anterior y a otros varios, sino de la forma de entender el federalismo penal —o bien, al ordenamiento penal desde el federalismo—, que lejos de avanzar en la uniformidad, unidad o armonización, sigue incrementando el número de códigos, con la consecuente posibilidad de que los mismos problemas en el mismo país reciban, como en efecto reciben, soluciones diferentes y hasta discrepantes. El último paso adelante en esta multiplicación se dio cuando el código único para la Federación y el Distrito se convirtió —con un procedimiento curiosísimo, por decir lo menos— en un par de codificaciones: la federal y la distrital, primero gemelas univitelinas y ahora diferentes y enfrentadas. Esto ha sido el producto de una insurgencia aldeana que confunde libertades políticas con dispersiones legislativas. Conocemos la necesidad de contar con un solo código penal y uno solo procesal; sin embargo, caminamos —también aquí— en sentido contrario al que recomienda el sentido común, que por lo visto ha emigrado hacia climas más templados.

3. Doña Olga no hace concesiones que desborden el método riguroso que aplica. De aquí que no incurra en disquisiciones sobre lo que ella denomina "cultura", ni acerca de los puntos sociológicos que se hallan en el trasfondo de la norma o en su aplicación concreta. Por esto no ingresa —aunque lo hace, con maestría, en otros trabajos— en la crítica acerca de aquellos desarrollos. Se disciplina y aborda el código del 2002, al que ya han llegado, no obstante su juventud extrema, más de una docena de reformas.

El Análisis lógico de los delitos contra la vida lleva de la mano por desfiladeros que con otra guía pudieran resultar oscuros o muy prolongados. Tras una indispensable "Teoría general" que se deposita en pocas páginas y provee los elementos centrales de la doctrina que la autora maneja, viene una "Teoría de las normas que tutelan la vida humana", cuyos primeros cuarenta y un capítulos abarcan otras tantas hipótesis de homicidio. La exposición discurre en un examen breve y directo de cada extremo relevante del conjunto en lo que la doctora Islas de González Mariscal denomina análisis semántico, precedido por la norma penal que lo recoge y por la expresión simbólica del tipo: deber jurídico penal, bien jurídico, sujeto activo, sujeto pasivo, objeto material, hecho, lesión del bien jurídico y violación del deber jurídico penal. Enseguida ofrece la clasificación correspondiente, desde una doble perspectiva: sea a partir de alguno de los elementos del tipo, sea desde todos éstos. Finalmente, da noticia de la punibilidad. No interrumpe el texto principal con referencias a otros autores. Estas, que son numerosas, figuran en notas a pie de página.

La tercera sección de la obra contiene una "Teoría de los delitos contra la vida". Supone lo que lleva explicado en las secciones anteriores y agrega los aspectos negativos de los homicidios, cuyas especies se agrupan y organizan, para fines expositivos, en función de la similitud que guardan entre sí. La explicación comprende atipicidades en relación con los presupuestos típicos, atipicidades en relación con los elementos típicos e inculpabilidades. En este caso no hay referencias doctrinales a pie de página. La explicación es rotunda: no se incluyen "en razón de las radicales diferencias conceptuales y sistemáticas existentes entre el modelo lógico y las doctrinas tradicionales". Culmina el libro en una sección complementaria acerca de los homicidios presuncionalmente calificados que contempla el código federal.

Las primeras ediciones de esta obra fueron compuestas al calor de la docencia en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México, a la que doña Olga ha dedicado muchos y muy buenos años de cátedra ejemplar. La cuarta y la quinta son producto del trabajo cumplido en el Instituto de Investigaciones Jurídicas, sin abandono, por supuesto, de la cátedra en la facultad. En este mismo instituto elaboró y publicó otra obra sustanciosa: Análisis lógico semántico de los tipos en materia electoral y del Registro Nacional de Ciudadanos de 2000, con la que ilustró un sector poco transitado del derecho penal —son escasas, en efecto, las publicaciones nacionales sobre esta materia—, aunque muy transitado por la política que tiene la grave tentación de animar los conflictos con frecuentes recursos al orden penal, algunos más retóricos que reales, pero no por ello menos ominosos y perturbadores. Si se quiere que la sociedad marche a la voz de las sentencias constitucionales, parece quererse igualmente que la democracia se encauce bajo las amenazas penales.

4. También de su paso por el instituto —un paso que seguirá y dejará todavía muchas huellas en los abundantes años del porvenir—, es la coautoría de la maestra en obras relevantes, que se ocupan de temas cuya visibilidad ha subido, para nuestra desgracia. Tal es el caso de El secuestro. Problemas sociales y jurídicos de 2002, libro al que concurrió con la parte jurídica, en tanto la social quedó a cargo del distinguido sociólogo René A. Jiménez Ornelas. Y tal es, también, el caso de Pena de muerte de 2003, obra integrada con estudios de doña Olga y del joven y brillante profesor Enrique Díaz-Aranda, también colega en el Instituto de Investigaciones Jurídicas. En este volumen tiene especial relevancia la posición radicalmente abolicionista de la maestra Islas —posición sustentada, por lo demás, en la ética y la cordura—, que tras el examen de los artículos 22 y 133 constitucionales y del 4.3 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, llega a una doble e importante conclusión. Por una parte, en mérito de este artículo 4.3, no es posible establecer o restablecer la pena de muerte en México; y por la otra, en virtud del mismo 4.3 y del 133 constitucional, los jueces nacionales no podrían aplicar, en caso alguno, una norma que prevenga pena de muerte.

Doña Olga ha producido algunos anteproyectos y proyectos de codificación penal, que tienen la doble virtud del mérito académico con el que fueron compuestos y del conocimiento real —que no es cosa menor en estos menesteres— del sistema penal mexicano. No se trata, pues, de propuestas "de pizarrón", productos del insomnio y la alucinación, sino de instrumentos bien informados, que efectivamente pueden ser útiles, además de ser pertinentes. Tales son los casos, por ejemplo, de los códigos penales de Morelos y Tabasco, y del que figura en el libro editado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas en 2004, bajo el título Código Penal y Código de Procedimientos Penales modelo. En éste se hallan las aportaciones de las maestras Islas de González Mariscal y Adato Green, acompañadas ahí por otro coautor.

5. No podría cerrar mi comentario sobre el libro en torno a los delitos contra la vida, y especialmente sobre doña Olga, sin referirme, brevísimamente, a otros dos aspectos de su carrera fecunda: uno, su paso por la administración pública, dedicada precisamente a la procuración de justicia en materia penal; otro, su posición crítica ante el estado que ofrece la legislación penal, pero sobre todo el sistema penal en su conjunto, como no podía ser menos en quien ha estudiado y practicado con gran éxito la profesión penalista y defendido el imperio de los derechos humanos, en todas las trincheras, entre ellas el Consejo Consultivo de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal.

En cuanto al primer punto, me limitaré a transcribir lo que dije —y lo dije porque me consta y me ha beneficiado, como funcionario y como mexicano— en mi prólogo a su obra sobre tipos penales en materia electoral:

La tarea académica no agota el quehacer de la doctora Olga Islas de González Mariscal. Su trabajo rebasa los muros de las facultades, los institutos y las revistas científicas. Por fortuna, ha salido al mar abierto de la experiencia profesional en uno de sus espacios más importantes y benéficos, si se trata de hombres o mujeres de bien que aplican lo que son y lo que saben al beneficio de sus semejantes: el servicio público. Es el caso.

Cuando un funcionario ha hecho aportaciones muy significativas y sostenidas a este género de tareas, se dice que constituye una 'institución' en el campo al que ha dedicado largos años de su vida. Hoy se puede decir, sin vacilación ni reserva, que Olga Islas es una institución en la procuración de justicia en México, un campo minado, difícil, donde muchos prestigios naufragan, pero otros se elevan. Esto último ha ocurrido con la académica transformada en funcionaria. Su paso por la administración pública (en la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal y en la Procuraduría General de la República) se ha visto rodeado por el respeto, la simpatía y la admiración de quienes la han conocido, de cerca o de lejos, y han sabido de su esmero, honradez y profesionalismo.

Y paso al segundo punto final. En el célebre discurso de don Justo Sierra el 22 de septiembre de 1910, cuando se reabría, pero bajo otros auspicios, la universidad mexicana, el esclarecido ministro de instrucción pública y bellas artes recordó a los concurrentes la última jornada de Bizancio, cercada por sus adversarios: mientras los notables de ese tiempo discurrían in extenso sobre la naturaleza de la luz del Tabor, los invasores escalaban la muralla y precipitaban el desastre del Imperio Romano. He ahí el precio de algunas distracciones. Por esto, cuando soplan vientos de fronda sobre la democracia y, en ésta, sobre el sistema penal que la democracia ha logrado construir, con mil accidentes y fatigas, es indispensable poner atención a estos vientos y salirles al paso. Lo ha hecho la profesora Islas, como lo demuestran las siguientes líneas con que concluye su artículo en la obra colectiva editada por este instituto, La ciencia del derecho durante el siglo XX, una vez formulado el análisis de ciertas reformas pavorosas, líneas con las que yo concluyo este comentario sobre una obra sobresaliente y una profesional de excepción:

Se advierte la tendencia de limitar las garantías constitucionales, porque constituyen un estorbo para el nuevo 'sistema de justicia penal' que pretende implantarse El pretexto para estos abusos de poder es que la criminalidad crece, se organiza, está mejor pertrechada y tiene poder económico para corromper. Se avizora un derecho penal máximo, en vez de uno mínimo. El legislador crea nuevos tipos penales, amplía los ya existentes y eleva irracionalmente las punibilidades. En ocasiones, las leyes se vuelven menos precisas para dificultar la delimitación de lo punible. Se contraría así el principio de certeza, con la finalidad de que el Poder Ejecutivo (Ministerio Público) actúe más libremente. Ante este porvenir, ¿cuál es el destino del derecho penal democrático?

 

Nota

* Realizada el 25 de febrero de 2005 en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

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