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Boletín mexicano de derecho comparado

versão On-line ISSN 2448-4873versão impressa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.38 no.113 Ciudad de México Mai./Ago. 2005

 

Artículos

 

Antipaternalismo y antiperfeccionismo en John Rawls y Ronald Dworkin

 

Pilar Zambrano*

 

* Doctora por la Universidad de Navarra, España. Profesora adjunta de ética, en la Facultad de Derecho de la Universidad Austral de Argentina.

 

Resumen

En el presente artículo se señalan las características esenciales del antipaternalismo y del antiperfeccionismo, en los dos autores más representativos del liberalismo político contemporáneo: Rawls y Dworkin. El antipaternalismo constituye para el liberalismo tan sólo una de las consecuencias necesarias del antiperfeccionismo o la independencia de la acción del gobierno respecto de nociones controvertidas del bien moral. Rawls se ubica en la línea antiperfeccionista al conceptuar la justicia, desprendiendo de ella la condición de existencia de una lista de libertades básicas, respecto del bien general. En otra línea de sistematización, Dworkin trata de construir una ética liberal que permita sustentar el sistema político liberal. La autora concluye que el antiperfeccionismo se vuelve sobre el antipaternalismo, no para fundamentarlo, sino más bien para vaciarlo de contenido.

Palabras clave: liberalismo político, derechos fundamentales, ética, jerarquía de derechos, concurrencia de derechos.

 

Abstract

In this article, the author studies the most important characteristics of anti-paternalism and antiperfeccionism as understood by two representatives of contemporary political liberalism: Rawls and Dworkin To liberalism, antipaternalism constitutes one possible necessary consequence of antiperfectionism or the independence from governamental action with respect to disputed notions of moral good. Rawls is positioned in the antiperfectionist field due to his definition of justice, from which he derives the existence of a list of fundamental liberties, related to the general good. For its part, Dworkin seeks to construe a liberal ethics in order to provide the foundations of a liberal political system. The author concludes that antiperfectionism, rather than giving support to antipaternalism, contributes to empty it of content.

Keywords: political liberalism, fundamental rights, ethics, hierarchy of rights, concurrence of rights.

 

Sumario

I. Introducción. II. Las notas esenciales de un sistema liberal en Rawls. III. Ronald Dworkin. Un vano intento de superación.

 

I. Introducción

El liberalismo como tradición de reflexión política es difícil de conceptualizar, como ocurre con cualquier clasificación de líneas de pensamiento. Siempre habrá alguna arbitrariedad en la selección de sus notas esenciales y en la consiguiente inclusión o exclusión de determinados autores y pensadores. No obstante, existen notas o rasgos que casi invariablemente son invocadas por quienes en forma unánime son considerados como partícipes de la tradición, ya fuera o dentro de la misma.

En este sentido, es claro que, como dice Raz: "por definición un liberal es alguien que cree en la libertad".1 La pregunta es ¿libertad de quién, para qué y frente a quién? Pues bien, también es constante la referencia al individuo como titular de esa libertad y al poder político en general como obligado, ya directamente, ya indirectamente, cumpliendo funciones de garante frente a ataques de terceros.

Respecto del "para qué", continuando con Raz, podrían identificarse por lo menos tres versiones de liberalismo político, según cuál sea el principio que rige la utilización de la coacción estatal sobre la libertad individual: a) La que requiere una razón de mucho peso para restringir cualquier manifestación de la libertad individual; b) La que protege determinadas libertades con especial rigor (Locke); y c) La que adopta algún principio de limitación política. Para la tercera línea c) , el principio clásico del liberalismo político, el famoso principio de daño enunciado por John S. Mill en On Liberty, apuntaría no tanto a trazar una separación tajante entre el ámbito espacial privado y el ámbito público, como a identificar razones legítimas e ilegítimas para limitar coactivamente la libertad individual: no sería una razón legítima la búsqueda directa y exclusiva del bien moral del individuo coaccionado.2

Ahora bien, en primer término, este principio —comúnmente denominado "principio de daño" o "principio antipaternalista" — es acogido en diferentes grados por distintas vertientes del liberalismo político contemporáneo. Así, ya es usual la discriminación, entre otras posibles, entre antipaternalismo débil y antipaternalismo fuerte.3 Pero más importante, este principio así definido no puede atribuirse exclusivamente al liberalismo político. Los textos clásicos del iusnaturalismo aristotélico-tomista admiten una clara interpretación a favor de la acogida del principio antipaternalista.4

¿Cuál es, entonces, la nota específica del liberalismo en lo que a la utilización de la coacción respecta? Lo propio del liberalismo parece situarse, no tanto en el principio de daño o antipaternalista, sino más bien en su fundamentación y, subsiguientemente, en el alcance de su aplicación práctica. El antipaternalismo constituye para el liberalismo tan sólo una de las consecuencias necesarias del antiperfeccionismo o de la independencia de la acción del gobierno respecto de nociones controvertidas del bien moral.

En lo que sigue se abordarán las versiones del principio de daño en dos de los autores más representativos del liberalismo político contemporáneo: John Rawls y Ronald Dworkin. Se apuntará particularmente a analizar la vinculación entre el principio de daño y el antiperfeccionismo. Seguidamente, se señalarán algunos problemas que esta vinculación genera para una defensa "fuerte" del primero en un régimen democrático constitucional.

 

II. Las notas esenciales de un sistema liberal en Rawls

Rawls sostiene que, en cuanto liberal, una concepción de justicia debe reunir los siguientes requisitos:

Primero, una definición de ciertos derechos, libertades y oportunidades básicos (de un tipo que resulte familiar en los regímenes constitucionales democráticos); segundo, la asignación de una primacía especial para esos derechos, libertades y oportunidades, señaladamente respecto de las exigencias del bien general y de los valores perfeccionistas; y tercero, medidas que garanticen a todos los ciudadanos medios de uso universal adecuados para que puedan utilizar efectivamente sus libertades y oportunidades.5

La segunda condición, esto es, la primacía especial de una lista de libertades básicas respecto de valores perfeccionistas y del bien general, ubica a Rawls en la línea "antiperfeccionista" y se desdobla en dos exigencias, una teórica y una práctica.

La exigencia antiperfeccionista teórica se refiere al criterio de elaboración o construcción de una concepción de justicia liberal y de la lista de libertades básicas que esta concepción acoge. En este sentido, Rawls explica que el liberalismo aspira a articular una concepción de justicia "independiente", cualidad que no requiere prescindir de valores sustantivos, sino elegir aquellos valores ínsitos en las concepciones de la cultura política democrática —como las de persona, sociedad y razón práctica— que puedan ser respaldados por el común de los ciudadanos.6 Se trata de construir una concepción de justicia a partir de concepciones morales que, aún cuando puedan y deban recabar el consenso de las distintas concepciones comprehensivas del bien que integran el trasfondo cultural civil de una sociedad democrática, no deriven en forma necesaria de ninguna concepción comprehensiva en particular.7 La concepción de justicia, en palabras de Rawls, debe situarse en el centro de un "consenso entrecruzado"8.

Esta exigencia teórica proyecta sobre la acción política, la exigencia antiperfeccionista práctica que Rawls resume en el principio de la "prioridad de la libertad". Desde esta segunda perspectiva, un sistema político liberal comporta la obligación estatal de garantizar un trasfondo equitativo para el desarrollo de las diferentes doctrinas comprehensivas, de forma que no se privilegie o menosprecie a ninguna en particular, ni se acentúen las probabilidades de que los ciudadanos acepten una doctrina particular en detrimento de otras9. Una dimensión de esta exigencia antiperfeccionista práctica es, según se verá, la versión rawlsiana del principio de daño o principio antipaternalista.

1. La lista de libertades básicas adecuada a la exigencia antiperfeccionista teórica

La exigencia antiperfeccionista que aquí llamamos "teórica" manda, según lo anterior, que las concepciones de justicia liberales y, particularmente, las listas posibles de libertades básicas que estas concepciones comportan, se construyan sobre la base de las concepciones de persona, sociedad y razón práctica ínsitas en la cultura política del pensamiento democrático occidental, y que puedan recabar el apoyo entrecruzado de las distintas concepciones comprehensivas del bien. Pues bien, a juicio de Rawls, en la concepción que es capaz de conseguir el apoyo de este consenso entrecruzado, la persona es titular de dos facultades morales: una facultad para albergar un sentido de la justicia; y una facultad para albergar una concepción del bien.10 De aquí que la lista de libertades en una concepción liberal de justicia estaría integrada por aquellas libertades necesarias para el adecuado y pleno desarrollo de estas facultades en lo que Rawls denomina dos "casos fundamentales": la aplicación del sentido de justicia a las instituciones fundamentales de una sociedad —"la estructura básica", en términos de Rawls—; y la capacidad para proyectar, desarrollar y modificar una concepción del bien.

De acuerdo con este criterio, encabezarían la lista las libertades de conciencia y asociación —tendentes a garantizar el ejercicio de las facultades en el segundo caso fundamental—, y las libertades políticas y de pensamiento —tendentes a garantizar el ejercicio de las facultades en el primer caso fundamental—. El resto de las libertades básicas que pueden y deben reconocerse en un Estado constitucional moderno emanaría de la vinculación que pueda establecerse con las libertades recién mentadas y, a través de éstas, con los casos fundamentales.11 El significado y el alcance de la lista de libertades, y de cada libertad en particular, depende —se comprende— de cómo se defina a cada una de las facultades morales, cuyo adecuado desarrollo se ordena garantizar. Dado que el mismo Rawls otorga una cierta preeminencia a la libertades vinculadas al desarrollo de una facultad para el bien, conviene en lo que sigue centrar la descripción en este punto.12

La capacidad para el bien no es otra cosa que la concepción de "razón práctica", propia de la cultura política occidental y susceptible, por ende, de fundamentar en forma independiente una concepción de justicia liberal. Rawls la define como la capacidad para elaborar un "proyecto racional de vida", esto es, un proyecto que ha sido elegido con "plena racionalidad deliberativa", y manifiesta "la preferencia en igualdad de circunstancias, de los mayores medios para realizar nuestros propósitos, y el desarrollo de intereses más amplios y más variados, suponiendo que estas aspiraciones puedan llevarse a cabo".13 A su juicio, esta definición sería lo suficientemente abstracta como para adecuarse a la exigencia antiperfeccionista teórica, esto es, la independencia que sitúa a la concepción de justicia en el centro del "consenso entrecruzado", sin comprometerla con ninguna concepción moral en particular.

Pero Rawls advierte también que la definición formal de racionalidad es demasiado abstracta como para conocer el tipo de objetivos que los proyectos de vida probablemente estimularán y, por ende, para concretar la lista de libertades básicas anexas al segundo caso fundamental —la libertad de conciencia y la libertad de asociación—. Considera necesario entonces complementarla con ciertos "hechos generales sobre la naturaleza humana". Para los propósitos de este trabajo, conviene detenerse en dos de estos "hechos generales" y su mutua relación: el autorrespeto y "la interdependencia social de los valores".

El autorrespeto se define por dos elementos: a) Un sentimiento del propio valor, caracterizado por la convicción de que el proyecto de vida personal vale la pena ser llevado a cabo; b) Una confianza en la propia capacidad para realizar el proyecto.14 Uno de los grandes rasgos de las necesidades y deseos humanos sería su ineludible dependencia del autorrespeto, sin el cual "todo deseo y toda actividad se tornan vacíos y vanos, y nos hundimos en la apatía y en el cinismo". Por esta razón, cualquier concepción de justicia debería "evitar, casi a cualquier precio, las condiciones sociales que socavan el autorrespeto", asegurándose de que sus principios básicos expresen un respeto de las instituciones básicas por los planes de los ciudadanos y, además, lo generen entre ellos mismos.15

La "interdependencia social de los valores" se predica de determinados bienes que, por ser buenos tanto para el proyecto personal de quien los desea como para los proyectos racionales de otros, constituyen los medios para la realización complementaria de la naturaleza humana:

[L]a imaginación y el talento, la belleza y la gracia y otros valores y facultades naturales de la persona son buenos para los otros también Constituyen los medios humanos para la realización de las actividades complementarias, en las que las personas se unen y disfrutan de sus propias realizaciones y las ajenas de su misma naturaleza. Esta clase de bienes constituyen las excelencias: son las características y facultades de la persona que todos consideramos que es racional que se desee tener... Son bienes porque nos permiten llevar a cabo un proyecto de vida más satisfactorio, incrementando nuestro sentimiento de dominio. Al propio tiempo, estos atributos son apreciados por aquellos con quienes convivimos, y el placer que ellos experimentan en nuestra persona y en lo que hacemos apoya nuestra autoestimación.16

Los dos componentes del autorrespeto —el sentimiento del propio valor y la confianza en la propia capacidad para realizar el proyecto de vida—, se sostienen en parte, según Rawls, en el respeto y en la reciprocidad manifestados por los demás17. La capacidad de sostener el autorrespeto de terceros brindándoles la dosis necesaria de estima y respeto es, en este sentido, un caso particular de la interdependencia de los valores.

2. La exigencia antiperfeccionista práctica. La prioridad de la libertad y el principio de daño en Rawls

Hasta aquí las concepciones de persona y de racionalidad práctica que, por su independencia, a juicio de Rawls sirven de punto de partida para la elaboración de una lista antiperfeccionista de libertades básicas. De acuerdo con este baremo, las libertades básicas adjuntas al segundo caso fundamental, libertad de conciencia y asociación, podrían definirse como medios para la confección y el desarrollo de proyectos racionales de vida, de cuyo adecuado ejercicio depende el sostenimiento del autorrespeto, propio y ajeno.

Sigue ahora abordar la exigencia antiperfeccionista práctica, esto es, los cánones que aseguran la prioridad de la libertad sobre intereses utilitaristas o perfeccionistas en la dinámica estatal. Rawls resume estos cánones, en lo que a la limitación coactiva de las libertades básicas concierne, en el siguiente principio:

Una libertad básica cubierta por el primer principio sólo puede ser limitada en aras de la libertad misma, esto es, sólo para asegurar la misma libertad, u otra libertad básica diferente sea debidamente protegida, y para ajustar el sistema de libertades de la mejor manera. El ajuste del esquema total de la libertad depende únicamente de la definición y extensión de las libertades particulares. [E]ste esquema habrá de ser evaluado desde el punto de vista del ciudadano común representativo18.

A su vez, la restricción de la libertad en beneficio de la libertad misma debe mantenerse siempre dentro del marco de la igualdad: "las libertades de unos no se restringen simplemente para hacer posible una mayor libertad para otros. La justicia prohíbe esta clase de razonamientos en conexión con la libertad, del mismo modo que lo hace a la vista de la suma de ventajas".19

En otros términos, todos han de sufrir el mismo tipo de limitaciones en el esquema de libertades básicas, por lo cual la actividad represiva del Estado no se justifica para extender en general la libertad de los demás.

El principio general de restricción por la libertad y dentro de la igualdad se bifurca, finalmente, en dos subprincipios: a) Sólo puede restringirse la libertad del intolerante; b) No se restringe cualquier intolerancia, sino aquella que afecta o pone en peligro la seguridad del tolerante, directamente o través de la vulneración del interés común.20 La intolerancia es directa cuando el ejercicio de la libertad afecta indebidamente el espectro central de alguna o algunas de las libertades básicas de otros ciudadanos. Afecta al interés común, en cambio, cuando interfiere en el orden público y la seguridad pública.

En síntesis, el clásico principio de daño elaborado por Mill es acogido por Rawls en los siguientes términos: únicamente son justificables aquellas restricciones a la libertad necesarias para conservar —no para extender— un sistema igual de libertades para todos —no para algunos—.

3. La independencia y la prioridad de la libertad. La inevitabilidad de los conflictos

Recapitulando, el carácter prioritario de las libertades básicas sobre objetivos perfeccionistas y utilitaristas no solamente perfila un marco de legitimidad para la limitación coactiva de la libertad individual —el principio de daño o la prioridad de la libertad— sino que también, y en forma anterior, ciñe el tipo de concepciones comprehensivas a partir de las cuales debería construirse una concepción de justicia —la exigencia antiperfeccionista teórica—. Según esto, tales concepciones deben situarse en el centro de un consenso entrecruzado: deben ser compatibles con cualquier concepción comprehensiva, pero independientes de todas a la vez.

Esta exigencia antiperfeccionista teórica permite comprender la conveniencia de derivar la lista de libertades básicas de una noción formal de bien y de racionalidad práctica —el bien como racionalidad—, pues la formalidad o abstracción es la garantía tanto de la independencia de la lista, como de su capacidad para generar consenso. Pero los beneficios que la formalización genera en relación al fundamento ético consensual de una concepción liberal de justicia, no son gratuitos en orden a su eficacia: a la vez que la formalización en la definición del bien aparentemente consolida y extiende el consenso entrecruzado en torno a la concepción de justicia, brindándole estabilidad; también obliga a ampliar ilimitadamente el contenido y el significado de los intereses protegidos en las libertades básicas —su espectro central—, multiplicando las hipótesis de conflicto entre ejercicios contrapuestos de las mismas.

En efecto, si la racionalidad de los intereses es puramente relativa al proyecto de vida en el que se insertan, no solamente se amplía ilimitadamente el campo de intereses protegidos por las libertades básicas, sino también el campo de intereses que, desde proyectos paralelos, pueden considerarse afectados por los primeros. Cualquier ejercicio de la libertad individual se torna así potencialmente agresivo y, por tanto, potencialmente restringible. En este punto, el principio antipaternalista o de daño enunciado por Mill, interpretado restrictivamente como el principio de daño físico, comienza a distenderse hasta abarcar cualquier clase de efecto sobre terceros. El análisis de las condiciones de vigencia del autorrespeto es especialmente ilustrativo en este sentido.

El autorrespeto, dice Rawls, se sostiene en la estima y en el apoyo que los demás brindan a nuestros proyectos de vida. Las actitudes o conductas de terceros que expresen desdeño por nuestros proyectos, a contrario sensu, socavan o pueden socavar nuestro autorrespeto. Pues bien, ¿qué actitudes o conductas de terceros expresan desdeño por nuestros proyectos y socavan nuestro autorrespeto? La respuesta, parece claro, depende de la vinculación entre tales conductas y el contenido de nuestros proyectos. Depende, en otros términos, de los "deseos más profundos" que estructuran nuestro proyecto racional de vida: el ejercicio de un determinado culto, el modo de vestirse, de moverse, de hablar... La lista de conductas capaces de socavar nuestro autorrespeto es tan amplia como la infinita gama de deseos que podemos albergar.

Podría cuestionarse en este punto si el socavamiento del autorrespeto de terceros constituye una razón legítima para restringir coactivamente el ejercicio de las libertades básicas. Las pocas dudas a que da lugar la afirmación de que una sociedad debería desterrar "casi a cualquier precio" las condiciones que socavan el autorrespeto se despejan desde los parámetros de utilización de la coacción contenidos en el principio de la prioridad de la libertad. En efecto, este principio no incluye ni excluye a priori conductas específicas del radio de utilización de la coacción estatal, sino razones. Y las razones excluidas en el uso legítimo de la coacción estatal por la prioridad de la libertad no están presentes aquí: no se trata ni de la afirmación de la superioridad del interés público sobre las libertades básicas, ni de la confrontación de éstas últimas con fines perfeccionistas previamente identificados. Se trata, en cambio, de la confrontación de unas libertades con otras, y de la garantía de que sus espectros centrales no resulten conculcados. No obstante, la ampliación del espectro central de las libertades básicas en juego torna ineficaz al principio, en cuanto que acarrea la paralela e inevitable ampliación de las razones para limitarlas coactivamente. Se comprende entonces que el antipaternalismo tan enfáticamente asumido por Mill en el principio de daño y, aparentemente, por Rawls en "la prioridad de la libertad", se licua hasta diluirse casi completamente cuando se lo sujeta a una previa exigencia teórica de antiperfeccionismo.

 

III. Ronald Dworkin. Un vano intento de superación

Si hay una característica indiscutible en la profusa escritura de Ronald Dworkin es su afán superador de propuestas consolidadas en los dos puntos cardinales del ámbito intelectual anglosajón en el cual se mueve: el liberalismo político y el positivismo jurídico. Propuestas consolidadas, no tanto por el paso del tiempo, que en el caso es insignificante, sino más bien por la inercia que naturalmente surge después de la aparición de autores que, como Rawls o H. Hart tan bien han sabido sistematizar, exponer y defender las ideas vertebrales de uno y de otro.21

En lo que aquí interesa, Dworkin advierte que el liberalismo puede encontrar dificultades al momento de fundamentar éticamente su teoría política, pues un rasgo casi definitorio de esta teoría es, precisamente, la exigencia —práctica— de que el gobierno actúe con independencia de cualquier concepción de la vida buena. Esta aparente dificultad ha llevado, apunta Dworkin, a la mayor parte de la doctrina liberal a optar por lo que él denomina "la estrategia de la discontinuidad". Esto es, a separar la teoría política de la teoría moral, no haciéndolas incompatibles, mas sí indiferentes. Se ubica en este campo toda la teoría contractualista, cuyo representante contemporáneo más destacado es, sin lugar a dudas, Rawls".22

Pues bien, Dworkin pretende revertir esta tendencia y trocar la discontinuidad por la continuidad. Pretende, en otros términos, distender la exigencia antiperfeccionista teórica y no solamente unir ética personal y teoría política, sino mostrar cómo, en algún nivel de abstracción, la segunda deriva de la primera. Intentará para esto "construir" una ética liberal que sea lo suficientemente abstracta como para no poner en peligro la tolerancia liberal, y lo suficientemente "robusta" como para que su aceptación comporte también la aceptación de la política liberal. Este doble objeto solamente puede lograrse, a su juicio, si la ética liberal se mantiene neutral respecto de los niveles más concretos de la ética, pero abandona la neutralidad en los niveles más altos de abstracción, donde la ética explica, no cómo vivir, sino cuál es la importancia de vivir una buena vida, de quién es la responsabilidad de hacer buena a la vida, y cuál es el criterio de bondad de una vida.

Estas tres cuestiones hallarían respuesta en el liberalismo ético a través de dos principios de "individualismo ético": el principio de igual importancia y el principio de responsabilidad especial, y desde el modelo ético del desafío. El primer principio establece que es objetivamente importante que las vidas humanas sean exitosas y que esto es igualmente importante para toda vida humana. El segundo declara que aunque todos debemos reconocer la igual importancia del éxito de toda vida humana, la persona de cuya vida se trata tiene una responsabilidad especial y final por este éxito.23 El modelo del desafío, finalmente, responde a la pregunta por el parámetro de una vida exitosa, al adoptar "el punto de vista aristotélico de que una buena vida tiene el valor inherente de un ejercicio ejecutado con destreza".24

Desde esta perspectiva, lo que cuenta en la determinación del éxito de una vida es el ejercicio de la acción, no su resultado, "y la motivación y percepción adecuadas son condiciones necesarias de un ejercicio adecuado".25 Dworkin resume estas ideas en lo que denomina "la prioridad de la integridad ética", y que define como "la condición a la que llega quien es capaz de vivir de acuerdo con la convicción de que su vida, en sus rasgos centrales, es una vida apropiada para él". Y "dar prioridad a la integridad ética convierte en un parámetro del éxito ético la fusión de convicción y vida, y estipula que una vida que no logre nunca este tipo de integridad no puede ser críticamente mejor para alguien que una vida que lo logre".26

La teoría liberal en el nivel político, en consonancia con la estrategia de la continuidad, se limitaría a proyectar estas exigencias éticas en el campo de la práctica política. Así, de ambos principios éticos brota el principio político de responsabilidad, según el cual el Estado tiene el poder y el deber de animar a los individuos a que reflexiva y libremente decidan cuál es el valor que le conceden a la vida humana globalmente considerada, pero no tiene el poder de imponer un punto de vista especial acerca de cómo y por qué la vida humana es sagrada; de tal modo que se garantice, en la medida de lo posible, que los destinos de sus ciudadanos sean sensibles a las elecciones que han hecho.27

Recapitulando, la exigencia antiperfeccionista teórica que en Rawls se manifiesta en el carácter independiente de la teoría política, reaparece en Dworkin con una pretensión de renovación. Ya no se trata de elaborar una concepción de justicia independiente de cualquier concepción ética en particular, sino de elegir una concepción ética que, por su alto nivel de generalidad y abstracción, pueda ser objeto de un amplio consenso. La elección recae sobre el modelo del desafío y, más específicamente, sobre los dos principios del individualismo ético. El principio político de responsabilidad ocupa, por su parte, un lugar análogo a la prioridad de la libertad en Rawls, que hemos dado en llamar "exigencia antiperfeccionista práctica".

1. La exigencia antiperfeccionista práctica y el principio de daño en Dworkin

La exigencia antiperfeccionista práctica —el principio político de responsabilidad— no obliga al gobierno, explica Dworkin, a garantizar cualquier ejercicio de la libertad individual, sino a reconocer una serie de derechos y libertades especialmente inmunes a la injerencia gubernamental y, viceversa, a enumerar una serie de restricciones para esta injerencia.

Dworkin define el siguiente criterio de determinación de la lista de derechos: "tiene sentido decir que un hombre tiene un derecho fundamental en contra del Gobierno, en el sentido fuerte..., si ese derecho es necesario para proteger su dignidad, o su status como acreedor a la misma consideración y respeto o algún otro valor de importancia semejante".28 Una vez establecida la lista de derechos y libertades con este criterio, su restricción se justifica únicamente por las siguientes razones: a) La necesidad de proteger los derechos concurrentes de terceros, b) La necesidad de impedir una catástrofe, y c) La búsqueda de un mayor beneficio público claro e importante (siempre y cuando el derecho en cuestión no se encuentre entre los más importantes o fundamentales).29 Se excluyen especialmente de entre las razones justificatorias de la restricción, la búsqueda de la utilidad general (con la salvedad recién indicada) y la condena moral pública de la conducta en cuestión.30

Según esto, el principio de daño en Dworkin podría enunciarse del siguiente modo: los ejercicios de la libertad especialmente vinculados a la dignidad no pueden restringirse con el fin de maximizar la utilidad común, o de imponer un ideal moral. Pueden restringirse, en cambio, con el objeto de proteger otros derechos, o de impedir una catástrofe pública.

2. El principio de daño en acción. La necesidad de proteger los derechos de terceros

Entre las razones que sí justifican la limitación de los derechos se incluye la existencia de derechos concurrentes. El asunto estriba, parece claro, en determinar el criterio según el cual el gobierno debe escoger entre ejercicios de derechos concurrentes.

En primer término, Dworkin aclara que no basta con que exista riesgo para otros derechos "en forma conjetural o marginal", sino que el riesgo debe ser "claro y sustancial".31 En segundo orden, una vez verificado el riesgo "claro y sustancial" que el ejercicio de un derecho provoca sobre el ejercicio de derechos de un tercero, la determinación de la prevalencia de un derecho sobre otro debería reflejar el orden jerárquico existente entre ambos: "Si el gobierno hace la opción adecuada, y protege el derecho más importante a costa del que lo es menos, entonces no ha debilitado ni desvalorizado la noción de lo que es un derecho; cosa que, por el contrario, habría hecho si hubiera dejado de proteger al más importante de los dos".32

Pero la jerarquización no parece resolver mucho, si no se complementa con algún canon que determine cuándo un derecho es más importante que otro. Aun cuando Dworkin no lo enuncia expresamente, alguna luz puede obtenerse de sus indicaciones acerca de la definición o delimitación de las conductas concretas amparadas en los derechos abstractamente reconocidos.

Según Dworkin, puede discernirse en el seno de los derechos fundamentales entre conductas o casos claramente abarcados en su definición abstracta, y casos no tan claramente incluidos, a los que denomina "casos marginales". Una vez reconocido un derecho en los casos que Dworkin denomina "más claros", el gobierno solamente podría restringir o desconocer "los casos marginales" por alguna razón que sea "congruente con las suposiciones sobre las cuales debe basarse el derecho original".33

Dworkin identifica tres tipos de razones que se acomodan a esta exigencia de congruencia, a saber: a) Los valores protegidos por el derecho original —esto es, la dignidad, la igualdad o algún otro valor de importancia semejante— no están realmente en juego, o sólo lo están en forma atenuada; b) Existe la necesidad de proteger un derecho concurrente en sentido fuerte; y c) El costo social de proteger al derecho en el caso concreto, excede en mucho el costo pagado para proteger al derecho original (abstractamente definido) y justifica cualquier ataque a la dignidad o a la igualdad que pudiera significar.34

No queda claro en la exposición del autor si estos criterios se aplican con anterioridad, con posterioridad, o simultáneamente con los criterios generales de restricción enumerados inicialmente. Sea como fuere, lo que sí parece claro es que en la determinación de la mayor o menor importancia del ejercicio de un derecho frente a otro ejercicio del mismo u otro derecho deberían incidir los puntos a)c) . Según esto, si se trata del mismo derecho, prevalecería el ejercicio que manifieste una relación más directa con los valores protegidos en su enunciado original y/o que menos costo social genere. Si, en cambio, los derechos enfrentados protegieran valores distintos, la comparación debería establecerse entre la relación que cada uno de estos valores mantiene con los dos valores básicos que, según Dworkin, sostienen la pirámide completa de los derechos, a saber, la dignidad y la igualdad.35

Este esquema requiere una última definición: la del punto de vista desde el cual el juez ha de atribuir sentido a los valores reconocidos en los derechos concurrentes. Este punto de vista, según Dworkin, no debiera ser otro que el de la moral institucionalizada en el sistema jurídico en cuestión. Pues bien, la forma más segura de identificar correctamente esta perspectiva, continúa, consistiría en observar los casos claros donde la validez del concepto del valor en examen es indiscutible y, seguidamente, concebir una teoría general que sirviera para dilucidar por qué los que conceptualizan de este modo al valor controvertido valoran también la dignidad.36

La indagación es mucho menos engorrosa de lo que estas indicaciones sugieren por dos motivos. De una parte, porque, como señala Dworkin, normalmente el juez asume como propia la moralidad institucionalizada, y bastaría, por tanto, con que consulte su propio criterio moral. De otra, porque Dworkin considera que en la base de la cultura política occidental y, por tanto, de los sistemas jurídicos que la integran subyace el mismo concepto de dignidad, a saber, "la creencia... en que las personas tienen el derecho y la responsabilidad moral de enfrentarse, por sí mismas, a las cuestiones fundamentales acerca del significado y valor de sus propias vidas, respondiendo a sus propias conciencias y convicciones".37 Se trata de una reproducción casi textual del ya mentado principio ético de responsabilidad. La moralidad institucionalizada en los sistemas jurídicos de occidente se identifica, por esta vía, con la ética liberal: la ética del desafío.

3. Una vez más, del antiperfeccioinismo a la conflictividad y a la ineficacia del principio de daño

Recapitulando, en el establecimiento de un orden jerárquico entre derechos concurrentes y/o entre distintos ejercicios de un mismo derecho, el juez debería evaluar cuál de las pretensiones en juego se vincula más directamente con el valor o los valores protegidos con su reconocimiento. Estos valores serán, o bien la dignidad y la igualdad de consideración y respeto, o bien algún otro valor también ordenado por la exigencia de respeto a la dignidad. Dada la natural amplitud conceptual de los enunciados de valor, los jueces deberían definir en los casos concretos su significado, indagando en la moralidad institucionalizada en el sistema jurídico. Esta moralidad no es otra que la moralidad del desafío. La mayor o menor vinculación de un derecho con los valores tenidos en miras con su reconocimiento, y la consecuente jerarquía entre derechos se define, por tanto, desde el modelo del desafío.

Ahora bien, lo que caracteriza a este modelo es, precisamente, la formalidad o abstracción de los valores que articula. El modelo del desafío no propone, en efecto, ninguna concepción particular del valor de la vida humana y de los restantes valores que la tornan digna de ser vivida, sino la aserción formal de que la vida tiene algún valor cuyo significado corresponde determinar a cada persona por sí misma, con la fuerza de la convicción como parámetro. Según esto, la jerarquía de los derechos fundamentales se sigue del orden de prelación que cada persona establezca entre los valores que estos derechos acogen. Pero tan determinante es la convicción personal para la dotación de sentido a los valores protegidos en los derechos fundamentales y su ordenación jerárquica, como lo es para la identificación de las conductas que agravian estos valores y derechos. Y no es ocioso subrayarlo, cualquier conducta, independientemente de su carácter transitivo o autorreferente es potencialmente subversiva de una escala de valores que no tiene más fundamento que la fuerza de la convicción personal. Una vez más, entonces, se multiplica la virtualidad agresiva de los derechos fundamentales, las posibilidades de conflicto entre ejercicios concurrentes e, inevitablemente, las razones para restringirlos. Una vez más el antiperfeccionismo se vuelve sobre el antipaternalismo, no para fundamentarlo, sino más bien para vaciarlo de sentido.

 

Notas

1 Raz, J., "Liberalism, Autonomy and Politics of Neutral Concern", Midwest Stud. Phil. 89, 1982, pp. 89-120, p. 89.         [ Links ]

2 Idem.

3 Una clasificación bastante consolidada entre distintos tipos de paternalismos es la que ofrece el bioeticista James, F. Childress: a)Paternalismo extendido o limitado: el primero se extiende a capaces e incapaces, mientras que el segundo se dirige exclusivamente a proteger a los incapaces; b) Paternalismo positivo o negativo: el primero incluye la promoción del bien del individuo coaccionado, mientras que el segundo se limita a prevenir el mal; c) Paternalismo débil y fuerte: en el primero los valores tenidos en miras con la injerencia son los del individuo coaccionado, mientras que en el segundo son ajenos al mismo. Who Should Decide? Paternalism in Health Care, New York-Oxford, Oxford University Press, 1982, pp. 16 y ss.         [ Links ] Un tratamiento completo de éstas y otras versiones de paternalismo puede hallarse en Kultgen, J., Autonomy and Interverntion. Parentalism in the Caring Life, New York-Oxford, Oxford University Press, 1995, Part IV.         [ Links ]

4 Cfr. Finnis, J., Aquinas. Moral, Political and Legal Theory, Oxford University Press, 1998, cap. VII.         [ Links ]

5 Rawls, J., El liberalismo político, trad. de Antoni Domènech, Barcelona, Crítica, 1996, p. 36.         [ Links ]

6 Rawls denomina también a esta independencia "neutralidad de propósitos". La neutralidad de propósitos se distingue de la neutralidad procedimental, que aspira a dirimir las exigencias de las partes en conflicto sin apelar a ningún valor, o bien apelando a valores neutrales (tales como la imparcialidad, la igualdad de oportunidades, etcétera). Ibidem, pp. 225-227. El liberalismo descrito por Rawls, se aparta claramente de la segunda, en cuanto propone elaborar las concepciones políticas de justicia a partir de las concepciones substantivas de persona, sociedad y razón práctica que puedan recabar el apoyo de un consenso entrecruzado.

7 "Una concepción... es comprehensiva si incluye concepciones acerca de lo que es valioso para la vida humana, ideales de carácter de la persona, así como ideales de amistad y de relaciones familiares y asociativas, y muchas otras cosas que informan acerca de nuestra conducta y, en el límite, sobre la globalidad de nuestra vida". Rawls, J., El liberalismocit., nota 5, p. 43. El requisito de la independencia, que aquí denominamos "exigencia antiperfeccionista teórica" es una dimensión de lo que Rawls denomina, en la Teoría de la justicia, "la prioridad de lo justo" (cfr. Teoría de la justicia, trad. de González María Dolores, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1978, pp. 51 y ss.         [ Links ]) que fue, en su momento, el principal flanco de las críticas comunitaristas al liberalismo de Rawls. Un buen resumen de estas críticas se encuentra en Mulhall, S. y Swift, A., Liberals and Comunitarians, Cambridge, Blackwell, 1992.         [ Links ] Destaca en este ámbito, por su rigor y originalidad, la obra de Sandel, M., Liberalism and the Limits of Justice, Cambridge University Press, 1982.         [ Links ] Para una mención completa de la bibliografía comunitarista más importante referente a este punto, cfr. Sandel, M., "Political Liberalism", Harvard Law Review, núm. 107, 1994, p. 1767, n. 13.         [ Links ] La necesariedad de la independencia teórica (o, en términos rawlsianos, de la "deontología", cfr. Teoría, cit., en esta misma nota, p. 48), para la justificación del liberalismo es objetada desde el seno del mismo liberalismo. Cfr., en este sentido, Dworkin, R., Ética privada e igualitarismo político, trad. de Antoni Domènech, Barcelona, Paidós, 1993, pp. 53-59;         [ Links ] Raz, J., The Morality freedom, Oxford, Clarendon Press, 1988, pp. 117-133.         [ Links ]

8 Ibidem, pp. 165 y ss.

9 Ibidem, pp. 224 y ss.

10 Ibidem, pp. 59-65. La pretensión rawlsiana de "construir" una concepción de persona "independiente", ha sido el núcleo de las críticas comunitaristas que, como se indicó, se proyectaron antes sobre la "prioridad de lo justo" desarrollada inicialmente en la Teoría de la justicia. Ya es un lugar común la expresión de Sandel "the unencumbered self" (el yo desarraigado), para señalar la artificialidad de la abstracción de la concepción de persona acogida en la Teoría de la justicia y, particularmente, la raíz de esta abstracción en las exigencias epistemológicas derivadas de la prioridad de lo justo (cfr. Sandel, M., Liberalism..., cit., nota 7, pp. 7-11). Lo novedoso de la idea de una concepción política e independiente, en todo caso, es la aclaración acerca de la limitación cultural de la independencia. En este sentido, así como a partir de las conferencias dictadas durante la década de los ochenta y, en especial, desde la aparición de El liberalismo político es incuestionable que "lo justo" no tiene alcances universales, lo mismo debe afirmarse respecto de la concepción política de persona articulada por "lo justo". Sobre este giro, cfr. Sandel, M., "Political Liberalism"..., cit., nota 7, pp. 1773-1776. Para una respuesta a la crítica de Sandel, sugerida por el mismo Rawls, El liberalismo..., cit., nota 5, p. 57, n. 29) cfr. Kymlicka, W., Liberalism, Community and the Culture, Clarendon Press, 1989, cap. IV.         [ Links ] Una objeción a esta concepción de persona desde las líneas liberales puede encontrarse en Galston, W. A., Liberal Purposes: Goods, Virtues, and Diversity in the Liberal State, Cambridge, 1991, pp. 118-39;         [ Links ] Michelman, F., "The Subject of Liberalism", Stanley Law Review, núm. 46, 1994, pp. 1818-1820.         [ Links ] A estas críticas comunitaristas y liberales cabe agregar, finalmente, las críticas referidas a la incoherente falta de neutralidad moral en que se funda esta asepsia moral. Cfr., en este sentido, Finnis, J., "Duties to oneself", Columbia Law Review, núm. 87, 1987, pp. 435 y ss.         [ Links ]; George, R. P., Making Men Moral, Clarendon Press, p. 135.         [ Links ]

11 Ibidem, pp. 368 y ss.

12 Ibidem, pp. 209 y ss.

13 Rawls, J., Teoría de la justicia..., cit. , nota 7, p. 467.

14 Ibidem, p. 486.

15 Rawls, J., El liberalismo..., cit., nota 5, pp. 351 y ss.

16 Rawls, J., Teoría de la justiciacit., nota 7, pp. 489 y 490.

17 Ibidem, pp. 477-487.

18 Rawls, J., El liberalismo políticocit., nota 5, p. 236.

19 Ibidem, p. 254.

20 Idem.

21 Sobre las dos dimensiones de la obra de Dworkin, cfr., entre otros, el prólogo de Albert Calsamiglia a Dworkin, R., Los derechos en serio, trad. de M. Guastavino, Barcelona, Ariel, 1997, pp. 7 y ss.         [ Links ], y el prefacio de Marshall Cohen a Cohen, M. (ed.), Ronald Dworkin & Contemporary Jurisprudence, London, Duckworth, 1984, pp. IX y ss.         [ Links ]

22 Cfr. Dworkin, Ética privada..., cit., nota 7, pp. 53 y ss.; Dworkin, R., Sovereign Virtue. The Theory and Practice of Equality, Cambridge, Massachusetts, London, Harvard University Press, 2000, pp. 237 y ss.         [ Links ] También Rawls distingue su propia teoría justificatoria de la teoría de Dworkin: cfr. Rawls, J., El liberalismo..., cit., nota 5, p. 245, n. 42. La necesariedad de la independencia teórica (o, en términos rawlsianos, de la "deontología", cfr. Rawls, J., Teoría..., cit., nota 7, p. 48) para la justificación del liberalismo también es objetada por otros autores pertenecientes a la tradición liberal como, entre otros, Raz, J., The Morality...cit. , nota 7, pp. 117-133.

23 Dworkin, R., Sovereign Virtue..., cit., nota 22, p. 7.

24 Dworkin, R., Ética privada..., cit., nota 7, p. 116.

25 Ibidem, p. 144.

26 Ibidem, pp. 146 y 147.

27 Dworkin, R., El dominio de la vida, una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual, trad. de R. Caracciolo y V. Ferreres, Barcelona, Ariel, 1994, pp. 198 y 200;         [ Links ]id., Sovereign Virtue, cit., nota 22,pp. 7, 239-240.

28 Dworkin, R., Los derechos..., cit., nota 21, p. 295.

29 Ibidem, p. 286.

30 Ibidem, pp. 349 y ss.

31 Ibidem, p. 302.

32 Ibidem, p. 288.

33 Ibidem, p. 295.

34 Ibidem, p. 297.

35 Ibidem, p. 295.

36 Ibidem, pp. 203-206.

37 Dworkin, R., El dominio de la vida..., cit., nota 27,pp. 216 y 217.

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