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Boletín mexicano de derecho comparado

versão On-line ISSN 2448-4873versão impressa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.38 no.112 Ciudad de México Jan./Abr. 2005

 

Bibliografía

 

Valadés, Diego, El gobierno de gabinete

 

Sergio García Ramírez*

 

México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2003, 124 pp.

 

* Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos e investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

 

Cuando se trata de apreciar una obra que propone medidas profundas en la organización política, que implican cambios de gran alcance y relevantes consecuencias, el observador debe mirar con cuidado el bagaje del autor de las propuestas, para medir su conocimiento del tema que examina, la autoridad que tiene y la competencia que posee o pudiera poseer como ingeniero de la política. En este caso se encuentra la obra que ahora examino, un texto relativamente breve colmado de información, reflexión y sugerencias. El autor de la propuesta -que de eso se trata, no apenas de un diagnóstico o una revisión bibliográfica- reúne, sin duda, las condiciones que es preciso satisfacer para llevar adelante un examen como el que aquí presenta y elevar una propuesta como la que ahora sostiene.

Diego Valadés, actual director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, doctor en derecho por la Universidad Complutense de Madrid -donde ha contado entre sus maestros a Pedro de Vega, de quien es hoy colega distinguido-, tiene en su haber una obra copiosa en la ciencia política y la doctrina constitucional. Se le deben numerosos ensayos sobre múltiples asuntos del ordenamiento supremo y de sus aplicaciones más interesantes. En su bibliografía hay títulos acerca de la "dictadura constitucional" en América Latina -esto es, el régimen de excepción que se entroniza al abrigo de una Constitución y supuestamente para protegerla-, las reformas constitucionales, la conexión entre Constitución y política, el control del poder, el sistema democrático, para no mencionar sino algunos de los temas que aborda su obra académica abundante y destacada.

Ahora bien, hay que ponderar igualmente -y es esto lo que ahora me interesa, como prenda sobre la seriedad de la propuesta- que Valadés, buen conocedor de la teoría, es también hombre de Estado: ha desempeñado numerosas funciones públicas relevantes en los tres poderes del Estado -u órganos por los que el pueblo ejerce el poder que le compete- y en diversos planos del gobierno. En efecto, ha sido director jurídico y secretario de gobierno del Distrito Federal, procurador de justicia en esta entidad, procurador general de la república, diputado en el Congreso de la Unión y ministro de la Suprema Corte de Justicia. En el orden estadual, ha tenido a su cargo la secretaría general de gobierno de Sinaloa. Además, fue embajador de México en Guatemala. En la vertiente universitaria, ha sido director general de difusión cultural y abogado general de la UNAM, y hoy es, como dije, director del Instituto de Investigaciones Jurídicas.

No he pretendido hacer una biografía del tratadista, pero tampoco detenerme en su bibliografía y muchos menos apenas en el texto de este libro. Entiendo, como antes dije, que es importante la trayectoria, la hoja de vida, digamos, del tratadista erigido como ponente de una nueva ordenación política. Es obvio que por haber estudiado mucho y vivido otro tanto, Valadés puede apreciar la realidad de México en este orden de su existencia colectiva y plantear ciertos cambios que entrañan cirugía mayor y delicada. De lo contrario, la propuesta pudiera ser el resultado, ameno si se quiere, de la erudición académica o de la imaginación política, ambas plausibles pero absolutamente insuficientes a la hora de sostener, con rigor y veracidad, una gran propuesta de reforma. Cuando se tienen a la mano, en cambio, todos los instrumentos necesarios -cultura y experiencia-, el ponente lleva adelantado un buen camino y sabe atraer la confianza de quienes estudian sus textos, como ahora sucede a propósito de El gobierno de gabinete, tratado elaborado in vivo, no sólo in vitro, lo cual le confiere fundamento, sustancia y atractivo.

No es insólito que haya en nuestras letras jurídicas inquietud creciente, que todos los días nos convoca, por examinar la situación que guarda México y emprender sugerencias conducentes a encaminarla del mejor modo posible. Hay caldo de cultivo para los politólogos y los constitucionalistas, como lo hay -el mismo, desde luego- para los ciudadanos comunes, una categoría bulliciosa en la que entramos millones de mexicanos- que todos los días y a todas las horas discurrimos sobre el presente y el futuro: aquél, movedizo, y el segundo, incierto. En consecuencia, una inteligente aportación al debate llega en buen momento y contribuye a la reflexión que se halla en curso.

¿Qué tenemos? ¿Cómo estamos? Cualquier respuesta de primera intención descubre la presencia de circunstancias apremiantes que engendran encrucijadas, enigmas, desafíos -para emplear la palabra socorrida- que en otras condiciones carecerían de oportunidad o pertinencia. Nuestras condiciones, en cambio, las propician y las encrespan. Estamos, es evidente, en el final de una era y, por lo mismo, en lo que pudiera ser -¿pero lo es?- el principio de otra. Digamos, con llaneza, que se trata de un final previsible, pero insuficientemente previsto, mal preparado y tramitado, aunque hubo tiempo para prepararlo y voces que lo sugirieron.

Lejos de emprender el trazado de la nueva era, dejamos que el tránsito corriera y que las cosas sucediesen como ellas mismas, dejadas a su ímpetu, lo resolvieran. De ahí que hayamos ingresado en una etapa a la que algunos denominan, con nombre excesivo, "transición", y otros, con designación ligera, "transición a la democracia", sin contar con los medios para iniciarla, continuarla y culminarla. Mejor fortuna han tenido otros movimientos, ellos sí verdaderas transiciones del autoritarismo a la democracia, como sucedió en España, merced a una generación de políticos y juristas perspicaces y laboriosos. Esta ha sido una operación sistemática, fluida, en contraste con la nuestra, achacosa y convulsiva.

Nos atarea, como concepto y como quehacer, lo que llamamos reforma del Estado. Cada quien tiene, por supuesto, su idea acerca de esta reforma: lo que es, lo que entraña, lo que requiere. Idea que se desprende de la noción que se sustente acerca del Estado y del significado que éste reviste para los individuos. Por todo esto, el estudio del tema comienza por definir el contenido de esta denominación equívoca, que se enarbola como bandera en campaña.

Hay que reformar al Estado, para que satisfaga las expectativas de la sociedad y las necesidades y potencialidades de los ciudadanos. Se reformó al Estado en las postrimerías del siglo XVIII, a través de hondas redefiniciones sobre la relación entre el poder público y los individuos de los que toma legitimidad y sentido. Y se reformó de nuevo en el alba del siglo XX a través de los movimientos sociales, revoluciones o evoluciones, que trajeron consigo nuevas definiciones sobre el mismo asunto. Si convenimos en que el Estado se instituye para servicio de la sociedad y del hombre y en que tiene por encargo -único, no sólo último- la felicidad del pueblo y la tutela de los derechos fundamentales de los ciudadanos, concluiremos que la reforma del Estado debiera ser, ante todo, un cambio en esas relaciones de poder y servicio, que se traduzca en más felicidad para el pueblo y mejor observancia de los derechos radicales. Las reelaboraciones sobre el trato entre los órganos del Estado, su composición y sus facultades, deben atender a este designio.

En nuestro país, las condiciones de la vida pública actual -y más concentradamente de uno de sus ejes: la vida política- han generado un fervor explicable, y además probablemente necesario, por la especulación futurista. Queremos, o eso parece, que las manecillas del reloj aceleren su marcha, anden con extremada prisa para que el futuro penetre a borbotones, inclusive antes de que suenen las horas que lo acompasan. Esto nos lleva a incurrir, como nuevo ejercicio generalizado, en "preelecciones" precipitadas y personalistas, que distorsionan los tiempos de la política, dejan de lado los grandes programas, subestiman a la nación y a los nacionales, y se aventuran por rumbos desconocidos. Enhorabuena, convendríamos, si esto se hace con talento, previsión, responsabilidad y prudencia. ¿Es así como se está haciendo?

Ciertas decepciones muy profundas, muy ruidosas, que dominan nuestra experiencia y nuestras deliberaciones, han traído consigo el reexamen de modelos orgánicos y funcionales. Se analiza, por ejemplo, el parlamentarismo, que también lleva críticas a cuestas. Vale preguntarse qué es lo que decepciona en este punto, si el parlamentarismo en sí mismo o un parlamento concreto, integrado con hombres de carne y hueso que ocupan los escaños del gran congreso. Sea lo que fuere, los analistas sugieren algún ingrediente de presidencialismo como remedio para el mal parlamentarismo, donde lo haya.

Se estudia igualmente -y este es el caso de México- el presidencialismo, una dominante en nuestra biografía política, con raíces muy hondas, desarrollo poderoso, follaje abundante. Las críticas son mayúsculas: poseen la dimensión que ha tenido el declinante presidencialismo. Y aquí, ¿qué es lo que más decepciona? ¿El presidencialismo en abstracto o quien lo encarna en concreto, es decir, el presidente en turno, de carne y hueso? No se olvida, sin embargo, que el modelo deficiente puede ser aprovechado, o peor aún, exacerbado por el individuo ineficiente. En todo caso, se plantea, cuando no un recorrido total del péndulo, que instale de plano el parlamentarismo, algunos datos tomados de éste o sugeridos por él como remedio para el mal presidencialismo, en dosis homeopáticas o masivas.

En diversas partes de su libro, el profesor Valadés discurre sobre puntos específicos que conviene traer a cuentas, en tanto constituyen cimiento de sus reflexiones y proposiciones. Acerca de la historicidad y localidad -si se me permite la expresión- de las instituciones políticas, que brindan soporte a la propuesta de cambios útiles sin mengua de la identidad esencial de aquéllas, escribe:

En la historia constitucional no ha existido institución alguna que no requiriera de ajustes periódicos. Las instituciones están sujetas a múltiples vicisitudes que hacen inevitable su permanente acoplamiento a los cambios culturales y que corrigen las desviaciones a las que siempre se encuentran expuestas. Las instituciones constitucionales, incluso las que parecen semejantes, actúan de manera diversa en el tiempo y en el espacio (p. 2).

Esto debe ser tomado en cuenta tanto a propósito del modelo presidencial general, que es el estdounidense, referencia para diversas aplicaciones especiales, como en lo que respecta a estas últimas, que han aportado sus propias novedades. Muchos otros ejemplos vendrían al caso, en el mismo marco de la política: en mi concepto, uno de los más relevantes es el federalismo, para aliviar la frecuente pretensión de cotejar los federalismos latinoamericanos -y, sobre todo, el mexicano- con el tipo original estadounidense.

Hay, es evidente, un sustrato social en las instituciones políticas. Lo sabe perfectamente el indagador del derecho que posee, también, experiencia de primera mano en la vida misma de aquéllas. A este respecto, el autor puntualiza: "El sistema presidencial mexicano es resultado de una larga elaboración política y constitucional. Esto debe ser tenido en cuenta en el momento en que se plantea su transformación, porque no se trata de reencauzar una invención caprichosa o fortuita, sino de modificar un proceso histórico" (p. 73). Es verdad, como lo es, que este sistema tiene asideros y explicaciones en otros órdenes: el social, el económico, el cultural, el psicológico, todos los cuales guardan relación íntima con un dato mayor de nuestra existencia: el centralismo. Presidencialismo es centralismo en la ordenación de la política: aquél y éste se miran mutuamente, como en un espejo. No olvidaré, por lo demás, el tlatoanismo mexicano -pido licencia para el neologismo-, que es el dato psicológico, casi religioso, del presidencialismo sembrado y desarrollado en nuestro suelo.

Desde luego, con estos fundamentos aparecen las preguntas naturales, que la obra excelente examina y contesta. ¿Por qué conviene meter bisturí al presidencialismo que se tiene? Supuesto que convenga modificarlo -y de hecho se está modificando, bajo el impulso de las circunstancias, en un rumbo y con un sentido inseguros-, ¿hasta dónde es pertinente, es decir, saludable, conveniente, provechoso hacerlo? Además: ¿cómo se realizaría la reforma, lo cual apunta hacia temas jurídicos, pero también, y esencialmente, políticos? ¿Con qué? ¿Con quién? Menciono esto último, para que no caigamos, una vez convencidos de la pertinencia de la reforma y provistos de ideas y argumentos, en el precipicio que ha recibido, a reserva de nuevas escalaciones, algunas propuestas aparatosas en el terreno de lo que llamamos "reformas estructurales", como sería la que sustenta el profesor Valadés.

El tratadista examina reformas indispensables que se hallan en curso en diversos países latinoamericanos. La obra es un buen panorama de la situación que éstos guardan, conforme a la letra de las reformas constitucionales incorporadas para encauzar la nave del Estado y hacer más fluido su manejo. Todos esos países, o casi todos, han recogido el sistema presidencial y ninguno ha proclamado el cambio de este rótulo. Sin embargo, muchos han "impreso una nueva configuración al presidencialismo. Se han dejado de lado las deliberaciones concernientes a la denominación y, con sentido pragmático, se ha procedido a buscar la aclimatación de instituciones parlamentarias en el contexto de una tradición presidencial dura, centralizadora y autoritaria" (p. 63). Es en este giro donde cobran presencia las figuras que asumen, tomándolas de manos del tradicional presidente de la república, funciones de gobierno: jefe de gobierno, jefe de gabinete, coordinador. Así, aquél retiene la condición de jefe de Estado, que confiere a su desempeño cierta distancia con respecto al oleaje político y le permite mediar en casos de conflicto y mantener el equilibrio y la confianza.

Es sugerente la revisión que se hace del "neopresidencialismo" que da color al derecho constitucional común latinoamericano, en el cual destaca lo que el tratadista llama "racionalización de los sistemas presidenciales (que) se está consiguiendo por la vía de la desconcentración del poder" (p. 35). Bajo este concepto, examina la designación de los ministros, la composición y funciones del gabinete, la coordinación de éste, la concurrencia de los ministros al congreso, los temas de confianza, interpelación y censura de los ministros, y otros extremos relevantes. Del conjunto se deduce el esfuerzo considerable por llevar a cabo la mencionada desconcentración, reflejar en el gabinete la composición de fuerzas políticas y ponderar la relación emergente entre el Ejecutivo y el Legislativo, no tanto en su misión legiferante, que no se altera, sino sobre todo en su competencia controladora del gobierno, que pone a éste lindero y, en ocasiones, corrección y dirección.

No quiero dejar de lado una interesante elaboración del autor bajo el rubro "Breve excurso sobre la formación del sistema presidencial mexicano" (pp. 77 y ss.), apartado en el que emprende una suerte de tipología presidencial mexicana -no sólo de personas, sino de estilos personales que acaban por ser estilos institucionales e incluso centros de gravedad histórica. Es aquí que se suceden varias etapas, con carácter propio, pero no mutuamente excluyentes, sino acumulables y acumuladas, como las edades de las pirámides -al fin y al cabo nuestro presidencialismo es una enorme construcción política-, con cierto beneficio de inventario que los sucesores dejan claro frente a los antecesores, para consumo de la historia.

La primera etapa, "encarnada" en un personaje característico, al igual que las otras, es calificada como "caudillismo". El paradigma es Morelos, caudillo como pocos, tal vez mayormente arraigado en el culto popular que el otro general en jefe de la hora insurgente: Miguel Hidalgo y Costilla. Una segunda etapa, larga sucesión de tropiezos, esperanzas y desgracias, se halla encarnada por Antonio López de Santa Anna, el dictador resplandeciente, nombrado así por Rafael F. Muñoz. A esta etapa se le identifica como "despotismo". Aquí hay un buen deslinde entre la dictadura que ejerce un personaje lúcido con cierta idea sobre la nación y el futuro, y el mando caprichoso que empuña un individuo en función de sus humores, sus amores y sus terrores, como ocurriera con quien asumió y declinó la presidencia en numerosas ocasiones de la más angustiosa etapa del siglo XIX: "personalismo primitivo al que en cada caso se acomodaron las leyes en vigor" (p. 76).

Vino luego el "liderazgo republicano" de Benito Juárez, que se explica y justifica por varias razones: no sólo el temperamento fuerte, la conducción enérgica, perseverante, inmutable del presidente, sino las condiciones del país antes de la intervención francesa, es decir, cuando chocaban liberales y conservadores, sin injerencia externa, y durante aquélla, bajo la presión de una monarquía importada, otra expresión de nuestra frecuente búsqueda de cabezas que piensen y manos que gobiernen fuera de nosotros mismo. En este periodo -indica Valadés-, don Benito ejerció un liderazgo republicano -era, en cierto modo, encarnación de la república asediada- y personalizó el poder: "Juárez se había habituado a ejercerlo y el país se había habituado a aceptarlo" (p. 79).

Llegó la prolongada dictadura porfirista, que muchos añoran, y que caracteriza de esa manera una etapa del presidencialismo mexicano. Hubo represión, comenta el autor -y vaya que la hubo!-, pero "con el tiempo el ejercicio autocrático del poder se fue disfrazando bajo las suaves maneras del altiplano mexicano que, desde el virreinato, tanto llamaron la atención de los viajeros europeos" (p. 80). La dictadura del antiguo antirreleccionarista y presidente reelecto sin medida lesionó, finalmente, a la nación. Es frecuente que se pondere la excelencia de cierta obra material porfiriana, y de esta suerte se disimule el desastre moral y político.

Valadés recuerda que con la dictadura "se ocasionó un nuevo daño a las instituciones mexicanas: el hábito de la ficción" (p. 81). Efectivamente, entre la Constitución que debía observar el grupo gobernante y la realidad que en efecto producía medió un abismo. Pocos autores lo han puesto en evidencia con tan ilustrado análisis como Emilio Rabasa, hombre de ese tiempo. Destaquemos que ese há bito de ficción tiene antigua cuna: en buena parte de nuestra historia previa se explayó la vieja consigna de los ocupantes peninsulares, resistentes a cuanto mellara su poder y su riqueza, cada vez que las disposiciones provenientes de España no servían a sus pretensiones: "Acátese, pero no se cumpla". Buena manera de quedar bien con el soberano, que ordena, y con la realidad, que prevalece. De este género ha sido nuestra frecuente conducta frente al orden jurídico y nuestra tenaz renuencia a una genuina cultura de la legalidad.

Por lo que toca a la violencia porfiriana en el ejercicio del poder, no podría menos que echar la mirada hacia atrás y hacia adelante. Violentos han sido, en efecto, muchos periodos de la vida política. La violencia ha sido factor de la construcción material del país, por más que se opusiera a su mejoramiento moral. Y con ella han tenido que lidiar los gobiernos, demócratas o autoritarios: aprovechar a los violentos para dar pasos adelante en la pacificación y la estabilización del país. Curiosa paradoja! Es interesante recordar ahora la meditación que pone Agustín Yáñez -otro conocedor de la política, por encima de las lecturas- en uno de los personajes de La tierra pródiga:

Después de todo, ¿pudieron ser de otro modo los conquistadores? No serán los alegadores de café que componen el mundo en tres patadas quienes puedan venir a estas tierras; eran así los conquistadores y de ellos se valieron los reyes; ladrones, asesinos, sinvergüenzas: rico país que puede contar con esta gente y lanzarla al futuro; aquéllos también hablaban de alzarse con la tierra, y lo que hicieron fue labrarla para su Rey y Señor; pobre país el que no sepa aprovechar la fuerza primitiva de los desalmados y meterlos en cintura.

Vuelvo al hilo del "Breve excurso" que Valadés aloja en su libro. En seguida de la dictadura se llegaría a un "presidencialismo constitucional". De éste, muy complejo, hay representación múltiple, no encarnación unipersonal. Se podría evocar ahora la punzante observación de Daniel Cossío Villegas acerca del estilo personal de gobernar. Sin embargo, tampoco en esta etapa se hizo todo -pero sí mucho- conforme al talante del Ejecutivo: un amplio número de factores llegó a determinar la conducta del gobierno, además de que ésta reflejara la manera de ser de quien lo encabezaba y, en cierto modo, resumía. No sé si los días que corren se hallen también dentro del presidencialismo constitucional. Probablemente sí, aunque tengan caracteres propios. No se ha producido, desde luego, el final de la historia. ¿Diríamos que en la actual etapa ese presidencialismo podría reconocerse como "pintoresquismo mesiánico"?

La porción final de la obra es, al mismo tiempo, la parte propositiva, que se alza sobre las descripciones, análisis y reseñas que antes mencioné. Evidentemente -vuelvo a las consideraciones hechas en algunos párrafos iniciales de esta nota- a este lugar acuden las tensiones que caracterizan nuestra hora; son ellas, en la más apreciable medida, las que desencadenan la exigencia de repensar el sistema político mexicano, ya muy reformado a través de cambios frecuentes en el régimen electoral, y proporcionar a los actores del presente, para que sean autores del futuro, algunos lineamientos que merecen reflexión.

No puedo ignorar, en el acervo de precisiones que suministra Valadés, algunos párrafos significativos en los que destacan ciertos datos precipitantes del estudio realizado y la reforma planteada. Dice nuestro autor, por ejemplo, que las tensiones:

Se magnifican cuando un presidente no satisface las expectativas suscitadas con motivo de la campaña electoral, cuando sus facultades de gobierno (¿cuáles, apostillaré: las atribuciones constitucionales o las aptitudes personales?) no son suficientes para hacer frente a las responsabilidades que le conciernen, o simplemente cuando se involucra de manera directa en coyunturas de fricción con las fuerzas políticas, con los medios o con los grupos de presión que deterioran su capacidad real de gobierno o afectan la objetividad de sus decisiones (p. 58).

Es entonces, señala, cuando se advierte la ventaja de canalizar las presiones hacia el gabinete y su coordinador -el jefe de gabinete, el jefe del gobierno o la figura que hace estas veces-, en vez de proyectarlas, todas, directamente sobre el jefe del Estado, llamado a ser, más bien, un agente de moderación, garantía de estabilidad republicana.

Otra observación: "La naturaleza mediática de la política ha propiciado el acceso al poder de personas más adiestradas en cuestiones de comunicación que en tareas de gobierno". Y "son frecuentes los casos de personas aptas para atraer electores e ineptas para desempeñar labores políticas de gobierno. En estos casos el remedio institucional no consiste en relevar al elegido, lo que supone una crisis constitucional, sino en ofrecerle opciones para que el gobierno sea puesto en manos experimentadas" (pp. 58-59). Todo lo que se dice en estas líneas y lo que he transcrito en el párrafo anterior constituye una reseña de la más reciente experiencia mexicana y un llamado de atención sobre la pertinencia -quizás el autor diría urgencia- de hallar salidas al problema en el que estamos inmersos.

Lo que Diego Valadés sugiere es la adopción de un gobierno de gabinete en México y para México; es decir, un gobierno que asuma las ventajas del manejo y la decisión en gabinete, sin expulsar de la escena, totalmente, la versión nacional del Poder Ejecutivo. Vale recordar que ya hubo experiencias, y tal vez las hay, tras bambalinas, de trabajo corporativo de los miembros del gabinete presidencial, aunque siempre sujetos a la dirección y decisión final del presidente de la república. Tales han sido los gabinetes especializados, que no fueron mucho más allá de ser comisiones intersecretariales del más alto nivel.

En el régimen de gabinete que propone Valadés, no se trata apenas de reuniones en las que los secretarios del despacho transmiten información y el presidente aporta las decisiones, sino de foros de participación y corresponsabilidad en la toma de aquéllas fuera de la autoridad presidencial. Véase, por ejemplo, que en el concepto de Valadés:

Al gabinete le debe corresponder analizar y aprobar el proyecto de ingresos y de presupuesto, así como las iniciativas de ley que el gobierno vaya a presentar; elaborar los reglamentos que expida el gobierno; refrendar las leyes y discutir la decisión presidencial de interponer el veto; aprobar los nombramientos relevantes y conocer las gestiones para la suscripción de tratados internacionales (p. 90).

En suma, la propuesta contenida en esta obra pone ante el lector un nuevo modo de entender el presidencialismo, sustraído a su vieja connotación concentradora del poder y encauzado bajo los vientos de la democracia. El profundo rediseño que se plantea implica, entre otros rasgos: desconcentración del poder, remedio contra el autoritarismo y baluarte, al mismo tiempo, del jefe del Estado y del Estado mismo; recepción de corrientes, fuerzas, conocimientos y experiencias: por lo tanto, pluralidad, diferenciando con cuidado entre un gobierno de gabinete y un "gobierno de closet" (p. 50); ejercicio informado del poder: consulta, análisis, confrontación, decisión dialéctica; desempeño responsable del poder, merced a la responsabilidad directa y exigible de quienes lo ejercen; y, no menos, excelencia en la integración política y técnica del equipo gobernante, lo que apareja "mejorar la calidad profesional, política y ética de los integrantes del gabinete" (p. 90).

La reconstrucción orgánica y funcional del gabinete debiera inscribirse, en mi concepto, dentro de una creciente calidad en el paisaje total de la política, para que no desfallezca en un sector lo que prospera en otro. Consecuentemente, a la excelencia en el gobierno debe corresponder la excelencia en el congreso: actores fundamentales, ambos, del giro que se pretende; actores, además, que en éste hallarían una nueva forma de comunicación y convergencia. También habrá mucho que trabajar en el ámbito de los partidos políticos y de otros agentes del poder, formal o informal, cuya concurrencia es indispensable para el éxito de una tarea de gobierno, y más todavía, para el progreso en los trabajos de la nación y del Estado.

La sugerencia inteligente y constructiva del profesor Valadés viaja en la tormenta y procura disiparla, o por lo menos moderarla. De ahí su valor y pertinencia, con los ajustes y las modalidades que un consenso laborioso pudiera aconsejar. Toca aspectos cruciales del ejercicio del poder, ahora que prevalece la batahola en ese campo. Supone un diseño de gran calado, como diría el autor, y un animoso movimiento cuando existe una especie de parálisis en la solución de los grandes temas nacionales.

La mayor piedra en el camino de esta o de cualquier otra reforma importante es, a mi modo de ver, la ausencia de un acuerdo nacional básico sobre las cosas -tantas como sean- que debemos convenir para dar pasos adelante, y en todo caso para no retroceder en el rumbo que hace mucho tiempo -varias décadas- venimos recorriendo. Considero que cualquier reforma sustancial en el orden político mexicano debe sustentarse, como condición de previo y especial pronunciamiento, en un acuerdo de aquel carácter: político, que tenga además alcance nacional, mire hacia el futuro inmediato, pero también hacia el porvenir remoto, y sugiera vías de entendimiento y estaciones de la marcha compartida. Esto reclama visión de estadista, conducción prudente y serena, ánimo y esfuerzo de conciliación que disipe las confrontaciones y acorte las distancias que hoy nos agobian.

A veces se dice que no hay tiempo o condiciones para llegar a este acuerdo, estatuto de un nuevo pacto social: las circunstancias, caprichosas, no lo permiten. Es posible que así sea, aunque confío en que no sea así. En todo caso, ¿cómo podría avanzar una reforma de calado mayor si no existe un acuerdo mínimo que la favorezca y permita? ¿Cómo se podría construir el primer piso del nuevo edificio si se carece del cimiento indispensable? Por lo menos habría que convenir, con buena voluntad y mutua confianza, los aspectos básicos de un practicable proyecto nacional; este sería el sillar para emprender la transformación del gobierno. Si la desconfianza y la discrepancia prevalecen, tan agudamente como hasta ahora, difícilmente habría los votos necesarios para llevar a la Constitución el nuevo sistema y conseguir que éste, una vez aprobado en la letra de la ley, arraigue y prospere en la realidad.

El autor ha puesto énfasis en un punto relevante, o más bien, decisivo: las personas que pudieran asumir las tareas que implica el gobierno -gobierno exitoso, se entiende- de gabinete. Este es un elemento fundamental, requisito sine que non para la buena operación de un sistema cuyo diseño hace concebir esperanzas. Es verdad que debemos proyectar un gobierno de leyes, no de hombres, a la manera platónica. Pero lo es también que ningún gobierno se instala y ejerce sólo con leyes. Son los hombres a los que se inviste con la misión de gobernar quienes aseguran, en definitiva, la buena o la mala fortuna del gobierno. Antes me referí a la crítica del parlamentarismo y del presidencialismo, en función, sobre todo, de las personas en las que encarnan. Inexorablemente, éstas dejan su impronta en el sistema y proveen los aciertos o los desaciertos que presenta y que explican la severidad de nuestro juicio. No hay que ir muy lejos en la búsqueda de ejemplos que ilustren nuestra decepción.

Es por esto que se examina el mejor procedimiento para la designación de funcionarios, a sabiendas de que ninguno -sino la educación política y el rigor electivo- garantiza completamente resultados positivos. La existencia de un jefe de gabinete que trabajará de cara al congreso, encabezando las tareas de los secretarios o ministros, y la necesidad de que este funcionario clave disponga de canales de comunicación con las fuerzas parlamentarias, aconseja que sea ratificado por el congreso y no sólo nombrado por el presidente de la república. Otro tanto podría ocurrir con los integrantes del gabinete, aunque Valadés propone que la ratificación congresual alcance únicamente al jefe de gabinete y se produzca después de que éste ha manifestado la futura integración del gobierno. De tal suerte, la ratificación de aquél abarcaría, indirectamente, a los miembros del gabinete. Así habría, de entrada, vasos comunicantes con el congreso.

Examina Valadés con especial atención un caso importante en materia de designación y confirmación. Me refiero al jefe del Ministerio Público, pero también al lugar que debe tener esta institución en el aparato del Estado. El autor aboga, con razón, por la autonomía del Ministerio Público, que ha venido avanzando en la legislación latinoamericana. Desde hace tiempo he manifestado, en múltiples ocasiones, la pertinencia de que el Ministerio Público se constituya como órgano autónomo en el marco del Estado mexicano, después de haber transitado otros emplazamientos. Estuvo adscrito al Poder Judicial, primero, y al Poder Ejecutivo, más tarde, que es su ubicación actual.

Hasta hace relativamente poco fueron desconocidos los órganos autónomos en el derecho público de nuestro país, con la salvedad -que responde a otras razones- de las universidades autónomas, particularmente la Universidad Nacional Autónoma de México. En los últimos lustros alcanzaron aquella categoría diversos entes que habían tenido anteriormente la calidad de órganos desconcentrados o descentralizados y habían ostentado, cuando poseyeron esta última naturaleza, cierto grado de autonomía: así, el Banco de México, el Instituto Federal Electoral, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Hoy existen, pues, antecedentes y experiencia en este orden, y la opinión pública recibiría con aplauso la independencia del Ministerio Público, que confirmaría el carácter que se le quiso atribuir en la distante hora de su advenimiento en Francia: magistratura de la legalidad, destacada -aun bajo la actual dependencia del Ejecutivo- a partir de la ley orgánica de la Procuraduría de la República, de 1993, y reducida en la vigente de 2003, a través de la ordenación de atribuciones que éstas recogieron.

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