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Boletín mexicano de derecho comparado

versão On-line ISSN 2448-4873versão impressa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.37 no.111 Ciudad de México Set./Dez. 2004

 

Bibliografía

 

Flores García, Fernando, Teoría general de la composición del litigio

 

Sergio García Ramirez*

 

México, Porrúa-Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Derecho, 2003, 664 pp.

 

* Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos e investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

 

El autor de esta obra, profesor emérito de la Facultad de Derecho, figura entre los catedráticos y tratadistas que han prestigiado a nuestra casa de estudios. Algún tiempo después de mi ingreso como estudiante de la facultad conocí a don Fernando Flores García, hoy dilecto amigo. En mi prólogo a la obra que ahora comento, señalé que aun cuando no fue mi profesor en el aula, pronto supe de su magisterio y me familiaricé con su trabajo fecundo en la doctrina del proceso. En aquellos años, Flores García militaba entre los jóvenes docentes de derecho procesal, formados a la luz de catedráticos mexicanos y españoles que profesaban en la gran universidad pública mexicana.

El derecho procesal no había figurado entre las materias predilectas dentro del curriculum universitario. Esta ha sido la suerte del derecho adjetivo, a cambio de la gran preferencia de que disfrutó —y disfruta todavía— el derecho sustantivo. Se ignoraba o se olvidaba que la norma actúa a través del proceso, cuando no lo hace por el buen grado de sus destinatarios, y que de esa manera constituye el instrumento más precioso para que se haga justicia. La imagen de la justicia, a través de alguna de sus caracterizaciones, suele hallarse en algún sitio destacado en la morada de los tribunales. En ésta se agitan los conflictos y en ella se cumple la misión —o se emprende la tarea— de impartir justicia, ejerciendo esa firme y constante voluntad de dar a cada quien lo suyo o ejercer con lucidez y prudencia el arte de lo bueno y lo equitativo, como nos enseñaron nuestros viejos profesores de derecho romano. El proceso, pues, es una vía de acceso a la justicia, garantía del derecho de todos y de los derechos de cada uno. Y el juez, figura rectora del proceso, titular de uno de los poderes del Estado, es el virtuoso vigilante de que así sea. Sobre este punto volveré adelante, cuando examine —por supuesto, a vuelapluma— algunas reflexiones del autor en el desarrollo de su obra.

En la primera parte del siglo XX, avanzaron en México los estudios del procedimiento en el cauce de lo que más tarde se llamaría procedimentalismo. Las materias civil y penal —no había una teoría general que las sustentara y comunicara— se impartían por abogados notables, código en mano. En esa era de formación del derecho procesal moderno aparecieron los nuevos maestros como Fernando Flores García, que paulatinamente trajeron más amplios horizontes a nuestra disciplina. Don Fernando hizo sus armas académicas junto a juristas de primera fila, que cita con respeto y afecto en el libro que motiva este comentario. En el conjunto descuellan personajes de la talla de Eduardo García Máynez, José Becerra Bautista, Eduardo Pallares Portillo, Ignacio Medina Lima y Niceto Alcalá Zamora, que tuvo gran influencia en el desarrollo de una escuela mexicana de derecho procesal, que le reconocería como conductor eminente.

De esas horas data el magisterio de Flores García, continuado sin interrupción desde entonces. Maestro de derecho procesal civil y teoría general del proceso —materia que impulsó con visión e inteligencia—, sería autor de libros y artículos numerosos, y dirigiría por muchos lustros, con gran dedicación y eficacia la Revista de la Facultad de Derecho de México, en cuya dirección tuve el honor de sucederlo. Pertenece a diversas agrupaciones profesionales y académicas, entre ellas el Instituto Mexicano de Derecho Procesal, del que ha sido vicepresidente, y el Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal. Participó con dignidad y autoridad en múltiples encuentros de su especialidad en México y en el extranjero, y ha cultivado la relación con eminentes tratadistas, sus colegas naturales.

El apreciado maestro fue funcionario público —magistrado de la jurisdicción electoral, antes de la reforma constitucional de 1996—, e intervino con acierto en la preparación de ordenamientos o reformas procesales. Puedo citar desde luego las reformas de 1985-1986 al Código de Procedimientos Penales del Distrito Federal. En mi desempeño como procurador general de la República, participé en la comisión redactora de esas reformas, integrada por los juristas Gonzalo M. Armienta Calderón, José Becerra Bautista, Héctor Fix-Zamudio, Fernando Flores García, Fernando García Cordero e Ignacio Medina Lima. Flores García coordinó la comisión y a él se deben, en buena medida, los progresos que fue posible alcanzar. Igualmente, es autor del proyecto —que alcanzaría vigencia— de Código de Procedimientos Civiles del Estado de Morelos, por encargo del gobierno de esa entidad.

Hoy, Flores García es profesor emérito de la Facultad de Derecho, la más alta distinción que concede nuestra universidad a quienes se han dedicado con excelencia al servicio de la cátedra, y por este medio al bien de los jóvenes universitarios que sumarán su saber y su virtud al bien de México. Son millares los alumnos de Flores García, dispersos en toda la república. Estos —y otros muchos abogados, que lo conocen a través de su obra escrita— han aprovechado las publicaciones del autor mexicano, a las que ahora se agrega este libro.

Flores García ha titulado esta obra Teoría general de la composición del litigio. La denominación hace pensar en Carnelutti y pone en relieve la preocupación por el origen y el objetivo del proceso, el dato finalista y moral de éste: la composición del litigio, la resolución del conflicto, la paz con justicia. Así se verá luego, en el desarrollo de su pensamiento. Desde el nombre mismo de la obra, pues, el tratadista advierte al lector sobre lo que se halla en la raíz del proceso y lo que se encuentra —o debiera localizarse— al término de éste. Así previene sobre la condición instrumental del proceso y acerca del propósito que persiguen el legislador que lo instituye y los participantes que le confieren presencia y sentido.

Por lo demás, el título resulta pertinente también desde otro ángulo: aunque el proceso es el medio compositivo que predomina en el desarrollo de la obra, ésta también da cuenta de otras fórmulas de composición que alcanzan el mismo objetivo: la autodefensa y, sobre todo, la autocomposición. En este orden, es oportuno recordar ahora, como se hace en el libro, la fecunda enseñanza del profesor hispano-mexicano Alcalá-Zamora y Castillo, recogida admirablemente en Proceso, autocomposición y autodefensa, una obra esencial en la abundante bibliografía de ese catedrático. Por su parte, Flores García señala que la existencia de esas formas de "solventar las controversias de intereses jurídicos es lo que me permite atreverme a sugerir una nueva disciplina académica, a la que denominamos Teoría General de la Composición de los Litigios", que absorbería el ámbito —supongo— de la teoría general del proceso, con la adición de otros temas compositivos.

Por lo pronto, tenemos ya —y desde hace tiempo— una teoría general del proceso, o bien, como dice Fairén Guillen, una teoría general del derecho procesal. Cuando cursé la carrera de derecho, en la facultad no se explicaba la teoría general del proceso como asignatura autónoma. El avance llegaría más tarde. Las nociones que se han trasladado a este ámbito se recogían entonces en el primer curso de derecho procesal civil. Sin embargo, ya se batallaba por destacar el carácter unitario del proceso, a la manera de un tronco común del que se desprenden ramas diferentes. Aquél, la columna de los estudios procesales, en la que residen los conceptos, las instituciones, las figuras que todas las ramas comparten, constituiría la teoría general del proceso. Flores García examina esta cuestión y se refiere a su propio empeño por establecer la materia en el plan de estudios de la facultad, que luego se abriría en tantas vertientes como especialidades procesales sea conveniente examinar. El mismo tratadista alude al empeño de varios catedráticos por introducir esta novedad —que no lo era en otros planes universitarios—, venciendo la resistencia de algunos docentes, que a menudo se hallaron en las filas de los procesalistas penales. Alcalá-Zamora y Medina Lima prestaron un excelente servicio a aquella causa.

Hoy día, la composición no procesal o —parajurisdiccional— ha ganado terreno en el ánimo de muchos juristas y en las expectativas de un Poder Judicial abrumado por el cúmulo de causas que podrían salir del ámbito estrictamente judicial. Un conocido dicho señala: "más vale un mal arreglo que un buen pleito". En realidad, lo que se debe pretender es el buen arreglo, la solución justa alcanzada por voluntad coincidente de las partes, sin que la equidad padezca. El consenso es la mejor solución al conflicto; el acuerdo vale lo que la sentencia, pero lastima menos, porque nadie —ni siquiera el juez: tercero sobre las partes— impone su voluntad conclusiva. Las partes encuentran en ellas mismas la forma de zanjar su disputa. En otros términos: se hacen, a si mismas, justicia.

Conviene mencionar aquí que Flores García aprecia las virtudes del arbitraje, fruto de un compromiso Ínter partes que provee un equivalente jurisdiccional, como alguna vez mencionó Carnelutti. Comparto la simpatía del catedrático por esta figura benéfica. Más allá del debate sobre su naturaleza jurídica, "lo que resulta indiscutible es el importante desarrollo y empleo creciente en la vida moderna, ya en el plano local e internacional, ora en el campo civil, comercial, laboral e inclusive administrativo que tiene el arbitraje en la actualidad". Sin duda, este medio compositivo pone al servicio de la justicia la mejor experiencia, el conocimiento y la dedicación de árbitros —en esencia, juzgadores— competentes y confiables, en general. Empero, como ha observado Mauro Cappelletti en su exploración del acceso a la justicia, el arbitraje entraña costos que no pueden afrontar todos los litigantes. Difícilmente constituiría un instrumento al alcance del mayor número de justiciables, que deben concurrir a los tribunales del Estado o invocar otros medios de composición gratuita.

El autor se ha preocupado siempre, como docente, por hallar el mejor camino para transmitir conocimientos y experiencias a sus alumnos. Y el modo de hacerlo ha sido "suavizar" las naturales asperezas del camino e incorporar a los caminantes en el esfuerzo que significa un bien entendido ejercicio de enseñanza-aprendizaje en el que ambos extremos del binomio —el profesor y los alumnos, bien comunicados y solidarios en una sola empresa— cumplen su papel con decisión y constancia. Convengamos en que no es fácil la enseñanza del derecho procesal. Si atraen las conexiones que éste tiene con los principios del Estado democrático y las garantías de los justiciables, si seduce la historia la magistratura, si conmueve la dignidad de la abogacía, si interesa la doctrina de la prueba y los medios para el acceso a la verdad histórica, hay otros temas de la misma materia que no logran despertar la elocuencia de los docentes y el entusiasmo de los estudiantes. Pensemos, por ejemplo, en la exposición de cátedra, en la primera hora de la mañana o, peor todavía, en la primera de la tarde, dedicada a explicar la estructura de los actos procesales, los términos y los plazos, el cuerpo de la demanda, los efectos de los recursos, para no mencionar sino algunas de las amenidades procesales que los profesores deben enseñar sin excusa y los alumnos aprender sin pretexto.

Por eso Flores García ha ensayado rutas para conseguir la atención de los estudiantes y llevarles, casi de la mano, entre los laberintos y los abrojos del enjuiciamiento. En clase, Flores García suele proponer la dramatización del proceso, a sabiendas de que éste es, en sí mismo, la mejor fórmula dramática que pudiera encontrarse en el derecho: personajes, parlamentos, enredo, razones y sinrazones, desenlace. Con esta preocupación a cuestas, se ocupa en explicar su materia con el auxilio de tres hipotéticos estudiantes que coadyuvan en el trabajo de su maestro. Así, los alumnos imaginarios —en los que pudieran encarnar los lectores reales, asistentes a la clase efectiva— salen al paso de los problemas, plantean preguntas, sugieren respuestas, afirman o insinúan. Con esos tres aliados de la docencia, el profesor se interna en temas intrincados, que va resolviendo del mejor modo posible. Nunca pierde de vista el propósito esencial del libro: la docencia, ni la forma de transmitir el mensaje a su público natural y cotidiano, que conoce perfectamente: los estudiantes. En consecuencia, suministra al lector unas "Breves instrucciones para el manejo de esta obra".

En ellas previene: "Para que uses apropiadamente el material didáctico de este libro, es conveniente que sigan estas sencillas instrucciones".

En su "Introducción", el profesor Flores García pondera la importancia del derecho procesal y deplora que éste no siempre reciba la atención que merece, problema al que antes me referí. En estas reflexiones recibe el apoyo de la "Presentación" redactada por el doctor Fernando Serrano Migallón, director de la Facultad de Derecho, quien hace ver con acierto: "Establecer el imperio de la ley no consiste en la viabilidad de un sistema de normas justas e históricamente adecuadas, sino en que dichas normas tengan verificativo en la realidad, dando a cada quien, como el pensamiento jurídico clásico deseaba, lo que le corresponde". Y agrega:

En la formación de todo abogado, el derecho procesal es una parte fundamental. Aun para aquellos que han decidido optar por otras de las ramas de la rica actividad jurídica, conocer los derechos que son patrimonio de los litigantes, constituye la posibilidad de llevar a la vida práctica aquellos otros que las leyes consagran para todos. En realidad, la naturaleza de la abogacía está en interceder por otros, para que su derechos se haga patente en la vida real.

El libro de Flores García se desenvuelve en unidades, que corresponderían a los capítulos de otras obras, o al contenido de las "fichas" que manejábamos con sobresalto en los antiguos exámenes de asignatura en nuestra facultad. Esas unidades —de la 1 a la 28— cubren, paso a paso, el recorrido que debe realizar el estudiante cuando se interna en el régimen del proceso. No se refiere sólo a una rama de éste, aunque tenga preferencia clara por la civil, que es, finalmente, la "matriz" de la que muchas han surgido y en la que todas abrevan, inclusive la penal, que es, entre las ramas del árbol común, la más alejada de aquélla. Al no excluir a las otras, pues, y suministrar nociones indispensables para todas, constituye una teoría general del proceso, o bien, como ha preferido denominarla el autor, una teoría sobre la composición del litigio.

El procesalista no disfruta la contienda, a menos que equivoque la misión del derecho y la suya propia, como tampoco se regocija el penalista en la pena. El mayor anhelo se deposita, es obvio, en la inexistencia de procesos y en la supresión de penas: sea porque unos y otros devengan innecesarios, sea porque ambos sean relevados por mejores métodos para asegurar los objetivos que aquéllos y éstas pretenden o proclaman. Cuando Flores García pasa revista a los ideales supremos de la vida, cuya "simple enumeración emociona", también puntualiza la forma en que aquéllos se ven arrebatados, empobrecidos, lesionados por las controversias que, para desgracia general, se agravan y multiplican. No olvida referirse a un mal que crece y nos abruma: la litigiosidad.

Don Fernando cita los bienes que las controversias comprometen —y que son, desde otro ángulo, los bienes que el proceso componedor preserva—, a saber: la paz, la seguridad jurídica, el bienestar común, el orden jurídico, la libertad, la igualdad, la equidad, la dignidad humana, la justicia. La "aparición en la sociedad de pleitos —concluye— es un flagelo de antes, de ahora y mañana, que frustra o retarda los humanizantes y progresistas fines del derecho". Emprende, aleccionador, una relación extensa de sinónimos de esta enfermedad social, que van desde la primera letra del alfabeto, que invoca el "altercado", hasta la última, que convoca el "zipizape".

Si el remedio de estas batallas —uno de ellos, desde luego, cuando falla la prevención deseable y no prosperan las correcciones solidarias— es el proceso, no será poco lo que se deba reflexionar y trabajar para que éste sea un restaurador ético y jurídico de la paz, el orden y la justicia. Pudiera suceder, como a menudo acontece, que el remedio resulte peor que la enfermedad; que el proceso, construido para recuperar el buen camino, distraiga definitivamente el recorrido y lo conduzca hasta el abismo, o lo precipite en él. Pensemos, si no, en los procesos mal urdidos, a partir de leyes deficientes, de prácticas deplorables o de funcionarios incompetentes o maliciosos; procesos que a cualquier final arriban, menos a la justicia, y que cualquier cosa consiguen, menos el respeto de los justiciables por la función jurisdiccional del Estado; procesos, en fin, que consuman el despojo y ensombrecen definitivamente aquellos bienes que se esperaba rescatar por la vía del enjuiciamiento.

En la misma unidad temática número 3, el tratadista se refiere a una cuestión que ha examinado en otros ensayos y que ahora explica con apoyo en una conveniente bibliografía de filosofía y teoría del derecho, en la que destacan las enseñanzas del maestro García Máynez: las fuentes del derecho procesal. El estudio de las fuentes de las normas relevantes para el proceso lleva a examinar, cada vez más, las disposiciones del derecho internacional público de esta hora. En él aparecen disposiciones que comprometen a los Estados y gobiernan, o pueden hacerlo, el desempeño de los tribunales. Tal es el supuesto del derecho internacional de los derechos humanos, cuyos instrumentos son aplicables en nuestro país al amparo del artículo 133 de la Constitución General de la República. Por otra parte, los tratados de esta materia, que en algunos países tienen rango constitucional, en México poseen —conforme al más reciente criterio de la Suprema Corte de Justicia— jerarquía inmediatamente inferior a. la de la ley fundamental y superior a la de las leyes federales emanadas de la Constitución.

En la unidad 4 de esta teoría, el autor analiza la ley procesal. Pondera los problemas, a menudo intensos, que existen en el camino de una buena legislación: "la falta de preparación jurídica de (algunos legisladores), las presiones que los impactan, los grupos activos, la tendencia política o económica que domina a ciertos redactores de proyectos legislativos, el campo resbaladizo de algunas instituciones del derecho, etc.". Sin embargo, es indispensable disponer de buenas leyes para que se imparta bien la justicia. Es verdad que también se requiere de buenos juzgadores, y que éstos, merced a la interpretación inteligente y diligente y a la integración razonable, lograrán sortear obstáculos o colmar vacíos que las leyes ofrecen. Pero también es verdad que los juzgadores no llegarán muy lejos si no disponen del instrumento adecuado para realizar su función, y se hallan sometidos —como conviene que lo estén— a la legalidad material y procesal. Si optamos, con Platón, por el gobierno de las leyes, no de los hombres —como es regla en el Estado de derecho—, deberemos urgir la expedición de buenos ordenamientos, aunque jamás perdamos de vista que las leyes son aplicadas por hombres, y de este modo las personas recuperan el poder.

Flores García estudia la pretensión y la acción —unidades 6 y 7—, que deslinda y enlaza convenientemente. En el curso de sus reflexiones aborda algunos temas que debo destacar. Entre ellos, los intereses difusos y la acción colectiva. Ni aquéllos ni ésta han sido suficientemente reconocidos y acogidos en el orden jurídico nacional, no obstante su manifiesta importancia, creciente en nuestro tiempo. En torno al segundo punto, suscita asuntos como la pureza del ambiente, el derecho a la salud, el derecho a la seguridad, el desarrollo urbano, que son o implican bienes sin titular individual, cuya preservación interesa a un número indeterminado —y muy elevado— de personas.

¿Quién debe asumir la defensa de los intereses difusos, que no podrían ser atendidos bajo los conceptos tradicionales sobre titularidad del derecho material y legitimación procesal? En la revisión del punto, el autor invoca la autoridad de Cappelletti, que estudió el tema con profundidad y excelencia. Este autor —y me parece que también Flores García— cuestiona la intervención del Ministerio Público en ese cometido. No comparto plenamente su ilustrado punto de vista. Creo, como he manifestado en diversa oportunidad, que el moderno Ministerio Público debe asumir verdaderamente su pregonada calidad de "representante social", que le impone diversas encomiendas. Bajo este título podría y debería promover la tutela jurisdiccional de intereses difusos. No iré más lejos en esta afirmación. Reconozco que es opinable y me limito a reiterar lo que he dicho y argumentado en otro lugar".*

En la teoría de la composición del litigio tiene sitio, en calidad de concepto fundamental, el derecho del demandado —o del imputado—, contrapartida de la pretensión y la acción que ponen en movimiento la función jurisdiccional: defensa y excepción. "El tema de la excepción es, dentro de la concepción sistemática del proceso —escribe nuestro tratadista—, virtualmente paralelo al de la acción". Vista la relación procesal en su amplia dimensión, los dos personajes del encuentro reclaman lo mismo, en general, aunque luego reivindiquen, en particular, consecuencias distintas de aquella reclamación.

Efectivamente, todos solicitan justicia; pero cada uno tiene su versión acerca de lo que significa justicia: para el inculpado, libertad; para el ofendido, sanción del victimario y resarcimiento; para la sociedad, seguridad. En las restantes dimensiones del proceso hay variantes características. Esos personajes, que encarnan intereses distintos y contrapuestos —una contienda que puede disolverse en la conciliación o la reconciliación—, deben ser tratados con equilibrio y equidad: igualdad de armas, "igualdad por compensación" en palabras de Couture—, contradicción. La forma de organizar el equilibrio, o de suprimirlo deliberadamente, sería un punto de referencia, una óptica valiosa, para reconstruir la historia del proceso.

El autor examina un asunto mayor de su disciplina: el debido proceso. Hace bien el profesor Flores García en detallar lo que aquél significa —a través de diversos lineamientos, principios o disposiciones— tomando en cuenta para ello no sólo el texto constitucional (artículos 13, 14, 16; podríamos agregar, con diversa extensión: 11, 17, 18, 20, 21, 23), sino también el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos de Naciones Unidas, de 1966, y la Convención Americana sobre Derechos Humanos o "Pacto de San José", de 1969, ambos ratificados por México. Es así que el concepto de debido proceso, que posee un núcleo antiguo, histórico, irreductible, es también un asunto en expansión: a él se añaden derechos y garantías, fruto del progreso de la civilización, que preservan al ser humano con creciente cuidado y amplitud. A los datos tutelares del derecho interno se añaden, hoy, los del derecho internacional; juntos configuran el estatuto del ser humano, la carta magna del nuevo ciudadano en el naciente milenio.

En la propia unidad 11 que motiva estas reflexiones, el autor alude con amplitud a las características del juzgador: humanas y profesionales, indispensables en quien ha de "impartir justicia, de manera imparcial, como hombre bueno y recto". Esta cuestión se profundiza en la unidad 12, acerca de la designación de titulares de la función jurisdiccional. Conviene observar que la ley demanda del juez rasgos éticos y competencia que no exige, en cambio, a otros funcionarios —o candidatos a funcionarios—, independientemente de la relevancia de los cargos que ocupen.

El artículo 95, fracción VI, de la Constitución mexicana utiliza a este respecto una fórmula demandante —aunque deficientemente redactada—, que manifiesta la índole de la función y acredita la importancia que ésta reviste: "Los nombramientos de los ministros (de la Suprema Corte) deberán recaer preferentemente entre aquellas personas que hayan servido con eficacia, capacidad y probidad en la impartición de justicia o que se hayan distinguido por su honorabilidad, competencia y antecedentes profesionales en el ejercicio de la actividad jurídica".

Hay países que se enorgullecen, con buenos motivos, de su competente judicatura. Gran Bretaña es uno de ellos. Ahora bien, convengamos —y así lo considera el profesor Flores García— que los méritos de estos funcionarios y la calidad de su desempeño no son apenas el producto de las exigencias legales, que son, sin embargo, indispensables. El autor de la "Teoría" trae a colación, precisamente a propósito de la magistratura inglesa, algunas reflexiones juiciosas de Manuel de la Plaza : "las excelencias que se predican de la justicia británica no derivan del sistema de designación, francamente recusable por muchos motivos, sino de la concepción nacional de la justicia como función, del elevado concepto que en el ambiente social se tiene de la misión del juez, de las dificultades con las que tropieza la remoción de los jueces, de la adaptación de la judicatura a las necesidades de la justicia, favorecida por el discreto ejercicio de la jurisdicción de equidad y hasta por la misma procedencia de los jueces". Por lo tanto, para lograr la excelencia de la magistratura, hay que procurarla también en otros ámbitos.

En la unidad 15, reservada al estudio de las partes procesales, el tratadista invoca la expresión de Calamandrei: "actores del drama procesal". Y este drama constituye un tema fascinante: lejos de simplificarse, se complica; nuevos intereses acuden, y con ellos se presentan personajes novedosos que los encarnan, tutelan o representan. En estas páginas, Flores García trae otros textos de altos méritos: los "Mandamientos del abogado", de Couture, el "Decálogo del abogado", de Osorio y Gallardo, y los sabios consejos que Don Quijote de la Mancha —es decir, Miguel de Cervantes— dio a Sancho Panza cuando éste se aprestaba a gobernar la ínsula Barataría. La relectura de aquellos textos plantea ahora mismo copiosas sugerencias y suscita reflexiones que espero animen el pensamiento de los lectores, sobre todo los estudiantes que tomen la obra de don Fernando para iniciarse en el estudio del proceso. Entre ellos se halla el principio de lealtad y probidad, que no acaba de acomodarse normativamente en el conjunto de la legislación procesal.

Couture dice al abogado "sé leal", y en seguida, explica: "si a las astucias del contrario y a sus deslealtades correspondiéramos con otras astucias y deslealtades, el juicio ya no sería la lucha de un hombre honrado contra un pillo, sino la lucha de dos pillos". Saberlo y evitarlo explica y justifica la conducta procesal prudente, paciente, gobernada por la ética, frente al comportamiento desordenado de quien se vale de artificios deshonestos, sin escrúpulo que lo detenga, para alcanzar objetivos indignos. Una "rara filiación etimológica liga ley y lealtad —medita el eminente procesalista uruguayo—. Lo que Quevedo decía del español, que sin lealtad más le vale no serlo, es aplicable al abogado. Abogado que traiciona a la lealtad, se traiciona a sí mismo y a su ley".

Por cierto, además de proveer al estudiante con esos mandamientos, que podrán orientar a quien se dedique, en su momento, al quehacer de abogado —que es una de las vertientes, entre las más nobles, de la profesión jurídica—, Flores García le entrega en la unidad 16, por la mano de uno de sus hipotéticos interlocutores, un "encendido" poema —quizás de Luis Cabrera— que en el anverso elogia y hasta glorifica al juzgador y al abogado, y en el reverso describe su mal desempeño. Mucho habrá de meditar el estudiante de buena fe sobre el concepto en que se ha tenido —y se tiene— al abogado. Quizás en una futura edición de esta obra, el autor podría incorporar el terrible juicio que aportó Jonathan Swift en los aparentemente inofensivos relatos de Gulliver. Modificar esa percepción del pueblo es un trabajo de Hércules que debe acometer cada joven egresado de nuestra facultad, una vez que promete ejercer con probidad la abogacía, como lo hace al recibir el título de licenciado en derecho.

El libro concluye donde termina el proceso: se ha dictado resolución definitiva, que adquiere firmeza; lo que sigue es la ejecución, en el caso de que aquélla requiera actos ejecutivos por parte de la autoridad y de otras personas. Sin ejecución, la sentencia sería inútil: mera declaración que no trasciende a la eficacia de los derechos. En el orden civil, hay que instar esa ejecución. Me parece que esto constituye una deficiencia de ese orden. No sucede lo mismo en el penal, donde la ejecución procede de oficio. La autoridad ejecutora recibe el título ejecutivo de la judicial, y actúa en consecuencia: tan visiblemente, que al lado del inculpado, que ha devenido condenado, se encuentran ya —y lo han estado todo el tiempo— los agentes que lo conducirán al reclusorio. Flores García aborda la ejecución cuando se refiere a la jurisdicción, y retoma la materia al final de su teoría.

La ejecución penal se ha desenvuelto fuera del derecho procesal, con entidad propia. También aquí hay controversia. Esa ejecución, ¿debe regularse como capítulo del procedimiento? Eugenio Florian, tan consultado por los procesalistas de nuestro país, sostuvo que la ejecución es una fase del procedimiento penal, pero en esta idea no fue seguido por sus discípulos mexicanos. ¿Conviene dejarla enteramente —así, en México— en las manos de autoridades administrativas?

En mi concepto, ha llegado la hora de "judicializar" ciertos aspecto de la ejecución penal, sobre todo la correspondiente a penas y medidas privativas o restrictivas de libertad, como ha sucedido, desde hace años, en países europeos. Es bien conocido el ejemplo de Italia, a través del giudice di sorveglianza. Obviamente, no tendría sentido confiar a los jueces la administración de las cárceles y el "tratamiento" de los reclusos, pero es preciso que el cumplimiento de funciones del poder público y el ejercicio de derechos de los sentenciados no queden al garete, gobernados por el arbitrio o el capricho, sin medios de control de legalidad que resultan particularmente necesarios en este ámbito, donde entran en contacto el Estado, con su máximo poder, y el individuo, en su máximo desvalimiento: aquél, ejecutor que esgrime una sentencia; éste, condenado, "enemigo social". En esta "zona crítica" para los derechos humanos, deben surgir la figura y la tarea de la jurisdicción: jueces de ejecución de penas, como los hay, de tiempo atrás, en muchos países.

 

Referencias:

* Cfr. mi trabajo "Reflexión sobre el Ministerio Público. Presente y futuro", Estudios jurídicos. México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2000.REGRESAR

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