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Boletín mexicano de derecho comparado

versão On-line ISSN 2448-4873versão impressa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.37 no.111 Ciudad de México Set./Dez. 2004

 

Bibliografía

 

Esquinca Muñoa, César, La defensoría pública federal

 

Sergio García Ramirez*

 

México, Porrúa, 2003, 424 pp.

 


* Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos e investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

 

Este libro sirve con excelencia al tema de su título, pero también lo trasciende, para beneficio de sus lectores, entre los que me encuentro y seguramente se hallarán quienes se interesan, bajo cualquier concepto y función, en el enjuiciamiento penal mexicano. César Esquinca Muñoa, que ha contribuido con otras obras a nuestra bibliografía jurídica, nos obsequia ésta con la autoridad de quien ha sido y es digno magistrado de la justicia federal, catedrático universitario, formador de funcionarios judiciales y actualmente director de un organismo notable en el ámbito del enjuiciamiento penal: el Instituto Federal de la Defensoría Pública, que ha sabido conducir con eficacia y probidad.

Se diría que ese instituto es el personaje de este libro. Lo es, por supuesto, pero comparte el escenario con otros protagonistas: ante todo, los propios defensores públicos, y luego los otros defensores, los juzgadores de ambas instancias, los investigadores y acusadores oficiales, los legisladores, e incluso los inculpados. En efecto, todo lo que aquí se dice y se hace está destinado a servir a la justicia a través del empeño puesto en los derechos de los inculpados: un empeño que se despliega por cuenta y orden de la sociedad y del poder público. Esta es una expresión notable de la misión social del Estado benefactor. Por unas u otras razones, todos esos protagonistas acuden a estas páginas, que dan cuenta de sus tareas, de sus problemas, de sus aciertos —y en ocasiones de sus errores—, y proponen nuevos progresos y reformas indispensables. La sugerencia se nutre en la lectura y la reflexión, que son importantes, pero también en la experiencia de primera mano, que es decisiva.

Agradezco a mi compañero de estudios y cordial amigo César Esquinca Muñoa la invitación que me hizo para escribir un modesto prólogo e intervenir en la presentación de su libro. Esto me da la oportunidad de acompañarlo también aquí, en estos breves comentarios —que he tomado de esa presentación—, como he podido hacerlo a lo largo de algunos años en la Junta Directiva del Instituto de la Defensoría Pública Federal, que ya rinde frutos a favor de la justicia. Esa invitación y esa distinción son producto de antigua amistad y compañerismo, y acaso también del interés que ambos hemos dedicado a estos temas.

Hace mucho tiempo, Francisco Carnelutti observó que el procedimiento penal es la "cenicienta" del proceso, y que los procesados en este fuero, cuando se hallan privados de libertad, son los pobres entre los pobres. El maestro italiano se refirió además, con perspicacia y elegancia, a las miserias del proceso penal, en un precioso libro que lleva este nombre. Hoy día, el enjuiciamiento penal ha salido de su condición de "cenicienta". Cuenta en su haber con una legislación, una doctrina y una jurisprudencia de primer orden. Pero el inculpado sigue siendo, exactamente como lo era en los años de Carnelutti —y antes, desde siempre— un desvalido a merced de la autoridad del Estado y el acoso de la opinión pública, que generalmente lo condena antes de que se inicie el juicio, haciendo de lado ciertas garantías que figuran mejor en la retórica que en la realidad, como la presunción de inocencia. Y el proceso penal sigue presentando, a ciencia y paciencia de todos, a la luz del día —un día surcado de sombras—, algunas de las miserias a las que se refirió el ilustre tratadista.

Es por eso, y por mucho más, que en la actualidad se busca establecer alternativas del proceso judicial, medios de solución extrajurisdiccional del litigio que late en todas las causas penales. Algunos códigos de la república han iniciado este recorrido; así, los de Morelos y Tabasco, que al lado de los principios políticos y técnicos característicos del proceso penal acusatorio, animan un principio de conciliación que mostraría el camino, por ahora muy cautelosamente, hacia las soluciones compositivas de la contienda penal. En el mundo entero, muchos ordenamientos aluden a los espacios de consenso y articulan vías y expectativas en esta dirección, muy diferente —hay que decirlo y acentuarlo— del manejo autoritario del criterio de oportunidad por parte del Ministerio Público, que ha florecido en los Estados Unidos de América, se ha recogido en varias legislaciones europeas y latinoamericanas y ha llegado, en forma tortuosa, al procedimiento penal mexicano por la puerta falsa que le franquea la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada.

De la tradición jurídica inglesa, que asumió el fair trial, rnanifiestación jurisdiccional del juego limpio deportivo, de la contienda caballeros, y de su expresión norteamericana, que estipuló la misma preocupación bajo el concepto, ya constitucional, del due process of law, sumados a otras fuentes, hemos recibido la noción, la práctica y la propuesta del debido proceso legal, que en la especie es debido proceso penal. En éste se reúnen invaluables garantías, que hoy son materia de leyes nacionales y tratados internacionales.

El debido proceso legal no es una noción cerrada, que se conforme con ciertos contenidos acostumbrados, nucleares, irreductibles. Es, por el contrario, una idea abierta a nuevos avances, que se agregan —ojalá que para ya no salir— al acervo garantiste que aquélla supone. Es verdad que hemos creado una cultura maciza de debido proceso, a la que acuden corrientes jurídicas, éticas y políticas, pero también lo es —motivo para sostener la guardia— que en nuestros días soplan vientos desfavorables para el sistema de derechos y garantías construido en el último siglo. Ciertos hechos contemporáneos, entre ellos la amenaza de delitos gravísimos —como el narcotráfico internacional y el terrorismo—, la alarma social que resulta de los tropiezos del Estado en la preservación de la seguridad pública, la decadencia de los medios no punitivos del control social, han alimentado corrientes autoritarias y regresivas que pudieran minar los avances logrados por previas generaciones en el enjuiciamiento penal.

Sea lo que fuere, el debido proceso legal ha permitido acuñar sendos "tipos procesales" ajustados a las realidades y necesidades nacionales, pero también impulsados por las sugerencias de la más avanzada doctrina y las enseñanzas del derecho comparado. En esos tipos procesales se recogen los lineamientos del debido proceso, sus principios, derechos y garantías, entre ellos el principio fundamental de la defensa del inculpado, en cuya variante pública se concentra, primordialmente, el libro del profesor Esquinca Muñoa. La defensa, en su versión más verdadera, es una aportación del sistema acusatorio. Difícilmente se podría creer y aceptar que la función defensora —sustancial para la dialéctica que naturalmente ocurre en el proceso— quedara a cargo, como la misión acusadora, del mismo órgano que debe sentenciar. Esta inconsecuencia de la inquisición fue finalmente impugnada por los regímenes acusatorios que repusieron en el centro de la escena no sólo la figura del defensor —que tuvo prestancia y prestigio en los enjuiciamientos históricos—, sino sobre todo la tarea de la defensa, formal y material, que da sentido y justificación al proceso moderno.

Defender es ofrecer pruebas, concurrir a desahogarlas, analizar las del contrario, alegar, impugnar. Pero también es defensa —defensa material— la creación de condiciones o circunstancias que permitan la presentación de las pretensiones o contrapretensiones del inculpado, el hallazgo de la verdad, la resistencia frente al adversario, el equilibrio entre intereses y sujetos bajo la idea de "igualdad de armas". Si no existe todo esto, si sólo se permiten unas actuaciones, pero no se proveen unas circunstancias adecuadas al fin que se procura y se proclama —verdad y justicia— la defensa discurrirá incompleta, fracturada, vacilante, y se enfrentará a la necesidad de emprender una carrera de obstáculos que pudiera resultar excesiva e inequitativa, si se considera la fortaleza y el poder que obran en las manos del Estado acusador.

La igualdad de las personas ante la ley —que se proyecta en igualdad para recibir los beneficios de la organización estatal— es un tema clásico del derecho y la política. Lo es, por supuesto, del proceso en cualquiera de sus vertientes. En éste se enfrentan dos personas, dos posiciones, dos intereses —que en ocasiones son, se quiera o no, representativos de muchas más personas, posiciones e intereses— que reclaman atención y solicitan justicia, es decir, una sentencia favorable. En algunos casos uno de los contendientes se halla en situación desfavorable: así ocurría y pudiera seguir ocurriendo en el ámbito del proceso social, y así sucede —notoriamente— en el orden del proceso penal. Considérese que una de las partes, la que previamente investigó y actualmente acusa, lleva la bandera del orden y la seguridad, en tanto la otra ostenta la etiqueta del crimen, el riesgo o la lesión de la sociedad.

Si esto no fuera suficiente, conviene considerar que el contingente de los infractores, y desde luego el de los encausados, se extrae del sector más débil de la sociedad: el índice de la justicia no se dirige con la misma frecuencia en todas las direcciones; tiene predilección por los miembros de minorías, grupos marginados, sectores débiles de la población. Sobra traer a cuentas, porque son ampliamente conocidas, las estadísticas que expresan cuáles son las fuentes de reclutamiento de los inculpados y los condenados, una selectividad que alarma sobre todo en los países que conservan la pena de muerte y la descargan sobre miembros de esos sectores, con una rara preferencia cuyos motivos no sería posible examinar aquí.

En fin de cuentas, las condiciones en que transcurre la vida social y en que se producen las relaciones jurídicas que en diversos encuentros y desencuentros alimentarán los procesos, determinan una desigualdad que se traduce, a la vez, en piedras en el arduo camino del acceso a la justicia. Este acceso, como lo ha destacado Mauro Cappelletti en estudios irrefutables, es un tema capital en la sociedad contemporánea: tema inconcluso y necesidad insatisfecha. La sociedad de masas, extraordinariamente compleja, con un conjunto de normas inabarcable y creciente y en la que se producen innumerables litigios y se hallan en riesgo bienes esenciales para la vida y la calidad de la existencia, requiere medios que permitan a los ciudadanos llegar de verdad a la justicia, obtener la tutela judicial efectiva que proclaman las Constituciones, valerse de esta función esencial del Estado para amparar sus derechos y preservar sus legítimos intereses. De lo contrario, cada persona —y más específicamente, cada inculpado— correrá el riesgo de naufragar en un laberinto que no entiende ni domina. El ciudadano sería, en consecuencia, la reproducción animada del José K de Franz Kafka, en su realista visión del proceso que ostenta, precisamente, este nombre rotundo y temible.

Para acceder a la justicia es preciso disponer de ciertos puentes. Uno de ellos debiera ser, pero no siempre es, el Ministerio Público, cuando se atiene a su misión como magistrado de la ley, comprometido con la verdad. Otro puente para el acceso, el que mayor esperanza y confianza despierta o debe despertar, es el defensor. Y aquí surge de nuevo el problema de la desigualdad y la debilidad. No todos pueden disponer de un defensor particular, que los asista con eficacia y diligencia. Peor aún: la gran mayoría —ya me referí a las filas de las que provienen los inculpados— carecen absolutamente de los recursos para contar con aquél y se hallan a merced de los socorros que alguna mano les brinde: desde luego, una mano visible; sabemos que la invisible es muy selectiva y sólo acumula favores en el caudal de los más favorecidos. Hoy día, esa mano no puede ser otra que la del Estado creador de medios para que los particulares cuenten con defensores y asesores que hagan posible, más allá de la retórica declarativa de las leyes, la justicia que merecen en su calidad de personas, ya no se diga de ciudadanos.

En el valioso libro sobre La defensoría pública federal, César Esquinca Muñoa proporciona un acercamiento múltiple a este tema. Formula consideraciones históricas acerca de la defensa penal, sigue de cerca el desarrollo de este asunto en nuestras Constituciones y en las leyes secundarias, analiza la organización y el desempeño actual del servicio de defensoría pública federal, estudia con acuciosidad el quehacer de los defensores en los diversos periodos del procedimiento —desde las actuaciones de la averiguación previa hasta la ejecución de la pena—, suministra un amplio y rico panorama de la jurisprudencia federal pertinente, y desde luego aporta criterios y sugerencias personales.

Además de aquello, que es valioso por si mismo para los estudiosos y los aplicadores de las leyes, Esquinca Muñoa señala con claridad —sin eufemismos ni ocultamientos— los problemas que esta función pública ha encontrado a su paso, los escollos que enfrenta, las oposiciones que quisieran detenerla, reducirla o abatirla. Frecuentemente, las obras jurídicas atienden al conocimiento de su materia, que sistematizan con mayor o menor acierto, pero sólo en ocasiones dan el siguiente paso indispensable: el paso que significa —precisamente para beneficio del conocimiento y, en su caso, para sustento de la revisión y la reforma— el examen de la realidad que cada disciplina, cada institución, cada sistema confrontan. Al hacer este examen, el autor sirve doblemente a la. causa de la justicia.

La función del defensor tiene que ver, centralmente, con la tutela de derechos humanos. Como bien dice el autor de esta obra, al referirse a la Ley Federal de Defensoría Pública, los defensores son "vigilantes del respeto de las garantías individuales y de los propios derechos humanos de los justiciables". Esto se ha visto también en algunas manifestaciones históricas del arte de la defensa, y así se mira en la actualidad. Cuando Esquinca revisa precedentes nacionales, trae a cuentas la Procuraduría de Pobres que promoviera en San Luis Potosí, en 1847, el ilustre Ponciano Arriaga, uno de los más notables diputados constituyentes —¿o el más notable?— en la asamblea de 1856-1857.

Esquinca ha dedicado un capítulo de la obra a ponderar la relevancia de la defensa en los instrumentos internacionales de los que México es parte y que se integran —bajo el artículo 133 constitucional— en el rango de "ley suprema de toda la Unión ". Las declaraciones y los convenios sobre derechos humanos contienen sendas "garantías judiciales", en cuyo catálogo figura el derecho a la defensa.

En el estudio del derecho histórico y positivo mexicano, Esquinca examina las disposiciones sobre defensa contenidas en las Constituciones de 1857 —en cuyo debate Ignacio Ramírez sostuvo que "el defensor es un representante de la sociedad en beneficio del reo"— y 1917. La segunda ha recibido numerosas reformas en lo que concierne a la justicia penal. Esta se ha convertido en un gran tema de la reforma constitucional, después de una larga etapa —entre 1917 y 1982— en la que hubo escasas, aunque importantes, modificaciones en esta materia. De la enmienda de 1993 proviene, como indica Esquinca, el concepto de defensa adecuada. Este calificativo, que no existía en el texto de 1917, ha impreso un giro trascendental al desempeño de la defensa, al que antes me referí.

Cuando se examinó la reforma constitucional de 1993, también se propuso que la defensa corriera a cargo de abogado. Pronto saltó la objeción apresurada: no conviene privilegiar a un gremio; por ello debe subsistir la libre defensa, a cargo del inculpado —si éste lo desea—, de un abogado o de una persona de la confianza de aquél. Mejor parece la suerte del ofendido, al amparo de los derechos que le otorga el nuevo apartado B) del artículo 20. En efecto, se reconoce a éste el derecho a recibir asesoría jurídica —un derecho frecuentemente nominal, por ahora—, que no podría ser suministrada sino por quien es perito en cuestiones jurídicas, es decir, por un profesional conocedor del derecho, un abogado. En el futuro de esta materia se halla, así lo espero, la decisión de elevar a garantía constitucional la responsable defensa penal a cargo de abogado.

En el ámbito de la defensoría pública no opera esa ligereza. Como bien señala el autor, las disposiciones prevalecientes han organizado la defensa pública en manos de profesionales del derecho. Nada hay en la Constitución que lo impide. En cambio, el sentido común lo exige. La Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia ha examinado este punto en una pertinente jurisprudencia que nuestro tratadista recoge:

El espíritu del legislador (que expidió la Ley del Instituto) no fue otro que el de otorgar a los gobernados acceso a la justicia, y tal prerrogativa se colma, entre otros muchos aspectos, cuando se da la posibilidad a las personas de escasos recursos económicos, de que durante el desarrollo del proceso al que se encuentran sujetos, estén asesorados por profesionales del derecho, por personas con capacidad en la materia que puedan defender con conocimiento jurídico y suficiente sus intereses, a fin de que su garantía de seguridad jurídica en los procedimientos penales se vea respetada (Jurisprudencia 91/2001).

La revisión de las disposiciones anteriores y actuales en el ámbito de la que fuera defensa de oficio —en el ramo penal— y hoy es defensa pública, lleva a la vigente Ley Federal de Defensoría Pública (Diario Oficial del 28 de mayo de 1998), y a las normas que derivan de ésta: las Bases Generales de Organización y Funcionamiento del Instituto Federal de Defensoría Pública (publicadas el 26 de noviembre del mismo año). El conjunto constituye un marco moderno y valioso —como se ha demostrado en los hechos— para llevar adelante este importante servicio.

Hoy prevalece en las normas y en la realidad la decisión de establecer y preservar una auténtica carrera de defensa pública. El tema tiene conexiones diversas y muy amplios horizontes. Se relaciona, por supuesto, con el viejo afán de "profesionalizar" el servicio público, instituir la "carrera civil" en los diversos desempeños del Estado, mejorar el ejercicio de las funciones y la prestación de los servicios, respetar, en suma, la condición y el derecho del ciudadano frente al Estado. La historia del servicio público está llena de confusiones más o menos deliberadas, en las que prosperaron el clientelismo y el patrimonialismo, que aún persisten. Estos sembraron la confusión entre la gratitud personal por favores recibidos o la expectativa de los favores que se recibirán, y la calificación para el desempeño de una función pública, que debiera ser garantía de laboriosidad, probidad e imparcialidad en beneficio de los ciudadanos.

El más extenso título de esta obra se destina a la misión que ha caracterizado a la defensa de oficio o pública, sin perjuicio de que hoy, como adelante se verá —siguiendo el itinerario que proporciona el libro de Esquinca—, haya extendido su acción a otros territorios, no menos atractivos y merecedores. Esa misión es la defensa penal. En esta parte del libro, el autor analiza paso a paso el desempeño del defensor público al través de las sucesivas etapas procesales. Ahora bien, el análisis de esta materia no se contrae a la actividad que cumplen esos funcionarios, sino va más allá: para ilustrarla, acotarla, proyectarla, conducirla, se examina la naturaleza de aquellas etapas, el desempeño que en ellas compete al defensor del inculpado en procuración de los intereses de éste, por mandato de la ley y de la razón, y el carácter y desarrollo que tienen muchos actos principales del proceso conforme a su naturaleza y a sus fines.

En este orden, pues, la obra de Esquinca —que cita, como antes dije, una abundante jurisprudencia federal— sirve tanto a la historia y descripción de una institución auxiliar de la justicia, como al conocimiento del derecho procesal penal. Es el procesalista, enterado y acucioso, quien aborda con maestría cada uno de estos temas, plantea sus puntos de vista y participa en la polémica. En efecto, no se limita a compilar criterios judiciales para conocimiento de sus lectores y de sus subalternos en el servicio. Además, expone sus coincidencias y sus diferencias, aduciendo honradamente las razones que le mueven a concurrir o a discrepar.

Un capítulo particularmente relevante y atractivo es el referente a la averiguación previa. Esta etapa del procedimiento, inmediatamente anterior al proceso en sentido propio, es decisiva para la suerte de éste, que es la suerte de la justicia en general y la del inculpado en particular. Por las características que hasta hoy reviste la averiguación previa penal, los actos que la integran y las conclusiones a las que llega gravitan poderosamente sobre el proceso en su conjunto. Evidentemente, el juicio podrá correr en sentido diferente del que sugiere la averiguación y llegar a conclusiones distintas, pero no será fácil que eso suceda: los eslabones de la averiguación —me refiero, desde luego, a una averiguación bien hecha— suelen ser demasiado fuertes en el conjunto de la cadena procesal.

En mi concepto, muchos de los tropiezos que señala Esquinca obedecen a esa inercia que impele antiguos usos y preserva una época que se resiste a desaparecer, mucho más que a verdaderas consideraciones jurídicas, persuasivas y concluyentes. Esto se observa tanto en la negativa a proveer espacios físicos, como en los extraños criterios acerca del momento en el que puede intervenir el defensor, las características que tiene la persona de la confianza del inculpado —no de la confianza del Ministerio Público, como a veces ocurre: Esquinca refiere casos en que el indiciado "en realidad no conoce al designado y menos le tiene confianza"—, la actuación de aquél en el interrogatorio del inculpado, la proposición y el desahogo de pruebas de descargo y otros muchos temas que esta obra menciona y que requerirían, cada uno, el detallado estudio del jurista y la enérgica corrección de la autoridad competente.

Al examinar el desarrollo del proceso ante las instancias jurisdiccionales, el autor de esta obra plantea diversos problemas que merecen comentario especial. Uno de ellos atañe a la prueba pericial. El autor indica:

Esta es una de las debilidades de la defensa pública federal, que origina desigualdad procesal, porque en tanto que el Ministerio Público cuenta con servicios periciales que intervienen en la averiguación previa y en el proceso, el Poder Judicial de la Federación no tiene peritos que puedan auxiliar al defensor, ni el Instituto Federal de Defensoría Pública cuenta con recursos económicos para contratar particulares.

Es verdad que las carencias señaladas rompen el equilibrio —la "igualdad de armas"— que debiera prevalecer en el enjuiciamiento. Por ello se ha postulado —así lo hizo la Academia Mexicana de Ciencias Penales en un desatendido Programa de Justicia Criminal, del 2000— la creación de un organismo estatal de servicios periciales que responda a los fundados requerimientos de los particulares que tienen necesidad de contar con dictámenes para fines judiciales y carecen de los medios indispensables para obtenerlos por si mismos.

Otro tema probatorio interesante que Esquinca Muñoa menciona al examinar el desempeño del defensor en la segunda instancia es el relativo a los temas sujetos a prueba durante esta etapa del proceso.

Entran en pugna un parecer restrictivo, que se sustenta en determinada lectura del ordenamiento procesal y restringe las cuestiones sometidas en esta etapa al esclarecimiento probatorio, y una opinión extensiva, que prefiere abrir la oportunidad de probar para que el tribunal conozca mejor la cuestión controvertida. Las normas que vienen al caso son los artículos 373, 376, 377 y 379 del Código Federal de Procedimientos Penales, y las opiniones discrepantes se recogen en pronunciamientos jurisprudenciales que aún no establecen la posición definitiva de la Suprema Corte de Justicia. Esquinca Muñoa se pronuncia a favor de la opinión que he llamado extensiva.

El individuo, que requiere defensa antes de que se abra el proceso judicial, la necesita también cuando éste ha concluido, por obra de la sentencia firme. En ambos casos se halla frente al Estado en situación de gran debilidad y, por lo tanto, de severo riesgo. Ya me referí al inculpado durante la averiguación, cuando se encuentra sujeto a la autoridad "imparcial" de quien luego será su "contraparte procesal" como acusador. La situación no es mejor, sino tal vez mucho peor, cuando se le ha reconocido responsable e impuesto una pena, y para ejecutar ésta se le entrega a la administración en el interior de un recinto amurallado. Si en la averiguación ha ganado espacio la defensa, debe ganarlo también en la ejecución, a la que debiera llegar pronto la institución del juez ejecutor.

La obra que ahora comento no se contrae al defensor penal. Abarca otro sujeto, también incluido en el actual ámbito de la defensoría pública, que tiende a adquirir mayor relevancia: el asesor. Es evidente que el problema del acceso efectivo a la justicia no sólo se suscita en los asuntos penales, sino en otros que hoy abundan. Dice bien el autor de la obra, con sentido social y crítico:

En un país de profundas desigualdades como el nuestro, en el que la riqueza se concentra en unas cuantas manos y la pobreza parece ser el único patrimonio de más de cincuenta millones de mexicanos, la existencia de instituciones que brinden a éstos la posibilidad de contar con un patrocinio legal adecuado para sortear los problemas legales que se multiplican en forma alarmante por las deficiencias del andamiaje jurídico, la ineficacia de las instituciones legales y la corrupción tanto en el sector público como en el privado, es vital para que con su actuar establezcan el necesario equilibrio que, a manera de válvula de escape, evite conflictos sociales generados por esas desigualdades.

No es posible abarcar en este comentario todos los asuntos que comprende Esquinca Muñoa en el libro La defensorio, pública federal. Muchos quedan en el tintero, aunque han sido bien desarrollados con la pluma —o la computadora— del autor de la obra. Si éste hace una excelente "defensa de la defensoría", como es debido que la haga quien tiene en sus manos el timón de esta nave, su trabajo llega —lo dije al principio de esta nota— a otros terrenos también transitados por los abogados del Estado. Esta misión generosa debe desempeñarse con buena voluntad, pero también con adecuada preparación. A ello contribuye el magistrado César Esquinca Muñoa, que ya ha dejado huella de su buena presencia en el instituto que preside y en la función que éste tiene a su cargo.

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