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Boletín mexicano de derecho comparado

versión On-line ISSN 2448-4873versión impresa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.37 no.111 Ciudad de México sep./dic. 2004

 

Estudios legislativos

 

Comentario a la iniciativa de reforma constitucional en materia penal del 29 de marzo de 2004

 

Sergio García Ramírez*

 

* Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos e investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

 

SUMARIO: I. Preámbulo. II. Procedimiento de reforma. III. Reforma y sistema penal. IV. Panorama de las reformas: subconjuntos. V. Primer subconjunto. VI. Segundo subconjunto. VII. Tercer subconjunto. VIII. Cuarto subconjunto. Principio de oportunidad procesal. IX. Disposiciones transitorias.



I. PREAMBULO

El 29 de marzo de 2004, al cabo de algunas anticipaciones difundidas por la prensa, el Ejecutivo federal presentó ante la Cámara de Senadores —primera estación en el procedimiento que se tramita ante el constituyente permanente— un proyecto de reformas a numerosos preceptos de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en materia penal Esta iniciativa sirve al propósito, que se expresa en la Exposición de motivos, de llevar a cabo una "Reforma estructural del sistema de justicia penal mexicano". La expresión evoca otros empeños de "reforma estructural" que han quedado, hasta hoy, a la vera del camino: hacendaría, energética, laboral, por ejemplo. En el presente caso, la propuesta abarca tanto las mencionadas modificaciones a la ley fundamental de la república como diversos ordenamientos nuevos y reformas a otros existentes.

Este comentario se limita al proyecto de reforma constitucional, en la inteligencia de que una vez aprobado, de ser el caso —con o sin modificaciones introducidas en el curso del trabajo parlamentario—, será el sustento de los restantes cambios en el orden jurídico nacional sobre procuración y administración de justicia. Conviene, pues, concentrar el examen en las disposiciones constitucionales, analizando lo que éstas implican con respecto a las normas vigentes y lo que pudieran significar, conforme a una proyección razonablemente fundada, para la justicia penal del futuro. Sobra decir que el sistema penal es la manifestación más delicada y elocuente del encuentro entre el poder público y los ciudadanos: sea para preservar, sea para afectar los bienes fundamentales de aquéllos. De ahí la relevancia de dicho sistema desde la perspectiva de la tutela de los derechos humanos y, no menos, de la preservación, defensa y desarrollo de la democracia.

En el periodo comprendido entre 1917, fecha de emisión de la ley suprema vigente, modificada en centenares de ocasiones, y los días que corren, ha habido un creciente número de reformas a propósito de la justicia penal. No fue éste un tema predilecto del constituyente permanente en las primeras décadas posteriores a 1917. Lo ha sido, en cambio, en los últimos lustros. Las frecuentes modificaciones constitucionales en materia penal, que han generado o acompañado la notoria inestabilidad en este extremo del orden jurídico mexicano, son prenda de una insatisfacción constante. Así lo destaca el Ejecutivo en las primeras líneas de la Exposición de motivos, que contiene conceptos frecuentemente invocados a la hora de explicar y justificar reformas anteriores:

A nadie escapa que la percepción ciudadana respecto de la procuración e impartición de justicia, así como el sistema de seguridad pública, no han dado los resultados que la sociedad espera de ellos, a pesar de que, cuando menos en el ámbito federal, ha habido una sensible disminución de la criminalidad, atendiendo a las estadísticas oficiales y algunas privadas. Esta percepción se atribuye principalmente al descrédito de las instituciones por la ineficacia en el actuar de las autoridades, que se traduce en inseguridad pública y en mayor impunidad.

La propia Exposición de motivos hace ver la magnitud que tiene la "cifra negra" de la criminalidad —que contradice, es obvio, la optimista apreciación acerca de la "sensible disminución de la criminalidad", que no ha sido percibida por la sociedad— y carga el acento en la impunidad prevaleciente, que se quiere desterrar o por lo menos reducir. Ahora bien, no faltan motivos y razones al observador que cuestiona los resultados de algunos esfuerzos en materia de seguridad pública y procuración e impartición de justicia. Las constantes reformas constitucionales no han llegado tan lejos como se pretendía, por lo que hace a su impacto real sobre la prevención y persecución del delito y la administración de justicia, que ha sido modesto. Nuevamente se ha desacreditado la tenaz ilusión de que los cambios normativos logran, por sí mismos, transformaciones profundas en el sistema al que se destinan. El olvido de que la reforma debe ser "integral" —además de "estructural"— ha determinado el panorama que ahora señala el Ejecutivo y que la opinión pública conoce y lamenta. Ojalá que no se repita esa historia de ilusiones e insatisfacciones.

La Exposición de motivos proclama la "vital importancia (que tiene) redefinir el rumbo y rediseñar los esquemas de actuación de las autoridades en las materias (de seguridad pública, procuración e impartición de justicia), con el fin de dar respuesta pronta a los reclamos sociales de lograr un sistema de justicia penal eficaz y eficiente". La percepción de ineficacia y el reclamo de corrección, asegura el mismo documento, no sólo proviene del ámbito nacional, sino también de diferentes oficinas de la Organización de las Naciones Unidas que han producido diagnósticos críticos en los que destacan las deficiencias del sistema de justicia penal.

Independientemente de algunas apreciaciones controvertibles, que no tiene caso examinar en este momento, el autor de la iniciativa sostiene que la "reforma estructural" propuesta se sustenta en tres ejes fundamentales: "la transformación del procedimiento penal hacia un sistema acusatorio, la reestructuración orgánica de las instituciones de seguridad pública y procuración de justicia, así como crear tribunales especializados en adolescentes y jueces de vigilancia de la ejecución de penas y, por último, la profesionalización de la defensa penal".

Poco después, la Exposición de motivos explica el concepto que tiene sobre lo que es un "modelo acusatorio", a saber:

Implica la supremacía de los principios penales reconocidos internacionalmente, como la relevancia de la acusación, la imparcialidad del juez, la presunción de inocencia y el esclarecimiento judicial de los hechos; así también, la oralidad, la inmediación, la publicidad, la contradicción, la concentración y la economía procesal como principios rectores del proceso penal, y el respeto irrestricto a los derechos humanos.

Adelante, el autor del proyecto da noticia del contenido que tienen, a su juicio, aquellos principios, que invoca reiteradamente.

No tiene caso discutir con detalle la pertinencia de esas apreciaciones. Lo cierto es que casi dondequiera existe un manejo convencional de ciertos conceptos procesales. Con gran frecuencia se habla —y así lo ha hecho, últimamente, el discurso oficial en torno al proyecto de reforma— de un "sistema oral" como dato central del enjuiciamiento, y a menudo se alude al carácter "contradictorio" del proceso como aspecto fundamental de éste, que de tal suerte concurre a distinguirlo y denominarlo. Existe, pues, una gran libertad en el manejo de las expresiones. No es esto, sin embargo, lo que amerita el mayor examen en este comentario. Quede ese examen para los tratadistas de derecho procesal, que hallarán en la Exposición de motivos y en las ideas que ésta pregona numerosas oportunidades de controversia. Lo que de veras importa, finalmente, son las soluciones específicas, llevadas por un hilo conductor atento al diseño general de un sistema penal —primero—y procesal penal —después— gobernado por la razón y consecuente con lo que se acostumbra denominar "justicia penal democrática".



II. PROCEDIMIENTO DE REFORMA

Seguramente se ha considerado que bastarán el trabajo parlamentario y el estudio que éste suscite, como efecto natural de la iniciativa, para conformar la versión final de la reforma a cargo del constituyente permanente. Este es un método reformador válido y consecuente con las disposiciones constitucionales. Ninguna de éstas obliga a llevar a cabo, antes de remitir la iniciativa al congreso, un examen amplio, público y crítico de los problemas que existen y de las diversas formas de atacarlos, reducirlos o resolverlos; un debate profundo y honesto que ponga en la mesa de las discusiones el diagnóstico de la situación prevaleciente y aporte las diversas opciones que pueden concurrir a la solución de los problemas que nos aquejan; un estudio cuidadoso, previa convocatoria pública, a participar en lo que será, sin duda alguna, la revisión de uno de los sectores más importantes e inquietantes de la función pública: la justicia penal.

Otras instancias han sugerido y emprendido tareas de ese carácter. Lo ha hecho —o lo está haciendo—, por ejemplo, la Suprema Corte de Justicia; asimismo, el Senado de la República, por medio de audiencias entorno a la llamada reforma del Estado y a la reforma del Distrito Federal, entre otros temas. Se pudo proceder de esta manera, pues: ventilar primero todos los temas de la justicia penal y preparar enseguida, como resultado de ese examen abierto, un texto que con centrara las opiniones y asumiera las mejores sugerencias. Este método, que tiene virtudes desde el ángulo de la democracia y que sustenta y fortalece —social y científicamente— las propuestas resultantes, puede producir los mejores resultados.

Empero, como ya dije, no es indispensable proceder así: la reforma constitucional no tiene que pasar, antes del inicio formal a través de una iniciativa, por el examen de los ciudadanos en general, y de los especialistas y aplicadores de la ley, en particular. No sobra recordar, sin embargo, los tropiezos que han sufrido algunas reformas —muy recientes, varias de ellas— a consecuencia del insuficiente análisis que las precedió. Hubo proyectos de reforma en materia de justicia —los cambios constitucionales emprendidos en 1994 son un buen ejemplo de ello— de los que se mantuvo dos a los juzgadores. Estos, protagonistas de la justicia, fueron los "grandes ausentes".

Recordamos bien las "reformas de las reformas" realizadas para corregir los tropiezos de algunos cambios poco meditados, por decir lo menos. Hay botones de muestra que muchos conocen: el hacer y deshacer a propósito del cuerpo del delito y los elementos del tipo penal, o sobre la libertad provisional bajo caución —acerca de la cual ha habido cinco fórmulas constitucionales, que serán seis si se aprueba la contenida en la iniciativa que estoy analizando. Añádase la ominosa propuesta formulada en 1997 para incorporar el juicio penal en ausencia del inculpado, propuesta finalmente rechazada por el Senado, que entonces tuvo un desempeño airoso y prudente, como puede tenerlo ahora.



III. REFORMA Y SISTEMA PENAL

La norma penal constitucional pretende, naturalmente, disciplinar las normas penales federales y estatales, es decir, establecer un sistema nacional a partir de ciertos principios y determinadas soluciones básicas. Esto corresponde a una exigencia evidente de política criminal: no sería posible enfrentar con eficacia el problema de la criminalidad si se carece de un frente armónico, nacional y racional, que provea los mejores medios para la tarea social y política de la prevención y la persecución de los delitos.

Desde una perspectiva competencial y funcional, hay diversos métodos para organizar ese frente. Es posible, como se ha solicitado con frecuencia —más en el espacio penal sustantivo que en el adjetivo, quizás por influencia del derecho comparado— unificar la legislación penal en un solo órgano emisor: el Congreso de la Unión, restando esa atribución a los poderes locales; o bien, sentar las bases —que no podrían ser escasas o insuficientes— para generar uniformidad en el método y en el esfuerzo, preservando las competencias constitucionales que hoy existen. En esta segunda vía se podrían plantear proyectos modelo o tipo —que ya existen para conjuntos más amplios: así, el Código Penal Tipo para Latinoamérica y el Código Procesal Penal Modelo para Iberoamérica, del Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal— y a partir de esos modelos, que los hubo en nuestro país, reanudar el esfuerzo de unificación de la ley penal.

Hace relativamente poco tiempo, el Ejecutivo federal pareció patrocinar la idea de concentrar las atribuciones legislativas penales en manos de la Federación, es decir, centralizar la legislación penal, lo cual implicaría contar con códigos penal y procesal penal, ley de ejecución de sanciones y ley sobre menores infractores con vigencia nacional, no sólo federal o estatal. El proyecto del 2004 abandona esta idea y prefiere establecer bases —mucho más amplias y comprensivas que las existentes— para alentar la uniformidad, que se lograría desde un cimiento compartido y hacia unos objetivos comunes.

Probablemente este último método resulte mejor, por más practicable, que la unidad legislativa penal. Empero, no habría que desechar el examen y el debate sobre la unidad, que en el largo plazo representa una solución más cierta, firme y segura. La vía adoptada por el Ejecutivo en la iniciativa que ahora comento se manifiesta claramente en diversos extremos, además de expresarse, claro está, en el conjunto de las reformas planteadas. Aquello sucede en los casos de la justicia para adolescentes, el sistema de seguridad pública, los convenios para ejecución de penas y los convenios para la entrega interna de delincuentes.



IV. PANORAMA DE LAS REFORMAS: SUBCONJUNTOS

A mi modo de ver, las propuestas que constan en el documento enviado por el Ejecutivo al constituyente permanente, por conducto del Senado de la República, tienen muy diversos rasgos y merecen diversas calificaciones. En ellas cabe distinguir subconjuntos, más o menos deslindables. En efecto, hay enmiendas constitucionales —que se trasladarán a todo el sistema penal nacional— poco relevantes, de mera terminología (primer subconjunto). Algunas de éstas incurren en confusión o inducen a ella. En contraste, existen otras —la mayoría, por supuesto— realmente significativas, de fondo. Y entre ellas las hay plausibles y deseables, pertinentes para el progreso de la justicia penal, a la que pueden aportar beneficios destacados (segundo subconjunto), y desacertadas y preocupantes, con signo autoritario, que pudieran traer consigo males y problemas aún peores que los que ahora existen y que se desea corregir a través de la propuesta comentada (tercer subconjunto). También existen propuestas que pudieran generar ventajas para la solución racional de los litigios penales, pero igualmente entrañan riesgos significativos en la medida en que su organización secundaria y, sobre todo, su realización práctica se deslicen cuesta abajo (cuarto subconjunto). En las siguientes líneas me ocuparé de estos subconjuntos, siempre a la luz de la iniciativa de reforma constitucional y de la Exposición de motivos correspondiente.



V. PRIMER SUBCONJUNTO

1. Imputado

Es verdaderamente trivial el cambio de la expresión "inculpado" por "imputado", voz que aparece en numerosos preceptos del proyecto de reforma: 16, 18, 19, 20, 21, 22, en una extensa siembra del "nuevo" concepto. Se trata de términos sinónimos: uno y otro designan, indistintamente, a la persona, contra la que se dirige el procedimiento, a título de probable responsable de un hecho ilícito. No acierta el proyecto cuando declara enfáticamente que el empleo de aquella voz es nada menos que una consecuencia del modelo acusatorio y del principio de presunción de inocencia, y a continuación señala que "es por ello que se considera necesario modificar todas las referencias que la Constitución hace al inculpado o indiciado, en aras de establecer un concepto genérico, denominándolo 'imputado', de tal suerte que sea la legislación secundaria la encargada de definir el concepto en el estado procedimental correspondiente.

2. Fiscal

Tampoco parece afortunado el empeñoso empleo de la designación "Fiscal" (siempre con inicial mayúscula), que aparece en varios preceptos y que indudablemente alcanzará a un apreciable número de normas secundarias. Se ha querido excluir o reducir la expresión Ministerio Público, ampliamente acogida en el derecho mexicano —heredero, en este punto, de la clásica fórmula francesa, con la que surge la versión moderna de esta figura del enjuiciamiento—, y en muchos supuestos se ha sembrado una denominación híbrida y confusa: "Fiscal del Ministerio Público", que es tanto como decir, hoy día, agente del Ministerio Público. En los últimos años ha campeado una moda "fiscalista" en la designación de los funcionarios de la institución procuradora de justicia. De pronto volvimos los ojos al pasado y desenterramos una denominación que hacía mucho tiempo había desaparecido del medio mexicano. Con ella hemos bautizado, sin fatiga, nuevas y numerosas oficinas del Ministerio Público. La creación de "fiscalías" especializadas en asuntos penales es obra de todos los días.

Conviene recordar que en la historia remota del Ministerio Público mexicano se hallan los procuradores o promotores fiscales, que aparecieron en la aún más distante historia de las instituciones judiciales europeas, aunque se hayan mantenido con firmeza en algunos países, como ocurre en España con el Ministerio Fiscal. Ahora bien, la denominación que hoy se quiere elevar al texto constitucional, que no es poca cosa, tuvo pleno sentido cuando ese funcionario se hallaba a cargo de la defensa de ciertos intereses patrimoniales, caracterizados en el "fisco". De esto hay huella en el ordenamiento nacional: existe un procurador fiscal, que tiene la encomienda, precisamente, de defender los intereses del fisco.

Por lo que hace a la otra connotación de fiscal, que quiere ocupar el espacio terminológico que hasta hoy ha tenido el Ministerio Público —y más precisamente el jefe de la institución: el procurador— hay que recordar que hace poco más de cien años —hasta la reforma constitucional de 1900— hubo en la Suprema Corte de Justicia un fiscal general, al lado de un procurador general. La modernización de estas magistraturas acarreó la concentración de ambas funciones en un solo personaje bajo el título de procurador general de la república, y su extracción del Poder Judicial. Como se ve, la expresión fiscal alude a otro género de cuestiones y se halla — o se hallaba, hasta su redescubrimiento— en el arcón de los recuerdos. En fin de cuentas, el sistema penal mexicano no da un solo paso adelante, y quizás tampoco atrás, por el hecho de que mañana se designe como fiscal a quien ayer fue procurador. Esta es otra posible innovación de muy escaso calado.

Dado que en el ordenamiento nacional hay abundantes referencias al Ministerio Público federal o de la Federación, a la Procuraduría General de la República o al procurador general de la república, ha sido preciso que un artículo tercero transitorio se ocupe en "actualizar" las designaciones: "Cualquier denominación que se haga en los tratados internacionales y ordenamientos legales al procurador general de la república, se entenderá hecha al Fiscal General de la Federación, y las referencias a la Procuraduría General de la República se entenderán hechas a la Fiscalía General de la Federación".

3. Auto de sujeción a proceso

Un ejemplo más de los cambios menores se halla en el desplazamiento del término "auto de formal prisión", que se localiza en el artículo 19. La Exposición de motivos contiene un pequeño desliz sobre este punto. Dice que se plantea "sustituir la figura del auto de formal prisión por la de auto de formal procesamiento, atendiendo a que aquélla no es acorde con el derecho del imputado de ser considerado inocente hasta que se dicte una sentencia condenatoria que determine su responsabilidad penal". En realidad, ni la denominación del auto gravita, por sí misma, sobre la presunción de inocencia, ni la redacción que se propone ahora utiliza el giro "auto de formal procesamiento". En cuanto a lo primero, es evidente que el problema acerca de la denominada presunción de inocencia no sobreviene por el nombre de la resolución judicial que en este momento examino, sino por el fundamento de ella, la probable responsabilidad, y mucho más por las consecuencias que de ello resultan, como adelante señalaré. Y en cuanto a lo segundo, la expresión que emplea el proyecto —a despecho de la Exposición de motivos— es "auto de sujeción a proceso".

Sin perjuicio de lo anterior, convengo en que el concepto "auto de sujeción a proceso", que ya emplea la legislación mexicana en determinados supuestos, o "auto de procesamiento", con raíz española, es mejor que "auto de formal prisión". En este sentido, el texto sugerido supera al vigente, pero tampoco entraña una novedad significativa, digna de reforma constitucional, en la realidad jurídica o práctica del sistema penal mexicano.

Hubiera sido conveniente, más allá de estos formulismos terminológicos, revisar la idea, que consta tanto en la norma vigente como en la propuesta, de que para dictar auto de formal prisión o sujeción a proceso se estará a "los datos que arroje la averiguación previa". En rigor, no existe este límite. También contribuyen a sustentar o evitar el auto mencionado los datos, es decir, los elementos de conocimiento y juicio, las pruebas que se reúnan en el curso de las setenta y dos horas, o más, previas al auto de formal prisión. En este periodo, tanto el Ministerio Público como la defensa pueden proponer pruebas.

En la Exposición de motivos se alude a un tema importante que ha sido fuente de discusiones e interpretaciones encontradas:

Si bien en el propio precepto 19 constitucional señala la Exposición de Motivos, se indica que todo proceso se seguirá forzosamente por el delito o delitos señalados en el auto de sujeción a proceso, muchas veces el Ministerio Público emite sus conclusiones, variando la clasificación del delito, pero preservando los mismos hechos, por lo cual, por esa precisión técnica, la defensa argumenta que se trata de un delito distinto y que se violan las leyes del procedimiento que establece el artículo 160 de la Ley de amparo. Por ello, la reforma propone separar esta discusión de la diversa clasificación, pues se trata de los mismos hechos y que, por tanto, no se violan garantías individuales.

Aunque el punto es discutible, convengo con el proyecto: efectivamente, es practicable la reclasificación del delito (precisión técnica, de encuadramiento normativo), sin alterar los hechos planteados por el actor penal. Ahora bien, aunque la Exposición de motivos del proyecto de reforma constitucional anuncia la solución de este punto, dicha solución no figura en ese proyecto. Quizás se localiza en otro.

4. Registros

En el artículo 20, que establece derechos del inculpado, se permite a éste y a su abogado tener acceso a los "registros" del proceso, en vez de decir que accederá al proceso mismo, como se manifiesta en la actualidad. Desde el punto de vista terminológico, es adecuado aludir a los registros —expresión que abarca cualesquiera medios que la tecnología suministre para retener los datos del enjuiciamiento: escritos o de otra naturaleza—, pero tampoco existe en este caso necesidad estricta de una reforma constitucional para aclarar un punto que se halla solucionado, implícitamente —y claramente—, en la norma actual y que puede regularse en las disposiciones secundarias.

5. Abogado General de la Federación

Todavía en lo que atañe a esta categoría de propuestas, mencionaré por último la nueva designación que se atribuye al consejero jurídico del gobierno federal (artículo 102, nuevo apartado C). Hasta la reforma de 1994, la consejería —una institución jurídica, al lado del Ministerio Público— recayó en el procurador general de la república. Esta asignación correspondía a la tradición estadounidense, que viene de los primeros años de los Estados Unidos de América y se ha conservado hasta hoy, con apreciable éxito, generalmente reconocido. El procurador general ejerció la consejería jurídica del gobierno federal mexicano, y más específicamente del presidente de la república, en forma discreta y sin problemas mayores.

La iniciativa presidencial de reformas constitucionales de 1994 no pretendió modificar esta situación, que varió, sin embargo, en los términos del dictamen elaborado en la Cámara de Senadores. Realmente, ese dictamen no ofreció argumentos y razones a favor del inopinado cambio que sugería, a veces avalado por la doctrina. Así que decayó esta misión constitucional del procurador de la república, que fue encomendada a un consejero jurídico previsto en la parte final del artículo 102 constitucional.

La reubicación del Ministerio Público como órgano autónomo no permitiría el retorno de esa abogacía del Estado al procurador general. Tampoco lo intenta la iniciativa, que en cambio promueve el cambio de designación del funcionario al que compete esa tarea. Se le llamará, en los términos de un nuevo y muy breve apartado C) del artículo 102 constitucional, abogado general de la Federación, al que la Exposición de motivos —no las normas constitucionales propuestas asignan "una naturaleza jurídica diversa (de las del M.P. con personalidad jurídica y patrimonio propios" Este cambio es irrelevante, aun cuando posiblemente pudiera defenderse aduciendo que un consejero jurídico no posee, necesariamente, legitimación para intervenir en asuntos contenciosos, como la tiene, por definición, un abogado general. El brevísimo apartado C) dispone que "la Oficina del Abogado General de la Federación estará a cargo de la dependencia del Ejecutivo federal que, para tal efecto, establezca la ley". La redacción es equívoca: ¿no es dicha oficina, ya, una dependencia del Ejecutivo federal?

La denominación "Abogado General" puede tener origen en la designación utilizada en ciertos organismos para referirse al más alto funcionario con atribuciones jurídicas: la Universidad Nacional Autónoma de México, el Instituto Politécnico Nacional, la Universidad Autónoma Metropolitana. También puede tenerlo en la expresión estadounidense attorney general, y dentro de esta hipótesis se inscribiría en la misma línea de adopciones terminológicas que ya ha aparecido en otros casos, como la redesignación de la Policía Judicial federal como Agencia Federal de Investigaciones, nombre que invita a pensar en el Federal Bureau of Investigations.



VI. SEGUNDO SUBCONJUNTO

Vayamos ahora a las reformas relevantes. Procuraré examinarlas, con la brevedad que imponen las características de este comentario preliminar, siguiendo el orden de su aparición en la escena constitucional. Me referiré primero a las que estimo pertinentes, en cuanto aportan, a mi juicio, un progreso en el enjuiciamiento penal mexicano. También mencionaré aquellos aspectos de estas propuestas esencialmente satisfactorias que pudieran ser reconsiderados, cuando se realice el estudio parlamentario, para mejorar las fórmulas planteadas, así como las ausencias —notoriamente, en materia de libertad provisional— que han quedado en el camino de los buenos propósitos.

1. Cateo

De escaso calado, resulta aún interesante la adición que se hace a los propósitos que legitiman el cateo, que de otra suerte sería un allanamiento ilícito. Hasta hoy, el artículo 16 se ha referido a la realización del cateo para aprehender a una persona; en lo sucesivo también comprenderá la hipótesis en que sólo que pretenda localizarla.

2. Presunción de inocencia

En la Exposición de motivos se pone énfasis en uno de los temas destacados del sistema penal —no sólo del enjuiciamiento penal— contemporáneo, con la mejor raíz y el más elevado propósito: la llamada presunción de inocencia o de ausencia de responsabilidad penal, a la que algunos autores niegan, posiblemente con buenas razones, la pretendida naturaleza de presunción. Sea lo que fuere, se trata de un principio rector de la regulación y de la "actitud" del poder público en el curso del enjuiciamiento. De ahí el énfasis provisto por la Exposición de Motivos, y de ahí también que este punto se halle a la cabeza del acervo de derechos que provee el apartado A) del artículo 20 constitucional, en los términos de la iniciativa de reformas.

En las palabras de la Exposición de motivos, que en apoyo de la presunción cita un supuesto "reclamo popular" y diversas prevenciones internacionales, "la piedra angular de todo proceso penal acusatorio es el reconocimiento y respeto de uno de los derechos humanos de mayor trascendencia, el derecho a la presunción de inocencia". Esta declaración no ha existido en nuestra ley fundamental; se aloja, a lo sumo, en disposiciones legales secundarias e incluso en normas carcelarias. Es verdad, por lo demás, como manifiesta la Exposición de motivos, que tampoco ha sido extraña al orden jurídico mexicano, porque figura en tratados internacionales de los que México es parte, habida cuenta de que esos tratados concurren a integrar —señala el artículo 133 constitucional— la "ley suprema" de toda la Unión.

En las proclamaciones contenidas en la Exposición de motivos figura un preocupante diagnóstico de la situación prevaleciente, en concepto del autor del proyecto:

A nadie escapa la percepción de la sociedad y de la comunidad internacional, en el sentido de que en nuestro país aún no se observa a cabalidad la presunción de inocencia, ya que los imputados son presentados por las autoridades, por los medios de comunicación y por la opinión pública en general, como responsables de los hechos delictivos que el Ministerio Público y las víctimas u ofendidos del (sic) delito les imputan.

Habrá que hacer algo más que acuñar la presunción de inocencia en la ley fundamental para evitar que las autoridades, los medios de comunicación y la opinión pública en general consideren que los indiciados —y también, con frecuencia, personas que no tienen ese carácter— son culpables de ciertos hechos calificados como delictuosos. Habría que profundizar más en la dinámica social de estos problemas. Evidentemente, el principio de inocencia deberá proyectarse sobre el conjunto del sistema, donde tropieza, muy a menudo, con obstáculos infranqueables. Es notoria la paradoja que surge cuando se manifiesta, por una parte, que el individuo queda cubierto por una "presunción de inocencia mientras no se declare que es responsable por sentencia emitida por los tribunales competentes" (artículo 20, apartado A), fracción I conforme al proyecto), y por la otra se le trata como sólo se puede tratar a quien se halla bajo fuerte sospecha, y así deviene, por lo tanto, "probable culpable", dicho en términos amplios y llanos, no muy distantes de los que utilizan los artículos 16 y 19 de la Constitución, incluso bajo los textos recogidos en el proyecto de reformas: "probable responsable", a quien por ello se consigna, se ordena capturar y se somete a proceso. Por lo demás ¿cómo conciliar el principio de inocencia con la prisión preventiva, el arraigo y otras cautelas procesales?

3. Prisión preventiva (reenvío)

La paradoja flagrante que surge por el contraste entre el principio de inocencia y la prisión preventiva se muestra dramáticamente en esa misma fracción I, que comprende tanto el citado principio como, implícitamente, su patente contradicción. En efecto, la segunda parte de esa fracción recoge la declaratoria de que el inculpado "gozará de su libertad", y acto seguido señala "excepciones", esto es, reconoce que puede negarse la libertad y ordenarse la prisión del "presunto inocente". Pero este no es un problema del proyecto, en sí mismo, sino una cuestión general, universal, aún pendiente de respuesta satisfactoria.

Se propone la existencia de tres supuestos de prisión preventiva, a saber: "a) Cuando se trate de delitos calificados como graves, sin perjuicio de lo que disponga el juez; b) En el caso de los delitos no graves, sancionados con (pena) privativa de libertad, cuando no se garantice la reparación del daño, y c) En los (casos de) delitos graves y no graves cuando el juez declare la revocación de la libertad provisional". Debo expresar reservas en cuanto a la insistencia en el concepto de "delitos graves", cuyo pésimo manejo a través de listas insertas en los códigos procesales, que contienen relaciones en constante crecimiento, ha traído consigo una rotunda limitación a la libertad provisional y un evidente menoscabo del principio de inocencia. Era mucho mejor, en este sentido, el texto previo a. la reforma constitucional de 1993, y lo es el acogido en el Código de Procedimientos Penales del Distrito Federal, que acotan mejor el arbitrio legislativo al remitirse al término medio de la pena aplicable al delito imputado. No se trataba, ciertamente, de una solución perfecta, pero suscitaba menos problemas y errores que la aportada en 1993 y conservada en la iniciativa del 2004.

Independientemente de lo anterior, me parece adecuado, por ahora, manifestar que el juez puede conceder la libertad provisional incluso en el supuesto de los delitos graves, como se desprende de la redacción del inciso a), arriba transcrito. Esto apareja, en mi concepto, un paso adelante en la dirección correcta. No es necesariamente plausible la fórmula del inciso b). Se entiende y se comparte la preocupación por amparar al ofendido, vinculando por ello la posible reparación del daño (y se debiera agregar, como lo hizo la reforma constitucional de 1984: el perjuicio) con la concesión de la libertad en el proceso. Pero vale reconocer que el impedimento constituido por la falta de garantía sobre la reparación del daño puede hacer nugatorio el derecho del inculpado, particularmente en aquellos casos en que éste carezca de medios económicos para asegurar la reparación de un delito que quizás no ha cometido. Difícil punto de equilibro entre los intereses legítimos, ambos respetables, del inculpado y del ofendido.

En otro apartado del presente comentario al que me remito (infra, 7 B), llevo adelante el examen de la libertad provisional en el marco del proyecto de reforma constitucional del 2004.

4. Información sobre hechos imputados y derechos constitucionales

Otro avance estimable contenido en el proyecto es el derecho del inculpado "a conocer los hechos delictivos que se le imputan y los derechos que en su favor consigna esta Constitución, a partir del momento de su detención" (fracción III, apartado A), del artículo 20). Como se sabe, la provisión constitucional actual —ampliada en la legislación secundaria para beneficio del individuo— recoge el derecho a esa información sólo en el momento en que el inculpado rinde la declaración preparatoria, es decir, muy avanzado el procedimiento: después de la averiguación previa y el ejercicio de la acción, y horas antes del auto de formal prisión o procesamiento. La novedad aportada por la iniciativa significará que quienes realicen la detención deberán informar al detenido de sus derechos, sin demora alguna. Aquí florece de nueva cuenta la saludable línea emprendida por la jurisprudencia estadounidense muchos años atrás —y hoy asediada por tendencias regresivas— en diversos casos paradigmáticos, que trascendieron al mundo entero. Desde luego, la nueva fórmula impone el deber de informar a los captores del inculpado —que son quienes actúan "en el momento de su detención"— y no solamente a la autoridad ante la que se presenta al sujeto una vez realizada la captura.

5. Confesión

En la cuenta favorable de la reforma constitucional penal de 1993 se hallan el régimen actual de la confesión y el derecho al silencio. La propuesta del 2004 sigue avanzando en este camino. Si hasta hoy ha sido eficaz la confesión rendida ante el Ministerio Público o el juez, con asistencia del defensor del declarante, en lo sucesivo sería eficaz únicamente la realizada ante la propia autoridad judicial con la asistencia del defensor. En la Exposición de motivos se manifiesta que "la confesión rendida ante cualquier autoridad distinta del juez o ante éste sin la asistencia de un defensor carecerá de todo valor probatorio, con lo cual se suprime el carácter de confesión a la declaración autoinculpatoria que pudiese realizarse por el individuo ante el Ministerio Público o cualquier otra autoridad". No está de más precisar que en el texto constitucional vigente sólo se admite como prueba confesional atendible la desahogada ante el MP o el juzgador, no la realizada ante otras autoridades. Es discutible la referencia a una declaración autoinculpatoria, si se conviene en que quien confiesa no necesariamente reconoce su "culpa", sino su "participación en ciertos hechos". A mi modo de ver, el legislador secundario debiera regular esta materia como cuestión de admisibilidad, no sólo de eficacia.

De los exigentes términos del proyecto, que manifiestan una saludable intención restrictiva, esto es, garantizadora, se desprende que carecería de valor probatorio la confesión emitida ante el Ministerio Público, no se diga ante otras autoridades, aunque se ratifique formalmente ante el juez, lo cual no significa, claro está, que se rechace la confesión judicial porque coincida con declaraciones rendidas anteriormente. La nueva garantía del imputado se refuerza si se considera que el defensor al que alude esta fracción es el perito en derecho, no apenas la persona de la confianza de aquél. No omitiré observar que la redacción de este fragmento es deficiente: se debió expresar las condiciones de la confesión admisible y eficaz, mejor que aludir al tema con una fórmula negativa, exponiendo las deficiencias que originan la invalidez del acto. Adelante me referiré de nuevo a este punto.

6. Inmediación

Celebro el derecho que se pretende incorporar en la fracción V del apartado A) del artículo 20 constitucional: "derecho a que todas las audiencias se desarrollen en presencia de un juez, que escuchará a quienes intervengan en el proceso". Así se afirma el principio de inmediación con el que está vinculado el de oralidad. Es sumamente reprobable que las diligencias judiciales —me refiero, sobre todo, a la recepción de pruebas y alegaciones— se realicen en ausencia del juzgador, como si el secretario —o la auxiliar mecanógrafa— tuvieran la virtud de ser "ojos y oídos" del juez, cuya convicción se pretende formar como sustento de una sentencia justa.

En este extremo probablemente surgirán fuertes resistencias, derivadas de la supuesta o real imposibilidad material en que se halla el juez, abrumado por un cúmulo de asuntos, para presidir de verdad las audiencias y adquirir, también auténticamente, el indispensable conocimiento, que ordena la ley, del inculpado y del ofendido. En consecuencia, habrá que proveer al Poder Judicial con el apoyo que requiera para cumplir el deber que asume en este campo. Es uno de los mayores beneficios que la reforma pudiera aportar al enjuiciamiento penal mexicano. Estimo que las normas secundarias debieran sancionar con nulidad de actuaciones la inobservancia de la inmediación. Esta consecuencia se deduce del texto propuesto para la fracción IX del apartado A). No obstante, sería pertinente, por motivos prácticos, puntualizarla también en la ley procesal para evitar interpretaciones —que las hay y las habría— cuyo efecto final sería suprimir la inmediación y tolerar actuaciones de "juez ausente".

7. Publicidad

Es también plausible la reiteración o reformulación del derecho a juicio público (aunque se añade: "salvo los casos previstos en la ley", como probable alusión a procesos abreviados o a juicios modificados bajo el régimen de oportunidad al que luego me referiré) y concentrado por lo que toca al desahogo de las pruebas. He aquí un nuevo intento, ojalá exitoso, por asegurar inmediación, oralidad y publicidad. En el texto actual de la fracción VI del apartado A) del artículo 20 se estatuye ese mismo derecho a juicio público, que ha decaído en función de la estructura del enjuiciamiento mexicano, que privilegia la instrucción sobre el juicio y reúne ambas etapas bajo la conducción de un mismo juzgador bifuncional.

La propuesta del Ejecutivo silencia, y por lo tanto desecha, el juicio por jurado. Este decayó en 1929 y fue prácticamente desechado bajo las reformas de 1993 acerca de la responsabilidad de servidores públicos. Quedó un solo reducto del jurado, que hoy desaparece de la Constitución, como antes había desaparecido en la práctica: delitos cometidos por medio de la prensa contra la seguridad de la nación. Coincido, en general, con la posición adoptada por la iniciativa. Sin embargo, existen argumentos históricos y actuales en favor del jurado que sería conveniente examinar y controvertir. No parece razonable excluir de plano el jurado con un simple golpe de pluma.

8. Defensa

Es preciso reconocer y aplaudir el esfuerzo por mejorar las condiciones en que se presta asistencia jurídica a los justiciables. Se trata de favorecer el acceso a la justicia, una de las preocupaciones más relevantes y justificadas en la hora actual. Esto se proyecta en dos dimensiones: por una parte, el servicio a los inculpados, a través de la defensa penal, y por el otro, la atención a los intereses y derechos de los ofendidos, mediante nuevas figuras procesales que accedieron a nuestra Constitución en 1993. Es obvio que el derecho a la defensa —un derecho crucial para el acceso a la justicia, formal y material, y el debido proceso legal— constituye uno de los signos característicos del enjuiciamiento penal moderno, con inspiración liberal, que se preserva con esmero en el régimen acusatorio. En este orden ha habido una constante expansión del sistema procesal: primero, reformas secundarias importantes, y luego, modificaciones constitucionales e institucionales. Entre aquéllas se halla la referencia a la defensa "adecuada" —no cualquier defensa, pues—, introducida en 1993, con sus implicaciones sobre la validez de las diligencias procesales. Entre las segundas aparece el establecimiento del Instituto Federal de la Defensoría Pública.

No obstante la bondadosa adición al carácter "adecuado" de la defensa, en la ley suprema ha persistido la errónea posibilidad de que ésta se ejerza por una persona "de la confianza" del inculpado, aunque no se trate de un perito en derecho. Esta supuesta apertura del derecho a la defensa, a través de un régimen caracterizado como "libre defensa", en realidad milita contra los intereses del inculpado, que puede quedar a merced de personas incompetentes; se contradice, así, el propósito de contar con una defensa "adecuada". Otra cosa es —o sería— permitir el acceso de esa persona de confianza, —familiar o amigo— a determinadas actuaciones, siempre en adición al defensor letrado.

En este ámbito, el proyecto del 2004 contiene dos disposiciones relevantes. En el artículo 17, relativo al acceso a la justicia, se pretende incorporar un párrafo que proteja y fortalezca el ejercicio profesional de la abogacía. Dicho texto tiene un campo de aplicación mayor, desde luego, que el correspondiente al área penal, y en él se recoge la preocupación internacional por mejorar los denominados "estándares" para el desempeño libre, respetable y competente de esa profesión: "Las leyes federal y locales sentarán las bases para que se garanticen la libertad, la capacidad y la probidad de los abogados".

En cuanto a la materia estrictamente penal, existe una prevención interesante: el inculpado —dirá, en su hora, la fracción II del apartado A) del artículo 20 constitucional—, tiene derecho "a una defensa adecuada a cargo de abogado certificado en términos de la ley, desde el momento en que el imputado comparezca ante el Fiscal del Ministerio Público y dentro de las veinticuatro horas siguientes a que quede a disposición del juez". A falta de designación de abogado particular, el MP o el juez, en sus casos (durante la averiguación previa, aquél, y en ocasión del proceso, éste), designarán defensor público, que intervendrá a título gratuito.

En la Exposición de motivos justifica la propuesta sobre certificación del abogado defensor diciendo que "a pesar de que se ejerza la profesión (sic) de licenciado en derecho, esto no garantiza que los litigantes tengan la capacidad técnica y ética en el desempeño de sus tareas de defensa, en el marco de la protección de uno de los valores fundamentales del hombre, como es la libertad". La profesión a la que se refiere ese documento es, propiamente, la abogacía, no la licenciatura en derecho. Como sea, coincido con el proyecto en la necesidad de reclamar al defensor más que la simple posesión del título de licenciado en derecho, e incluso más que el desempeño profesional en otros espacios de la abogacía. Este puede ser el principio de que se requiera certificación a los abogados que se desempeñan en otras materias.

Es esencialmente correcta la idea de "certificación" del profesional que brinda tan importantes y delicados servicios, de los que depende la suerte misma del individuo. Esa propuesta apunta, quizás, hacia la colegiación obligatoria, aunque no la exige necesariamente. Lo importante, en todo caso, es que el prestador de ese servicio acredite fehacientemente su competencia para brindarlo, como se requiere de un practicante de la medicina o de un perito de la construcción de obras públicas y privadas, por ejemplo. El ejercicio de la defensa penal no es menos relevante que el desempeño de estas actividades. En 1993, se cometió el error de insistir en el sistema de absoluta "libre defensa", que sólo perjuicios produce al inculpado.

Pudiera mejorar esta sugerencia si se amplía el derecho a la defensa adecuada, de manera que abarque todo el desarrollo del procedimiento penal, o por lo menos una parte mayor y muy significativa de éste, y no sólo la etapa en que el inculpado comparece ante el fiscal del Ministerio Público —cosa que puede ocurrir al término de la averiguación— o después de que ha quedado a disposición del juez, y no antes de que esto acontezca — lo cual supone que ya hubo ejercicio de acción penal y probablemente libramiento y cumplimiento de orden de aprehensión, salvo los casos en que se hace la consignación con detenido a raíz de las hipótesis de urgencia o flagrancia—.

La propuesta del Ejecutivo pudo ser mejor en otros extremos: por ejemplo, al revisar las cuestionables expresiones de que el defensor puede "comparecer en todos" los actos del proceso, cuando es evidente que hay diligencias de las que está excluido —la ejecución de una captura ordenada por el juez, la práctica de una intervención telefónica, entre otras—; y de que tiene la obligación de comparecer "cuantas veces se le requiera", y no cuantas veces sea necesario cumplir funciones de defensa, independientemente de que se le requiera o no.

Por supuesto, no será sencillo que esta reforma ingrese en las leyes secundarias, en las reformas institucionales y en las costumbres forenses. Tal vez por ello el proyectista sugirió, en el artículo primero transitorio, que la vacatio legis correspondiente a esa nueva disposición constitucional se extienda por dos años, a cambio de que en todos los casos restantes sea de sólo un año. Ese plazo más amplio servirá mejor para organizar la buena aplicación del precepto y vencer las resistencias que indudablemente aparecerán. Ojalá que éstas no impidan la adopción de la reforma.

9. Diligencia

La fracción IX del apartado A) del artículo 20 contempla dos cuestiones relevantes. Una es el plazo razonable para el desarrollo del proceso, hasta su natural culminación, la sentencia, aun cuando el proyecto no identifica el tema —tampoco lo hace la fórmula vigente— como "plazo razonable", a diferencia de lo que ocurre en el plano internacional. Otra cuestión importante es la prevalencia de la garantía de prueba sobre la garantía de plazo, tomando en cuenta que puede interesar al inculpado la extensión del tiempo asignado al proceso —como también, antes, el asignado a la emisión del auto de procesamiento, que se sigue contemplando en el artículo 16 como lo previno la reforma de 1993, con una fórmula ciertamente perfectible.

Sobre la garantía de plazo para la conclusión del proceso es pertinente formular algunas consideraciones. No siempre es conveniente señalar plazos precisos, exactos, para el desarrollo del enjuiciamiento; otra cosa es hacerlo para la satisfacción de ciertas actuaciones procesales, específicamente, a condición de no incurrir en plazos ilusorios de imposible o muy difícil observancia, lo cual también se vuelve en contra del inculpado. De ahí que en otros textos se haya optado por hablar de plazo razonable, como ya señalé, y dejar al legislador la tarea de acomodar las piezas del proceso en forma que el conjunto refleje la razonabilidad del plazo, y a la jurisprudencia la misión de precisar si ha sido razonable el plazo en asuntos determinados. Esto conduce a fijar, en términos generales, ciertos indicadores aprovechables, como los que ha mencionado la jurisprudencia europea sobre derechos humanos, seguida por la interamericana: complejidad del asunto, conducta de la autoridad judicial, estrategia de las partes.

La fracción IX reduce los plazos contemplados en la actualidad: el juicio deberá concluir antes de seis meses si se trata de delitos no graves, y antes de un año si vienen al caso delitos graves. Aun cuando se entienden los motivos del deslinde, lo cierto es que la complejidad de una causa y el comportamiento de los participantes en ella no dependen, por fuerza, de la gravedad del delito supuestamente cometido. Hay otros factores que concurren a extender el tiempo del proceso: ante todo, la mayor o menor facilidad de contar con pruebas convincentes sobre los hechos, la responsabilidad y otros asuntos decisivos. La flagrancia aligera considerablemente el problema probatorio, incluso en la hipótesis de los más graves delitos, en tanto que la falta de pruebas accesibles o la existencia de complejas cuestiones de hecho o de derecho influyen en la extensión de un proceso seguido por delito no considerado grave.

No son sinónimos celeridad, diligencia, economía procesal y concentración. Empero, se reclaman mutuamente, articulados en un sentido unitario que pretende la realización de la justicia con el menor empleo de tiempo y medios procesales. Por ello es posible mencionar aquí el principio de concentración: reunir el mayor número de actos procesales en un solo momento, que permita un análisis integral y sustente una resolución pronta e incluso inmediata. A esto se encamina la fracción VIII del apartado B) del artículo 20 cuando dice que en el proceso público —esto es, en un proceso realizado bajo el signo de la publicidad— se procurará la concentración en el desahogo de las pruebas". Esto es plausible, en la medida en que sea practicable y sin olvidar que algunas pruebas deben practicarse precisamente en el momento en que es posible hacerlo, que puede ser uno anterior a la audiencia sobre el fondo (prueba anticipada). El proyecto constitucional apunta, con acierto, hacia el ideal de una sola audiencia, quizás interrumpida por breves recesos y continuada de inmediato.

10. Nulidad de actuaciones

La fracción XI del mismo apartado A) contiene una disposición de alcance general ampliamente justificada: "Será nula de pleno derecho toda actuación de cualquier autoridad que no cumpla con los requisitos establecidos en la Constitución y en la Ley". Es preferible esta forma de resolver el problema de los vicios procesales y sus consecuencias jurídicas, que la utilizada anteriormente: disposiciones específicas sobre la materia en relación con determinados actos, solución en la que innecesariamente insiste la fracción IV, concerniente a la confesión. No obstante este tropiezo evidente, la fórmula general de la fracción XI contribuye a solucionar tanto el problema que se plantea a propósito de cualquier diligencia practicada en contravención a la ley fundamental, como a disponer el camino —por razones de congruencia del sistema en su conjunto— para la admisión y apreciación de la prueba.

El autor del proyecto se inclina, justificadamente, a favor del rigor legal de las diligencias procesales. Hace bien: es inadmisible que actos viciados, realizados con violación de la norma suprema o de la ley secundaria, produzcan los efectos jurídicos que sólo se debieran reconocer a los actos ajustados a la legislación que los regula. Por esta vía se puede abordar, en otro orden de cosas, pero en el mismo de consideraciones, la respuesta al difícil tema de la admisión y valoración de la prueba ilícita o ilícitamente obtenida, y de ese modo se puede enfrentar, a su turno, el tema de los "frutos del árbol envenenado", que analizó la jurisprudencia estadounidense y ocupa a los estudiosos y aplicadores del proceso penal en general. La respuesta debe ser desfavorable a la validez de esos "frutos", evidentemente contaminados, en aras del carácter ético del proceso —un instrumento del Estado de derecho—, que reprueba los actos ilegales e ilegítimos.

Nótese que la disposición propuesta sanciona con nulidad no sólo la violación de formas constitucionales, sino también la inobservancia de requisitos legales. Enhorabuena que así sea, porque el quebranto de la ley debe ser sancionado de esta manera, cualquiera que sea el rango de aquélla. Empero, la ley secundaria habrá de precisar la distinta entidad de las nulidades: desde absolutas, que operan de pleno derecho, hasta relativas, anulabilidades, que no tienen la fuerza de las primeras y permiten el saneamiento de los actos viciados.

11. Derechos en la averiguación previa (investigación)

Acierta el proyectista, como acertó —con tropiezos más o menos importantes— su predecesor de 1993, al extender la observancia de varios derechos del inculpado en forma que abarquen tanto la averiguación previa ante el Ministerio Público como el proceso ante el órgano judicial (último párrafo del apartado A) del artículo 20). Hay en este caso, sin embargo, algunas expresiones cuestionables. Cuando se dice que esos derechos son aplicables también durante la averiguación previa, "en los términos y con los requisitos y límites que las leyes establezcan", se franquea la posibilidad de que éstas reduzcan los derechos constitucionales de manera inconsecuente con los propósitos garantistas que guiaron al constituyente permanente.

12. Derechos del ofendido

Pasemos al apartado B) del artículo 20, cuya construcción se inicia —todavía sin producir un apartado propio— en la reforma de 1993, prosigue en 2000 —fecha de la adición del apartado B), que recoge derechos anteriormente estipulados y añade algunos— y continuará, por lo visto, en 2004. Es erróneo decir que antes de 1993 carecía el ofendido de derechos en el marco de la Constitución. Uno de los más importantes, la reparación del daño —o mejor dicho, la reparabilidad del daño garantizada por su enlace con la caución relativa a la libertad provisional, había aparecido mucho tiempo antes, y se había fortalecido en la reforma de 1984, que también puso atención en la lesión o el peligro que el delito había generado para el ofendido. Sin embargo, no fue sino en 1993 que comenzó la sistematización constitucional de esta materia, continuada, como señalé, en 2000. Digamos, de paso, que el proyecto conserva el desacertado concepto de la fórmula constitucional en vigor: se refiere a derechos del ofendido o de la víctima, como si se tratara de términos sinónimos. Obviamente no lo son.

A. Asistencia jurídica

El texto vigente atribuye al ofendido el derecho a recibir asesoría jurídica. El proyecto plantea ir más lejos, o aclarar algunos aspectos oscuros de esa garantía: "asistencia jurídica gratuita a cargo del Estado", conforme a la fracción I del apartado B) del artículo 20. La asesoría tiene un alcance menor, más restringido: puede limitarse a la orientación del sujeto, sin otra intervención que le acompañe en el curso del procedimiento. La asistencia, en cambio, a la que se refiere con razón el proyecto, posee mayor impacto: asistir es ayudar, auxiliar, proveer; puede implicar el necesario y dinámico acompañamiento que necesita —porque verdaderamente lo necesita— el ofendido, no menos débil, generalmente, que el inculpado. Se ha destacado, con fundamento, que la gran mayoría de los inculpados se recluta en los sectores más débiles socioeconómicamente. Por esto, entre otros motivos, se necesita dotarlos con el elemento de corrección que encarna la defensa pública: corrección de un desequilibrio natural y agravado entre el Estado y el supuesto delincuente. La situación del ofendido no dista mucho de aquélla: la mayoría de quienes tienen este carácter resienten los delitos y acuden a los procedimientos penales; pertenece al mismo sector social del que provienen los inculpados.

En el desarrollo normativo y aplicativo de este derecho debiera quedar claro que la asistencia equivale a la defensa pública gratuita del inculpado, en todo lo que resulte aplicable a aquélla: el cuidado por el ofendido no tendría por qué ser menor que la atención hacia el inculpado. En algunas publicaciones he propuesto que el derecho del ofendido a la asistencia jurídica, equivalente del derecho del inculpado a la defensa, se ajuste a principios de oportunidad (en cuanto al momento en que se inicia la prestación), suficiencia (en orden a los recursos de que se dispone para proveer el servicio), plenitud (en cuanto al desempeño de la asistencia a lo largo del procedimiento), gratuidad (para favorecer, de veras, el acceso del ofendido a la justicia) y competencia (en lo que atañe a la capacidad profesional de quien asiste al ofendido).

En la Exposición de motivos se apunta que la asistencia jurídica gratuita a cargo del Estado "puede provenir del Ministerio Público, con la finalidad última de que se le garantice la reparación del daño". Difiero de esta opinión. El MP, excesivamente atareado con la encomienda de acusar, representando a la sociedad, no siempre cuenta con la posibilidad ni con la vocación, no sólo institucional, también personal de asistir al ofendido. En teoría —pero no debemos naufragar en suposiciones que no tienen cimiento real—, el Ministerio Público es el brazo defensor del ofendido, y por creerlo así se depositó en sus manos la reclamación de resarcimiento. Varias décadas de experiencia, a partir de 1931, han demostrado que esto no ocurre en la realidad. Por esto conviene disponer de un participante procesal —el asistente del ofendido— que se concentre en la protección de los intereses y derechos de aquél, sin tener que ocuparse también, y sobre todo, en los intereses de la sociedad. Por último, la participación del asistente no se reduce a obtener la reparación del daño (y el perjuicio), esto es, a conseguir una prestación patrimonial a cambio del menoscabo material e inmaterial. Si se mira el drama penal con realismo, se convendrá en que la exigencia de justicia no es una pretensión menor del agraviado por el delito.

B. Reparación del daño

El proyecto conserva la referencia a un derecho del ofendido a la reparación del daño (fracción IV del apartado B). El cuidado por los intereses y derechos del ofendido se muestra asimismo en el régimen de la libertad provisional, aunque esto sugiere los reparos que mencionaré adelante: en efecto, se prohibe la libertad del inculpado en la hipótesis de delitos no graves, "cuando no se garantice la reparación del daño". Cabe suponer que lo mismo ocurrirá —pero la iniciativa no lo dice, debiendo mencionarlo— cuando el tribunal concede la libertad en el supuesto de delitos graves. Advierto que el proyecto sólo insinúa, pero no asegura, que pudiera concederse la libertad incluso en estos casos.

A cambio del plausible énfasis en los derechos del ofendido, existe un olvido en la fracción IV del apartado B), referente al derecho de aquél a "que se le repare el daño". Falta la necesaria alusión al perjuicio, que no se halla abarcado por el concepto de daño, y que puede ser tanto o más relevante que aquél, para el patrimonio del ofendido. La reforma de 1984 incorporó la alusión al perjuicio, y en ella insistió la de 1996, que remedió los varios desaciertos cometidos, en este campo, por la reforma de 1993.

Quedan pendientes algunos puntos. Entre ellos figura el rescate del ofendido como actor para reclamar de manera directa —y también de manera principal; el MP sería actor subsidiario forzoso— la reparación del daño, una vez que se abandone la equivocada idea de que la reparación del daño es una "pena pública", ya superada en los ordenamientos sustantivos y procesales de Morelos y Tabasco. Tampoco ha reparado el proyecto un notorio dislate del texto actual, que prohibe al juzgador, cuando ha emitido sentencia condenatoria, absolver al sentenciado de la reparación del daño. Mal podría haber condena al resarcimiento si no se ha probado en el proceso —por deficiencia investigadora o acusadora del Ministerio Público— la existencia y/o las características del daño (y del perjuicio) causado.

En este punto se puede mencionar que la reivindicación del ofendido, iniciada con el reconocimiento de coadyuvancia y con la entrega de legitimación en materia de resarcimiento, no concluye en esos progresos. Además de que es necesario ampliar la presencia del ofendido y sus derechohabientes en el enjuiciamiento penal, también lo es considerar seriamente la posibilidad de atribuirle el ejercicio de la acción penal —única, principal o subsidiaria— más allá de la exigencia de reparación del daño: sea a través de una acción particular, sea por medio de una acción privada. Esta posibilidad es bien conocida en el derecho comparado. Independientemente de ello, conviene examinarla cuidadosamente, hoy que se halla en crisis la doctrina del monopolio de la acción penal en manos del MP.

C. Careo

La propuesta aventaja a la norma vigente en lo que corresponde a la limitación del careo, que constituye una restricción del tradicional derecho constitucional del inculpado y una ampliación de los derechos del ofendido. La fracción V del apartado B) del artículo 20, conforme al proyecto, estatuye que la víctima o el ofendido (rectius, el ofendido) no estarán obligados a "carearse con el inculpado o procesado" (rectius, imputado, para satisfacer la opción defendida en la Exposición de motivos) cuando aquéllos "sean menores de edad o no tengan capacidad para comprender el significado del hecho". Hoy día, esta prevención se aplica solamente, sin razón suficiente para ello, a las hipótesis de violación o secuestro. Tomando en cuenta su ratio, debiera extenderse a cualesquiera supuestos de delito, como acertadamente propone el proyecto.

En cuanto a la capacidad para comprender el significado del hecho —que también constituye un supuesto plausible de supresión del deber de careo, a favor de una declaración especial, la Exposición de motivos manifiesta que:

Por personas que no tienen capacidad para comprender el significado del hecho se entiende a los sujetos denominados técnicamente inimputables, es decir aquellos sujetos que por trastorno mental o desarrollo intelectual retardado no valoran adecuadamente los hechos que realizan, incapacidad que, de argumentarse, debe acreditarse mediante los exámenes periciales respectivos.

Procede observar que la expresión constitucional no coincide estrictamente con sus motivos: aquélla sólo incluye la incapacidad de entender, en tanto que éstos aluden tanto a incapacidad de entender como a incapacidad de querer, extremos abarcados por el fenómeno de la imputabilidad penal.

13. Ejecución de penas

Una reforma de mayor envergadura, que aporta varias novedades estimables, es la contenida en la propuesta correspondiente al artículo 18. Me refiero a dos cuestiones. La primera de ellas se resume en la posibilidad de que los sentenciados extingan las sanciones impuestas "en establecimientos de readaptación social dependientes de un fuero diverso" de aquel en el que fueron condenados, por medio de convenios entre la Federación y los estados (hoy este régimen sólo es aplicable, constitucionalmente, a la ejecución en establecimientos dependientes de la Federación de sentencias dictadas en el fuero común), posibilidad que contribuye a establecer un futuro sistema nacional de ejecución de penas. También se abre la puerta de la Constitución a la ejecución de penas dictadas por jueces federales en reclusorios estatales, situación ampliamente conocida en la práctica —es, en rigor, lo que sucede en la gran mayoría de los casos, con pesado gravamen para los gobiernos locales—, pero hasta hoy no regulada en la ley fundamental. Por este medio continúa una fecunda línea de reformas constitucionales —no siempre trasladadas con fidelidad e integridad a la práctica—, de carácter tradicional y definitorio de nuestras preocupaciones penales básicas: la ejecución de penas, orientada por criterios finalistas y aliviada con disposiciones humanitarias.

La reforma constitucional no contiene referencia alguna al juez de ejecución de penas. La hace, en cambio, la Exposición de motivos, anticipando así una probable regulación a través de la ley secundaria. Aun cuando el juez de ejecución, de vigilancia o de aplicación de penas no se ha universalizado, hoy día existe en numerosos países, a partir de la iniciativa tomada por la legislación de algunos Estados europeos. Ciertamente se trata de una figura benéfica, que no releva a la administración penitenciaria en actos característicos del desempeño de ésta —el manejo mismo de los reclusorios y el control de los reclusos—, pero contribuye a afianzar el principio de legalidad en un extremo tan incierto como lo es la ejecución de penas. Se trata, en esencia, de un tutor de las garantías, al que llegan también las controversias entre el Estado ejecutor y el individuo ejecutado, cuya solución final no debe quedar a cargo de aquél, parte en la controversia.

14. Justicia para adolescentes

La segunda gran cuestión que aborda la propuesta de reforma al artículo 18 constitucional atañe al sistema de justicia "penal" —una designación errónea, en mi concepto— que se instituye con respecto a los adolescentes. En este último punto residen algunos de los más estimables progresos sugeridos por la iniciativa del Ejecutivo federal. Es bien sabido que la alusión constitucional a los menores infractores —expresión tradicionalmente empleada en el derecho mexicano— procede de la reforma de 1964 al artículo 18 constitucional, cuyo escueto cuarto párrafo, bienhechor en su momento, quedó redactado así: "La Federación y los Gobiernos de los Estados establecerán instituciones especiales para el tratamiento de menores infractores".

Algunos comentaristas de ese precepto entendieron que la expresión instalaciones se refería únicamente a los establecimientos para el alojamiento correccional de los menores infractores. En realidad, se aludía a "instituciones jurídicas" —orgánicas, sustantivas, adjetivas, ejecutivas— cuyo conjunto integraba, como en efecto ha ocurrido, una vertiente específica del orden jurídico: el derecho sobre menores infractores, separado del derecho penal ordinario, diferente del civil relativo al cuidado de los menores de edad y excedente del administrativo. En este sentido, la alusión constitucional a los menores infractores y a las correspondientes instituciones especiales significó un gran paso adelante, producto de la reflexión del congreso —específicamente, de la Cámara de Diputados—, no de la iniciativa del Ejecutivo.

La iniciativa presidencial del 2004 plantea cambios mayores en este sistema, que se analizaría, de aprobarse aquélla, en una detallada regulación constitucional a la que correspondería una nueva regulación secundaria. Se habla, como señalé, de "justicia penal para adolescentes", y a este fin se invoca tanto la preceptiva internacional (empero, el más importante ordenamiento de la materia, la Convención de Naciones Unidas sobre Derechos del Niño, utiliza esta última designación) como el carácter garantista que debe tener la legislación concerniente a estos infractores de la ley penal. Aun cuando el giro "niño" es el prevaleciente en el derecho internacional de la materia, que bajo ese concepto incluye a los menores de 18 años, parece más adecuado, conforme a la terminología técnica y al uso general, hablar de adolescentes cuando se trata de sujetos cuya edad se halla entre 12 y 18 años.

Otra cosa es construir un sistema presidido por el "interés superior del menor y la protección integral del adolescente" (expresión, esta última, que recoge en la ley suprema una doctrina relevante, cuyo contrapunto reside, según la opinión generalizada, en la doctrina de la "situación irregular") que infringe la ley penal, y calificar a ese sistema como penal. En esto ha influido un equívoco muy frecuente: la supuesta oposición que se dice existe entre el llamado sistema tutelar y el denominado sistema garantista. Si el autor de la iniciativa hubiese vuelto la mirada hacia la más reciente jurisprudencia internacional americana, que en la especie se halla representada por la Opinión Consultiva OC-17/2002, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, posiblemente habría corregido el enfoque simplista en el que incurre la Exposición de motivos del proyecto del 2004 cuando asegura que el "sistema tutelar... considera a todos los menores infractores, como inimputables, y por ello, les ofrece un tratamiento clínico, como si fueran enfermos, situación irreal y ofensiva para sus derechos humanos, violando sus garantías individuales, específicamente las de carácter procesal".

En rigor, la antinomia o el dilema no surgen entre un régimen tutelar, que pretende la protección del menor, y un régimen garantista, que reclama el respeto a la dignidad del individuo y el reconocimiento de sus derechos fundamentales, sino entre un sistema tutelar y uno penal, por una parte, y un sistema garantista y uno no garantista, por la otra. La invocación del interés superior del menor de edad, la protección integral del adolescente y la existencia de autoridades de justicia y ejecución especializadas en materia de adolescentes —que es otra exigencia contenida en el proyecto—, pone de manifiesto el requerimiento de un régimen protector de los menores, deslindado del ordinario aplicable a los adultos que infringen la ley penal. Y la invocación de un trato que "garantic(e) los derechos fundamentales que reconoce esta Constitución para todo individuo", pone en relieve la exigencia de un sistema garantista que asegure a todos los individuos los derechos inherentes a su calidad de seres humanos. En la regulación secundaria debieran tomarse en cuenta ambas consideraciones, para prevenir tanto el riesgo de retirar derechos y garantías al menor, en aras de la protección o tutela de éste, como el peligro de retornar, en el ámbito de los adolescentes, a la vieja justicia penal para adultos, supuestamente en aras del garantismo.

Entre las novedades importantes que presentan los párrafos cuarto y siguientes del artículo 18, según la iniciativa de reformas, figura la disposición de que la Federación, los estados y el Distrito Federal establezcan "sistemas integrales de justicia penal (sic) para adolescentes". Dichos sistemas se aplicarán únicamente "a las personas imputadas de realizar (sic) una conducta tipificada como delito por las leyes penales, cuando tenían más de doce años cumplidos y menos de dieciocho de edad". Este texto contiene un doble acierto: primero, porque establece el principio de tipicidad para fincar la competencia material de los órganos que intervengan en estos casos, y segundo, porque unifica la edad de acceso a la justicia penal para adultos: se deja fuera a los menores de doce años, sujetos a "asistencia social" cuando incurren en conductas tipificadas por la ley penal —no bastan, pues, el estado de abandono o peligro, y la situación "irregular"—, y se suprime el heterogéneo panorama que ha prevalecido a lo largo de muchos años en cuanto a los individuos mayores de aquella edad.

Agreguemos, en relación con el primer punto, que la solución propuesta excluye de una vez la competencia de los tribunales o consejos para menores con respecto a situaciones de riesgo o peligro, e implica, además, que las sanciones aplicables a los adolescentes deberán ser proporcionales a la conducta realizada (lo que significa, glosamos, que no se atenderá a la peligrosidad del menor o a la situación de riesgo o daño potencial en que se encuentra) y tendrán como fin la adaptación social y familiar del adolescente. Acerca de este objetivo de las sanciones se podrían reproducir los reproches y los elogios que ha cosechado la doctrina que asigna a las consecuencias jurídicas del delito un objetivo adaptador.

El proyecto prohíja la adopción de medidas no privativas de libertad, preferencia que se proyecta hacia el periodo de enjuiciamiento y hacia las medidas adoptadas por el órgano jurisdiccional especializado. La iniciativa sostiene que "la privación de la libertad se utilizará sólo como medida de último recurso y por el tiempo más breve que proceda, en los términos de la legislación aplicable". Aun cuando la opción por la libertad tiene una justificación aún más intensa en el supuesto de los menores que en el de los adultos, esa norma se podría extender igualmente a la justicia penal ordinaria. Con ello se desalentaría la obsesiva práctica de asociar pena de prisión a casi todos los delitos y, peor todavía, elevar inmoderadamente las punibilidades y multiplicar los casos de "delitos graves".

También es importante tomar en cuenta el objetivo unificador y sistematizador que acoge el proyecto, para bien de una política social coherente en este campo, cuando atribuye al Congreso de la Unión la facultad —que se centraliza, en consecuencia— de "expedir las leyes que establezcan las bases normativas y de coordinación a las que deberán sujetarse la Federación, los Estados y el Distrito Federal, en el establecimiento y funcionamiento del sistema de justicia penal para adolescentes, previsto en el artículo 18 de esta Constitución" (artículo 73, fracción XXI, último párrafo). En esta misma intención coincide la posibilidad de que los gobiernos federal y locales celebren "convenios de carácter general... a efecto de que recíprocamente se auxilien en la atención de los adolescentes sujetos a medidas cautelares y de seguridad, especialmente de internamiento", siguiendo la línea de colaboración consensual que previo, desde 1964, la reforma al artículo 18 en materia penitenciaria.

En el plano de la ejecución de medidas cautelares o de seguridad, el proyecto instituye la posibilidad de que la Federación, los estados y el Distrito Federal celebren convenios "a efecto de que recíprocamente se auxilien en la atención de los adolescentes" sujetos a aquéllas, especialmente cuando se trate de medidas de internamiento. Esta norma previene el dispendio de recursos o la carencia de instalaciones. Hubiera sido deseable que se resolviera de una vez, pero no se hace, el problema que surge cuando en una entidad se carece de órgano jurisdiccional federal para menores y la atribución de conocer los casos de infracción a leyes federales se traslada —en una solución con dudosa base constitucional— a los órganos locales. Este asunto, bien sabido, ha sido materia de dudas y debates. Aquí se requiere mucho más que convenios de ejecución: disposiciones que atribuyan a las autoridades locales competencia para conocer de asuntos que por su naturaleza son originalmente federales.

15. Servicio a la comunidad

Es posible mencionar aquí una innovación positiva en el artículo 21, que también concierne a las consecuencias jurídicas de la conducta ilícita, en la especie la ilicitud administrativa que nutre una de las versiones del derecho penal administrativo. La iniciativa pudo y debió llegar más lejos: hasta la supresión de los reglamentos autónomos en materia de faltas de policía, tema ya abordado por otros preceptos de la Constitución y encauzado desde 1983 a través de la renovadora Ley sobre Justicia en materia de Faltas de Policía y Buen Gobierno. No lo hizo. En cambio, agrega el servicio a favor de la comunidad al catálogo de sanciones en materia de infracciones a los reglamentos gubernativos y de policía.

Esta es una excelente adición, en mi concepto. Llega hasta aquí la progresista reforma penal de 1983, que incluyó el trabajo a favor de la comunidad en el conjunto de las penas y medidas. Desde entonces, esta sanción ha pasado a prácticamente todos los ordenamientos penales del país, a título de pena sustitutiva de la prisión o pena autónoma. Hay que mencionar el obstáculo más importante con el que ha tropezado: falta de información y conciencia sobre la naturaleza e implicaciones de esta medida y ausencia de un aparato administrativo —indispensable— que permita aplicarla y supervisarla. Otro tanto podría ocurrir en lo que respecta a la nueva sanción administrativa que establecerá el artículo 21 de la Constitución, en su caso.

No será sencillo organizar un sistema razonable y eficaz de servicio a la comunidad que sustituya al arresto por treinta y seis horas o a la simple multa. El proyecto habla de "servicio" en favor de la comunidad. ¿Es casual, inadvertido, el cambio de denominación: "servicio", en lugar de "trabajo"? Probablemente, pero también pudiera ser el resultado de un cambio de criterio en cuanto al carácter de la sanción. Ojalá que no se piense en medidas que pudieran resultar impertinentes o irrespetuosas, como las hubo en el pasado. La aplicación de arresto como sustituto de la multa, cuando no se cubre ésta, no es una buena opción, y menos todavía cuando la falta de pago de la multa no obedece a rebeldía del obligado, sino a carencia de medios económicos.

16. Autonomía del Ministerio Público

En el sector de las propuestas plausibles que contiene el proyecto de reformas, es preciso mencionar en forma especial la autonomía que se pretende otorgar a la institución del Ministerio Público, "con excepción del fuero de guerra". Se trata —sostiene la Exposición de motivos— de "refundar el Ministerio Público de la Federación en la Fiscalía General de la Federación". Esa autonomía, cuya admisión constituiría un avance histórico para la procuración y administración de justicia en México, ha sido requerida por muchas personas, entre las que me encuentro desde hace tiempo. Tiene conexiones y defensas en la experiencia de los últimos lustros sobre órganos constitucionales autónomos, que sólo últimamente ingresaron al orden jurídico mexicano, como la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, el Banco de México y el Instituto Federal Electoral. Algunos estudiosos de este tema y ciertas clasificaciones oficiales agregan los tribunales agrarios y las universidades cuya autonomía deriva de las leyes que las crean, que a su vez tienen fundamento en el artículo 3o. de la Constitución general de la república.

Cuando se refiere al Banco de México, la Constitución previene que "será autónomo en el ejercicio de sus funciones y en su administración" (artículo 28). Al referirse al Instituto Federal Electoral, la ley suprema indica que éste es un "organismo público autónomo... dotado de personalidad jurídica y patrimonio propios", y que en el ejercicio de la función estatal que le atañe, "la certeza, legalidad, independencia, imparcialidad y objetividad serán principios rectores" (artículo 41, base III). Cuando regula la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, la ley fundamental le concede "autonomía de gestión y presupuestaria, personalidad jurídica y patrimonio propios" (artículo 102, apartado B). Más amplia es la enumeración de facultades, consecuentes con los objetivos de la educación, la investigación y la difusión de la cultura, que distingue a la instituciones autónomas universitarias, a partir de "la facultad y la responsabilidad de gobernarse a sí mismas" (artículo 3o., fracción VII).

El proyecto que ahora comento aborda este punto como "autonomía de gestión y presupuestaria, personalidad jurídica y patrimonio propios" (artículo 21), que son los conceptos utilizados para caracterizar la autonomía de la Comisión de los Derechos Humanos. Quizás no basta con esto para perfilar una plena autonomía: la de gestión se reduce a la estricta dependencia de la ley, no de la voluntad del Ejecutivo, principio que es indiscutible incluso bajo la legislación actual, y la dotación de personalidad jurídica y patrimonio propios, así como la autonomía presupuestaria —que puede consagrarse bajo diversas fórmulas— ya tienen algún grado de reconocimiento en el marco jurídico vigente. Con todo, es plausible que se trace el camino a seguir y el objetivo a conseguir, cuyo detalle corresponderá a la ley secundaria, atenta al designio constitucional. Este tiene asideros, además, en el sistema de designación del titular del Ministerio Público.

La Exposición de motivos ofrece explicaciones interesantes acerca de la naturaleza de los órganos autónomos y su significado en el ámbito del Estado. Dice, por ejemplo, que "los organismos autónomos son generalmente entidades técnicas de control que no se guían por intereses partidistas o coyunturales, y para su funcionamiento ideal no sólo deben ser independientes de los poderes clásicos, sino de los partidos o de otros grupos o factores reales de poder". Hay que observar, sin entrar a un debate sobre los organismos autónomos, que otros entes del Estado, inscritos en los poderes clásicos, tampoco se deben guiar por intereses partidistas o coyunturales y deben ser independientes de los partidos y grupos o factores de poder. El ejemplo más evidente se halla en los órganos administradores de justicia, y también debiera encontrarse en unidades o funciones del Poder Ejecutivo.

En alguna medida mueve a extrañeza un párrafo de la Exposición de motivos acerca de esta cuestión, que para algunos, sin embargo, resultará natural. Las nuevas reglas constitucionales, afirma el proyectista, dotan a la futura Fiscalía General de la Federación:

De la independencia suficiente para conformar un órgano técnico, y no de carácter político, el cual esté ajeno a intereses de partidos o de grupos de poder, de tal suerte que pueda actuar de forma libre y no bajo consignas; todo ello con objeto de que prevalezcan los criterios jurídicos y se eviten interrupciones (¿rectius, irrupciones?) de tipo político en las tareas de investigación o de acusación, en beneficio del Estado de derecho al que todos aspiramos.

El punto cuestionable de ese discurso es la insinuación de que el régimen actual del MP necesariamente "politiza", en el peor de los sentidos, el quehacer o la apariencia del organismo. Existe el riesgo de que así se vea, es verdad, pero no la certeza de que así sea. Esa politización sería el producto de una gestión desviada, que no puede ser, ni ha sido, la regla constante en la conducción del MP. Afirmar lo contrario, cosa inadmisible para quienes no lo merecen, obliga a demostrar que esa ha sido verdaderamente la regla en el desempeño de la institución.

La autonomía del Ministerio Público, que analizará la legislación secundaria, pasa por la designación de los funcionarios de esta institución. A la cabeza figura el fiscal general, a quien así se denomina conforme a una antigua designación de este funcionario y del organismo que encabeza, que se convierte en "nueva" denominación bajo el imperio de la reforma constitucional. Ya dije que el cambio nada aporta, por sí mismo. No me ocuparé de él, sino del método de elección. Para extraer al fiscal general del ámbito del Ejecutivo, en el que hoy se encuentra, sin devolverlo al Judicial, en el que estuvo hace más de un siglo, y mucho menos colocarlo en el espacio del Legislativo, que sería absolutamente inadecuado, el proyecto instituye un procedimiento que entraña actos jurídicos complejos de nombramiento y remoción, tanto de dicho fiscal como de sus dependientes de mayor jerarquía en el plano regional, los fiscales adscritos a los diversos circuitos judiciales del país.

Ese método electivo fue anunciado ya por la reforma de 1994. Esta, que formó el texto constitucional vigente (artículo 102) previno que el procurador general de la república sería designado por el Ejecutivo federal y ratificado por el Senado o, en los recesos de éste, por la Comisión Permanente del Congreso de la Unión. La remoción de aquél, en cambio, correspondería sólo al Ejecutivo, libremente. En su hora se dijo que este sistema despolitizaría el nombramiento del procurador, puesto que se requeriría mayoría parlamentaria senatorial para la ratificación, mayoría que, en las circunstancias actuales, no podría formarse con los integrantes de un solo partido, sino de dos o más.

Evidentemente, ese método también politiza el nombramiento del procurador, puesto que obliga a realizar negociaciones entre partidos políticos, que implican — o pudieran implicar, dicho sea para evitar afirmaciones generalizadoras— cesiones y adquisiciones en ámbitos que no son, estrictamente, el de la justicia, cuando no en este mismo. Esto no quiere decir, desde luego, que sea preferible el régimen anterior: sólo quiere decir lo evidente: hay necesidad de acuerdos entre partidos políticos —que son acuerdos políticos— para elegir al procurador.

Mejor hubiera sido, como señalé a raíz de la reforma de 1994, que todos los altos funcionarios que dependen directamente del Ejecutivo e integran el gabinete presidencial, fuesen confirmados por el Senado. Esto corresponde más bien, lo entiendo, a un sistema distinto de organización del Poder Ejecutivo y de la relación entre éste y el Legislativo, que colinda con el gobierno de gabinete recientemente sugerido por algunos juristas competentes. También hubiera sido interesante pensar en una intervención destacada de la Suprema Corte de Justicia en el trámite de nombramiento, o en la participación de facultades, institutos, academias y colegios de abogados, cuyo prestigio suscite la confianza general.

La propuesta de 2004 no altera ese método negocial para la designación del funcionario (artículos 76, fracción II, 78, fracción V, y 102). Habría, sin embargo, novedades: a) la remoción del fiscal general sólo se puede practicar a través de la declaratoria de procedencia o del juicio político establecidos en el título cuarto de la Federación (artículos 110 y 111), lo cual significa, nuevamente, consideraciones y acuerdos políticos entre los partidos con legisladores presentes en el congreso; b) el Senado o la Comisión Permanente intervienen asimismo en la ratificación de los fiscales de circuito, cuya designación debe ser propuesta por el fiscal general (la remoción se efectúa conforme a disposiciones de la ley secundaria), cosa que abre la puerta a un procedimiento excesivamente pesado, complejo y politizado (esto, por los motivos expuestos en el párrafo anterior); y c) el fiscal general dura en su encargo cinco años, y los de circuito cuatro; todos son reelegibles para un periodo igual.

Puesto que no se indica que ese periodo de ejercicio será el inmediato siguiente al cubierto por el funcionario reelegible, se puede entender que la reelección podría ser discontinua. Esta prevención obedece al propósito de "desconectar" —un nuevo empeño de despolitización — el nombramiento de tan relevantes funcionarios de las vicisitudes que pudiera imprimirle la coincidencia temporal con los periodos de ejercicio del presidente de la república y de los integrantes del Senado y de la Comisión Permanente. De aquí, además, la renovación escalonada de los fiscales de circuito, con la que enlaza la designación inicial de éstos, que se hace para diversos periodos, entre uno y cuatro años (artículo sexto transitorio).

Una implicación de la distancia que se quiere poner entre los poderes de la unión y el Ministerio Público autónomo, sin detrimento de la condición estatal de éste y de la responsabilidad que le incumbe, expresada, entre otros conceptos, en la rendición de cuentas, se observa en una nueva norma: "El Fiscal General de la Federación presentará anualmente a los Poderes de la Unión un informe de actividades" (artículo 102, apartado A) in fine). Esta disposición tiene su antecedente en una norma semejante a propósito del presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, quien además "comparecerá ante las Cámaras del Congreso en los términos que disponga la ley".

En el cumplimiento del deber atribuido al presidente de la CNDH, éste acude al recinto de cada uno de los poderes para rendir informe de actividades. La misma regla pudiera establecerse en el caso del fiscal general, que de esta suerte se vería obligado a repetir el mismo informe ante cada instancia del poder. Ciertamente no es una buena solución para el deber de informar. En cuanto a comparecencias en el congreso, el fiscal general está incluido en el número de los funcionarios sujetos a la respectiva convocatoria "para que informen cuando se discuta una ley o se estudie un negocio concerniente a sus respectivos ramos o actividades" (artículo 93). En el caso del fiscal general, esto último pudiera llevar al extremo de informar sobre investigaciones o procesos específicos, con todo lo que ello supone.

La reforma propuesta a propósito de la Fiscalía General de la República se proyecta, aunque insuficientemente —y en algún extremo inconsecuentemente—, en la institución del Ministerio Público en las entidades federativas. Los artículos 116, fracción VIII, en lo que atañe a los Estados de la Unión, y 122, D, en lo que corresponde al Distrito Federal, prevén que la ley respectiva — la Constitución local, el Estatuto del DF o una ley orgánica del Ministerio Público, con esta u otra denominación— dispondrán la manera de designar al titular del respectivo Ministerio Público (a quien no se ordena bautizar con el viejo nombre de fiscal, pero que acaso debiera ostentar esta misma denominación, para evitar una dispersión terminológica semejante a la que impuso la reforma de 1996 al artículo 21 constitucional, en lo que atañe a la policía investigadora dependiente del MP).

Enseguida, ambos preceptos declaran que la designación de los titulares del Ministerio Público local se hará "por un periodo no menor a cinco años", con posible ratificación del funcionario por otro periodo igual. Más consecuente con la reforma al artículo 102, que entraña una visión diferente sobre la forma de organizar la institución del Ministerio Público, sea nacional, sea local, hubiera sido denominar al funcionario, en la propia Constitución general, como fiscal estatal (o distrital), resolver la forma de practicar el nombramiento y prevenir que las designaciones se harán por cinco años, no por "un periodo no menor a cinco años", que podría sustentar la designación por siete, diez, doce o dieciocho años, por ejemplo. Este supuesto prurito federalista, que no campea a la hora de fijar las bases en materia de justicia para adolescentes o integración de los servicios de seguridad pública, impide un mejor diseño del sistema. Puede conducir a consecuencias diversas que establezcan un panorama heterogéneo, como sucedió con las disposiciones que aportó la reforma de 1994 en lo que corresponde a los consejos de la judicatura.

En este comentario sobre el Ministerio Público y su jefe, el fiscal general, es pertinente mencionar algunos pasos adelante en las condiciones que reclama la designación de aquel funcionario. El vigente artículo 102 constitucional señala que el candidato debe hallarse libre de condena por la comisión de algún delito doloso. Este señalamiento deja libre la designación de quienes hubieran sido condenados por delito culposo o preterintencional, en el supuesto de que una ley penal admita esta última categoría. La iniciativa que estoy examinando exige, como es pertinente, "no haber sido condenado por algún delito". Por otra parte, el precepto vigente también establece que el procurador —en lo sucesivo, fiscal general— debe "contar, con antigüedad mínima de diez años, con título profesional de licenciado en derecho". La iniciativa del 2004 pierde la oportunidad de corregir el desacierto: no basta con poseer título profesional de fecha más o menos distante; es preciso acreditar la práctica de la profesión. Uno y otra pueden calificar para el cargo; el título, a solas, no califica.

La reordenación del Ministerio Público en un órgano autónomo, que se aleja del Ejecutivo y requiere ciertas consideraciones específicas, quizás innecesarias o improcedentes en la etapa anterior, explica que se atribuya al titular de aquél la facultad de entablar controversias constitucionales con el propio Ejecutivo —federal o estatal, en sus casos—, y con sus equivalentes de la Federación y de las entidades (artículo 105, fracción I, incisos 1), m) y n). ¿Por qué no permitir la misma posibilidad con respecto a los órganos legislativos, y quizás también, con algunos límites cuidadosamente establecidos, con los jurisdiccionales, cuando no sea procedente la solución del conflicto por otros medios o remedios judiciales?

Por lo demás, es evidentemente erróneo señalar como sujetos de esas controversias a los "titulares" del Ministerio Público, que de este modo entran en litigio con el "Poder Ejecutivo federal" o con el "Poder Ejecutivo de la misma entidad federativa". Cuando la fracción I del artículo 105 constitucional menciona los sujetos que intervienen en las controversias se refiere a ellos, como es razonable hacerlo, identificándolos como poderes o planos de gobierno: Poder Ejecutivo, congreso, cámaras, municipio, órganos de gobierno. Nunca se refiere —y no debe hacerlo, como en cambio lo hace el proyecto comentado— a los titulares de esos órganos, es decir, a los funcionarios responsables de su conducción.

En los términos del proyecto, el jefe del Ministerio Público no será quien intervenga, como lo ha previsto la Constitución hasta ahora, "en todos los negocios en que la Federación fuese parte" y "en los casos de los diplomáticos y los cónsules generales". Estos asuntos, y otros en los que debía intervenir el procurador de la república, por sí o por medio de sus agentes, pasan al ámbito de atribuciones del abogado general. En cambio, se asigna al MP la "procuración de los intereses públicos y sociales ante los tribunales". Queda a la ley secundaria precisar en qué consiste esa procuración, que pudiera constituir un fecundo campo para la actuación del Ministerio Público; más natural dentro de su marco anterior que conforme al previsto por el proyecto, pero en todo caso importante y hasta trascendental. La procuración de que se trata quizás llevará a la procuración de los intereses difusos y, por este conducto, a una más amplia y verdadera representación social.

El proyecto, que tal vez desea llevar a cabo una renovación integral de los funcionarios y empleados de las instituciones a cargo de la procuración de justicia —propósito que podría atender a diversos motivos, cuyo examen debieran hacer con cuidado las cámaras del congreso y las legislaturas estatales—, contiene una disposición cuestionable, que transcribiré íntegramente: "Los servidores públicos de las áreas gubernamentales que son objeto de este Decreto, seguirán en funciones hasta que se determine de conformidad con los procedimientos de ingreso de personal, previstos en la ley, si ocupan cargos en los nuevos organismos y dependencias que al efecto determina o son creadas por el presente Decreto" (artículo quinto transitorio).

Ahora bien, son "áreas gubernamentales objeto del Decreto" tanto el órgano federal de procuración de justicia como los locales, al igual que la Consejería Jurídica, y también las corporaciones de policía y las instituciones de conocimiento y tratamiento de menores infractores. En consecuencia, todo el personal integrado en aquéllos se halla sujeto a una especie de "valoración" a la luz de "nuevas disposiciones de ingreso de personal", que no serán las vigentes cuando los funcionarios y empleados en servicio asumieron sus cargos y cumplieron —si fue el caso— los requisitos inherentes a su designación.

Se trata, sin duda, de una manera de retirar a todo el personal en servicio e incorporar una planta totalmente distinta, conforme a las disposiciones expedidas y a los criterios imperantes en el momento en que se aprueban la iniciativa, en su caso, y las normas reglamentarías de ésta. Es obvio el carácter retroactivo de esta disposición, como lo es la finalidad implícita. El método que ahora se propone hace recordar el que puso en práctica —no sin motivos, pero acaso tampoco con razones— la reforma a la fracción XIII del artículo 123 constitucional, promovida en 1997 y consumada en 1999. Si esto se hiciera a través de una ley secundaria, sería flagrante la violación del principio de irretroactividad desfavorable consagrado en el primer párrafo del artículo 14 constitucional. Como se hace mediante una modificación en la propia ley fundamental, no resulta sencillo —aunque habrá quien considere otra cosa— calificar la reforma de inconstitucional, aunque tampoco se pueda ignorar que incluye en la ley suprema una nueva manifestación de retroactividad.

Antes de concluir el comentario sobre la autonomía del MP, volvamos a la salvedad que instituye el proyecto a propósito del Ministerio Público militar. Conviene reflexionar sobre la pertinencia de esta salvedad, que no parece suficientemente justificada: los motivos que explican y legitiman la autonomía en general, también alcanzan al Ministerio Público militar. El hecho de que éste actúe en la jurisdicción castrense no le priva de ser una magistratura al servicio de la ley, exenta —para estos fines— de los deberes de subordinación y disciplina característicos del instituto armado. Si se considera indispensable mantener el principio de oportunidad que actualmente existe en el ejercicio y la continuidad de la acción penal, que es una manifestación intensa de la unidad de gobierno y de actuación, siempre existiría la posibilidad de depositar las correspondientes atribuciones en los titulares del alto mando militar.

La nueva autonomía que se pretende atribuir al Ministerio Público y al fiscal general —y sus equivalentes locales— tiene expresiones en diversos ámbitos. Uno de ellos, que menciono en otro lugar, es el relativo a la celebración de los convenios sobre entrega interna de inculpados y sentenciados, que regula el artículo 119. Otro es la actuación en el supuesto de suspensión de garantías que menciona el artículo 29. Si el procurador de la república es un miembro del gabinete presidencial, resulta natural que participe en estos casos como lo hacen los restantes funcionarios de ese rango (con las modalidades que le imprimía su calidad de consejero jurídico del gobierno, título que desapareció), pero si es un funcionario autónomo, y por lo tanto externo al gabinete, es lógico que se le convoque, más que para acuerdo, para "opinión", como lo propone la iniciativa.

Una vez que se ha resuelto plantear una reforma al artículo 29, que prevé la defensa del Estado de derecho y de la Constitución por uno de los medios más delicados y menos deseables, la suspensión de garantías, hubiera sino aconsejable que en aras de los más elevados valores jurídicos y políticos, así como al abrigo de los compromisos internacionales contraídos por nuestro país, se hubiesen revisado los supuestos —demasiado generales— y los alcances —excesivos, en principio— de dicha suspensión, para ajustados al marco de razonabilidad que provee la Convención Americana sobre Derechos Humanos, de la que México es parte. En ese tratado se puntualiza en qué casos no es posible suspender derechos o garantías.

17. Seguridad pública

El autor del proyecto camina hacia la consolidación del sistema de seguridad pública con alcance nacional, una tarea anteriormente emprendida en el orden constitucional. En este caso, sale a resolver problemas que se han suscitado sobre la marcha. La operación del sistema sugiere nuevos textos constitucionales, que permitan nuevos programas y acciones específicas. Es ostensible la preocupación por afirmar los elementos de un verdadero sistema nacional —en el que han menudeado las frustraciones; los resultados no corresponden a la movilización de recursos, políticos y económicos— y al mismo tiempo preservar las facultades de los diversos órdenes de gobierno. Difícil tarea. Sugiere adiciones a los dos preceptos de la ley suprema que aluden a esta cuestión: 21 y 73. El objetivo común es colmar vacíos. En el caso del artículo 21, señala que el sistema nacional de seguridad pública debe estar "sustentado en la labor profesional, uniforme y coordinada de todas las corporaciones e instituciones que lo conformen". Se entiende, pues, que el sistema no ha conseguido ese "sustento" y por ello se quiere reclamar desde el pináculo de la Constitución.

En la fracción XXIII del artículo 73 se deberá colmar otro vacío, conforme a la propuesta del Ejecutivo: las leyes que establezcan las bases de coordinación en materia de seguridad pública deberán contemplar "especialmente atribuciones para la organización y funcionamiento del Sistema". La inclusión de esta advertencia y el énfasis que implica no parecerían técnicamente necesarios, aunque probablemente lo sean desde una perspectiva política. Al final de la fracción se aclara, para remontar suspicacias y objeciones: "sin perjuicio de las facultades legales de cada orden de gobierno". Cuando se alude a "facultades legales", seguramente se quiere decir "atribuciones constitucionales".



VII. TERCER SUBCONJUNTO

Hasta aquí me he referido a las novedades más positivas de la iniciativa de reformas constitucionales en materia penal, planteada por el Ejecutivo de la Unión el 26 de marzo del 2004. Al hacerlo he expresado no sólo las características y razones de esas novedades, sino también, cuando me ha parecido pertinente, las reservas que suscitan y las correcciones que requieren. En los siguientes párrafos aludiré a aquellas otras propuestas que a mi entender debieran ser reconsideradas porque implican retrocesos graves o alteraciones muy preocupantes en el diseño democrático y progresista del sistema penal constitucional, que responde —y debe seguirlo haciendo— a las exigencias del Estado de derecho.

Estas sugerencias desafortunadas son el producto de la preocupación, legitima en sí misma, por atajar la criminalidad y sancionar con justicia a los infractores de la ley. Empero, semejante preocupación no debiera llevar, en modo alguno, a optar a todo trance por soluciones arbitrarias o autoritarias. El fin plausible que se pretende alcanzar no justifica el empleo de cualesquiera medios para obtenerlo. Algunos de estos tienen mala desembocadura: la sociedad podría dolerse mañana de los procedimientos que tolere hoy.

Hay argumentos en favor de estas fórmulas punitivas. Uno de ellos es la aparición de una nueva delincuencia, sumamente lesiva o peligrosa, que es preciso combatir con energía. Por supuesto, los abanderados de este argumento no han puesto el debido cuidado en explicar por qué no es posible luchar contra esa delincuencia con los recursos jurídicos que ya tiene el Estado mexicano, bajo las banderas de la democracia y el Estado de derecho. La afirmación sobre esa nueva delincuencia se ve seguida de una reclamación de medios cada vez más autoritarios y ajenos a la tradición liberal y democrática para enfrentarla, perseguirla y reducirla.

También se alega que otros países cuentan ya con figuras o procedimientos semejantes o idénticos —y en ocasiones más rigurosos— que los introducidos en nuestro país recientemente —sobre todo al abrigo de las normas sobre delincuencia organizada— o que los que se quiere incorporar en 2004. Por supuesto, este argumento no me parece persuasivo: las imitaciones automáticas y las extrapolaciones facilitan la tarea legislativa y pueden "liberar las manos" de la autoridad, si se quiere eximirla de las ataduras que supone el Estado de derecho, pero no conducen por sí mismas a soluciones plausibles ni justifican que se haga cualquier cambio aquí en aras de que ya se hizo cualquier cambio allá.

Finalmente, las alegaciones a favor de los remedios autoritarios —que se suele plantear, paradójicamente, como medios para la preservación del Estado de derecho o de la democracia—, rara vez, o quizás nunca, toman en cuenta la realidad de nuestro país: el estado de cosas en la prevención del delito y la procuración y administración de justicia, que constituye un dato insoslayable para la ponderación de las propuestas y de sus verdaderas consecuencias previsibles. Decir que los instrumentos del Estado mejorarán una vez que entren en vigor las "reformas peligrosas" constituye una afirmación sumamente discutible; lo más probable es que al menos un amplio número de participantes en la justicia penal se valgan efectivamente de esos instrumentos, aunque no necesariamente los manejen de la mejor forma posible, a manera de reducir los riesgos y extremar los beneficios.

La propuesta de reformas hace un cambio aparentemente menor, pero en realidad importante, en el artículo 22. Hoy, ese precepto permite el "decomiso de los bienes propiedad del sentenciado, por delitos de los previstos como de delincuencia organizada, o el de aquéllos respecto de los cuales éste se conduzca como dueño, si no acredita la legítima procedencia de dichos bienes". Este segundo párrafo de aquel precepto —y también el párrafo tercero— suscita problemas relevantes, de los que me he ocupado en otra oportunidad y que no analizaré ahora. Vienen al caso algunas cuestiones mayores, como la relativa a la inversión de la carga de la prueba y a la sanción sin delito. El proyecto del Ejecutivo sustituye la palabra "sentenciado" por "imputado", con la consecuencia de que el decomiso —que no es un mero aseguramiento procesal, mientras se resuelve la contienda, sino una sanción por un hecho ilícito— se aplicará a los bienes de quien no ha sido sentenciado aún, y por ello está protegido —es un decir— por la presunción de inocencia que sugiere la iniciativa de reformas.

Si el Ejecutivo puso la mirada sobre el artículo 22, hubiera sido deseable que insistiera aquí y ahora en la supresión de la pena de muerte. No lo hizo.

1. ¿Facilitación del ejercicio de la acción?

El artículo 16 contiene los lineamientos fundamentales para el libramiento de una orden de aprehensión, que generalmente se considera aplicables al ejercicio de la acción penal: que exista denuncia o querella de un hecho que la ley señale como delito, sancionado cuando menos con pena privativa de libertad, y que existan datos que acrediten el cuerpo del delito y hagan probable la responsabilidad del imputado. En el proyecto se conserva esta misma redacción. No hay novedad, pues, en cuanto a las exigencias para el ejercicio de la acción, que determinan, por una parte, las obligaciones funcionales del Ministerio Público —que será "fiscal del Ministerio Público"—, y por la otra, el punto de arranque del proceso judicial, que a partir de ahí define y emprende su cometido.

No obstante lo anterior, que parece preservar el sistema prevaleciente en este punto, la Exposición de motivos contiene algunas indicaciones preocupantes. En estas vincula el supuesto nuevo sistema acusatorio con un incremento de las actividades judiciales y con la facilitación del ejercicio de la acción penal. Si aquello pudiera ser consecuencia de las nuevas reglas procesales anunciadas, lo segundo puede desembocar en un giro peligroso e indeseable. En efecto, dicha exposición establece:

Es oportuno advertir que la implementación del sistema acusatorio no sólo conlleva el desarrollo de los principios que lo sustentan, sino la prevención de las consecuencias que ella trae aparejada (sic), ya que la aplicación de este sistema implica desformalizar la investigación ministerial y la reducción de requisitos para someter a la consideración judicial el asunto, en equilibrio con el principio de que sólo aquello que es ofrecido y desahogado en juicio tiene valor probatorio.

Así las cosas, se "da lugar a que el número de asuntos por consignar aumente", habida cuenta de que "el incremento de las consignaciones (es) propio del sistema acusatorio y del principio de esclarecimiento judicial de los hechos".

En este punto hay que distinguir cuidadosamente dos extremos. Por una parte, nada hay que cuestionar —y sí que celebrar— con respecto a la actividad probatoria durante el proceso mismo, no sólo en la averiguación previa, como sustento para los pronunciamientos del juzgador bajo el principio de inmediación procesal. Pero por otra parte, nada de esto explica o justifica, por sí mismo, la reducción de los requisitos actualmente exigidos para el ejercicio de la acción por parte del Ministerio Público en la culminación de la averiguación previa. En el fondo de esta pretendida "solución" se halla la idea que campeó —afortunadamente sin éxito, o con éxito reducido— en la inquietante propuesta de reforma constitucional de 1997: "flexibilizar" el ejercicio de la acción.

Es verdad que la prueba reunida por el Ministerio Publico no maniata al juzgador, pero también lo es que el MP debe sustentar el ejercicio de la acción —en bien de la justicia y de los derechos del ciudadano— en la probada existencia de los requisitos de fondo de ese ejercicio: cuerpo del delito y probable responsabilidad. La prueba exigida para la averiguación previa no debe dejar de lado ningún extremo del cuerpo del delito —que, por supuesto, no se agota en los elementos objetivos del tipo, cuando la descripción legal incluye, además, elementos subjetivos y normativos— y de la responsabilidad probable. Otra cosa es que la prueba no haya de tener por fuerza la intensidad que debe poseer a la hora de la sentencia: una cosa es la "probable" responsabilidad que se reclama para ejercitar la acción, emitir orden de captura o dictar auto de procesamiento, y otra es la "segura" (hasta donde esto es humanamente posible) responsabilidad que sustenta la sentencia de condena.

Acerca de estas cuestiones hay que tomar en cuenta lo que dice con entera claridad el texto vigente del artículo 19, que se conserva en el proyecto de reforma: "los datos que arroje la averiguación previa... deberán ser bastantes para comprobar el cuerpo del delito y hacer probable la responsabilidad del imputado". Esto define el punto de llegada de dicha averiguación y, por lo tanto, el quehacer de la autoridad que investiga. La comprobación de estos extremos —cuerpo del delito y probable responsabilidad— guía el ejercicio de la acción penal (puesto que los datos de la averiguación se encaminan a acreditar el corpus delicti y la responsabilidad probable, por imperativo constitucional), el libramiento de la orden de aprehensión (conforme al segundo párrafo del artículo 16, que es explícito a este respecto) y el auto de procesamiento (hasta hoy, de formal prisión, porque así lo dispone el artículo 19). En suma, la averiguación no debe probar nada menos que el cuerpo del delito y la probable responsabilidad, que sustentan, en su turno, la captura y el procesamiento.

La preocupante intención "flexibilizadora" —es decir, reductora de derechos y garantías— estuvo en el verdadero origen del debate que se suscitó en torno a los elementos objetivos del tipo penal — cuya comprobación requería la iniciativa de 1997 como condición para el ejercicio de la acción— y a la reincorporación del concepto de cuerpo del delito. No se trata solamente, pues, de una disputa entre escuelas del pensamiento penal — causalismo vs. finalismo, por ejemplo—, como a veces se dijo, o de un punto técnico que admita diversas soluciones, como en ocasiones se ha creído, sino de establecer, con cuidado y responsabilidad, las condiciones mínimas para que el Estado emprenda un procedimiento penal en relación con determinada persona, sin fractura de garantías ni menoscabo de derechos, con todo lo que esa persecución entraña desde la doble perspectiva de la ley y de la realidad. Consecuentemente, hay que analizar el tema con infinito cuidado, que permita esclarecer su auténtico significado y su trascendencia mucho más allá de la disputa doctrinal. Lo que existe, se sepa o se ignore, es un enfrentamiento entre corrientes liberales y autoritarias, con cuanto significan y traen consigo unas y otras.

Algunos respetables juristas han pugnado por aligerar la tarea del Ministerio Público, que consideran excesivamente cargada por requerimientos de prueba, que prolongan la averiguación previa y reducen el cometido probatorio del proceso. Convengo en la necesidad de fundar la sentencia en la prueba reunida en el proceso mismo, y no apenas en la averiguación —salvo casos de prueba anticipada e irrepetible—, pero no coincido en la pertinencia de someter al justiciable a un proceso penal, con todos los rigores que éste implica, sin que ello se sustente en una acuciosa y verdadera investigación de los hechos imputados, que permita establecer la necesidad y racionalidad del proceso que se abrirá. Lo contrario, en cuyo abono pudieran presentarse diversos alegatos teóricos, de buena fe, tendría consecuencias altamente desfavorables en la realidad de las cosas, que no corresponde a los buenos deseos ni a los entusiasmos circunstanciales del legislador, y mucho menos al discurso político de los proyectistas. No es deseable, en modo alguno, "flexibilizar" el ejercicio de la acción y exponer a los ciudadanos a persecuciones ligeras y juicios apresurados, que a menudo desencadenan consecuencias irreparables.

2. Libertad bajo caución

Anteriormente me referí a las normas del proyecto en materia de prisión preventiva, e implícitamente acerca de la libertad provisional (supra, 6, C ). Complementaré ahora lo que entonces mencioné en relación con esta última. Es cierto que la iniciativa anuncia la opción por la libertad del inculpado durante el enjuiciamiento, y que enseguida se refiere a las salvedades a este principio del sistema acusatorio. Empero, estas disposiciones no pueden excluir toda regulación constitucional acerca de la libertad provisional. Entre las normas constitucionales referentes al sistema penal, tienen lugar destacado las relativas a medidas cautelares, principalmente las de carácter personal, porque significan complejos puntos de encuentro entre la libertad del individuo y la autoridad del Estado que persigue o enjuicia. De ahí que constituyan un tema siempre incluido en la ley suprema, con apreciable detalle, entre las garantías del inculpado. Ya mencioné que en el curso de los años transcurridos desde 1917 hasta hoy, la fracción I del artículo 20 constitucional (ahora en el apartado A) de ese precepto) ha recibido cinco redacciones diferentes: número mayor que el observado en cualquier otra disposición penal constitucional. La sexta redacción provendría de la reforma propuesta en el 2004.

Me parece erróneo dejar esta materia fuera del texto constitucional, como ocurre en el proyecto, cuyo extraño silencio sobre el particular carece de explicación en la Exposición de motivos, explicación que sería indispensable para justificar una omisión tan importante. De tal suerte, la regulación de la libertad provisional, cuyas bases omite la ley suprema, quedarían sujetas a la diversidad de soluciones que suministre la legislación secundaria. Esto abarca la mayoría de los extremos que en la actualidad contempla la referida fracción I: especies de caución o garantía, elementos materiales y personales que es preciso tomar en cuenta para fijar la cuantía de ésta, preservación de los derechos del ofendido, acceso del inculpado a la garantía, etcétera. En mi concepto, el silencio sobre estos puntos constituye un desacierto. No está de más subrayar la enorme importancia que tiene la libertad provisional, punto de contacto y de conflicto entre intereses del inculpado, del ofendido y de la sociedad, sin perder de vista las exigencias mismas de la justicia. Este asunto crucial no debiera carecer de bases constitucionales, suficientes y pertinentes, para disciplinar a ellas la legislación local y la actuación de los funcionarios estatales, así como para unificar con ellas la interpretación jurisprudencial.

En la Exposición de motivos existe una referencia al texto vigente y al designio del proyecto en esta materia. Se ha querido suprimir "la facultad del Ministerio Público de oponerse al otorgamiento de la libertad bajo caución en los delitos no graves y, con ello, potencializar el principio de presunción de inocencia". Es útil recordar lo que realmente dice el texto vigente sobre este punto:

En caso de delitos no graves, a solicitud del Ministerio Público, el juez podrá negar la libertad provisional, cuando el inculpado haya sido condenado con anterioridad, por algún delito calificado como grave por la ley o cuando el Ministerio Público aporte elementos al juez para establecer que la libertad del inculpado representa, por su conducta precedente o por las circunstancias y características del delito cometido, un riesgo para el ofendido o para la sociedad.

He ahí los términos, motivos y límites de la (posible) negativa de libertad provisional. La Exposición de motivos no analiza este punto.

Reiteremos que la prisión preventiva —que supone la exclusión de la libertad provisional— contradice la presunción de inocencia. El proyecto afirma ésta, pero no destierra aquélla. Reconoce, pues, de buena o de mala gana, lo mismo que todos reconocemos, también de buena o de mala gana: la imposibilidad de extraer del principio de inocencia todas sus consecuencias, hasta el límite de ellas, y suprimir la prisión del inculpado mientras no se llega a una sentencia condenatoria. Así las cosas, hay que establecer la medida estricta de la prisión en términos de racionalidad —con tendencia a reducirla, nunca a extremarla— y los elementos que conviene considerar a este respecto.

La posibilidad de que el MP se oponga al otorgamiento de la libertad provisional no constituye un capricho autoritario del legislador, ni vincula al tribunal. En la especie, el representante social está actuando a favor de los intereses sociales y también de los individuales del ofendido. Esta es la ratio de la oposición, que desde luego no es insalvable. El representante social pide, pero el juzgador resuelve. Este puede acordar de modo favorable o no la petición del MP.

3. Delincuencia organizada

El mismo artículo 16 del proyecto aloja otro yerro mayor —o mejor dicho: otro grave peligro— en el párrafo que establece: "La ley definirá los casos en que los delitos se considerarán como de delincuencia organizada, así como los términos y modalidades para su investigación y persecución". Se trata de una sencilla referencia, aparentemente razonable e inocua. Sin embargo, tras ella se yerguen problemas de enorme importancia. La fórmula propuesta no distingue entre ley federal o local, a pesar de que en la Exposición de motivos, como adelante veremos, se manifiesta que la delincuencia organizada será materia de la legislación federal. De la naturaleza de esta criminalidad no se desprende, afortiori, su carácter federal, que debiera ser proclamado por la propia ley fundamental, cosa que no ha ocurrido en las normas vigentes, ni sucederá en los términos del proyecto.

La preocupación por la criminalidad organizada tiene precedentes en las reformas constitucionales de 1993, que llevaron al texto supremo, por primera vez, la alusión correspondiente. Tomando en cuenta el desarrollo legislativo que tuvo aquel concepto a partir de ese momento, es fácil concluir que su ingreso al texto constitucional no tenía sustento suficiente ni se sabía, con la necesaria seguridad, cómo regular esa figura y qué consecuencias atribuirle.

En una primera etapa, delincuencia organizada significó una "manera de delinquir" y tuvo efectos procesales: ampliación del periodo de detención ante el Ministerio Público, bajo la hipótesis de que regularmente es más compleja y exigente la integración de una averiguación previa en esos supuestos que en la generalidad de los casos. De aquí que la previsión de la delincuencia organizada concurriese a aclimatar legalmente la idea de que se detiene para investigar, contrariamente al viejo apotegma de que se investiga para detener. No analizaré en este momento la racionalidad y pertinencia del viraje, en cuyo haber militan argumentos atendibles.

Cuando se intentó llevar adelante, de manera atropellada y heterodoxa, una ley sobre delincuencia organizada, sin tocar previamente la Constitución General de la República, el tema se caracterizó de nuevo como "manera de delinquir". La muralla que oponía la ley fundamental a cualquier retroceso en el sistema procesal y en los derechos que éste incorpora, condujo a reformar la Constitución para "constitucionalizar" —aunque sólo hasta cierto punto— la ley que se pretendía dictar. En el proceso de formación de ésta cambiaron las cosas: ya no se trataría de una forma de delinquir, que pudiera tener presencia a título de calificativa o agravante, con repercusiones naturales en el rubro de la punibilidad. Se trataría, en cambio, de un nuevo tipo penal, semejante a la asociación delictuosa, en la que tendrían acomodo diversas intenciones punitivas: una de ellas, el castigo de la conspiración; otra, la creación arbitraria de conductas punibles del orden federal a partir de la atracción —insuficientemente reglamentada— de hechos ilícitos del orden local; otra más, la negociación entre el Estado y los delincuentes, y así sucesivamente.

En diverso trabajo, al que me remito, he analizado con detalle los problemas que suscita la ley en esta materia, cuyo efecto inmediato y fácilmente perceptible es la admisión de un sistema penal de excepción, paralelo al ordinario, aun cuando éste bien pronto se ve contaminado o infectado por las corrientes que provienen de aquél. Además, se suele interpretar en un sentido extensivo, con notoria arbitrariedad, algunas disposiciones del sistema de excepción, con el propósito de "facilitar" la actuación persecutoria de la autoridad.

De ese género de interpretaciones, que luego invaden el enjuiciamiento ordinario —a través de reformas legales o de nuevas y arriesgadas interpretaciones— tenemos algunas muestras ampliamente conocidas y no siempre suficientemente deploradas: piénsese, por ejemplo, en la práctica acerca de los arraigos "domiciliarios" —que son detenciones disimuladas, subterfugios para sortear las exigentes reglas de la consignación y decisión acerca de la situación jurídica del indiciado— y en los testigos "protegidos" —que son testigos con testimonios sustraídos al rigor de la contradicción y de la debida valoración judicial El temor a la delincuencia, perfectamente justificado, ha oscurecido el panorama y ha evitado reconocer los efectos sombríos que acarrea la solución desacertada a los problemas criminales. Este reconocimiento abriría la puerta, como es debido, a nuevas preocupaciones, pero también, que sería lo deseable, a mejores soluciones. En alguna oportunidad he manifestado que si antes teníamos que enfrentar un severo problema, la delincuencia organizada, ahora debemos enfrentar dos: esa delincuencia y las normas provistas para combatirla.

Desde que se expidió la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada se ha buscado, empeñosamente, defender la constitucionalidad de algunas de sus disposiciones más discutibles; una constitucionalidad que debiera fincarse en el doble campo de la letra y el espíritu de la norma, que se halla al servicio de un sistema penal de corte democrático. La polémica persiste. En tal virtud, el proyecto del 2004 quiere "cortar por lo sano" y volver al método constitucionalizador empleado en 1996, esta vez con mucho mayor alcance. De aquí la fórmula amplísima que se acomoda en el artículo 16, arriba transcrita, que evidentemente instituye un doble sistema penal con cimiento formal constitucional: a) El tradicional, con derechos y garantías bien conocidos, y b) El "nuevo" —con simiente y talante muy antiguos— que se aplicará en supuestos de delincuencia organizada.

La amplia franquicia para crear este segundo sistema sin observar el primero, es decir, para construir un régimen penal autoritario a despecho de la intención democrática que campea en el conjunto de la Constitución —con la salvedad del apéndice colocado en el artículo 16— es manifiesta en los términos del proyecto: será la ley secundaria la única fuente de organización de ese sistema heterodoxo o excepcional, puesto que la ley definirá, y no la propia Constitución, "los términos y modalidades para (la) investigación y persecución" de la delincuencia organizada. No faltará quien recuerde que este "nuevo sistema viejo" sólo es aplicable a una categoría especialmente grave de delitos, pero también se podrá recordar que la descripción de lo que es la "delincuencia organizada" se localiza en la ley secundaria, que de tal suerte puede ampliar a discreción las salvedades al sistema ortodoxo instituido en la ley suprema.

Para culminar estas reflexiones basta con citar aquí el texto de la Exposición de motivos en lo que corresponde a la materia que ahora interesa:

Es oportuno advertir que si bien es cierto que la presente Iniciativa pretende abonar el terreno para la implementación de un sistema preponderantemente acusatorio, no podemos soslayar que existen ciertos delitos cuya complejidad implica extremar los mecanismos de combate a su incidencia, es decir, la delincuencia organizada, la cual día con día cuenta con más y mejores recursos, de tal suerte que se ha convertido en un problema de seguridad nacional, toda vez que debilita y corrompe a las instituciones y, por el tipo de delitos cometidos, causa estragos de gran envergadura, como los que son consecuencia del narcotráfico que día a día, dañan más y más la salud pública, pero sobre todo de nuestras niñas, niños y adolescentes.

Sigue la Exposición de motivos:

Es responsabilidad de las autoridades el generar mecanismos capaces de cerrar el paso a la delincuencia organizada, ya que de otra forma, al favorecer el garantismo (sic), se podría colapsar el sistema de procuración e impartición de justicia (sic) en la atención de este género de ilícitos penales, debido a la volatilidad y estrategias de defensa de las organizaciones delictivas. En estos casos, el Estado debe hacer valer la supremacía de la seguridad nacional.

Tras narrar algunos antecedentes nacionales de esta materia, el expositor concluye:

Por ello resulta necesario que se adicione el artículo 16 constitucional a efecto de que se eleve al nivel de la Ley Fundamental la previsión de este tipo de delincuencia, pero sólo con la finalidad de evitar interpretaciones equívocas (sic) sobre el suficiente sustento de la ley secundaria y ésta se encargue (sic) de prever los casos en que se consideren de esta naturaleza los delitos, así como los términos y las modalidades para su investigación y persecución. Cabe precisar, que se busca reservar el instrumento jurídico contra la delincuencia organizada para el fuero federal, como hasta ahora ha venido sucediendo, en razón de mantener en su mínima expresión el sistema penal y procesal especial (sic) que se le aplica.

En conclusión: tenemos a la vista la constitucionalización de un doble sistema de enjuiciamiento, en un caso con derechos y garantías plenos, en el otro, con derechos y garantías suprimidos, reducidos o recortados. Nada asegura, por supuesto, que este último sólo se aplicará a los supuestos que hoy consideramos delincuencia organizada; el legislador secundario puede ampliar, tanto como lo estime pertinente, el universo que se reúne bajo ese rubro. Nada asegura tampoco que las franquicias concedidas a la autoridad para el sistema excepcional que se quiere constitucionalizar no invadan el sistema ordinario. Esta invasión existe ya. Desde luego, hay que luchar denodadamente, enérgicamente, sin salvedad ni reposo, contra las más graves expresiones de la criminalidad, que en efecto asedian a la sociedad, pugnan contra las instituciones nacionales y representan un inmenso peligro para la paz y la seguridad. Pero también es obvio que esa lucha enérgica —que reclama más competencia y más probidad, mejor que más discreción y mayores franquicias— no debiera poner en riesgo el Estado de derecho, y mucho menos utilizar la propia Constitución para arremeter contra los valores y principios constitucionales.

4. "Autonomía" y concentración de la policía

El artículo 21, conjuntamente con el 102 y otras normas concurrentes, establece la autonomía del Ministerio Público en la forma que anteriormente comenté. Este dato positivo se oscurece, sin embargo, por la propuesta de reforma a propósito de la policía. En los ordenamientos penales previos a la Constitución de 1917, que mantuvieron relativamente reducida la importancia del MP en el curso del procedimiento penal —"figura decorativa", se calificó alguna vez a esa institución—, la función indagatoria correspondía primordialmente al juez de instrucción, aunque existía cierto espacio para la intervención de otras autoridades. Este régimen fue desechado por el constituyente de 1917, impresionado por las duras experiencias sufridas por muchos legisladores perseguidos durante el porfiriato y convencido con las razones aducidas por el primer jefe del Ejército Constitucionalista en el mensaje que dirigió al congreso, como Exposición de motivos de las reformas propuestas entonces, que se convirtieron en el impulso hacia una nueva Constitución.

Se han presentado algunas tentaciones de reinstalación del juez de instrucción en nuestro país, que no han prosperado. Existe esa figura en algunos sistemas europeos —donde hay debate en torno a sus bondades y deficiencias—, y parece hallarse de salida en los sistemas latinoamericanos, cuyas más recientes y relevantes reformas rescatan la misión investigadora del Ministerio Público y entregan al juzgador las funciones que le son propias: garantía de constitucionalidad y legalidad en el curso de la investigación, calificación del material reunido en ésta para resolver sobre la apertura del proceso, y conocimiento y sentencia. Afortunadamente, la iniciativa del Ejecutivo no planteó —se temía que lo hiciera— el retorno del juez de instrucción, esto es, la recuperación de un régimen que declinó hace cerca de un siglo.

Se mantiene, en consecuencia, la función indagadora del MP, a quien auxilia una policía que perdió su nombre en la reforma, en este caso innecesaria y perturbadora, de 1996. Sea lo que fuere, en la actualidad el texto constitucional previene que "la investigación y persecución de los delitos incumbe al Ministerio Público, el cual se auxiliará con una policía que estará bajo su autoridad y mando inmediato" (artículo 21). El proyecto comentado modifica ese fragmento y propone: "La investigación de los delitos y la persecución legal de los imputados, incumbe al Ministerio Público con el auxilio de la policía" 5 . Hasta este punto, la reforma no aporta otra cosa que un irrelevante cambio de expresiones, prurito en el que se ha incurrido en otras reformas constitucionales, a no ser que tras las nuevas palabras constitucionales se pudiera ocultar algún giro sorpresivo en la ley secundaria. Por supuesto, bastaría con hablar de persecución —como he comentado en otra oportunidad—, que abarca la investigación, y es suficientemente expresiva y funcional la referencia a persecución de los delitos, que ya contiene el artículo 21. Decir "persecución legal de los imputados" (¿habría alguna persecución que no fuese "legal", en el marco jurídico del Estado de derecho?) no añade nada que valga la pena establecer en un texto constitucional.

No es éste, sin embargo, el punto que quiero examinar con mayor atención. Ya señalé que en los términos del proyecto la investigación y la persecución se harán por el MP "con el auxilio de la policía". Pero sucede que el proyecto manifiesta en otra parte del artículo 21 que "la policía tendrá autonomía operativa en el ejercicio de sus funciones de investigación, que desarrollará bajo la dirección funcional de la autoridad ministerial en los términos que señale la ley". Todo esto conduce a depender de la ley secundaria en cuanto al sentido profundo de una redacción constitucional tan ambigua y contradictoria. A cambio de la llana expresión tradicional —la policía bajo la autoridad y mando inmediato del Ministerio Público— se presentan expresiones que siembran incertidumbre, particularmente preocupante cuando se trata de regular las tareas de la policía: ¿autonomía operativa? ¿dirección funcional?

Los argumentos que maneja la Exposición de motivos para justificar el nuevo régimen en materia de policía distan mucho de ser persuasivos. Veamos. Tras analizar la autonomía del Ministerio Público local, el documento dice que la correspondiente propuesta:

Impacta al artículo 115, fracción VI (rectius, fracción VII) de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que prescribe que el Ejecutivo federal tendrá el mando de la fuerza pública en los lugares donde resida habitual o transitoriamente, situación que haría inconsistente la existencia de una policía ministerial dependiente de un organismo constitucional autónomo que, en su caso, estaría bajo el mando del Presidente de la República.

Es obvio que este argumento a propósito del artículo 115 constitucional —al que no se propone reforma alguna— difícilmente podría justificar una reorganización global de la policía investigadora.

Sin embargo, la Exposición de motivos prosigue: "Por lo anterior, la propuesta de reforma al artículo 21 que se somete a la consideración de esta Soberanía, contempla la previsión de la dirección funcional del Ministerio Público sobre la policía independientemente de la adscripción orgánica que la ley otorgue a dicha corporación". No obstante el empleo de la expresión "Por lo anterior", que vincula el primer párrafo transcrito con el segundo párrafo mencionado, en el que se apunta una consecuencia o conclusión, también parece evidente que lo dispuesto en este segundo párrafo no deriva, en lo absoluto, de las consideraciones que se hacen a propósito del mando que el presidente de la república ejerce sobre la fuerza pública en los lugares donde aquél resida, conforme a la fracción VII del artículo 115 constitucional, referente a la figura del municipio libre.

Finalmente, la Exposición de motivos menciona: "No obstante lo anterior, reconocemos que los cuerpos policiacos deben regirse por criterios objetivos y de alta profesionalización, razón por la cual la propuesta de reforma también contempla la autonomía técnica y operativa de la policía". Es incuestionable la pertinencia de que la policía se integre y actúe conforme a los criterios objetivos y la alta profesionalización que se mencionan, pero de esto no se deduce la necesidad de desvincular la policía investigadora del Ministerio Público, habida cuenta de que "la investigación de los delitos y la persecución legal de los imputados, incumbe al Ministerio Público con el auxilio de la policía".

Lo que parece claro a partir de las expresiones vertidas y del discurso que ha rodeado la presentación de la iniciativa, es que de aprobarse ésta, la policía —antes judicial; hoy investigadora, judicial, ministerial, etcétera— no estaría encuadrada en la Fiscalía General —hasta hoy Procuraduría, que aloja al MP y a la policía judicial— y que el Ministerio Público no ejercería mando alguno sobre aquélla, aunque se le reconociera una nebulosa dirección funcional. Esto me parece, de entrada, inaceptable y peligroso. Ha sido difícil, lo reconozco, que el Ministerio Público de veras encauce y dirija la actividad investigadora de la policía; la situación sería peor si el MP carece de autoridad directa sobre ella y debe requerir a otra autoridad la participación de la policía, invocando en cada caso una hipotética dirección funcional, que pudiera tener espléndidos resultados en un diagrama voluntarioso, pero los tendría pésimos en la severa realidad, que no podemos desconocer.

Privado de autoridad efectiva sobre la policía, el Ministerio Público autónomo carecería de un instrumento esencial para la realización de su cometido. No omitiré decir que en algunos países el manido argumento — la policía que interviene en la indagación de los delitos no se halla bajo el mando del MP y que orgánicamente está adscrita a otra institución o a otras instituciones. Este argumento no descalifica en lo absoluto, por sí mismo, la impugnación que estoy formulando. Volvamos a pensar en la realidad estricta: por supuesto, no la de esos otros países, sino la nuestra. Y añadamos que este nuevo "modelo" se cerniría también sobre los estados de la república, cuya procuración de justicia se vería, de esta suerte, profundamente afectada.

Se ha manejado también, a la hora de reconducir a la policía judicial, investigadora o ministerial —exjudicial, exministerial, ¿exinvestigadora?—, la posibilidad de incorporarla en una nueva Secretaría de Estado, denominada del Interior, que no tendría a su cargo, sin embargo, la política interior. Esa dependencia del Ejecutivo resultaría de la actual Secretaría de Seguridad Pública y de las partes desprendidas de la Procuraduría General, principalmente. Por ello, quedarían en un solo cuerpo tanto la Policía Federal Preventiva como la Agencia Federal de Investigaciones: toda la policía, pues, bajo un solo mando en una insólita institución administrativa a la que mejor se podría denominar "Secretaría de Policía". A este moderno Golem tendría que acudir el Ministerio Público para solicitar el apoyo de la policía en tareas de investigación, invocando la "dirección funcional" que correspondería a la fiscalía. Otro tanto sucedería, como producto de la influencia del "modelo", en las entidades federativas, donde también surgirían secretarías o direcciones de la policía, integradoras de todos los brazos que hoy participan en la preservación de la seguridad pública: el judicial o ministerial y el preventivo o gubernativo. No carece de fundamento, por lo visto, la vigorosa reacción desfavorable que esta idea ha suscitado en diversos círculos.

5. Convenios para la entrega de inculpados y sentenciados

Uno de los yerros mayores de la reforma constitucional de 1993 —que tuvo, por otra parte, diversos aciertos notables— fue la modificación del artículo 119 en lo que toca a la entrega de inculpados bajo el procedimiento que alguna vez se denominó extradición interna. Este se hallaba regulado por una ley, ciertamente envejecida, que no auspiciaba los buenos resultados de la colaboración persecutoria entre entidades de la Federación. Era preciso, en consecuencia, contar con otro ordenamiento para la misma materia. Llegó la novedad bajo la fórmula de un sistema de convenios administrativos entre la Federación, los estados y el Distrito Federal. Al instituir este erróneo régimen convencional administrativo, que excluye el principio de legalidad, se olvidó que la colaboración procesal implica, en estos casos, actos que afectan los derechos individuales de los ciudadanos, inclusive la libertad personal, y que esos actos sólo debieran sustentarse —sobre todo en materia penal— en ordenamientos con el rango de leyes. Los meros acuerdos entre distintos planos de gobierno, por medio de sus funcionarios político-administrativos, no bastan para fundar dichos actos.

La reforma del 2004 podría corregir este aparatoso yerro. Sin embargo, no lo hace, sino lo agrava. La redacción que propone —sólo dirigida, en apariencia, a instalar la palabra fiscal y a recoger las implicaciones de la autonomía de la Fiscalía General de la Federación— es confusa. No queda suficientemente claro si los convenios entre cada estado y el Distrito Federal serán celebrados por las autoridades competentes en éstos para comprometer a los respectivos gobiernos, o por los fiscales individualmente. En el supuesto de convenios con la Federación, en cambio, se dispone la intervención tanto del gobierno federal como de la Fiscalía General. Tampoco queda adecuadamente establecido que los actos ejecutivos del convenio deberán ser promovidos por las fiscalías, no por alguno de sus fiscales (fiscales del Ministerio Público).



VIII. CUARTO SUBCONJUNTO. PRINCIPIO DE OPORTUNIDAD PROCESAL

A media vía, entre las novedades plausibles y las propuestas cuestionables, se halla la apertura constitucional hacia el sistema de oportunidad procesal, que figura en un nuevo párrafo del artículo 16. No es posible perder de vista, cuando se organiza la aplicación de los principios procesales al régimen del enjuiciamiento —legalidad u oportunidad—, que aquéllos no sólo atienden a conveniencias del proceso, encerrado en sí mismo —por motivos de celeridad o simplicidad, por ejemplo—, sino trasciende a otros espacios del sistema penal. Así, la aplicación del principio de oportunidad en el proceso tiene ciertos efectos que van más allá del procedimiento; en efecto, revisa la valoración legislativa acerca de las conductas que vulneran determinados bienes jurídicos, modifica a fondo la conminación penal que figura en los ordenamientos sustantivos, incide en la prevención general, etcétera.

El nuevo párrafo que se propone agregar al artículo 16 señala que "el Fiscal del Ministerio Público y el Juzgador, en los casos expresamente previstos por las leyes, podrán aplicar criterios de oportunidad que fomenten el cumplimiento de los principios de procuración e impartición de justicia, previstos en esta Constitución". El examen de esta fórmula debe ir más allá de su expresión literal, que es desafortunada y engendra equívocos. Efectivamente, la redacción da a entender que la aplicación de esos criterios queda a cargo de ciertos funcionarios, como si se tratase de entregarles en administración unas facultades que pueden utilizar discrecionalmente.

En realidad, la ley debe establecer —si se adopta esta opción— los supuestos de oportunidad, cuidadosamente reglados, y los funcionarios de procuración e impartición de justicia deben limitarse a manejarlos en el ámbito de precisas facultades legales. En otros términos: los criterios de oportunidad han de quedar en el recinto de la ley, no en las manos de sus aplicadores, que por este camino nos pueden conducir a una expresión adicional del gobierno de los hombres, no de las leyes, ahí donde mayormente necesitamos de éstas y más debemos cuidarnos del capricho de aquéllos: la justicia. En suma, el proyecto debiera cargar el acento sobre la hipótesis legal de oportunidad, no en su manejo por parte de los funcionarios. No se trata solamente de un punto de redacción; interesa al concepto mismo de una saludable oportunidad procesal.

Por otra parte, la iniciativa vincula la aplicación de esos criterios con el cumplimiento de determinados principios de procuración e impartición de justicia constitucionalmente previstos. Es evidente que la Constitución no contiene relación alguna de principios en materia de justicia, aunque a partir de sus normas es posible colegir, inductivamente, la existencia e identidad de aquéllos. Se podría hablar, así, de algunos principios de fondo, como la realización misma de la justicia a través de una sentencia consecuente con ésta, obtenida por el conducto que ofrece la ley, y la mejor y más amplia defensa de los propios intereses; y de principios de forma, como la inmediación, la oralidad, la celeridad, la publicidad, entre otros. No se podría aludir, en cambio, a la obtención de la verdad histórica, que frecuentemente se plantea como dato característico del proceso penal, en contraste con la verdad formal que satisface —si tal es el caso— al proceso civil ¿A qué principios se refiere el proyecto de adición al artículo 16? ¿Será tarea del fiscal y del juzgador, no del ordenamiento objetivo, orientar la aplicación del régimen de oportunidad en la forma que juzguen adecuada para la satisfacción de los principios? Por ejemplo, la celeridad del proceso, que alivia la onerosidad, ¿sería factor suficiente para prescindir de la verdad histórica en aras de una convención entre partes acerca de los hechos?

En diversa oportunidad me he referido a la doble vertiente de la oportunidad, que se maneja a través de "entendimientos convenientes". Por un lado se hallan los entendimientos verticales, que provienen del órgano público que asume la persecución, a cuya sugerencia se pliega el justiciable. Por otro lado se localizan los entendimientos horizontales, que surgen de la dinámica entre partes, siempre en riesgo de ser dominada por el más fuerte. En México han aparecido, con alguna relevancia, ambas posibilidades. La de carácter vertical se halla en la deplorable Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, como negociación entre el Ministerio Público y el inculpado, o una persona que pudiera serlo; la de naturaleza horizontal se encuentra en el sistema de delitos perseguibles por querella y susceptibles de perdón, que favorecen o prohíjan ampliamente la autocomposición penal.

El proyecto no contiene definiciones claras a este respecto, más allá del nuevo párrafo del artículo 16 que antes transcribí. Por su parte, la Exposición de motivos avanza un poco más, aunque este avance no se traduzca en fórmulas constitucionales; acaso se reserva para la propuesta secundaria. Es así que dicha exposición manifiesta que el riesgo —un riesgo que se atribuye, sin buenas razones, al sistema acusatorio mismo— de "saturar la capacidad del Poder Judicial" lleva a:

Optar por la aplicación reglada de diversos criterios de oportunidad como excepción a la obligación ministerial de investigar y perseguir los delitos hasta la sentencia, como ordena el tradicional principio de legalidad. Ello también implica la materialización del principio de economía procesal... situación que se ve reflejada en la reasignación de recursos para la investigación de delitos y persecución de los inculpados cuya magnitud justifica legítimamente la intervención del Estado.

En seguida, la Exposición de motivos menciona que:

La doctrina le ha asignado dos objetivos primordiales a la aplicación de los criterios de oportunidad, en la especie, la descriminalización de hechos punibles, con la finalidad de evitar la aplicación del poder del Estado donde otras formas de reacción frente a la conducta reprochable pueden alcanzar mejores resultados, consistentes en la adecuación social del hecho, la culpabilidad mínima del autor y la ausencia de prisión preventiva, y la eficiencia del sistema penal a través de la implementación de la denominada "Justicia Alternativa" y de mecanismos autocompositivos.

No sobra señalar que la "descriminalización de hechos punibles" de escasa entidad, que es pertinente enfrentar con reacciones jurídicas que excluyen la vía penal, es tarea del legislador perspicaz, no del fiscal o el juzgador. Estos se encuentran ante hechos ya tipificados como delictivos. Pueden sustraer el tema a la vía procesal clásica, pero no quitar a la conducta el carácter delictivo que le asignó el legislador.

En cuanto a la solución compositiva que he llamado horizontal, la Exposición de motivos invoca la conveniencia de:

Redimensionar la finalidad de la potestad punitiva del Estado, como última ratio del derecho penal, reconociendo la madurez ciudadana para solucionar los conflictos sociales en los que se ve inmersa, con el objeto de permitir la focalización de los esfuerzos de las autoridades, únicamente en aquellos asuntos que lesionan gravemente la vigencia del Estado de derecho.

Bien que se confíe en la madurez ciudadana, a condición de no perder de vista la realidad de las cosas, en la que figura el hecho de que aquí, como dondequiera que entra en la escena la composición entre particulares, existe siempre el peligro de que el más fuerte imponga su decisión —o su "sugerencia" de avenimiento— al más débil, independientemente de la madurez que ambos o alguno de ellos posean. El Estado debe intervenir, por lo menos, en la homologación de los acuerdos para evitar inequidades en nombre de un bondadoso régimen de solución alternativa de los conflictos.



IX. DISPOSICIONES TRANSITORIAS

Es frecuente que las reformas legales, e incluso las constitucionales, adquieran vigencia muy poco tiempo después de su promulgación y publicación —a menudo, al día siguiente de ésta—, sin que se abra un necesario periodo de reflexión y preparación de esa vigencia. No es éste el caso en los términos del proyecto de reforma penal constitucional del 2004. Acertadamente se ha previsto una vacatio legis más amplia: las reformas entrarán en vigor un año después de su publicación, salvo la correspondiente a la fracción II del apartado A) del artículo 20, mencionada con anterioridad, que entrará en vigor a los dos años de su publicación (artículo primero transitorio).

Habida cuenta de que los cambios repercuten sobre las entidades de la unión, no sólo sobre la estructura federal, se concede a aquéllas un año para la adecuación de sus ordenamientos legales (y de sus aparatos policiales, persecutorios y judiciales) (artículo segundo transitorio). Los principales funcionarios de la futura Fiscalía General de la Federación : el titular de ésta y los fiscales de circuito, deberán designarse y ratificarse dentro el mes siguiente a la entrada en vigor del decreto de reformas (artículo quinto transitorio).

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