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Boletín mexicano de derecho comparado

versão On-line ISSN 2448-4873versão impressa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.37 no.109 Ciudad de México Jan./Abr. 2004

 

Bibliografía

 

Flores García, Fernando, Teoría general de la composición del litigio

 

Sergio García Ramírez

 

México, Facultad de Derecho, Universidad Nacional Autónoma de México-Porrúa, 2003, 66 4 pp.


Por mucho tiempo el derecho procesal no ha figurado entre las materias predilectas en el currículum universitario. Ésta ha sido la suerte del derecho adjetivo, a cambio de la preferencia de que disfrutó — y quizá disfruta todavía — el derecho sustantivo. Se ignoraba o se olvidaba que cuando la norma no actúa por el buen grado de sus destinatarios, lo hace a través del proceso, que de esta manera constituye el instrumento más precioso para que se haga justicia. La imagen de la justicia, a través de alguna de sus caracterizaciones, suele hallarse en algún sitio destacado en la morada de los tribunales. En ésta se agitan los conflictos y en ella se cumple la misión — o se emprende la tarea — de impartir justicia, ejerciendo esa firme y constante voluntad de dar a cada quien lo suyo o ejercer con lucidez y prudencia el arte de lo bueno y lo equitativo, como nos enseñaron nuestros viejos profesores de derecho romano. El proceso, pues, es una vía de acceso ala justicia, garantía del derecho de todos y de los derechos de cada uno. Y el juez, figura rectora del proceso, titular de uno de los poderes del Estado, es el virtuoso vigilante de que así sea. En su; "Introducción" a la Teoría general de la composición del litigio, el profesor Fernando Flores García pondera la importancia del derecho procesal y deplora que no siempre reciba la atención que merece. En estas reflexiones recibe el apoyo de la "Presentación" redactada por el doctor Fernando Serrano Migallón, director de la Facultad de Derecho de la UNAM — coeditora del libro que ahora comento —, quien hace ver con acierto: "Establecer el imperio de la ley no consiste en la viabilidad de un sistema de normas justas e históricamente adecuadas, sino en que dichas normas tengan verificativo en la realidad, dando a cada quien, como el pensamiento jurídico clásico deseaba, lo que le corresponde". Y agrega:

En la formación de todo abogado, el Derecho Procesal es una parte fundamental. Aun para aquellos que han decidido optar por otras de las ramas de la rica actividad jurídica, conocer los derechos que son patrimonio de los litigantes, constituye la posibilidad de llevara la vida práctica aquellos otros que las leyes consagran para todos. En realidad, la naturaleza de la abogacía está en interceder por otros, para que su derecho se haga patente en la vida real.

En la primera parte del siglo XX avanzaron en México los estudios del procedimiento en el cauce de lo que se ha llamado "procedimentalismo". Las materias civil y penal se impartían por abogados notables, código en mano. No había una teoría general que fuera tronco del árbol y sostuviera y comunicara sus ramas. Hoy apenas se podría concebir una dispersión semejante. En esa era de formación del derecho procesal moderno aparecieron los nuevos maestros, como Fernando Flores García, que paulatinamente trajeron más amplios horizontes a nuestra disciplina. Don Fernando hizo sus armas académicas junto a juristas de primera fila, que cita con respeto y afecto en el libro que motiva esta nota. En el conjunto descuellan personajes de la talla de Eduardo García Máynez, José Becerra Bautista, Eduardo Pallares Portillo, Ignacio Medina Lima y Niceto Alcalá Zamora, quien tuvo gran influencia en el desarrollo de una escuela mexicana de derecho procesal, de la que sería animador ilustre.

De esas horas data el magisterio de Flores García, continuado sin interrupción desde entonces. Maestro de derecho procesal civil y teoría general del proceso — materia que impulsó con visión e inteligencia —, sería autor de libros y artículos numerosos, y dirigiría por muchos lustros, con gran dedicación y eficacia, la Revista de la Facultad de Derecho de México , en cuya dirección tuve el honor de sucederlo. Pertenece a diversas agrupaciones profesionales y académicas, entre ellas el Instituto Mexicano de Derecho Procesal, del que ha sido vicepresidente, y el Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal. Participó con dignidad y autoridad en múltiples encuentros de su especialidad en México y en el extranjero, y ha cultivado la relación con eminentes tratadistas, sus colegas naturales.

El apreciado maestro fue funcionario público — magistrado de la jurisdicción electoral, antes de la reforma constitucional de 1996 —,e intervino en la preparación de ordenamientos o reformas procesales. Puedo citar las reformas de 1985-1986 al Código de Procedimientos Civiles del Distrito Federal. En mi desempeño como procurador general de la República participé en la comisión redactora de aquéllas, integrada por los juristas Gonzalo M. Armienta Calderón, José Becerra Bautista, Héctor Fix-Zamudio, Fernando Flores García, Fernando García Cordero e Ignacio Medina Lima. Flores García coordinó la comisión, y a él se deben, en buena medida, los progresos que fue posible lograr en este caso. Igualmente, es autor del proyecto — que alcanzaría vigencia — de Código de Procedimientos Civiles del Estado de Morelos, por encargo del gobierno de esa entidad.

Hoy, don Fernando es maestro emérito de la Facultad de Derecho, la más alta distinción que concede nuestra Universidad a quienes se han dedicado con excelencia al servicio de la cátedra, y por este medio al bien de los jóvenes universitarios que sumarán su saber y su virtud al bien de México. Son millares los alumnos de Flores García, dispersos en toda la República, que agradecen su docencia y reconocen su maestría. Éstos — y otros muchos abogados, que lo conocen a través de su obra escrita — han aprovechado las publicaciones del autor mexicano, a las que ahora se agrega este libro.

Flores García ha titulado esta obra Teoría general de la composición del litigio . La denominación hace pensar en Carnelutti — que aquí ejerce su influencia — y pone en relieve la preocupación por el origen y el objetivo del proceso, su dato moral y finalista: la composición del litigio, la resolución del conflicto, la paz con justicia. Esto se verá luego, en el desarrollo de su pensamiento. Desde el nombre mismo de la obra, pues, el tratadista advierte al lector sobre lo que está en la raíz del proceso y lo que se encuentra — o debiera localizarse — al término de éste. Así, previene sobre la condición instrumental del proceso y acerca del propósito que persiguen el legislador que lo instituye y los participantes que le confieren presencia y sentido.

Por lo demás, el título resulta pertinente también desde otro ángulo: aunque el proceso es el medio compositivo que predomina en el desarrollo de la obra, ésta también da cuenta de otras fórmulas de composición que alcanzan el mismo objetivo: la autodefensa y, sobre todo, la autocomposición. En este orden, es oportuno recordar ahora — y lo hace don Fernando en su libro — la fecunda enseñanza del profesor hispanomexicano Alcalá-Zamora y Castillo, recogida admirablemente en Proceso, autocomposición y autodefensa , un clásico, obra esencial en la abundante bibliografía de don Niceto, cuya última edición apareció bajo el signo del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. Por su parte, Flores García señala que la existencia de esas formas de "solventar las controversias de intereses jurídicos es lo que me permite atreverme — escribe — a sugerir una nueva disciplina académica, a la que denominamos Teoría General de la Composición de los Litigios",que absorbería el ámbito — supongo — de la teoría general del proceso, con la adición de otros temas compositivos.

Hoy día, la composición no procesal — o para jurisdiccional — ha ganado terreno en el ánimo de muchos juristas y en las expectativas de un Poder Judicial abrumado por el cúmulo de causas que bien podrían salir del ámbito estrictamente judicial. Un conocido dicho señala: "más vale un mal arreglo que un buen pleito". En realidad, lo que se debe pretender es el buen arreglo, la solución justa alcanzada por voluntad coincidente de las partes, sin que la equidad padezca. El consenso es la mejor solución al conflicto; el acuerdo vale lo que la sentencia, pero lastima menos, porque nadie — ni siquiera el juez: tercero sobre las partes — impone su voluntad concluyente. Las partes encuentran en ellas mismas la forma de zanjar su disputa. En otros términos: se hacen, a sí mismas, justicia.

Conviene mencionar aquí que Flores García aprecia las virtudes del arbitraje, fruto de un compromiso inter partes que provee un equivalente jurisdiccional, como alguna vez mencionó Carnelutti. Comparto la simpatía del catedrático por esta figura benéfica. Más allá del debate sobre su naturaleza jurídica, "lo que resulta indiscutible — dice — es el importante desarrollo y empleo creciente en l a vida moderna, ya en el plano local e internacional, ora en el campo civil, comercial, laboral e inclusive administrativo que tiene el arbitraje en la actualidad". Sin duda, este medio compositivo pone al servicio de la justicia la mejor experiencia, el conocimiento y la dedicación de árbitros — en esencia, juzgadores — competentes y confiables, en general. Empero, como ha observado Mauro Cappelletti en su exploración del acceso a la justicia, el arbitraje entraña costos que no pueden afrontar todos los litigantes. Difícilmente constituiría un instrumento al alcance del mayor número de justiciables, que deben concurrir a los tribunales del Estado o invocar otros medios de composición gratuita.

El autor se ha preocupado siempre, como docente, por hallarla ruta más adecuada para transmitir conocimientos y experiencias a sus alumnos. Y el modo de hacerlo ha sido "suavizar" las naturales asperezas del camino e incorporar a los caminantes en el esfuerzo que significa un bien entendido ejercicio de enseñanza aprendizaje en el que ambos extremos del binomio — el profesor y los alumnos, bien comunicados y solidarios en una sola empresa — cumplen su papel con decisión y constancia. Convengamos en que no es fácil la enseñanza del derecho procesal. Si atraen las conexiones que éste tiene con los principios del Estado democrático y las garantías de los justiciables, si seduce la historia la magistratura, si conmueve la dignidad de la abogacía, si interesa la doctrina de la prueba y los medios para el acceso a la verdad histórica, hay otros temas de la misma materia que no logran despertar la elocuencia de los docentes y el entusiasmo de los estudiantes.

Por eso se comprende la referencia que hace Guillermo Floris Margadant en la semblanza de Flores García que también figura al inicio de esta obra:

La materia que (éste) ha adoptado — y que ha promovido tan llamativamente — no es precisamente una rama de la ciencia jurídica que — a primera vista — se presta a gran popularidad... Si un no-jurista piensa en el derecho, probablemente la primera rama que se le ocurre será el derecho penal. Esta, sí, es una materia que pone la fantasía en marcha: es una materia "bonita", con sangre, lágrimas y explosiones pasionales. En cambio, el tema que absorbe casi toda la energía de nuestro Fernando se presenta en la mente del no-jurista como un mundo de odiosos trámites... nada como para volverse lírico.

En consecuencia, Flores García ha ensayado alternativas para conseguir la atención de los estudiantes y llevarles, casi de la mano, entre los laberintos y los abrojos del enjuiciamiento. En clase, Flores García suele proponer la dramatización del proceso, a sabiendas de que éste es, en sí mismo, la mejor fórmula dramática que pudiera encontrarse en el derecho: personajes, parlamentos, enredo, razones y sinrazones, desenlace. Con esta preocupación a cuestas, nuestro tratadista se ocupa en explicar su materia con el auxilio de tres hipotéticos estudiantes que coadyuvan en el trabajo de su maestro. Así, los alumnos imaginarios — en los que pudieran encarnar los lectores reales, asistentes a la clase efectiva — salen al paso de los problemas, plantean preguntas, sugieren respuestas, afirman o insinúan.

Con esos tres aliados de la docencia, el profesor se interna en temas intrincados, que va resolviendo del mejor modo posible. Nunca pierde de vista el propósito esencial del libro: la docencia, ni la forma de transmitir el mensaje a su público natural y cotidiano, que conoce perfectamente: los estudiantes. En consecuencia, suministra al lector, con lenguaje familiar afectuoso, unas "Breves instrucciones para el manejo de esta obra". En ellas previene: "Para que uses apropiadamente el material didáctico de este libro, es conveniente que sigas estas sencillas instrucciones". En seguida, el libro de Flores García se desenvuelve en unidades, que corresponderían a los capítulos de otras obras, o al contenido de las "fichas" que manejábamos con sobresalto en los antiguos exámenes de asignatura en nuestra Facultad. Esas unidades — de la 1 ala 28 — hacen, paso a paso, el recorrido que debe realizar el estudiante cuando se interna en el régimen del proceso.

El procesalista no disfruta la contienda, a menos que equivoque la misión del derecho y la suya propia, como tampoco se regocija el penalista en la pena. El mayor anhelo se deposita, es obvio, en la inexistencia de procesos y en la supresión de penas: sea porque unos y otras devengan innecesarios, sea porque ambos sean relevados por mejores métodos para asegurar los objetivos que aquéllos y éstas pretenden o proclaman. Cuando Flores García pasa revista a los ideales supremos de la vida, cuya "simple enumeración emociona", también puntualiza la forma en que se ven arrebatados, empobrecidos, lesionados por las controversias que, para desgracia general, se agravan y multiplican. No olvida referirse aun mal que crece y nos sofoca: la litigiosidad. El autor cita los bienes que las controversias comprometen — y que son, desde otro ángulo, los bienes que la composición preserva —, a saber: la paz, la seguridad, el bienestar común, el orden jurídico, la libertad, la igualdad, la equidad, la dignidad humana, la justicia. La "aparición en la sociedad de pleitos — concluye — es un flagelo de antes, de ahora y mañana, que frustra o retarda los humanizantes y progresistas fines del Derecho". El tratadista emprende, aleccionador, una relación extensa de sinónimos de esta enfermedad social, que van desde la primera letra del alfabeto, que invoca el "altercado", hasta la última, que menciona el "zipizape".

Si el remedio de estas batallas — uno de ellos, desde luego, cuando falla la prevención deseable y no prosperan las correcciones solidarias — es el proceso, no será poco lo que se deba reflexionar y trabajar para que éste sea un restaurador ético y jurídico de la paz, el orden y la justicia. Pudiera suceder, como a menudo acontece, que el remedio resulte peor que la enfermedad; que el proceso, construido para recuperar el buen camino, distraiga definitivamente el recorrido y lo conduzca hasta el abismo, o lo precipite en él. Pensemos, si no, en los procesos mal urdidos, a partir de leyes deficientes, de prácticas deplorables o de funcionarios incompetentes o maliciosos; procesos que a cualquier final arriban, menos a la justicia, y que cualquier cosa consiguen, menos el respeto de los justiciables por la función jurisdiccional del Estado; procesos, en fin, que consuman el despojo y ensombrecen definitivamente aquellos bienes que se esperaba rescatar por la vía del enjuiciamiento.

Nuestro tratadista se refiere, entre otros asuntos, a una cuestión que ha examinado en diversos ensayos y que ahora explica con apoyo en una conveniente bibliografía de filosofía y teoría del derecho, en la que destacan las enseñanzas del maestro García Máynez: las fuentes del derecho procesal. El estudio de las fuentes de las normas relevantes para el proceso lleva a examinar, cada vez más, las disposiciones del derecho internacional público de esta hora. En él aparecen normas que comprometen a los Estados y gobiernan, o pueden hacerlo, el desempeño de los tribunales. Tales el supuesto del derecho internacional de los derechos humanos, cuyos instrumentos son aplicables en nuestro país al amparo del artículo 133 de la Constitución general de la República. Por otra parte, los tratados de esta materia, que en algunos países tienen rango constitucional, en México poseen — conforme al más reciente criterio de la Suprema Corte de Justicia, expuesto en una tesis aislada que no ha establecido jurisprudencia — jerarquía inmediatamente inferior a la de la ley fundamental y superior a la de las leyes federales emanadas de la Constitución.

Cuando analiza la ley procesal, el autor pondera los problemas, a menudo intensos, que existen en el camino de una buena legislación: "la falta de preparación jurídica de (algunos legisladores),las presiones que los impactan, los grupos activos, la tendencia política o económica que domina a ciertos redactores de proyectos legislativos, el campo resbaladizo de algunas instituciones del Derecho, etc.". Sin embargo, es indispensable disponer de buenas leyes para que se imparta bien la justicia. Es verdad que también se requiere de buenos juzgadores, y que éstos, merced a la interpretación inteligente y diligente y a la integración razonable, lograrán sortear obstáculos o colmar vacíos que las leyes ofrecen. Pero también es verdad que los juzgadores no llegarán muy lejos si no disponen del instrumento adecuado para realizar su función, y se hallan sometidos — como conviene que lo estén — a la legalidad material y procesal. Si optamos, con Platón, por el gobierno de las leyes, no de los hombres — que es la regla en el Estado de derecho —, deberemos urgir la expedición de buenos ordenamientos, aunque jamás perdamos de vista que las leyes son aplicadas por hombres, y de este modo las personas recuperan el poder.

Flores García estudia la pretensión y la acción, que deslinda y enlaza convenientemente. En el curso de sus reflexiones aborda algunos temas que conviene destacar. Entre ellos, los intereses difusos y la acción colectiva. Ni aquéllos ni ésta han sido suficientemente reconocidos y acogidos en el orden jurídico nacional, no obstante su manifiesta importancia, creciente en nuestro tiempo. En torno al segundo punto, suscita asuntos como la pureza del ambiente, el derecho a la salud, el derecho a la seguridad, el desarrollo urbano, que son o implican bienes sin titular individual, cuya preservación interesa a un número indeterminado — y muy elevado — de personas.

¿Quién debe asumir la defensa de los intereses difusos, que no podrían ser atendidos bajo los conceptos tradicionales sobre titularidad del derecho material y legitimación procesal? En la revisión del punto, el autor invoca la autoridad de Cappelletti, que estudió el tema con profundidad. Este autor — y me parece que también Flores García — cuestiona la intervención del Ministerio Público en ese cometido. No comparto plenamente su ilustrado punto de vista. Creo, como he manifestado en diversa oportunidad, que el moderno Ministerio Público debe asumir verdaderamente su pregonada calidad de "representante social", que le impone diversas encomiendas. Bajo este título podría y debería promover la tutela jurisdiccional de intereses difusos. No iré más lejos en esta afirmación. Reconozco que es opinable, y me limito a reiterar lo que anteriormente he dicho y argumentado.

En la teoría de la composición del litigio tiene sitio, en calidad de concepto fundamental, el derecho del demandado — o del imputado —, contrapartida de la pretensión y la acción que ponen en movimiento la función jurisdiccional: defensa y excepción. "El tema de la excepción es, dentro de la concepción sistemática del proceso — escribe don Fernando —, virtualmente paralelo al de la acción". Vista la relación procesal en su amplia dimensión, los dos personajes del encuentro reclaman lo mismo, en general, aunque luego reivindiquen, en particular, consecuencias distintas de aquella reclamación.

Efectivamente, todos solicitan justicia; pero cada uno tiene su versión acerca de lo que significa justicia: para el inculpado, libertad; para el ofendido, sanción del victimario y resarcimiento; para la sociedad, seguridad. En las restantes dimensiones del proceso hay variantes características. Esos personajes, que encarnan intereses distintos y contrapuestos — una contienda que puede disolverse en la conciliación o la reconciliación —, deben ser tratados con equilibrio y equidad: igualdad de armas, "igualdad por compensación" — en palabras de Couture —, contradicción. La forma de organizar el equilibrio, o de suprimirlo deliberadamente, sería un punto de referencia, una óptica valiosa, para reconstruir la historia del proceso.

El autor se interna en un asunto mayor y necesario: el debido proceso. Hace bien el profesor Flores García en detallar lo que aquél significa — a través de diversos lineamientos, principios o disposiciones — tomando en cuenta para ello no sólo el texto constitucional (artículos 13, 14, 16; podríamos agregar, con diversa extensión: 11, 17, 18, 20, 21, 23), sino también el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, de Naciones Unidas, de1966, y la Convención Americana sobre Derechos Humanos o "Pacto de San José", de 1969, ambos ratificados por México. Es así como el concepto de debido proceso, que posee un núcleo antiguo, histórico, irreductible, se halla también en expansión: a él se añaden derechos y garantías, fruto del progreso de la civilización, que preserva al ser humano con creciente cuidado y amplitud. A los datos tutelares del derecho interno se añaden, hoy, los del derecho internacional; juntos configuran el estatuto del ser humano, la Carta Magna del nuevo ciudadano en el naciente milenio.

Flores García alude con amplitud a las características del juzgador: humanas y profesionales, indispensables en quien ha de "impartir justicia, de manera imparcial, como hombre bueno y recto". Esta cuestión se profundiza cuando el analista reflexiona sobre la designación de titulares de la función jurisdiccional. Conviene observar que la ley requiere del juez, rasgos éticos y competencia que no exige, en cambio, a otros funcionarios — o candidatos a funcionarios —, independientemente de la relevancia de los cargos que ocupen.

El artículo 9o., fracción VI, de la Constitución mexicana, utiliza a este respecto una fórmula demandante — aunque deficientemente redactada —, que manifiesta la índole de la función y acredita la importancia que ésta reviste: "Los nombramientos de los Ministros (de la Suprema Corte) deberán recaer preferentemente entre aquellas personas que hayan servido con eficacia, capacidad y probidad en la impartición de justicia o que se hayan distinguido por su honorabilidad, competencia y antecedentes profesionales en el ejercicio de la actividad jurídica".

Hay países que se enorgullecen, con buenos motivos, de su competente judicatura. Gran Bretaña es uno de ellos. Ahora bien, convengamos— y así lo considera el profesor Flores García— que los méritos de estos funcionarios y la calidad de su desempeño no son apenas el producto de las exigencias legales, que resultan, sin embargo, indispensables. El autor de la Teoría trae a colación, precisamente a propósito de la magistratura inglesa, algunas reflexiones juiciosas de Manuel de la Plaza:

Las excelencias que se predican de la justicia británica no derivan del sistema de designación, francamente recusable por muchos motivos, sino de la concepción nacional de la justicia como función, del elevado concepto que en el ambiente social se tiene de la misión del juez, de las dificultades con las que tropieza la remoción de los jueces, de la adaptación de la judicatura a las necesidades de la justicia, favorecida por el discreto ejercicio de la jurisdicción de equidad y hasta por la misma procedencia de los jueces. Por lo tanto, para lograr la excelencia de la magistratura, hay que procurarla también en otros ámbitos.

En la unidad reservada al estudio de las partes procesales, el tratadista recoge la expresión de Calamandrei: "actores del drama procesal", drama que constituye un tema fascinante: lejos de simplificarse, se complica; nuevos intereses acuden, y con ellos se presentan personajes novedosos que los encarnan, tutelan o representan. En estas páginas, Flores García transcribe otros textos de altos méritos: los Mandamientos del abogado, de Couture, el Decálogo del abogado, de Osorio y Gallardo, y los sabios consejos que Don Quijote de la Mancha — es decir, Miguel de Cervantes — dio a Sancho Panza cuando éste se aprestaba a gobernar la Insula Barataria. La relectura de todas esas prevenciones plantea ahora mismo sugerencias que animarán el pensamiento de los lectores, sobre todo los estudiantes que tomen la obra de don Fernando para iniciarse en el estudio del proceso. Entre ellos se halla el principio de lealtad y probidad, que no acaba de acomodarse normativa mente en el conjunto de la legislación procesal.

Couture dice al abogado: "Sé leal", y en seguida explica: "si a las astucias del contrario y a sus deslealtades correspondiéramos con otras astucias y deslealtades, el juicio ya no sería la lucha de un hombre honrado contra un pillo, sino la lucha de dos pillos". Saberlo y evitarlo explica y justifica la conducta procesal prudente, paciente, gobernada por la ética, frente al comportamiento desordenado de quien se vale de artificios deshonestos, sin escrúpulo que lo detenga, para alcanzar objetivos indignos. Una "rara filiación etimológica liga ley y lealtad — medita el gran procesalista uruguayo —. Lo que Quevedo decía del español, que sin lealtad más le vale no serlo, es aplicable al abogado. Abogado que traiciona a la lealtad, se traiciona a sí mismo y a su ley".

Por cierto, además de proveer al estudiante con esos mandamientos, que podrán orientar a quien se dedique, en su momento, al quehacer de abogado, Flores García le entrega, por la mano de uno de sus hipotéticos interlocutores, un "encendido" poema — quizá de Luis Cabrera — que en el anverso elogia y hasta glorifica al juzgador y al abogado, y en el reverso describe su mal desempeño. Mucho habrá de meditar el estudiante de buena fe sobre el concepto en que se ha tenido — y se tiene — al abogado. Quizá en una futura edición de esta obra el autor podría incorporar el terrible juicio que aportó Jonathan Swift en los aparentemente inofensivos relatos de Gulliver. Modificar esa percepción del pueblo es un trabajo de Hércules que debe acometer cada joven egresado de nuestra Facultad, una vez que promete ejercer con probidad la abogacía, como lo hace al recibir el título de licenciado en derecho.

El libro concluye donde termina el proceso: se ha dictado resolución definitiva, que adquiere firmeza; lo que sigue es la ejecución, en el caso de que aquélla requiera actos ejecutivos por parte de la autoridad y de otras personas. Sin ejecución, muchas sentencias serían inútiles: no trascenderían a la eficacia de los derechos. En el orden civil, hay que instar esa ejecución. Me parece que esto constituye una deficiencia de ese orden. No sucede lo mismo en el penal, donde la ejecución procede de oficio. La autoridad ejecutora recibe el título ejecutivo de la judicial, y actúa en consecuencia: tan visiblemente, que al lado del inculpado, que ha devenido condenado, se encuentran ya — y lo han estado todo el tiempo — los agentes que lo conducirán al reclusorio. Flores García aborda la ejecución cuando se refiere a la jurisdicción, y retoma la materia al final de su Teoría .

La ejecución penal se ha desenvuelto fuera del derecho procesal, con entidad propia. También aquí hay controversia. Esa ejecución, ¿debe regularse como capítulo del procedimiento? Eugenio Florian, tan consultado por los procesalistas de nuestro país, sostuvo que la ejecución es una fase del procedimiento penal, pero en esta idea no fue seguido por sus discípulos mexicanos. ¿Conviene dejarla enteramente en las manos de autoridades administrativas? En mi concepto, ha llegado la hora de "judicializar" ciertos aspectos de la ejecución penal, sobre todo la correspondiente apenas y medidas privativas o restrictivas de libertad, como ha sucedido, desde hace años, en países europeos. Es bien conocido el ejemplo de Italia — que no es, por supuesto, el único —, a través del giudice di sorveglianza . Obviamente, no tendría sentido confiar a los jueces la administración de las cárceles y el "tratamiento" de los reclusos, pero es preciso que el cumplimiento de funciones del poder público y el ejercicio de derechos de los sentenciados no queden al garete, gobernados por el arbitrio o el capricho, sin medios de control de legalidad que resultan particularmente necesarios en este ámbito, donde entran en contacto el Estado, con su máximo poder, y el individuo, en su máximo desvalimiento: aquél, ejecutor que esgrime una sentencia; éste, condenado, "enemigo social". En esta "zona crítica" para los derechos humanos, deben surgir la figura y la tarea de la jurisdicción: jueces de ejecución de penas, como los hay, de tiempo atrás, en muchos países.

No debo ir más lejos en mi reseña, que ha querido abarcar temas del libro y aspectos de la vida académica del autor. Aquél se explica por lo que ésta tiene, que es mucho. Vuelvo al texto de Margadant, que engalana la obra del procesalista. El antiguo maestro de derecho romano, ya desaparecido, refiere que:

Uno de los instrumentalistas más famosos del siglo XIX era el violinista judío-húngaro Leopoldo Auer. Después de uno de sus conciertos, una admiradora le dijo: ¡Oh maestro, yo daría mi vida para poder tocar como usted...!, y Auer le contestó: Sí, es exactamente lo que yo he hecho. Esta contestación — observa Margadant — también se refiere a personas como Flores García. Si admiramos todo lo que él sabe de la materia procesal, no debemos olvidar todos esos años, de lectura disciplinada e investigación, que él ha sustraído a otros goces de la vida. Se trata realmente de conocimientos... que don Fernando ha adquirido mediante la entrega de toda una vida de dedicación.

 

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