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Salud Pública de México

versión impresa ISSN 0036-3634

Salud pública Méx vol.50  supl.3 Cuernavaca ene. 2008

 

TESTIMONIO

 

Las varias nubes

 

 

Julio Derbez

Autor del libro Itinerario del intruso o para qué me sirvió el cáncer, México: Turner-Ortega y Ortiz, 2006 (Cuadernos de Quirón)

 

 

Toda mi vida he estado en contacto con el tabaco. Recuerdo con absoluta claridad la tos con que mi padre amanecía todos los días. Ella lo despertaba, primero a él, que una vez incorporado subía de tono, se teñía de angustia, y entonces nos despertaba a los demás miembros de la familia. Al entrar al pequeño despacho de mi padre sentía que me introducía a una nube. También recuerdo a mamá Chayo, su codo derecho sobre su puño izquierdo, el brazo recorriendo su vientre, y en la mano diestra un cigarro mentolado. A mi abuelo no lo conocí, pero cuando Papá Quín vivía, según ella me contó, fumaba a escondidas de él, pero con su anuencia; "ahora vuelvo", decía ella, "sí, ya sé que vas a fumarte tu cigarrito". Mi abuela, quince años menor que él, lo negaba y sonreía. Eran las costumbres en el Chiapas de principios del siglo pasado. Mi abuelo materno murió de cáncer en el estómago, sin haber fumado en su vida. Mi papá Pepe, el abuelo paterno, a pesar de haber sufrido un infarto severo, nunca abandonó el cigarro y varias veces le sobrevinieron ataques de tos que tornaban su rostro violáceo, muy lejos del rosado habitual y que no presagiaba cosas buenas. Murió de enfisema. Casi todos mis tíos y tías, de ambas familias, fumaban.

Por el contrario, mamá nunca ha fumado y la buena salud la persigue a sus más de ochenta años. Por supuesto que no estoy implicando que la abstención ante el tabaco sea garantía de buena salud. Recuerdo la primera vez que a mis catorce años la desafíe informándole –nada de pedir permiso–, que a partir de ese día yo iba a fumar en casa y en su presencia. Me respondió que no, que de manera alguna. Me reí burlonamente y le pregunté que qué era lo que pensaba hacer al respecto. "Apagarte los cigarros", me dijo, "pues los vuelvo a encender", le contesté esa tarde que había salido a la calle a jugar fútbol, nos llovió y eso le añadió un reto adicional al manejo de la pelota de plástico que pateábamos y animó el partido. Al finalizar, la victoria fue para mi equipo con un golazo que anoté y con el cual se acabó el reñido encuentro 10-9 a nuestro favor. Insuflado por el triunfo, entré a la casa chorreando y me metí a la regadera, de donde salí con un gran antojo por un cigarro. Eran mis catorce y yo había aprendido a fumar de la mano de un gran amigo un par de años antes. Al concluir la secundaria ya éramos más los que echábamos humo en los alrededores de la escuela o en los baños, ya que por supuesto era una actividad prohibida. Esa prohibición la volvía más apetitosa aún. Por alguna extraña razón nunca pude fumar sino hasta después de la comida. Ni siquiera se me antojaba hacerlo en las mañanas en que me transportaba con mi hermana mayor y dos de sus compañeras al colegio. En cuanto estábamos los cuatro, ellas tres encendían sus cigarritos. Era la época en la que los héroes y heroínas del cine no podían aparecer en pantalla sin un tabaco. Entonces se decía, "después de un taco, un buen tabaco".

En los aviones había ceniceros, y no se encontraba uno un solo sitio adicional a la escuela, en el cual fumar estuviera prohibido. Ni en los hospitales. Los cigarros se vendían en las farmacias y sin restricciones de edad, de lo cual se sirvió mi padre muchísimas veces para enviar a alguno de sus cinco hijos a comprarle sus espantosos Raleigh. Por aquella época tuve problemas con matemáticas y mis padres decidieron que antes de que esos problemillas crecieran había que atajarlos. El hijo de una pareja de amigos suyos era Físico. Con él me mandaron por las tardes a tomar clases para regularizarme y de paso apoyaban un poco al Físico amigo cuya familia vivía de su sueldo como maestro en la UNAM, con lo que eso quería decir al despuntar los años setenta del siglo pasado en nuestro país. Así empecé a ir dos veces por semana a casa del buen Víctor que me explicaba lo que yo no entendía. Una de sus primeras lecciones fue descalificar los Baronet que yo consumía, y darme a probar uno de sus Delicados. Noté de inmediato la diferencia y sin chistar adopté la marca. A la semana siguiente, cuando saqué mi cajetilla, me felicitó cual maestro complacido y me reveló que de joven él iba a fumar a nuestra casa. Era asmático, y con justa razón su madre se alarmaba al verlo llenar de humo su débil sistema respiratorio, así que iba con mi padre (vivíamos a una cuadra de distancia) que le convidaba de sus cigarros. Por entonces, papá fumaba Delicados; así se cerró el círculo y en mi vida de fumador jamás abandoné los "Delincuentes", como los llamábamos premonitoriamente. A finales de la prepa, quien no portaba su cajetilla de cigarros, de la marca que fueran, era mal visto, seguramente se trataba de alguien aburrido o tonto. El cigarro afianzaba nuestros pretendidos aires de intelectuales, pero no sólo los nuestros, los de toda una sociedad cuya modernidad dependía en buena medida de la capacidad de echar humo, las mujeres mostraban su libertad al encender un cigarro y esa libertad anticipaba libertades mayores y grandes deleites.

Sin embargo, ese feliz maridaje entre sociedad y tabaco no tardaría más de una década en iniciar sus discusiones. Era de gran distinción consumir cigarros gringos y en ellos apareció una tibia leyenda en la cual el Cirujano General –término incomprensible para nosotros–, alertaba sobre un posible daño a la salud ocasionado por el consumo de tabaco. Pequeño aviso al que nadie, pero nadie le hacía caso, ya que por otro lado, la tele, los personajes del teatro y del cine, alentaba con gran vigor a la gente a fumar. Más allá del mundo Marlboro y de las películas, en cualquier entrevista o reportaje, alguien aparecía con su cigarro prendido.

Indignados por la advertencia gringa, los fumadores nacionales, nos peleábamos con una autoridad abstracta, a la cual le negábamos la posibilidad de inmiscuirse en nuestros deleitosos hábitos. Suponíamos que era una muestra más del carácter timorato, cuadrado y aguado de los gringos ¿Cómo no fumar después de comer acompañando un café, cuando el nervio nos invadía, cuando echábamos tragos o mirábamos el mar o después del sexo?, ¿y si hacía frío? En realidad pensábamos que era un placer sensual, como cantaba Sarita Montiel, y no un placer mortal.

Sabíamos que a deportistas y cantantes no les iba mal el tabaco; aunque no habíamos llegado aún a los ochentas, cuando el holandés Johan Cruyff sorprendió al mundo con su alegre y eficaz fútbol, y nos volvió a sorprender a todos cuando supimos que el jugador fumaba todos los días una cajetilla.

Los fumadores compiten para ver quién lo hace más. Es una cuestión de orgullo despertarse a media noche para satisfacer el ansia por la nicotina, o salirse de la regadera, encender un cigarrillo, darle dos o tres caladas y continuar el aseo.

En fin, el consumo de tabaco no era más que parte de la fiesta y la recomendación gringa una estupidez propia de esos ñoños güeros, blandengues y por supuesto tontos. Una sociedad que se ha caracterizado por ser contradictoria y que por aquellos años nadaba en las aguas de la sicodelia, buscaba ampliar su libertad e iniciaba su despertar ecológico al tiempo que asesinaba vietnamitas, entre otras cosas, con el pavoroso napalm.

Esos años rebeldes, en los cuales los barbudos de la Sierra Maestra guiaban a las juventudes del mundo con sus puros en las manos como si fueran directores de orquestas.

Muchos fumadores he conocido y muy pocos capaces de salir por su propio pie de la red del tabaco; ejemplar para mí fue Jaime Sabines, el gran poeta que tanto sufrió hacia el final de su vida. Un buen día, no recuerdo con absoluta precisión, entre la operación treinta y cuatro y la cuarenta, abandonó al que había sido su fiel compañero durante más de cinco décadas. Lo hizo a base de amor propio y poder de decisión.

A los mexicanos nos daba orgullo saber que el tabaco era una aportación de nuestro país a la cultura mundial y nos aferrábamos al desastroso pensamiento adolescente de "a mí no me va a pasar nada". Sin embargo, a mí sí me pasó.

Cuando el cáncer apareció, entendí de inmediato que mi vida había cambiado para siempre. Pero aún hoy me sorprende cuánto. No hay día en el que no revolotee frente a mí algún temor o algún malestar.

A la fecha la presumida ciencia no ha podido discernir cuál es la causa del cáncer, pero todos los estudios apuntan al tabaco como "el gran causante". Es cierto que hay casos de gente que jamás fumó –difícilmente podríamos decir que nunca estuvo en contacto con él– y que fue víctima de la enfermedad. Pero son los menos, la gran mayoría de los que hemos sido invadidos por nuestras células locas, hemos fumado.

En mi juventud, tuve una fantasía que no llegué a cumplir, esa fantasía era que a los cuarenta años iba yo a correr el maratón, no me importaban la velocidad ni la fuerza con la que lo pudiera yo correr, lo que me importaba en realidad era el poder tener el aire para desplazarme a lo largo de esos cuarenta y dos y pico de kilómetros. Empecé a prepararme para intentarlo, de alguna manera ya tardíamente y quizás lo único que hice bien fue dejar de fumar, me costó un gran trabajo, pero lo logré, de ahí en fuera el resto del entrenamiento necesario empezando por aprender a correr, no lo llevé a cabo y conforme se aproximaban los cuarenta años me iba yo resignando a que nunca iba yo a correr esa carrera. Tiempo más adelante decidí que era el momento de dejar de beber, yo era un bebedor fuerte, un bebedor pesado, y antes de cruzar la raya del alcoholismo, decidí detenerme para lo cual recurrí a la orientación y al análisis del doctor Armando Barriguete a quien siempre le estaré agradecido. Sin embargo para poder dar ese paso que ya reclamaban con urgencia mi salud personal y familiar, volví a fumar, no cigarrillo como lo había hecho a lo largo de mi vida de fumador, sino en esta ocasión los pequeños puros holandeses y cubanos que tan de moda estaban en esos tiempos, y como buen exfumador de cigarrillos, me era inevitable darles el golpe a los puritos. Fumaba yo uno, dos o diez, dependiendo del día y dependiendo del estado de ánimo, me gustaba por las noches fumarme dos o tres seguidos mientras leía en espera de la aparición del sueño convocado. Logré apartarme de la bebida y seguí fumando esos cigarros hasta que me diagnosticaron el cáncer y desde entonces no he vuelto a inhalar humo, ya que mi cáncer fue pulmonar, el tumor principal estaba alojado en el pulmón derecho.

Una vez concluidos los largos tratamientos que incluyeron demasiadas cosas como para narrarlas aquí, supuse que mi paso por el cáncer podía ser de utilidad para alguien más que estuviera atravesando por ese camino. Con gran gozo recibí una invitación para escribir un libro en donde platico el Itinerario del Intruso que se había adentrado en mi organismo; a partir de ese momento he recibido algunas propuestas, como la que me trajo a estas páginas, para escribir o hablar sobre el tema, y tengo también el honor de formar parte del Consejo Asesor Contra el Tabaco. No dejo pasar una sola; me parece obligado redoblar esfuerzos en la batalla contra las cigarreras independientemente de mi experiencia; para mi desazón, el tabaco ha vuelto a mi casa, ahora a manos de mi hijo mayor.

Amigos míos muy queridos, muy estimables, muy reconocidos, dicen que estoy inhabilitado para hablar de ese tema, ya que me obnubila la pasión del converso, tienen toda la razón en el sentido de que me anima esa pasión. Sin embargo no creo que eso me deba llevar al silencio, al contrario, esa experiencia despertó en mí un sentido de responsabilidad social y humana para intentar cooperar en la lucha contra el tabaco, a pesar de que no me atrevo a afirmar que la causa de mi padecimiento pueda adjudicársele cien por ciento a la inhalación del humo malévolo. Sin embargo estoy cierto de que en un amplio porcentaje contribuyó a mi enfermedad y contra lo que mis amigos opinan, ahora siento la necesidad de contribuir con todo lo que pueda hacer, para que la gente comprenda que las adicciones no son una puerta de libertad, ni un peldaño ascendente en la escalera de la vida, sino que, como cualquier adicción, el tabaco lo que es, es una jaula (y no de oro), es una dependencia que limita nuestra libertad, es una imposición del exterior que encaja perfectamente con las carencias y necesidades de la psique de todo fumador. No es verdad que el que fuma lo hace exclusivamente por el placer que siente al inhalar el humo del tabaco. Es indudable que algo más acompaña ese placer, algo que proviene de adentro. No me voy a desviar aquí para hablar de las razones que puedan llevar a un hombre –y cada vez a más mujeres– hacía el tabaco, esa es tarea de los expertos en esas materias; lo único que puedo aportar es haber padecido la terrible enfermedad llamada cáncer, que si bien no acabó conmigo, cambió por completo mi manera de ver la vida, en algunos casos para bien, pero hay otros que no puedo festejar, ya que mi cuerpo y mi mente son cada vez más frágiles y si bien es cierto que vivo con alegría, también es cierto que lo hago con temor ante la posible reaparición de la enfermedad. Por ello dedico todo el tiempo que puedo a intentar compartir con la gente que, antes que cualquier cosa, el tabaco es un negocio; no es nada más una demanda de los fumadores, es un negocio impulsado por las grandes tabacaleras que actúan con cinismo y con la obsesión exclusiva de ganar dinero a cambio de que la gente lastime seriamente su salud. Es la aplicación de aquella vieja conseja de los economistas que reza así: "cada oferta crea su propia demanda".

El nuevo trueque es; dame tu dinero y a cambio me llevo tu salud. Cinco siglos después los malvados cigarros son los modernos espejitos con que los conquistadores atracaron a los habitantes originales de este México nuestro.

No estoy diciendo que todos los fumadores sufrirán lo que yo padecí, pero sí, todos los fumadores viven consecuencias que produce su hábito, ya que aunque sea en un pequeño porcentaje lastima al cuerpo dependiendo obviamente de la constitución de cada quien y de su nivel de consumo de tabaco, convenientemente sazonado por la industria cigarrera con más de cuatrocientas sustancias tóxicas que, entre otras lindezas, refuerzan la adicción.

Sin embargo en la mayoría de los casos no es una lesión menor la que produce, puede irritar la garganta, puede lastimar los dientes, puede causar daños psicológicos entre los cuales reitero la pérdida de libertad ya que se depende del veneno para vivir bien, se vuelve un bastón, una muleta, sin los cuales no podemos caminar. Las compañías tabacaleras han llevado de manera miserable el vicio hacia los niños, jóvenes y pueblos más necesitados de la Tierra, a los más vulnerables pues.

Gracias a un cálculo mercadológico bien afinado estos nuevos piratas exportan ahora su criminal producto al África y a los países asiáticos. Lo hacen para compensar la caída en picada del consumo en los países más poderosos del planeta, salvo China y quizá Japón, –y por ende con una ciudadanía más y mejor informada, más organizada y más participativa. Además los malandrines empiezan a sufrir serias derrotas en países como el nuestro.

Al respecto los avances logrados a últimas fechas son esperanzadores, aunque la batalla apenas inicia. Prueba de ello es que llevar a la práctica lo que la ley ordena, como todo cambio va a tener jaloneos, va a haber problemas, la oposición de los fumadores proviene de un genuino convencimiento de que la prohibición a fumar en sitios públicos es un atentado contra su libertad, a pesar de que el único derecho que consagra la Constitución es el derecho a la salud. Bajo esta óptica, los fumadores tienen todo el derecho de fumar mientras su humo no afecte a nadie más; me parece que es importante reconocer los avances que se han dado en nuestro país, gracias a la preocupación de un grupo cada vez más numeroso de mexicanos que buscan mejorar la salud de las siguientes generaciones de mexicanos.

Por último, me llama mucho la atención que un empresario tan políticamente correcto, tan inteligente, sensible y culto como lo es Carlos Slim siga metido en ese negocio gangsteril y negro, que le reporta enormes sumas de dinero sucio. Bien habido, pero sucio, arrancado de pulmones, tráqueas, esófagos y otras vísceras vitales para el correcto funcionamiento del cuerpo humano, además de millones de vidas de mexicanos ¿Será tanta la ganancia? ¿Habrá por ahí algún atavismo psicológico que le impide alejarse de uno de sus primeros grandes negocios? Quién sabe, pero su participación en esa industria, repito, gangsteril, no es digna de él, máxime cuando por otro lado dota de sumas millonarias en dólares a su recién inaugurado Instituto Carso para la Salud. Con toda honestidad he de decir que hacer dinero a costa de la salud de los mexicanos y después dar dinero para procurar la salud de los mismos mexicanos, me parece inconsistente y una manera de lavarse la cara. Ojalá me equivoque y sea el principio de un arrepentimiento sincero del magnate que lo lleve a alejarse por completo del negocio de las cigarreras. Sin su enorme poder enfrente, quienes luchamos contra el tabaco podremos avanzar más rápido

¡Cuánto me gustaría que mis hijos recordaran con disgusto cuando en los antros y restoranes se podía fumar! Tal como muchos lo hacemos hoy al pensar que antes en los aviones se permitía fumar; volábamos sobre las nubes bienhechoras en aeronaves llenas de humo pernicioso. Me gustaría aún más que mis nietos nonatos le preguntaran a sus padres, ¿qué es un cigarro?, y ante la explicación volvieran a preguntar –con la implacable lógica infantil y sus vocecillas cantarinas, –bueno, ¿y entonces por qué fumaba la gente?

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