SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.44 número132C. Ulises Moulines, El desarrollo moderno de la filosofía de la ciencia (1890-2000)Georg Theiner, Res cogitans extensa. A Philosophical Defense of the Extended Mind Thesis índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay artículos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Crítica (México, D.F.)

versión impresa ISSN 0011-1503

Crítica (Méx., D.F.) vol.44 no.132 Ciudad de México dic. 2012  Epub 30-Abr-2020

https://doi.org/10.22201/iifs.18704905e.2012.750 

Notas Bibliográficas

Denis Dutton, El instinto del arte. Belleza, placer y evolución humana

Gustavo Ortiz-Millán* 

*Instituto de Investigaciones Filosóficas. Universidad Nacional Autónoma de México. gmom@filosoficas.unam.mx

Dutton, Denis. El instinto del arte. Belleza, placer y evolución humana. Font Paz, Carme. Paidós: Barcelona, 2010. 368p.


Después de la publicación de El origen de las especies, Charles Darwin no tardó mucho tiempo en darse cuenta de las implicaciones que su teoría de la evolución por selección natural tendría sobre nuestra concepción de los seres humanos como parte de un reino natural donde los organismos mutan y se adaptan en su proceso de supervivencia. En El origen del hombre extendió su teoría no sólo para explicar características biológicas de los seres humanos, sino también para dar cuenta de muchos rasgos culturales como productos de ese proceso de evolución, entre ellos, el desarrollo de la comunicación y del lenguaje, de normas morales y de cooperación, pero también del arte. Así, Darwin sienta las bases para una explicación naturalista del arte. Darwin escribe, por ejemplo, sobre el origen de la música:

Todos estos hechos relacionados con la música y el habla apasionada se vuelven inteligibles hasta cierto punto, si damos por sentado que nuestros antepasados medio humanos utilizaban los tonos musicales y el ritmo durante el periodo del cortejo, cuando los animales de todo tipo se excitan no sólo por amor, sino por las fuertes pasiones de los celos, la rivalidad y el triunfo. Debemos suponer que los ritmos y las cadencias de la oratoria se derivan de facultades musicales previamente desarrolladas. Por eso podemos entender cómo es posible que la música, el baile, el canto y la poesía sean artes tan antiguas. Podemos ir incluso más lejos y [ . . . ] suponer que los sonidos musicales sentaron una de las bases para el desarrollo del lenguaje. (cap. XIX)

De este modo, según Darwin, las artes nacen como parte del proceso de cortejo, que tiene claras funciones reproductivas dentro de la selección sexual, la cual es una forma de la selección natural.

Estas tesis evolucionistas se han aplicado muy fructíferamente a la aparición y el desarrollo del lenguaje, el conocimiento, la mente, la moralidad, la religión y, sólo recientemente, al arte. En todas estas áreas, muchos investigadores han pensado que cientos de miles de años de evolución no solamente han marcado nuestra biología, sino también nuestra psicología, así como las formas en las que nos relacionamos con el medio ambiente y con otros individuos. El darwinismo social de Spencer, la sociobiología y, en los últimos tiempos, su heredera, la psicología evolucionista, han tratado de explicar algunas de estas áreas. El arte, sin embargo, había permanecido un poco al margen de este tipo de explicaciones -si no desde el punto de vista de quienes han cultivado las disciplinas mencionadas, sí desde el punto de vista de los estetas y los teóricos del arte-. Denis Dutton, profesor de filosofía del arte en la Universidad de Canterbury en Nueva Zelanda, fallecido a fines de 2010, sostenía que el enfoque básico de la teoría darwinista se puede aplicar fructíferamente al campo del arte y de la experiencia estética. Creía también que este enfoque podría contrarrestar el relativismo cultural que han favorecido muchos antropólogos (y yo añadiría también a los construccionistas sociales, los deconstruccionistas, los posmodernos y los hermeneutas), quienes sostienen que “puesto que el significado de un concepto se construye sobre la base de otros conceptos y formas culturales en las cuales está inmerso, los conceptos nunca pueden compararse de un modo inteligible entre culturas” (p. 110). Esto relativizaría culturalmente el concepto de arte, haría que distintas prácticas que se suelen considerar artísticas, cuando se encontraran en distintas culturas, fueran incomparables e incluso que pudiéramos negarnos a considerarlas como arte (“¡Pero ellos no tienen nuestro concepto de arte!” es la afirmación del relativista cultural que Dutton analiza en un capítulo con ese título). El naturalismo de Dutton se opone a esto: cree que el arte y la experiencia estética se basan en rasgos universales con un origen natural -o más precisamente evolutivo-, y que hay evidencia empírica para afirmar esto.

Dutton retoma la tesis de Darwin y trata de desarrollarla a partir del marco conceptual de la psicología evolucionista, que han impulsado teóricos como Leda Cosmides, John Tooby o Steven Pinker, entre otros muchos. La psicología evolucionista nos propone descubrir nuestra naturaleza humana -un concepto muy criticado y negado por cantidad de filósofos en el pasado- a través del análisis de los problemas adaptativos de nuestros antepasados en el Pleistoceno: trata de explicar cómo evolucionaron los mecanismos psicológicos que les ayudaron a resolver esos problemas. Cualquier libro de historia del arte nos dice que las primeras muestras de arte se originaron hace muchos miles de años (las pinturas de las cuevas de Altamira datan de hace unos 35 mil años), así es que es muy posible, sostendrá Dutton, que éstas hayan surgido como parte de la evolución de ciertos rasgos psicológicos de nuestros antepasados. El arte, podríamos afirmar, surgió como un fenómeno natural.

Dutton parte del hecho de que “todas las culturas humanas exhiben algún modo de conducta expresiva que las tradiciones europeas identificarían como artística [aunque] esto no significa que todas las sociedades posean todas las formas de arte” (p. 50); y si todas las culturas humanas han desarrollado arte, entonces, según la psicología evolucionista, el arte debió poseer, en el momento de su aparición, algún valor adaptativo o de supervivencia. La teoría de la evolución debería ser capaz de explicarnos no sólo cómo surgió, sino también por qué ha permanecido con nosotros. Según Dutton: “La única manera de entender la universalidad del arte es [ . . . ] comprenderlo de una forma naturalista, en función de las adaptaciones evolucionadas que subyacen a las artes y las ayudan a constituirse como tales” (p. 302). Pero el enfoque naturalista debe explicarnos no sólo que el arte ha surgido como resultado de un proceso de adaptaciones evolutivas que actúan bajo la presión de la selección natural, sino que también tiene implicaciones en lo que se refiere al juicio de gusto y a la experiencia estética: según esto, algunos de nuestros gustos y preferencias estéticas serían innatos y universales, y no resultado de procesos culturales o construcciones sociales -ésta sería una vía muy diferente de la búsqueda de universales estéticos que plantea Platón o de la del realismo estético, por mencionar sólo dos teorías universalistas-. Así pues, el naturalismo estético tiene implicaciones, por un lado, para una teoría del arte y, por el otro, para una teoría de la experiencia estética. Analicemos brevemente lo que dice la teoría en cada uno de estos temas.

Dutton afirma que el arte posee un valor adaptativo y así se explica su surgimiento y su permanencia en el proceso de evolución. Esta tesis les debe resultar contraintuitiva a todos aquellos que reivindican el carácter no utilitario del arte como uno de sus rasgos esenciales. Decir que el arte tuvo un valor adaptativo para nuestra especie en el momento de su aparición es afirmar que ya desde entonces tenía un valor instrumental y no puro o desinteresado, como lo sostuvo Kant. Es más, la tesis del origen naturalista de las artes parece contraintuitiva también desde el punto de vista de la misma teoría de la evolución: la selección natural tiende a deshacerse de lo ineficiente y de lo que sobra, de lo que no tiene una utilidad directa en el proceso de adaptación. En un contexto hostil, de escasez y de lucha por la supervivencia, como en el que vivieron nuestros antepasados pleistocénicos, parece poco probable que haya surgido un fenómeno como el arte, que se caracteriza por su falta de utilidad, su opulencia y su derroche de recursos, pero esto es algo que Dutton responde en el capítulo 7 de su libro apelando ingeniosamente al concepto de “consumo conspicuo” de Thorstein Veblen, según el cual la belleza y el arte están directamente relacionados con el estatus económico y social, con la dominancia y, a fin de cuentas, con la selección sexual. Podríamos decir que esta explicación no es muy diferente de la que pretende dar cuenta de la cola del pavo real.

Ahora bien, la idea de que el arte tuvo un valor adaptativo no es la única alternativa que tiene el naturalista estético (de hecho, Dutton bien podría caer en la categoría que los críticos de la psicología evolucionista, como Stephen Jay Gould, llaman “panadaptacionismo”, es decir, querer explicar todo como producto de un proceso de adaptación). Steven Pinker, por ejemplo, ha sostenido que el arte no tiene un valor adaptativo, sino que es un subproducto del proceso de evolución, un sprandel, como lo llaman los biólogos evolucionistas -una característica fenotípica subproducto de otras características que sí tienen valor adaptativo, algo así como un epifenómeno-. No todos los rasgos biológicos ni todas las prácticas culturales son adaptaciones; algunos son efectos derivados o subproductos de rasgos que sí son adaptaciones. Así, por ejemplo, si bien la estructura ósea de los vertebrados es una adaptación, el color blanco de los huesos es sólo un efecto secundario. Dutton argumenta en sentido contrario y afirma -a partir de algo que ya Pinker había sostenido- que la ficción nos da una clara muestra de adaptación darwiniana en el caso del arte. La aparición del discurso de ficción, base de la literatura, se encuentra en el desarrollo de la imaginación, que es, según Cosmides y Tooby, fundamental para nuestra humanidad y un rasgo cognitivo ya integrado a nuestra naturaleza mediante la evolución. La imaginación, a su vez, depende directamente del desarrollo del pensamiento contra-fáctico, a través del cual podemos, por ejemplo, prever y calcular lo que sucedería si siguiéramos un curso de acción en lugar de otro; las bases que posibilitaron el discurso de ficción tuvieron un valor para la supervivencia de nuestros antepasados. Posteriormente, el discurso de ficción serviría a nuestros antepasados como una forma de educación, de moralización, así como para facilitar una base cultural y conocimientos técnicos a los miembros de una comunidad; ése, se ha dicho, es uno de los objetivos principales de obras clásicas como la Ilíada y la Odisea. Dutton arma una argumentación convincente en el caso del discurso de ficción, pero creo que es más difícil extender la argumentación a otras prácticas artísticas como la arquitectura o la escultura. En todo caso, no creo que afirmar que el arte es un producto derivado del proceso de evolución sea degradarlo como práctica cultural. No sé hasta qué punto el valor del arte depende de si éste tuvo valor adaptativo o fue sólo un subproducto; en todo caso, cualquiera de las dos hipótesis se da dentro del marco de la teoría darwinista.

Puesto que el libro de Dutton trata de desarrollar una teoría del arte desde una perspectiva naturalista, parece justo que nos diga qué es lo que, desde esa perspectiva, podemos caracterizar como “arte”. Dutton ofrece una lista de características que, solas o en conjunto, tratan de responder a la pregunta de si está justificado que llamemos “arte” a un objeto, a una actuación o a cierta actividad. Estas características son: 1) placer directo, 2) habilidad y virtuosismo, 3) estilo, 4) novedad y creatividad, 5) crítica, 6) representación, 7) foco especial, 8) individualidad expresiva, 9) saturación emocional, 10) desafío intelectual, 11) las tradiciones y las instituciones del arte, y 12) experiencia imaginativa. Así, un objeto artístico se valora como una fuente de placer en sí mismo -y no por ser instrumentalmente valioso para producir algo que también sea placentero-; ciertos colores o sonidos pueden ser agradables a la vista o al oído, y esto puede tener una explicación evolucionista. Tal vez el mismo tipo de explicación valga para otras características, como que el arte ofrece una experiencia imaginativa -para la cual, según dije, los psicólogos evolucionistas han dado ya una explicación-, o que la experiencia de las obras de arte está llena de emoción. Sin embargo, no me parece sencillo dar una explicación naturalista de otras características de esta lista, como el estilo o la crítica. ¿En qué sentido el estilo cumplió una función adaptativa (o fue un derivado de ella) en la aparición del arte? Por otro lado, puesto que esta lista trata de caracterizar el arte en general, independientemente de factores culturales o sociales, resulta difícil aceptar que ciertas formas de arte contemporáneo, digamos, el arte abstracto, cumplan con rasgos como la representación. Sin embargo, Dutton no dice que sea necesario que cualquier obra que calificamos como “arte” deba cumplir con todas las características de su lista; bastaría que cumpliera alguna. Pero esto nos hace pensar que si distintas obras pueden ejemplificar distintas características de su lista, entonces parecería que no habría nada en común entre diferentes obras o actividades que llamamos “arte”. En todo caso, la lista de Dutton es tan amplia y general que bien pueden caber cosas muy distintas. Supongo que es uno de los problemas de cualquier definición del arte: mientras más restrictiva sea una definición o una caracterización del fenómeno, más cuestionable será y más cosas estará dejando fuera. Además, una definición teórica del arte que especifique de modo particular determinadas características que toda obra debe cumplir para ser arte, terminará inmovilizando la naturaleza misma del arte, que es un fenómeno abierto y cambiante -sobre todo si lo vemos como parte de un proceso cambiante como el de la evolución-. Finalmente, alguien podría pensar que bien se pueden incluir otros rasgos, por ejemplo, que el arte se caracteriza por ser una práctica social y por darse siempre dentro de ese contexto, un rasgo que se podría explicar perfectamente en términos naturalistas (aunque sobre este rasgo tendríamos todavía que decir en qué se diferencia la práctica social del arte de otras prácticas sociales no artísticas). En cualquier caso, el problema de la lista de Dutton, como el de cualquier lista de características definitorias del arte, es que está sujeta a discusión y a que se incluyan o se dejen fuera distintos rasgos.

Creo que vale la pena mencionar que no todos los partidarios de una estética naturalista han pensado que su labor sea formular una teoría del arte. Hume, por ejemplo, trata de explicar más la naturaleza del juicio de gusto estético que la naturaleza del arte. Hume sostiene que hay una naturaleza humana que implica la existencia de juicios estéticos estables y criterios objetivos; las obras de arte que superan la prueba del tiempo poseen cualidades que apelan a características de esa naturaleza humana -ejemplifican valores apreciados universalmente dados rasgos innatos de nuestra naturaleza-. Pero Hume no nos dice cuáles son esas características que tienen, o deben tener, las obras de arte. Otro enfoque naturalista en estética, como el de John Dewey en El arte como experiencia, tampoco desarrolla una teoría del arte, aunque sí de la experiencia estética -que debe verse, nos dice, siempre en el contexto más amplio de la experiencia en general-. Tal vez esta reticencia de otros teóricos naturalistas en estética a formular teorías del arte se deba a que, desde un punto de vista naturalista, resulta más convincente explicar cómo evolucionaron nuestros sentidos y nuestra percepción para ser como son que explicar qué es lo que hace que el arte sea arte, o explicar por qué naturalmente tendemos a valorar ciertas cosas en vez de otras o por qué experimentamos como bellas, digamos, ciertas armonías o ciertos intervalos musicales en vez de otros.

Sin embargo, nuestra explicación naturalista de la experiencia estética no tendría por qué afectar nuestro concepto de lo que es, o debe ser, el arte. Doy un ejemplo para explicarme: buena parte de la teoría musical del siglo XX se basó en la teoría de que la mente es lo que Pinker llama una “tabla rasa”, es decir, que la mente no tiene ningún rasgo innato determinado por la naturaleza, y entonces se puede moldear el gusto musical a través de la educación. En otras palabras, esta teoría se basaba en un rechazo de la idea de naturaleza humana. De este modo, como sucedió con el dodecafonismo de Arnold Schönberg y de la Escuela de Viena, se podía entrenar el gusto auditivo para encontrar combinaciones atonales agradables que escuelas musicales anteriores encontrarían disonantes, o para encontrar belleza en intervalos tonales menores al medio tono, como sucedía con el Sonido Trece de Julián Carrillo o de otros microtonalistas, incluso en música intencionalmente disonante o estridente como la de Edgar Varèse o Karlheinz Stockhausen. Sin embargo, desde un punto de vista naturalista, se podría argumentar que la mente no es una tabla rasa y que el oído no puede encontrar naturalmente agradable cualquier combinación armónica o cualquier estridencia; que, dada la estructura natural del oído, éste encontrará más agradables las melodías tonales que las atonales o las microtonales y que por eso la música tradicionalmente se ha desarrollado en ese sentido. Esto puede ser cierto, pero no tiene por qué afectar nuestras ideas acerca de lo que es, o debe ser, la música. Ni la música dodecafónica de Schönberg ni mucha de la música experimental contemporánea deja de ser arte si coincidimos con una teoría acerca de lo que naturalmente a los seres humanos nos parece bello o armónico. Aquí, a diferencia de lo que sucede con otras formas de naturalismo, la llamada “ley de Hume” sigue en pie.

Con todo, la psicología evolucionista puede decirnos mucho sobre cómo evolucionaron nuestros sentidos y percepción y, con ellos, la experiencia estética. Creo que éste es un terreno muy fértil para la estética naturalista, donde hay ya mucho trabajo empírico hecho; por ejemplo, según presupuestos como éstos se ha desarrollado la estética ambiental, que se originó como una investigación acerca de la apreciación estética de ambientes naturales, pero que se ha extendido a la apreciación estética de casi cualquier cosa que no sea el arte. Asimismo, como parte de la hoy tan en boga “filosofía experimental”, se ha desarrollado la estética experimental, basada en la psicología empírica, que explica algunos rasgos psicológicos innatos de la experiencia estética. Tal vez un ejemplo de ello se encuentra en un caso utilizado por Dutton, el de America’s Most Wanted, un cuadro realizado por Vitaly Komar y Alexander Melamid a partir de una encuesta sobre las preferencias artísticas aplicada en Estados Unidos a gente procedente de distintos países (la encuesta se puede consultar en internet). El resultado fue un paisaje bastante convencional y sin grandes cualidades artísticas, que incluía montañas, un lago, algunos animales y la figura de un héroe nacional. El experimento se realizó en otros países y el resultado fue muy similar. Sin embargo, si bien esto se podía explicar en términos de características transculturales, innatas y universales del gusto estético, también se podía explicar, como lo hizo Arthur Danto, como resultado de la influencia de las imágenes popularizadas a través de los calendarios publicados en Estados Unidos. En todo caso, esto señala un problema que enfrenta cualquier naturalismo: la dificultad de distinguir dónde termina lo natural y comienza lo cultural.

La formulación de una teoría del arte y de la experiencia estética se encuentra entre los temas centrales de un enfoque como el de Dutton, pero él trata de hacernos ver cómo la estética naturalista también tiene cosas interesantes que decir acerca de algunos de los problemas más debatidos por la estética contemporánea: la falacia intencional, la falsificación o la explicación de movimientos artísticos como el dadaísmo. Dutton afirma que “los argumentos sobre estas cuestiones nacen de intuiciones sobre la naturaleza y el valor del arte profundamente arraigadas, pero contradictorias, que todos nosotros compartimos. [ . . . ] la evolución es la clave para entender [ . . . ] por qué estas cuestiones son tan polémicas” (p. 233). Así por ejemplo, en torno al problema de las falsificaciones -que es el caso de dos obras de arte iguales, pero a las que les asignamos un valor diferente: apreciamos el original, mientras que despreciamos la falsificación-, Dutton dice que “las paradojas de la falsificación vienen determinadas por unas funciones adaptativas contradictorias de las obras de arte” (p. 259). Si bien, por un lado, nos sentimos inclinados a tratar las obras de arte de un modo desinteresado, por otro, las tratamos “como pruebas de aptitud darwinianas”, “como exhibiciones de habilidad”, producto “de un sistema de información que surgió de la selección sexual” (p. 259); por ello, tendemos a dar un mayor valor a los originales que a las falsificaciones, a pesar de que sean idénticas.

Hay múltiples cuestiones estéticas sobre las que una perspectiva naturalista puede arrojar nueva luz. El libro plantea muchas, pero me gustaría mencionar una en especial: parece seguirse de un enfoque evolucionista la atribución de experiencias estéticas y capacidades artísticas a los animales. Dado que hay muchas similitudes, y sobre todo un proceso de continuidad, entre los animales humanos y los no humanos, no es extraño que muchas prácticas también las compartamos con ellos: la danza o el canto, por ejemplo, o bien que ciertas experiencias estéticas tengan un origen común. “Las aves hembras -dice Darwin en El origen del hombre- escogen como pareja al macho de canto más dulce y melodioso” (cap. III). El mismo tipo de explicación evolucionista acerca del origen de prácticas estéticas funciona tanto en los animales humanos como en los no humanos. Esto condujo a alguien muy cercano a la sociobiología, el zoólogo Desmond Morris, en La biología del arte (1961), a argumentar que algunos primates son capaces de producir obras pictóricas que podríamos llamar “arte”. Sin embargo, Dutton sostiene que los animales no hacen arte. Pueden producir obras sorprendentes, pero éstas no responden a ningún tipo de planificación ni contexto intelectual, no responden a ningún tipo de intención creativa que busque la obtención de placer una vez terminada la obra, algo característico de las prácticas artísticas humanas. El libro, entonces, se refiere a una práctica cultural propia de los seres humanos y producto de su muy particular proceso de evolución.

Cualquiera que sea nuestra posición acerca del naturalismo en general, y del naturalismo estético en particular, creo que vale la pena la lectura de El instinto del arte, un libro con una perspectiva diferente y significativa de los fenómenos estéticos. Algunos podrán encontrar problemas particulares en el modo en que aborda distintos problemas estéticos (como el de los rasgos característicos del arte, que ya mencioné), o en el tipo de enfoque naturalista que defiende (por ejemplo, cabe preguntar por qué no se menciona el tema de los memes, que son, según Dawkins y Dennett, unidades culturales que evolucionan según un esquema algorítmico adaptativo, ya que, en opinión de algunos, podría resultar una idea muy fructífera para una explicación naturalista del arte, aunque para otros sea un concepto científicamente contradictorio); incluso habrá quien descubra problemas generales con el enfoque naturalista del libro. No obstante, el libro de Dutton invita a la reflexión acerca de hasta qué punto puede serle de utilidad a la estética este tipo de enfoque. Cada vez nos parece menos escandalosa la idea de que los seres humanos somos producto de un proceso de evolución de cientos de miles de años; sería muy extraño que ese proceso que moldeó nuestra biología y nuestras capacidades psicológicas no hubiera dejado ninguna huella en nuestra sensibilidad y en nuestra facultad de juzgar estéticamente y de producir arte. La estética, y la filosofía en general, debe hacerse cargo de las implicaciones de esta idea. En este sentido, El instinto del arte constituye una aportación muy significativa y estimulante para pensar el arte y la experiencia estética desde un punto de vista naturalista.*

*Agradezco a Gemma Argüello y a un dictaminador anónimo de Crítica sus comentarios a una versión previa de este texto.

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons