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Crítica (México, D.F.)

versión impresa ISSN 0011-1503

Crítica (Méx., D.F.) vol.43 no.129 Ciudad de México dic. 2011  Epub 12-Mayo-2020

https://doi.org/10.22201/iifs.18704905e.2011.802 

Notas bibliográficas

Godfrey Guillaumin, Raíces metodológicas de la teoría de la evolución de Charles Darwin

Gustavo Caponi* 

*Departamento de Filosofía. Universidade Federal de Santa Catarina. caponi@cfh.ufsc.br.

Guillaumin, Godfrey. Raíces metodológicas de la teoría de la evolución de Charles Darwin. Anthropos, Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa, Barcelona: México: 2009. 271p.


Conforme lo señala el autor de esta obra, el debate sobre las relaciones entre filosofía e historia de la ciencia que se desarrolló durante los años setenta y gran parte de los ochenta -y en el cual descollaron nombres como los de Thomas Kuhn, Imre Lakatos, Ernan McMullin y Larry Laudan- no prestó mayor atención a una cuestión central: "la manera en que la ciencia desarrolla históricamente su propia normatividad epistémica y metodológica"; es decir: "cómo es que dentro de las prácticas científicas específicas se desarrollan y articulan ideas epistemológicas y metodológicas que funcionan como criterios de validación del conocimiento" (p. 10). Los filósofos de la ciencia tendieron a pensar que las reglas metodológicas debían formularse en el marco de una reflexión paralela y exterior a la propia actividad científica: sea en virtud de criterios previos de racionalidad, como en el caso de Popper, sea en virtud de una explicitación idealizada de los criterios de evaluación teórica que de manera efectiva, pero tácita y quizá irreflexivamente, los científicos habían seguido en episodios considerados ejemplares. En pocos casos se reconoció que la reflexión y las discusiones metodológicas son inherentes a la actividad científica y acompañan todo su desarrollo desde dentro de la propia comunidad de investigadores.

"A lo largo de su historia", afirma pertinentemente Guillaumin, "la ciencia no sólo estudia el mundo", sino que además y simultáneamente, se estudia "a sí misma" (p. 11); y así ella va generando, explicitando, discutiendo, validando, reformulando y diversificando su propia metodología. Sin atenerse a cánones impuestos desde su exterior, pero también sin incurrir en el todo vale de un oportunismo ciego, los propios científicos discuten y reflexionan sobre las reglas y los criterios que regulan la producción y la validación del conocimiento por ellos producido; y así ellos mismos van generando, ampliando y rectificando un saber metodológico que se reformula y diversifica conforme los problemas y desafíos cognitivos de cada campo disciplinar lo van exigiendo.

Por eso, según Guillaumin, paralelamente a una historia de la ciencia entendida como historia de teorías, conceptos y descubrimientos, puede también trazarse una historia del conocimiento metodológico (p. 13): una historia centrada "principalmente en el análisis del desarrollo histórico de diferentes elementos metodológicos, tales como reglas metodológicas, patrones de inferencia, nociones de prueba, técnicas específicas de experimentación, principios de evidencia, etcétera" (p. 14). Y es ahí precisamente, en esa idea de dos historias paralelas (p. 13), donde entiendo que reside la única dificultad seria, la única promesa definitivamente no cumplida, de Raíces metodológicas de la teoría de la evolución de Charles Darwin.

Que hay una historia de los cánones metodológicos, como hay una historia de los conceptos, de las técnicas de experimentación, de los procedimientos de observación, de los métodos de clasificación, de las teorías y de las disciplinas, es algo que el trabajo de Guillaumin deja definitivamente claro. Tampoco se puede dudar de que esos asuntos puedan ser discutidos y examinados con relativa autonomía e independencia. Los conceptos, las técnicas experimentales, los procedimientos de observación, y los métodos de clasificación, tal como Guillamin afirma que ocurre con los cánones metodológicos, también "cubren diferentes áreas de la investigación científica" (p. 15); y su historia puede y debe ser trazada con relativa independencia de la historia de las teorías y de las disciplinas en las que ellos operan. Pero, aunque eso sea así, no veo la razón para considerar que esas historias sean algo diferente de lo que cabría caracterizar como una historia epistemológica de la ciencia en sentido amplio.

No creo, por ejemplo, ni pienso que Guillaumin tampoco lo crea, que la validación de una técnica experimental pueda ser independiente de nuestras teorías sobre cómo funciona el mundo; y esto hace que la comprensión del proceso que lleva al reconocimiento y a la aceptación de tales técnicas exija, también, un conocimiento de las teorías que una comunidad científica, en un momento dado, considera válidas. Por eso, y malgré lui, la obra de Guillaumin no me parece nada más, pero tampoco nada menos, que una original y relevante contribución a la historia de la ciencia; y creo que es así como será considerada, y aprovechada, por sus lectores. Sin que eso, me apuro a decirlo, le quite importancia e interés al énfasis puesto por su autor en la gravitación que, en esa historia, tienen las reflexiones y los compromisos metodológicos de sus protagonistas. Y sin que eso vaya en desmedro de otra pretensión del autor que sí me parece totalmente justificada por el desarrollo de la obra: aludo al impacto que esa historia de los cánones metodológicos puede, y debería, llegar a tener en la propia filosofía de la ciencia.

La historia del conocimiento metodológico que Guillaumin nos propone no solamente completa nuestro entendimiento de la historia de la ciencia, sino que, además, ella también puede permitirnos un mejor planteamiento, y un examen más productivo, de los problemas propios de la filosofía de la ciencia. La historia de la metodología -creo que es ésa la carta más alta de este libro- puede transformarse en el mejor punto de encuentro entre la historia de la ciencia y la filosofía de la ciencia: ese punto de encuentro que Lakatos y Laudan, entre otros, buscaron pero no llegaron a individualizar con nitidez. Pero además, y esto ya lo afirmo por cuenta propia, esa historia de la metodología puede contribuir también a que la filosofía de la ciencia afine su propia autocomprensión y redescubra cuál es su relevancia para la actividad científica. Conforme lo muestra su propio libro, el desarrollo de ese conocimiento metodológico al que Guillaumin se refiere exige también una reflexión sobre la naturaleza y los limites del conocimiento científico; y es ahí, en esa reflexión, donde el filósofo de la ciencia habrá siempre de encontrar sus verdaderos problemas y los parámetros para discutirlos.

Apartándose de esa referencia que le brindan las discusiones metodológicas motivadas por los propios desarrollos científicos, y también por las discusiones conceptuales que se dan en el marco de cada disciplina, la filosofía de la ciencia se pierde en la irrelevancia de su propia escolástica; y eso es algo que no ha dejado de ocurrir durante todo el siglo XX. Por eso, para evitar esos extravíos, puede ser muy útil volver a dar una mirada sobre esas reflexiones metodológicas que siempre acompañaron y contribuyeron al desarrollo de la ciencia y que, además, sentaron las verdaderas bases, las bases legítimas, de la filosofía de la ciencia actual. Aunque ésta, quizá por efecto de su propia profesionalización, haya tendido muchas veces a alejarse de esas bases y a perder de vista su propia razón de ser; que no es buscar en la ciencia oportunidades para la esgrima filosófica, sino movilizar recursos filosóficos para comprender mejor y discutir mejor los problemas metodológicos y conceptuales planteados por las diferentes disciplinas. Eso lo muestra muy bien el libro de Guillaumin.

La obra no es, no podría ser y no pretende ser, una historia integral de las polémicas metodológicas. Su pretensión y su alcance son ciertamente mucho más restringidos. El trabajo de Guillaumin se limita, felizmente, al estudio de algunas posiciones y discusiones sobre los métodos científicos que, teniendo como referencia privilegiada las tesis metodológicas propuestas por el propio Newton, y el modelo de ciencia por él instaurado a fines del siglo XVII, acompañaron e incidieron en el desarrollo de las ciencias naturales en Inglaterra durante el siglo XIX. Dichas discusiones, sin embargo, no se limitaron al campo de la física; sino que ellas también tuvieron efecto en el desarrollo de la geología y llegaron a gravitar, de modo directo, tanto en la formulación de la teoría darwiniana de la evolución por selección natural, como en las polémicas que ella generó. Las tesis metodológicas, tal y como Guillaumin (p. 15) intenta y consigue mostrar, son transdiciplinares: aun surgiendo en el dominio de una disciplina determinada, como puede serlo la física, ellas suelen ser transpuestas, aunque no sin sufrir reformulaciones, a otros campos.

Así, después de analizar en un primer capítulo la metodología newtoniana, y en particular su concepto de vera causa, Guillaumin encara el desafío de sopesar hasta qué punto, y en qué sentido, la geología de Lyell pudo ser, o no, fiel a ese canon metodológico; para ello examina los principios metodológicos del uniformitarismo presentándolos como una difícil y ajustada negociación entre las exigencias de la metodología clásica newtoniana y los objetivos cognitivos de la investigación geológica. Pero, aunque es evidente que la Geología sería inviable si se ajustase estrictamente al canon metodológico newtoniano, lo cierto es que las pautas metodológicas seguidas por Lyell estaban mucho más cerca del modelo newtoniano de ciencia de lo que lo estarían las pautas metodológicas seguidas por Darwin en la construcción de su teoría de la evolución por selección natural; es ahí donde reside la principal tour de force de Raíces metodológicas de la teoría de la evolución de Charles Darwin.

Procurando mostrar que, aunque de una forma totalmente heterodoxa, la metodología darwiniana es de algún modo heredera de la metodología newtoniana, Guillaumin emprende la difícil tarea de apuntar y discriminar los puntos de continuidad y discontinuidad que existen entre los modos newtoniano y darwiniano de razonar y argumentar. Esa tarea, sin embargo, habría sido muy difícil de realizar de forma directa: la distancia entre Newton y Darwin es demasiado grande como para permitir que dicha contrastación resulte viable y proficua. Con todo, ahí están los trabajos metodológicos de John Herschel y de William Whewell que pueden servir como claves para guiarnos en ese contraste; y a ellos apela Guillaumin en los capítulos tercero, cuarto y quinto de su obra. Como es sabido, Herschel y Whewell son los responsables de dos reformulaciones diferentes, y en muchos puntos contradictorias, del canon metodológico newtoniano, dos reformulaciones que fueron muy influyentes y muy consideradas y discutidas entre los científicos ingleses del siglo XIX. El estudio de esas interpretaciones del canon metodológico newtoniano constituye una excelente aproximación a cómo se entendió dicho canon en el siglo XIX.

Guillaumin muestra esto muy bien cuando analiza las actitudes de estos dos autores frente a la geología de Lyell: su aceptación de esta última por parte de Herschel y las reticencias que con respecto a ella mostró Whewell se fundaban en consideraciones metodológicas que ponían en evidencia los criterios de evaluación de teorías que siguieron la ciencia durante el periodo inmediatamente anterior al advenimiento del darwinismo. Justamente por eso el estudio de esas reflexiones metodológicas nos sirve para entender no sólo cuáles eran las reservas o resistencias metodológicas que la teoría de Darwin podía suscitar entre sus contemporáneos, sino también cuáles fueron las negociaciones metodológicas, y las estrategias argumentativas, que Darwin efectivamente desplegó con el fin de propiciar la aceptación de su "escandalosa" teoría. Porque, si bien es cierto que las propuestas darwinianas no podían dejar de entrar en conflicto con los modos vigentes de hacer ciencia en 1859, también lo es que Darwin consiguió articular una argumentación que no dejaba de tener cierto aire de familia con aquello que Herschel o Whewell entendían por "buena ciencia".

Eso es algo que Guillaumin muestra con toda claridad en los capítulos sexto y séptimo de su libro; en cierto sentido, esta parte de su trabajo parece justificar y explicar esta tesis de Charles Sanders Peirce con la que él se compromete ya en la "Introducción general" de Raíces metodológicas de la teoría de la evolución de Charles Darwin:

toda obra científica lo suficientemente importante como para que se la tenga que recordar durante unas pocas generaciones constituye un cierto ejemplo de los defectos del arte de razonar de la época en que fue escrita; y cada paso importante de la ciencia ha sido una lección de lógica. (p. 18)

Guillaumin nos hace comprender que Sobre el origen de las especies es una obra traspasada por una tensión metodológica muy difícil de resolver: una tensión entre el respeto a un canon de cientificidad al que no se quiere ignorar, porque no sería ni posible ni deseable hacerlo, y la necesidad de rebasar ese mismo canon porque ajustarse estrictamente a él haría imposible el desarrollo teórico que se está queriendo llevar adelante. Darwin, evidentemente, encontró el modo de resolver esa tensión; y su éxito debe explicarse también en virtud de esa astucia metodológica que la obra de Guillaumin nos permite entrever.

Con todo, y tal como lo pone en evidencia el capítulo octavo, que sirve como conclusión de la obra aquí reseñada, esas negociaciones de Darwin con la versión decimonónica del canon metodológico newtoniano no deben ocultarnos el hecho de que la revolución teórica darwiniana también implicó y exigió una revolución metodológica; es decir, ella acabó imponiendo un nuevo modo de entender y hacer la ciencia. Así como Darwin supo articular todo el saber, y todas las perplejidades, de la historia natural preevolutiva de modo tal que funcionasen como plataforma de su audaz salto abductivo, él también supo administrar y reformular el conocimiento metodológico de su época para que el mismo les diese un marco de legitimidad a sus innegables transgresiones metodológicas. Una revolución teórica se hace polemizando -lo cual supone dialogando- con un universo teórico preexistente; una revolución metodológica se hace driblando -lo cual supone teniendo en cuenta- las exigencias y restricciones impuestas por el canon metodológico vigente. Y en general, cuando se trata de una genuina revolución científica, las dos cosas forman parte del mismo movimiento.

Guillaumin completa su obra con un apéndice sobre, lo que él denomina, la filosofía de la mente de Thomas Reid. El sentido de ese elemento, a primera vista un poco extraño para lo demás del libro, es esbozar otro posible estudio de caso sobre la transposición de reglas metodológicas de un dominio disciplinar a otro; mostrar también cómo es que dicha transposición no puede ser hecha sin cierta diversificación de esas mismas reglas. Creo que la incorporación de ese apéndice confirma lo que el autor ya deja ver en su prefacio: la verdadera motivación de este libro no es tanto aquella que se denuncia en su título, sino, más bien, presentar un estudio que pueda servir como ejemplar de un tipo particular de análisis del método científico. Lo cierto, sin embargo, es que sólo el futuro podrá decirnos si ese cometido se cumplirá o no. Mientras tanto, nos queda decir que, más allá de esas posibles intenciones del autor, él ha hecho una significativa contribución al superpoblado universo de los estudios darwinianos. Esto ya es todo un mérito.

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