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Crítica (México, D.F.)

versión impresa ISSN 0011-1503

Crítica (Méx., D.F.) vol.43 no.128 Ciudad de México ago. 2011  Epub 05-Jun-2020

https://doi.org/10.22201/iifs.18704905e.2011.836 

Notas bibliográficas

Ricardo Salles (comp.), Metaphysics, Soul, and Ethics in Ancient Thought. Themes from the Work of Richard Sorabji

Héctor Zagal* 

*Facultad de Filosofía Universidad Panamericana hzagal@up.edu.mx

Salles, Ricardo. Metaphysics, Soul, and Ethics in Ancient Thought. Themes from the Work of Richard Sorabji. Oxford University Press, Nueva York: 2005. 592p.


Normalmente, los reconocimientos a los académicos eminentes se realizan cuando ellos ya no están con nosotros. Existe una suerte de “imperativo hegeliano” que nos ordena evaluar a las personas desde una atalaya lejana al bosque de la historia. Este recelo no es del todo equivocado. Frecuentemente, los manuales de historia de la filosofía del siglo XX contienen ejemplos de juicios precipitados. Sí, el paso del tiempo facilita la objetividad.

Así, un sano homenaje a un colega que aún está con nosotros se puede hacer compilando artículos en torno a las áreas de competencia del personaje en cuestión. De esta manera se muestra en la práctica el impacto de su obra. Éste es el caso del libro Metaphysics, Soul, and Ethics in Ancient Thought en honor a Richard Sorabji, compilado por Ricardo Salles. La colección de artículos de dicho volumen demuestra la influencia de la obra de Sorabji entre los estudiosos de la filosofía antigua.

Los diecinueve ensayos reunidos se agrupan según las tres grandes líneas de interés de Sorabji: la metafísica, el alma y la ética. El libro está precedido por una interesante autobiografía del filósofo. Sorabji hace un recuento lúdico e intelectual de su vida, desde sus primeros años en la época de los treinta hasta la actualidad. Se trata de una autobiografía intelectual salpicada de anécdotas, que narra los episodios cruciales de su formación. Gracias a esas páginas, nos enteramos de que su abuela inglesa, May Monkhouse, despertó en el joven Sorabji las primeras inquietudes filosóficas. Fue ella quien le enseñó la imposibilidad de pensar en la nada, y la conveniencia estoica de no beber precipitadamente un vaso de agua.

Francine, su hermana, condimentó las lecciones enseñándole que él, Richard Sorabji, era tan finito como una mosca o una mariposa. En la Dragon School, Richard aprendió tempranamente griego y latín, herramientas fundamentales de su quehacer filosófico. Sintió, además, una sincera admiración por sus profesores de ciencias. Por ser el alumno más destacado de su clase se ganó el derecho de apalear al alumno más retrasado (un amigo suyo) y obtuvo becas; y por confundir el verbo amo con el adjetivo amara, en latín, recibió una penosa lección.

Después de casarse y haber cumplido con el servicio militar en la Marina, Sorabji tuvo que lidiar con su tutor: Donald MacNabb. El profesor MacNabb no sólo lo remitía incontables veces al libro Concept of Mind sino que, ofendido por la solicitud de cambio de tutor presentada por Sorabji, lo retuvo hasta el final. Sorabji recuerda con alivio que los examinadores finales eran independientes del tutor. La primera entrevista había transcurrido en orden. Para la segunda, Sorabji corrió en busca de un profesor que le refrescara en una hora sus conocimientos sobre “historia antigua”. El profesor le dio un guión para su entrevista y lo relajó ofreciéndole una bebida. Cuando regresó para su segunda entrevista, sorpresivamente, no había ningún profesor de historia antigua, sino de lógica.

Además de los divertidos episodios en la vida de Sorabji, la autobiografía intelectual es un recorrido por gran parte del paisaje filosófico de mediados del siglo XX. Estas primeras páginas ofre- cen un testimonio, no sólo de la evolución intelectual de Sorabji, sino también de la transformación de la filosofía. Sorabji recuerda el sarcasmo y la filosofía del lenguaje ordinario de Austin; las pre- guntas brutalmente directas, a bocajarro, de Isaiah Berlin; la acribia exegética de Ackrill; la pintoresca intolerancia de Wittgenstein. Sus discusiones romanas con Myles Burnyeat y los acuerdos intelectuales alcanzados con Jonathan Barnes -con la mediación de una copa de vino- forman parte de sus anécdotas con estos filósofos.

En medio de un escenario dominado por la filosofía analítica y la filosofía de la ciencia, Sorabji se aferró a la filosofía clásica. Supo insertarse, desde los clásicos, en el nuevo talante de la filosofía. En la víspera de su retiro, después de acopiar una vasta obra sobre filosofía antigua, nació la preocupación de Sorabji por cuestiones de ética y la mente de los animales. Su jubilación del King’s College le permitió impartir más seminarios en Oxford y en otros lugares como Austin, Texas. Gracias a esta flexibilidad de tiempo, pudo asistir al congreso que Ricardo Salles, su discípulo, y el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México organizaron en su honor. Este congreso marcó un hito en estudios de filosofía clásica en México.

El libro se inicia con seis artículos sobre metafísica. Alexander P.D. Mourelatos abre la sección con un ensayo titulado “Intrinsic and Relational Properties of Atoms in the Democritean Ontology”. El estudio de Mourelatos hace una radiografía de las propiedades atómicas para mostrar la logicidad acumulativa y aglutinante propia de la ontología de Demócrito. Las propiedades intrínsecas son aquellas que los átomos poseen al margen de cualquier referencia a lo externo; no provienen de contextos ni de relaciones con otros átomos. Esas propiedades fundamentales son el “tamaño” y la “forma”. Las propiedades relacionales, en cambio, son propiedades de los átomos que se definen en la medida en que se relacionan con otros. La ontología de Demócrito se articula como una teoría explicativa del mundo a partir de estas segundas propiedades. Gracias a los rasgos relacionales, De- mócrito explica compuestos y, por ende, las realidades macrofísicas.

Sylvia Berryman escribe un breve artículo, “Necessitation and Ex- planation in Philoponus’ Aristotelian Physics”. La contribución de Berryman se basa en dos textos de Sorabji: Philoponus and the Rejection of Aristotelian Science y el célebre Necessity, Cause, and Blame; Berryman intenta mostrar la compatibilidad de la explicación de Juan Filópono acerca de las “mezclas” (mixtures) con la relación aristotélica materia-forma. Frente a la tesis de que “las propiedades de la materia más simple determinan las propiedades más elevadas”, Filópono sostiene que la propia materia no ocasiona dichas propieda- des; son propiedades resultado de la mezcla. Es decir, las propiedades más elevadas de la materia no pueden explicarse, exclusivamente, desde una base material. Esta tesis llama la atención de Berryman.

Según la autora, Filópono afirma que no en todos los casos un cambio en las propiedades inferiores produce un cambio en las propiedades superiores; en otras palabras, las propiedades superiores no siempre varían concomitantemente con las inferiores. Las cualidades que aparecen en la mezcla requieren una explicación que trascienda las solas condiciones materiales. Berryman arguye que la teoría de Filópono puede defenderse en términos de Aristóteles, lo cual, a su vez, revela algunos límites de la visión aristotélica sobre la materia. Desafortunadamente, Berryman no se extiende en la descripción detallada de los límites de la teoría aristotélica de la materia.

El artículo de Berryman es, sin duda, un ejercicio limpio y elegante de exégesis de textos y reconstrucción de argumentos. No obstante, considero que el camino por el cual Berryman llega a su propia con- clusión es excesivamente rebuscado. La teoría de la sustancia de Me- tafísica VII, VIII y IX impele a describir la materia primera (prote hyle) en términos tales que ésta no puede ser el principio explicativo de nada, salvo de la continuidad. Está claro que el principio hegemónico -el que explica las propiedades- es la forma. El bizantino Filópono lee correctamente a Aristóteles al advertir que las propiedades “superiores” no se explican desde la materia. También lo advirtieron comentadores medievales como Tomás de Aquino y Jean Buridan.

En realidad, el corazón del texto de Berryman es la vieja disputa entre las interpretaciones anglosajonas de la materia primera (prote hyle) y las interpretaciones de la tradición continental. Estas segundas aceptan que la materia primera es un sujeto carente de pro- piedades. Se suman, en otras palabras, a la fórmula escolástica: la materia es “neque quid, neque quale, neque quantum”. Esta formu- lación es sibilina, pero la evidencia textual de Metafísica a su favor es abrumadora. Quienes no están dispuestos a reconocer que la mate- ria primera carece de propiedades deben desmontar, previamente, la evidencia textual y, luego, afrontar las consecuencias. Esto es lo que Berryman enfrenta valientemente.

El texto de Sarah Broadie, “A Contemporary Look at Aristotle’s Changing Now”, se ocupa de la disputa que M.E. McTaggart introduce en torno a la distinción entre el ordenamiento temporal y el carácter transitivo del tiempo. El tiempo pareciera encerrar un dualismo en la medida en que, por un lado, puede hablarse de un pasado, de un presente y de un futuro cuyas relaciones son inmu- tables; pero, por otra parte, se puede concebir como algo que se desliza, irremediablemente: un ahora que, inicialmente proyectado, es futuro y a medida que se aproxima es presente, y una vez que concluye se acumula en el pasado. (Una descripción, por cierto, muy agustiniana.) Broadie intenta disipar esta dicotomía situándose más allá de la polémica de McTaggart y los pronunciamientos aristotéli- cos. Broadie afirma que el ahora no ha de entenderse, literalmente, como el límite entre el pasado y el futuro. El “ahora” está fuera de la serie temporal; es el punto de referencia que determina la posición de las cosas en la serie. Los acontecimientos no se encuentran en una perenne relación de antes y después. No existe una serie que abrace el pasado y el futuro, sino que el ahora determina esas posiciones en dos series distintas. El ahora, insiste Sarah Broadie de la mano de Aristóteles, “es siempre diferente y diferente”.

Al leer el brillante texto de Broadie, no pude dejar de lamentarme sobre la escasa difusión de la bibliografía escrita en español sobre el tema. Me vino a la mente, de inmediato, el magnífico -y poco conocido- artículo de Fernando Inciarte: “El instante y los instantes”, recopilado póstumamente en el volumen Tiempo, sustancia, lenguaje. Ensayos de metafísica (EUNSA, Pamplona, 2004, pp. 83- 97), que explora ideas muy similares a las de Broadie.

En “On the Individuation of Times and Events in Orthodox Stoi- cism”, Ricardo Salles diserta sobre la supuesta tensión que Jonathan Barnes diagnostica en la filosofía estoica. Según Barnes, existe una contradicción entre la tesis estoica sobre el eterno retorno y la concepción incorpórea del tiempo. En el estoicismo ortodoxo, el universo recurre en un tiempo diferente con las mismas cualidades y disposiciones. Los tiempos son incorpóreos, pero se distinguen por las cualidades y la disposición de los cuerpos que contienen. La incompatibilidad entre ambas tesis sugeriría una inconsistencia en la filosofía estoica.

Salles disuelve la objeción cuando pone de manifiesto que se trata de un pseudoproblema: de la incorporeidad del tiempo no se sigue que tal tiempo se individualice en virtud de las propiedades de los cuerpos que contiene. Salles sólo saca a la luz los presupuestos que Barnes asume de la filosofía estoica y demuestra, además, cómo -para los estoicos- dos tiempos indiscernibles no tienen por qué ser numéricamente idénticos. Salles concluye su artículo con algunas consideraciones sobre el problema colateral de la concepción estoica de un tiempo sin movimiento.

“Stoic Metaphysics at Rome”, de David Sedley, rastrea la ontolo- gía platónica en el estoicismo romano. Según Sedley, el platonismo revivió las inquietudes metafísicas en los estoicos a la vez que se convirtió en la columna vertebral de las disquisiciones de éstos. Apo- yado en las cartas 58 y 65 de Séneca, Sedley revela su admiración estoica hacia el platonismo. Los estoicos, afirma el autor, no pre- tendieron reemplazar la metafísica de cuño platónico; antes bien la valoraron y la reconocieron como la Metafísica, así, con mayúscula. Las aportaciones estoicas son apenas retoques al sistema de Platón (p.ej., la consideración del tiempo y el vacío como cuasirrealidades, al igual que el lugar y los lektá, son una clara modificación estoica al platonismo). La actitud de Séneca hacia el platonismo no es úni- camente conciliatoria; concede a dicha filosofía un lugar privilegiado, incluso por encima de su propia escuela. Consideración que puede suponerse como la voz de mando de todo el estoicismo (si se tratase de una opinión personal de Séneca, la hubiera callado como lo hizo con temas como la epistemología y la lógica estoica, apunta Sedley).

M.F. Burnyeat cierra la primera parte con “Platonism in the Bible: Numenius of Apamea on Exodus and Eternity”. Burnyeat explica el interés de Numenio en la tradición judía y, en especial, en la figura de Moisés. Para Numenio, afirma Burnyeat, judaísmo y platonismo profesan una misma verdad: el Dios de Moisés halla en la filosofía platónica un vehículo privilegiado de expresión. Cuando Numenio discute el tema de la eternidad, sospecha Burnyeat, tiene en mente el Éxodo y a Moisés.

La segunda parte, conformada por seis nuevos trabajos, está dedicada a los sentidos y a la naturaleza del alma. El primer artículo es de A.A. Long, “Platonic Souls as Persons”. Long indaga la psi- cología platónica e intenta acercarla a la terminología moderna. Con tal propósito utiliza el concepto de psyche como punta de lanza. Long aventura la tesis de que el término psyche, en algún sentido, se aproxima a lo que actualmente connota el concepto de persona. El estudio de Long insiste una y otra vez en que el término psyche se aplica principalmente al ser humano. El resto de los usos de dicha voz son derivados. Así, cuando se habla de la psyche del cielo, se equipara el orden cósmico a la mejor de las vidas humanas. Dicho en palabras sencillas, el analogado principal de psyche es el ser humano. Los demás usos son analógicos. Una hipótesis evidentemente audaz, que requeriría un análisis más minucioso del corpus platonicum.

Sin embargo, Long se percata de que psyche no es equivalente a persona, entre otras razones, porque psyche no significa un principio de individuación del ser humano. La psicología platónica abraza únicamente aquellos rasgos loables del sujeto y, en cambio, hace a un lado un conjunto de características humanas que, al menos en el siglo XXI, no son menos apreciables que el conocimiento propio. Esta segunda hipótesis -que la psicología platónica abraza únicamente los rasgos positivos del sujeto humano- es también audaz y requeriría, en mi opinión, un exhaustivo y extenso análisis de las evidencias textuales en la obra de Platón.

“Aristotle versus Descartes on the Concept of the Mental” es la contribución de Charles H. Kahn al volumen. El texto busca reactivar la teoría de la mente de Aristóteles como marco válido para la discusión contemporánea (poscartesiana) del problema mente- cuerpo. Según Kahn, el problema mente-cerebro sigue planteándose en términos cartesianos: sólo existen dos categorías, lo físico y lo mental. Incluso los detractores del fisicismo asumen a su manera esta categorización cartesiana.

El encanto aristotélico radica, precisamente, en que rompe esta di- cotomía. Kahn habla de Aristóteles como un cuaternista. La filosofía aristotélica de la mente emplea cuatro categorías -y no simplemente dos- dispuestas en una pirámide conceptual: el cuerpo ocupa el ni- vel más bajo. Los otros tres niveles son los diferentes tipos de alma: nutritiva, sensitiva y racional. Como advierte Kahn, la gradualidad del concepto “alma” es una de las pocas herramientas que, de verdad, supera el esquema cartesiano de la res cogitans y la res extensa. La filosofía de la mente aristotélica es la continuación de su concepción del cuerpo: el mundo físico -afirma Kahn- es algo más que objetos sin vida. El mundo físico es la materia para los cuerpos vivientes.

El artículo de Kahn proporciona, en mi opinión, un argumento contundente para traducir el término psyche como alma, siguiendo el ejemplo de la tradición árabe y la escolástica, y no al modo anglosajón, que ha optado por “mente”. Resulta violento hablar de “la mente de las plantas” a pesar de que el aristotelismo no duda en atribuirles un principio que las anima. El texto de Kahn es, en suma, verdaderamente sugerente y provocador.

La segunda parte continúa con el ensayo de Robert Bolton, “Perception Naturalized in Aristotle’s De Anima”. Bolton comienza por analizar el primer capítulo de De anima, donde el Estagirita explica el método que emplea para hacer esta ciencia: la ciencia del alma (psyche). El estudio científico de los estados de ánimo y estados psicológicos exige una explicación basada en las cuatro causas, incluso las causas eficiente y material en la medida en que el intelecto echa mano de la fantasía. Lo que Bolton pretende es subrayar el hecho de que, para Aristóteles, el estudio del alma y los estados psicológicos -incluyendo la percepción y el conocimiento- compete a la ciencia natural. Así, Aristóteles incurre en un estudio naturalista acerca de los estados epistémicos desde el mismo método (pues rechaza otros métodos no científicos, como la dialéctica). Al final, Bolton demostrará que este naturalismo aristotélico, originario, es distinto a lo que actualmente algunos filósofos entienden por ello. Curiosamente, indica Bolton, el naturalismo de Aristóteles es mucho más sofisticado, menos tosco, que las versiones contemporáneas en la medida en que no exige de manera categórica la especificación genuina de las causas eficiente y material en términos exclusivamente materiales.

Con este artículo, Bolton se inserta en la larga tradición de comentadores árabes y escolásticos que entendieron De anima como una parte de la ciencia física, que es la ciencia del movimiento natural, donde el movimiento es entendido en un sentido lato, en el que caben la percepción y el conocimiento.

En “The Spirit and the Letter”, Victor Caston aborda la polémica acerca de la interpretación literal o “espiritualista” de la percepción aristotélica. Por un lado, se encuentra la familia de lecturas literales -entre las que se cuenta la de Richard Sorabji- que suponen que la percepción implica un cambio fisiológico o material en el órgano que percibe. Los espiritualistas, en cambio, encabezados por Burn- yeat, ofrecen una explicación en la que el órgano no se modifica, materialmente, por el objeto percibido, sino que la cualidad de dicho objeto adquiere un estatus intencional en el órgano. Frente a esta dis- yunción -que inicialmente sugiere Burnyeat-, la exégesis de Caston pretende ofrecer una alternativa en la que concede la existencia de un cambio en la percepción sin que éste sea idéntico o una réplica de la cualidad percibida, una solución, por cierto, muy cercana a la que ofrece Franz Brentano.

En “The Discriminating Capacity of the Soul in Aristotle’s Theory of Learning”, Frans A.J. de Haas profundiza en la problemática del aprendizaje en el ser humano. La pregunta como de Haas la plantea, se puede formular en términos semejantes a los que aparecen en el Menón: ¿Cómo es posible ir en busca de nuevos conocimientos si dicho conocimiento no preexiste de alguna manera en el individuo? Aristóteles retoma la pregunta del Menón en Analíticos posteriores I, 1, que es el locus clásico.

De la pregunta del Menón se desprende una aporía: si el cognoscente ya posee el conocimiento, entonces no hay necesidad de que lo adquiera; si, por el contrario, no lo posee, entonces no hay manera de que pueda cribar la información nueva hasta dar con lo que está buscando. ¿Cómo buscar lo que se desconoce? ¿Cómo saber que di- mos con lo que buscábamos si no sabemos algo sobre aquello que buscamos? ¿Cómo reconocerlo?

De Haas, amparado en las fuertes evidencias textuales, identifica los preconocimientos en el alma, que son resultado de la enseñanza y la percepción. No son un conocimiento innato o un preconocimiento olvidado de las formas, son conocimientos previos, burdos, desde los cuales comenzamos las investigaciones.

Esto invita a pensar en dos capacidades psíquicas, a saber, una capacidad discriminatoria perceptiva y otra intelectual. La primera, la disposición del órgano, es la responsable de la receptividad y la discriminación en la percepción. En cuanto a la discriminación intelectual, los conocimientos adquiridos en cualquier etapa del proceso cognitivo son los que determinan la receptividad y la discriminación que constituyen el pensamiento.

Esta segunda parte culmina con el ensayo “Alexander of Aphrodi- sias on the Nature and Location of Vision” de Robert W. Sharples. El autor se basa en el segundo libro del tratado de De anima de Ale- jandro de Afrodisia, también llamado Mantissa. Sharples se centra en los comentarios de Alejandro acerca de la visión. El autor hace notar que la interpretación de Alejandro lleva a concluir que el lugar donde ocurre la visión no es el ojo ni su superficie, sino el corazón. El argumento: las afecciones de los cinco órganos sensibles se trans- miten a lo que Alejandro denomina “el último órgano sensitivo”: el del sentido común, que en la tradición aristotélica se relaciona con el corazón.

La última parte dedicada a la ética se inicia con “Plato’s Stoic View of Motivation” de Gabriela Roxana Carone. La autora se esfuerza por armonizar la concepción platónica de la virtud con la motivación a la postura estoica. Si bien, en primera instancia, pareciera que Platón concede la existencia de apetitos irracionales y admite un cierto carácter motivacional de las imágenes -a diferencia de las tesis estoicas-, tales divergencias son apenas aparentes. En realidad, en la ética platónica, todos los deseos involucran una actitud reflexiva. La tesis de Carone es fuerte. El platonismo converge con los estoicos. Ambos distinguen entre deseos y apariencias, y reconocen que las aparien- cias pueden devenir en deseos sólo cuando el agente que las enfrenta carece de virtudes sólidas. Por el contrario, en el caso del hombre virtuoso, las apariencias son apariencias: no impelen al sujeto a nada. El hombre virtuoso, por ende, es un hombre reflexivo y armónico, no un reprimido. Las apariencias no escinden su interioridad, no lo impulsan equivocadamente; simple y sencillamente, las apariencias le aparecen como tales.

Marcelo Boeri estudia el caso del incontinente en la filosofía estoica en “The Presence of Socrates and Aristotle in the Stoic Account of Akrasia”. Akrático es quien, a sabiendas de lo que es bueno, elige actuar de manera contraria. En Platón y, más sofisticadamente, en Aristóteles, el problema se puede reescribir en términos de un conflicto motivacional: un choque entre impulsos contrarios que provienen de distintas partes del alma. Boeri rastrea la polémica en el estoicismo temprano. La incontinencia, en este marco, se vuelve un asunto aún más enredado, pues los estoicos suscriben una postura monista del alma y, por si fuera poco, no dedican un tratamiento sistemático al problema. El monismo estoico les impide solucionar la incontinencia al modo de Platón y de Aristóteles, solución espléndidamente ilustra- da en la alegoría del carro alado. El problema es que el alma estoica no es un carro compuesto de “partes”.

Boeri defiende la posibilidad de plantear la cuestión en términos estoicos argumentando que, no obstante el intelectualismo de esta corriente, la akrasia admite ser presentada en términos de distintos niveles de asentimiento. El hombre virtuoso es aquel que tiene epis- téme y, por ello, asiente en sentido fuerte a determinada proposición que lo compele a actuar de acuerdo con su predicado. En cambio, el incontinente posee un conocimiento doxástico sobre la misma propo- sición, es decir, cree saber, pero no suscribe plenamente el enunciado y, así, sus acciones no siguen el predicado. Se trata de una solución ingeniosa que, por cierto, también Aristóteles exploró en la Ética nicomaquea.

Continuando con los ensayos éticos, Mary Margaret McCabe pre- senta su trabajo “Extend or Identify: Two Stoic Accounts of Al- truism”. La investigación nace de la pregunta: ¿por qué debemos actuar en favor de otros? El egoísmo espontáneo y natural del ser hu- mano es la premisa de la que parte McCabe. A la luz de tal supuesto, el altruismo puede tomar una de dos formas: i) actuar por el bien de otro siempre y cuando no interfiera con mi propio beneficio (o desee hacerlo), o bien ii) priorizar el bienestar de los otros por encima del propio, hasta el punto en que, en una situación de conflicto, se prefiera el curso de acción que redunda en un beneficio ajeno. De entrada, McCabe hace notar que, desde el estoicismo, el altruismo se antoja como algo natural en el hombre, quien está naturalmente dispuesto a la convivencia social. Con todo, McCabe piensa que el estoicismo no da cuenta cabal de este supuesto altruismo.

La autora analiza las dos estrategias estoicas para explicar el altruismo. Una, la de la extensión, invita al ser humano a pensar en todo lo externo como una extensión propia, como él mismo, como algo suyo. En la segunda estrategia -denominada de identificación-, el agente piensa al otro como si fuera él mismo. Se trata, entonces, de poner el altruismo en términos de un egoísmo extendido o de un principio de imparcialidad. McCabe, al final, advierte que ambas estrategias, aunque estoicas, son excluyentes entre sí.

El texto de Christopher Gill, “Competing Readings of Stoic Emotions”, resulta sumamente atractivo, pues recrea un debate entre su interpretación acerca de las emociones en el estoicismo y la lectura de Richard Sorabji. Christopher Gill esboza la reconstrucción que Sorabji hace de la teoría estoica de las emociones. Sorabji -aduce Gill- asume una postura intelectualista. Según Sorabji, Crisipo constituye el extremo en el cognitivismo, mientras que Posidonio es menos contraintuitivo, más afín a la ciencia moderna. Sorabji se muestra escéptico respecto de la utilidad terapéutica del estoicismo y de los al- cances psicológicos de esta corriente. Gill, en contraposición, sugiere una lectura más holística acerca de la concepción de la personalidad que, combinada con una visión naturalista del mundo, da por resultado una versión menos intelectualista que la de Sorabji.

El artículo de A.W. Price, “Were Zeno and Chrysippus at Odds in Analysing Emotion?”, aborda la aparente disputa entre Zenón y Crisipo en torno al estudio de las emociones. Price, aplicando el principio de caridad, sostiene que la discrepancia entre uno y otro es culpa de Galeno. Zenón, según reporta Galeno, identifica las emociones con movimientos psicofísicos que asisten a los juicios. En cambio, Crisipo identifica las emociones con los propios juicios. Price defiende, en contra de lo dicho por Galeno y de la opinión de Sorabji, que en realidad el conflicto se reduce a un problema de enfoque, y no a un desacuerdo real.

Brad Inwood, en “Seneca on Freedom and Autonomy”, señala, de la mano de Susanne Bobzien, que el concepto de libertad no siempre formó parte del debate entre el determinismo y el libre albedrío. El estoicismo temprano distinguía entre la libertad y “aquello que de- pende de nosotros”. En realidad, piensa Inwood, Epicteto fue quien vinculó ambas nociones. La libertad, inicialmente, era un concepto político.

Inwood se concentra en cuatro aspectos de la libertas en Séneca (primer filósofo cuyo marco conceptual estaba delimitado por el latín, y no por el griego): a) en su relación con la muerte, b) como compo- nente de la sabiduría, c) su conexión con la aceptación del destino, y d) sus implicaciones en la filosofía de la naturaleza estoica. Finalmente, Inwood pone de relieve -quizá de una manera apresurada- las semejanzas entre el pensamiento estoico de Séneca y el del historiador judío Josefo.

M.W.F. Stone cierra el volumen con un estupendo ensayo llamado “Moral Philosophy and the Conditions of Certainty: Descartes’ Morale in Context”. Lo que hace Stone -reproduciendo una práctica común de Richard Sorabji- es mostrar que la hebra va unida a la madeja: la moral cartesiana es incomprensible sin su contexto. Stone recrea el debate en torno de la filosofía moral de Descartes, enfocán- dose, específicamente, en la certeza acerca de los juicios morales. Las tesis cartesianas al respecto, sostiene el autor, son poco novedosas a la luz de otros pensadores modernos. Descartes se suma a una larga lista de filósofos que pretendieron el avance moral con el progreso de las ciencias. Las aportaciones de Descartes son apenas esbozos de un añorado sistema moral perfecto, pensando al modo de las ciencias duras.

En suma, detrás de cada uno de los textos que Ricardo Salles compendió en Metaphysics, Soul, and Ethics in Ancient Thought se respira la influencia de Richard Sorabji. El volumen logra, a todas luces, su cometido: mostrar que Sorabji es una figura clave de la literatura sobre filosofía antigua en el siglo XX

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