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Crítica (México, D.F.)

versión impresa ISSN 0011-1503

Crítica (Méx., D.F.) vol.42 no.125 Ciudad de México ago. 2010  Epub 12-Mayo-2020

https://doi.org/10.22201/iifs.18704905e.2010.875 

Notas bibliográficas

Sílvio Mota Pinto, Escepticismo del significado y teorías de conceptos

Pablo A. Fuentes1 

1Universidad Andres Bello, Facultad de Humanidades y Educación, Departamento de Artes y Humanidades pfuentes@unab.cl

Mota Pinto, Sílvio. Escepticismo del significado y teorías de conceptos. Manríquez, Laura. trad., Anthropos: México, 2009. 271p.


La discusión en torno al escepticismo semántico -reinstaurada en la escena filosófica actual gracias a la interpretación de Saul Kripke en torno a Wittgenstein- ha entregado en el transcurso de esta última década un par de volúmenes compilatorios que bien merecen ser calificados como lectura obligatoria para quien pretenda enfrentar un problema filosófico genuino como el de la normatividad de los signos. El libro que es objeto de esta reseña es una de las escasas contribuciones en español en torno a dicho problema y tiene el mérito particular de situar dicha discusión en el contexto más amplio de la teoría de conceptos. Escrito originalmente en inglés, el libro es una extensión meditada y fecunda del trabajo de tesis de doctorado que el autor realizó hace algo más de una década en el King’s College de Londres, bajo la dirección de los profesores James Hopkins y David Papineau.

En términos generales (y exceptuando, quizás, el capítulo segundo, que puede ser leído como un anexo exegético-histórico), el libro transita por una línea reflexiva continua, contribuyendo con una panorámica nítida y nada superficial, idónea para quien pretenda obtener una visión clara acerca de lo que realmente está en juego cuando hablamos de “escepticismo del significado”. Las tesis centrales que el autor defiende no son muy controversiales, salvo cuestiones exegéticas precisas que apuntaré más adelante. De hecho, la tesis fundamental del libro parece bastante razonable: una teoría de conceptos satisfactoria debe ofrecer una explicación de la normatividad del significado (debe insertar, como desideratum de su evaluación, las condiciones del desafío escéptico que Kripke ha atribuido a Wittgenstein). Para dar sustento a esta idea, el autor se aboca a una labor en parte exegética, en parte evaluativa. Por una parte, pretende mostrar que aun cuando la naturaleza de los problemas que examinan Kripke y Wittgenstein sea idéntica, las soluciones propuestas por uno y otro autor difieren considerablemente: mientras que Kripke ofrece una solución comunitarista, Wittgenstein propone lo que Mota Pinto denomina “interpretacionismo de tercera persona”, una postura situada como solución intermedia dentro del abanico filosófico realista y antirrealista que los capítulos centrales del libro examinan con un grado suficiente de profundidad. Por otra parte -y cumpliendo con la agenda filosófica más original del libro-, el autor pretende dar contenido a la idea del desideratum normativo, sometiendo a examen una muestra ejemplar de teorías de conceptos y promoviendo la explicación metasemántica ofrecida por Christopher Peacocke en sus estudios sobre conceptos.

El problema en torno al significado que el autor examina se articula a partir de una motivación usual en los escepticismos de orden filosófico: acusar la imposibilidad de justificar una adscripción determinada a partir de una base finita de datos. Esto en razón de que siempre es posible formular una hipótesis divergente alternativa, respaldada por la misma evidencia disponible. En el caso específico del escepticismo semántico, la adscripción en cuestión atribuye a un sujeto (S) el uso normativo de un signo determinado para significar tal y cual. Ante dicha atribución, el desafío escéptico insta a citar un hecho que, por una parte, constituya la comprensión por parte de S del signo en cuestión y, por otra, que justifique la adscripción semántica objeto de examen. Kripke formula la cuestión mediante una sencilla operación aritmética que contiene un signo para referir a una función usual (“+” para adición), pero que por hipótesis jamás ha sido resuelta anteriormente por S con los números específicos contenidos en ella. Siendo la matemática un dominio infinito, el reto escéptico se emplaza aludiendo a una función aritmética alternativa (“⊕” para referir a cuadición), la cual queda definida como adición para los números con los que S ha tenido expertise, pero de otra forma alternativa para números más grandes. De este modo, el desafío consiste en citar un hecho que ofrezca garantías constitutivas y epistemológicas de que por “+” S quiso decir adición y no cuadición: un hecho que (i) constituya la comprensión por parte de S de que un determinado signo quiere decir tal y cual, y que (ii) justifique la creencia de S de que él mismo está usando el signo en un sentido determinado y no en otro.

La síntesis que el autor expone en el primer capítulo del libro se focaliza en este doble aspecto del problema, para luego ofrecer algunas aclaraciones acerca de cómo estas dos condiciones se compaginan en torno a la cuestión de la normatividad lingüística. Se ofrece entonces una revisión de dos soluciones alternativas a la demanda escéptica: (i) la propuesta disposicionalista (que enfrenta objeciones con respecto al carácter finito de las disposiciones humanas y el carácter descriptivo de la explicación propuesta), y (ii) la que atribuye al hecho en cuestión un carácter irreductible (que enfrenta objeciones similares con respecto a finitud y otras con respecto a su indefinición epistemológica). Es destacable que el autor logre elucidar, en un número reducido de páginas, la formulación escéptica de Kripke en contrapunto con la wittgensteiniana, mostrando con bastante claridad que ambas constituyen formulaciones alternativas de un mismo problema. Particularmente instructivas resultan las consideraciones en torno a Wittgenstein, parte donde el uso de las fuentes es muy preciso y acotado. Distinto es el caso del capítulo 2, que tiene el propósito de extender las consideraciones en una veta más histórica o genealógica. Y es que, si bien las tesis del autor parecen en buena medida correctas, el capítulo transita algo superficialmente por una variedad de textos, sin lograr ahondar mayormente en las analogías propuestas. Teniendo como punto de partida una revisión histórica del Wittgenstein del periodo intermedio, desemboca en una especie de anexo sobre el escepticismo semántico de Quine y su conexión con el de Kripke-Wittgenstein. El capítulo no tiene la rigurosidad del que lo precede. No es que las conexiones sean infundadas (existe, de hecho, una bibliografía abundante al respecto, que el autor ha preferido omitir). El problema es, más bien, que la conexión se establece de modo muy débil, en ausencia de una documentación más extensa y una aproximación más reflexiva. El resultado es que el libro de Mota Pinto preserva una mejor línea reflexiva, mucho más nítida y compacta, si se omiten estas consideraciones históricas y se pasa directamente del capítulo 1 a los capítulos 3 y 4, que es donde se desarrolla el examen crítico de las posturas realistas y antirrealistas en torno al significado.

El capítulo 3 evalúa tres enfoques realistas: los de Colin McGinn, Scott Soames y Paul Horwich, basados alternativamente en las nociones de capacidad, disposiciones complejas y regularidades de uso. En lo que atañe al primero de estos autores, la principal objeción de Mota Pinto es que la noción de capacidad no logra diferenciarse sustantivamente de la noción de disposición ni en el nivel constitutivo ni en el nivel epistemológico. Tampoco parecen adecuadas la noción de irreductibilidad y la epistemología de primera persona mediante las cuales McGinn intenta contrarrestar el desafío escéptico, pues en la medida en que no se ofrezca una explicación más sustantiva de la noción de capacidad mental y su asociación con habilidades infinitas de reconocimiento, el realismo de McGinn quedará expuesto a las mismas objeciones que Kripke originalmente dirigió en contra de un disposicionalismo simple. En este sentido, la segunda propuesta en revisión parece más promisoria: Soames pretende hacer más complejas las disposiciones al punto de poder plantear una versión robusta de disposicionalismo que constituya una respuesta efectiva al problema de Kripke, al menos en su dimensión constitutiva (la única donde es posible, según Soames, contrarrestar el reto escéptico). La síntesis de Mota Pinto en este punto es muy valiosa, pues reduce a unos cuantos argumentos las distintas aristas de la propuesta que Soames presenta en dos extensos artículos. Básicamente, la exposición se despliega sobre dos ejes evaluativos: la interpretación de Soames sobre Kripke y su propia respuesta al problema escéptico. En cuanto a lo primero, Mota Pinto contrapone tanto objeciones de orden exegético (Soames no parece advertir la mutua dependencia de las condiciones epistemológicas y metafísicas tal como las presenta Kripke), como reparos en torno a la concepción inferencial de acceso epistemológico que utiliza Soames. En cuanto a la segunda cuestión (las disposiciones complejas como determinantes metafísicos), Mota Pinto pone en duda la supuesta coextensionalidad entre la base de superveniencia y los hechos de comprensión. Y en este punto la demanda parece desplazarse razonablemente hacia el lado de Soames: se necesitan más o mejores argumentos para sostener la superveniencia de hechos de comprensión en hechos disposicionales. Finalmente, la propuesta de Horwich sale al paso de la interrogante constitutiva apelando a un subconjunto básico de regularidades de uso sin variantes relacionales, en cuyos cimientos están la aceptación de oraciones y los patrones inferenciales. Esto con el fin de obtener no sólo una concepción deflacionista de la comprensión lingüística, sino además una caracterización no semántica y no intencional de dicha comprensión, motivaciones que Mota Pinto pone en tela de juicio, apelando nuevamente al problema de la dimensión normativa y la inadecuación del carácter no intencional y no semántico propuesto por Horwich para los fines de una justificación epistémica.

Del lado antirrealista, el capítulo 4 hace una revisión meditada de la idea kripkeana de que no hay hechos en el nivel individual que sean expresión genuina de los enunciados de atribución semántica. Como lo muestra el autor, la motivación de esta idea es a la vez deflacionaria y comunitarista: los supuestos hechos semánticos ostentan una inaccesibilidad epistémica de primera persona que sólo sería subsanable mediante una apelación directa a una comunidad de hablantes, la cual operaría como marco de corrección atributiva en términos de afirmabilidad. Si bien la concepción bajo examen ha sido tratada exhaustivamente por la abundante bibliografía en torno a escepticismo semántico, la exposición de Mota Pinto ofrece una inspección que destaca por su claridad y precisión. Una contribución particularmente significativa es el examen que el autor ofrece de las posturas temprana y tardía de Crispin Wright, por ser este un autor bastante representativo de las revisiones a las que se ha sometido el antirrealismo contemporáneo. De hecho, creo que el capítulo 4 se puede leer tomando como eje central la síntesis y crítica de Mota Pinto sobre dicho autor. Con respecto a su primera etapa, Mota Pinto pone en relación el comunitarismo de Wright con las posturas de Kripke y Dummett, estableciendo que una lectura justificacionista de la objetividad del significado queda en mejor pie que un disposicionalismo comunitario. Esto en razón de que la postura del primer Wright es atendible sólo en el caso en que contemos exclusivamente con dos enfoques filosóficos alternativos: el de la comunidad o el del individuo. Puesto que este último representa el realismo de primera persona que es blanco de las consideraciones wittgensteinianas, sin duda tiene cabida la opción comunitarista promovida por Wright a inicios de los años 1980. Sin embargo, Mota Pinto acusa un reduccionismo en la gama de posibilidades supuesta por Wright. Más específicamente, el autor sugiere la posibilidad de un término medio entre el realismo de primera persona y el comunitarismo. Y en este punto la objeción de Mota Pinto parece válida. Es curioso, empero, que el autor no califique explícitamente la postura del segundo Wright -unas cuantas páginas más adelante- como una postura que entra en el rango de ese término medio, siendo que esta segunda versión antirrealista ya no es declaradamente comunitarista ni, por supuesto, cartesiana. Más aún: si bien la síntesis del segundo Wright que Mota Pinto propone es muy valiosa, hay algunos aspectos del pensamiento de Wright que la exposición del capítulo 4 no advierte en toda su dimensión y alcance. Es cierto que el análisis de Wright nos puede dejar “con la sensación de que algo importante quedó sin explicación” si no se advierte que el carácter de la propuesta renuncia a los usuales patrones de justificación y preserva la autoridad del individuo en prescindencia de los esquemas de rastreo epistemológico independiente que supone el paradigma cartesiano. La clave aquí parece ser la reposición del concepto de significado dentro de un esquema de justificación no detectivo que concede al individuo la declaración constitutiva de sus intenciones semánticas, y con ello, su autoridad. Y eso da cabida justamente al término medio que Mota Pinto reclama. Con todo, si bien es razonable que la discusión merece un tratamiento más detallado que el que el autor se puede permitir en un capítulo dedicado al antirrealismo en sus distintas versiones, me parece que las objeciones de Mota Pinto al programa del segundo Wright parecen bastante menos contundentes que las que él mismo ofrece en el capítulo precedente sobre las respuestas realistas a la demanda escéptica.

Dificultades similares se proyectan sobre la línea argumentativa trazada en el penúltimo capítulo del libro, donde el autor presenta lo que él considera la postura genuina del Wittgenstein tardío (la cual ilustraría de modo ejemplar la posición intermedia sugerida en el capítulo anterior). Dos cuestiones aquí parecen elementales: (i) la cuestión más exegética de cómo leer a Wittgenstein (Mota Pinto propone una exégesis inspirada en la noción davidsoniana de interpretación radical), y (ii) la cuestión más sistemática de si dicha postura (concediendo que la exégesis propuesta sea adecuada) es más apta para enfrentar la demanda escéptica. Mota Pinto es optimista con respecto a (i) y (ii); me permito, en lo que viene, expresar algunas dudas.

En cuanto a la cuestión exegética: sin duda hay buenos motivos para compaginar las tesis davidsonianas sobre interpretación radical con algunas consideraciones wittgensteinianas sobre la naturaleza de la comprensión lingüística. Mota Pinto no está solo en esto: él mismo declara la gran influencia del trabajo de su tutor Jim Hopkins (hay otras contribuciones más recientes e igualmente valiosas que hubiesen sido de utilidad para Mota Pinto). Con todo, el trabajo del autor es pulcro y la evidencia textual que utiliza para sus propósitos logra hilar coherentemente la similitud sugerida. Es sólo que, dada la versatilidad y la diversidad de los textos wittgensteinianos, la exégesis propuesta no parece más convincente que la lectura comunitarista promovida por Kripke. Mi parecer es que para ello se requieren más argumentos que los que el autor ofrece. Un ejemplo de esto es que mientras que en un apartado del capítulo anterior (4.3) el autor expone evidencia textual según la cual Wittgenstein no suscribe completamente una postura comunitarista, en el capítulo 5 se omite la evidencia textual que haría lo mismo con relación a una postura interpretativa. Si bien es cierto que las secciones finales del capítulo 1 hacen mención al parágrafo 201 de las Investigaciones (y esto con el fin de clasificar la crítica de Wittgenstein a la “concepción interpretativa de primera persona”), la omisión de éste y otros parágrafos en el contexto del capítulo 5 es poco favorable, en tanto no se ofrezcan pruebas sustantivas de que la noción de interpretación está restringida, en la crítica de Wittgenstein, al ámbito exclusivo de la primera persona. Me parece que toda la estrategia de la interpretación variada con que Wittgenstein construye el ejemplo de seguir una serie (y Kripke su demanda escéptica por un hecho para descartar “cuadición” como hipótesis alternativa) se expande a un radio que no es de ningún modo inocuo para el intérprete de tercera persona, pues queda claro que dichos ejemplos no muestran que el seguidor de reglas carezca de un criterio de corrección: es que el intérprete no lo tiene. Y ése es el sentido de la paradoja escéptica: no estamos en posición, en cuanto observadores externos, de despejar una hipótesis alternativa para una aplicación prima facie familiar. Para que una práctica sea interpretable en un sentido y no en otro (como de hecho el mismo Mota Pinto lo concede), el intérprete debe compartir un marco de prácticas concordantes. Esto quiere decir que la condición de posibilidad de la interpretación es la concordancia en las prácticas. Y esto no es otra cosa que las prácticas comunitarias a las que Kripke alude en su interpretación comunitarista de Wittgenstein.

No es que estas consideraciones constituyan una prueba decisiva en contra de la asimilación sugerida por Mota Pinto. Es sólo que la exégesis propuesta se debería acompañar de una explicación acerca de cómo entender afirmaciones tan categóricas como las del parágrafo 198 de las Investigaciones: “las interpretaciones solas no determinan el significado”. Con todo, creo que la mejor opción hubiese sido liberar a Wittgenstein de una postura positiva definida y utilizar sus distintas aristas críticas como basamento de las variadas alternativas que el autor examina (incluyendo, por supuesto, la interpretativa de tercera persona), para luego evaluar sistemáticamente cuál de éstas responde de mejor modo al reto escéptico (pace Wittgenstein). Lo que me lleva al segundo punto (la adecuación de la postura interpretativa de tercera persona para enfrentar la paradoja escéptica), y a un diagnóstico más o menos similar: si bien se logra articular una exposición coherente, no creo que haya argumentos suficientes para preferir la postura interpretacionista por encima de la de Wright de fines de los años 1980. La razón ya ha sido apuntada más arriba: si lo que se busca es una postura que se sitúe en un término medio entre el realismo de primera persona y el comunitarismo, la de Mota Pinto no parece una mejor opción que la de Wright. Al menos no hay argumentos sustantivos para conceder a su tesis interpretativa (sea ésta fiel o no a Wittgenstein) más consistencia que la de Wright. Al parecer se requieren más argumentos.

Finalmente, el capítulo 6 se propone dar contenido a la línea más reflexiva del libro, proyectando la discusión sobre escepticismo semántico en el ámbito de la teoría de conceptos. La tesis que el autor defiende es clara: las condiciones normativa y epistemológica que se han utilizado como ejes de la discusión precedente constituyen los desiderata para una teoría de conceptos satisfactoria. Esto impone una exigencia filosófica explícita a dichas teorías: ofrecer una explicación acerca de qué constituye la adquisición y aplicación conceptual, la cual sea sensible a los aspectos normativos y epistemológicos de la comprensión lingüística. Para defender esta tesis, Mota Pinto comienza ofreciendo una caracterización compacta y muy bien lograda del papel de los conceptos en la explicación de la acción intencional humana dentro del marco de la teoría psicológica folk. Mostrándose escéptico ante la tentativa de reducir los estados mentales con contenido conceptual a sus papeles funcionales, el autor prescribe una descripción de las actitudes proposicionales que sea filosóficamente reveladora con respecto a las relaciones entre los contenidos conceptuales y los patrones racionales del comportamiento humano intencional. A partir de este punto se despliega una evaluación de las teorías de conceptos planteadas alternativamente por Jerry Fodor y Christopher Peacocke, las cuales representan dos concepciones ejemplares de estas últimas décadas.

En relación con el primero de estos autores, Mota Pinto sintetiza de modo muy claro las tesis centrales de la teoría representacional de la mente que presupone su teoría de conceptos, precisando además las cinco condiciones que dicho marco impone a la noción de concepto, y la proyección crítica que esto tiene sobre las teorías tradicionales (definicional, prototipos y la teoría-teoría). Prescindiendo de los supuestos básicos de una teoría representacional, Mota Pinto procede a efectuar algunos ajustes razonables sobre las condiciones descritas, para luego caracterizar de modo bastante claro la posición nómica de Fodor. Según ésta, el vínculo referencial entre conceptos y propiedades mundanas se establece sobre la base de una necesidad metafísica, siendo una teoría científica verdadera el garante epistémico para la relación normativa entre los conceptos primitivos (los de clase natural, por ejemplo) y las respectivas propiedades. Como dicha explicación alude a nociones modales, Mota Pinto allana el terreno para establecer dos críticas más o menos sustantivas contra la teoría de conceptos de Fodor. Por una parte, se presenta la objeción de que el nivel subpersonal que supone el lenguaje del pensamiento de Fodor es inadecuado para sostener los conceptos tradicionales de conocimiento y justificación que reclama la condición epistemológica, no habiendo razones independientes para rechazar esta última. Por otra parte, Mota Pinto acusa los compromisos metafísicos robustos que conlleva la posición de Fodor, avistando la posibilidad de otras concepciones alternativas, metafísicamente “menos onerosas”.

Una de dichas concepciones es la propuesta metasemántica que Peacocke elabora en su A Study of Concepts, y es a la que Mota Pinto dedica las últimas páginas del libro. Según el autor, el enfoque de Peacocke tiene el mérito de minimizar los compromisos metafísicos, en cuanto el concepto de verdad que utiliza como noción explicativa es más simple que los de esencia, designador rígido y necesidad metafísica utilizados por Fodor. Si bien los argumentos para evidenciar dicha simplicidad no parecen tan decisivos, los últimos dos apartados del libro logran resumir de modo bastante claro la concepción neofregeana que el enfoque metasemántico representa. Como muy bien se muestra, Peacocke sostiene que un ingrediente constitutivo de los conceptos son sus condiciones de posesión, las cuales describen disposiciones inferenciales específicas, que a su vez se clasifican en constitutivas o colaterales (la distinción es de inspiración dummettiana). Con base en esta distinción, Peacocke formula una teoría de la determinación del valor semántico a partir de las condiciones de posesión y de cómo es el mundo en aspectos relevantes para el concepto. Esto establece estándares de verdad de las creencias como normas de referencia, lo cual convierte dicho patrón en una norma de uso. La pregunta que debe enfrentar Mota Pinto es, entonces, si dicha norma conceptual satisface las condiciones del escepticismo del significado. Lamentablemente, en este punto la exposición parece perder rigor y el autor se precipita por una línea bastante menos crítica y reflexiva que la prometida. Ilustrativo de esto es que las páginas finales omiten un análisis crítico sustantivo de la posición de Peacocke en torno al autoconocimiento de la comprensión, y sólo se ofrece -en palabras del propio autor- “una descripción muy resumida” de ello. Presumiendo ser el capítulo más reflexivo y original del libro, me parece que el autor no debería haber economizado en sus argumentos. Interesante hubiese sido, por ejemplo, considerar las mismas apreciaciones de Peacocke en torno al problema del seguimiento de reglas y las aparentes incompatibilidades que dichas consideraciones presentan con respecto a su A Study of Concepts.

Por otra parte, es evidente que hay similitudes entre las variantes epistemológicas de Peacocke y las del segundo Wright, y una inspección más cuidadosa habría dado un contenido reflexivo más fecundo a esta parte final del libro. En vez de ello, el lector puede llevarse la impresión de que simplemente se eludió un análisis más contundente y que donde era pertinente una línea argumentativa más definida, el autor se limita a ofrecer una descripción más o menos trivial de las propuestas examinadas, insistiendo en que una posición intermedia entre el realismo cartesiano y el comunitarismo antirrealista de Kripke es lo más adecuado para enfrentar las demandas escépticas en torno al significado.

El resultado es una exposición que en su línea más elemental es correcta y bastante instructiva, sobre todo para comprender las aristas normativas y epistemológicas de un problema central de la filosofía del lenguaje como es el escepticismo del significado. Se suma el mérito de ofrecer una aproximación crítica bastante clara en contra de las posturas realistas y antirrealistas, aunque los argumentos no son tan favorables como el autor pretende en lo que toca a la exégesis interpretacionista de Wittgenstein. En cuanto a la proyección del problema hacia el ámbito de la teoría de conceptos (que es donde el autor podría ofrecer una reflexión más fecunda y genuina), la impresión general es que aún hay trabajo intelectual por hacer. Y sería sin duda muy valioso que el mismo Mota Pinto complementase dicha labor en el futuro.

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