Introducción
La herencia respecto a la razón que nos legó la época moderna, con una intensidad cada vez más acentuada, ha sido una especie de constricción que autolimita su actividad. La certeza decisiva de cualquier conocimiento se funda, de hecho, sobre la posibilidad de comprender la funcionalidad y utilidad de la materia, a partir de su estructura matemática, y sobre su única posibilidad de verificación, en cuanto a la verdad o falsedad de su contenido, mediante la experimentación.1 Esto ha provocado un eclipse de la razón, parece haberla tensado hacia una forma de realización únicamente técnica e instrumental, ofuscando, de esta manera, la inquietud del hombre que, al quererse comprometer seriamente con la verdad, se ve rodeado de límites culturales que le dificultan actualizar las demás posibilidades olvidadas de su razón. Ésta, así contraída, juzga difícil la consideración holística de la realidad cuya pretensión de certeza sea posible, y relega varios de sus campos al arbitrio subjetivo de cada hombre. Este reduccionismo de las posibilidades de la razón humana contrasta con las vastas posibilidades que se concebían durante la época medieval. Por otra parte, la excesiva preocupación por la estructura de la máquina del pensamiento en la época moderna -con el fin de establecer sus límites estrictos- menoscabó la aproximación a la realidad de las cosas de las que era capaz y que propiciaban su interés por la comprensión cierta de lo supraindividual, de lo que está allende uno mismo y suscita el estupor de la contemplación y el compromiso con el ser auténtico de las cosas.
La reflexión filosófica nos auxilia con su peculiar sentido crítico para evaluar satisfactoriamente el statu quo de las cosas, de manera que plateemos seriamente los interrogantes propios de quien busca conocer lo que está en la raíz, como sustento o presupuesto, y sus implicaciones en tanto se acepte o defienda. Este ejercicio ya comporta, ciertamente, una ampliación de lo que cabe hacer con la razón y, si se despliega con la guía adecuada, al verse secundada, obtiene como premio una renovada seguridad en su potencia, soslayando en simultáneo la ingenua pretensión de la omnipotencia intelectual. Con este fin, acudimos al genio del Aquinate, en busca de un horizonte más amplio para nuestra razón; lo hacemos inquiriendo en su pensamiento precisamente lo que él entendía por ciencia. Tomaremos, sobre todo, la epistemología contenida en la cuestión primera de la Suma Teológica, donde Santo Tomás expone algunas características y presupuestos de la ciencia, para probar el carácter científico y sapiencial de la teología, lo cual se complementará, allí donde fuere oportuno, con la doctrina de los proemios a sus comentarios de algunas obras de Aristóteles y otras de sus exposiciones.
Condiciones limítrofes del saber científico
Para Santo Tomás, el punto de partida de cualquier doctrina es el ser,2 por la convertibilidad que concibe entre ens y verum; el ser aprehendido, en relación con el entendimiento, si es correspondiente con su realidad, se dice verdadero. No se trata de una sentencia lógica sobre la cual se construye una determinada gnoseología, sino de una constatación metafísica sobre la necesidad de acercar la razón al ser extramental -y el indispensable sometimiento a su realidad- como base para cualquier conocimiento que se pretenda verdadero. Esta doctrina de Santo Tomás, algunas veces manipulada -apunta Felipe Mendoza-3 es del todo necesaria para encuadrar correctamente su concepción sobre la ciencia, aun cuando con ella queramos responder planteamientos contemporáneos, pues sin la presencia del esse tomístico en la discusión, ninguna epistemología se le puede atribuir a nuestro doctor.
La siguiente condición del conocimiento, si ha de ser científico, es que no puede concluir en una definición, pues “toda ciencia necesita suponer del sujeto qué es”.4 Esto se entiende a la luz de la epistemología aristotélica, que define a la ciencia como conocimiento por medio de la causa propia por la que una cosa es de determinada forma5 -y no cabe ser de otra manera-, sus principios y elementos.6 La búsqueda de la causa propia, el eslabón final del proceso ordenado que sigue el científico desde las primeras causas y principios hasta las causas próximas,7 es objeto de uno de los cuestionamientos derivados de los cuatro tipos de investigaciones que expone Aristóteles al inicio de la segunda parte de Segundos analíticos: la pregunta το διοτι, que busca la razón propia (propter quid) por la que un sujeto existe con determinados atributos, se comporta como causa apropiada que posibilita, como después veremos, la distinción entre las ciencias.8 Esta pregunta es, lógicamente, posterior a otras tres expuestas por el Estagirita: 1) si el sujeto simplemente existe o no, 2) de qué naturaleza es, y 3) si el sujeto existe o no de un modo particular.9 La ciencia, pues, necesita la definición de su sujeto (pregunta 2) como supuesto suyo, busca un conocimiento a nivel propter quid, lógicamente posterior al conocimiento de qué es de la cosa. La definición, al implicar la abstracción de cualquier ser singular, sin hacer exclusión de ninguno de ellos,10 apela a la comunidad existente entre los singulares de una misma especie o género; por lo que la búsqueda de la realidad radical propia y adecuada que le da origen (causa)11 requiere desarrollarse al mismo nivel de abstracción, sin darle tratamiento específico a lo singular,12 aunque se funde sobre ello.13
La tercera condición es lo que cabe considerar como objeto de la argumentación científica. Siguiendo a Aristóteles, el Aquinate expone que las ciencias no argumentan para probar sus principios, pues precisamente de tales principios se parte para demostrar otras cosas que se ordenan a su propio sujeto.14 Superior a la ciencia, encontramos la inteligencia de sus principios, que “se comporta como principio y medida de todo discurso científico”,15 cuyo contenido o es indemostrable respecto a la ciencia que origina -pero son conclusiones de una ciencia superior- o es absolutamente indemostrable por ser origen de la ciencia más alta. Los indemostrables de manera absoluta son, por su misma naturaleza, infalibles, pero no son sujeto de ciencia, son una luz superior reflejada sobre todo conocimiento humano que use el discurso racional para su construcción y pretenda establecer conclusiones apodícticas. Aunque son lo más evidente per se, a nosotros no nos resultan en un principio claros, por la debilidad de nuestro entendimiento.16 Queda entendido, sin embargo, que esta debilidad no significa la imposibilidad de captarlos, Santo Tomás alude a la perfectibilidad de nuestro conocimiento de las cosas y de sus principios. Tampoco cuando afirmó que ningún filósofo pudo investigar a la perfección la naturaleza de una mosca parecería poner en entredicho la labor científica,17 el Aquinate se muestra escéptico de la posibilidad de conocer las esencias de las cosas, como apunta Ceferino Muñoz, dentro del contexto de su apologética frente a un incrédulo, “está mostrando que el intelecto humano es imperfecto, no en el sentido de que no es la facultad de la verdad, ya que es plenamente intelecto, sino que en tanto espíritu encarnado se va perfeccionando en la verdad en el decurso de la historia”.18
El sujeto de la ciencia
La primera acotación de una ciencia es su subiectum, “aquello en torno a lo cual gira todo el quehacer de tal ciencia”19 y que comprehende todo su tratamiento.20 Para entender esta relación, Santo Tomás compara la dupla ciencia-sujeto con facultad-objeto. Hace constituir el objeto aspectualmente, es decir, desde el punto de vista peculiar (aspecto) bajo el cual determinada facultad considera todo.21 Esta ratio desde la cual se considera la realidad y que constituye propiamente el objeto de una facultad, nos permite entender el sujeto de una ciencia fundamentalmente como formalidad más que como sujeto material, es decir, no sólo se trata de aquella realidad que se pretende conocer, sino que entraña también la ratio o aspecto que se conoce. Es como la consideración última, incluso en medio de la multiplicidad de cosas abordadas, desde donde se entiende determinada realidad de cosas.
Los principios de la ciencia y la sabiduría
La dependencia de la ciencia en sus principios es una doctrina aristotélica que Santo Tomás asume para exponer lo que constituye el carácter científico de un saber. La labor deductiva de la ciencia descansa, de hecho, sobre la evidencia de determinados conocimientos (principia) de donde se parte, a modo de premisas, para obtener una conclusión22 que especifique aquello que estaba virtualmente contenido en ellos;23 por eso, sin principios anteriores desde los cuales la razón proceda no puede existir ciencia.24 La especificación de tal virtualidad, para nuestro pensador, causa el progreso científico, siempre que sea una nueva manifestación de los principios no concebida anteriormente.25 Estos principios, en cuanto a su evidencia, son de dos tipos: 1) per se nota o 2) proporcionados por una ciencia superior.26 En el primer caso, tenemos principios indemostrables, pues no son conclusiones de la deducción científica, sino que se fundan en la aprehensión intelectual (epagogé) que no admite proceso discursivo. En el otro caso, se trata de principios que son referente de una ciencia considerada inferior dentro del catálogo de las ciencias, son demostrables, no para la ciencia en cuestión, sino para la ciencia superior a ella.27
Relacionada con los principios, la sabiduría no es una categoría del conocimiento paralela o ajena a la ciencia, sino que, como expone Aristóteles en la Ética nicomáquea,28 es la inteligencia de los principios sumada a la labor deductiva (ciencia) por la que se especifica su virtualidad. Al igual que en la ciencia, la sabiduría también está diversificada según la causa desde la cual se considere cada cosa concreta, siendo más sabio quien aluda a la causa más alta.29 Sin embargo, Santo Tomás parece restringir el concepto propio de sabiduría a la doctrina que tiene principios propios no dados por alguna otra ciencia,30 esto significa que ésta sería la cúspide de la concatenación entre las diferentes ciencias, cuyos principios, indemostrables por la claridad de su evidencia, serían no sólo relativamente sino de manera absoluta (principia prima).
La unidad de una ciencia
Para analizar la doctrina sobre la unidad de una ciencia, nos detendremos en el artículo 3 de la primera cuestión de la Summa. La primera objeción está tomada de Aristóteles, donde asevera que la unidad de una ciencia pende de la unicidad del género de su sujeto.31 Como ya había expuesto Santo Tomás, el sujeto de cualquier ciencia no está referido a una realidad amplia e indeterminada a la cual se extiende su actividad -objeto material-, sino que está fuertemente signado por la formalidad particular con la cual se considera tal realidad -objeto formal-. Si bien, las diferentes ciencias, en general, tratan variedad de cosas de la realidad, lo que las unifica es su ratio formalis, el aspecto desde el cual conoce cada una de ellas.32 En dado caso de que las materias abordadas por determinada ciencia pertenezcan a géneros diferentes, no hay para Tomás contradicción con la sentencia aristotélica, pues el sujeto no se define por los objetos materiales que trate la ciencia, sino por la formalidad a la que hemos aludido. Incluso más, si bien cada materia requiere un tratamiento adecuado a su entidad, posibilitando así la diversificación de las razones formales dentro de una misma ciencia, nada impide, dice el Aquinate, que ellos mismos sean considerados, en analogía con las facultades, por una razón formal más universal.33
Tipos de ciencias y doctrina de la subordinación
Santo Tomás establece, en la primera quæstio de la Summa Theologiæ, tres criterios para tipificar las ciencias: según el modo de conocer, según la procedencia de la evidencia de los principios y según el fin que persiguen. Respecto al primero, para el Aquinate, al igual que para Aristóteles, la ciencia entendida como hábito procede uniformemente sobre cualquier realidad de la que pretenda dar cuenta científicamente. No obstante, el acceso científico a ella, incluso de la misma cosa, puede lograrse desde diferentes aristas que, si bien coinciden en la conclusión -obtenida en todos los casos deductivamente-, se diversifica por los datos de los que parte la deducción. La ilación entre este punto de partida y la conclusión es la modalidad propia del proceso deductivo que responde a una determinada ratio cognoscibilis que varía las ciencias.34 El ejemplo aducido por Tomás es la conclusión de que la Tierra es redonda, cuya deducción viene de lo abstracto -matemáticas- por parte del astrólogo, mientras el físico lo hace de lo concreto -materia-. Con este criterio, las ciencias se organizan en una jerarquía que tiene en cuenta la abstracción, siendo superiores las que abstraen enteramente según la razón desde la materia sensible (pure mathematicae) e inferiores las que aplican los principios matemáticos, obtenidos por las superiores, a la materia sensible (scientiae mediae).35 La mayor certeza de las primeras respecto a las segundas se debe al acceso de las ciencias intermedias a la materia, cuya mutabilidad causa incertidumbre.36
El segundo criterio toma en cuenta la procedencia de la evidencia de los principios de cada ciencia. La primera fuente de evidencia es la luz del entendimiento natural -ex principiis notis lumine naturali intellectus- y la otra es la luz de una ciencia superior -ex principiis notis lumine superioris scientiae-.37 Como se puede colegir, este criterio organiza jerárquicamente las ciencias, tomando en cuenta que las que reciben sus principios de otras pueden reducirse a las que obtienen la evidencia de sus principios por la luz del mismo entendimiento. Estas serían ciencias superiores respecto a las primeras, no por la rigurosidad de su proceder metodológico, sino por la capacidad de dar cuenta de sus principios sin recurrir a una ciencia diferente.
El tercer criterio es el fin o término de una ciencia. De acuerdo con esto, asegura Tomás, las ciencias pueden buscar sólo el conocimiento del género de su sujeto -llamadas precisamente especulativas- o intentar su constitución -las ciencias prácticas-.38 En cuanto a las ciencias especulativas, son superiores las que tienen mayor certidumbre o aquellas en las que el sujeto sea más digno; mientras que entre las prácticas son superiores las que orientan hacia el fin más alto.39 Entre estas dos ciencias, Santo Tomás recupera un argumento aristotélico sumado al pensamiento de los padres, en especial de San Gregorio Magno y San Agustín, para establecer algún tipo de superioridad. Esto, como tal, no lo trató en términos epistemológicos, sino antropológicos, pues es superior lo que conviene al rasgo más propio del ser humano, su racionalidad, cuyo objeto es la verdad. Por eso, el pensador no aludió a una superioridad de lo especulativo respecto a lo práctico, sino de la vida informada por la contemplación (vita contemplativa) sobre la vida vertida en las obras exteriores (vita activa). Si bien, cada una de ellas tiene sus estratos propios de organización, entre ellas se da una subordinación en tanto lo más alto de la vida contemplativa en el hombre necesita de la obra de lo más alto de la vida activa, pues ésta permite la purificación de las pasiones cuyo sosiego facilita la contemplación.40 Este componente antropológico nos permite posicionar la discusión sobre la noción contemporánea de ciencia en nuestra pretendida ampliación de lo que es la razón humana, más allá de sus posibilidades técnicas, al recuperar al hombre como sujeto y procurador de la ciencia, en quien la especulación o la práctica se hace vita.41
Asimismo, tomando en cuenta la misma imbricación entre ciencia y el sentido de la vida humana, Santo Tomás usa un criterio más de tipificación de la ciencia que podemos denominar soteriológico. Este criterio lo expone en sus Collationes in decem præceptis, donde mienta tres tipos de ciencias necesarias para la salvación del hombre: 1) la ciencia de lo que debe creer, 2) la ciencia de lo que debe desear y 3) la ciencia de lo que debe hacer.42 Estas tres ciencias son estrictamente necesarias para que el hombre alcance su salvación, idea no sólo con densidad teológica -incluso filosófica-, sino profundamente existencial, que da origen a los interrogantes más profundos del hombre, que abren la puerta a la verdad, la esperanza y la virtud. Es de notar que lo que encierra esta división responde a nuestras inquietudes sobre el enclaustramiento hermético de varias dimensiones de la realidad en el arbitrio subjetivo del ser humano, pues lo que cabe creer, esperar o hacer puede ser sujeto de ciencia que, según la mirada de Santo Tomás, requiere un procedimiento ordenado, que descubra sus primeras causas, principios y elementos constitutivos.
Por último, nuestro doctor, apoyado en la tipología aristotélica de la ciencia, arboriza las ciencias a la luz del atributo ordenador de la razón.43 De su capacidad de contemplar el orden o constituirlo se despliegan las ciencias especulativas, las lógicas, las morales y las técnicas o fabriles. En cuanto a las primeras, la razón no hace un ejercicio de ordenamiento propiamente dicho, sino que su constitución requiere que el orden le anteceda como presupuesto, es un orden contemplado en las cosas de la naturaleza (1). Las ciencias lógicas, en cambio, se dan cuando la razón ordena sus propios actos al pensar (2); las morales, cuando estudia los actos de la voluntad (3); y las técnicas cuando establece orden en los actos exteriores al hombre, de los cuales él, como productor, es la causa (4).44
Respecto a las ciencias especulativas (1), Santo Tomás realiza una tripartición de acuerdo con el nivel de abstracción de la materia con la que se relacionan. En primer lugar, la absoluta independencia de la materia, ya sea porque nunca se dan en la materia (Dios, sustancias separadas) o porque no lo están universalmente (sustancia, potencia, acto, ente), dan lugar a la metafísica. De las que dependen de la materia según el ser, pero no según la razón -aquellas que en su definición no entra la materia sensible, aunque no se pueden dar sin ella-, se ocupa la matemática. Finalmente, las que dependen de la materia -secundum esse- y sin ella no se pueden definir -secundum rationem- pertenecen a la filosofía de la naturaleza (física),45 cuyo objeto es el ente móvil, del cual se estudia el movimiento y su principio y, posteriormente, se aplica a determinados entes móviles,46 de esta manera se despliegan diversas ciencias según el tipo de movimiento de los cuerpos estudiados (movimiento local, transformación, transmutación, movimiento de los inanimados y movimientos de los animados).47
A la ciencia lógica (rationalis scientia) (2), Santo Tomás la entiende como arte, cuando excede la actividad introspectiva de la razón en sí misma, por lo que, como apunta J. M. Felipe Mendoza, “en tanto ciencia se dice especulativa y en cuanto arte se dice operativa”.48 Se divide según las operaciones del intelecto: idea (indivisibilium intelligentia), juicio (intellectus componens et dividens) y razonamiento (ratiocinandi).49 Este último estudia el silogismo simpliciter y las diferentes especies de argumentación, graduadas según alcanzan la verdad con necesidad. Si no es posible que se dé defecto en la verdad, la razón ha actuado con necesidad y ha construido un silogismo demostrativo del cual la ciencia adquiere certeza.50 En cambio, existen tres actos restantes en los que se alcanza normal, pero no necesariamente, la verdad,51 de los cuales se estudian los silogismos probables, los que engendran cierta sospecha (suspicio quædam) y los que producen sólo una estimación (sola existimatio).52 La última especie de estudio de esta ciencia considera el fallo por defecto en alguno de los principios observables en el razonamiento.53 El orden de esta ciencia se despliega sobre el itinerario por el cual la razón se aleja paulatinamente del error y, por ende, se acerca con más certeza a la verdad.54
También en la ciencia moral (3), adoptando la división de Aristóteles, Santo Tomás especifica tripartitamente sus ramas, al considerar el grado de los tipos de actos que estudia. El estudio de los actos de un hombre según su fin funda la ética (monastica), que enfatiza la relación personal del hombre con su fin más elevado; el de los actos de la multitud doméstica, la economía, cuyas relaciones son también referidas al fin supremo, asumiendo las relaciones interpersonales del seno familiar; y el de los actos de la multitud civil crea la política,55 cuyo contenido es la relación cívica de la comunidad consigo misma.56 En cuanto a la ciencia lógica, la moral la asume, en cierto sentido, como fundamento, “en razón de su colaboración en la distinción de lo bueno y lo malo”.57
De esta división, finalmente, el Aquinate considera las ciencias fabriles o factivas (4) que pertenecen a las artes mecánicas, cuyo orden la razón intenta realizarlo no tanto en la acción humana, sino en el producto que de ella emerge, por ello están directamente relacionadas con las cosas exteriores.58 Aún rebasando al hombre como tal, las diversas ciencias fabriles, en su invención de nuevos entes, no escapan del dominio moral de la acción humana, se deben considerar subordinadas a los principios de la scientia moralis, por la cual la operación humana concuerda con el bien moral como su fin propio.
Podemos sintetizar que toda ciencia inferior tiene principios dados de las superiores,59 de allí que no estén habilitadas para probar sus principios ni para defenderlos, para su realización necesitan del auxilio de la ciencia inmediatamente superior de quien los recibió.60 Además, en la mayoría de los criterios de tipificación expuestos, la certeza muestra ser un atributo propio de la superioridad de cualquier ciencia;61 sin embargo, esta certeza se va graduando, no respecto a los principios intuidos, sino debido a su descenso más pronunciado hacia lo contingente. De la última división del apartado anterior de nuestra exposición, el hilo conductor respecto al hombre, que normaría una integración entre los distintos tipos de ciencia, es el bien, pues el bien discernido (1) y aprehendido como fin (2) exige ser realizado libremente en la propia vida del ser humano (3) y en lo que éste produce o crea (4). Por otra parte, en Santo Tomás encontramos una elegante concordancia entre rigor científico, certeza y sentido de vida. Su visión de la felicidad como la contemplación de Dios -un acto intelectual que reclama y requiere amor- da la posibilidad de vislumbrar el sentido del conocimiento desde el término hacia el cual tiende como perfección. Por eso, las dimensiones de la realidad que abarca la ciencia son mayores a las que concebimos actualmente, pues no marchan en pos de una realización técnica, sino antropológica.
Últimas consideraciones
No creemos que se deba renunciar a la convicción de que una ciencia requiere rigor en su método y certeza en su contenido para hacer posible la ampliación de los sujetos que caen bajo su consideración. Hemos visto que para Santo Tomás de Aquino esta exigencia científica no se logra sólo con la ciencia misma, sino que requiere presupuestos y principios sobre los cuales ejercitarse racionalmente. Por eso, una ciencia enclaustrada epistemológicamente -entiéndase la figura- no puede responder a las inquietudes humanas si no se permite ubicar en la trama de toda experiencia humana y sus principios. Nos parece que es precisamente la dificultad de entender los principios lo que ha empequeñecido la labor científica, no en cuanto a sus resultados técnicos o doctrinales, sino en su capacidad de apelar al hombre en su búsqueda de sentido.
Previo a la ampliación de lo que se puede hacer ciencia, requerimos una especie de purificación intelectual que facilite la captación de principios que, como exponía Santo Tomás, son lo primero en la evidencia per se, pero lo último evidente para nosotros. Nos parece que para ello serviría la promoción del hábito contemplativo -que tiene que ver más con la inteligencia que con el raciocinio- para que, al captar y gozar la verdad en sus principios, seamos capaces de extraer de sus fuentes las riquezas siempre nuevas de su virtualidad.
Ahora bien, como toda forja de hábito, la ciencia requiere de ensayo, error y paciencia en el esfuerzo constante. Es cierto que hay materias que de suyo no admiten una sentencia terminativa para abolir todas las posibles complicaciones por siempre, pero esto no debe orillarnos a claudicar en la reflexión seria y científica sobre las realidades, que por hoy se encuentran carentes de relación y comunidad y, por tanto, negadas de objetividad. De hecho, la tesis adecuacionista de la verdad en Santo Tomás, que nos impele a buscar extramentalmente el esse de las cosas para concebirlas en su verdad en nuestra mente, sostiene tanto la necesidad de exactitud -para todo sujeto de estudio científico- como de relación. Por la constitución misma del ser humano, “el estudio de los entes físicos revela los entes no- físicos”,62 lo cual nunca llegaremos a atisbar si nos volvemos incapaces de acoger la amplitud de la realidad que nos rodea y nos impele a trascenderla. La ciencia, sin embargo, exige un particular ejercicio de la razón, que hace renunciar a la mera opinión para alcanzar el conocimiento verdadero de las cosas. Esta exigencia se renueva en cada científico y lo inserta en un estado de intensa toma de consciencia de la relación tensional entre el ente y él mismo,63 que, según Tomás, lo haría interiorizar sobre su misma capacidad racional y escalar hacia lo que está más allá de sí y del mundo. La consecución de lo que ambiciona con grandeza la ciencia de hoy, desde esta mirada, pende de la ruptura del hermetismo racional en que poco a poco nos asfixiamos.










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