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Revista de historia de América

versión On-line ISSN 2663-371X

Rev. hist. Am.  no.163 Cuidad de México jul./dic. 2022  Epub 27-Feb-2024

https://doi.org/10.35424/rha.163.2022.1974 

Artículos

Sobre la condición posnacional en la historiografía contemporánea

About the post national condition in contemporary historiography

Guillermo Zermeño Padilla* 

*El Colegio de México, Ciudad de México, México. Correo electrónico: gmoz@colmex.mx


Resumen

En este ensayo se ofrece una relectura de las relaciones historiográficas entre España e Hispanoamérica. Se trata de saber hasta qué punto se han modificado las relaciones culturales entre ambas partes tomando en cuenta la reconfiguración de la geopolítica mundial y la historiografía recientes. En principio se busca la respuesta a partir de una contrastación matizada entre el hispanismo representado por Marcelino Menéndez Pelayo y Rafael Altamira, dominante todavía hacia 1970; y su desvanecimiento progresivo a causa de las crisis políticas, económicas y culturales de los años siguientes, enmarcadas por lo que se conoce como globalización. La entrada en este nuevo escenario ha puesto en entredicho el peso de toda clase de nacionalismos, localismos, nativismos o etnocentrismos dominantes en el periodo anterior. En particular los cuestionamientos se concentran en los modos de enfocar las relaciones entre lo propio y lo ajeno, lo de adentro y lo de afuera, lo actual y lo ya sucedido o podría devenir. Para ejemplificar lo segundo se alude a la experiencia historiográfica realizada alrededor de la red de Iberconceptos situada ya en un periodo posfranquista y posrevolucionario.

Palabras clave: civilización hispánica; historiografía; teoría de la historia; globalización; Iberconceptos

Abstract

This essay offers a new reading about the historiographical relation between Spain and Latin America. It is about knowing to what extent the cultural relations between them have been modified. This considering the recent reconfigurations of world geopolitics and historiography. In principle, the answer is sought from a nuanced contrast between Hispanism represented by Marcelino Menéndez Pelayo and Rafael Altamira, still dominant around 1970; and its progressive fading due to the political, economic, and cultural crises of the following years, framed by what is known as globalization. The entry into this new scenario has questioned the importance of all kinds of nationalism, localism, nativism, or ethnocentrism dominant in the previous period. In particular, the questions points to the ways of focusing on the relationships between what is one's own and what is foreign, what is inside and what is outside, what is current and what has already happened or could become. To exemplify the latter, reference is made to the historiographical experience carried out around the Iberconceptos network already located in a post-Francoist and post-revolutionary period.

Key words: Hispanic Civilization; Historiography; History theory; Globalization; Iberconceptos

Uno

No hace mucho me encontraba en la ciudad puerto de Santander, en la provincia de Cantabria, España, disfrutando de una estancia de enseñanza e investigación; Santander, la patria de un prócer de la literatura y de la historiografía hispanoamericana. Estaba envuelto, se podría decir, por el espíritu de don Marcelino Menéndez y Pelayo (1874-1912), santo laico de la intelectualidad hispanófila, enterrado en la mismísima catedral de la ciudad. Sin haberlo previsto del todo, de alguna manera Santander me condujo a mis inicios como estudiante de historia allá por los años de 1970. En aquel tiempo todavía se distribuía entre los estudiantes la obra de don Marcelino sobre los Heterodoxos Españoles. Puedo recordar entonces que en esos años estaba aún vigente un cierto hispanismo historiográfico en el ámbito universitario que sugería que como mexicanos, nuestra entrada natural a la historia y a Europa era a través de la península ibérica. No olvido tampoco que en esos años de mediados de los setenta estaba teniendo lugar también la revolución de los claveles en Portugal (1974) y el final del régimen franquista (1975). Así, durante mi recorrido y entrada en Europa pude constatar un cierto desfase entre mis lecturas ya un tanto anacrónicas sobre la historia de España con respecto a los sucesos de aquellos días. Estaba en marcha lo que ahora se conoce eufemísticamente como la transición a la democracia, o entrada en un periodo abiertamente poscolonial.

Además, puedo añadir que la transmisión de una cultura hispanófila y la recepción de don Marcelino no encontró en aquellos años un suelo tan fértil para germinar. Dominaba entonces en la historiografía el interés en el estudio de las revoluciones, en particular la revisión del fenómeno del nacionalismo revolucionario mexicano. Dicho examen no excluía necesariamente su elogio crítico, más aún se detectaba la expansión de su sombra a través del boom historiográfico de la historia regional o redescubrimiento de la revolución en sus múltiples variables regionales.

Me remito a estas anécdotas sólo para intentar situar el tema complejo que trato de desarrollar, relacionado con mi interés en clarificar el momento historiográfico en que nos encontramos, en particular en cuanto a las relaciones historiográficas entre España y la América ibérica. ¿Cómo se han modificado las relaciones culturales entre ambas partes tomando en cuenta la reconfiguración de la geopolítica mundial y la historiografía en las últimas cuatro décadas? Trataré de responder a esta interrogante a través de la contrastación entre el hispanismo representado por un Menéndez Pelayo, dominante desde mi punto de vista hasta los años setenta, y la aparición de un nuevo escenario marcado por la mundialización o globalización que tiende a desvanecer el peso de lo nacional en la manera de enfocar las relaciones históricas de y entre nuestros países, y abre nuevas perspectivas para comprender nuestros pasados. Para ejemplificar lo segundo pretendo hacer algunas reflexiones complementarias relacionadas con el proyecto de Iberconceptos, del cual he formado parte activa desde el año 2004.1

Dos

Como sabemos el proyecto historiográfico representado por don Marcelino es el de aquella España postimperial surgida de la crisis de finales del siglo XIX, la de la generación de 1898, pero también la de la restauración de 1870 que afectó los estudios universitarios, y la manera de entender la historia. Al respecto existen dos figuras cardinales, sin ser exclusivas, que han dejado su huella en México y en otros países de América Latina en cuanto a la configuración de una cierta política historiográfica que influyó durante el proceso de profesionalización de la disciplina de la historia en el siglo XX. Uno es el ya mencionado don Marcelino, y el otro es el historiador Rafael Altamira.

Es claro que no se pueden meter a ambos en un mismo saco. Uno es gente de letras y defensor de un cierto catolicismo,2 y el otro es un jurista e historiador y liberal declarado, miembro de la Institución Libre de Enseñanza surgida en la década de 1870, defensor y propagador de la libertad de cátedra y del estado laico. No obstante las diferencias, se puede decir que ambos comparten la defensa de un proyecto cultural hacia Iberoamérica traducido en el diseño y escritura de una grande y nueva historia de la civilización hispanoamericana. Es decir, se trata de un proyecto crítico y revisionista de las formas anteriores, hecho con base en los principios más rigurosos del método científico. Asimismo, un proyecto que recoge y está en deuda con los letrados de la “ilustración católica” del siglo XVIII, y que intenta llevarlo hasta sus últimas consecuencias en cuanto a su ambición enciclopedista de no dejar nada fuera y de realzar las particularidades de esta civilización de raíces hispánicas, comparada con otros casos, como el francés, alemán o británico. En esta obra sin duda Altamira y Menéndez Pelayo están en completo acuerdo. Esto se hace ostensible en la correspondencia entre ambos, en especial a raíz del viaje de Altamira a América Latina en 1910 con ocasión de la celebración del centenario de las independencias.3

En la correspondencia entre ambos de 1909/1910 a raíz del viaje de Altamira que duró diez meses por tierra americanas, autor que por cierto acababa de publicar su libro España en América, éste aparece como representante de un “nuevo patriotismo” con la misión de fortalecer “la fraternidad hispanoamericana” (AaMP, 7jun1909). Tras el gran éxito de su empresa a su regreso Altamira le dice a Marcelino Menéndez Pelayo que él también debía sentirse reconfortado en su “españolidad” (espíritu español) por la buena acogida recibida en suelo americano, muestra esperanzadora de “la vitalidad de la civilización creada por nosotros” (AaMP).4 En ese sentido ambos comparten un tipo de patriotismo y orgullo español frente al espejo iberoamericano, y nutre el desafío de descifrar no sólo el propio enigma español, sino también el de los americanos (MPaA 10jun 1909).5

Tres

Cuando Rafael Altamira estuvo en México tenía 43 años y fue invitado especial del entonces ministro porfirista de Instrucción Pública, Justo Sierra, para celebrar el centenario de las independencias de los países hispanoamericanos; pero también venía auspiciado por la Universidad de Oviedo donde era catedrático desde 1897. Llegó en diciembre de 1909 desde Nueva York, y en enero y febrero de 1910 dictó 19 conferencias en diversos centros culturales de la capital. Justo Sierra asistió a cuatro de ellas y aprovechó para conversar con Altamira sobre su proyecto de nueva universidad de México. La mayoría de las charlas fueron impartidas en la Escuela Nacional de Jurisprudencia y en el Colegio de Abogados. La impartida en el Museo Nacional versó sobre los “Principios de la ciencia histórica”. Es significativo que antes de regresar se reuniera con el grupo del Ateneo de la Juventud (al que pertenecían jóvenes escritores como Alfonso Reyes y José Vasconcelos) así como realizó el discurso de recepción de otro de los miembros que será figura intelectual a partir de 1920, el futuro filósofo, Antonio Caso.

Esa vez Altamira visitó México y otros países del continente americano como una suerte de ministro de cultura plenipotenciario de una España que no hacía mucho había perdido sus últimos dominios coloniales en esas tierras, y que intentaba restablecer y fortalecer sus vínculos con estas naciones a partir de nuevos presupuestos políticos, filosóficos e historiográficos. Por ello necesitaba dejar atrás el triunfalismo y el chauvinismo español esgrimido durante el siglo XIX, sorteando asimismo el difícil camino de la leyenda negra y de la idea de “decadencia”. Al respecto Altamira estaba convencido de que los estudios históricos podían cumplir una función de gran relevancia en el acercamiento entre los pueblos, siempre y cuando se ejerciera el oficio de historiador con el rigor de un juez imparcial que, provisto de un método analítico riguroso, impartiera justicia sobre el pasado de las naciones, y develara sus aciertos y sus fracasos. De acuerdo con Altamira la Historia era “un arma peligrosa en manos de gentes irresponsables, y mal intencionadas”, y que al “desvirtuar la verdad” podían generar un estado de opinión favorable a las “enemistades entre pueblos y, a veces, como consecuencia la guerra misma”. Así, concebía la historia como un medio para la concordia y reconciliación entre los pueblos.

A su regreso del viaje fue nombrado Director o Inspector general de la Escuela primaria, puesto que abandonó en 1913 para desarrollar su trabajo desde 1914 hasta 1936 en la Universidad Central de Madrid y como director del Seminario de Historia de las Instituciones Civiles y Políticas de América en el Centro de Estudios Históricos de Madrid, creado en 1910.6 En buena medida este proyecto historiográfico está en deuda con las reformas universitarias e historiográficas alemanas del siglo XIX, mediadas también por su recepción francesa después de 1870, y plasmada en el campo de la metodología histórica, por ejemplo, en el manual de introducción a los estudios históricos de los historiadores Langlois y Seignobos, quienes a su vez habían abrevado en el manual alemán de Ernst Bernheim (Lehrbuch der historischen Methode und der Geschichtsphilosophie). En ese contexto, la historia para Altamira era un instrumento ideal para vincular a España con sus antiguos dominios, partiendo de bases filosóficas nuevas. En cierto modo su concepción de la historia apuntaba a hacer realidad aquel proyecto kantiano de la construcción de una historia en sentido cosmopolita, en este caso, relacionada con los pueblos de civilización hispana.7

Este es el marco general en el que se observa la ampliación de las fronteras de la historia política y militar tradicionales y se aspira a integrar al modo de la synthese histórica de Henri Berr para Francia, otros factores múltiples: ambientales y geográficos, de economía y de ideas, de la cultura y las condiciones materiales de vida, incluyendo las “vicisitudes de las masas”, y así poder dar cuenta del espíritu específico de cada uno de los pueblos iberoamericanos. Incluso, su talante modernista se refleja en su sensibilidad para sustituir las viejas ilustraciones de los libros escolares por imágenes fotográficas, en su opinión, mucho más capaces para transmitir el realismo o verdad cruda que se esperaba de la historia. Así durante su viaje y después como director de seminario Altamira transmitirá a sus estudiantes latinoamericanos hasta 1936 el proyecto de una historia integral de la civilización española, en la que se reflejarán cada uno de sus elementos. Se trate “de libros docentes o del intento de dar a conocer la vida pasada y presente de la humanidad al gran público, ya no cabe que en ellos falte ningún elemento de los que componen el dinamismo pleno de los individuos y colectividades”,8 escribió Altamira en 1948. Es una idea, como se puede ver, en que se advierte la convergencia con otros proyectos afines como el francés de Hippolyte Taine, y más tarde por aquellos años, el de Fernand Braudel de una historia total.9

Cuatro

En ese primer viaje que renovó a la Universidad Nacional y sentó las bases de una historiografía dirigida a acabar con el diletantismo y amateurismo historiográfico, se piensa a la historia como un oficio capaz de trascender las viejas inquinas políticas y sectarias, para establecer un discurso no ideológico, imparcial, capaz de servir de enlace de encuentro y concordia entre las naciones. Conocemos lo que vino después: el estallido de la Revolución Mexicana en 1911 y la primera gran guerra que acabó de trastornar los cimientos de la llamada civilización cristiana occidental y el ascenso de los movimientos fascistas y autoritarios, con el estallido de la guerra civil española, que hasta la actualidad sigue dividiendo a la sociedad española. La historia se hizo añicos y muchos de sus portadores se vieron obligados a irse al exilio, para seguir masticando el enigma de la historia española, como fue el caso de Altamira al encontrar en México un refugio en 1945, y la oportunidad de dar continuidad a su proyecto gracias a la mediación de su discípulo mexicano, Silvio Zavala, basado en la libertad de cátedra y la defensa del rigor científico en la investigación del pasado, realizado en forma de seminarios a la alemana.10

Son algunas de las condiciones y principios que van a dar cuerpo a la creación de El Colegio de México y, en particular, al Centro de Estudios Históricos en 1941, a cargo de Silvio Zavala, uno de los discípulos latinoamericanos predilectos de Altamira. Nos recuerda Silvio Zavala:

Cuando en la década de 1930 estudiaba en la España de la República, tuve la fortuna de asistir a las clases que impartía en la Universidad Central de Madrid don Rafael Altamira, en su cátedra de “Historia de las instituciones políticas y civiles de América”. Allá nos encontrábamos estudiantes de los diversos países de Hispanoamérica y Filipinas con los de las regiones españolas... Y las enseñanzas que recibíamos trataban de las varias partes del mundo del Caribe y del Continente Americano... Nos encaminábamos así al que el eminente colombiano don Eduardo Santos llamaría más tarde el patriotismo continental. Este alimentaba nuestro interés por la propia nación y las demás de Iberoamérica, y nos permitía alegrarnos de los progresos que cada parte iba alcanzando, así como de la calidad de sus manifestaciones de pensamiento, letras y artes que integraban el patrimonio común.11

En efecto, Altamira llegó a México a finales de 1945, y al año siguiente, durante el segundo semestre, impartió un curso intitulado: “Orientaciones para el estudio de la historia”, permaneciendo ahí hasta su muerte en 1951.12 Visto en conjunto, el exilio español, producto de la interrupción de la vida republicana, tiene un impacto directo antes del mismo exilio como formador de historiadores hispanoamericanos, e indirecto por el legado historiográfico que dejó después de su muerte que se resume en el proyecto de una historia de la civilización hispanoamericana realizada a partir de las bases de la filosofía moderna, de cuño kantiano, adosadas por su traducción en la escuela metódica francesa. Su introducción en México señala en mi opinión no la salida del subdesarrollo historiográfico en el que supuestamente se encontraba el país, sino tan sólo los inicios de la profesionalización de la historia o instalación de un espacio para la producción en serie de historiadores encargados de construir y conservar la memoria legítima de la nación.

Uno de los últimos textos publicados durante su estancia en México antes de morir deja ver en qué consiste la formación de esta nueva escuela de historia. Toma la idea del seminario alemán en el que se adiestra a los jóvenes como aprendices bajo la batuta de un maestro. La idea que engloba a esta formación es la del artesano con su connotación gremialista y jerárquica. La influencia de este modelo no se circunscribió al Colegio de México, ya que Zavala estaba vinculado estrechamente también a la Comisión de Historia del Instituto Panamericano de Geografía e Historia.13

Sintetizando, la profesionalización del historiador puede verse así como una campaña contra el autodidactismo y diletantismo, apoyada en la idea del método de la historia o escuela metódica. Se trata de restaurar la confianza perdida en una identidad fracturada, y para ello el mejor remedio consistía en la creación de instituciones disciplinarias. Esta concepción científica de la historia no oculta su valoración como instrumento de la reforma pedagógica y educativa de la sociedad y de sus individuos, esperando que los historiadores comuniquen a través de sus obras los nuevos valores republicanos a la ciudadanía en general.

Por otro lado, buena parte de la historiografía producida desde entonces se teje alrededor de la pregunta por el origen de Iberoamérica, a partir de la mezcla de las dos culturas, la americana o autóctona y la española, de la que surgiría una tercera cultura mestiza, ni criolla ni indígena, avalada por los movimientos de independencia del siglo XIX, relatos que constituyen una épica nacionalista predominante hasta hoy en día. Algunas obras relevantes de Zavala y de otros historiadores y filósofos o literatos se preguntan por el origen de nuestras desgracias y sobre todo de nuestro atraso frente a las corrientes dominantes del momento, por el desciframiento de los enigmas modernos de ambas partes, aunque ahora a partir de una relación fracturada, debida al impacto producido por la guerra civil española, de un lado, y por el establecimiento del consenso de la unidad nacional del periodo de la revolución mexicana, por el otro lado.

Sin embargo, tengo la impresión de que este proyecto entra en crisis hacia la década de 1970, tanto que en ese momento fui incapaz de dedicar tiempo a los libros de don Marcelino sobre los heterodoxos españoles. E ironía del destino que 40 años después me encuentro disfrutando de una cátedra que lleva el nombre de uno de los representantes del exilio republicano español “Eulalio Ferrer”, publicista santanderino exitoso en México amparado por el régimen de la Revolución Mexicana, que como indiano generoso quiere regresar algo de lo logrado a su lugar de origen, creando las condiciones que ahora estoy disfrutando, de esta estancia en Santander; una herencia republicana del exilio que me permite, y esa es la otra parte de la paradoja, reencontrarme con aquella imagen espectral de Marcelino Menéndez Pelayo, hermano intelectual de Altamira, hermanados alrededor de la historia, desde una tradición católica, el uno, y desde una tradición liberal y laica, el otro.

Cinco

Me encuentro a comienzos del siglo xxi de nuevo con ambos, pero situado ya en otro momento historiográfico, marcado por el fin de las utopías modernistas, en el que el futuro proyectado por el anterior hispanismo representado por ellos, y asumido por otros tantos historiadores e intelectuales latinoamericanos, ha dejado de tener el peso de antaño. Existe un presente sin futuro, del día a día, en el que apenas si se puede proyectar el año siguiente, en un presente marcado por la incertidumbre. No es que se trate de una experiencia completamente nueva, pero sí en cuanto al optimismo del periodo anterior en el que se buscaba en la historia la posibilidad de reducir la incertidumbre del futuro, e incluso de maniatarlo intelectual y conceptualmente. Al grado que si revisamos la cultura de aquellos años no faltan las predicciones de un futuro al alcance, estimable o detestable. Domina el presente, ya no se espera de la historia que sea luz o anticipación de lo que todavía no es. Y aquí paso a la segunda parte de mi exposición en relación con el proyecto Iberconceptos.

El México posrevolucionario de la “unidad nacional” instituyó que al margen de la ideología política podía establecerse “la verdad de la historia de México” por medio de un mismo “método”. Así el historiador profesional se perfila como el “héroe” capaz de separar el estudio del pasado de las pasiones del presente para narrar lo que realmente sucedió.14 La recepción del modelo defendido por Altamira fraguado a fines del siglo XIX, sin embargo, contiene algunas paradojas no resueltas. La siguiente generación heredó no una obra acabada, sino el programa de una historiografía futura.15 Pugnó por una historia no moralizante disociada de la política, se planteó en serio la posibilidad de una historia sin más. Es un ideal que recuerda en parte los esfuerzos del siglo de la Ilustración por describir los rasgos que distinguen a la naturaleza humana de otras especies naturales y animales. Es una obra de filosofía natural pero puesta en movimiento, es decir, en relación con la historia, y así estaríamos hablando de una historia natural del género humano. Quizás aquí se encuentren los rasgos más “originales” -y no tanto en la crítica textual o en el recurso a las fuentes originales, herencia renacentista- de esta propuesta cientificista. Se trata de una historia simple mirándose en el espejo de la naturaleza del mismo acontecer, es decir, de la experiencia humana, sin dotarla de antemano de una adjetivación moralista, aunque sí interesada en saber por qué en medio de las energías desplegadas por el género humano, unos pueblos avanzan y otros permanecen en el atraso, por qué unos destacan y otros decaen, y en eso curiosamente sus relatos están muy cerca todavía de la filosofía de la historia hegeliana.

En este programa de máxima autotransparencia histórica se interpuso -de ello fueron conscientes sus protagonistas- la escritura: el acto mismo de escribir como el medio ideal para representar el pasado. Así el esfuerzo de una nueva historia consistía en depurar, perfilar un estilo particular a fin de dar cuenta de la presencia del pasado tal cual fue sin “prejuicios” o juicios previos. En ese sentido, además de un gran investigador y olfato para las fuentes, los buenos historiadores debían ser buenos escritores o estilistas.16 Pero la principal paradoja a mi parecer consiste en que el ideal propuesto de decir verdad sobre el pasado sin restricciones no coincide cabalmente ni con el estilo ni con el contenido de la escritura. De la presencia de los rasgos filosófico-teológicos, del espíritu moralizador y de su inscripción en el espacio en el que se dirimen las contiendas por el poder entre individuos o entre naciones, nos han familiarizado los análisis de autores como Gadamer, Koselleck o Blumenberg. A mi modo de ver, la paradoja de la historiografía científica está descrita magistralmente por Koselleck, cuando señaló que, a la historia moderna,

se le pidió mayor contenido de realidad mucho antes de poder satisfacer esa pretensión. Además, siguió siendo aún una colección de ejemplos de moral; pero al desvalorizarse este papel, se desplazó su valoración de las res factae frente a las res fíctae.17

Es decir, el historiador se quedó con el pasado-cosa sin saber exactamente qué hacer con él. Es evidente, sin embargo, que la historiografía y sus herederos seguimos en deuda con dicho proyecto de verdad histórica sin cortapisas.

Este programa consiste fundamentalmente en una forma particular de apropiarse del pasado a partir de dos mandatos: 1) no hacer uso del pasado para sacar enseñanzas para el presente. Esto significa que el presente en la modernidad se ha convertido en una entidad consistente consigo misma, es decir, el presente no necesita del pasado para existir. El historiador como el economista poco necesita de los métodos antiguos de la economía y de la historia para realizar su actividad científica en el presente. Se trata de la versión exactamente opuesta a una actividad histórica acostumbrada a hacer uso instrumental del pasado para indicar una vía de mejoramiento individual y social. 2) Se trata de mostrar las cosas tal como sucedieron. Este propósito se orienta a la realización de una lectura inmanente de los sucesos históricos sin recurrir a un principio último de explicación.18 Esta expectativa supone que se abandona la perspectiva teleológica de la historia, un motivo que distancia a Ranke de Hegel y todas las clases de filosofía históricas.

En consecuencia, el ideal de veracidad se inscribe dentro de un proceso de verificación en esencia imperfecto, abierto a nuevas posibilidades de fuentes no advertidas o de interpretaciones no previstas. La historia moderna es, por definición, una historia siempre en proceso de escrituración y de producir diferencias más que de esencias. Esta noción de historia incorpora una perspectiva de incertidumbre desconocida en las formas anteriores de la historia dominadas por la retórica. Es posible que el énfasis creciente dado a la cuestión del “método” a partir de fines del siglo XIX y profundizada durante el siglo pasado no sea sino una manera de reducir el nivel de incertidumbre intrínseco a la misma operación moderna de historiar y, por ende, de dotarla de legitimidad científica a una forma de relación particular con la escritura. Pero como se ha querido mostrar, se trata sólo de una ilusión. Queda abierta así la cuestión de qué hacer con el legado de historiadores como Rafael Altamira y sus seguidores en los espacios académicos de cara al futuro de la disciplina, en un presente cuyas fronteras han tendido a expandirse.19

Seis

Y aquí finalmente es donde yo ubicaría el proyecto de Iberconceptos, y otros esfuerzos que se vienen realizando en nuestra área de estudios en las últimas décadas. Los reúne a todos el retomar y enfrentar los retos abiertos por la fase anterior y desarrollar la posibilidad de una historia sin más para dilucidar o arrojar nuevas luces sobre el pasado de las naciones iberoamericanas, en particular sobre el momento de su nacimiento como entidades políticas independientes. Pienso tanto en historiadores que se dedican al periodo colonial (Oscar Mazín, Ruiz Ibáñez y José Luis Villacañas, colonialistas que tienen que cruzar el velo de las historias nacionales construidas en el siglo XIX para intentar comprender en sus propios términos el periodo anterior) o en historiadores modernistas o contemporaneístas como Manuel Suárez Cortina que han abierto el compás de la historia comparada para repensar lo nacional a partir de otros presupuestos historiográficos, no hispanizantes.20 En cuanto a Iberconceptos, en particular, nos encontramos de nuevo con una impronta historiográfica alemana (aunque no solamente), pero ya no del siglo XIX, sino surgida en medio de los debates originados al término de la segunda guerra mundial.21

Pienso que por medio del ejercicio de la historia conceptual se ha realizado una suerte de nivelación historiográfica en relación con el discurso de la historia fabricado durante los siglos XIX y XX, en el cual los países del sur, incluido su parte europea, han sido representados con un handicap constante negativo con respecto a los países del norte impuestos como los modelos de democracia, de avance, progreso, etc. Esta perspectiva tiene sus fundamentos y razones en la economía, desde luego. Pero el problema es que en aquel discurso la parte sureña aparece siempre como víctima de supuestas maquinaciones e intrigas fabricadas en el norte. Y la historia conceptual, en el contexto de la posguerra, es decir, de la reestructuración global habidos después de 1945, ha revisado críticamente dichos presupuestos, a saber: Hay países protoindustriales y países que llegaron tarde al festín del progreso, -entre estos Alemania y Japón, por ejemplo- para ofrecer otra lectura del proceso o modo que lleva a los países occidentales a insertarse en eso que se conoce como la modernidad, o se agrupa alrededor de la noción de “experiencia moderna”. Y la clave de esa revisión radica no sólo en el regreso del lenguaje en la comprensión de la historia (linguistic turn) (no hay mundo sin lenguaje, no hay realidad sin realidad observada), sino sobre todo en establecer la relación de los “usos del lenguaje” con la temporalidad, y en ese sentido, la aparición y desarrollo de la historia conceptual no se entiende sin referirse a la filosofía, en particular a pensadores como Wittgenstein, la filosofía analítica o más particularmente para el ámbito alemán, a pensadores como Husserl y Heidegger, Gadamer y otros tanto como Luhmann, hasta el más próximo a nuestra empresa historiográfica, como es el caso de Reinhart Koselleck o Wolf Leppenies, sociólogo historiador de las ciencias y saberes modernos en la línea de Karl Mannheim.

Podría añadir diciendo que, en nuestro medio intelectual hispanoamericano, hay filosofías e historiadores y literatos que abrevaron en fuentes similares en esa filosofía de la historicidad como clave para comprender lo que significa habitar en el mundo moderno. Desde luego pienso en Jose Gaos y Octavio Paz y otros, pero más particularmente para nuestra historiografía, pienso en el caso de Edmundo O’Gorman, un historiador polémico, que pasó de largo, no fue escuchado ni leído por una escuela historiográfica dominada por el objetivismo cientificista, que no atendía a esa doble dimensión postulada por la historia conceptual: no hay manera de saber lo que pasó sin saber cómo pasó a partir del examen de las formas o actos de habla, situados tanto espacial como temporalmente.

Ahora podemos recalcar también en lo espacial en la medida de las implicaciones que tiene lo que se conoce el reciente spacial turn, como crítica a un discurso histórico moderno que acabó privilegiando la diacronía, la temporalidad, a costa de la sincronía o referencia a los lugares en los que se produce la historia.

Al revisar, re-pasar la historia del concepto historia, por ejemplo, por un lado, y el de revolución, por el otro, como tantos otros conceptos destacados o destacables del proyecto Iberconceptos, lo que se observa es que tanto el discurso de la historia de nuestra modernidad se entrecruza poderosamente con el de Revolución con mayúscula hacia las décadas de 1820-1840, hasta convertirse en conceptos universales y normativos, por tanto se convierten en conceptos no sólo históricos sino también filosóficos o propios de una antropología filosófica de pretensiones universales, perdiendo en cierto modo el sentido de su propia historicidad, del que fueron portadores en sus inicios, en sus primeras fases. Es decir, tanto el concepto de historia como el de revolución dejó en la penumbra su propia referencialidad histórica, al quedar congelado en una serie de preceptos prescriptivos, normativos, incorporados en las nuevas constituciones y códigos jurídico/políticos.

Establecido el canon de las buenas historias y revoluciones de las aceptables y no aceptables, el mundo se proyectó en términos de futuros deseables y esperables, metas obligadas del desarrollo. En ese contexto, me parece, es que tiene sentido referir el texto de Husserl de la década de 1930 sobre la crisis de las ciencias en Europa, un llamado de atención para recuperar en las humanidades y ciencias sociales la dimensión de la temporalidad perdida, subyugada, domesticada, junto con el sentido de la corporeidad y su vinculación irreversible a espacios definidos y determinantes. Ahí veo el lugar o simiente de la historia conceptual en su talante revisionista: como recuperación del habla que remite a lugares, y recuperación de la temporalidad que remite al devenir, a la historicidad, a un estar constantemente siendo.

Ahora bien, esto sucede en un momento de la historia moderna en que se perdieron (antes y después del positivismo) las viejas certezas establecidas durante el siglo XIX. Se da en un momento de debilitamiento del canon cientificista, del orden mundial fabricado durante la entreguerra, etc. Es desde ese lugar que se puede entender la disputa entre dos modos de acometer lo histórico, entre la nueva historia social y económica, y la historia conceptual; entre dos visiones o formas, heurísticas más que de métodos de hacer la historia, que parecen remitirse a disputas ya libradas anteriormente entre materialistas e idealistas. De hecho, por sus énfasis en los hechos lingüísticos a la historia conceptual se le acusaría de idealismo (cfr. La crítica al primer diccionario), o también ya más con relación al hecho de las revoluciones de que sus contribuciones parecen poco que añadir, completar a lo que desde la historia social y política (cfr. Thompson y Hobsbawm) ya se ha hecho. Desde esa atalaya es que se puede seguir viendo con escepticismo al programa revisionista de la historia conceptual.

De ahí la pregunta acerca de las bondades de este enfoque o heurística historiográfica, de donde le puede venir su legitimidad, justificaciones y fundamentación.

Al principio mencioné el efecto de nivelación remitido al momento historiográfico en que nos encontramos: el de la posguerra, abierto nuevamente casi en forma análoga a aquel que hemos examinado como el punto cero de la aparición de un nuevo mundo postimperial o postcolonial. Actualmente nos encontraríamos análogamente en otro punto cero de la historia, apuntado desde diversos frentes como aparición de un nuevo régimen de historicidad. Esta nueva condición histórica es la que ha permitido establecer una nueva relación de mayor horizontalidad, una nueva internacionalidad con respecto a la producción de nuestros saberes, horizontalidad tanto transversal entre nosotros habitantes planetarios, como entre esta parte del sur y el norte. Yo estoy convencido personalmente que esta condición histórica ha modificado las relaciones de poder al interior del gremio de historiadores, referido a una nación, pero también a nivel transnacional.

Y atribuyo a la historia conceptual su parte en este efecto de nivelación que implica un llamado de atención a asumir mayor grado de responsabilidad en las formas y tomas de decisión con respecto a la ubicación de nuestro saber con respecto a las demandas de la sociedad. Esta llamada de atención la observo en México por ejemplo en O ‘Gorman en su discurso conmemorativo de la revolución de Ayutla de 1854, es decir, en una reflexión surgida en la década de 1960, llamando al final del victimismo del lamento y la fatalidad, y a asumir como país las responsabilidades inherentes a cualquier nación sometida a las encrucijadas del mundo moderno.

A continuación, vería la necesidad de asumir con mayor rigor nuestra empresa histórico conceptual revisionista del siglo XIX, tomando en cuenta las contribuciones que cada vez más aparecen en los títulos de la tutela contemporánea sobre las cuestiones antes esbozadas.

Una de las cuestiones centrales que plantea Habermas y que concierne a Iberconceptos es: ¿Qué puede esperarse de la Historia en una época de globalización?22 Es decir, un lapso en el que la organización de los Estados nacionales del siglo XIX parece encontrarse rebasada con la emergencia de estados-naciones rearticulados transnacionalmente.23 La pregunta principal es si todavía puede pensarse en la posibilidad de aprender algo de la historia con vistas al futuro. Habermas sintetiza la cuestión del siguiente modo: la interrogante “¿aprender de la historia?” con que se inicia el volumen de 1995-1998 se sustituye hacia el final y termina con “¿aprender de qué historia?”.24 De esa manera, básicamente lleva la discusión al campo en el que se enfrentan dos posiciones: la representada por la Escuela histórica alemana situada alrededor de la hermenéutica o metodología de la comprensión y la filosófico/histórica que pasa por Hegel y Marx y llega hasta Nietzsche con la pregunta acerca de la utilidad de la historia. En la contraposición entre la escuela histórica y la filosófica observa dos posturas: la de quienes enfatizan el lado meramente contemplativo y estético de la historia (la historia por la historia misma) y la de quienes apelan a su aspecto pragmático al establecer una relación estrecha entre el estudio del pasado y la proyección del futuro. Habermas simpatiza con esta última posición al considerar que la praxis del historiador es indisociable de la praxis social general.

Sin embargo, favorecer a una u otra de las posiciones depende en buena medida de una teoría de la modernidad, ya sea que se le confunda con una mera “modernización” o que se le identifique con la construcción de nuevas formas de identidad social y de experiencia. Esto significa que la clásica fórmula ciceroniana de “la historia como maestra para la vida”, sólo cabe lógicamente si se concibe el presente como capaz de imitar o rechazar el pasado, y esto únicamente es admisible si ambos lados de la ecuación son semejantes. El modelo de historia cifrado en la noción de imitación se funda en un presupuesto antropológico de base: las acciones del pasado y las del presente son similares y, por tanto, comparables. Sólo mediante el recurso al símil se puede comprender la historia como un tesoro de ejemplos para el presente. La idea de que es posible aprender algo de la historia sólo se sostiene si se piensa que es repetible dentro de su variación. Únicamente se puede aprender de la historia que se repite y de aquello que permanece similar. Tal es la cuestión que propiamente tendría que responderse a partir de los modos como la experiencia del presente transcurre y ha transcurrido.

También es verdad que Habermas apoya su argumentación al observar la frecuencia con que políticos e historiadores recurren al mecanismo del símil o de la analogía entre pasado y presente. Habría múltiples ejemplos tanto para Alemania como para otros lugares del modo como los historiadores siguen apelando al pasado reciente o remoto para ofrecer una explicación acerca de los problemas actuales. Desde una perspectiva postnacional, sin embargo, ese recurso parecería insostenible, dadas las modificaciones en las variables históricas en juego. Consciente de las dificultades y teniendo en mente el caso alemán, Habermas da un giro a la respuesta: se puede aprender del pasado sólo si se trata, no tanto de éxitos, cuanto de fracasos, de catástrofes y de eventos que dejan una huella mnémica traumática. Y postula que la humanidad puede aprender de sus fracasos sin señalar, como en el pasado, lo que debería hacerse, sino sólo lo que no debe hacerse. De ese modo se afilia a la tradición de la “filosofía negativa” que sostuvieron Adorno y Horkheimer, entre otros.25 Por lo pronto, se puede decir que Iberconceptos, al asumir una perspectiva postnacional, se abre a la posibilidad de identificar un efecto de globalización en la misma emergencia de los estados nacionales modernos.26

El nuevo énfasis en lo global no consiste sino en mostrar que cuando algo está sucediendo en un lugar, algo análogo se puede estar produciendo al mismo tiempo en otro lugar, es decir, que lo que ocurre en un sitio es interdependiente de lo que sucede en otro. No se trata de una novedad, sino tan sólo de una nueva sensibilidad frente a un fenómeno de cierre global del universo propiciado por el desarrollo de las comunicaciones. Wallerstein habló de “economía mundo” y el proyecto de Braudel apuntó en dirección de una interdependencia comercial y cultural del mundo mediterráneo: la dimensión espacial permite observar las interconexiones entre diversas partes y mundos.

Sin embargo, hablar de dimensión postnacional en la historiografía tiene que ver con un punto problemático más específico, a saber, que el énfasis en lo nacional impide y ha impedido ver lo propio a la luz de una complejidad global. La historia busca lo específico más que lo general, pero al no considerar el sistema en que lo particular adquiere sentido, impide ver que el caso de estudio podría no ser tan singular como parecería. De ahí que sólo sea posible construir un enfoque global en la historiografía si se abandona la cronología pura, así como aquella teoría de la acción social que centra el sentido de las acciones en la acción individual, concreta y específica. Se requiere disponer, por consiguiente, de un “enfoque sistémico”, tal como lo apuntara hace algunos años el epistemólogo Gregory Bateson:

La regla básica de la teoría de los sistemas es que, si uno pretende comprender algún fenómeno o manifestación, debe considerarlo dentro del contexto de todos los circuitos completos que sean relevantes para ese fenómeno. Es decir, se pone el acento en el concepto de circuito comunicacional completo y en la teoría está implícita la expectación de que todas las unidades que tienen circuitos completos han de mostrar características mentales. En otras palabras, la mente (del observador) es inmanente al circuito (observado). Estamos habituados a pensar en la mente como algo contenido dentro de la piel de un organismo, pero el circuito no está contenido dentro de la piel.27

Una visión posnacional sería entonces la que supera la versión liberal “reformista”, aquella que redujo la complejidad de lo social a la observación de acciones individuales. Dado que toda libertad individual supone la libertad de los demás (de los otros), esa afirmación no implicaría rechazar el pensamiento liberal, sino su sustancialización y, sobre todo, los énfasis implícitos en una teoría inmanente de la acción social centrada en los grandes individuos o colectividades. Una sociología histórica centrada en la psicología de los individuos o de las masas resulta insuficiente para explicar la conformación de la sociedad, entendida, no como la suma de sus partes, sino como una relación social estructurada por el principio de la doble contingencia, es decir, aquella noción lógica que indica que lo actual y, por tanto, posible, puede ser de otra manera; o situación en la que lo uno y lo otro están sujetos a que exista una selección diferente al momento de observar siendo observado por el otro.28 Significa que en toda identidad nacional subyace una diferencia, hacia adentro y hacia fuera, incluyendo los dialectos y las lenguas extranjeras. De tal modo que, en sentido estricto, en toda historia nacional subyace una historia no-nacional. Esa es la parte que no ha sido observada en la historiografía de corte nacionalista y que vuelve a estar presente en este periodo de nueva globalización. Todo discurso nacional esconde en ese sentido, en su interior, la ficción histórica de un proceso autónomo e independiente.

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1Me refiero a mi ensayo, Zermeño Padilla, “Sobre la condición postnacional en la historiografía contemporánea. El caso de Iberconceptos”.

2Sobre el énfasis en esta vertiente véase Ricardo Pérez Montfort, “La intelectualidad conservadora mexicana y Marcelino Menéndez Pelayo. Impresiones de una relación a finales del siglo XIX y principios del XX”.

3Sobre la prehistoria de los proyectos modernos hispanoamericanistas, véase el estudio crítico de César Rina Simón, Iberismos: expectativas peninsulares en el siglo XIX.

4Véase también Santiago Melon Fernández, El viaje a América del profesor Altamira, pp. 44-46.

5Para acercarse al personaje y su obra, véase la excelente compilación de Manuel Suárez Cortina, Menéndez Pelayo y su tiempo.

6 López Sánchez, Heterodoxos españoles. El Centro de Estudios Históricos, 1910-1936; Varela, “La tradición y el paisaje: el Centro de Estudios Históricos”. “Entre el 18 de marzo y el 3 de junio de 1910 el conde de Romanones, a la sazón ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes de un gabinete liberal presidido por José Canalejas, reorganiza el mapa de la ciencia española fundando una serie de instituciones que serán fundamentales para la ciencia española, siguiendo las orientaciones y recomendaciones de los responsables de la Junta para Ampliación de Estudios. Se crearon el Centro de Estudios Históricos, la Escuela Española en Roma de Arqueología e Historia, el Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales y la Asociación de Laboratorios; se ponen en marcha la Residencia de Estudiantes y el Patronato de Estudiantes con el fin de que jóvenes universitarios dispusiesen de medios para desplegar sus inquietudes intelectuales o trasladarse al extranjero para mejorar su formación. Los objetivos atribuidos al Centro de Estudios Históricos, según el decreto fundacional de 18 de marzo de 1910, fueron cinco, siempre con el propósito de renovar el conocimiento de la cultura española”. (www.ceh.madrid) José María López Sánchez, “El Centro de Estudios Históricos: Primer ensayo de la Junta para ampliación de Estudios en Trabajos de Investigación”.

7 Alberola, Estudios sobre Rafael Altamira.

8 Altamira, Proceso histórico de la historiografía humana, p. 137.

9 Orti, Alfonso, “Regeneracionismo e historiografía: el mito del carácter nacional en la obra de Rafael Altamira”; Pérez Garzón, “El nacionalismo historiográfico: herencia del siglo XIX y dato precedente de la obra de Altamira”; Asín, “La obra histórica de Rafael Altamira”; Carreras, “Altamira y la historiografía europea”; Fontana, “El concepto de historia y de enseñanza de la historia de Rafael Altamira”. Lo fundamental es resaltar la parte activa y critica del investigador en el contacto con las fuentes dejando de lado las interpretaciones librescas.

10Sobre el “derrumbamiento” de su proyecto español, véase el ensayo de Ignacio Peiró Martín, “Cultura nacional y patriotismo español: culturas políticas, políticas del pasado e historiografía en la España contemporánea”, pp. 335-365.

11 Zavala, “Conversación sobre la historia”, hecha al autor por el historiador Peter Blakewell de la Universidad de Nuevo México, publicada originalmente en The Hispanic American Historical Review, vol. 62, núm. 4, 1982, pp. 553-568, y recogida en castellano en Memoria de El Colegio Nacional, Tomo X, núm. 1, 1982, pp. 13-28.

12 Malagón, “Altamira en Mexico: 1946-1951. Los recuerdos de un discípulo”; Peset, “Rafael Altamira en Mexico: el final de un historiador”; Alberola, Estudios sobre Rafael Altamira.

13 Altamira, Proceso histórico de la historiografía humana, pp. 17-21; pp. 105-112. Para profundizar se puede ver Zermeño, “Rafael Altamira o el final de una utopía modernista”.

14 Gooch, Historia e historiadores en el siglo XIX, p. 32.

15El proyecto de conocer el pasado por el pasado mismo (la verdad desnuda del pasado sea cual sea su apariencia), es en esencia una actividad (inquisitiva) que avanza en dirección del futuro. La idea y el alcance de la verdad del pasado se realizan conforme el historiador la establece, pero permanece necesariamente abierta al depender de la misma marcha o avance de la actividad histórica. En ese sentido, la verdad histórica en la modernidad es siempre relativa a la marcha y actividad del historiador, pero sobre todo al discurso producido que se constituye al mismo tiempo en el referente del proceso. No hay avance cognoscitivo que no tenga que referirse a lo que previamente ha sido establecido.

16Véase, Bann, The Clothing of Clio: A Study of the Representation of History in Nineteenth Century Britain and France; Carrard, Poetics of the New History. French Historical discourse from Braudel to Chartier.

17 Koselleck, Reinhart. Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, p.54.

18 Zermeño, La cultura moderna de la historia, capítulo 3.

19 Hartog, Regímenes de historicidad.

20Véase, por ejemplo, Suárez Cortina y Pérez Vejo, Los caminos de la ciudadanía. México y España en perspectiva comparada. El propósito de una historia más allá de lo nacional se esboza también, en Manuel Suárez Cortina, “Per una storia comparata dell’Europa del Sud e dell’America Latina”, pp. IX-XXII.

21Debo aclarar que buena parte de las reflexiones aquí vertidas se deben a la incitación e invitación de Hans-Joachim Konig, al organizar conjuntamente el coloquio “Pasados postnacionales: lineamientos generales para una discusión”, en el marco del XIV Congreso Internacional de ahila. Europa-América: paralelismos en la distancia (Universitat Jaume I, Castellón de la Plana, 20-24 de septiembre de 2005); un asunto que ha preocupado y ha sido también pensado por Javier Fernández Sebastián, director general de Iberconceptos (“Iberconceptos. Hacia una historia transnacional de los conceptos políticos en el mundo iberoamericano”, Isegoría. Revista de Filosofía moral y Política, 37, julio-diciembre, 2007, pp. 165-176).

22Una cuestión tratada por Javier Fernández Sebastián, “Iberconceptos. Hacia una historia transnacional de los conceptos políticos en el mundo iberoamericano”.

23Al respecto véase la compilación de Budde, Conrad y Janz, Transnationale Geschichte.

24 Habermas, Más allá del Estado nacional.

25 Habermas, Mas allá del Estado nacional, pp. 47-51;140-148.

26 Fernández Sebastián, “Iberconceptos. Hacia una historia transnacional de los conceptos políticos en el mundo iberoamericano”.

27 Bateson, Una unidad sagrada, p. 332. Remito también a su libro clásico, Bateson, Espíritu y naturaleza.

28Véase Bubner, “¿Qué es la historia?”; Rorty, “La contingencia de una comunidad liberal”. Sobre la noción “Doble contingencia”, Corsi, Esposito y Baraldi, Glosario sobre la teoría social de Niklas Luhmann, pp. 67-69.

Recibido: 08 de Abril de 2022; Revisado: 12 de Mayo de 2022; Aprobado: 30 de Mayo de 2022

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