Introducción
La situación es la siguiente: las escuelas no pueden seguir siendo las mismas. Esta proposición -que parece tajante y absoluta- parece envolver el sentido común de todas las personas que trabajan hoy en día en el campo de la educación, sea en escuelas, universidades o incluso en políticas públicas. En la búsqueda de nuevas respuestas para fortalecer el rol de la escuela, el Ministerio de Educación de Chile (Mineduc) ha impulsado durante los últimos años una serie de reformas que directa o indirectamente influyen en el trabajo de los equipos directivos en las escuelas, siendo entonces el liderazgo escolar un elemento central en materia de políticas públicas en la última década. Se espera que los directores de escuela ya no sean unos virtuosos de la administración, sino líderes que, acompañados de su equipo directivo, conduzcan procesos exitosos de mejoramiento escolar.
Sin embargo, ¿qué significa el éxito cuando hablamos de educación? Para el caso de este ensayo, no hay éxito ni mejora sin inclusión escolar; o, dicho de otro modo, una educación solo es de calidad cuando es inclusiva. En ese sentido, las transformaciones culturales son relevantes para empezar cualquier proceso de cambio institucional, siendo la cultura inclusiva considerada un motor de arranque para el desarrollo de escuelas inclusivas. De esta manera, el objetivo del presente trabajo es precisar la importancia de los equipos directivos en el desarrollo de una cultura de la inclusión. El afán de relacionar el liderazgo escolar con el desarrollo de culturas inclusivas es coherente tanto con las necesidades como con los desafíos de la inclusión escolar a nivel nacional e internacional (Ainscow y Sandill, 2010; Ruairc, Ottesen y Precey, 2013; Gómez-Hurtado, 2012).
El ensayo actual se organiza de la siguiente manera. Primero, se precisan los conceptos de inclusión y liderazgo escolar. Luego se fundamenta la importancia de ambos conceptos en función de una filosofía de la inclusión, gestión de la diversidad y de un sentido de comunidad escolar. Finalmente, se ofrecen algunas reflexiones considerando tanto las certezas como los silencios que se presentaron en la literatura consultada.
Transitando hacia una escuela inclusiva
Los sistemas escolares son hoy más diversos que nunca. No obstante, esa diversidad no siempre ha sido concebida por las escuelas como un elemento de valor. En ese sentido, hay un desafío ético y social con dar respuesta a la diversidad, no tan solo desde la escuela, sino de la sociedad en su conjunto. En esta lucha, la educación inclusiva asoma como la opción más auténtica y urgente para minimizar barreras, reducir la exclusión y la desigualdad y fijar la atención sobre los contextos escolares como posibles marcos discapacitantes. Hay que entender la inclusión como un paradigma, como una dirección a la cual avanzar y que implica un cambio en nuestro discurso y en nuestra práctica y que nos interpela en un momento determinado de nuestra historia.1 Desde el punto de vista escolar, hay que entender la inclusión como el proceso que asegura el acceso, la participación y el aprendizaje de todos los estudiantes vulnerables de ser sujetos de exclusión, no solo de aquellos con discapacidad o etiquetados como con “necesidades educativas especiales” (Booth y Ainscow, 2011).
Si bien en Chile se han hecho variados esfuerzos para transitar hacia una educación más equitativa, lo cierto es que nuestro sistema escolar experimenta grandes dificultades en el cumplimiento efectivo de derechos educativos, debido a la tensión de intentar construir una escuela inclusiva en un sistema escolar que aboga por un modelo educativo basado en principios de mercado (Bellei, 2015). Considerando esto, Tenorio (2011) afirma que en Chile se han hecho diversos esfuerzos por mejorar la calidad y equidad del sistema educativo -algunos de estos en nombre de la inclusión-, aunque no sin inconvenientes, entre ellos, por ejemplo, la falta de precisión del concepto de inclusión.
Es necesario especificar que educación inclusiva y escuela inclusiva no son lo mismo (Valcarce, 2011), a pesar de su evidente relación. La educación inclusiva es un concepto que va más allá de la educación institucionalizada (está más vinculado a lo social). La escuela inclusiva, en cambio, es el espacio formal donde se prescribe la oferta educativa y, por lo tanto, contempla las dimensiones de presencia, participación y aprendizaje de todo el alumnado.
Este ensayo se desarrolla en el marco de las escuelas inclusivas. En ese sentido, una escuela inclusiva exige, entre otras cosas, un liderazgo escolar que conduzca procesos de mejoramiento en todas las dimensiones antes mencionadas (Ainscow y Sandill, 2010; Ruairc et al., 2013; Stainback y Stainback, 2007). Esto implica un posicionamiento determinado por parte del director y de su equipo para liderar una escuela con proyección inclusiva en todas sus áreas: políticas, prácticas y culturales (Booth y Ainscow, 2015). Es en el ámbito cultural -cultura inclusiva- donde focalizo mi atención para determinar la importancia de los equipos directivos en la construcción de una escuela que tiene la aspiración de ser inclusiva.
Liderazgo escolar
Así como paulatinamente la inclusión se ha hecho presente en la academia y en la política pública, el liderazgo escolar se ha posicionado como uno de los temas emergentes de las últimas décadas en materia de educación y cambio escolar. Según Leithwood, Harris y Hopkins (2008), el liderazgo escolar es el segundo factor que más influye en el aprendizaje de los estudiantes (después del trabajo en aula) y que no depende precisamente del carisma, sino de las prácticas, entendiendo el liderazgo como “la labor de movilizar e influenciar a otros para articular y lograr los objetivos y metas compartidas” (Leithwood et al., 2006). No obstante, el liderazgo es una función más amplia que la labor ejercida por el director del establecimiento y es compartida con otras personas de la institución (Mineduc, 2015). Sin necesidad de hacer un profuso recorrido histórico, conviene dejar evidencias de la relevancia que ha adquirido en los últimos 30 años el liderazgo en Chile (Weinstein y Muñoz, 2012).
En los años noventa, el liderazgo escolar era una tarea principalmente administrativa, con poca incidencia en los procesos de enseñanza y aprendizaje, por lo que su incidencia en el acceso, participación y aprendizaje del alumnado era mínima. En el año 2004 se orientó la labor directiva en función de un liderazgo más pedagógico, con mayor inclinación en tareas ligadas a los proyectos educativos y, complementariamente, a la gestión financiera de los establecimientos. Un año después se difunde el “Marco para la buena dirección” (2005), documento elaborado por el Mineduc y que se transforma en un pilar fundamental para definir la función directiva en Chile, precisando cuatro dimensiones claves: 1) liderazgo; 2) gestión curricular; 3) gestión de recursos; y, 4) gestión del clima y la convivencia. Es relevante mencionar que este marco, en esa época, ya fomentaba la conformación de equipos directivos y el desarrollo de una cultura más participativa y democrática.
Cuatro años después, con la conformación de la Ley General de Educación (LGE) se instala con mayor fuerza el liderazgo pedagógico, centrando la atención en la conducción del proyecto educativo, en la conformación de equipos de trabajo y en elevar el desempeño escolar de los alumnos. En el año 2011 se establecen nuevos lineamientos para la selección de directores mediante la ley 20.510 del mismo año. Si bien esta ley no modifica la forma en que será entendido el liderazgo escolar, sí genera cambios en el reclutamiento de directores de escuela y en su idoneidad para asumir cargos directivos. En ese año empieza a consolidarse -desde la política pública- al director de escuela como un factor clave en la transformación de las escuelas, ya sea mediante la conformación de equipos competentes o por la propia idoneidad personal y profesional (Núñez, Weinstein y Muñoz, 2012).
Finalmente, y después de una década de haber visto el nacimiento del “Marco para la buena dirección” (2005), surge el “Nuevo marco para la buena dirección y liderazgo escolar” (2015), documento que viene a actualizar y reemplazar el surgido en 2005. Este instrumento intenta dar una respuesta comprensiva respecto del liderazgo educativo, no restringido solo a la función del director, sino como una función de equipo (aspecto sustancial para comprender el cambio cultural en una escuela). Entre los objetivos clave de ese documento está el promover un lenguaje común para la comunidad escolar, facilitar las buenas prácticas del director y su equipo y construir expectativa compartida sobre el liderazgo escolar (Mineduc, 2015). Estos objetivos comprenden una relación cercana con el desarrollo de una cultura inclusiva (Booth y Ainscow, 2015) y, por lo tanto, permiten acercarse a su posible desarrollo en un establecimiento educacional, sabiendo además que liderazgo y cultura escolar son elementos clave en la consolidación de un proyecto educativo (Bellei et al., 2014). Siendo este marco un documento actualizado, su vínculo con la inclusión escolar sigue siendo mínimo. Si bien se explicita que la labor directiva implica gestionar la diversidad, menos copiosa es la información que contiene en función del desarrollo de escuelas inclusivas.
¿Por qué un liderazgo inclusivo?
Primero que todo hay que considerar que el liderazgo escolar es reciente tanto como tema de investigación como objeto de política pública (Weinstein, 2009). Según Volante (2012) y Müller et al. (2014) se investiga mucho la influencia del director en los logros académicos, así como también se investiga con creciente frecuencia el exceso de exigencias, tareas y responsabilidades que tiene el director de escuela (Bolívar, 2010; Fernández, Guazzini y Rivera, 2012). Sin embargo, ¿la investigación se hace preguntas sobre un liderazgo escolar más inclusivo? Como se mencionó en el barrido histórico anterior, pasamos de tener un liderazgo administrativo a un liderazgo pedagógico (o al menos esa es la pretensión). Sin embargo, y a pesar de que este último contempla aspectos culturales en las escuelas, sigue teniendo la atención puesta en el logro de metas, rendimiento escolar y rendición de cuentas (Ahumada, 2012; Medina y Gómez, 2014; Freire y Miranda, 2014; Mineduc, 2015). Esto nos da una pista: la importancia exagerada que la política pública le ha dado al rendimiento escolar basado en evaluaciones curriculares mediante pruebas estandarizadas ha dificultado, entre otras cosas, un liderazgo que contemple otras áreas de igual importancia, como por ejemplo el desarrollo de una cultura de la inclusión.
En el mismo sentido, en el contexto de las escuelas efectivas -escuelas distintas a las escuelas inclusivas, pero con algunas dimensiones culturales similares (Arnaiz, 2012)-, el liderazgo escolar cobra importancia fundamental en la cultura escolar en y desde el equipo directivo y no solo desde los directores (Bellei, Muñoz y Raczynski, 2004; Eyzaguirre y Fontaine, 2008). Esto implica, además, dejar de apostar tanto en el virtuosismo de los directores y empezar a pensar el liderazgo como un tema de equipos directivos. Algunos estudios sostienen que los cargos directivos, independientemente de la forma de ejercer el liderazgo, se llevan a cabo de forma rutinaria y con un marcado énfasis administrativo, sin direccionar decisiones hacia la transformación escolar y/o cultural (Carbone et al., 2008; López et al., 2012).
En Chile, los estudios de Bellei et al. (2014) sobre trayectorias de mejoramiento escolar encontraron que se producen procesos de “reculturización” en aquellas escuelas que mejoran, siendo la comunidad y valores algunos de los niveles de este cambio cultural; elementos cruciales en una cultura inclusiva (Booth y Ainscow, 2015). Conviene mencionar que este proceso es liderado por los equipos directivos. Por esto mismo, se hace necesario y urgente consolidar en las escuelas equipos directivos que, bajo un contexto de alta demanda laboral, ejerzan un liderazgo educativo que contribuya a la transformación de las comunidades escolares y no solamente con foco en el rendimiento escolar (Gómez-Hurtado, 2012; Bolívar, 2010; Marfán, Muñoz y Weinstein, 2012). A la vez, la consolidación de un buen equipo directivo es pieza clave en el cambio cultural (Ahumada et al., 2009), ya que guía y enfrenta las diversas barreras del sistema escolar. De este modo, nos urge empezar a preguntarse cómo los equipos directivos desarrollan una cultura de la inclusión, teniendo como propósito de fondo la construcción de una escuela inclusiva.
Los equipos directivos y el desarrollo de una cultura de la inclusión
En cuanto a las barreras existentes para alcanzar una escuela inclusiva, autores como López Melero (2012), Booth y Ainscow (2000), Agell, Sala y Torrent (2013), Sekkel, Zanelatto y Brandao (2010) concuerdan en la presencia de tres dimensiones -aunque con distintos nombres- para agrupar las barreras; 1) en el plano de la cultura escolar (valores, comunidad, creencias, actitudes); 2) en el plano de los procesos de planificación, coordinación y funcionamiento del centro; y, 3) en las prácticas de aula. Es relevante mencionar que muchas barreras se encuentran fuera de las escuelas, como las políticas educativas, formación del profesorado, presupuestos y recursos, entre otras, pero para efectos de este artículo, y bajo la misma creencia del autor de este trabajo, la inclusión es, ante todo, una cuestión cultural.
¿Por qué estudiar las culturas inclusivas? Autores como Moliner, Sales y Escobedo (2016), Tirado y Conde (2015), Ashikali y Groenevald (2015), Ainscow y Booth (2015) y Dorczak (2013) exponen algunos argumentos que respaldan esta decisión. En primer lugar, la cultura inclusiva es un elemento de identificación y comprensión de la inclusión: se puede reconocer una escuela inclusiva por la cultura que esta tenga. En segundo lugar, la cultura emerge como motor de partida en el desarrollo de una escuela inclusiva: no se puede pensar la transformación de una institución sin la modificabilidad del ámbito cultural. Y en tercer lugar, y según el famoso Index for Inclusion en todas sus versiones, la cultura inclusiva es una de las tres dimensiones para el cambio escolar, junto a prácticas y políticas, aunque estas dos últimas están sujetas al cambio cultural.
Por lo tanto, pensar en una cultura inclusiva resulta honesto en términos de la búsqueda de una escuela inclusiva. Además, la escuela, según Nieto Cano (2004), en esencia es un “artefacto cultural”, y todas las transformaciones escolares pasarán, primero, por la cultura. Una cultura escolar inclusiva, según Booth y Ainscow (2015), se relaciona con la creación de una comunidad escolar segura, acogedora, colaboradora y estimulante, en la que cada uno es valorado, lo cual es la base fundamental primordial para que todo el alumnado tenga mayores niveles de logro. Se refiere, asimismo, al desarrollo de valores inclusivos, compartidos por todo el personal de la escuela, los estudiantes, los miembros del consejo escolar y las familias, que se transmiten a todos los nuevos miembros de la comunidad escolar.
La dimensión cultural, entonces, funciona como elemento de comprensión de una institución escolar, siendo la cultura un constructo dinámico en el tiempo. Esto es interesante, pues según Bellei (2014) y Harris y Chapman (2004), un buen liderazgo escolar es razón importante para que un cambio cultural sea duradero; además, será duradero en la medida en que el ámbito cultural forme parte del proceso de desarrollo profesional, institucional y comunitario de una escuela (Fernández y Hernández, 2013; Lopes y Da Silva, 2009; Waldron y Mcleskey, 2010). En contextos escolares inclusivos, autores como Francis et al. (2016) y Cho (2010) han encontrado que la conformación de culturas inclusivas solo es posible si se ponen en juego liderazgos comprometidos con la comunidad escolar.
En resumen, tenemos que un buen liderazgo del director y de su equipo es clave en la mejora de las escuelas. También tenemos que una cultura inclusiva es motor de arranque en las escuelas que cambian. Por lo tanto, la apuesta es que los equipos directivos que desarrollan una cultura de la inclusión tienen más posibilidades de transitar hacia una escuela inclusiva. La pregunta cae de cajón: ¿qué hacen los equipos directivos en aquellas escuelas que tienen una cultura inclusiva más o menos consolidada? La respuesta no está tan clara. Sin embargo, existen algunas pistas.
Cuando se revisa la literatura que ha hecho dialogar los temas de liderazgo y cultura en contextos de inclusión aparecen algunos cruces que vale la pena compartir. En mi búsqueda de responder a la pregunta antes formulada encontré que las prácticas de los equipos directivos que desarrollan culturas inclusivas se pueden dividir tentativamente en tres direcciones: en la instauración de una filosofía de inclusión, en la conducción de la gestión de la diversidad y en el desarrollo de un sentido de comunidad escolar cohesionada. Profundizaré a continuación en cada uno de estos puntos.
Una filosofía de la inclusión
Tratar una filosofía de la inclusión es hablar de la construcción de una visión compartida de lo que significa una escuela inclusiva. Esto no solo implica ponerse de acuerdo en términos conceptuales, sino en generar las condiciones de trabajo para que se logre ese fin. Autores como Cobb (2014), Ward et al. (2014) y Billingley et al. (2014) mencionan que los equipos directivos que construyen esta visión compartida tienen más probabilidades de desarrollar con éxito una escuela inclusiva, especialmente si su liderazgo se basa en una reflexión crítica y un diálogo transformador. Esto significa poner el foco en acciones concretas: no es solo lo que dicen, sino lo que hacen. Por otra parte, Leigh (2013) plantea que en la medida en que el director influye en la cultura de una escuela, mejora “la forma de vida” de una institución educativa, haciendo alusión a una atmósfera de colaboración y cooperación, aspectos sustanciales de una cultura inclusiva.
Desde esa lógica, la colegialidad es clave para instalar una filosofía de la inclusión, ya que esta última debe envolver el sentido común de las personas que trabajan en una escuela. Según Michael (2010), el fortalecimiento de una cultura escolar mejora en función de si se refleja una filosofía inclusiva compartida por todos los colaboradores. Para ello, la filosofía del director sirve como brújula para orientar culturas escolares más inclusivas. La cultura institucional, las estructuras organizativas y las creencias del profesorado, entre otros aspectos, son clave para seguir avanzando hacia prácticas educativas más inclusivas (Darretxe, Goukoetxea y Fernández, 2013), y en ese camino, el equipo directivo es quien puede facilitar un ambiente cohesionado de trabajo. Siguiendo la misma pauta, Ossa et al. (2014) sostienen que la cultura y el liderazgo escolar son herramientas importantes para el desarrollo de una educación inclusiva, coincidiendo con el modelo de Booth y Ainscow (2015), en que la gestión escolar debe promover una cultura que permita dicha inclusión. Similares planteamientos comparten Lyons, Thompson y Timmons (2016), quienes mencionan que las prácticas de liderazgo efectivas son esenciales en la creación de una escuela inclusiva, siempre y cuando impliquen colaboración y visión compartida.
En síntesis, cuando los autores se refieren a una filosofía de inclusión aluden a una visión de escuela. Esa visión tiende a ser impulsada por los equipos directivos, quienes ejercen prácticas de colaboración con un ideario de inclusión. Este punto es nodal para entender que una cultura inclusiva -más allá del sentido de comunidad y de valores- conlleva un sentir explícito de dirección hacia la cual avanzar.
Gestión de la diversidad
Otro elemento relevante en la conformación de una escuela inclusiva es que esta sea capaz de dar respuesta a la diversidad. Los estudios de Moliner et al. (2011), Ashikali y Groenevald (2015) y Tirado y Conde (2015) han concluido que un liderazgo escolar inclusivo tiene un impacto generalizado en la gestión de la diversidad al interior de las instituciones. Esto quiere decir que no solo se ve reflejado en el ámbito de la participación, sino también en el logro de aprendizajes curriculares. En esa tarea, los equipos directivos cobran especial importancia cuando se trata de conducir el trabajo con la diversidad, pues se sienten parte vinculante con los profesionales que trabajan más directamente con los grupos en riesgo de exclusión.
Los estudios de Gómez-Hurtado (2012 y 2014) en escuelas de Andalucía concluyen que la dirección escolar es el motor de cambio de las prácticas inclusivas al interior de una institución. Información compartida por Darretxe et al. (2013), quienes, mediante trabajo etnográfico, señalan que la cultura institucional y las estructuras organizativas -ambas vinculantes con los equipos directivos- son piezas importantes para seguir avanzando hacia prácticas más inclusivas dentro de la sala de clases. Además, y según Beneke y Cheatham (2016), la escuela debe hacer suyo un punto de vista inclusivo y abordarlo desde la cultura, pues permite estar mejor preparada para responder a la diversidad de necesidades escolares en el aula. Esta información es corroborada por diversos investigadores de Inglaterra (Ekins, 2013; Dorczak, 2013; Precey, Rodríguez y Jackson, 2013), quienes comparten estos puntos, agregando que el liderazgo de una cultura inclusiva también recae fuertemente en la sala de clases, haciéndola fundamental en el desarrollo de escuelas inclusivas (National College for Teaching & Leadership, 2014).
Una de las razones por las cuales el equipo directivo (en escuelas inclusivas) conduce exitosamente los procesos de gestión de diversidad es que logran impactar positivamente en las actitudes del profesorado (Granada, Pomés y Sanhueza, 2013). Este elemento también es relevante en términos de cultura inclusiva, pues considera que las creencias de los profesionales de una escuela son un factor crítico en el trabajo con todas y todos los estudiantes. En ese sentido, la implementación de una cultura orientada hacia la calidad no debe contemplar solo aspectos de planificación y organización escolar, sino también de procesos de aula (Ahumada, Montecinos y Sisto, 2008).
Sentido de comunidad escolar
Una escuela es una comunidad escolar. Esa afirmación suele verse en documentos y discursos. Sin embargo, en la práctica no siempre una escuela funciona de esa manera. La literatura sobre escuelas inclusivas expresa claramente que sin lógica de comunidad difícilmente se levantan procesos de inclusión. Para el caso de este trabajo, el equipo directivo es clave para distribuir el compromiso y crear un sentido de comunidad escolar al interior de los centros escolares, pues el cambio cultural de una institución debe estar claramente intencionado por parte de los líderes, pues es la forma más segura de mantener el tipo de cultura que se quiere alcanzar (Celik, Ashikali y Groeneveld, 2013). El sentido de comunidad guarda relación con procesos sistemáticos de participación: todos se sienten parte de la escuela donde habitan.
Boekhorst (2015) y Montes y Ziegler (2010) explicitan que una institución comprende varios procesos de esfuerzo para alcanzar la inclusión, siendo uno de los más relevantes la aparición de auténticos líderes que modelen la transformación deseada de una institución en términos de comunidad y colegialidad. En ese escenario, es necesario precisar que la modificación cultural no implica cambiar las “manifestaciones culturales”, sino remover la identidad de una organización (Schein, 2010). Un buen liderazgo sacará todo el potencial de aprendizaje que se necesite para renovar la cultura y contribuir a la transformación institucional, especialmente desde la inclusión escolar, donde los desafíos -y las resistencias- son mayores.
Ahumada et al. (2015), en un estudio sobre liderazgo en escuelas con condiciones difíciles, sostienen que el cultivo de expectativas, la moral y la visión compartida son primordiales para enfrentar las desigualdades en la escuela, tareas vinculantes con la labor directiva de los equipos de gestión. Por otro lado, Lorea et al. (2012), en escuelas brasileñas, concluyen que el papel del equipo de gestión es valioso para construir escuelas inclusivas y democráticas, donde el sentir de comunidad escolar se hace explícito en todos los actores escolares. En la misma línea, Fernández y Hernández (2013) sostienen que una cultura de la inclusión se puede potenciar en la medida en que sea una decisión de los centros escolares: que invite a todos y a todas a ser parte una escuela. Los estudios de López y Gallegos (2014) han encontrado que las prácticas de liderazgo compartidas y sostenidas en el tiempo proporcionan satisfacción en todos los miembros de la comunidad escolar, lo que, sin duda, colabora en la conformación de una cultura inclusiva. Esta información es apreciable, pues permite ubicar entonces a la cultura inclusiva en el centro de las decisiones de una escuela, siendo las estructuras colaborativas un punto de inflexión de los equipos directivos (Moliner et al., 2016).
En síntesis, un gran reto para las escuelas es aprender a trabajar colaborativamente con toda comunidad educativa. Esto ya se sabe y es parte de los discursos que tienen las escuelas actualmente. No obstante, no es tarea fácil. Hay que entender que las culturas que tengan los establecimientos escolares pueden condicionar considerablemente ese propósito. Por eso la necesidad de apuntar a la construcción de escuelas que tengan equipos directivos comprometidos con el desarrollo de culturas escolares más inclusivas, pues, como ya se ha dicho, una cultura inclusiva es tanto impulso como elemento de comprensión de una educación más justa y equitativa.
Reflexiones finales
El objetivo de este trabajo fue compartir una mirada comprensiva sobre la importancia de los equipos directivos en el desarrollo de una cultura de la inclusión al interior de las escuelas, precisamente porque tanto el liderazgo escolar como la cultura son elementos nucleares en el ámbito de las escuelas inclusivas. La literatura destaca que el liderazgo directivo no es una tarea puramente del director de escuela, así como destaca que la cultura, cuando es inclusiva, es determinante para empezar procesos exitosos de inclusión escolar. En relación a las prácticas de los equipos directivos en función de la construcción de una cultura de la inclusión, la información no es ni abundante ni certera. Sin embargo, existen luces y pistas sobre lo que hacen los equipos directivos en escuelas inclusivas, según la literatura consultada, y que además podrían servir de antesala para caracterizar un liderazgo escolar inclusivo.
En primer lugar, uno de los elementos clave es la construcción de una filosofía de la inclusión, la cual, desde luego, se pone en juego en los repertorios discursivos, pero que también implica una serie de prácticas que asumen un liderazgo con enfoque inclusivo. La literatura destaca que los equipos directivos asumen este liderazgo con fuerza de cambio: invitando a toda la escuela a ser parte del ideario inclusivo.
En segundo lugar, y sobre todo en escuelas de alto riesgo social, otro factor determinante es un liderazgo que asuma como propia la gestión de la diversidad. Esto no quiere decir que asuman como propio un trabajo de apoyo o intervención, sino que se involucren tanto en el impulso de los diversos programas como en el monitoreo de los mismos. En aquellas escuelas que presentan una cultura escolar más desarrollada, se puede ver que tanto directores como sus equipos son agentes activos de la toma decisiones en el ámbito de las prácticas inclusivas.
Y en tercer lugar, tenemos el sentido de comunidad escolar. La literatura reporta que las escuelas que tienen proyección de ser inclusivas tienen al personal docente y no docente comprometido con el ideario inclusivo. Ahora, este compromiso no se gesta de la nada: la literatura en esa área reporta la importancia de los equipos directivos de comprometer a los profesores y demás profesionales en el objetivo de armar una comunidad escolar estimulante y acogedora. Este compromiso se pone en evidencia en la gestión de estructuras colaborativas por parte de los directivos, en las cuales se toman decisiones en conjunto y se invita a toda la comunidad a formar parte del sentir inclusivo.
Si bien la literatura nos entrega un marco -en ocasiones, muy general- de lo que hacen los equipos directivos en el desarrollo de culturas inclusivas, también nos entrega silencios, vacíos o pendientes en este ámbito de conocimiento. A continuación formularé algunos nudos que sirven como desafíos y deudas de la investigación educativa en inclusión.
Primero, aunque ya se ha dicho durante el desarrollo de este trabajo, la evidencia sobre las prácticas de liderazgo de los equipos directivos aún es escasa. Se maneja con cierta certeza que los equipos influyen y construyen culturas inclusivas, pero sabe menos cómo. Segundo, y a pesar de la avanzada investigación en liderazgo escolar, aún no hay consenso explícito sobre qué tipo de liderazgo es mejor para una escuela que busca transitar hacia un modelo más inclusivo. La literatura reporta, por ejemplo, el liderazgo distribuido, el liderazgo democrático, el liderazgo pedagógico, el liderazgo transformacional, entre otros; todos ellos, sin duda, han dado luces de ser nodales en las escuelas, pero todos precisan también intereses distintos. Y tercero, hay más información sobre las consecuencias de un mal liderazgo que información sobre un buen liderazgo de los equipos directivos. En este sentido, la evidencia es más generosa en el ámbito de los directores de escuelas (como actores individuales), pero menos explícita en las funciones de jefatura técnica o inspectoría, sobre todo cuando estas asumen liderazgos en compensación de las malas prácticas de la dirección escolar.