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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

versión On-line ISSN 2448-8488versión impresa ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.31 no.89 Ciudad de México ene./abr. 2024  Epub 05-Nov-2024

 

Reseñas

Control social y pánico moral. Las turbas linchadoras en el México posrevolucionario

Octavio Spindola Zago1 

1Universidad Iberoamericana (UIA). Campus Puebla

Kloppe-Santamaría, Gema. En la vorágine de la violencia. Formación del Estado, (in)justicia y linchamientos en el México posrevolucionario. 2023. CIDE, Grano de Sal, México:


¿Cómo explicar el incremento de casos de violencia colectiva en forma de linchamientos en México durante un periodo que coincide con el descenso de los índices de violencia letal por homicidios?, ¿existe una correlación entre la aprobación popular de la acción de las turbas linchadoras contra sujetos percibidos como amenazantes para el orden moral local y el apoyo de amplios sectores de la población a la reinstalación de la pena capital en el código penal?, ¿qué cumulo de significados se condensaron entre los treinta y los cincuenta del siglo pasado, en las narrativas desplegadas en la esfera pública respecto a la legitimidad del linchamiento y la aplicación de la ley fuga? Estas preguntas brotan y van hallando respuestas intrigantes y argumentalmente sólidas en la medida en que avanzamos la lectura del más reciente libro de Gema Kloppe-Santamaría, En la vorágine de la violencia. Formación del Estado, (in)justicia y linchamientos en el México posrevolucionario. Traducido al español en 2023 con gran cuidado de la edición por Grano de Sal y el Centro de Investigación y Docencia Económicas, solo tres años después de su publicación original en inglés bajo el sello de la University of Californi Press, esta obra es una versión revisada y ampliada de la tesis doctoral presentada por la autora en la New School for Social Research, condecorada en 2016 con el Albert Salomon Memorial Award in Sociology.

Kloppe-Santamaría propone una tesis tan provocativa como interesante, que durante el periodo cuando se sentaron las bases de las dinámicas de hegemonía y coerción del Estado que emergía de la Revolución mexicana, así como de resistencia y negociación de la sociedad de cara a este proceso de statemaking, la presencia de linchamientos en México no se explica por la ausencia del Estado, sino que esos episodios de violencia multitudinaria fueron desencadenados precisamente por la presencia de agentes estatales que eran percibidos como incapaces de proporcionar el tipo de justicia que la gente consideraba necesaria para castigar alguna conducta transgresora, o ante la presencia de actores involucrados con el proceso de modernización que eran considerados una amenaza al status quo y a la seguridad ontológica de las comunidades. Es decir, que la presencia del Estado, lejos de imponerse a cortapisas, es contenciosa y disputada por varios sectores de la sociedad. Más que los niveles de criminalidad per se, fueron las representaciones sociales en torno al delito y a los criminales el detonador que generalizó la colectivización de esta forma de castigo sumario.

A lo largo de sus cuatro capítulos, complementados por un prólogo a la edición en español, una introducción, la conclusión y un excelente apéndice metodológico que orienta al lector en la crítica de fuentes aplicada a la prensa (especialmente a la nota roja), a los informes de seguridad del gobierno federal y a los artefactos culturales como películas, el libro complejiza la clásica identificación entre violencia popular, naturaleza redentora, y orientación ideológica de izquierda. Porque, ¿cómo asimos una forma de violencia como lo es la puesta en marcha por las turbas linchadoras, que se caracteriza por ser ejercida, la más de las veces, por ciudadanos marginados contra personas tan o más marginadas que ellos? Por su dinámica histórica, esta violencia multitudinaria escapa a las correlaciones lineales clásicas arriba-abajo, derecha-izquierda, revolucionaria-reaccionaria. He ahí la peculiaridad que ofrece al investigador este fenómeno social como objeto de estudio, pues estos predicamentos teóricos no resultan tan evidentes cuando se enfocan otras manifestaciones de la violencia como la insurgencia y las guerrillas o el terrorismo de Estado y la represión política.

La autora analizó 366 casos de linchamientos, 100 mortales, 130 no letales y 136 intentos. En 322 de estos, las víctimas fueron hombres, en 14 se incluían hombres y mujeres, y en 29 las personas linchadas eran mujeres. La distribución espacial del universo concentra 132 casos en la ciudad de México, 68 en Puebla, 32 en el Estado de México, 15 en Veracruz, 10 en Guanajuato, 7 en Michoacán, 6 en Oaxaca, 6 en Hidalgo y 6 en Jalisco. Es notable que no se observa una prevalencia de contextos rurales o de asentamientos indígenas, como se intuiría; sino que los linchamientos se activaban lo mismo en pueblos y comunidades relativamente alejadas, que en barrios y colonias de las ciudades del México posrevolucionario (muchos de ellos plenamente integrados a la vida urbana, como Coyoacán en la Ciudad de México y El Carmen en Puebla).

Al poner el foco de interés en las lógicas de poder y en las dinámicas de exclusión que se despliegan en los linchamientos, Kloppe-Santamaría invita a conceptualizar estos hechos sociales como una violencia alentada por un pensamiento conservador e instrumentalizada para el control social, y no como una violencia emancipadora que proviene “desde abajo”. Es decir, contrario a lo que se asume en el imaginario colectivo contemporáneo, los linchamientos no tuvieron lugar únicamente en comunidades geográficamente aisladas que habían permanecido desconectadas de los cambios promovidos por el gobierno federal. E incluso cuando las turbas linchadoras eran producto del rechazo al proyecto de modernización estatal, no se trató de un fenómeno premoderno, sino del resultado de la interacción de distintos sectores sociales con la modernidad.

Para sustentar esta tesis y desarrollar sus argumentos, la autora integra un marco teórico que hila fino para interpretar las fuentes, no desde el andamiaje conceptual de Scott sobre “las armas de los débiles”, sino recurriendo al análisis de Thompson sobre las acciones multitudinarias en la Inglaterra del siglo xviii defendiendo costumbres o derechos tradicionales como base para el consenso de su curso de acción; al argumento de Taylor sobre las rebeliones en el México colonial como actos de violencia colectiva más para restaurar un equilibrio consuetudinario que para subvertir un orden opresor; y a las nociones de “zonas de coerción” y “zonas de hegemonía” de Pansters para explicar el statemaking en términos de un “proceso continuo de negociación e institucionalización que permite que el Estado sea reconocido por los ciudadanos como la fuente principal de autoridad, soberanía y uso legítimo de la violencia” [Kloppe-Santamaría, 2021: 40]. Finalmente, se echa mano de la categoría de “control social” desarrollada por Senechal para aludir al entendimiento y las respuestas de las comunidades frente a conductas tipificadas como desviadas o transgresoras, lo que arroja luz a la naturaleza interpretativa de la realidad social y los efectos profundamente materiales de las narrativas que instancias sentidos y significados en una sociedad.

Este marco teórico le permiten a la autora identificar cuatro modalidades de linchamiento: como formas sumarias de castigo para la purificación moral contra elementos estigmatizados (por razones criminales, por la cosmovisión religiosa o por el pensamiento mitológico); como resistencia contra agentes estatales que representaban los esfuerzos de modernización y secularización; como justicia correctiva contra figuras de poder (de jure o de facto) que habían abusado de su autoridad o porque habían castigado de manera injusta a un malhechor; y como actos autorizados por el propio Estado, o con su connivencia, asesinando a enemigos políticos o a presuntos delincuentes (que en ocasiones eran acusados de cometer infracciones atroces, pero otros tantos linchamientos “ajusticiaron” delitos menores).

El primer tipo de linchamiento puede ser leído como la puesta en escena de un juicio sumario popular que aplicaba la justicia extralegal de las normas sociales, mismas que daban sustento a la moral comunitaria, a través de formas letales, espectaculares y desproporcionadas de castigo. Y era así porque los ciudadanos estaban convencidos de que el sistema judicial era ineficiente y estaba plagado de impunidad, al grado que concebían a las cárceles como espacios de protección para criminales. Se trata de linchamientos contra chacales infames, vejetes sátiros, rateros y viles cuatreros, por ejemplo. Al mismo tiempo, el lector encontrará casos en los que se castigaba con especial teatralidad y de forma excesiva a “madres desnaturalizadas” que violaban el ideal de genero que imputaba a las mujeres un instinto maternal y el deber de consagrarse a las labores de cuidado, así como a “malos hijos” que agredían a sus padres y madres, contrariando el mandato de jerarquía que garantizaba el orden social dentro y fuera de la familia.

Si cristeros y segunderos tuvieron un rol importante en los linchamientos contra los maestros socialistas, lo propio los sinarquistas contra el rifle sanitario y el servicio militar. Respecto a la campaña contra la fiebre aftosa del ganado bovino, era percibida como abusiva entre las comunidades por atentar contra las condiciones materiales de reproducción de la vida de los pequeños ganaderos; en tanto que el servicio militar obligatorio, instaurado ante la guerra mundial con la visión de disciplinar a las masas y crear sentido de unidad nacional, fue denunciado por las prácticas corruptas de los comités de reclutamiento y la reticencia a que los jóvenes fueran enviados al extranjero a luchar por un aliado impopular, Estados Unidos.

Por lo que refiere a los linchamientos contra comunistas y protestantes, marcados como portadores de ideologías extranjeras que debían ser eliminadas en aras de resguardar la integridad moral de la nación, revelan que la motivación de la violencia comunitaria no eran solo las rupturas del orden legal, sino también debido a lo profundamente arraigada que estaba la religión católica en la estructura sociopolítica de las comunidades.

Por ello, la sacudida del anticlericalismo mediante campañas desfanatizadoras y tácticas iconoclastas provocó una proporcionalmente virulenta defensa de las dimensiones simbólicas de la religión y de las estructuras de poder promovidas por el clero y el laicado. Por una parte, luego de la guerra cristera, y especialmente con el giro conservador del gobierno de Ávila Camacho, la jerarquía episcopal condenó la violencia y optó por encausar la movilización pacífica dentro de los márgenes de la Acción Católica Mexicana. Pero, por otra, siguió empleando un lenguaje beligerante contra los infieles e impíos, al tiempo que mantuvo vigente el ethos sacrificial.

Queda pendiente una investigación sistemática que explique la mutación que, en el imaginario católico, experimentó el martirologio: refiriendo originalmente a quien muere por su fe sin empuñar las armas; pero fundiéndose en el siglo xx con la épica del héroe para dar forma al mártir que no solo se sacrifica por Cristo, sino que también está dispuesto a matar en su nombre. Con todo, considero que el silencio de las autoridades federales frente a los ataques contra evangélicos, permitiría clasificar este tipo de linchamientos como una subclase de aquellos autorizados por el Estado.

En los márgenes entre la primera y la segunda categoría, se identifican los linchamientos contra los “robagrasa”, los “chupasangre” y las “brujas”. Los casos de violencia multitudinaria contra robagrasa y chupasangre se asocian con gramáticas de resistencia cultural contra la modernización, una respuesta reactiva ante la presencia de extranjeros que irrumpen en la cotidianidad de las poblaciones. Por su parte, los linchamientos contra brujas y curanderos muestran la posición ambigua que estas personas ocupaban dentro de sus comunidades: ocupaban tanto una posición de poder por sus capacidades sanadoras y mágicas, como de miedo y desconfianza por la esencia metafísica y sobrenatural de sus poderes. Todos los casos resumidos en este párrafo son, para Kloppe-Santamaría, chivos expiatorios fabricados por el pensamiento mitológico, el cual coexistía con la experiencia popular de la religiosidad católica, que legitimaba la violencia multitudinaria de las turbas linchadoras y su aplicación de castigos desproporcionados.

Mientras que la resistencia contra agentes estatales intentaba frenar la intromisión de fuerzas externas en la vida de las comunidades a través de linchamientos contra maestros socialistas, inspectores de alcohol, recaudadores de impuestos, brigadistas sanitarios, ingenieros de obra pública y promotores de la reforma agraria; la justicia correctiva contra figuras de poder era una forma de rendición de cuentas violenta en contra de autoridades corruptas o ilegítimas (caciques, policías, alcaldes y militares). En este sentido, se advierte que linchar era parte del lenguaje de protesta, negociación y resistencia del que disponía la ciudadanía en la cultura política posrevolucionaria.

Finalmente, la cuarta tipología refiere al uso de la ejecución extrajudicial disfrazada como actos de justicia comunitaria, lo que garantizaba el anonimato de sus autores intelectuales y, en última instancia, muestra que las autoridades responsables de la vigencia del Estado de Derecho a nivel local estaban lejos de ser promotores del proceso civilizatorio. El capítulo que aborda estos casos concluye que el uso de este tipo de violencia por parte de figuras influyentes en las comunidades era tolerado o recompensado, incluso, por las elites federales, siempre que sus abusos no atrajeran una publicidad innecesaria y permanecieran leales al régimen.

Los lectores encontrarán en el transcurso de estas páginas evidencia de discursos contradictorios y de márgenes dinámicos para la acción interpretativa sobre la naturaleza, las causas y los efectos de los linchamientos. En el caso de la prensa, mientras que censuraba como incivilizada la violencia multitudinaria infringida contra agentes estatales y aquella animada por el pensamiento religioso, dando muestra del estado de barbarie en el que, consideraban los periodistas y editores, se hallaban aun muchas de las comunidades del país, imputaba una carga moral positiva al ajusticiamiento de criminales acusados de violación y asesinato, al imponer el orden en regiones donde el brazo del Estado aun no llegaba con toda su fuerza. Pero también las mismas personas que un día habían incitado el linchamiento y celebrado la aplicación de la ley fuga, como fue el caso de Juan Soldado, al otro podían pensarlo como un abuso de las autoridades. Juan Soldado pasó de ser imaginado como un asesino y violador despiadado, a convertirse en un mártir y objeto de devoción popular.

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