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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

versión On-line ISSN 2448-8488versión impresa ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.24 no.69 Ciudad de México may./ago. 2017

 

Dossier

Testimonios de más de cuatro décadas en México

Testimonies from more than four decades in Mexico

Alicia M. Barabas1  * 

1Centro INAH Oaxaca


Resumen:

Este artículo narra testimonialmente la trayectoria académica de una antropóloga Argenmex que vive en México desde hace 45 años, 40 de ellos en Oaxaca, realizando investigaciones etnográficas entre los pueblos originarios. La narración autobiográfica se ha organizado cronológicamente intercalando una suerte de bibliografía comentada de la autora con los contextos latinoamericanos y mexicanos de la antropología.

Palabras clave: Antropología; Etnografía; pueblos originarios; testimonio; autobiografía

Abstract:

This article testimonially narrates the academic trajectory of an ArgenMex anthropologist who has lived in Mexico for 45 years, 40 of them in Oaxaca, carrying out ethnographic research among indigenous peoples. This autobiographical narrative has been organized chronologically by inserting a type of commented bibliography from the author related to the Latin American and Mexican contexts of anthropology.

Keywords: Anthropology; ethnography; original peoples; testimony; autobiography

Estos testimonios muestran una historia, en gran medida, conjunta, que vivido a lo largo de 45 años con Miguel Bartolomé, mi esposo y colega, Argenmex al igual que yo. Quiero agradecer a la revista Cuicuilco y a su director, quien concibió la idea de reunir a algunos de los antropólogos Argenmex en un número especial y que amablemente me invitó a escribir este artículo creando así un espacio para la memoria sobre mi trayectoria.

Llegué a México de Buenos Aires, junto con Miguel, en enero de 1972, como licenciada en Ciencias Antropológicas por la Universidad Nacional de Buenos Aires (UNBA), título que había obtenido en 1971. Ninguno de los dos vinimos como exiliados sino por voluntad propia en búsqueda de la riqueza antropológica de México y hartos de la precaria situación de nuestra especialidad en la Universidad Nacional de Buenos Aires (UNBA). Además, el clima político nacional y universitario eran propicios para nuestros anhelos juveniles -yo tenía 22 años y Miguel 25-; éramos simpatizantes de izquierda, en una sociedad y una universidad progresivamente peronistas y del pluralismo cultural encarnado en las culturas indígenas, en un medio que las ignoraba o que no pensaba en sus derechos, sino en el exotismo de su “folclore”, como se le llamaba a sus culturas.

En 1971 se había llevado a cabo el primer Congreso del -conocido como- Grupo de Barbados, en el que Miguel participó por Argentina y allí conoció a un grupo de antropólogos latinoamericanos críticos de los Estados nacionales, de las Iglesias y de la antropología, entre los que estaban Guillermo Bonfil, Darcy Ribeiro, Stefano Varese y ahí nos reencontramos con Scott Robinson y Georg Grünberg, a quienes ambos habíamos conocido en Lima, Perú, en el Congreso de Americanistas de 1970, que también fue nuestro viaje de bodas, yo aún como estudiante. Al año siguiente Scott y Arturo Warman invitaron a Miguel para dar clases de Antropología de Sudamérica en la Universidad Iberoamericana y fue así como llegamos a la Ciudad de México.

Resulta importante contextualizar, aunque sea brevemente, nuestra presencia en México con lo que sucedía en la antropología indigenista (esto es, ocupada con la cuestión indígena) de América Latina en 1970, cuando estaba en construcción una orientación de corte pluralista, consistente con las ideas vertidas en el libro y la Declaración del Grupo de Barbados (1972). A ella contribuyeron los antropólogos comprometidos con la liberación de los pueblos indígenas colonizados y explotados, con propuestas que fueron y son muy conocidas entre los indigenistas de los países de América del Sur y Centroamérica, aunque menos en México. En alguna medida era razonable ese mayor impacto sureño ya que las monografías que componían el libro del primer congreso de Barbados trataban la situación de grupos indígenas de las tierras bajas de América del Sur; de los que México, con su profunda tradición agrícola mesoamericana, se sentía muy aparte.

Los últimos años de 1960 a 1970 trajeron consigo el afianzamiento de las políticas internacionales y nacionales sobre derechos humanos de las minorías,1 así como la apertura de la Iglesia católica hacia los pueblos indígenas a través de la corriente de la Teología de la Liberación y más tarde también de la Teología India, surgidas en América Latina después del Concilio Vaticano ii. Otros hechos de gran significación, durante esas décadas, fueron la consolidación en América del Norte y el surgimiento en América Latina de una nueva forma de movimientos indígenas, que llamamos etnopolíticos [Bartolomé 1995 b ], que buscaban reivindicar los derechos indígenas a la diferencia cultural, a la autogestión integral de sus proyectos existenciales y a la autonomía. En México, los movimientos de este tipo salieron a la luz pública en los tardíos años 70, se consolidaron como independientes en los 80 y en los 90 cuando hizo eclosión, en 1994, la insurrección zapatista [Barabas 2005]. Aquellos fueron momentos y factores claves para el desarrollo del pluralismo porque se abrieron en distintos foros las discusiones sobre el valor de la diferencia cultural y los derechos indígenas, en las que participaron organizaciones no gubernamentales, agencias internacionales, la Iglesia de Teología de la Liberación, la Antropología y otras ciencias sociales.

Desde 1970 en adelante se han llevado a cabo numerosos congresos, seminarios y proyectos de apoyo a las organizaciones indígenas y de formación de liderazgos indígenas, entre muchas otras temáticas. Podría decirse que la antropología latinoamericana pluralista entraba en la arena política comprometida con el derecho de los indígenas a la diferencia y a la autogestión, sustentándose en la etnografía de esas diferencias culturales. Pienso que en aquellos años quedó establecida una vez más la relación entre la ciencia y el compromiso político con los sujetos de estudio, que puede no compartirse, pero no puede ignorarse [Barabas 2007]. Para la orientación pluralista, la diferencia cultural y las dinámicas identitarias han sido, desde entonces, fuertes tópicos para la reflexión y la acción participativa, a partir de la concepción de que la antropología se construye principalmente como discurso sobre la alteridad.

En América Latina la antropología pluralista se fue concretando en diversas propuestas teóricas y numerosas etnografías que ponían en evidencia las situaciones de colonialismo interno que vivían los indígenas y la construcción de las identidades étnicas en contextos de pluralismo desigual, además elaboraban nuevos conceptos y categorías de análisis que mostraban, en forma inédita, las relaciones entre indios y blancos. La producción etnográfica hizo manifiesta la pluralidad cultural en el ámbito nacional y la diferencia cultural interna de los pueblos indígenas. Se planteaba entonces la necesidad de reconocimiento de esa pluralidad por parte de los Estados nacionales latinoamericanos, lo que recién se hizo realidad -al menos en las leyes- en la década de los 90 y más tarde, cuando las constituciones de algunos Estados nacionales incluyeron la composición plural entre sus artículos.

Recuerdo claramente que en aquellos primeros días de enero de 1972 en la Ciudad de México, intensos y sorprendentes, entre tacos picosos e intentos fallidos de pronunciar Popocatéptl e Iztaccíhuatl, vimos en primera plana de un periódico nacional el rostro sonriente de Guillermo Bonfil, quien había sido nombrado Director del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). Nosotros, que veníamos de un mundo crecientemente militarizado en el que la crítica antropológica y el marxismo estaban prohibidos, veíamos con asombro y alegría que uno de los miembros del Grupo de Barbados y coautor del polémico libro De eso que llaman antropología mexicana [Warman et al. 1970] ocupaba un puesto institucional de poder. En los meses siguientes conocimos a varios antropólogos mexicanos que serían amigos y colegas de más de media vida, como Rodolfo Stavenhagen, Margarita Nolasco, Salomón Nahmad, Mercedes Olivera, Arturo Warman, Enrique Valencia, Pepe y Brixie Lameiras, Eduardo Matos, Alfredo López Austin y muchos más, algunos integrantes del famoso grupo de Los Siete Magníficos, cuyas obras hacían temblar los cimientos de la antropología indigenista mexicana anterior a 1968.

En enero de ese mismo año fui aceptada como profesora de asignatura en la ENAH para impartir un curso sobre Movimientos Milenaristas y Mesiánicos Indígenas, tarea que desempeñé durante todo el año. Con el apoyo de Margarita Nolasco, fuimos contratados como asesores de la Secretaría de Recursos Hidráulicos en la Comisión del Papaloapan con el fin de realizar estudios para el “reacomodo” de los indígenas chinantecos y mazatecos, que serían afectados por la construcción del megaproyecto de desarrollo hidráulico conocido como presa Cerro de Oro. Este contrato orientó nuestro rumbo en México ya que de inmediato fuimos a vivir en el campamento de la Comisión, en Veracruz, primero, y en un de par de meses en el poblado chinanteco de Ojitlán, Oaxaca, uno de los principales afectados por la presa.

La Chinantla Baja era una región calurosa, de gran belleza natural, profusa vegetación, ríos, arroyos y abundante fauna, que fuimos conociendo de la mano de nuestra familia adoptiva, los Contreras: don Sabino, doña Juana, su hijo Benito, su esposa Margarita Valentín y los niños, uno de ellos nuestro ahijado Fabián, quienes no sólo nos brindaron hospitalidad y cariño, también compartieron con nosotros su cultura. Comenzamos entonces a conocer a México desde dentro, no sólo por la convivencia diaria con los indígenas y con la población regional entre jarocha y oaxaqueña, sino por el aprendizaje sobre las leyes y las instituciones nacionales desde “el campo”. Pasamos el año, 1972, inmersos en la vida y en la problemática del pueblo chinanteco de Oaxaca perjudicado en sus derechos por el megaproyecto y sus múltiples consecuencias y desamparado por el indigenismo oficial que en aquellos años era de corte netamente integracionista. En 1973 elaboramos un informe para la institución contratante en el que presentábamos la cultura y las instituciones del universo indígena afectado y dábamos recomendaciones relativas a la relocalización que -nosotros sosteníamos- debía hacerse en tierras aledañas a las afectadas por el embalse. Esta recomendación estuvo lejos de ser tomada en cuenta toda vez que las miles de hectáreas necesarias para reacomodar a más de 20 000 indígenas desplazados, eran de “propiedad privada”, aunque la Secretaría de la Reforma Agraria dijera que los latifundios no existían en México.

Desde nuestra perspectiva, el Estado estaba creando condiciones muy adversas para la reproducción futura de la cultura y la sociedad chinantecas al expulsarlos de su territorio ancestral y realizar varias relocalizaciones inadecuadas, todas ellas en el estado de Veracruz, con la complicidad del indigenismo oficial y, calificábamos a este proceso como etnocidio [Jaulin 1973], al que entendíamos como inducción al suicidio cultural. No encontramos suficiente eco entre nuestros colegas en México y decidimos entonces publicar un artículo de denuncia de esta situación en la revista danesa IWGIA, titulado “Hydraulic Development and Ethnocide: The Mazatec and Chinantec People of Oaxaca, México” [Barabas y Bartolomé 1973].

Años más tarde, tuvo lugar la indignada réplica del doctor Gonzalo Aguirre Beltrán, padre del indigenismo de esa época, que el lector podrá encontrar en su libro Aguirre Beltrán: Obra Polémica [1976]. Si algo debemos agradecerle al doctor Aguirre es haber contestado dentro del marco de la antropología y no desde la Secretaría de Gobernación, con la que fuimos amenazados años después. Si de algo podemos lamentarnos es que hemos comprobado, debido a investigaciones de seguimiento que realizamos 20 y 40 años más tarde [Bartolomé y Barabas 1990, 1997; Bartolomé 2016], que vastos sectores de los reacomodados han sido, en efecto, víctimas del etnocidio.

En aquellos años, 1973, y al menos una década más, la antropología mexicana se debatía principalmente entre dos opciones teóricas y políticas; por una parte el indigenismo oficial integracionista y, por otra, la antropología contestataria seguidora, muchas veces dogmáticamente, del marxismo. Si bien el indigenismo reconocía la existencia de los indígenas y sus culturas, su propósito era la desaparición de esas diferencias y la integración de la población a la sociedad nacional, hablante de español y concebida como homogénea. Los simpatizantes del marxismo no veían indígenas -decían que sus idiomas de desarrollo milenario eran accidentes históricos- sino sólo clases sociales, campesinado y proletariado inmersos en modos de producción, que no tardarían en obtener plena conciencia de clase a costa de la renuncia de la etnicidad. Con todas las distancias que pueden marcarse, ambas posiciones coincidían en anticipar el fin de las identidades étnicas y de las culturas de los pueblos originarios. A más de 40 años, esos pueblos y la historia se han encargado de desmentir aquellos augurios.

Los antropólogos de orientación pluralista éramos pocos en México y tildados de “demócratas cristianos”, “etnicistas”, “etnopopulistas” o happy sauvage anthropologists. Muchos de los colegas que así llamaban a los miembros y simpatizantes del Grupo de Barbados, comenzaron a percibir la existencia de los indígenas de México a partir de la insurrección zapatista de 1994 y algunos de ellos se convirtieron, entonces, en fervientes indigenistas. Debe decirse que en otros países de América Latina ocurría algo semejante, por ejemplo, en Perú, Bolivia, Ecuador, en la década de los años 70, los indígenas habían sido invisibilizados y considerados sólo como campesinos y obreros [Ossio 2015; Albó 2015; Moreno 2015].

Como parte de una política nacional, interesada en la protección de zonas arqueológicas y monumentos coloniales, también en la investigación antropológica y el patrimonio inmaterial, el INAH creó, en aquellos años, centros regionales en diversos estados del país, como en la Península de Yucatán, con sede en Mérida, donde nos invitó Bonfil a incorporarnos como investigadores en 1973. Además de un inmenso cariño por los mayas y por los yucatecos, esa estancia de tres años, en Yucatán y Quintana Roo, nos dejó el libro que escribimos, La Resistencia Maya. Relaciones Interétnicas en el oriente de la Península de Yucatán [Bartolomé y Barabas 1977], el primer estudio sobre relaciones interétnicas llevado a cabo en México, entre la sociedad regional peninsular y nacional mexicana y los macehuales de la selva central de Quintana Roo, descendientes de los mayas rebeldes de la llamada Guerra de Castas. La temática se inspiró en el modelo de los sistemas interétnicos desarrollado por el antropólogo brasileño Roberto Cardoso de Oliveira en Brasil [1968, 1974] y lo llevamos al terreno en los pueblos macehuales, con quienes había trabajado con notables antropólogos como Robert Redfield [1944] y Alfonso Villa Rojas [1945]. Nosotros estudiamos a la Guerra de Castas como movimiento sociorreligioso, a los pueblos mayas macehuales como la organización sociopolítica y religiosa construida desde la Guerra y a la Iglesia Maya como la concreción del movimiento milenarista y mesiánico de la Cruz Parlante; que eran temas en los que me fui especializando desde la tesis de licenciatura sobre movimientos milenaristas y mesiánicos entre los indígenas Toba del Chaco argentino. Por otra parte, pude investigar las categorías étnicas aún presentes en esa época en la sociedad, en buena medida estamental que era la yucateca, y escribir uno de los primeros ensayos sobre racismo [Barabas 1979]. Desde entonces tengo el cargo de Profesora de Investigación Científica y he pasado por sucesivos niveles escalafonarios hasta el de Profesora Emérita alcanzado en 2014. En estos 44 años dentro del INAH he dirigido y codirigido numerosos proyectos de investigación en tres Centros Regionales: Yucatán, Morelos y Oaxaca.

En 1976 fuimos a residir por un año a la Ciudad de México y en ese tiempo realicé la maestría en Sociología en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), grado que obtuve en 1978. En aquellos años, la UNAM había suspendido los estudios doctorales en Antropología y su plan de estudios, al igual que el de la licenciatura en la UNBA, abarcaba todas las especialidades por igual; no existía entonces en México una universidad pública que otorgara posgrados en Antropología social y por ello nos inclinamos a estudiar maestría y luego doctorado en Sociología, decisión que nunca me arrepentí porque me abrió al conocimiento de corrientes teóricas de las ciencias sociales, como el interaccionismo simbólico, que sólo más tarde fueron interpeladas por la antropología mexicana.

En 1977 pedimos nuestra adscripción al Centro Regional Oaxaca y comenzamos a residir en la pluriétnica ciudad de Oaxaca de Juárez. Pronto emprendimos un estudio etnográfico del pueblo chatino ubicado entre la Sierra Sur y la Costa, hasta los años 70, bastante desconocido para la antropología. Ésta fue nuestra primera etnografía en Oaxaca sin mediar un objetivo específico de investigación, como había sido el caso de la etnografía que realizamos con los chinantecos que nos permitió un conocimiento holístico más o menos profundo de la cultura de este pueblo de origen lingüístico otomangue y una comprensión bastante completa de su situación social en el contexto plural del Estado. Nuestro apoyo, por medio de un artículo periodístico, a los chatinos trabajadores de la madera que estaban siendo amenazados por la Papelera Tuxtepec debido a su negativa a que esta empresa paraestatal continuara explotando sus bosques, nos valió una amenaza del entonces director del Centro Regional Oaxaca, Manuel Esparza, de denunciarnos a la Secretaría de Gobernación por inmiscuirnos en asuntos de política nacional. No obstante, completamos nuestra investigación y publicamos el libro Tierra de la Palabra. Historia y Etnografía de los chatinos de Oaxaca [Bartolomé y Barabas 1982, 1996].

Durante esos años también escribimos un libro en dos volúmenes que llamamos La presa Cerro de Oro y el Ingeniero El Gran Dios. Relocalización y etnocidio chinanteco [Bartolomé y Barabas 1990], que recogía nuestra etnografía de la sociedad y cultura chinantecas y la minuciosa investigación que habíamos realizado del proceso de relocalización de más de 20 000 indígenas, incluidos los movimientos sociales que organizaron en contra de la presa. Puedo decir que éste fue uno de los primeros estudios ilustrados mediante perspectivas teórico-metodológicas sobre estos procesos en otras partes del mundo, lo que permitía caracterizar los escenarios y las consecuencias del caso chinanteco dentro de un contexto global de estudios de relocalizaciones vinculadas a megaproyectos hidroeléctricos.

Una disputa entre el conjunto de los investigadores y el ya citado director del Centro Regional Oaxaca obligó a la diáspora a la mayor parte de ellos. Nosotros nos adscribimos al Centro Morelos del INAH en 1980, donde estudiamos los rituales y publicamos la historia del pueblo nahua de Tetelcingo [Vecinos de Tetelcingo 1981]. Durante esos años cursé el doctorado en Sociología en la FCPYS de la UNAM, grado que obtuve en 1985. De mi segunda alma mater he recibido menciones honoríficas y la medalla Gabino Barreda al Mérito Universitario (1980). En 1986 ingresé en el Sistema Nacional de Investigadores de CONACYT (SNI) como Nivel I y en 2015 me han entregado el tercer nombramiento como Nivel III, que me fue otorgado por primera vez en 2007, por 15 años más.

Como investigadora de tiempo completo en Centros Regionales del INAH, he tenido magníficas oportunidades para la investigación de campo, pero escasas para impartir cursos cotidianamente, como lo hacen los profesores de universidades e institutos con docencia, y entonces la he ejercido como profesora invitada por universidades del país y de otros países. Así he impartido cursos, breves e intensivos y cursos semestrales, de posgrado y de grado, desde 1972 hasta la actualidad en diferentes Universidades de México, ENAH, ENAH-Chihuahua, Instituto de Investigaciones Sociológicas de Oaxaca (IIS-UABJO), CIESAS-Chiapas y Universidad Pedagógica Nacional-campus Oaxaca. En Brasil, desde 1986 hasta 2014, por última ocasión, he dado clases en las Universidades de Santa Catarina, de Brasilia, FLACSO-Brasilia, de Río de Janeiro (Museu Nacional), de San Pablo, de Bahía, de Paraná, de Goiás y de Ceará. En Argentina, en la Universidades de Buenos Aires, Misiones y La Plata. En Paraguay, en la Universidad Católica de Asunción. En Chile, en la Universidad Academia del Humanismo Cristiano. En España, en la Universidad Rovira y Virgili de Tarragona, en la de Valencia y en la Complutense de Madrid y en Holanda, en la Universidad de Leiden. En todos los casos fui invitada a impartir los cursos por autoridades universitarias de esos países y los organicé por medio de mis -y nuestras- propias investigaciones publicadas sobre diversas temáticas siempre vinculadas con los pueblos indígenas, en especial, movimientos sociorreligiosos, religiones y territorialidad simbólica. Este derrotero universitario por algunos países de América Latina y Europa durante periodos breves y años sabáticos, a lo largo de mucho tiempo, me ha dejado imborrables recuerdos, amistades, alumnos y ricas experiencias para mi práctica como antropóloga.

En 1983, con el regreso de la democracia a Argentina, se nos planteó la opción del retorno a la tierra de los orígenes o la permanencia en la tierra de adopción. Al igual que esas visitas, que son las primeras en llegar a la fiesta y las últimas en irse, nosotros optamos por la segunda y nos propusimos volver a radicar en el pluriétnico Oaxaca, precisamente para indagar sobre la pluralidad etnocultural, que en aquellos años todavía no era una inquietud de la antropología mexicana. Hemos trabajado con la mayor parte de los 15 grupos etnolingüísticos que pueblan el estado y hemos desarrollado, en conjunto y por separado, distintos proyectos de investigación desde 1983 hasta la actualidad, que dieron como resultado varios libros, además de los ya citados. Coordinamos Etnicidad y Pluralismo cultural. La dinámica étnica en Oaxaca [Barabas y Bartolomé 1986], resultante de un congreso internacional que organizamos, que reunía trabajos de investigación de diversos autores, además de los nuestros, sobre la dinámica étnica plural en la Época Prehispánica, la Colonial y la actual, incluyendo las problemáticas lingüísticas, económicas, interétnicas y la migración.

Más tarde publicamos el libro La pluralidad en peligro [Bartolomé y Barabas 1996] y las series Historias étnicas y Narrativas étnicas, en 1990, integradas después en el libro Historias y palabras de los antepasados [Barabas y Bartolomé 2003]. En este proyecto nos propusimos investigar la situación del idioma materno, de la cultura y de la identidad étnica entre cuatro grupos etnolingüísticos en los que, según datos censales, se estaba “perdiendo la lengua”: ixcatecos, chocholtecos, chontales de Oaxaca y zoques Chima. Los diagnósticos etnográficos y el análisis de los factores causales y las consecuencias de este proceso fueron los ensayos que integraron La pluralidad en peligro [Bartolomé y Barabas 1996]. Un objetivo que nos habíamos propuesto desde el inicio del proyecto era la devolución del conocimiento a los indígenas para colaborar con la recuperación cultural y lingüística en sus pueblos. Para ello, elaboramos dos programas, las Historias y las Narrativas, con una metodología participativa en los cuatro grupos mencionados, también entre los chatinos y los chinantecos, que consistió en la elaboración de folletos escritos e ilustrados sobre la historia de cada grupo y sobre una narrativa bilingüe socialmente significativa, para la cual los maestros bilingües y etnolingüistas daban los primeros pasos en la escritura de sus lenguas, hasta entonces orales. Estos materiales, para la lectoescritura, fueron distribuidos gratuitamente en las escuelas y bibliotecas y en el acervo municipal de diversas comunidades de cada uno de los grupos y hasta el día de hoy circulan entre residentes y migrantes, algunos ya subidos a Internet.

En nuestro caso, hemos tratado de que los conocimientos sistematizados por la antropología, en cada investigación, fueran revertidos socialmente para que las poblaciones concernidas pudieran utilizar esa información en función de sus propios intereses. En el fondo de la intervención antropológica en las comunidades, para la recuperación de lenguas y culturas en riesgo, subyace nuestra convicción que, en muchos casos, el renunciamiento cultural e identitario no es realmente una elección propia sino el resultado de centenarios procesos de internalización del estigma de la condición étnica, que han sufrido los indígenas como víctimas de discriminación y racismo por parte de la sociedad regional y nacional. Poner en sus manos materiales didácticos y resultados antropológicos, que los ayuden a recuperar la estima por la propia cultura, es un deber que asumimos como compromiso con estos pueblos.

En 1996 la Coordinación Nacional de Antropología del INAH nos solicitó la elaboración de un proyecto colectivo de investigación etnográfica. Esta propuesta no era del todo ajena a las grandes repercusiones que la insurrección zapatista de 1994 estaba teniendo en distintos sectores de la sociedad, entre los pueblos indígenas y en la antropología. Muy interesados en investigar las perspectivas que la etnografía pudiera proporcionar para pensar las formas de organización autonómicas más sensibles en la compleja y plural Oaxaca, coordinamos la participación de más de 20 investigadores en un proyecto que abarcó a todos los grupos etnolingüísticos del estado de Oaxaca y dio como resultado el libro Autonomías étnicas y estados nacionales [1998a] y los tres volúmenes del libro Configuraciones étnicas en Oaxaca. Perspectivas etnográficas para las autonomías [1999]. El primero, fue el resultado de un congreso internacional que organizamos en Oaxaca e integró trabajos inéditos teóricos y monográficos sobre la construcción de autonomías étnicas en algunos países del mundo y las reflexiones de antropólogos nacionales y de indígenas como protagonistas de las autonomías. Un dato relevante por mencionar, es que en el espacio de ese proyecto realizamos una investigación de campo en la isla de Ustupu, en la Comarca Kuna de Panamá, que fue la primera autonomía indígena proclamada en América Latina en 1953 [Bartolomé y Barabas 1998a ]. Los demás volúmenes fueron las extensas monografías etnográficas organizadas en temas relacionados con las potencialidades culturales para la autonomía, acompañadas de estadísticas y cartografía de cada grupo y su territorio en el estado de Oaxaca.

Vale hacer aquí un paréntesis en la cronología de esta historia y contextualizar nuestras obras en el marco de la práctica antropológica de la época. En nuestro caso partimos, como ya he dicho, de concepciones teóricas y políticas pluralistas y, desde la investigación con los chinantecos de 1972 en adelante, hemos realizado estudios etnográficos en universos de mayor dimensión que la comunidad, abarcando diferentes regiones o la totalidad de un grupo etnolingüístico, lo que nos permitió conocer los contextos sociales y presentar la situación demográfica, socioeconómica, territorial y política de todo el grupo, sin perder por ello el método etnográfico cualitativo, participativo y de residencia prolongada en una comunidad, que nos brindó la posibilidad de acercarnos a la cultura de cada grupo con cierta profundidad. Tal vez no hemos escarbado cada dato cultural hasta llegar a la médula, pero a lo largo de cuatro décadas hemos escrito etnografías actualizadas sobre grupos indígenas para los cuales se contaba con las excelentes pero antiguas monografías de los etnógrafos clásicos, producidas en los años 40, 50 y 60 del siglo xx; entre ellas, para Oaxaca, las agrupadas en el Handbook of Middle American Indians. La pequeña producción etnográfica de las últimas décadas del siglo XX era el resultado concreto del paradigma marxista ingerido, pero no digerido, por la antropología de los 60 y 70, marcado por la supresión de las categorías étnicas y culturales y la adopción única de las económicas. La etnografía nacional de campo de esas décadas no solía ver a chinantecos, chatinos o mayas sino modos de producción y clases sociales campesinas.

Insertos en la ideología pluralista que pugnaba por mostrar las ventajas de los estudios globales y situacionales, realizamos etnografías cuyas unidades de análisis eran los grupos etnolingüísticos y no las comunidades locales, porque intentábamos mostrar la situación de los grupos y presentar a los sujetos étnicos colectivos, destacar las diferencias culturales y situacionales dentro de ellos y entre ellos y el panorama del pluralismo cultural de hecho, en el Estado. Además de la política integracionista del indigenismo de Estado, uno de los paradigmas que criticábamos era el de los estudios de comunidad que brindaban imágenes fragmentadas y cerradas de los grupos indígenas al diluirlos en múltiples universos locales sin relación, que pocas veces llegaban a comprenderse en su conjunto para establecer comparaciones. Gran parte de esas etnografías utilizaban el caso generalizado, proyectando la descripción y el análisis del ejemplo local al conjunto de la etnia, dando por presupuesta la homogeneidad interna del grupo. Nuestros estudios probaban, por el contrario, la diversidad cultural y situacional intercomunitaria e intracomunitaria y el gran error etnográfico al que conducía la metodología del caso generalizado a partir de la etnografía de una comunidad. Pronto advertimos que la pérdida lingüística no implicaba necesariamente pérdida cultural o de autoidentificación étnica y que el indicador lingüístico no era el único que denotaba la pertenencia étnica, sino que también lo hacían la historia, el territorio y la cultura compartidos; conclusiones que ahora se dan por aceptadas, pero que entonces no eran conocidas [Barabas 2014].

A lo largo de mi carrera académica como antropóloga, iniciada en Argentina en 1970, he construido dos líneas principales de investigación a las que he dado continuidad hasta el presente. Una de ellas se ha orientado hacia el estudio de las religiones, principalmente las de los pueblos indígenas de México y de otros países de América Latina, en su propia conformación y en relación con otras religiones, así como los movimientos sociorreligiosos que las poblaciones indígenas del continente han organizado en contextos coloniales y modernos. Productos de esta línea de trabajo son los libros: El Rey Cong Hoy. Tradición mesiánica y privación social entre los mixes de Oaxaca [1984], Utopías indias. Movimientos sociorreligiosos en México [1987], El mesianismo contemporáneo en América Latina [1991] y Religiosidad y resistencia indígenas hacia el fin del milenio [1994]. Continuando con mi profundo interés por el estudio de las religiones he publicado en 2006 el libro Dones, dueños y santos. Ensayos sobre religiones en Oaxaca, que incluye estudios sobre las religiones sincréticas de origen mesoamericano, de origen católico y las nuevas alternativas religiosas cristianas y no cristianas. Por estas obras me he dado a conocer, en alguna medida, en el ámbito nacional e internacional. Utopías indias publicado en tres ediciones (Grijalbo 1987; Abya-Yala 2000; Plaza y Valdés 2002), que tuvo como base mi tesis doctoral en la UNAM; es un libro algo conocido en América Latina, entre los americanistas de países europeos y en algunos círculos de americanistas norteamericanos. Se trata de un estudio sobre los movimientos sociorreligiosos protagonizados por los pueblos indígenas de México, desde la época Colonial hasta bien entrado el siglo XX, que ahora llamaríamos poscolonial ya que intenta desmontar categorías coloniales discriminatorias y denotar el protagonismo político y cultural de los insurrectos.

En 1999 la Coordinación Nacional de Antropología nos invitó a formar parte, como titulares del Consejo Académico, de un proyecto colectivo que integraría a la mayor parte de los investigadores en antropología social y etnología de nuestra institución. En efecto, este magno proyecto, llamado Etnografía de los pueblos indígenas de México en el nuevo milenio, ha incluido a más de 100 investigadores trabajando en el campo en la mayor parte de los grupos etnolingüísticos del país. Al pensar en los tipos de etnografía se decidió no recurrir a la clásica o convencional descripción de todas las instituciones sociales en cada grupo, sino que se plantearon diversos temas principales que constituyeron líneas de investigación para ser desarrolladas cada una en el lapso aproximado de dos años -entre 1999 y 2011 se concluyeron ocho líneas de investigación-, que a la larga proporcionaron la visión holística de cada cultura y sociedad con mayor profundidad. Una consecuencia importante es que la publicación de sus numerosos resultados permite la comparación detallada de los mismos procesos y fenómenos sociales en casi la mayor parte de los grupos indígenas del país.

Decidí colaborar activamente en este proyecto durante más de una década, dedicándole la mayor parte de mi actividad profesional, convencida, por una parte, que la discriminación nace del desconocimiento y el prejuicio, y de la importancia que tiene para la sociedad mexicana y para la antropología; se debe conocer con la mayor profundidad a nuestros connacionales indígenas para hacer posible la convivencia y el diálogo interculturales. Y convencida, por otra parte, de la relevancia de dedicar esfuerzos para la formación de las nuevas generaciones de etnógrafos comprometidos con esos pueblos; fue así que emprendí, junto con otros colegas, la vasta tarea de coordinar y supervisar en el ámbito nacional las investigaciones y publicaciones de los 17 equipos de investigación que lo integraron, además de desempeñarme durante esos años como coordinadora del equipo Oaxaca. Dentro del Proyecto Nacional Etnografía he publicado varios ensayos extensos correspondientes a las diferentes líneas de investigación desarrolladas; entre ellos, uno sobre sistemas indígenas de reciprocidad elevados a la categoría de “ética del don” [Barabas 2003b]; otro, sobre sistemas normativos indígenas en relación con las nuevas alternativas religiosas [Barabas 2010]; sobre modalidades indígenas de migración [Barabas y Bartolomé 2011]; sobre un importantísimo ritual agrario de pedido de lluvia en la Mixteca Alta [Barabas et al. 2015] y sobre cosmovisiones y mitologías indígenas en Oaxaca [Barabas 2015a].

Entre 2001 y 2003 fui coordinadora nacional de la línea de investigación sobre Territorialidad Simbólica y a finales de 2003 se publicaron los cuatro volúmenes que llamé Diálogos con el Territorio. Simbolizaciones sobre el espacio en las culturas indígenas de México. Esta obra se vincula con mi segunda línea de investigación que venía desarrollando aproximadamente desde 1999, muy relacionada con las religiones, dedicada al estudio de la “Territorialidad” entre poblaciones indígenas de México. Inicialmente me orienté hacia la territorialidad simbólica buscando las lógicas culturales de construcción histórica y contemporánea de las nociones propias de territorialidad y su concreción en narrativas y ritualidades, y en este sentido publiqué en el volumen i de los mencionados libros una amplia introducción, “Una mirada etnográfica sobre los territorios simbólicos indígenas” y un ensayo extenso titulado “Etnoterritorialidad sagrada en Oaxaca” [Barabas 2003a ]. En el primero propongo algunos conceptos, metodología e instrumentos de análisis de la territorialidad simbólica y en el segundo presento un modelo para aproximarse al estudio simbólico del etnoterritorio en Oaxaca y argumento sobre la cosmovisión, las entidades extrahumanas territoriales, los mitos fundacionales y las concepciones actuales sobre los cerros entre los pueblos indígenas. Más tarde he investigado sobre otros aspectos de la territorialidad, como la profundidad arqueológica de la construcción de los etnoterritorios, las relaciones naturaleza-cultura, las situaciones medioambientales conflictivas, las problemáticas en torno a la tenencia de la tierra y los derechos territoriales indígenas dentro de los Estados nacionales, que han dado lugar a varias publicaciones, conferencias magistrales, actividades docentes y ponencias en congresos.

Vale aclarar que la coordinación y publicación de varios volúmenes en cada una de las líneas de investigación de este proyecto no resulta, como suele ser habitual, de sólo “pedir los trabajos a los autores, organizarlos y escribir una breve introducción”, sino que es el resultado de un proceso de al menos dos años de investigación y redacción que comienza con el diseño de investigación, por parte del coordinador (a), continúa con varias reuniones regionales y nacionales, de revisión de los proyectos y los avances de campo de los 17 equipos regionales y culmina con un amplio lapso de revisiones preliminares de los extensos ensayos hasta la presentación de la versión final, su posterior organización en libros y la entrega de éstos para dictámenes interno y externo. Con esta metodología procedimos también en la obra coordinada en conjunto con Miguel Bartolomé y publicada en 2013 y 2014 por el INAH en cinco volúmenes, titulados Los sueños y los días. Chamanismo y nahualismo en el México actual, en cuya amplia introducción reflexionamos sobre estas instituciones socioculturales desde sus orígenes mesoamericanos hasta sus concepciones y prácticas contemporáneas, no sólo entre los pueblos de origen mesoamericano sino también en los del norte de México.

Desde el año 2012 hasta el presente año, codirijo el proyecto “Procesos de producción y articulación simbólica en Oaxaca”, cuyo objetivo general es profundizar en el conocimiento de la dinámica articulación interétnica en el contexto pluricultural de Oaxaca, poniendo énfasis, por una parte, en el análisis de las lógicas y sistemas simbólicos que generan las poblaciones indígenas, sus percepciones acerca de la sociedad regional y nacional no indígena y el análisis de las relaciones que mantienen con dicha sociedad mayor; por otra, en las ideologías y políticas desarrolladas por el Estado a través de sus instituciones y por otros sectores de la sociedad nacional. Entre las últimas publicaciones de este proyecto están el libro que coordiné, Multiculturalismo e interculturalidad en América Latina [Barabas 2015b ], en el que varios antropólogos latinoamericanos reflexionamos sobre el pluralismo cultural, el multiculturalismo y la interculturalidad. También está el libro en coautoría con Miguel Bartolomé, Viviendo la Interculturalidad. Relaciones políticas, territoriales y simbólicas en Oaxaca [2016], en el que cada uno escribió igual número de capítulos sobre esos temas. En el presente trabajo, el análisis recae en los procesos de articulación de las cosmologías nativas con la nueva forma de evangelización católica conocida como Teología India e Iglesia Autóctona, que tiene cierto desarrollo en Oaxaca, ya sin aquella ingenuidad de los años 70 sino con una postura crítica frente a esta nueva forma de etnocidio que representa la inculturación del Evangelio en las comunidades indígenas. Me encuentro ahora en proceso de redacción de un libro sobre las polifacéticas interrelaciones entre las religiones de los pueblos mazatecos, mixes y nahuas de Oaxaca y las prácticas de esta corriente de la Iglesia católica.

Actualmente, también participo como coordinadora del equipo de investigación del INAH en el proyecto financiado por la Comunidad Económica Europea, Multilevel Governance of Cultural Diversity in a Comparative Perspective: eu-Latin America (GOVDIV), dentro del fp7-people-2013-irses-Marie Curie (2014-2017), que reúne profesores investigadores de Europa (Portugal, Francia, España, Italia) y América Latina (México, Argentina, Brasil) en un intercambio y transferencia de conocimientos sobre las problemáticas de la migración y la gobernanza de la diversidad cultural.

Quisiera concluir este itinerario con un pensamiento que ya he escrito antes [Barabas 2014], que se refiere a lo que considero es la especificidad de la antropología en el mundo actual, en el que no son los temas, ni los estudios locales o globales, rurales o urbanos, ni el uso del método etnográfico lo que hace singular a nuestra disciplina en el concierto de las otras ciencias sociales y humanísticas, sino el recurrir a las creaciones teóricas de su propia historia y recuperar los conceptos y conocimientos etnográficos de los clásicos, si se quiere para criticarlos o reelaborarlos, sobre todo para reproducir nuestra diferencia en el cada vez más vasto mundo de la ciencia social, esa “mirada etnográfica” [Cardoso de Oliveira 1998] sobre los hechos que ha caracterizado a la antropología.

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1El concepto multiculturalismo fue acuñado a finales de 1960 y poco más tarde las políticas multiculturales comenzaron a aplicarse principal o exclusivamente a los inmigrantes, considerados como minorías étnicas, que son grupos demográficamente minoritarios que han arribado a diferentes contextos nacionales en épocas más lejanas o más recientes. El problema surge cuando, bajo el concepto minoría, se engloban también otros grupos sociales como los pueblos originarios, también llamados indígenas. Desde mi perspectiva, debe distinguirse claramente a los inmigrantes (de diferentes orígenes étnicos) de las poblaciones aborígenes o autóctonas. Estas últimas fundan sus derechos en la ascendencia histórica y los vínculos territoriales milenarios. Los inmigrantes, al igual que otros grupos culturalmente diversos, pero surgidos dentro de las dinámicas de conformación nacionales, no tienen historicidad ni territorialidad previas a la conformación de los Estados nacionales, aunque ciertamente tienen derecho a la reproducción de su diversidad dentro de Estados multiculturales. De allí que los pueblos autóctonos no puedan ser catalogados como minorías dentro de una situación de multiculturalismo [Barabas 2015b].

Recibido: 18 de Abril de 2017; Aprobado: 27 de Agosto de 2017

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