A finales de los años cuarenta, tras más de cuatro décadas de vida, Owen llegó a Filadelfia, donde terminó cobrando conciencia de que, “arrojándose desde aquí, se llega ya muerto al cielo”, como escribió en uno de sus poemas (1996, p. 51)*. De su segunda estancia norteamericana, que comprende desde finales de 1946 hasta su deceso (Arredondo 2012, pp. 118-119), se ha podido recuperar una valiosa correspondencia que contribuye a iluminar su obra, al tiempo que revela su preocupación por cómo sería recibida en su país. Más concretamente, sus cartas de este período muestran un autor que ironizaba sobre su condición de poeta desconocido en México con un tono más bien amargo, así como sobre la tendencia de la crítica mexicana a bautizar -con afán estigmatizador- a los poetas nacionales (Owen 1996, pp. 290 y 293). Evocan asimismo la imagen de quien sutilmente no renunció a buscar cierto reconocimiento público, gracias a su intercambio epistolar con personas influyentes para poner de manifiesto algunas particularidades de su pensamiento y de su labor creativa final que, en su opinión, le permitían singularizarse frente al resto de los miembros de su grupo, así como de otros escritores del siglo XX (pp. 290 y 294).
Tales cuestiones no sorprenden si se piensa que para entonces mantenía una relación íntima con Josefina Procopio, según informa su biógrafo Vicente Quirarte (2007, p. 137). Ella era profesora de universidad especializada en literatura latinoamericana y estuvo indagando varios veranos “si son todos los que están en las antologías de poesía mexicana”. Según confió Owen a Salvador Novo, él le habría “rogado tenernos en cuenta a los que no estamos” (1996, p. 293); es más, llegó incluso a convertirla en la albacea de su obra, a fin de que ésta fuera recogida en un único volumen y de que viera la luz en su país natal tras su muerte. Gracias a la labor de ella, pues, en 1953 se editó en México el volumen Poesía y prosa del poeta sinaloense.
Una de las cartas más citadas de dicho período es aquella que escribió con motivo del fallecimiento de Xavier Villaurrutia, en la que, a raíz de una discusión con su querido amigo a propósito de la mortalidad, Owen se autoproclamó la conciencia teológica de los Contemporáneos. Antes de recordar a Elías Nandino su posicionamiento en dicho debate, comenzó informándole: “vivo tranquilo de ánimo, más que nada por ser un poeta desconocido, pues de otro modo yo habría sido excomulgado por los descendientes de don Marcelino como heterodoxo” (1996, p. 290). Sin duda, sus palabras apuntaban indefectiblemente a ese espíritu inconformista que caracteriza toda su obra y que le permitió concebir libros tan innovadores entre su generación como Línea, Perseo vencido o Me muero de “sin usted”, epistolario póstumo que recoge todas las misivas de amor que envió a Clementina Otero en 1928.
Además de su labor poética y de su correspondencia, el autor de Desvelo concibió o proyectó hasta cinco novelas, de las cuales sólo dos se han rescatado de manera íntegra, La llama fría (1925) y Novela como nube (1928). La primera fue “la única obra” del grupo que apareció en La Novela Semanal de El Universal Ilustrado, la colección dirigida por Carlos Noriega Hope entre 1922 y 1925, cuyo valor radica en que sirvió de plataforma mediática para promover la nueva narrativa mexicana (Hadatty Mora 2009, pp. 113-114). La segunda, según palabras del autor, fue “fuente modesta de algunas novelas de mis contemporáneos” (Owen 1996, p. 198), si bien, pese a su testimonio, no hay consenso en torno a si realmente sirvió de inspiración para Margarita de niebla (1927) de Jaime Torres Bodet y Dama de corazones (1928) de Xavier Villaurrutia.
En cualquier caso, las tres forman parte de una corriente narrativa que pronto se distinguió por su propuesta rompedora: la comúnmente denominada “novela de vanguardia”. Como tantos escritores de aquel período, los Contemporáneos no vieron en los indicios de agotamiento que se denunciaban por doquier “el síntoma de una crisis sino una posibilidad formidable para hacer efectiva la renovación, un cambio marcado por el humor, el lirismo, el juego, el montaje cinemático, el miniaturismo psicológico y sentimental y la levedad temática”. Además, continuaba Domingo Ródenas de Moya, ellos compartieron a su vez la convicción de que
la nueva narrativa debía rehuir las constricciones de la historia y la política para ampararse en la psicología y la poética, es decir en la exploración de los mecanismos del espíritu humano, desde la memoria a las percepciones sensoriales, y en la construcción del texto en tanto que artefacto verbal. En el cruce entre psicología y poética se situaba la metáfora como un equivalente imaginístico del asociacionismo mental que iba a inundar la prosa. En ese triángulo formado por el buceo psicológico, la autoconsciencia poética y el estilo metafórico iban a configurarse los rasgos de aquellos experimentos narrativos (2004, pp. XXXVI y XXXVIII)1.
A este respecto conviene apuntar que, en buena medida, su planteamiento -tan audaz como controvertido- se debió a la emergencia de la industria cinematográfica, cuya influencia fue decisiva en el proceso de renovación de un género que hacia mediados de los años veinte se consideraba exprimido (véase Nanclares 2010).
Con todo, sus contribuciones no fueron bien recibidas en un país que reclamaba una narrativa más afín a la estética decimonónica y más abiertamente comprometida con el acontecimiento revolucionario que había marcado un hito en su historia, así como con las transformaciones sociales que se estaban fraguando en los años veinte. En consecuencia, al traicionar el horizonte de expectativas dominante, sus ficciones fueron leídas y condenadas al ostracismo durante más de medio siglo hasta que, por fin, la aportación de críticos como Guillermo Sheridan y Christopher Domínguez Michael en los años ochenta, así como de Pedro Ángel Palou y de Rosa García Gutiérrez a finales de los noventa, permitió valorarlas en su justa medida2.
Tal revalorización ha propiciado que en las dos últimas décadas se hayan sucedido y multiplicado los acercamientos a la que con justicia se ha denominado “La otra novela de la Revolución Mexicana”. Ésta fue, por un lado, la que se propuso como alternativa a aquella modalidad que terminó canonizándose en los años cuarenta y que hasta hace poco se consideraba la expresión por antonomasia del acontecimiento insurgente; por otro, fue también la que enriqueció y continuó la tradición de la novela corta que había surgido a finales del siglo XIX y que todavía resplandece en las primeras décadas del XXI; y, finalmente, fue la que facilitó el tránsito del canon realista a la novelística que emergió entre los años cuarenta y sesenta, “impensable sin el paréntesis experimental, profundamente (auto) reflexivo y (auto)crítico de las primeras décadas del XX” (García Gutiérrez 2017, pp. 31-32).
No ha de sorprender, por tanto, que la historiografía literaria reciente ensalce la incursión narrativa de los Contemporáneos, así como su importante labor ensayística al respecto, de suerte que existe ya la convicción de que sin sus enseñanzas
no podríamos entender el posterior desarrollo de la novela mexicana: cuestionan la validez del concepto de la mímesis de la tradición positivista del naturalismo y, en su lugar, proponen el uso de nuevas técnicas de representación como: el aparente caos en la organización de la trama, la supresión de la sensación de temporalidad, el protagonismo del espacio, la profundización en la psique de los protagonistas y, por ende, el uso del monólogo interior y el estilo indirecto libre. Asimismo, hacen énfasis en la palabra como representación del estilo propio de los autores…, de modo que el empleo de figuras retóricas se convierte en el vehículo de representación en detrimento de la descripción realista (Fregoso Sánchez 2019, pp. 54-55).
Por ende, continúa Sergio Fregoso Sánchez,
los Contemporáneos dejan un legado que hoy en día es recuperado por autores como Pedro Ángel Palou con En la alcoba de un mundo (1992), Jorge Volpi con A pesar del oscuro silencio (1992) y Valeria Luiselli con Los ingrávidos, instaurando así, en la narrativa, una nueva tradición (id.).
En sus respectivas novelas, estos tres escritores vuelven sobre la vida y obra de Villaurrutia, Cuesta y Owen. Entre los distintos motivos que les impulsaron a emprender tales proyectos se ha resaltado, sobre todo, su voluntad de rendirles homenaje, así como de reconocerse en la tradición que ellos representan, en detrimento de aquella que está más arraigada en el medio local.
En el caso concreto de Luiselli, su labor creativa surgió primero del rechazo de las tendencias dominantes que todavía hoy cristalizan en la ficción en torno al narcotráfico y que concentran su interés en los entornos marginales y en los sujetos subalternos. De este modo, se ha entendido Los ingrávidos como una apuesta que busca reclamar “su campo y su filiación: la literatura mexicana de vanguardia que no se siente atraída por los temas considerados más nacionales pero que gusta de aludir a ellos oblicuamente en textos donde la anécdota pierde su nitidez a favor de una voluntad de forma” (Vanden Berghe y Licata 2020, p. 165). Este propósito transgresor se mantiene en su segunda novela, La historia de mis dientes (2013). Es más, la novedad de su planteamiento la hace partícipe de una corriente narrativa híbrida fundada “en la intersección entre forma literaria y formato visual, entre mundo literario y mundo artístico” que, en opinión de Ignacio Sánchez Prado (2021, pp. 98-99),
dejó de ser legible en el campo literario nacional, cuyo gusto promedio es más bien conservador y tradicionalista y está fuertemente atado a una noción estetizante de la literatura. En cambio, en los Estados Unidos, donde los intercambios entre formas del arte contemporáneo como la instalación y el performance, y las obras literarias experimentales y fuera de los cánones genéricos, es mucho más común, La historia de mis dientes es inmediatamente intersectable con una serie de prácticas operativas de escritura y lectura.
Con tales palabras se hacía referencia a la acogida mucho más tibia con que ha sido recibida la novela en México que en Estados Unidos, a diferencia de lo que había sucedido con sus dos primeros libros, mucho más celebrados entre la crítica especializada local. En cualquier caso, el reconocimiento que ha recibido la autora ha sido tan inmediato que ya se considera “una de las principales voces de la literatura mexicana contemporánea dentro y fuera de México” (Zavala 2017, p. 155).
Valeria Luiselli se dio a conocer con Papeles falsos (2010), libro de crónicas que la situaba en una genealogía de escritores que se remonta al modernismo latinoamericano y que tuvo ya en el siglo XX un cultivador tan destacado como fue Salvador Novo, mientras que con Los ingrávidos conectó después con una propuesta reciente que gusta “de citar a los poetas cosmopolitas del grupo Contemporáneos” (Sánchez Prado 2021, p. 98). El fragmento enfatizado es pertinente porque hay quien considera que su propuesta obedece a estrategias comerciales y de representación discursiva más que a un tributo sincero hacia su precursor, de suerte que
la poesía de Owen sólo es visible porque atraviesa el crisol simbólico de una falsa traducción. No hay entonces una apropiación del proyecto intelectual de Owen, sino del proceso de legitimación de una obra latinoamericana en traducción y no sólo al inglés, sino al espacio de dominación cultural de la modernidad estadounidense y europea (Zavala 2017, p. 173).
En este sentido, advierte Oswaldo Zavala, el cosmopolitismo que se aprecia en sus libros responde a un proceso de “apropiación de la modernidad”, que permite a la autora trascender o deslocalizar su condición nacional para “habitar legítimamente otros espacios de significación cultural más allá del entorno geopolítico mexicano”. No obstante, el propio crítico reprochará que tal posicionamiento habría conducido a Luiselli a una propuesta clasista con tintes xenófobos, propuesta que “universaliza la blanquitud como la única corriente legítima de la cultura a la que aspira su protagonista” en Los ingrávidos, al tiempo que se “borran exigencias ético-políticas para en cambio privilegiar cuestiones domésticas y afectivas” (pp. 151-153 y 165-173). Tales planteamientos le inducen a sostener la tesis de que
su cosmopolitismo puede leerse temáticamente como un regreso hacia la modernidad literaria mexicana, pero en realidad opera como una estrategia de representación en el espacio global del presente neoliberal. Owen, Zukofsky y Lorca aparecen entonces en un mismo plano epistemológico de alta cultura porque ése es el lugar de enunciación de la propia Luiselli. Dicho de otro modo: el único espacio legítimo de su literatura es entre expresiones de cultura occidental hegemónica donde un poeta modernista mexicano como Owen sólo puede representarse en una ficción literaria, posibilitada por el voluntarismo manipulador de una joven mexicana que explota su inexistente traducción al inglés (pp. 171-172),
para terminar concluyendo que las genealogías literarias que reivindican una serie de narradores, entre quienes se encuentran Palou, Volpi y Luiselli,
culminan aquí con la concesión de una derrota simbólica de nuestra tradición ante la abrumadora hegemonía occidental a la que aspiran novelas como Los ingrávidos. El fantasma de Owen no representa una amenaza a esa hegemonía, sino que se asimila orgánicamente a su horizonte de representación donde es aceptado toda vez que renuncie a su otredad política e histórica y se manipule el simulacro de su traducción. Quedan allí algunos restos de nuestra modernidad cómodamente consumida en el mercado editorial del neoliberalismo global (p. 173).
De entrada, tales afirmaciones bien pueden ser puestas en tela de juicio por varias razones. La primera estriba, por ejemplo, en la invectiva de uno de los dos narradores de la novela -Gilberto Owen- contra una costumbre muy arraigada en la aristocracia criolla: “llevarse a los niños a Europa”. El personaje censura claramente una convicción que comparten su mujer y otros miembros de su clase, quienes piensan que “es parte fundamental de la educación en un buen criollo codearse con gente más rubia y mejor vestida que uno”, sin ser capaz de comprender, de imaginar siquiera, “que lo único que va a lograr con ese viaje es sembrar en mis niños la semillita del autodesprecio” (Luiselli 2011, p. 118). En segundo lugar, y a la luz de las palabras de Zavala, es necesario destacar también que uno de los fines evidentes que persigue Los ingrávidos consiste precisamente en poner de manifiesto el desconocimiento y la indiferencia de los estadounidenses hacia la literatura mexicana, dado que no son capaces de apreciarla si no es con fines comerciales. Incluso se cuestiona la influencia de figuras prominentes que ha propiciado la traducción al inglés de poetas cuyo valor radica en haber sido amigos de Octavio Paz, lo que dio lugar a una “antología aburridísima” (p. 29). De ese modo, resulta imposible apreciar la gran tradición nacional que la joven narradora sí conoce y busca promover. Es necesario recordar, asimismo, que ni siquiera el personaje de Lorca, de quien Owen se burla por su nulo dominio del inglés, puede inscribirse en “un mismo plano epistemológico de alta cultura” que el resto de los entes de ficción.
También es llamativo que se hable de una falta de “exigencia ético-política para en cambio privilegiar cuestiones domésticas y afectivas”, cuando, desde una perspectiva de género, tales cuestiones tocan un tema candente de actualidad política en México y obedecen al deseo no disimulado de sumarse al cuestionamiento de “los roles tradicionales y el deber ser femenino que las mujeres habrían de cumplir en el hogar y la maternidad” (véase Rodríguez Bravo 2015, pp. 286-289)3. En relación con lo anterior, cuando Zavala se refiere en su estudio a “la mirada que se quiere «caucásica»”, pasa por alto que el fragmento en cuestión descubre, más bien, el racismo institucionalizado, el mismo que impulsa al inmigrante desempleado a fingirse como tal, en un formulario que le obligan a completar antes de recibir atención médica4.
En cualquier caso, pese a tales discrepancias, las ideas defendidas por el crítico mexicano son, sin duda, un estímulo a la hora de profundizar en las posibles conexiones entre Los ingrávidos y la obra del escritor sinaloense, a fin de comprobar si verdaderamente se puede afirmar que “no hay una apropiación del proyecto intelectual de Owen” o si, quizás, se ha de matizar o incluso reconsiderar dicho punto de vista. De entrada, conviene tener presente que ya otros críticos han establecido algunas relaciones entre la propuesta de Luiselli y la de su precursor, tales como Kristine Vanden Berghe y Nicolas Licata (2020), por un lado, y Carolyn Wolfenzon (2020), por otro; de modo que en las siguientes páginas se intentará profundizar en un terreno que ha dado ya sus primeros frutos y que, como ha quedado constatado, no está exento de polémica, una polémica, por cierto, que en buena medida viene alimentada por la presunta ideología conservadora de la autora, así como por sus orígenes acomodados.
Antes de entrar directamente en materia, acaso sea pertinente comenzar recordando el enredado argumento de Los ingrávidos. En un principio, el lector se encuentra ante un personaje femenino que se acaba de mudar de residencia con su familia (marido y dos hijos) a un barrio modesto, en una ciudad cuyos habitantes tienen que lidiar con movimientos sísmicos y con la presencia de cucarachas, debido, se entiende, a la precariedad de las infraestructuras (Luiselli 2011, pp. 16 y 139). Si bien el matrimonio pertenece a cierta clase media y posee una formación cultural superior, ella se ve relegada al ámbito doméstico mientras que él tiene una profesión que lo exime de las tareas del hogar, dado que buena parte del día se encuentra fuera de casa (trabaja como guionista de cine y televisión).
Pronto el lector descubre que está ante un libro en el que se intercalan apuntes sobre la rutina cotidiana de la protagonista y fragmentos de una novela que ella está escribiendo sobre el fantasma de Gilberto Owen. Esta última se plantea como un híbrido entre la literatura testimonial y la ficción, si bien rápidamente se niega la primera y se reconoce que todo “es elaboración posterior”, de manera que, en realidad, el proyecto novelístico se concibe, fundamentalmente, como una entelequia verbal fruto de su imaginación (Luiselli 2011, p. 14). La novela sobre el fantasma comprende desde el interés inicial de una joven por la obra del autor mexicano, mientras trabaja para una pequeña editorial de Nueva York a principios del siglo XXI, hasta la experiencia estadounidense del poeta.
La parte correspondiente al relato de la joven permite descubrir los entresijos del mundo editorial estadounidense especializado en la traducción y difusión de obras latinoamericanas, cuya obsesión por la caza de un nuevo Roberto Bolaño descarta la opción de traducir a escritores importantes de la literatura mexicana, entre quienes se encuentran Carlos Díaz Dufoo Jr., Inés Arredondo o Josefina Vicens, porque su obra no responde a las expectativas del mercado. Tras la lectura intensa de las Obras de Owen y el nuevo rechazo del editor, la joven decide inventarse unas traducciones de su poesía al inglés, que habría realizado Louis Zukofsky en su día (uno de los fundadores de la corriente poética “objetivista”), y sólo así logra convencer a su jefe de seguir adelante con el proyecto. Esta parte, además, presenta a un personaje femenino abierto a todo tipo de experiencias vitales, sobre todo eróticas. La otra, ya bajo el rótulo de Filadelfia y anunciada como una novela independiente, muestra a un Gilberto Owen decadente y consciente de su final. Éste ha emprendido, a su vez, la escritura de las que bien podrían ser sus memorias norteamericanas, en las que alterna sus vivencias de juventud en Nueva York con comentarios sobre su situación actual en Filadelfia.
La trama se complica cuando, por un lado, él deja constancia de su intención de escribir una novela que responde a las coordenadas narrativas de la primera parte de Los ingrávidos, al tiempo que, por otro, advierte de sus encuentros reiterados y fugaces, tanto en la calle como en el metro, con una mujer joven cuyas señas apuntan al personaje evocado por la madre escritora, en su particular remembranza neoyorkina. Recuérdese que entre la estancia de uno y otra ha pasado casi un siglo. En efecto, las memorias de Owen remiten a sucesos acaecidos hacia 1928, mientras que las de ella nos remontan a finales de la primera década del siglo XXI. Más concretamente, se podría afirmar que la acción transcurre entre 2008 y 2009, pues fue entonces cuando “aparecieron los artículos de Owen para El Tiempo de Bogotá, escritos en los años treinta y cuarenta, que un profesor reunió y publicó en un tomo de Porrúa, en la ciudad de México” (Luiselli 2011, p. 71). El tomo en cuestión es el que editó en 2009 Antonio Cajero Vázquez, en colaboración con Celene García Ávila. El dato es importante porque la experiencia neoyorkina de ella forma parte de un tiempo pretérito que evoca la narradora después de muchos años, de suerte que ella escribe desde un tiempo posterior al presente histórico de la autora. Por último, cabe señalar que, según el juego de espejos propuesto, la narradora, cuya voz domina toda la primera parte de la novela, vive en México y es “de cara morena”, como el propio Owen resalta en más de una ocasión (Luiselli 2011, pp. 91, 110, 121 y 136-140).
Los ingrávidos apareció en 2011, apenas seis años después de que se celebrase el primer centenario del poeta. Si bien en la década de los ochenta hubo un primer proceso de revalorización crítica que sirvió para reivindicar el valor de su obra y ensalzar la importancia de Perseo vencido en el panorama poético nacional, entre 2004 y 2011 Owen volvió a ser objeto de estudio y de interés en México. Tal entusiasmo es evidente si se piensa en la atención que se le prestó durante dicho período y que se refleja en algunos artículos, varios trabajos de licenciatura, un par de tesis académicas, otros tantos volúmenes colectivos, así como en dos libros indispensables para acercarse tanto a su biografía como a su poema cumbre: Invitación a Gilberto Owen, de Vicente Quirarte, y La llave de su reino, de Javier Velázquez, publicados en 2007 y 2010, respectivamente. No se puede olvidar tampoco que fue entonces cuando se reeditó su epistolario amoroso, se recopilaron sus colaboraciones en la prensa de Bogotá y se puso en circulación la primera edición crítica de Perseo vencido -esta última, eso sí, con un tiraje muy modesto.
Si se tienen en cuenta estos datos, se podría afirmar que Los ingrávidos tematiza el drama real que vive la poesía de Owen, cuya palabra no termina de trascender el restringido ámbito académico y el fervor de unos pocos iniciados, de suerte que su visibilidad no deja en ningún caso de ser intermitente y pende siempre de un hilo a punto de desvanecerse. En este sentido, la negativa inicial del editor norteamericano en la novela se puede entender, tal vez, como una metáfora del recelo compartido por toda la industria editorial hacia la labor creativa de un “poeta tan injustamente desconocido pero tan capacitado” (Luiselli 2011, p. 95). A este respecto, la propuesta cronológica de Los ingrávidos no vaticina cambios en un futuro próximo. Al igual que sucede a la joven protagonista, quienquiera que desee entrar en contacto con sus Obras tendrá que buscarlas en una biblioteca universitaria o especializada, ya que no están disponibles en los estantes de las librerías. Además, salvo una labor de rescate colectiva en un momento puntual, como podría ser una iniciativa académica con motivo de una fecha señalada o un acontecimiento editorial que se proponga promocionar su poesía, seguirá siendo un desconocido para la mayoría de los lectores.
Ante tales circunstancias, considero que hay indicios más que suficientes para interpretar Los ingrávidos como un acto crítico en los términos expuestos por George Steiner en Presencias reales, esto es, como el resultado de la lectura tan detenida como penetrante que Luiselli hizo de la labor creativa de Owen a raíz de su centenario. Así pues, se intentará mostrar a continuación cómo ella habría aprovechado “a la urgente luz de sus propósitos, de sus propios recursos lingüísticos y compositivos, los logros formales y sustantivos de su predecesor”, de suerte que “lo que… rechaza, altera, omite… es sobresaliente en un modo tan crítico como lo que incluye a través de la variante, la imitatio y la modulación”. Así pues, “a diferencia de la lectura del comentarista crítico o académico”, la suya “es fiel al original precisamente porque coloca en grave peligro la estatura, el destino de su propia obra”. Según dicho planteamiento, con su novela Luiselli ingresaría en esa estirpe de autores para quienes “la crítica es convertida en responsabilidad creativa” y, de este modo, “hacen del texto pasado una presencia presente” (Steiner 2002, pp. 23-27).
Novela como Nube en el enredado Callejón del Gato
En el número inaugural de la revista Ulises, con motivo de la publicación de Pájaro pinto (1927) de Antonio Espina, Owen advirtió la incursión del autor español “en una nueva zona entre la cinematografía y el poema novelar”. De ese modo, apuntó los dos hitos que, a priori, se piensa que habían de marcar la evolución del género narrativo en el siglo xx: la influencia del cine y la nueva concepción poética de la novela. Acto seguido, señaló el desafío que esta propuesta innovadora suponía para el lector, quien debía armarse de paciencia y ser consciente, a su vez, de que su experiencia también se había visto profundamente afectada, de suerte que requería una manera de interactuar con el libro distinta de la que había prevalecido hasta entonces -“Hay que abordarlo sin ánimo de molicie, e irlo rindiendo reducto tras reducto”. En caso contrario, dicha experiencia sería tan fallida como infructuosa. Por último, en relación con la prosa de Espina, Pedro Salinas y Benjamín Jarnés, “la serie de «nuevos» que está editando Revista de Occidente”, él reconoció que es la del primero “si no la que más apreciamos, sí la preferida por más cercana a nosotros” (1996, pp. 218-219).
En ese mismo número inaugural se anunció la publicación de su Novela como nube, composición con la que se ha emparentado Los ingrávidos, si bien no se ha profundizado en sus posibles concomitancias (véanse Vanden Berghe y Licata 2020, pp. 159-162, y Wolfenzon 2020, pp. 81-83). A continuación, se estudiará primero la propuesta narrativa de Owen, con el propósito de resaltar ciertos rasgos pertinentes para poder mostrar, después, la influencia que, conscientemente o no, habría tenido su lectura sobre Luiselli. Más en concreto, se prestará atención al distinto tratamiento que reciben en sus respectivas novelas la figura del lector, la apuesta por la brevedad, la metaliteratura y los referentes culturales a los que remiten la trama y los personajes principales. Si bien se cree que tales elementos sirven para demostrar que el homenaje tributado a su precursor habría trascendido la simple recuperación de su figura en la novela, se concluirá el artículo con un par de apreciaciones suplementarias sobre otros puntos de contacto que se perciben además entre Los ingrávidos y Sindbad el varado.
Como es sabido, uno de los principales escollos que propició el final precipitado de la novela de vanguardia fue la falta de un público preparado para hacer frente a su extremado experimentalismo5. En el caso concreto de México, su rápido ocaso se debió, asimismo, al proceso de institucionalización del modelo de la novela de la Revolución. Dicho proceso se emprendió a partir de 1925, cuando se reivindicó por primera vez la narrativa de Mariano Azuela y más concretamente Los de abajo. Según ha estudiado Rosa García Gutiérrez, el grupo de los Contemporáneos aprovechó la coyuntura que le ofrecía el contexto nacional para conectar la búsqueda de una expresión autóctona e insurgente con las nuevas inquietudes creativas de la época, entre las que sobresalía la necesidad de renovar un género en declive. En consecuencia, ellos siguieron con especial interés las contribuciones que llegaban de Francia y de España por medio de la Nouvelle Revue Française y de la Revista de Occidente, a fin de crear no una novela de la Revolución, sino una novela revolucionaria en sí.
En su pionero y erudito trabajo de 1999, la hoy distinguida especialista desmintió un tópico que había prevalecido en México hasta entonces: el presunto rechazo del grupo de las ideas expuestas por José Ortega y Gasset en dos textos capitales, como son La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela, ambos de 1925. En efecto, ella remarcó que conviene no mezclar “lo que los Contemporáneos dijeron con lo que hicieron porque, aunque a veces mostraron su rechazo contra el libro de Ortega, la verdad es que lo siguieron casi literalmente al construir su teoría de la novela moderna” (García Gutiérrez 1999, p. 254)6.
Al trasluz de tales ensayos se entiende mejor la importancia que concedió Owen a la figura del lector, tanto en su reseña de Pájaro pinto como en su propia ficción. En ésta, según afirmó José Rojas Garcidueñas (1954, p. 14), por primera vez un escritor mexicano interrumpía el discurso de su novela para abrir un paréntesis digresivo, a fin de apelar directamente al destinatario externo desde la categoría del “autor”, en detrimento de la figura del narrador. Tal apelación servía, por un lado, para introducir un comentario metadiegético sobre las limitaciones y los fines que él se habría propuesto, y, por otro, buscaba la complicidad del receptor, a quien se pretendía convertir en copartícipe de la experiencia creativa, de suerte que ésta trascendiera la escritura y no culminase hasta que concluyera el acto de lectura definitivo, aquel que sólo es posible tras una lectura detenida y tras haber tenido en cuenta las claves ofrecidas por el escritor7. Así, según Celene García Ávila, Owen estaría participando del carácter lúdico de la vanguardia, con el propósito de que “el lector se convierta en un compañero de juegos” (2013, p. 316):
Me anticipo al más justo reproche, para decir que he querido así mi historia, vestida de arlequín, hecha toda de pedacitos de prosa de color y clase diferentes. Sólo el hilo de la atención de los numerables lectores puede unirlos entre sí, hilo que no quisiera yo tan frágil, amenazándome con la caída si me sueltan ojos ajenos, a la mitad de mi pirueta. Soy muy mediano alambrista.
Diréis además: ese Ernesto es sólo un fantoche. Aún no, ¡ay! Apenas casi un fantoche. Perdón, pero el determinismo quiere, en mis novelas, la evolución de la nada al hombre, pasando por el fantoche. La escala al revés me repugna. Estaba muy oscuro, y mi lámpara era pequeñita. Algunos recomiendan abrir las ventanas, pero eso es muy fácil, y apagar la lámpara imposible. Siento no poder iluminar los gestos confusos, pero “no poder” es algo digno de tomárseme en cuenta.
Ya he notado, caballeros, que mi personaje sólo tiene ojos y memoria; aun recordando sólo sabe ver. Comprendo que debiera inventarle una psicología y prestarle mi voz. ¡Ah!, y urdir, también, una trama, no prestármela mitológica. ¿Por qué no, mejor, intercalar aquí cuentos obscenos, sabiéndolos yo muy divertidos? Es que sólo pretendo dibujar un fantoche. Sin embargo, no os vayáis tan pronto, los ojos, de este libro. A mí me ha sucedido esta cosa extraordinaria… (Owen 1953, pp. 187-188).
En ese comienzo tan cervantino resuena ya la lectura de Ortega, lo que permite al autor, muy sutilmente, reconocerse entre los representantes del “arte joven”. De ese modo, él habría asumido la impopularidad de su obra y se habría puesto en contra de una mayoría a la que le resultaría hostil, no por una cuestión de gusto, sino porque, sencillamente, sería incapaz de comprenderla. Por consiguiente, menos indulgente que el autor del Quijote, quienes le formulasen el “más justo reproche” integrarían esa “casta” mayoritaria de hombres que conformaban “la masa”, independientemente de su clase social8. En relación con las ideas de Ortega, se deduce que para Owen su Novela como nube sí tendría una función “desde el punto de vista sociológico”: dividir al público y elegir como destinatario predilecto “a una minoría especialmente dotada”, “los numerables lectores”9.
El párrafo inicial se concentra, asimismo, en su particular decisión a la hora de proyectar la historia, que ya no se compone de capítulos uniformes, como ocurría en la narrativa decimonónica. En su lugar, el autor propuso un planteamiento más heterogéneo e impreciso que participaba de la poética de la brevedad, en consonancia, quizás, con el minimalismo expresivo que había cultivado el grupo en sus canciones líricas de corte juanramoniano. Recuérdese que, para Owen, el territorio que tanteaba la narrativa de vanguardia se movía, a priori, entre el cine y el “poema novelar”. A ese respecto, la particularidad de “los pedacitos de prosa de color y clase diferentes” apunta a una manera distinta de concebir y de leer la novela, puesto que no sólo se trata de que ésta presente una disposición fragmentaria, como bien ha señalado la crítica, sino de que el lector sea capaz de apreciar la singularidad y los matices de cada “pedacito”. En otras palabras, se diría que Owen estaría remarcando el carácter autosuficiente de cada una de las veintiséis partes que conforman Novela como nube, de lo que se infiere, quizás, que ésta ha de ser leída no como una novela, sino como un poemario, a fin de apreciar la textura y la originalidad de cada composición. Recuérdese que a propósito de “Pájaro pinto” él había resaltado que el nuevo libro de prosas “hay que abordarlo sin ánimo de molicie, e irlo rindiendo reducto tras reducto”10.
A partir de estas ideas, se entiende mejor la invectiva del segundo párrafo contra quienes reclamaban un arte mimético y contra quienes, ya influidos por el surrealismo, se abandonaban a la poética del irracionalismo. La primera propuesta es desechada porque no supone un desafío, mientras que la segunda se rechaza por su falta absoluta de luz, o, lo que es lo mismo, de inteligibilidad: “Estaba muy oscuro, y mi lámpara era pequeñita. Algunos recomiendan abrir las ventanas, pero eso es muy fácil, y apagar la lámpara imposible”. El fragmento reproducido apunta, pues, a la encrucijada que atravesaba el creador de novelas, así como a la falta de alternativas convincentes.
En los dos párrafos finales anteriormente reproducidos, Owen resaltaba el carácter artificioso de su criatura, figura que estilizó y concibió despojada de toda presunción de verdad, de naturaleza real, en consonancia, una vez más, con lo expuesto por Ortega (2010, pp. 850 ss.). La consideración de “fantoche”, por cierto, invita a pensar también en la teoría del esperpento de don Ramón del Valle-Inclán y, por consiguiente, en la apuesta por una cosmovisión disidente que aunara crítica y lirismo, ironía y transgresión, humor y tragedia, tradición y modernidad. Tal vez por ello cobra relevancia la figura del sujeto antiheroico y bohemio en un ambiente más predispuesto a la épica revolucionaria y a otro tipo de personaje que encarnase mejor los ideales del mexicano insurgente. De ahí, también, la necesidad de resaltar el valor de la mirada en su configuración, en cuanto elemento indispensable para poder someter su entorno a un cuestionamiento crítico a través del lenguaje empleado. Paradójicamente, la mirada pone de manifiesto a su vez la alienación que sufre el sujeto moderno, a quien se cosifica. De esta forma se le equipara de algún modo con un objeto, puesto que es concebido como un mero proyector de imágenes, cual si de una cámara de cine se tratara -“Ya he notado, caballeros, que mi personaje sólo tiene ojos y memoria; aun recordando sólo sabe ver”11.
Cabe terminar con un rápido apunte sobre su decisión de hacer uso de una trama mitológica previa, en lugar de urdirla. Dado que esto ya había quedado patente en los dos epígrafes que escogió para rotular las dos partes de la obra (“Ixión en la tierra” e “Ixión en el cielo”), es lícito pensar que el autor no sólo continuaba así el método mítico de James Joyce, sino que respondía, con humor, a una de las inquietudes de la época: la imposibilidad de satisfacer al lector con nuevos temas o asuntos. He ahí, pues, el gran desafío: compensar tal escollo “con la exquisita calidad de los demás ingredientes necesarios para integrar un cuerpo de novela” (Ortega 2010, pp. 880-881). Tal desafío, se entiende, no suponía mayor problema para él si se retornaba a la tradición que precedía al poeta moderno.
La importancia de la trama mitológica en Novela como nube radica, por un lado, en que permite desbrozar el frondoso lenguaje que dificulta seguir, con claridad, el desarrollo de la acción hasta su desenlace: el tránsito del protagonista por los espacios emblemáticos de la modernidad en México (la calle, el café, el cine) hasta su convalecencia en una ciudad de provincia, donde se recuperará de un disparo recibido a manos del marido de una de sus amantes. Allí, protagonizará otro enredo amoroso que terminará en desgracia para él: después de un encuentro nocturno con la mujer equivocada, se verá obligado a prometerse con ella en matrimonio. Por otro lado, dicha trama es crucial a la hora de interpretar el título y, por extensión, la propuesta de Owen.
Como es sabido, Ixión fue castigado por Júpiter, quien, tras comprender sus perversas intenciones eróticas, le engañó y propició el encuentro sexual entre él y la nebulosa Néfele, quien habría adoptado la apariencia de la anhelada Hera. En consecuencia, el lector se encuentra muy probablemente ante una ilusión de novela, como bien ha señalado García Gutiérrez (“novela como nube, o siguiendo el mito, novela que lo aparenta, aunque no lo es”), quien también ha recordado que de las relaciones entre Ixión y la nebulosa surgió un nuevo ser: “Centauros, padre de todos los de su estirpe híbrida y dual”. Por consiguiente, deduce que
podría verse en la antigua diosa Hera a la novela tradicional y en la nube que reclama para sí el nombre de novela el origen de un nuevo tipo narrativo marcado por la hibridez, la transgresión de límites y la autoconciencia ficcional: lo poético, lo cinematográfico y lo pictórico se mezclan en el texto que vulnera cada precepto de la mímesis realista y que renuncia a su ingenua condición de verdad o realidad sabiéndose ficción, construcción literaria, nube (2017, p. 53).
Más bien, según la fuente, Hera representaría el ideal tras el que se habría lanzado el Ixión novelista, y la nube, por tanto, la realidad máxima a la que puede aspirar. Si bien se volverá a esta cuestión más adelante, acaso no esté de más recordar la distinción entre poesía pura y plena que estableció Owen en 1927: la primera, aspiración imposible; la segunda, “palabras nuevas, imágenes e ideas nuevas”. Novela como nube apunta a este segundo ideal.
Octavio Paz afirmaba que “el arte moderno no sólo es el hijo de la edad crítica sino que también es el crítico de sí mismo” (1999, pp. 409-410). Para Gustavo Nanclares, la de Owen es, junto a El marido, la mujer y la sombra (1927) de Mario Verdaguer, la novela que mejor expone la encrucijada de los narradores de vanguardia: “seguir produciendo una novela cinematográfico-experimental que con menos de un lustro de existencia empezaba a envejecer y no parecía convencer a nadie, o retornar al modelo narrativo tradicional en cuya destrucción habían cimentado su identidad y razón de ser literaria” (2010, p. 178). En consecuencia, tras un espléndido análisis en clave metaliteraria, concluía que, al trasluz del mito de Ixión, el desenlace infeliz que fuerza a Ernesto a terminar comprometido con Rosa Amalia, símbolo o metáfora de la tradición decimonónica anterior a la emergencia de la industria cinematográfica, constata “la imposibilidad física de la fusión entre la literatura y el cine”, de ahí que el personaje sedujera a la mujer equivocada, aquella que no era razón de sus pesquisas y que no había sido asociada al nuevo arte (pp. 180-193).
En un intento de conciliar los planteamientos de los que son, probablemente, los dos mejores estudios que se han dedicado a Novela como nube, importa resaltar dos elementos que ambos comentaristas han pasado por alto: la influencia del teatro y el retorno a la tradición literaria. Si el título apunta a la búsqueda o materialización de una nueva entidad narrativa y el desenlace, a su vez, niega la comunión entre el género novelístico y el lenguaje cinematográfico, es preciso recordar que toda la historia se presenta “vestida de arlequín”. El protagonista, además, se concibe como un “fantoche”, un títere en las manos de su creador. Ante tales circunstancias, es lícito pensar que, en el pedacito de prosa anteriormente comentado, el 18, Owen sugiere que la alternativa para renovar la novela no podía prescindir del teatro.
Es necesario remarcar que el interés por la narrativa del grupo coincidió con su inmersión en las artes escénicas. En efecto, en 1927 fundaron la revista y el Teatro Ulises, cuya novedad consistía en la traducción y puesta en escena de las principales obras extranjeras del momento. La implicación de Owen en este proyecto fue tal que no sólo ejerció como actor en más de una ocasión, sino que incluso tradujo en solitario o en compañía varias piezas dramáticas. Asimismo, su interés por este género repercutió también en su acercamiento a la tradición literaria en lengua española, según advirtió en 1935. En una de sus colaboraciones para El Tiempo de Bogotá, con motivo de su amor por don Luis de Góngora, el poeta mexicano resaltaba la importancia que tuvo su encuentro “hacia 1927” con Lope de Vega, que supuso, para él, un punto de inflexión en su labor creativa. Gracias a él
aprendí, al fin, el orden de la libertad, la manera de medir el infinito, suponiéndole lo que es: una sucesión de órdenes de mundos, cada uno definido y limitado con precisión, como para elegir en él el huerto o la celda más de nuestro agrado. Todo cabía en el mundo de Lope, hasta la cárcel culterana a la que yo quería regresar. Así debía de ser, así había visto yo que era el mundo, así la poesía: todos los órdenes y todo uno y lo mismo. La libertad es una sucesión de cárceles (Owen 1996, pp. 200-205).
En consonancia con lo anterior, es lícito deducir que el pedacito de prosa “18, unas palabras del autor” se articula en torno a la metáfora del “teatro del mundo”, de origen platónico y de gran calado en la literatura áurea española, según la cual “el mundo es como un teatro en que cada hombre, movido por Dios, desempeña su papel” (Curtius 1989, pp. 203-211)12. En Novela como nube, Owen habría equiparado al autor con la figura del demiurgo, probablemente en un intento de reclamar para sí la potestad absoluta sobre su obra, al tiempo que resaltaba el carácter especular de sus criaturas. Así, se rechazaba a quienes intentaban interferir en su labor creativa, al tiempo que se ponía de manifiesto la inmanencia ficcional de la novela, la misma que había puesto en entredicho la narrativa decimonónica y, más concretamente, la tradición realista que con tanto énfasis se intentaba implementar en México para lograr la ansiada novela de la Revolución13.
En esta línea de interpretación, la decisión de actualizar la trama mitológica respondería a la voluntad de parodiar un modelo heredado, de suerte que la novela termina siendo un reflejo actualizado y estilizado de una ficción pretérita, lo que refuerza la noción de virtualidad asociada al teatro. Owen parecería decirnos que para mirar el entorno circundante es preciso buscar primero una lente en el escenario de la tradición. El enunciado del título apuntaría, a su vez, a las técnicas del trampantojo y del disfraz (una novela esquiva, que se muestra bajo la apariencia de nube). Tal ilusión óptica o enmascaramiento sería intencionado, puesto que la vuelve inefable para todo ser ajeno a su realidad, incluso para su creador, de modo que la composición no termina nunca de descubrir su verdadero rostro ni de entregarse al otro, como advertía el poeta al final. De ahí tal vez el intento de aprehenderla, de aspirar a definirla con un lenguaje a todas luces insuficiente.
El recurso del símil sugiere que la novela se enuncia desde la conciencia del fracaso de la palabra y de ahí la importancia que cobra la imagen. Por consiguiente, es lícito pensar que Hera en realidad simboliza el ideal de novela al que el Ixión novelista aspira en vano, como se indicó anteriormente. No sorprende, pues, que la crítica especializada no termine de ponerse de acuerdo respecto a si se trata de novelas, ensayos narrativos, experimentos, ficciones en prosa, novelas cortas, poemáticas, nubes, etc., ya que se rompe de forma consciente con todos los cánones establecidos.
Ante tales indicios, me parece muy acertada la feliz intuición de Luis Alberto Pérez Amezcua (2011, p. 112), quien advirtió que la confusión final de la novela es un elemento que parece propio de las comedias de enredo del Siglo de Oro. Aquélla vendría provocada por la oscuridad, la celeridad con que se suceden los acontecimientos y los equívocos de identidad en los últimos cuatro pedacitos de prosa. Habría que añadir también la presencia de otros elementos importantes, como la incorporación de formas de composición fija modernas y el retorno a la claridad poética, en detrimento del barroquismo que había prevalecido hasta el pedacito 22 incluido14; además del componente tragicómico, la galantería y la relevancia que cobra la presunta intervención del monarca en el desenlace matrimonial. No se puede soslayar tampoco la decisión de no “intercalar aquí cuentos obscenos, sabiéndolos yo muy divertidos” (1953, p. 188), en lo que se podría entender como un guiño al entremés y al deseo manifiesto de no continuar esta praxis que, si bien entretenida, aumenta quizás innecesariamente la extensión de la obra -lo cual chocaría, por cierto, con la tendencia a escribir novelas de un volumen descomunal (“¿Cuándo acabaremos de leer a Proust?”, se había preguntado el autor en un poema de Línea).
Como ya se ha señalado, la lectura intensa de Lope de Vega permitió a Owen comprender hacia 1927 que el arte no es excluyente, sino inclusivo, y es esta capacidad, precisamente, la que se destacó de su labor poética en la famosa Antología de la poesía mexicana moderna de 1928. En ésta, el autor de la nota de presentación advertía que “asociaciones de ideas, juegos de nombres e imágenes inesperados, finas alusiones literarias, todo cabe en la pequeña caja de un poema en prosa de Gilberto Owen. Y todo unido con una hebra, con una línea que a menudo resulta invisible al lector desatento y miope” (en Cuesta 1985, p. 233). Teniendo en cuenta lo que se ha venido comentando, no parece aventurado ver en ese tragicómico y enredado final un guiño a su recién descubierto Lope, cuyo modelo habría subvertido, puesto que el matrimonio no se concibe como una recompensa, sino como una condena:
El roce de un traje de seda que se acerca es, en el silencio, catastrófico. Cómo agranda los ruidos, inmensamente, la soledad. Ese himno ensordecedor la precede. También su mirada, que entra un poco antes que ella. Su mirada opaca, borrosa, y sin embargo pletórica de cosas íntimas, como esas ventanas que empaña el vaho de demasiada gente detrás de ellas. Ya está por entrar. ¿Dónde será mejor besarla? En la mano, para que comprenda que Ernesto ha estado en París.
Empieza a suceder algo extraordinario. Le asalta la duda de si estará soñando y es así como se convence de que está bien despierto, pues ha observado que esta idea sólo nos visita durante la vigilia. No es Elena.
-¿Soy puntual? -empieza Rosa Amalia-. Eres vanidoso…
…Quisiera interrumpirla. Sí lo encuentra pasmoso, pero ya es costumbre en él sonreír y guardar silencio cuando no entiende algo. Da así la idea de haberlo comprendido todo, de encontrarlo todo natural. Quisiera protestar. Ella sigue hablando. Es hermosa con ese traje, mucho más hermosa que Elena. ¿Qué hace aquí? ¿Sería ella la del corredor? Se parece un poco, también, a Ofelia.
…Y sigue hablando…
Ahora, si se atreviera a decirle que no es ella a quien esperaba… No, muy endurecido en el mal estará él, pero no tanto que para salvarse tuviera que herir a Rosa Amalia, comprometiendo a Elena de paso. Tendrá que aceptar las consecuencias. Su rueda de Ixión será el matrimonio.
…Pausa, una gran pausa…
Es su esposa. ¡Ay, Elena inasible, haberte amado siempre en imagen! En Eva, Ofelia, la otra Eva, y todas, todas. ¡Júpiter vengativo, habitante del Real, seré el esposo de Rosa Amalia, de esta nube! Ixión en el Tártaro, el matrimonio, el matrimonio.
Se serena un poco. Es un consuelo pensar en que nada se nos da, no conocemos nada en efecto. De las cosas sabemos alguno o algunos de sus aspectos, los más falsos casi siempre. Las mujeres, sobre todo, nunca se nos entregan, nunca nos dan más que una nube con su figura… (Owen 1953, pp. 204-209).
Si bien el testimonio de Owen induce a pensar en Lope, el trasfondo donjuanesco del personaje, su perplejidad ante su error y su obligación de casarse con quien no desea apuntan más bien a La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón, cuyo teatro fue muy bien valorado tanto por Jorge Cuesta como por Salvador Novo, por lo que no se puede descartar tampoco esta posible relación. La fuente mitológica, por cierto, permite a Owen recuperar de manera coherente la figura del monarca, que no tiene correlato histórico en una sociedad republicana como es la mexicana, al tiempo que sugiere que el poder establecido, en lugar de impartir justicia, se deja arrastrar por pasiones humanas tan vulgares como la venganza. Por consiguiente, no es en absoluto ejemplar en su conducta.
Sea como fuere, según el planteamiento propuesto, en el fragmento reproducido la influencia del teatro se manifiesta, además, en la nueva función del estilo indirecto libre, que hace las veces del “aparte” dramático. Esto permite al lector escuchar los pensamientos del personaje en plena interacción entre dos actores. Igualmente ostensible es el recurso de la acotación interna, que, como es sabido, constituye una seña distintiva de las comedias del Siglo de Oro frente al teatro posterior. Tales acotaciones se concentran en los sonidos, en los desplazamientos y en las reacciones de los entes de ficción implicados, o, lo que es lo mismo, en la parte espectacular del texto. Por último, es necesario destacar también la irrupción de una segunda voz que se impone hasta el punto de silenciar al narrador, cuestión que se subraya en más de una ocasión. Esto se debe a que la suya es la única capaz de interrumpir las cavilaciones de Ernesto y de negarle incluso la posibilidad de verbalizarlas. Así, la perspectiva única que había dominado toda la novela termina viéndose comprometida ante una nueva voz que reclama -sin llegar a conseguirlo- el retorno del diálogo: “¿Soy puntual? -empieza Rosa Amalia-. Eres vanidoso…”, “…Quisiera interrumpirla”, “Y sigue hablando. // Nada, no es posible decirle nada”, “Rosa Amalia está hablando todavía. ¿Qué habrá dicho?”, “Sigue hablando: // -…y te quería de siempre, Ernesto, y no me importaba que tú lo supieras”. Es en este punto cuando la voz del personaje femenino trasciende la del narrador y se manifiesta ya, por fin:
-…y te quería de siempre, Ernesto, y no me importaba que tú no lo supieras. Elena dice que lo de ella y tú eran cosas de niños, pero yo era más niña aún y sin embargo sentía deseos de matarla. Por eso ahora que te trajo el tío, que Elena ya no te amaba, que los de México ya no te retenían consigo, que esa historia que no quiero saber te hace encontrar grato el venir a enterrarte entre nosotros, sentí que te podría yo ganar, Ernesto, y me has hecho hoy muy feliz, muy feliz… (Owen 1953, p. 207).
En suma, Novela como nube fue concebida al calor de las discusiones en torno a la necesidad de renovar un género en crisis tras su auge decimonónico y su posterior declive en las primeras décadas del siglo XX. Entre quienes se han ocupado de la narrativa del grupo, la de Owen ha sido considerada “la más actual”, “la más compleja”, “una de las más interesantes”, si bien su repercusión parece que ha sido menor. En general, se suele subrayar sobre todo su relación con el cine, con los ismos de vanguardia y con la narrativa moderna, a fin de constatar la extraordinaria capacidad del autor para interiorizar las novedades del momento. Hasta donde se tiene constancia, no se ha contemplado su posible relación con el teatro, más allá de un fugaz apunte. A raíz de la importante participación de Owen en la génesis y desarrollo del Teatro Ulises, de las resonancias valleinclanescas -en las que por motivos de espacio y de propósito no se ha profundizado- y de su testimonio sobre la importancia que tuvo para él la lectura de Lope a partir de 1927, se ha puesto de manifiesto una serie de indicios que invita a pensar que Owen pudo haber visto en el teatro la alternativa que permitiría conciliar la poesía, el cine y la novela.
Esta tesis vendría reforzada, a su vez, por la resolución más drástica de su íntimo amigo Xavier Villaurrutia, quien abandonó la novela de vanguardia para dedicarse tanto a la composición de piezas teatrales como a la poesía después de Dama de corazones. El mismo Villaurrutia que, en 1934, no sólo refutaría a quienes oponían el teatro al cine y vaticinaban la pronta desaparición del primero, sino que, además, defendía que,
después de una etapa en que pareció encontrar sus particulares terrenos, y en el dinamismo su verdadero medio y su único fin, el cinematógrafo ha vuelto a la servidumbre del teatro, viviendo de los textos, de los asuntos, de la técnica y de los actores teatrales, aunque en apariencia pretende servirse de ellos.
En otras palabras, Villaurrutia estaba convencido de que el cine “está necesitando del teatro para sobrevivirse en esta segunda infancia en que se halla desde que inesperadamente, en virtud del vitáfono, se soltó hablando” (2016, pp. 462-465)15.
Una exhalación de humo
Yo era un rastro, una estela, una exhalación de humo.
Valeria Luiselli, Los ingrávidos
Después de haber analizado con detenimiento Novela como nube, se puede entender mejor la propuesta de Luiselli en Los ingrávidos. Esta novela participa también de la poética de la brevedad, si bien, en lugar de “pedacitos de prosa”, en la suya se habla más concretamente de “párrafos” (2011, p. 18). Como en la de Owen, éstos son de muy distinta clase y color, de ahí que se alternen rápidas anotaciones sobre sucesos cotidianos, notas extraídas de cartas del autor mexicano, poemas y fragmentos (suyos y de otros escritores estadounidenses), apuntes que la joven narradora va tomando sobre la vida del poeta, diálogos chispeantes, aforismos, reflexiones metaliterarias, pasajes de la novela que está escribiendo, etcétera.
Tal hibridez y tal acumulación vuelven la técnica del collage uno de sus recursos compositivos fundamentales, que se alía con la interrupción del ritmo dominante. Tal alianza se debe a la compleja situación que atraviesa la narradora, cuyos hijos pequeños y cuyas obligaciones domésticas le privan de tiempo para dedicarse a la escritura. Es lícito hablar, por tanto, de una poética de la intermitencia en Los ingrávidos, que conduce inexorablemente a una novela “de corto aliento”, repleta de silencios, de espacios en blanco que permitan retomar la escritura en cualquier momento, en cualquier circunstancia, sin confundirla, eso sí, con un planteamiento fragmentario:
Las novelas son de largo aliento. Eso quieren los novelistas. Nadie sabe exactamente lo que significa pero todos dicen: largo aliento. Yo tengo una bebé y un niño mediano. No me dejan respirar. Todo lo que escribo es -tiene que ser- de corto aliento. Poco aire (p. 14).
Generar una estructura llena de huecos para que siempre sea posible llegar a la página, habitarla. Nunca meter más de la cuenta, nunca estofar, nunca amueblar ni adornar. Abrir puertas, ventanas. Levantar muros y tirarlos (p. 20).
No una novela fragmentaria. Una novela horizontal, contada verticalmente (p. 73).
Por lo demás, el barroquismo que acusaba Owen en su novela retorna en Luiselli al cauce de la claridad renacentista. Sus respectivas ficciones, por ende, requieren una interacción distinta con el lector, si bien ambos escritores resaltan su importancia en la experiencia creativa. En el caso de Owen, las innovaciones en los planos técnico, formal y expresivo se debían a la necesidad de buscar una figura cómplice que permitiera a los dos distinguirse de esa muchedumbre que se reconocía incapaz de comprender el arte nuevo y que, por tanto, reaccionaba de manera hostil contra quienes lo cultivaban, tal y como había comentado Ortega y Gasset. En Novela como nube, Owen puso de manifiesto que la novela de vanguardia no se sostendría sin la respuesta deseada por el público, de ahí las múltiples claves de lectura que ofreció tanto en su ficción como en su reseña dedicada a Pájaro pinto, puesto que, de lo contrario, su labor habría sido en balde: “Sólo el hilo de la atención de los numerables lectores puede unir [los pedacitos] entre sí, hilo que no quisiera yo tan frágil, amenazándome con la caída si me sueltan ojos ajenos, a la mitad de mi pirueta. Soy muy mediano alambrista” (Owen 1953, pp. 187-188).
Luiselli, por su parte, ha propuesto una novela que invita también a jugar con el lector, así como a crear interrogantes insolubles. La yuxtaposición de tramas, la polifonía y la posibilidad de que no sea la madre escritora quien ostente la categoría de autora, sino que más bien sea ella un personaje creado por Owen, dan buena fe de ello. Además, siguiendo el modelo capital de Pedro Páramo, ella entendió que los posibles anacronismos, como las referencias a sujetos y acontecimientos posteriores a la muerte del sinaloense, no comprometían su apuesta. En efecto, en Los ingrávidos todos los personajes terminan volviéndose tarde o temprano figuras espectrales, de suerte que el tiempo se concibe como una duración pura, dado que ninguno está, en teoría, vivo. Eso permite comprender por qué las acciones de la joven hacia 2009 repercuten en un joven Gilberto que habitaba Nueva York casi un siglo antes. Un buen ejemplo es el arbusto que ella se lleva de su azotea y que más adelante él extrañará al no verlo en su lugar (Luiselli 2011, pp. 30-34 y p. 122), o la nota que la muchacha deja sobre la mesa de Owen con la reproducción de la última carta del poeta a Rojas Garcidueñas y que el personaje masculino encuentra y afirma no haber escrito (pp. 136-137). Por tanto, la suya es “una novela horizontal, contada verticalmente. Una novela que se tiene que escribir desde afuera para leerse desde dentro” (p. 65).
De esa manera, en lugar de conectar con el género dramático para subrayar la inmanencia ficcional de sus personajes, como había hecho Owen, Luiselli optó por incardinarse en la tradición espectral de México, cuyo máximo representante es Juan Rulfo (pp. 22, 62 y 140). En cualquier caso, el objetivo parece ser el mismo: rectificar una tendencia muy arraigada entre el público y la crítica especializada, que no es otra que confundir la realidad con la ficción o, más concretamente, en el caso de ella, la primera persona con el testimonio. Así, ella habría manipulado la figura del marido para parodiar a quienes no logran disociar la escritura literaria del discurso autobiográfico: “Todo es ficción, le digo a mi marido, pero no me cree”, “Pero es sólo una novela, nada existe” (2011, pp. 62 y 81). Lejos de ser una cuestión menor, la insistencia que pone la escritora en resaltar la figura de esa mirada intrusa que lee, interroga y cuestiona el contenido de sus páginas, obliga a detenerse en su comentario.
En relación con la obra de Owen, no se puede dejar de mencionar que el acercamiento autobiográfico ha prevalecido entre la crítica especializada hasta casi la aparición de Los ingrávidos, de ahí que probablemente no sea casual que Luiselli perfile un personaje femenino que presenta rasgos afines a ella, si bien parece que el propósito último es cuestionar la legitimidad de tales acercamientos. El propio poeta ironizó al respecto en una de sus últimas cartas, cuando se autodefinió “obispo y confesor” ante la tendencia ya por aquel entonces de hacer lecturas en clave religiosa o autobiográfica de su poesía (véase Owen 1996, pp. 289-290)16. Tanto uno como otro han puesto de manifiesto que el recuerdo es fruto de la imaginación, y el pasado, por tanto, otra fuente más de la que bebe la literatura:
Cerramos los ojos, para reconocernos. Pero nos duelen recuerdos imaginarios (Owen 1953, p. 41).
Además, mi sombra blanca se llamaba muy lindo: Beginning, Maybe, quién sabe cómo. Si le brillaban los ojos, era por sombra niña; pues no tenía pasado. Yo sí, pero lo cambié por un libro (p. 51).
Lo único que perdura de aquel período son los ecos de algunas conversaciones, un puñado de ideas recurrentes, poemas que me gustaban y releía una y otra vez hasta aprenderlos de memoria. Todo lo demás es elaboración posterior. Mis recuerdos de esa vida no podrían tener mayor contenido. Son andamiajes, estructuras, casas vacías (Luiselli 2011, p. 14).
Con todo, en el caso de Luiselli, tal cuestionamiento no obedece a un propósito meramente literario, sino que también parece estar relacionado de modo directo con un tema polémico en México: la falta de educación sexual que conduce a una mirada suspicaz hacia aquellas mujeres cuya sensualidad genera incomodidad. A este propósito, quizás se puede establecer una relación metonímica entre el marido y el sector más conservador del país, cuya moral reaccionaria quedaría puesta en entredicho, dado que la incomodidad e incluso desasosiego que provoca la lectura para él se debe únicamente a la sucesión de experiencias eróticas, con hombres y mujeres, que la narradora afirma haber tenido en el pasado:
Mi marido lee algunos de estos párrafos y me pregunta quién es Moby. Nadie, le digo, Moby es un personaje (p. 18)17.
Mi marido ha vuelto a leer algunas de estas páginas. ¿Te acostabas con mujeres?, me pregunta (p. 45).
¿Pero te has acostado con alguna mujer?, insiste mi marido. Nunca, respondo. No sabría cómo (p. 46).
Es horrible lo de la masturbación con la foto, opina mi marido. Me molesto, me defiendo como una cucaracha (p. 54).
Mi marido está enojado. Por descuido mío, ha vuelto a leer algunas de estas páginas. Me pregunta cuánto hay de ficción en ellas, cuánto de verdad (p. 56).
La pródiga sexualidad de ella se vuelve, por tanto, una cuestión espinosa para quien pensaba estar casado con una mujer que encarnaba, quizás, otro tipo de ideales más en consonancia con la figura de esposa y madre tradicional. Esto en la novela no es una cuestión menor, dado que propicia la progresiva escisión de la pareja y dado que la libertad sexual de las mujeres y de las comunidades LGTBI en México ha sido un tema tabú durante la primera década del siglo XXI, según informa Roxana Rodríguez Bravo (2015, p. 287). Por ende, acaso quepa ver en estas reacciones un cuestionamiento de toda una educación sentimental incapaz de superar ciertos prejuicios que todavía hoy, no sólo en México, coaccionan al otro18.
La relación que la autora establece entre la palabra y el cuerpo invita a pensar en que parte de la convicción de que todo acto de escritura es transgresor. De ahí que su novela cuestione prejuicios, convenciones, modelos de conducta, modas literarias y referentes culturales. En este sentido, conviene destacar la relación que se establece entre la narradora principal y los personajes de Scheherezade y de Penélope. Ellas dos constituyen los referentes femeninos que soslayaron los Contemporáneos, quienes se reconocieron, sobre todo, en las figuras de Sindbad y de Ulises, de modo que la elección de tales personajes en una novela protagonizada por Owen no parece fortuita. Como es sabido, los del grupo vieron en esas figuras una respuesta a las restricciones ideológicas y culturales de la época, tras la llegada del gobierno de Calles al poder. En consecuencia, vieron en los valores que ellos encarnaban -la curiosidad, el afán de viajar y de conocer otras culturas, el necesario retorno para terminar enriqueciendo el patrimonio propio- una respuesta a la intolerancia oficial y al aislamiento cultural que buscaba rechazar todo contacto con el exterior, a fin de apuntalar la identificación entre lo mexicano y lo amerindio -cuyo legado había sido, justo es remarcarlo, soslayado desde la época colonial.
En el caso de Luiselli, la propuesta es igualmente interesante y contestataria, puesto que en la figura de Penélope no ve ese ideal de madre y esposa fiel que se ha canonizado a lo largo de los siglos y que hasta la segunda mitad del siglo XX no comenzó a cuestionarse y subvertirse. La originalidad de su planteamiento, sin embargo, radica en conectar simultáneamente la figura de Penélope con su personaje y con su novela o, mejor dicho, con el proceso compositivo. Según tal planteamiento, habría un intento evidente de emular a su precursor, de modo que Luiselli habría sido capaz de conectar el carácter huidizo de aquélla con la naturaleza elusiva de la nube. En otras palabras, si Owen escribió una novela como nube, ella habría propuesto una “Penélope esquiva”:
En Las mil y una noches la narradora hilvana una serie de relatos para posponer el día de su muerte. Tal vez un mecanismo semejante pero inverso le sirva a esta historia, a esta muerte. La narradora descubre que mientras hilvana un relato, el tejido de su realidad inmediata se desgasta y quiebra. La fibra de la ficción empieza a modificar la realidad y no viceversa, como debiera ser. Ninguna de las dos cosas es sacrificable. El único remedio, la única manera de salvar todos los planos de la historia es cerrar una cortina y alzar otra: bajar una persiana, para poder desabrocharse la blusa; desescribir una historia en un archivo y urdir una trama distinta en otro, Penélope esquiva. Escribir lo que sí sucedió y lo que no. Al final de cada jornada de trabajo, separar párrafos, copiar y pegar, guardar; dejar sólo uno de los dos archivos abiertos para que los lea el marido y sacie su curiosidad hasta colmarla. La novela, la otra, se llama Filadelfia (Luiselli 2011, p. 62).
Pese a que Los ingrávidos es una novela repleta de reflexiones metaliterarias, se podría decir que este fragmento es el equivalente al pedacito de prosa número 18 en Novela como nube, rotulado “unas palabras del autor”, dado que la voz autorial ofrece su propia teoría de la novela (fines, hallazgos, escollos, soluciones, etc.), que, en buena medida, ya se ha comentado. Interesa, por tanto, detenerse en la referencia a Scheherezade. Con ésta se sugiere que la escritura, independientemente del contenido del relato, es fruto de un pacto y de un compromiso, puesto que su vida depende de ello. Se niega así la presunta intrascendencia de la literatura (entiéndase de aquella que no responda, a priori, a fines políticos o de índole sociológica). En consonancia con lo anterior, no está de más recordar que Scheherezade transforma el arte de narrar en un medio pacífico para frenar la violencia tan indiscriminada como irracional del poder establecido contra la mujer. La palabra con ella se vuelve así un dique de contención y una alternativa, no una vía de escape: la realidad es ineludible, dado que ella es la primera que tiene que sacrificar su cuerpo. Ante tales circunstancias, el comienzo de la novela no puede ser más revelador, ya que refuerza el vínculo que une a la narradora con tan mítico personaje y, por extensión, con su manera de entender la escritura:
Ahora escribo de noche, cuando los dos niños están dormidos y ya es lícito fumar, beber y dejar que entren las corrientes de aire. Antes escribía todo el tiempo, a cualquier hora, porque mi cuerpo me pertenecía. Mis piernas eran largas, fuertes y flacas. Era propio ofrecerlas; a quien fuera, a la escritura (p. 13).
Como se puede comprobar, la narradora entiende que ha sacrificado su cuerpo y con éste su manera de vivir la escritura. “Pero mis vicios renacían siempre”, advertía el Sindbad de Owen (1953, pp. 83-84). No obstante, al igual que él, quien reconocía ser incapaz de renunciar a sus malos hábitos y de ajustarse así a las convenciones sociales que marcaba la moral de la época, ella tampoco se inhibe por completo. En efecto, la madre encuentra en la noche esa fisura espaciotemporal en la que tiene cabida el acto transgresor al que inevitablemente queda asociada la experiencia creativa (escribo, fumo, bebo), cuando no hay nadie acechando ni obligaciones diurnas19. De ese modo, se aparta -de manera consciente y clandestina- del comportamiento esperado de la figura materna, lo que le permite reencontrarse consigo misma y con la palabra escrita. No sorprende, por tanto, que ella encarne el nuevo personaje de la madre no normativa (véase Leonardo-Loayza 2022, pp. 71-77).
En cualquier caso, es evidente que la nueva realidad de madre y esposa ha supuesto un cambio trascendental para la narradora y que éste repercute en su manera de interactuar con el mundo. De ahí la comunión entre la escritura y el cuerpo, y de ahí, también, la importante relación antitética que se establece entre ella y la joven que evoca en su novela: recuérdese que la primera se identifica con una fiera salvaje que vive encerrada como un animal de zoológico, cuyos desplazamientos no consiguen trascender el estrecho ámbito del hogar y cuyo cuerpo pertenece ahora a su familia, su marido, sus hijos (véase Luiselli 2011, pp. 27 y 93). La casa, alegoría del mundo, es un espacio opresivo que anega e inmoviliza a la mujer, donde la escritura se convierte en su única liberación, por lo que en más de una ocasión no sea necesario acometerla con un propósito definido, puesto que su simple razón de ser ya la justifica:
En esta casa tan grande no tengo un lugar para escribir. Sobre mi mesa de trabajo hay pañales, cochecitos, transformers, biberones, sonajas, objetos que aún no termino de descifrar. Cosas minúsculas ocupan todo el espacio. Atravieso la sala y me siento en el sofá con mi computadora en el regazo. El niño mediano entra a la sala:
¿Qué estás haciendo, mamá?
Escribiendo.
¿Escribiendo nomás un libro?
Nomás escribiendo (pp. 13-14).
Las asociaciones entre la narradora y otros referentes femeninos no se agotan en las figuras de Scheherezade y de Penélope. A diferencia de Owen, quien siempre buscó entes de ficción en el acervo cultural que le precedía (Sindbad, Perseo, Booz, Jacob, Ixión, etc.), Luiselli amplía la mirada a aquellas figuras históricas que han marcado un hito en la historia de la poesía reciente. Más concretamente, la narradora se proyecta como “una especie de Emily Dickinson. Una mujer que se queda para siempre encerrada en una casa… hablando con sus fantasmas” (p. 140). La cita es importante, porque al comienzo la narradora reconoce que en el pasado “había leído a Quevedo e interiorizado como una plegaria, de un modo quizá demasiado literal, eso de vivir en conversación con los difuntos” (p. 20). No deja de ser curioso que en una novela que recupera la figura de Owen, devoto confeso de Góngora, la primera referencia a la poesía española sea para ensalzar la importancia de la lectura de Quevedo. Acaso pueda verse en ello un deseo de constatar las diferencias entre Luiselli y su precursor, o, lo que es lo mismo, de anunciar que su tributo no será ciego. Ella no pretende imitar: ella conversa, discute, se arrebata con sus fantasmas y por eso acentúa sus deudas con quienes Owen no valoró tanto o no llegó a conocer siquiera20. En consecuencia, como se está intentando mostrar, no sorprende que la novela ofrezca un tratamiento distinto de aquellos indicios que apuntan a una lectura tan penetrante como crítica de la obra del autor de Perseo vencido.
En cualquier caso, el tránsito de Scheherezade y Penélope a Dickinson conduce a una reivindicación de la mujer intelectual, la misma que niega y trasciende el papel que la sociedad de su época ha reservado a su género, al tiempo que concibe una obra que contiene toda una cosmovisión. Ya ésta no requiere el sacrificio del cuerpo de Scheherezade ni su carácter esquivo responde necesariamente a la astucia de Penélope. Su reclusión obedece ahora a la voluntad de entablar un diálogo con la tradición que la precede y no precisa abandonar un marco tan restringido para ser consciente, en el caso de la voz autorial femenina, de la putrefacción y el caos que imperan en la nueva sociedad de consumo que anega al sujeto contemporáneo. De esto queda constancia en una de las cavilaciones del protagonista masculino:
Cuando llegué al baño prendí la luz. Hace tiempo que la luz eléctrica hace poca diferencia y más bien sirve, como escribía ese infecto filósofo alemán, para iluminar mi casi completa ignorancia del mundo. Pero en esta ocasión, sucedió lo contrario -o tal vez, más inquietantemente, lo contrario de lo contrario21-. Prendí la luz y vi mi baño completo, el piso tapizado de caca de gato, las botellas semivacías de productos higiénicos tiradas, rollos de papel de baño a medio terminar, formando una pirámide junto al escusado, una botella de whisky en el lavadero, una enredadera entrando por la ventanilla que ventila el minúsculo espacio de la tina. Una veintena de moscas, o tal vez mosquitos, zumbaban en el aire pesado.
Miré hacia el espejo para situarme a mí mismo, en medio de ese escenario de pesadilla (p. 138).
La identificación con Dickinson, claro, es un doble guiño a Owen. Por un lado, éste se sintió especialmente atraído por la poesía de ella e incluso llegó a ser uno de los primeros traductores en español de su obra, si bien no queda prácticamente rastro de las “versiones a ojo” que llevó a cabo. Por otro, Luiselli aprovecha su propia figura para resaltar el estado de inmovilidad que comparten las dos mujeres y, cómo no, Sindbad el varado. Si bien la crítica ha subrayado una y otra vez que la parálisis del sujeto lírico comprende todo el poema, conscientemente o no, Luiselli ha sabido distinguir dos tiempos, y es ahí, en mi opinión, donde mejor se manifiesta la lectura “febril” que ella habría realizado.
En efecto, como ya se ha indicado, en Los ingrávidos, el presente de la madre se opone a ese controvertido pasado en Nueva York, donde más allá de sus experiencias laborales, se pone especial énfasis en su frenética vida sexual, así como en su libertad para desplazarse por bibliotecas, cafés, oficinas, barrios de la ciudad, etc. Completamente distinta es su situación actual de la que incluso llega a avergonzarse, como reconoce al confesar que jamás dirá a su hermana -de quien se advierte que es lesbiana, académica y de izquierdas- en qué se ha convertido: una mujer cuya nueva condición de madre y esposa la ha dejado varada en casa (pp. 24-25). La escritura, por tanto, la lleva a cobrar plena conciencia de su situación actual y de aquello a lo que se ha visto obligada a renunciar, al tiempo que sirve para visibilizar su situación.
En el caso de Sindbad, la inmovilidad final del sujeto no es tampoco voluntaria ni se manifiesta, contra lo que se suele afirmar, a lo largo de toda la bitácora de febrero. Más concretamente, en tres de los veintiocho días que la comprenden es ostensible la figura del caminante: el primero, el quinto y el sexto (“y me voy por tu orilla pensativo”, “me acerco”, “ando”). Después, a partir del décimo tercer día, una vez consumada la muerte del sujeto lírico, dicha figura ya no vuelve a manifestarse, puesto que la perspectiva del hablante es la del “Muerto que Canta”, aquel que ya sólo se descubre “bajo el cielo de plomo de un retrato” y que “sólo es conciencia inmóvil y memoria” (Owen 1953, pp. 76-77).
En mi opinión, dicho cambio de perspectiva se debe a que, en su poema, Owen siguió un planteamiento semejante al que había propuesto ya en Novela como nube, de modo que los doce primeros días de la bitácora se corresponden con el tránsito de “Sindbad por la tierra”, mientras que los siguientes serían el equivalente a “Sindbad por el cielo”. A diferencia de Ernesto, el sujeto lírico no habría quedado convaleciente sino que, como se subraya en más de una ocasión, habría fallecido. Tal acontecimiento ocurre el día trece, de modo que se cumple la profecía del cuarto día (pp. 65-66):
Todos los días 4 son domingos
porque los Owen nacen ese día,
cuando Él, pues descansa, no vigila
y huyen de sed en sed por su delirio.
Y, además, que ha de ser martes el 13
en que sabrán mi vida por mi muerte.
La crítica especializada ha puesto tanto énfasis en intentar desentrañar el trasfondo autobiográfico de esta composición que ha preterido su importancia en la trama narrativa del poema (igualmente soslayada): por un lado, pone de manifiesto el carácter disidente e incluso subversivo de los Owen, en cuya genealogía se ha de incluir a Sindbad el varado, puesto que, de lo contrario, la prosapia no sería mencionada en su bitácora. Es decir, aporta información relevante para la caracterización del sujeto lírico. Por otro, anuncia ya la dimensión teológica del poema, que se revela de nuevo en “Día veintiocho, final” y que constituye una seña distintiva de las grandes epopeyas de la Antigüedad y un recurso, asimismo, que ya había empleado el autor en Novela como nube (1928)22. Finalmente, el hablante vaticina el día de su deceso y augura una fama póstuma; de esa forma, conecta con la tradición visionaria y oracular del diecinueve.
Dado que el objetivo último de la bitácora de febrero consiste en encontrar el alma propia, como se indica en la cita inicial del poema (“Encontrarás tierra distinta de tu tierra, pero tu alma es una sola y no encontrarás otra”, Owen 1953, p. 62), cabe deducir que para el sujeto lírico la muerte es una fase más que ha de atravesar en su proceso de autoconocimiento. En consecuencia, esta nueva fase vital comprende del décimo tercer día al vigésimo octavo. Desde mi punto de vista, tal planteamiento es consecuente si se piensa en la teoría sobre la inmortalidad de las almas expuesta por Platón en su Fedón.
En ese diálogo, Sócrates concibe la muerte como un paso indispensable para poder culminar el proceso de autoconocimiento que se habría emprendido en vida, dado que sólo entonces el alma se libera del cuerpo y se revela en la plenitud de su ser. De ese modo, el sujeto consigue aprehender la verdad que persigue con vehemencia. De lo contrario, el ser humano siempre se verá condicionado por las limitaciones corporales y sensoriales, aquellas que lo arrastran hacia lo material y lo impuro. En consecuencia,
si no es posible por medio del cuerpo conocer nada limpiamente, una de dos: o no es posible adquirir nunca el saber, o sólo muertos. Porque entonces el alma estará consigo misma separada del cuerpo, pero antes no. Y mientras vivimos, como ahora, según parece, estaremos más cerca del saber en la medida en que no tratemos ni nos asociemos con el cuerpo, a no ser en la estricta necesidad, y no nos contaminemos de la naturaleza suya, sino que nos purifiquemos de él, hasta que la divinidad misma nos libere. Y así, cuando nos desprendamos de la sensatez del cuerpo, según lo probable estaremos en compañía de lo semejante y conoceremos por nosotros mismos todo lo puro, que eso es seguramente lo verdadero. Pues al que no esté puro me temo que no le es lícito captar lo puro (2020, pp. 44-45).
Así, pues, las composiciones que comprenden los días cinco, seis, siete, ocho y nueve ponen de manifiesto que Sindbad el varado es un ser incapaz de desasirse de los apetitos corporales y he ahí la razón de que no sea hasta el décimo tercer día que tenga lugar su muerte. Es fundamental dejar constancia de que el sujeto lírico ama la vida y los placeres que ésta le brinda, de suerte que, pese a su deseo de encontrar “lo más noble” que hay en él, no es capaz de resistirse a las tentaciones que salen a su paso (“pero mis vicios renacían siempre”)23. Tal incapacidad justifica que Sindbad esté muerto toda la segunda parte del poema y que éste concluya, precisamente, evocando los acontecimientos que tuvieron lugar la noche en la que fue asesinado, pues es entonces cuando su alma se libera del cuerpo y es entonces cuando, gracias a la virtud negativa de su ángel de la guarda, el poeta descubrirá su verdad (Owen 1953, pp. 85-86):
Mañana. Acaso el sol golpea en dos ventanas que entran en erupción.
Antes salen los indios que pasan al mercado tiritando con todo
[el trópico a la espalda.
Y aún antes
los amantes se miran y se ven tan ajenos que se vuelven la espalda.
Antes aún
ese ángel de la guarda que se duerme borracho mientras allí a la
[vuelta matan a su pupilo:
¿Qué va a llevar más que el puñal del grito último a su Amo?
¿Qué va a mentir?
“Lo hiciste cieno y vuelve humo pues ardió como yo Te amo”.
Los versos iniciales buscan crear expectación con esa cronología regresiva, dado que el ángel de la guarda se dispone a revelar -en su mentira- la verdad que se ha negado en vida al sujeto lírico: la forma que adopta el alma del poeta tras haberse materializado la separación del cuerpo. En otras palabras, la negligencia del ser alado no protege a Sindbad de su funesta suerte, pero, en su lugar, le revela la verdad última que esperaba encontrar al fin de su travesía iniciática. Por tanto, la prolepsis del día trece es posible gracias al ángel, de modo que, una vez muerto, Sindbad puede proclamar la parte final de su profecía (p. 73):
Pero me romperé. Me he de romper, granada
en la que ya no caben los candentes espejos biselados,
y lo que fui de oculto y leal saldrá a los vientos:
Subirán por la tarde purpúrea de ese grano,
o bajarán al ínfimo ataúd de ese otro,
y han de decir: “Un poco de humo
se retorcía en cada gota de su sangre”.
Y en el humo leerán las pausas sin sentido
que yo no escribí nunca por gritarlas
y subir en el grito a la espuma de sueño de la vida.
A la mitad de una canción, quebrada
en áspero clamor de cuerda rota.
En suma, en este artículo se han estudiado las respectivas propuestas narrativas de Gilberto Owen y de Valeria Luiselli, con motivo de Novela como nube y de Los ingrávidos. Tal planteamiento ha permitido acercarse de nuevo al contexto de los años veinte, a la polémica en torno a la renovación de la novela y al papel que desempeñó el grupo de los Contemporáneos en México. Esto ha llevado a subrayar la importancia que tuvo para Owen la lectura de los ensayos de Ortega y Gasset en su teoría de la novela, cuya influencia ha sido poco atendida ya que la crítica, en líneas generales, sigue manteniendo la tesis de que los Contemporáneos reaccionaron contra las ideas postuladas por el autor de La deshumanización del arte, pese a que Rosa García Gutiérrez la puso en entredicho ya en 1999.
El estudio de Novela como nube, a su vez, ha servido para detectar un número considerable de indicios a partir de los cuales se infiere que el poeta sinaloense vio en el teatro la clave para conciliar los nuevos lenguajes artísticos dominantes en el ámbito de la narrativa (la poesía y el cine). Para sostener tal hipótesis, aparte del comentario de los indicios internos que ofrece la propia novela ya desde el título, se han señalado algunos acontecimientos histórico-literarios y biográficos sin duda pertinentes, tales como la participación de Owen en la génesis y desarrollo del Teatro Ulises, las resonancias valleinclanescas de Novela como nube -en las que por motivos de espacio y de propósito no se ha profundizado- y el testimonio del autor sobre la importancia que tuvo para él la lectura de Lope a partir de 1927. Igualmente, se ha resaltado el testimonio de Villaurrutia sobre el papel decisivo del teatro en la renovación del lenguaje cinematográfico a principios de los años treinta y su decisión de abandonar la narrativa de vanguardia para, en su lugar, dedicarse a la composición de piezas teatrales y de poemas.
El análisis de Novela como nube ha permitido apuntalar algunas analogías a partir de las cuales se ha estudiado la posible influencia que tuvo su lectura en la génesis y desarrollo de Los ingrávidos. De este modo se ha pretendido ahondar en las concomitancias entre las dos novelas y reconsiderar el punto de vista de quienes afirman que Luiselli habría instrumentalizado la figura de Owen con fines mediáticos. Para ello, además de conectar la novela con la revalorización de su obra a raíz del centenario del poeta rosarino, se ha prestado atención al distinto tratamiento que reciben en sus respectivas ficciones la figura del lector, la apuesta por la brevedad, la metaliteratura y los referentes culturales a los que remiten la trama y los personajes principales. Además, se ha concluido el artículo con un par de apreciaciones suplementarias sobre otros puntos de contacto que se perciben entre Los ingrávidos y Sindbad el varado. Los resultados de este acercamiento sirven para demostrar que el homenaje que Luiselli tributó a su precursor habría trascendido la simple recuperación de su figura en la novela, y, en la línea de la tesis planteada por George Steiner, invitan a pensar que ella, con Los ingrávidos, integra esa genealogía de autores para quienes “la crítica es convertida en responsabilidad creativa” y, de este modo, “hacen del texto pasado una presencia presente” (Steiner 2002, pp. 23-27).