La distinción entre lo eclesiástico y lo civil, lo espiritual y lo temporal, lo laico y lo secular es una realidad que no llegó a ser plenamente considerada por los jesuitas. En cualquier territorio, ya fuera asiático o americano, donde la Compañía de Jesús desarrolló su labor proselitista, hubo jesuitas que demostraron tener problemas a la hora de acatar las formulaciones oficiales de la orden respecto a sus relaciones con las autoridades políticas locales (Höpfl 2004, 55-56). No obstante, estos problemas conceptuales tienen su origen en el régimen interno de la Compañía, ya que sus constituciones prohibían la intervención de sus miembros en los negotia secularia, pero de un modo algo ambiguo, pues también afirmaban que era especialmente relevante “preservar la benevolencia […] de príncipes […] y hombres de alta posición, puesto que su favor […] es de gran importancia” (56).2 Esta ambivalencia de los jesuitas respecto a sus interacciones con los poderes laicos se hizo especialmente patente durante la misión japonesa (1549-1650). La desintegración sufrida por las principales instituciones nacionales de Japón (bakufu 幕府)3 forzó a los jesuitas a depender, en gran medida, de la protección y el patronazgo de múltiples autoridades locales. Esta dependencia estimuló a los misioneros a intervenir en los asuntos internos de estas fuerzas políticas, bien para granjearse el favor de algunas de ellas, bien para neutralizar a potenciales enemigos o interceder en disputas entre aliados, como fue el caso del levantamiento de Amakusa.
Amakusa es un pequeño archipiélago ubicado en la bahía de Yatsushiro, al sur de Nagasaki, en la costa meridional de la gran isla de Kyūshū.4 Durante el siglo XVI, este conjunto de islas se encontraba gobernado por cinco kokujin 国人 (“barones”):5 Amakusa, Shiki, Sumoto, Ôyano y Kozūra,6 dos de los cuales protagonizaron en 1589 una revuelta contra su superior Konishi Yukinaga (1555-1600), uno de los cristianos japoneses más importantes de la historia. 7La particularidad de este conflicto reside en que las islas Amakusa, que constituyeron una de las principales bases de operaciones de la Compañía en suelo japonés, eran mayoritariamente cristianas, al igual que los comandantes y gran parte de los soldados que intervinieron en él. Estas realidades generaron el escenario ideal para la intromisión de los misioneros en una disputa entre poderes laicos japoneses en cuya resolución resultaron determinantes, y por ello el levantamiento de Amakusa constituye el mayor exponente de la injerencia política de los jesuitas en Japón. La intervención de los religiosos europeos en cuestiones de índole interna de la política japonesa es un aspecto poco analizado por la historiografía occidental, a diferencia, por ejemplo, de los intercambios culturales, las influencias artísticas o la adaptación del discurso teológico occidental a las estructuras mentales niponas, por lo que, a lo largo de las siguientes páginas, se tomará el conflicto acaecido en estas islas como punto de partida para demostrar la existencia y la intensidad del intervencionismo político jesuita.
Los jesuitas y los mecanismos de poder japonés
El estrecho contacto entre los miembros de la Compañía y las élites japonesas permitió a los misioneros adquirir un notable conocimiento sobre la diversidad y la complejidad de las estructuras de poder que regían en el Japón del siglo XVI.8 Sus escritos reflejan una constante preocupación por estudiar y describir con detalle los nucleos de autoridad del país, muestra de la importancia que otorgaban a la influencia del contexto sociopolítico en su labor evangélica. Gracias a sus experiencias y sus observaciones, los miembros de la Compañía lograron comprender la profunda dualidad que reinaba entre los dos grupos que componían la cúspide de la sociedad japonesa: los kuge 公家 y los daimyō 大名.9 Los primeros conformaban la nobleza cortesana, la aristocracia que componía la corte del emperador (conocido en los textos europeos como “oo”, “mikado”, “dairi” y “tennoo”) y que disfrutaba del mayor prestigio social, aunque no disponía de ningún poder efectivo real.10 Este último resida en el segundo grupo, los daimyō,11 especie de nobleza feudal en la que el abolengo tenía cierta relevancia, pero en la que la riqueza12 y el poder militar eran determinantes (Fernandes Pinto 2000, 35).
Hay una notable diferencia en la intensidad y el número de interacciones que los misioneros europeos mantuvieron con ambos colectivos. Por una parte, los jesuitas identificaron la preeminencia social de los kuge, pero también supieron reconocer que su influencia política era mínima, por lo que sus contactos fueron muy limitados. Además, su relación tampoco se vio favorecida por el aislamiento de los cortesanos, quienes se encontraban confinados en la capital, Miyako (Kioto), y por la indiferencia que éstos mostraron hacia el cristianismo. Este desinterés de la clase patricia nipona estuvo alimentado por la extendida creencia de que el cristianismo era un instrumento empleado por los monarcas europeos para conquistar Japón,13 y por la firme oposición de los jesuitas a ciertas prácticas y costumbres japonesas, como el adulterio o la esclavitud.14
Sea como fuere, los contactos de los jesuitas con la clase cortesana fueron anecdóticos en comparación con la relación que mantuvieron con los daimyō. Este grupo social era mucho más complejo que el de los kuge, y su estructura difería completamente de la de cualquier otro grupo que los religiosos conocieran.15 Por ello, simplificaron el estatus social de esta clase militar como “nobleza”, pese a que su categorización era más complicada. Sin embargo, la necesidad de clarificar su poder político y militar llevó a que los jesuitas emplearan términos análogos a los de las estructuras europeas de poder, como “rey” o “marqués”, que resultaban más accesibles para los lectores occidentales (Fernandes Pinto 2000, 32). El jesuita Luis de Guzmán (1544-1605) comparó a los daimyō con la nobleza castellana de la siguiente forma: “No se ha de entender, como algunos piensan, que cada Rey de estos es como un Conde o Duque en nuestra España, sino al modo que en la Corona de Castilla están los Reinos de León, y Aragón, y Granada, y de Sevilla con otros muchos, y en cada uno hay señores muy ricos y poderosos” (Guzmán 1601, 387).
Se han enumerado las causas que explican la escasa relación entre los kuge y los misioneros europeos, pero ¿cuál es la razón de los intensos contactos entre los jesuitas y la clase guerrera, los daimyō? Sencillo, el poder político que éstos detentaban. A la llegada de los religiosos a Japón (1549), el país se encontraba en un momento de gran inestabilidad política, con el territorio fragmentado en pequeños señoríos, regidos por un daimyō y enfrentados constantemente con los territorios vecinos por aumentar sus dominios y sus riquezas.16 En este contexto, los jesuitas percibieron que únicamente la protección de esta pequeña nobleza les proveería de la seguridad necesaria para disponer de la libertad de movimiento suficiente para ejercer su labor proselitista (Fernandes Pinto 2000, 30). Por ello, desde muy pronto, los poderes provinciales pasaron a formar parte de las estrategias de patronazgo y manutención de los jesuitas. El método principal que emplearon para atraer y granjearse el favor de los daimyō locales fue valerse de las riquezas derivadas del comercio portugués. Aprovecharon su influencia sobre los comerciantes lusos y lograron la cristianización de un número significativo de autoridades locales, en especial en Kyūshū, donde era constante el flujo de navíos portugueses, bajo la promesa directa o indirecta de atraerlos a sus puertos. No obstante, este método generó un intenso debate en el seno de la Compañía, pues suponía que las élites gobernantes cristianizadas presionaran a los jesuitas para obtener beneficios económicos, y si éstos no llegaban, dejaban de patrocinarlos o, en los peores casos, apostataban y se convertían en sus mayores enemigos (Valignano 1954, 163).17
En la mayor parte de las interacciones que los jesuitas mantuvieron con las élites políticas japonesas, tanto locales como regionales, representaron el papel del “demandante”, característico de cualquier estamento clerical, y solicitaron a las autoridades seculares donaciones y protección (Höpfl 2004, 59-60). Sin embargo, a medida que extendieron su presencia en Kyūshū y el sur de Honshū, y entraron en contacto con un mayor número de daimyō, los misioneros trascendieron este papel y comenzaron a tener un rol activo en la esfera política nipona. Mediante la entrega de piezas de artillería, dinero, municiones y vituallas a los señores cristianos, la Compañía de Jesús intervino en los conflictos internos de las autoridades japonesas. Excusándose en que ésta era una práctica necesaria tanto para su protección como la de sus fieles, los jesuitas asistieron materialmente a las autoridades cristianas en algunas de sus disputas territoriales. Así lo reconoció el padre visitador Alejandro Valignano (1539-1606):18
A veces es necesario hacer lo mismo [ayudar] a algunos señores cristianos con mucho gasto, en tiempo de sus guerras, a los cuales es necesario ayudar con dinero, porque de otra manera corren peligro de perderse con sus tierras, como se ha hecho muchas veces con don Bartolomé, señor de Omura, y con el señor de Arima (Valignano 1954, 310).
En estas líneas, el jesuita italiano hace referencia a un acontecimiento que se produjo en 1579, cuando los misioneros “socorrieron” a Arima Shigazumi/Harunobu (1561-1612) al “proveerle de plomo y salitre” durante su guerra contra el clan Ryūzōji (Fróis 1982, 145).19 Si bien, como evidencia este suceso, la intervención de los jesuitas en los asuntos políticos de los señores japoneses era, en la mayoría de los casos, eventual e indirecta, no dejaba de suponer una injerencia en los conflictos internos de los poderes laicos japoneses, y por ello fueron duramente criticados. Por ejemplo, el franciscano Martín de la Ascensión (1567-1597) censuró reiteradamente la forma de proceder de los miembros de la Compañía con los poderes locales, pues continuamente “ayudaban a unos reyes contra otros” (Valignano 1998, 162). Es más, el misionero vasco llegó a afirmar que los propios jesuitas se comportaban en Japón como auténticos daimyō, puesto que “se han hecho señores de los puertos, ciudades, villas y lugares”, y en ellos “administran justicia”, cobran “derechos de los puertos y mercaderías que se venden en ellos” y obligan a los “pueblos que tienen” a “acudir a servicios personales”, como si “del mismo rey” se tratara (162).Estas acusaciones fueron, en parte, aceptadas y reconocidas por algunos miembros de la Compañía, especialmente por aquellos que no compartían la idea de que la evangelización de Japón fuese un monopolio exclusivo de su orden. De esta forma, Pedro de la Cruz (1559-1606) afirmó que había “cosas que el fraile [Martin de la Ascensión] dice verdad, como cuando dice que ayudábamos a unos señores contra otros […] La verdad es que hubo medios humanos y temporales con que los ayudaban los Superiores”.20
El intervencionismo político de los jesuitas no sólo fue denunciado por los miembros de las órdenes mendicantes que acudieron a predicar a tierras japonesas, también generó fuertes recelos entre los poderes locales. Especialmente preocupante, según el entender de estas autoridades, era la excesiva ascendencia que los misioneros disfrutaban sobre los daimyō cristianos. Bien fuera por sus ambiciones económicas o por profesar una auténtica devoción cristiana, ciertos señores conversos recurrían frecuentemente a los jesuitas en busca de consejo para cuestiones de gran trascendencia política, como, por ejemplo, las declaraciones de guerra: “Los japoneses acuden algunas veces a los Padres, por urbanidad o por amistad, preguntando si está bien emprender tales guerras” (López Gay 1960, 149). Esta influencia de un elemento exógeno -como lo eran los religiosos europeos- sobre una parte de las élites políticas de la sociedad japonesa, generó una enorme disconformidad entre el resto de los daimyō, quienes cuestionaron si la fidelidad de los conversos, en última instancia, residía en su señor o en Cristo y, por ende, en los misioneros. Debe entenderse que el mero planteamiento de esta duda, para la moralidad del feudalismo japonés, en la que la lealtad al señor feudal se consideraba en términos absolutos, era intolerable.21
Amakusa: territorio cristiano
La primera aproximación de los jesuitas a las islas Amakusa se produjo en 1566. El señor del dominio de Shiki, Shiki Rinsen Shigetsune, un individuo de considerable poder militar y gran ambición, deseoso de atraer a los mercaderes portugueses a su puerto, invitó al misionero Cosme de Torres (1510-1570), quien residía en la vecina península de Shimabara:
En frente de Cuchinocçu [Kuchinotsu], al otro lado de una ensenada que allí existe, hay un gran pedazo de tierra, como una punta de lanza que se inserta en el reino de Fingo [Higo], dividida entre cinco tonos, uno de los cuales se llama Xiquidono, que toma el mismo nombre del territorio que se llama Xiqui [Shiki] […] Y por estar tan cerca de Cuchinocçu y ser el tono un hijo adoptivo de Xengan [Arima Haruzimi Sengan], rey de Arima, entendió el P. Cosme de Torres conveniente convidar a este tono y a sus vasallos con las buenas nuevas del sagrado Evangelio, pues también el mismo tono lo había pedido algunas veces (Fróis 1981, 148).
Al comprender la oportunidad que ofrecía esta invitación para ampliar la joven comunidad cristiana japonesa, el jesuita español envió a Luis de Almeida (1525-1583),22 figura fundamental en la cristianización de las islas Amakusa, quien bautizó a Shigetsune (con el nombre de Juan) y a quinientos de sus vasallos en octubre de ese mismo año (Fróis 1981, 149). Sin embargo, esta conversión no otorgó vía libre a los misioneros europeos, ya que el nuevo señor cristiano rápidamente comprendió que su bautismo no era suficiente para atraer los navíos portugueses a sus tierras, por lo que apostató públicamente y forzó a sus súbditos a seguir su ejemplo (Teotónio 2006, 100).23 En Shiki, los misioneros comprendieron que no podían confiar exclusivamente en los deseos económicos de los señores japoneses para llevar a buen término sus designios; por ello, cuando poco tiempo después, en 1568, recibieron la invitación de Amakusa Shigehisa (¿?-1582), daimyō de Hondo y principal señor de aquellas islas, pusieron condiciones. Almeida le solicitó una autorización formal que permitiera a los jesuitas predicar en cualquier lugar de sus dominios; la conversión de uno de sus hijos para que sirviera como garantía a los nuevos conversos, y la construcción, con sus propios fondos, de una iglesia en Hondo (Steichen 1900, 43). Shigehisa cumplió con presteza las demandas del jesuita, pero el tiempo demostró que éste había hecho bien en mostrarse precavido. Tan pronto empezaron las conversiones, estalló una revuelta promovida por los bonzos24 y apoyada por algunos nobles locales. El levantamiento fue tan virulento que Shigehisa se vio obligado a abandonar su residencia en Kawachinoura y atrincherarse en la fortaleza de Hondo, lo que forzó a Luis de Almeida, en uno de los primeros casos de intromisión jesuita en los asuntos políticos de los señores japoneses, a solicitar ayuda a Ôtomo Yoshishige (1530-1587),25daimyō de Bungo26 y gran patrón de la Compañía, para evitar que la cristiandad de Amakusa desapareciera antes de florecer (Fróis 1981, 227-230). Cuando la paz fue restablecida, Shigehisa y uno de sus hijos solicitaron el bautismo, el cual recibieron de la mano de Francisco Cabral (1528-1609) en 1571. Tras este acontecimiento, Shigehisa, más conocido en los textos misioneros con el nombre cristiano de Miguel, acometió una política de cristianización a gran escala entre sus súbditos. Siguiendo el procedimiento habitual empleado por los jesuitas en estas situaciones, se publicó un edicto por el cual se obligaba a todos los bonzos de Amakusa a convertirse al cristianismo, bajo la amenaza del exilio. Además, todos los templos budistas fueron destruidos y sobre sus cenizas se erigieron iglesias (Elisonas y McClain 1991, 333). No obstante, la cristianización definitiva del dominio de Amakusa llegó en 1577, cuando se bautizó al resto de los hijos de Shigehisa, y especialmente a su mujer, doña Gracia (¿?-1603/4), quien hasta entonces se había mostrado como una férrea enemiga de los misioneros (López Gay 1966, 122):
Perseveró en su pertinacia y obstinación contra su marido e hijos por espacio de cinco años, teniendo de su parte a los bonzos, con cuya industria trabajaba para fortificar a los gentiles […] Se mostraba tan enemiga de las cosas de la Ley de Dios, que no quería oír hablar de las cosas de nuestra ley y hacía que alguno tornase atrás por ser muy dada a la ley de Japón y muy docta en las letras de Japón.27
Llegado el año 1581, Amakusa Shigehisa entregó el gobierno de las islas a su primogénito Amakusa Hisatane (¿?-1601?), bautizado con el nombre cristiano de Juan.28 No obstante, pese a que su padre lo había forzado a jurar en su lecho de muerte que “nunca abandonaría una fe por la que él había tenido que sufrir tanto” (Steichen 1900, 44), Juan inicialmente no mostró la misma consideración que su progenitor hacia los misioneros europeos: “el hijo distaba mucho de la forma en que nos trataba su padre”. Sin embargo, tras una visita de Alejandro Valignano, Hisatane tuvo un despertar religioso y prometió al jesuita “enmendar su pasado, y ser, de ahí en adelante, muy obediente a los Padres y muy amigo y protector de los cristianos”. A partir de este momento, el dominio del clan Amakusa se convirtió en un territorio completamente cristiano donde, según los registros de la Compañía de Jesús, ya en 1583 habían sido construidas varias residencias, la más importante en Kawachinoura, y 30 iglesias, y 15 000 de sus habitantes habían sido bautizados (Wicki 1975, 213).
Tras la completa evangelización del clan Amakusa, los misioneros centraron sus esfuerzos en la conquista espiritual del resto de los dominios que configuraban el archipiélago de Amakusa: Kozūra, Sumoto, Ôyano y Shiki. En estos territorios, los jesuitas no encontraron tantos impedimentos para su labor evangélica, principalmente porque se vieron favorecidos por la convulsa coyuntura política en la que se encontraba la isla de Kyūshū, sacudida por tres acontecimientos que transformaron radicalmente su historia: la campaña de Toyotomi Hideyoshi de 1587, el posterior Bateren Tsuihōrei バテレン追放令 (“Decreto de Expulsión de los Padres”) y la rebelión de 1589-1590:
Las islas Amakusa estaban gobernadas por cinco tonos, de los cuales el principal era Juan de Amacusadono, que era cristiano desde hacía muchos años. Durante la persecución se hicieron también cristianos [los otros tonos]: uno se llama Oyanodono y el otro Sumotodono, que eran los señores menores de los cinco. Los que faltan eran Xiquidono y Cozuradono, que se convirtieron, en el 1590, junto con seis mil almas (Fróis 1984, 232).
En 1587 Hideyoshi, so pretexto de acudir en auxilio del clan Ôtomo, envió contra el clan Shimazu de Satsuma una de las mayores fuerzas punitivas de la historia militar de Japón.29 La superioridad numérica de su ejército le otorgó una aplastante victoria en un conflicto cuya resolución le permitió la consolidación definitiva de su autoridad como gran señor de Japón.30 Respecto al archipiélago, todos los señores de Amakusa estaban sujetos (al menos nominalmente) al clan Shimazu, por lo que sufrieron junto con su señor la derrota. No obstante, la compasión mostrada por los generales cristianos que lideraban las tropas de Hideyoshi, poco común en la historia nipona, redujo enormemente sus costes humanos.31 Y, ya fuera por esta piedad, por el nombramiento de Konishi, el mayor daimyō cristiano de su generación, como administrador de las islas y la influencia que éste ejerció sobre los señores de Amakusa, o bien por las redes de parentesco que los unían, en apenas tres años todos los gobernantes del archipiélago fueron converti-dos (Teotónio 2006, 104). El primero en bautizarse, tras Amakusa Hisatane, fue su primo hermano Jacobo de Ôyano, a mediados de 1587 (Fróis 1983, 497). Sólo un año después, y tras un arduo trabajo pastoral, en un lugar y unas circunstancias desconocidas abrazó el cristianismo el señor de Sumoto bajo el nombre de Juan Bautista (1566-¿?), también familia de Hisatane, pues su hermana estaba casada con el señor de Amakusa (Teotónio 2006, 106). Es oportuno mencionar que Sumoto fue el único territorio de todo el archipiélago donde, al menos abiertamente, no se aplicó una política persecutoria contra los budistas. Por último, los jesuitas lograron atraer a su causa a los señores de Kozūra y Shiki tras la rebelión de 1589. Influido por su cuñado Juan de Sumoto, el kokujin de Kozūra, así como su primogénito, fueron bautizados por el misionero Francisco Pasio (1554-1612) a mediados de 1590 (Fróis 1984, 242), mientras que Arima/Shiki Morotsune, que había sucedido en el gobierno de Shiki a su padrastro y apóstata Shigetsune, como se verá, aceptó el bautismo después de ser derrotado y depuesto de su cargo durante la revuelta.
Sin embargo, no fue la campaña de Kyūshū ni el levantamiento, objeto de nuestro estudio, lo que consolidó a Amakusa como uno de los principales núcleos cristianos de Japón, sino, curiosamente, el decreto de expulsión de los misioneros que Hideyoshi publicó en ese año de 1587. Según el historiador español Ruiz de Medina (1999, 75), durante la guerra contra los Shimazu, el taikō tomó conciencia de la intensa unión que existía entre los diferentes señores cristianos, lo que acrecentó los temores que ya albergaba sobre una posible revuelta contra su gobierno. Pese a que el alcance del decreto fue muy limitado, al comienzo de la persecución cundió un gran temor entre los jesuitas, por lo que se recogieron hasta los territorios más meridionales de Japón.32 Y en Amakusa encontraron el refugio idóneo, ya que el carácter isleño de este dominio le otorgaba un grado de independencia respecto a los poderes centrales que resultó “ventajosa” para los jesuitas que deseaban pasar inadvertidos:
Como estas islas son remotas y Agustín [Konishi Yukinaga] gobierna sobre ellas, podemos hacer lo que queramos en ellas, como si nadie supiera lo que aquí ocurre, porque ningún pagano tiene permitida la entrada en Amakusa, de tal forma que los padres y hermanos son libres […] más que en ningún otro lugar de Japón (Moran 1993, 43).
Ésas fueron las razones que llevaron a los líderes de la Compañía de Jesús a trasladar allí primero el Noviciado (1589) y, más tarde, el Colegio (1591), ya que “no había otro lugar donde podría haber ido”. Estas instituciones se unieron a las cinco residencias ya existentes, que llegaron a albergar a más de cincuenta misioneros, por lo que en la década de 1590 Amakusa concentraba casi a la mitad de los religiosos europeos que residían en Japón (Guzmán 1601, 529-530). Sin embargo, estas islas no sirvieron para refugiar únicamente a los padres y hermanos jesuitas, sino también sus posesiones más preciadas, entre ellas su imprenta. Importada por Valignano en 1590, esta máquina se estableció en Kawachinoura, desde donde produjo una enorme cantidad de textos que se emplearon en la instrucción espiritual de los japoneses y su inmersión en la cultura europea, así como en la propia formación lingüística de los jesuitas: “todos los días salen libros nuevos, tanto en nuestras letras como en letras japonesas, y esto es muy útil para nosotros y los cristianos” (Moran 1993, 149). Entre el gran catálogo de obras impresas en Amakusa se encuentran textos tan variados como las Fábulas de Esopo, los textos de Cicerón, el Heike Monogatari, varios diccionarios calepinos latín-japonés o el De Imitatio Christi, de Thomas de Kempis, el libro devocional predilecto de Ignacio de Loyola y recomendado como lectura diaria para todo miembro de la orden (Moran 1993, 157-187; Cobbing 2009, 149).
Con la llegada del siglo XVII, el cristianismo en Amakusa alcanzó su máximo esplendor. En sus escasos 877 km2 se podían encontrar más de 200 iglesias y 30 000 de sus habitantes habían sido bautizados (Guzmán 1601, 530). No obstante, el devenir del tiempo trajo profundas penalidades para la cristiandad japonesa, incluida la comunidad conversa del archipiélago. Las sangrientas persecuciones emprendidas por el gobierno Tokugawa contra los misioneros europeos y sus devotos fieles convirtieron al cristianismo en una fe prohibida, reprimida y casi erradicada, que pervivió únicamente en lugares remotos, como en Amakusa, bajo la forma de los kakure kirishitan 隠れキリシタン (“cristianos ocultos”), hasta la llegada nuevamente de europeos en el siglo XIX, lo que convierte a estas islas en uno de los territorios con mayor arraigo y tradición cristiana de Japón.
Cristianos vs. cristianos: la rebelión de Amakusa
Desde sus inicios como gobernador de las islas Amakusa, Konishi Yukinaga encontró una fuerte oposición a su mando entre los cinco barones del archipiélago, conocidos como goninshū 五人衆. Éstos, acostumbrados a disfrutar de un alto grado de independencia respecto a autoridades foráneas, se mostraron recelosos a la hora de acatar las órdenes de su superior, actitud que a la postre acabó generando la conocida Amakusa Kokujin Ikki 天草国人一揆 (“Rebelión de los barones de Amakusa”).33
El 10 de septiembre de 1589, Yukinaga mandó a los cinco señores que le proporcionaran los materiales suficientes para la construcción de un castillo en Uto.34 Juan de Amakusa y Shiki Morotsune34 se negaron a tal solicitud, aduciendo que no reconocían en sus dominios otra autoridad más que la suya propia, y que la construcción de la fortaleza era una empresa privada de un señor vecino que no tenía potestad alguna sobre ellos (Turnbull 2012, 9). Al tener constancia de este rechazo, Toyotomi Hideyoshi invitó al señor de Amakusa, que era el gobernante más poderoso de todo el archipiélago, a Kioto para que se explicara, pero el cristiano, temiendo que fuese una trampa, no se presentó (Steichen 1900, 144). Colérico ante tal insubordinación, el gobernante japonés ordenó a Yukinaga y Katō Kiyomasa, “que era gentil […] enemigo capital de Agustín, y de la misma forma de la cristiandad” (Fróis 1984, 235), que movilizaran a sus ejércitos.
Cumpliendo órdenes, el capitán cristiano despachó el 31 de octubre una fuerza de reconocimiento de 3 000 hombres, liderada por un general cristiano llamado Ijichi Bundayū, contra el clan Shiki. Esta fuerza fue completamente aniquilada, lo que elevó el conflicto a una nueva escala. Con el derramamiento de sangre, el acto de desafío de los señores de Amakusa se convirtió en una rebelión armada y, por tanto, en un problema lo suficientemente serio para que Hideyoshi decretara la completa ocupación de las islas Amakusa y la aniquilación de los señores insurrectos (Turnbull 2012, 13). Según narran los escritos jesuitas, Yukinaga, con el fin de proteger a su correligionario cristiano Juan de Amakusa, cargó contra el clan Shiki con la idea de que, si sometía a este primero, el señor de Amakusa se subyugaría sin oponer resistencia:
Y como cristiano deseaba salvar a Amacusadono y su gente, y aunque don Juan estaba muy obstinado y no se quería someter, se encaminó primero con su ejército para aquella parte que se llama Xiqui, que era de un señor gentil […] persuadiéndose Agustín de que, tras someter a Xiquidono, se rendiría Amacusadono (Fróis 1984, 233).
El 6 de diciembre, las tropas de Yukinaga y Kiyomasa partieron del puerto de Uki, en Kumamoto, hacia el territorio de Shiki Morotsune. Ôyano y Kozūra, los dos kokujin cuyos dominios se encontraban en el camino, al no participar en el levantamiento permitieron el paso del ejército invasor sin oponer resistencia (Turnbull 2012, 9). El objetivo de este contingente era el castillo de Shiki, la principal estructura defensiva de la región donde había buscado refugio Morotsune junto con toda su familia. Pese a que esta fortaleza contaba con varios cañones, cortesía de los comerciantes portugueses, la superioridad numérica de los asaltantes pronto se hizo patente. Asediado y en clara inferioridad, el líder del clan Shiki solicitó ayuda a los castillos de Kawachinoura y Hondo, controlados por la familia Amakusa. Amakusa Naotane, tío de Hisatane, bautizado con el nombre cristiano de Andrés, envió un ejército de 500 hombres bajo el mando de su mejor hombre, Kiyama Danjō (Jorge). Sin embargo, esta hueste de socorro fue interceptada por Kiyomasa en los montes de Butsukizaka el 12 de diciembre. Según narran las crónicas del clan Katō, los generales de ambos contendientes, Kiyomasa y Danjō, se enfrentaron en combate singular, algo poco común en la historia japonesa, y la lucha finalizó con la victoria del primero (10). Morotsune, al percatarse del retraso de los refuerzos, decidió rendir su castillo el 15 de diciembre. Cabe mencionar que el jesuita portugués Fróis (1984, 233) no hace referencia alguna a esta rendición, sino que afirma que la fortaleza cayó por medio de un buryaku 武略 (“estratagema militar”) que “costó la vida a mucha gente”.
Pese a que la orden de Hideyoshi consistía en ejecutar a los líderes rebeldes, Konishi permitió a Shiki Morotsune salvar la vida y huir del castillo, y le proveyó incluso de una pequeña parcela de tierra en su dominio de Higo para que pudiera mantenerse (Fróis 1984, 233).35 Según los misioneros europeos, este señor, “viéndose desamparado y fuera de sus tierras”, buscó la ayuda de los misioneros para estrechar lazos con Konishi y recuperar sus posesiones, para lo cual, tras escuchar “el catecismo se bautizó él, su mujer y mucha de su gente” (234).36
La idea original de Konishi de que la toma de Shiki amedrentaría a Juan de Amakusa lo suficiente como para reconocer su autoridad sin luchar, pronto se mostró errónea. Es más, el señor de Amakusa “acabó mucho más alterado […] porque le mataron en Xiqui a más de 120 soldados que había mandado en favor y ayuda de Xiquidono” (Fróis 1984, 234). Por eso, los ejércitos de Kiyomasa y Yukinaga prosiguieron con su labor y, tras “entrar por mar y por tierra” en el territorio de Amakusa, pusieron cerco a la fortaleza de Hondo. El asedio a este castillo constituyó la principal operación de toda la rebelión, ya que era “la [fortaleza] más fuerte y principal de estas tierras” (234). Defendido por el ya mencionado Andrés de Amakusa -tío de Juan, pues era hermano de su madre-, en el castillo se refugiaron todos los “cristianos que estaban en diversas poblaciones del entorno”, ya que, como se reitera en los escritos jesuitas: “en las guerras [de Japón] no se perdona a nadie, y todo se quema y destruye, y se entra a fuego y hierro” (234-235). Por esta forma tan violenta y destructiva de guerrear que tenía su gente, Yukinaga solicitó al padre viceprovincial Gaspar Coelho que sacara de la residencia de Hondo “al padre y al hermano que allí había” por el peligro que corrían.37 Éstos se negaron a ser retirados de su puesto, argumentando que no podían abandonar a sus feligreses, decisión que, como se verá, resultó ser beneficiosa para Yukinaga, ya que los misioneros acabaron actuando como mediadores entre los asediantes y los asediados.
Durante el cerco a la fortaleza de Hondo, la actitud de los dos generales enemigos fue diametralmente opuesta. Mientras que Yukinaga, que asediaba la parte del castillo donde se encontraban la Iglesia y la casa de los jesuitas, actuaba “más blandamente”, Kiyomasa atacaba continuamente la parte “más alta” de la muralla, donde “morían […] muchas gentes de ambas partes” (Fróis 1984, 235). Si bien las fuentes jesuitas exageraron la benevolencia con la que se desempeñó Yukinaga, exaltando su piedad cristiana al contraponerla a la crueldad “pagana” de Kiyomasa, las crónicas japonesas consultadas por Turnbull (2012, 13) evidencian que hubo diferencias entre los dos militares al proceder en el asedio pues, al finalizar éste, Hideyoshi sólo felicitó a Kiyomasa, a quien congratuló por haber actuado de forma “implacable”. Además, los propios misioneros reconocen que Yukinaga, por temor a ser “calumniado”, también se vio obligado a atacar, pero con “moderación y más fríamente” que su compañero y tratando siempre de “salvar de la muerte” a cuantos cristianos pudiese, enviando “continuos” recaudos a los misioneros de dentro de la fortaleza para que convencieran a los rebeldes de que depusieran las armas (Fróis 1984, 235).
El día de año nuevo de 1590, Kiyomasa arremetió “con gran ímpetu” contra la fortaleza. En tres ocasiones los defensores se resistieron valerosamente: “era cosa digna de ver, y no menos de elogiar el valor y esfuerzo con el que pelearon todos los cristianos de la fortaleza”; sin embargo, al cuarto intento los invasores lograron abrir una brecha en la muralla, “lo que causó la muerte de muchos soldados” (Fróis 1984, 236). Ante la gravedad de la situación, las mujeres que se encontraban dentro de la fortaleza “hicieron una cosa maravillosa, y que se recordará en Japón por mucho tiempo” (236). Unas trescientas “mujeres nobles e hidalgas”, al ver que sus maridos y sus parientes se encontraban “unos heridos y cansados y otros muertos”, se alzaron en armas y se lanzaron a cubrir la abertura del muro para “resistir a las fuerzas enemigas” y “pelear hasta morir o alzarse con la victoria” (236).38 Siguiendo el escrito del jesuita portugués, estas “valerosas amazonas” lucharon tan “esforzadamente que toda la gente que mataron casi tapa la abertura de la muralla”, pero los soldados de Kiyomasa eran tantos y “habían sufrido tanto ante unas mujeres”, que atacaron con “furioso ímpetu” y, de “las trescientas que eran no salieron más que dos vivas y muy heridas […] y así murieron todas a hierro y [quedaron] tiradas por aquel suelo” (238). Ante la masacre, los soldados cristianos que estaban custodiando la parte de la fortaleza asediada por las tropas de Yukinaga las dejaron pasar, pues según las fuentes europeas, las tropas de Kiyomasa “eran enemigas de los cristianos” y, por tanto, éstos serían sus primeros objetivos.
Se produjo así la caída del castillo de Hondo, momento tras el cual la intervención de los miembros de la Compañía de Jesús resultó determinante. El primer acto de los soldados del capitán cristiano tras su entrada en el fuerte fue buscar y proteger a los religiosos europeos “para que no les mataran los gentiles”, y posteriormente hacer prisioneros a cuantos ciudadanos se encontraban (Fróis 1984, 238). “En ese tiempo” arribó al campamento de Yukinaga un jesuita desde la residencia de Sumoto39 para confesar a los conversos que se encontraban entre su ejército. Este misionero hizo saber al militar japonés que no era “costumbre que sin razón unos cristianos” capturaran a otros, y por eso, en uno de los mayores ejemplos de injerencia política jesuítica en Japón, le “pidió” que mandase que los residentes de Hondo que salían de la fortaleza no fueran hechos cautivos (238). Como buen feligrés, Yukinaga atendió la petición del religioso y mandó “a cuatro hidalgos” para que fueran recorriendo el campo de batalla y liberaran a todo cristiano capturado que se encontraran. Y como la mayoría de ellos estaban famélicos, el jesuita influyó de nuevo en el señor japonés para que repartiera entre ellos 40 fardos de arroz (238).
Como tenía don Agustín puesto su cuidado en salvar [a] todos los cristianos q[ue] pudiese, dio cargo a sus capitanes, que también lo eran, que le buscasen lo primero [a] los padres y amparase[n] a lo cristianos de los soldados de Toronoçuque [Kiyomasa], pasá[n]dolos a sus capitanías. Y por este medio se salvaron más de mil. Acabada la conquista, encargó don Agustín, a cuatro caballeros, que diesen vuelta por todo el ejército, y pusiesen en libertad a todos los cristianos, que conforme a la costumbre de Japón, había[n] de ser esclavos de los soldados. Y para mostrar más su piedad y clemencia, viendo que pasaban necesidades, les mando proveer de arroz y otras muchas cosas, hasta que se pudieron remediar (Guzmán 1601, 444).
La aceptación por parte de Yukinaga de liberar a los prisioneros de guerra fue un hecho de gran singularidad en la historia japonesa: “no es pequeña cosa hacer esto porque […] en Japón no se tiene respeto en semejante conflicto a ninguna clase de gente” y, pese a que se tomó “aquella fortaleza por la fuerza de las armas”, fue posible “salvar y liberar a tanta gente” (Fróis 1984, 238). Otra peculiaridad de este acontecimiento reside en que la intromisión del miembro de la Compañía de Jesús se produjo de manera voluntaria, sin un requerimiento previo del señor cristiano. El jesuita, movido por la pietas cristiana o por su deseo de que Yukinaga no se granjeara mala fama entre la comunidad cristiana de las islas, decidió intervenir motu proprio y aconsejar al señor cristiano para que liberara a los cautivos conversos, aduciendo una supuesta práctica europea por la cual los cristianos no podían hacerse prisioneros entre ellos.40 Gracias a esta argucia del religioso, unas 1 000 personas fueron rescatadas por los hombres de Yukinaga, quienes, no obstante, no pudieron auxiliar a los más de 1 300 cristianos que fallecieron en el asedio, entre los que se encontraban Andrés de Amakusa y toda su familia. Por su parte, las pérdidas de Yikomasa ascendieron a más de 2 000 hombres, lo que produjo que su ejército estuviera “tan destrozado que no se atrevió a ir contra” Juan de Amakusa, quien, atrincherado en el castillo de Kawachinoura, continuaba con su actitud levantisca pese a la caída de Hondo (239). Por ello, ante el temor de un último enfrentamiento entre dos ejércitos completamente cristianos, con el coste que ello supondría para toda la comunidad cristiana japonesa, los jesuitas mediaron de nuevo, en esta ocasión, como garantes de unas negociaciones de paz que ellos mismos impulsaron. Inicialmente, Yukinaga se mostró reticente a pactar con Amakusa Hisatane por su “contumacia a no querer rendirse”, pero tal como reconocen los miembros de la Compañía en sus escritos, lograron convencerlo de que la paz era la mejor solución para la cristiandad. Del mismo modo, también persuadieron a Juan de Amakusa, y le hicieron comprender que tras la pérdida de tantos hombres y de la fortaleza de Hondo, “una de sus principales defensas”, no podía continuar con su rebelión, por lo que éste “dio su palabra a los Padres de querer sujetarse a Agustín” (239-240).41 Se puso así fin al levantamiento de Amakusa con otra obra de gran excepcionalidad dentro de la tradición japonesa, ya que Yukinaga mostró gran conmiseración hacia el enemigo, al perimirle no sólo conservar su vida, sino también retener su título y sus posesiones. Este acto de misericordia, motivado según los religiosos europeos por su “piedad cristiana”, permitió que las secuelas del conflicto quedaran reducidas al mínimo, hasta el punto de que el gobierno de las islas apenas notó las consecuencias, aunque, como castigo, los cinco señores de Amakusa perdieron su autonomía y quedaron sometidos a Yukinaga como súbditos (239).42
Consideraciones finales
“Por vía de los padres” (Fróis 1984, 239). Según el jesuita portugués Fróis, éste fue el medio por el cual se puso fin a la rebelión Amakusa, en un claro reconocimiento de la intromisión de la Compañía de Jesús en los asuntos internos de las autoridades políticas japonesas. Este conflicto, aunque fue menor en cuanto a tropas y recursos movilizados, no lo fue en importancia histórica, pues como afirman Elisonas y McClain (1991, 358-359), el levantamiento supuso el “epílogo” al “largo drama de Kyūshū como un territorio con una identidad independiente dentro de la historia japonesa”, y llevó a la culminación de un continuo proceso de intensificación en las sinergias y los vínculos que los jesuitas establecieron con los poderes nipones (1358-1359). Desde los albores de la misión japonesa, los religiosos europeos supieron identificar en el país nipón la desintegración de las estructuras tradicionales de poder y la consiguiente multiplicidad y auge político de las autoridades locales, por lo que actuaron en consecuencia. Focalizaron sus esfuerzos en establecer y reforzar vínculos y relaciones con esos poderes regionales, lo que en ocasiones les apremió a intervenir en los asuntos internos de los señores nipones. Y más si se tiene en cuenta que no sólo dependían del patronazgo de éstos para desarrollar su labor evangélica, sino que los propios señores constituían el eje vertebrador de su estrategia proselitista, pues en el Japón premoderno se encontraba plenamente vigente el principio latino cuius regio eius religio. Por ello, bien fuera para proteger a una autoridad cristiana garante de su seguridad, para lograr la conversión de un noble local que se encontraba en situación de necesidad, o para mediar en un conflicto que amenazaba la continuidad de alguna comunidad cristiana, la Compañía de Jesús intervino en los asuntos seculares de Japón.
A partir de los medios empleados, la intensidad de las injerencias, los vínculos contraídos con los poderes afectados y su finalidad, se puede decir que las intervenciones políticas de los jesuitas en el Japón del siglo XVI fueron de dos tipos: asistenciales y propositivas. La primera categoría engloba aquellas situaciones en las que los religiosos proveyeron a determinados poderes locales de piezas de artillería, suministros o recursos pecuniarios a fin de asistirles en disputas nobiliarias o territoriales. Se trata, pues, de injerencias indirectas en las que no hubo una intervención personal de ningún misionero y que se realizaron con fines proselitistas o como medio para fidelizar a los poderes receptores de la ayuda. De mayor singularidad fueron las intervenciones incluidas en el segundo grupo, en las que los jesuitas no se limitaron a proporcionar asistencia material a un daimyō en situación de necesidad, sino que, haciendo valer la ascendencia que tenían sobre los señores cristianos, influyeron en su proceder al inmiscuirse de forma activa y personal en sus conflictos. El ejemplo paradigmático de esta forma de intromisión política lo encontramos en la rebelión de Amakusa, donde los misioneros actuaron como confidentes, asesores, intermediarios y garantes de unas negociaciones de paz que ellos mismos impulsaron. Éste es otro punto que distingue a ambas categorías, ya que en las injerencias materiales, por norma general, los jesuitas intervinieron en asuntos internos de los poderes seculares japoneses tras la petición de alguno de éstos, mientras que en las propositivas, actuaron por propia iniciativa.
Fueran del tipo que fuesen, las injerencias de los misioneros se produjeron en asuntos políticos de reducida dimensión y baja intensidad, sobre todo porque su actividad estuvo constreñida a la isla de Kyūshū, alejada de los grandes centros de poder. Nunca actuaron en conflictos con consecuencias trascendentales para el devenir de la historia japonesa, pero con sus intrusiones sí que sentenciaron su propio destino. Sus reiteradas intromisiones en los quehaceres de las fuerzas políticas locales, por nimios que fueran, despertaron un sentimiento de amenaza entre los principales poderes nacionales al entenderlas como un menoscabo a su autoridad, y esta realidad fue una de las principales razones de la expulsión de los cristianos de Japón.