Con base en una investigación para su tesis doctoral en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, el autor ofrece una historia social de las ciencias sociales latinoamericanas en el periodo formativo y de sus primeros desarrollos. No se trata de descripciones y análisis en torno a las categorías, metodologías, epistemologías, de las ciencias sociales, sino de éstas como saberes aplicados, tecnologías para gestionar el cambio social, en particular la vida de los habitantes urbanos en un periodo de acelerada masificación de las ciudades. El fenómeno es coetáneo de la Guerra Fría, el conflicto entre capitalismo y socialismo, época de la descolonización y los movimientos de liberación nacional en el llamado Tercer Mundo. En este contexto se resignifican la urbanización acelerada y las ciudades: les subyace un gran peligro social, el alto potencial revolucionario en que los pobres urbanos serían, eventualmente, masas disponibles.
Calvo introduce a los científicos sociales latinoamericanos al entramado de agentes trasnacionales, con recursos financieros y organizacionales y agendas políticas “de desarrollo”. En ambos grupos prevalecía un sentido misional, civilizador, que se expresó en lo que él denomina una tecnopastoral elaborada en torno al problema central: “un segmento significativo de la población urbana estaba fuera del sistema político, habitaba en las ciudades de acuerdo con un conjunto de prácticas y creencias que reproducían la pobreza, no tenían trabajo asalariado o hacían parte de la mano de obra excedente para la economía”. En esto aparecían como poblaciones radicalmente diferentes a las descritas y analizadas en los modelos occidentales de urbanización e industrialización. La tecnopastoral fue el campo disputado por tres grupos: modernizadores, católicos y marxistas y, de este modo, resultó “fundamental en la producción de la ciudad latinoamericana como una construcción cultural entre 1950 y 1980”.
Calvo propone tecnopastoral, palabra compuesta sin guion, para denotar lo inextricable de los dos elementos: las tecnologías sociales y el carácter misional, pastoral, dirigido a evangelizar al pueblo neopagano, neologismo que, a su vez, indica que los pobladores urbanos viven al margen de la iglesia institucional. Siguiendo a E P. Thompson, subraya la desconexión de las fantasías de los de arriba y los comportamientos históricamente observables, punto de partida de su investigación: “[…] la delimitación del barrio como espacio geopolítico y territorio de misión tecno-pastoral denota la fuerza del desafío político de las masas, el carácter insumiso de las prácticas de los pobladores […] y el lugar protagónico de las luchas populares urbanas en la construcción de las ciudades”.
Desarrolla el tema en los primeros tres capítulos para pasar a una segunda parte, también de tres capítulos, que traen vívidas narraciones sintéticas de las luchas de los pobladores de las villas miseria, los villeros de Buenos Aires; de las callampas de Santiago de Chile; de las colonias populares, los colonos de la ciudad de México. En esta sección el lector puede apreciar las peripecias y altibajos, los giros repentinos que pueden tomar los movimientos de los pobladores; sus acciones en el territorio en que, pese a toda previsión de las agencias transnacionales, gobiernos nacionales o municipales, y de los científicos, emergen estrategias alternativas que dan sello al largo proceso de urbanización latinoamericana que continúa en el presente.
En la trayectoria de las tecnologías sociales Calvo hila su historia a través de nombres, instituciones, momentos precisos. Por ejemplo, cuando Medina Echavarría funda en 1962 el Instituto Latinoamericano de Planificación Económica y Social (ILPES), de la Comisión Económica para la América Latina (CEPAL), en Santiago de Chile, da el giro temático de lo externo (los términos de intercambio en el comercio internacional) hacia lo interior, en particular la situación política de los migrantes a las ciudades que, en la clave de Lipset, interpretó como una “situación de masa” peligrosa para la democracia. O, en un medio menos institucionalizado, el concepto que propuso Oscar Lewis de “la cultura de la pobreza”, de fatalismo, apatía y desesperanza, con base en sus investigaciones en la ciudad de México. En sentido estricto se trataría de una urbanización sin rompimiento, es decir un continuo campo-ciudad; campesinos-citadinos. Un concepto que podría aplicarse en todas partes dada la caracterización de homogeneidad de los pobres urbanos a la que concurre desde Santiago de Chile otro creador conceptual, el jesuita belga Roger Vekemans, en torno a “la marginalidad”, un limbo social que, como el teológico, sería temporal.
Manuel Castells, director de un centro de investigaciones urbano-regionales en la Universidad Católica de Chile, representante de la sociología urbana francesa, postula, por el contrario, la heterogeneidad social de los pobres urbanos, su origen no rural, su participación en la política local. En pocas palabras, una caracterización antagónica de la pasividad, homogeneidad y origen rural de los pobladores urbanos. Por supuesto que Calvo presta suficiente atención a la obra de Gino Germani en Buenos Aires, ampliamente conocida, criticada, revalorizada, en torno a las migraciones, la composición social de las clases sociales urbanas, el tópico del peronismo, es decir, su integración al sistema político, siempre en clave de la teoría de la modernización, predominante en las ciencias sociales latinoamericanas de las décadas de 1950 y 1960. En suma, Calvo ofrece una narrativa de las teorías de la marginalidad, los movimientos sociales y la modernización. Anota de paso cierto escepticismo de sociólogos mexicanos como Pablo González Casanova o Rodolfo Stavenhagen, más volcados a los problemas del “colonialismo interno” y sus efectos en la democracia y la integración política.
En el proceso de invasiones de terrenos y el establecimiento de programas de vivienda en torno a la ayuda mutua y la autoconstrucción, Calvo estudia distintas organizaciones transnacionales que desempeñan diversos papeles, unos de investigación, diagnóstico y formación de expertos latinoamericanos, como el Centro Interamericano de Vivienda y Planeamiento (CINVA), de la Organización de Estados Americanos; los programas de financiamiento del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), o los del Punto Cuarto y luego la Alianza para el Progreso de Estados Unidos; la organización católica Centro Internacional de Documentación (CIDOC), que se establece en Cuernavaca. Destaca el papel de las Fundaciones Ford y Rockefeller; de centros de investigación como el Centro de Sociología Comparada en el Instituto Torcuato Di Tella (ITDT), que dirige Germani en Buenos Aires; instituciones especializadas como la fundación Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), o asociaciones internacionales como la Comisión Latinoamericana de Ciencias Sociales (CLACSO).
La urbanización genera intensos debates, teóricos y políticos, muchos guiados por militancias. El ambiente se presta a cierta precariedad, como por ejemplo, el programa de posgrado en Planificación Urbana y Regional establecido en 1962 en la Universidad Nacional de Litoral, a cargo de Jorge Hardoy, con apoyo de la Fundación Ford; tres años después recibió el embate de un grupo de izquierda que lo acusó de ser un centro imperialista; se movió a la Universidad de Buenos Aires, donde apenas duró un año, 1965-1966, por la intervención militar en la Universidad; en los tres años siguientes funcionó como centro adjunto al ITDT.
En la segunda parte destaca, como es de esperarse, el caleidoscopio latinoamericano en tres casos: del más estudiado, los pobladores de las callampas de Santiago de Chile que, al igual que el de los villeros de Buenos Aires, es extraordinariamente conflictivo, politizado. Estos movimientos quedaron sometidos a las dinámicas complejas de las movilizaciones socialistas, comunistas, socialcristianas en Chile o peronistas, comunistas, católicas en Argentina y, en ambos casos, a la represión militar. El tercer caso, el de los colonos de la ciudad de México, es aún más excepcional que los científicos sociales: no consideraron que fuesen peligrosos en ningún sentido; al contrario, apuntalaron el “régimen del partido único en el Estado”.
Paso a paso reconstruye Calvo itinerarios. Por ejemplo, la competencia permanente entre la Iglesia católica y los comunistas chilenos por el alma popular en que se enmarca el asunto, reminiscente de la muy conocida en la Italia de la posguerra. La diferencia con Buenos Aires es notable porque todos los actores en el plano del poder son impermeables a la “alteridad” que plantean los pobladores de las villas. Esto aplica al liderazgo peronista; a militares y las variedades antiperonistas. Los villeros peronistas, se estrellaron con la cerrazón de las burocracias sindicales peronistas o, de modo más siniestro, algunos líderes pudieron ser asesinados por la Alianza Anticomunista Argentina (AAA), dirigida por López Rega, mano derecha de Perón al final de su vida. En México, pese al control de un partido de Estado, el itinerario, que en el libro se limita a las décadas de 1960 y 1970, muestra una enorme flexibilidad negociadora salvo, quizás, en uno de los momentos: el de la acción de militantes revolucionarios de los años sesenta, maoístas, brigadistas, que salieron de las universidades hacia las colonias populares y trataron de erigir instancias de poder alternativo. Así pues, negociación y cooptación, incluidos los grupos de izquierda legal, parece ser el modelo mexicano que, además, tramitó fluidamente el tema del estatus legal del hábitat rural de los alrededores de la mancha urbana de la ciudad de México.
El recorrido, que sin duda será objeto de reflexiones críticas de diferentes especialistas, en particular los dedicados a cada uno de los tres casos que estudia Calvo, parece concluir así:
[…] el paisaje urbano de las ciudades contemporáneas [de América Latina] es el resultado de las negociaciones y luchas de los pobladores urbanos con el poder. Pero esa experiencia política fue también un aprendizaje desde el punto de vista del poder, en la medida en que se descubrió la capacidad de las formas de regulación política, basadas en la organización para hacer más flexibles y eficientes los sistemas técnicos.
Este libro invita a formular preguntas y consideraciones sobre el tema, el periodo, los casos escogidos, que son absolutamente relevantes. Uno esperaría, por ejemplo, que en las próximas ediciones se incluya un glosario de términos creados en el hábitat popular. Por ejemplo, callampa, que puede ser un insulto, pero también la metáfora apropiada porque callampa es un hongo; desalojados de sus territorios por “las fuerzas del orden”, los callamperos reaparecen en otros lugares, en más número, pues “crecen como los hongos después de la lluvia”. Y, por fuera de México, los lectores querrán saber qué se quiere decir exactamente con las “viejas chingonas”, aparte del papel de la familia y el parentesco en las configuraciones de las luchas en defensa de los hogares contra la coalición de fraccionadores y policías. Y, ¿que son “fraccionadores”? A fin de cuentas, el lenguaje es creación de los hablantes, no de las academias.
En un plan de historia mundial, debe señalarse un tema que ha sido considerado como una “explosión bibliográfica” que no cesa, y quizá por eso mismo no sea explosión sino un estado de expansión continua. Es el reconocimiento de la pobreza en Estados Unidos en la inmediata posguerra, patente en los tugurios de las poblaciones negras, y el contraste con los “suburbios de clase media acomodada”, y la tugurización de los centros históricos de muchas ciudades. Por supuesto que no fue fácil el reconocimiento explícito de ese “tercermundismo” en Estados Unidos. El sucesor de Kennedy, Lyndon B. Johnson, atrapado en la guerra de Vietnam, propuso en 1964 el gran programa de Guerra a la Pobreza, un esquema masivo de gasto público que recogía lecciones de América Latina, como los programas de vivienda urbana y rural, algunos analizados en este libro.
En cuanto a los migrantes a la ciudad y la percepción de peligro que suscitan en las clases altas y los analistas, recordemos dos influyentes libros de Louis Chevalier sobre París antes de 1850, publicados en la década de 1950, o desde un punto de vista revolucionario, la muy citada publicación de Federico Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, que apareció antes de que publicara con Marx El Manifiesto de 1848. Allí detalló aspectos de la morfología y las condiciones de vida de “los barrios malos” de todas las grandes ciudades inglesas de la revolución industrial, algunas con una cuota de migrantes irlandeses, “muchedumbres desmoralizadas por la suciedad y la pobreza”, según la visión de voceros de las respetables middle classes. Paradójicamente, dentro de la más pura veta del liberalismo manchesteriano, un miembro de esas clases respetables, Miguel Samper, describió y denunció, en tonos algo engelsianos, este problema social en La miseria en Bogotá, 1867.
Finalmente, creo que la inminencia del peligro comunista en América Latina que trajo la revolución cubana concluyó para efectos prác ticos hacia 1964, junto con los programas de la Alianza para el Progreso. Cuando el Che Guevara cayó con su guerrilla en Bolivia en 1967, ese peligro inminente, aunque era cosa del pasado, ratificó un pequeño cambio de época. En esta perspectiva, quizás deban replantearse algunos aspectos planteados por Calvo en relación con la cronología de la Guerra Fría, que rápidamente se proyectó a la América Latina desde 1945 y, ciertamente, alcanzó los más altos picos a comienzos de la década de 1960, morigerados por el aggiornamento de la Iglesia bajo Juan XXII.