El título de la obra coordinada por Gisela von Wobeser, investigadora emérita de la UNAM, revela tanto como oculta los contenidos de este ambicioso volumen. El protagonismo de las fechas (fechas, por otro lado, tan emblemáticas y necesarias para delimitar coyunturas cruciales en la historia política de México) podría opacar la voz etapa, enunciada en el subtítulo. 1810, 1858, 1910. México en tres etapas de su historia o, mejor dicho, los 30 ensayos que la componen, lidian todos con la tensión entre fecha y etapa, que involucra a su vez el contraste entre momento y proceso, coyuntura y estructura. Porque sin duda se habla de acontecimientos (en el sentido que la historiografía francesa le dio a ese término): guerras, sucesiones en el poder, personajes, etc. Pero constantemente se lidia también con procesos: el crecimiento demográfico o la construcción del Estado moderno; con estructuras: de relaciones sociales, económicas; y aun con lo que podríamos llamar escenarios o condiciones de posibilidad: territorio y recursos naturales.
Dividida en diez secciones (cada una compuesta por una triada de estudios), la obra aborda conjuntos de problemas: 1) territorio, recursos naturales y población; 2) gobierno, justicia y administración; 3) economía (agricultura, minería, comercio y finanzas); 4) vida cotidiana; 5) pueblos indígenas; 6) educación; 7) Iglesia y religiosidad; 8) literatura y periodismo; 9) crisis y descontento; 10) movimientos armados. Las más alejadas entre sí (territorio, recursos naturales y población, por un lado, movimientos armados por el otro) son, asimismo, los dos polos de esta aproximación un tanto enciclopédica, por momentos sinóptica, a la que llamaré México como problema histórico. Enfatizo la voz problema porque los conjuntos en sí, y cada uno de los temas que los componen y a la vez atraviesan toda la obra, no suponen, como tales, argumentos de principio a fin. Me explico. Aunque algunos de los textos que integran el libro tienen un tono ensayístico, aunque todos son, naturalmente, artículos académicos bien redondeados, no podríamos decir que la obra como conjunto defiende una perspectiva o una tesis o un argumento. Si algo nos ofrece la lectura continuada de este libro es la multiplicidad de aristas, los cruces posibles entre economía, cultura y sociedad, entre lucha armada e imaginarios sociales, religiosidad e instituciones, entre muchos otros posibles.
Este tremendo esfuerzo colectivo se sostiene en la solidez y autonomía de cada uno de los textos que lo conforman, pero también en la disposición que el lector tenga para, como se dice coloquialmente, rebotar el balón. Esto es, para identificar las continuidades que los autores señalan, aunque también esas otras que nos dejan botando en el área. Cada una de las diez secciones incorpora tres visiones sobre un mismo problema (economía, vida cotidiana, literatura, pueblos indígenas, crisis y descontento, etc.) en función de las tres coyunturas que las fechas emblemáticas plantean. Pero al hacer el recorrido y detenernos en cada propuesta nos damos cuenta, por ejemplo, de que la aportación de Felipe Castro titulada “Gobierno, justicia y administración hacia 1810” ofrece un panorama de toda la estructura social y política que sostuvo al virreinato y que, si bien se trastocó tras el levantamiento de 1810, persistió en muchas de sus formas a lo largo de las siguientes décadas. Este y otros tantos ensayos, no sólo de esa sección sino de otras, apelan a la coyuntura (que en este caso se define a partir de conflictos armados) tanto como a los procesos de más largo aliento y a las estructuras más profundas de la actividad humana. Es por ello que, al recorrer las páginas, los problemas tratados persisten, aunque la temporalidad y las temáticas cambien.
De igual forma hay coyunturas (no sólo las enunciadas en el título) que atraviesan varios ensayos y se revelan como un consenso interpretativo sobre los momentos de cambio o ruptura que modifican estructuras profundas de la historia mexicana. Tal es el caso, por citar otro ejemplo, del triunfo de la República juarista el año de 1868 que da impulso, tal como señala Graciela Márquez en su texto “Situación económica de México hacia 1910”, a un marco normativo centrado en la defensa de la propiedad privada y la libertad individual que modifica de forma importante la ruta económica de la ya no tan nueva, más bien profundamente transformada, nación mexicana.
En “Vida cotidiana en México hacia 1810”, Pilar Gonzalbo nos recuerda que el ejercicio profesional de la historia involucra la formulación de múltiples preguntas. Su texto muestra el desafío que, desde hace ya varias décadas, la historiografía académica ha asumido al evaluar no sólo los grandes acontecimientos (que por lo regular asociamos con las coyunturas políticas), sino también las experiencias cotidianas que involucran ritmos propios, ya sea lentos o más acelerados. Su balance nos obliga a retraernos más allá del año fundante (1810) para vincular esas experiencias cotidianas con las estructuras profundas de la actividad económica, pero también con los hábitos sociales, las creencias y la convivencia entre grupos cultural y étnicamente diferenciados. En toda esa sección dedicada a la vida cotidiana -que en princi pio asociaríamos con procesos más dilatados y sostenidos- se habla también de las típicas coyunturas: la guerra y la enfermedad como factores de cambio, como condicionantes a veces muy radicales de la vida mundana y de la configuración de los distintos espacios (rurales y urbanos) que componen la compleja realidad social. En esa misma sección sobre la vida cotidiana, Anne Staples advierte con agudeza que 1858 fue un año de transformaciones políticas, de hechos de guerra, pero también de instauración de nuevas vías de comunicación (el sistema postal y el telégrafo) que, utilizadas para la lucha armada, mucho influyeron en la manera de percibir la realidad, de socializar las noticias del día y, en consecuencia, de asimilar y percibir cotidianamente los cambios y las coyunturas.
Por otro lado, la atención a los procesos de largo aliento en la mayoría de los textos que componen el volumen obliga al lector a reflexionar en torno a ciertos conceptos básicos que la historiografía ha seguido problematizando: antiguo régimen, revolución, modernidad, Estado nación. La perspectiva desde la cual se aterrizan estas ideas es, como no podría evitarse en una obra académica colectiva, múltiple y matizada, pero acaso se revela con especial fuerza en los muchos artículos que incorporan el carácter pluriétnico de la sociedad mexicana como un factor insoslayable en la explicación de su historia. Me detengo, para ejemplificar, en la parte llamada “Pueblos indígenas”. Al revisar el problema, los tres autores que colaboran aquí nos obligan a tomar en cuenta las fechas emblemáticas, pero también a trascenderlas. Esto se debe a que esas fechas sirven como identificadores de transformaciones político-sociales que tuvieron un impacto diferenciado en las comunidades indígenas. En los tres textos que conforman esta sección se insiste en la participación de los pueblos indígenas en los grandes conflictos armados y, en consecuencia, se reconoce su incidencia en la construcción del Estado nación. En esa medida se incorpora el problema étnico en los procesos políticos de la modernidad, pero también se acentúa la forma diferenciada, propia, en que estas comunidades asumieron la lucha armada, experimentaron el cambio político y sufrieron sus consecuencias. Al igual que León-Portilla, Federico Navarrete señala la tenencia de tierras como un aspecto intrínseco a la problemática indígena e insiste, como lo hace Daniela Marino, en la necesidad de tomar en cuenta los procesos de violencia y disrupción social como un aspecto fundamental de esas transformaciones que sigue teniendo consecuencias en la actualidad.
La parte de “Pueblos indígenas” nos prepara bien para continuar la lectura a lo largo de tres secciones que, aun tratando distintos temas y fuentes, abordan la problemática mexicana desde un enfoque más cultural. Al analizar “Educación” (sexta parte), “Iglesia y religiosidad” (séptima parte) y “Literatura y periodismo” (octava parte) en esos tres momentos, las y los historiadores que colaboran en esta parte de la obra revisan estructuras institucionales condicionadas por la consolidación del Estado mexicano a la vez que dirigen la mirada hacia los muchos y muy distintos grupos sociales que interactuaron (desde diversos lugares y posiciones de poder) en la esfera cultural. El balance sobre la educación en México supone toda una revisión de instituciones, actores sociales y programas estrechamente vincu la dos con la construcción de identidades colectivas y consensos políticos que inevitablemente conduce a reflexionar sobre el impacto de las creencias religiosas y el poder de la Iglesia en el ámbito social que, una vez más, estamos obligados a evaluar de forma diferenciada. Si bien la progresiva secularización del Estado mexicano arrancó a las instituciones eclesiásticas el control sobre la política, la educación moral y la difusión de las ideas, esto no supuso una transformación radical en los hábitos y creencias de la religiosidad popular. Esta idea, anticipada en el balance de Antonio Rubial “Iglesia y religiosidad en Nueva España hacia 1810”, confirmada por Manuel Ceballos al señalar que, aunque el proyecto nacional reformista apartada a la Iglesia y a los clérigos de su función social, no desplazaba a la religiosidad católica del ámbito social.
En “Literatura y periodismo en México hacia 1910”, Florence Toussaint advierte, con toda razón, que los periodos históricos no siempre coinciden con las fechas de los cambios culturales (habría que agregar que tampoco con los políticos) y que en México el periodismo antecedió, en cuanto a sus modificaciones, a la Revolución de 1910. Su balance confirma las características que los otros autores de esta sección atribuyen al periodismo típicamente decimonónico y nos revela que la conversión de un periodismo político altamente partidario a otro más propiamente moderno (informativo y noticioso) requiere su propia escala. En ese sentido, toda la sección dedicada al periodismo y la literatura en México implica una valoración a la vez política y cultural de la formación de la opinión pública como un proceso paralelo a los conflictos armados y la disputa política, pero también condicionado por sus propios ritmos: los avances tecnológicos, la industrialización y la reconfiguración de sus espacios de recepción.
El lector encontrará en ésta y las subsecuentes secciones un víncu lo imposible de soslayar entre los procesos culturales de más largo aliento y las crisis y descontentos (novena parte), al igual que con los conflictos armados (décima parte) propiamente dichos. A ello están dedicadas las últimas dos secciones de la obra. Como se podrá observar, el crepúsculo del volumen nos devuelve de lleno a una suerte de historia acontecimiento que, no obstante el calificativo, también busca superar la visión estrictamente coyuntural. Esto obedece, en principio, a la incorporación de la idea de crisis que, si bien se analiza en función de conflictos y actores muy localizados, también se explica en función de cambios profundos en las estructuras económicas, culturales y políticas ampliamente discutidas en las secciones precedentes. Así, y para citar sólo un último ejemplo, Gisela von Wobeser en “Crisis y descontento en México hacia 1810”, explica el surgimiento de los primeros (y fallidos) planes autonomistas e independentistas a partir de un acotado y coyuntural problema financiero: la consolidación de los vales reales. Esta última parte del volumen exhibe una elección que hoy es habitual en el terreno de la historiografía académica: explicar la coyuntura (llámese crisis o levantamiento armado), siempre acotada y puntual, en contextos más amplios: el desgaste financiero de la Monarquía hispánica; la reconfiguración del mundo atlántico, entre otros.
Para finalizar esta presentación quisiera subrayar la relevancia de este exhaustivo trabajo como un reflejo de otro proceso que se vislumbra en buena parte de los textos que lo componen pero que acaso sólo el lector que recorra el camino completo podrá identificar con claridad. Y es que 1810, 1858, 1910. México en tres etapas de su historia es también el reflejo de varias décadas de tenaz, reflexiva y erudita labor historiográfica, de diálogo constante y construcción colectiva. Se trata de un trabajo plural y colectivo no sólo porque participan en él autores de distintas trayectorias y diversos orígenes vitales e institucionales, sino también porque es el resultado de los consensos interpretativos que, con sus distintas escalas y alcances, revelan el arduo camino de la investigación histórica en cuando menos tres campos de especialización: la historia política, la historia social y la historia económica. En esa medida, constituye una verdadera enciclopedia del conocimiento construido autoral y colectivamente por las distintas academias e instituciones públicas dedicadas a la investigación histórica; un reflejo fiel de sus aportaciones y tendencias manifiestas a lo largo de varias décadas de investigación profesional y, por lo mismo, un punto de partida sólido y sugerente de cara a los problemas que en la actualidad y el futuro próximo necesitamos replantear y resolver.