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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.74 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2025  Epub 21-Abr-2025

https://doi.org/10.24201/hm.v74i4.4723 

Reseñas

Sobre Susana Sosenski, Robachicos. Historia del secuestro infantil en México (1900-1960)

Beatriz Alcubierre Moya1 

1Universidad Autónoma del Estado de Morelos

Sosenski, Susana. Robachicos. Historia del secuestro infantil en México (1900-1960). México: Universidad Nacional Autónoma de México, Grano de Sal, 2021. 277p. ISBN: 978-607-30665-7. ISBN: 978-607-990-993-2. Grano de Sal,


Decía Italo Calvino que las ciudades, como los sueños, se construyen a partir de miedos y deseos. Efectivamente, ambas emociones dominan en gran medida la experiencia urbana. Pensando en términos de la percepción infantil, ¿cuál puede ser el mayor temor de un niño que habita en una gran ciudad? Desde inicios del siglo XX, o quizá desde antes, la separación violenta del hogar materno ha sido la amenaza más temida; pero las circunstancias y percepciones en torno a semejante temor son enormemente variables. Hoy en día tenemos más claro que nunca que el secuestro infantil es una realidad cotidiana que atemoriza no sólo a los niños, sino a sus familias completas. Alrededor de éste existe un pánico colectivo que se encuentra anclado tanto en experiencias concretas, asociadas a distintas formas de abuso infantil (dolorosamente actuales), como en imaginarios orientados al ordenamiento del espacio público, así como al control y disciplinamiento de los cuerpos infantiles, lo que Susana Sosenski define como “una política de higiene social y orden urbano”.

En la introducción a su libro Robachicos, la autora se propone responder las siguientes preguntas: ¿Cuándo las niñas, los niños y los adolescentes mexicanos perdieron la libertad para circular seguros y solos por la calle? ¿Cuáles fueron las causas y los agentes que limitaron su autonomía en el espacio público? ¿Cómo lidiaron las autoridades, los medios de comunicación y la sociedad en su conjunto con el secuestro infantil? Con esas cuestiones en mente, rescata una infinidad de fuentes variadas que abarcan desde el seguimiento puntual de casos específicos de secuestro de niños y niñas en archivos judiciales, hasta el análisis de productos culturales que contribuyeron a la construcción de la figura del robachicos, como películas y fotonovelas, pasando por una exhaustiva revisión hemerográfica que comprende las primeras seis décadas del siglo XX.

Pese al título del libro, que apunta precisamente a la construcción de dicha figura, que en buena medida abreva del folclor citadino, pero que retrata también a criminales de carne y hueso, Sosenski hace hincapié en su propósito de no convertir a los secuestradores en protagonistas de la historia. Antes bien, coloca en el centro del estudio a las víctimas, lo que incluye no solamente a las niñas y niños que sufrieron distintas modalidades de secuestro, sino también a la infancia en su conjunto, aterrorizada, culpabilizada y sistemáticamente excluida del espacio público como consecuencia del pánico social asociado a esta forma de violencia. Para ello plantea un entrecruzamiento disciplinar y metodológico que, en mi opinión, constituye la principal aportación de esta obra. Combina así, de manera eficaz, metodologías que podrían considerarse como propias de la historia cultural y social, echando mano de fuentes que permiten rastrear la conceptualización de un delito que fue cobrando nuevas formas a lo largo del siglo en la medida en que se filtraba al ámbito de la conversación cotidiana e impactando de distintas maneras la vida de las familias citadinas. Al mismo tiempo, Sosenski observa las transformaciones socioculturales atribuibles a los procesos de urbanización intensa característicos del periodo estudiado (1900-1960), y con ellos la omnipresencia de los medios de comunicación y su uso más o menos deliberado como dispositivos de ordenamiento social y reguladores del consumo cultural, temas que la autora ha estudiado en trabajos anteriores.

Un punto de partida fundamental para el estudio del secuestro infantil y de los miedos asociados al mismo se encuentra en el crecimiento de las ciudades a lo largo de la primera mitad del siglo XX, marcado por la industrialización y la migración acelerada del campo a la ciudad. Junto a este proceso, los medios de comunicación en plena expansión se ocuparon de gestionar tanto los deseos como los miedos colectivos, ofreciendo narrativas que iban desde el melodrama hasta la comedia y daban orden y sentido a la vorágine citadina. Cine, radio, prensa y televisión convergieron en el diseño de escenarios que mediaban y homogeneizaban las aspiraciones, expectativas, valores y ansiedades de una sociedad atravesada por una profunda desigualdad, romantizando tanto la pobreza como las distinciones de género y acentuando la seguridad de la vida hogareña en contraste con los peligros del espacio público.

Particularmente a partir de la década de 1940, en el contexto del llamado “milagro mexicano”, la prensa visibilizó casos de “alto impacto” de niños y niñas “robados” que sirvieron para reforzar las ideas tradicionales sobre la familia, con especial énfasis en la maternidad como ideal de vida de las mujeres, quienes debían entregarse en cuerpo y alma al cuidado de sus hijos. Así se insistió también en la vulnerabilidad infantil como un argumento que en la práctica fue limitando la circulación callejera de los niños y niñas a ciertos espacios controlados. Fue en ese contexto que la legislación relacionada con el secuestro de menores de edad atravesó por una serie de ajustes importantes. Sosenski enfatiza, sin embargo, que en realidad no fue la cantidad de niños secuestrados, sino más bien su perfil social, lo que alarmó a las autoridades y determinó el incremento de las penas a los secuestradores. En este sentido, hace referencia especialmente a los secuestros de Fernando Bohigas (1945) y de Norma Granat (1950), que acapararon de manera prolongada la atención mediática y detonaron cambios sustanciales en la percepción colectiva del secuestro infantil, no sólo como delito sino también como drama con tintes sensacionalistas.

Si bien, como este libro demuestra, el secuestro infantil había ocurri do sistemáticamente desde la época porfiriana (y diría yo que incluso desde el virreinato), éste había constituido esencialmente una estrategia para la obtención de mano de obra gratuita y en general había sido sufrido por niños y niñas pertenecientes a las clases populares: “robados” (como si de una propiedad se tratara) para su explotación económica, como una forma de esclavitud. En cambio, los casos Bohigas y Granat habían ocurrido en el seno de familias pudientes. Así, su mediatización sin precedentes contribuyó a apuntalar la diferenciación clasista entre una infancia vulnerable, apreciada por su valor afectivo y que requería protección constante contra una amenaza externa, frente a otra infancia que, a fuerza de habitar el espacio público (y trabajar en las calles), más que estar expuesta a los peligros callejeros, se había convertido en parte de ellos: no porque los niños “de la calle” fueran más astutos o resilientes que los ricos, sino porque aparentemente habían sido ya devorados por ella. Unos y otros requerían, según el discurso de la época, que poco ha cambiado hasta ahora, de distintas formas de supervisión y confinamiento.

Aunque, en principio, el libro parece seguir una estructura cronológica, cada capítulo se centra en problemáticas distintas, ligadas a contextos que dan cuenta de preocupaciones que trascienden a los ámbitos económico y político. Pero ello no obsta para que su desarrollo tenga una trama y un desenlace que dan cuenta, sobre todo, de una historia del miedo, que adquiere formas distintas, tangibles e intangibles, para instalarse irremediablemente en la experiencia infantil contemporánea. El primer capítulo, titulado “Robachicos en acción”, se enfoca primordialmente en el secuestro masivo de niños con fines económicos. Situándose entre 1900 y 1920, da cuenta de una explotación laboral, ampliamente tolerada, cuyo principal escenario fue el de las haciendas henequeneras de Yucatán y las fincas tabacaleras de Valle Nacional en Oaxaca. Los niños menores de 15 años, separados a la fuerza de sus familias, conformaron una gran proporción de los trabajadores esclavizados (30%, según John Kenneth Turner). Esta mano de obra joven, valorada por ser especialmente dócil y activa, representaba una mínima inversión para los hacendados y una mayor ganancia. Los niños secuestrados eran registrados bajo la falsa condición de huérfanos, lo que facilitaba su compraventa, puesto que su enganche se planteaba como una práctica con visos filantrópicos que tenía la finalidad de proveer a estos niños sin futuro de una oportunidad de convertirse en ciudadanos útiles.

Como telón de fondo de este sistema de enganchamiento para el trabajo infantil forzado, Sosenski deja ver una clara reificación de la infancia, donde los niños y niñas son tratados como objetos sometidos a transacciones y robos. La descripción de ese tratamiento adquiere matices aún más oscuros en el segundo capítulo de Robachicos, “Usos de la infancia”, donde la autora hace énfasis en la sexualización ejercida sobre los cuerpos infantiles. A partir de decenas de expedientes judiciales de casos ocurridos en la ciudad de México traza una historia de los usos y la trata de niños, niñas y adolescentes entre 1920 y 1960, revelando que la principal causa del secuestro infantil en ese periodo, como seguramente continúa siéndolo a la fecha, fue el comercio sexual. Sin embargo, estos casos no eran abordados, como ahora, colocando en el centro de la discusión la violencia ejercida sobre las víctimas, todas ellas pertenecientes a las clases populares, sino que por encima de ésta se consideraba la vulneración del honor familiar. Muy lejos quedaba todavía el reconocimiento de los niños, niñas y adolescentes como sujetos de derechos; un reconocimiento que si bien tuvo lugar legalmente hacia finales del siglo XX constituye todavía una batalla en proceso.

Frente a esas formas de trata que convertía a las víctimas en sujetos económicamente valiosos a partir de la explotación de sus cuerpos, y en la medida en que la niñez ocupaba un sitio central entre las familias pudientes, se abrieron otras posibilidades de ganancia ligadas al valor emocional de los niños por constituir el bien más preciado para sus padres. Fue alrededor de los secuestros infantiles que tuvieron como víctimas a niños de familias pudientes que aparecieron más noticas de éxito policial e incremento de las sanciones para los secuestradores. Los capítulos 3 y 4 se centran en el estudio de dos secuestros paradigmáticos por su visibilidad: el “caso Bohigas” y el “caso Granat”. El primero de éstos detonó una narrativa de los peligros urbanos que asechaban a los niños de clase media; pero también evidenció ansiedades culturales frente a la maternidad. El secuestro del pequeño Fernando Bohigas, de 2 años y medio, no fue cometido con la intención de obtener un beneficio económico. Antes bien, respondió a un móvil muy distinto, que parecía atenuar la gravedad de su delito: el deseo “natural” de una mujer que buscaba ser madre. En cambio, en el caso de la “niña millonaria” Norma Granat, el objetivo fue la extorsión: un tipo de secuestro que se haría mucho más común durante la segunda mitad del siglo. La niña de 6 años fue devuelta a su familia apenas 30 horas después de haber sido sustraída en uno de los barrios más lujosos de la ciudad de México.

La atención mediática que recibieron los casos Bohigas y Garat fue excepcional. Se trataba de niños blancos, capitalinos, de clases privilegiadas, cuyas historias con final feliz serían ampliamente explotadas por los medios de comunicación y consumidas por el público como una forma de entretenimiento que iba más allá de la mera narrativa policiaca: hasta el punto, por ejemplo, de que el propio Fernandito Bohigas protagonizaría la película sobre su secuestro, en una evidente revictimización que al parecer no preocupaba a nadie. El quinto y último capítulo de Robachicos examina la manera en que los medios desarrollaron narrativas que, si bien por una parte tuvieron un efecto tranquilizador, al dar una salida catártica a las ansiedades generadas en torno a una amenaza real, también contribuyeron a normalizar y naturalizar la violencia contra los niños y apuntalar su exclusión del espacio público bajo el argumento de su protección y seguridad.

Los robachicos ficcionalizados aparecerían en cómics, películas y hasta en telenovelas para llevarse a los niños que no estaban en su casa y reforzar con imágenes una pedagogía del miedo que arrastraba mensajes hegemónicos y estrategias de control social. La exhaustiva investigación de Sosenski se decanta así en una construcción de la niñez como eje en cuyo entorno gravitan violencias tanto reales como simbólicas y a partir del cual se generan discursos de género, clase y raza, atravesados por prácticas diferenciadas de exclusión que afectan de manera diversa a las distintas infancias. Con ello atina a definir el estudio histórico de la infancia como un campo de problematización compleja en torno a las relaciones de poder y la construcción de imaginarios colectivos, donde el miedo aparece como un poderoso elemento de contención para las acciones tanto de los individuos como de los grupos, que vulnera, acorrala y oprime, pero que también se disemina de boca en boca y puede ser encauzado de manera inconsciente o deliberada, convertido en una herramienta de poder.

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