Crisoles múltiples de un concepto
El concepto América Latina forma parte de las transformaciones geopolíticas de la segunda mitad del siglo XIX. A pesar de su aparente familiaridad, su significado está lejos de ser estable y uniforme. Como ha mostrado Carlos Altamirano en una revisión crítica reciente, son pocos los elementos en común entre, por ejemplo, la expresión incorporada por las Naciones Unidas a la terminología de las relaciones internacionales en 1948 y el sintagma surgido entre publicistas sudamericanos partícipes de los medios parisinos a mediados del siglo XIX. Los variados contextos políticos, económicos y culturales, lo mismo que las miradas interpretativas en las que los relatos de identidad ocupan un lugar central, así como la crítica de que han sido objeto, son un alto obligado en la reconstrucción histórica de sus contenidos.2
La expresión, cuyos primeros usos datan de la década de 1850, tuvo desde sus primeros tiempos contenidos divergentes, asociados a proyectos políticos e intelectuales confrontados en el agitado mundo atlántico. Se trata de contenidos utópicos ligados a construcciones intelectuales anticoloniales, pero también de disputas ideológicas en el marco de las rivalidades expansionistas sobre la región, como las que se dan entre el paneslavismo y el latinismo francés, a lo que se suman las ambiciones de Estados Unidos sobre el continente americano, patentes en las invasiones a México y a Nicaragua, con su propio correlato ideológico y discursivo.3 Así, en las primeras décadas de su uso América Latina expresó a la vez ambiciones imperiales encontradas y formas de comprender una región enmarcándola en una unidad utópica de matriz liberal.4
Si bien el nombre América Latina es una creación de intelectuales y políticos sudamericanos, por lo general se conoce más su vínculo con el panlatinismo francés de la década de 1860 que proveyó una justificación ideológica al expansionismo de Napoleón III. Todavía se conoce menos la relación de los medios católicos con el concepto y las lógicas que condujeron a que, durante el pontificado de León XIII (1878-1903), los altos medios de decisión vaticanos lo hicieran suyo. Esta apropiación es sin embargo central para la relación del papado con la región, especialmente durante el siglo XX y hasta nuestros días. La adopción del nombre América Latina también indica la existencia de una corriente de pensamiento con el reclamo de una identidad específica dentro de las filas del catolicismo, como subraya Enrique Ayala Mora.5 Así, el concepto católico-romano de América Latina es uno de los rostros de la configuración semántica finisecular a escala global. Dado el peso cultural del catolicismo en la historia de la región y en sus representaciones, este rostro amerita ser mejor conocido. Por esa razón, en este artículo se analiza la producción de un concepto de América Latina en el ámbito del gobierno central de la Iglesia ca tó li ca romana durante el siglo XIX.
El argumento central de estas páginas es que el concepto católico-romano de América Latina que se difunde a finales del XIX sintetiza apretadamente la experiencia colonial y luego republicana de la región, a la vez que está fuertemente atravesado por las tensiones asociadas al surgimiento de fronteras inéditas entre lo político y lo religioso en el mundo católico de la época. En esa medida, el concepto expresa un conjunto de expectativas producto de los procesos de secularización.
La expresión América Latina, con la experiencia histórica y la conflictividad que sintetiza, forma parte de los reacomodos geopolíticos a escala global que tuvieron lugar en el último tercio del siglo XIX. Su historia entonces requiere ser examinada desde diversas aristas. Se ha debatido en torno a su paternidad, atribuida con frecuencia a Michel Chevalier, ideólogo de Napoleón III, reclamada por otros para el chileno Francisco Bilbao y el colombiano José María Torres Caicedo, y se ha mostrado su construcción relativamente paralela aunque no enteramente impermeable en medios liberales hispanoamericanos y en el panlatinismo, su instrumentalización por el imperialismo francés, así como la manera en que se fue instalando, para quedarse, en el vocabulario estadounidense no sólo político sino académico, como marcador de una alteridad inferior.6
Sobre la genealogía del concepto, marcan un parteaguas los estudios del uruguayo Arturo Ardao, quien enfatizó el vínculo entre política, lenguaje, identidad e intercambios culturales a mediados del siglo XIX. Ardao atribuyó la paternidad del nombre al pensador colombiano José María Torres Caicedo en escritos que datan de la década de 1850 y deslindó el papel jugado por los panlatinistas franceses en su uso y difusión. Además, insertó el concep to América Latina dentro de la historia cultural e intelectual del siglo XIX en el mundo atlántico, mostrando en particular la construcción decimonónica de la latinidad.7 Estudios posteriores han tomado distancia respecto a la obra de Ardao, ponderando por ejemplo las diferencias entre Torres Caicedo y Bilbao, o bien incrementando las fuentes disponibles para la interpretación, en lecturas que tienen por marco espacios y tiempos distintos a los del pensador uruguayo y que buscan una reconstrucción histórica antes que un relato identitario.8 Desde otra perspectiva Michel Gobat, sin dialogar con la obra de Ardao, atribuye centralidad al episodio protagonizado por el filibustero Walker en Nicaragua en la producción de la idea misma de América Latina.9 Entre los estudios recientes, el realizado por Mauricio Tenorio, además de visitar nuevamente los contenidos de la “idea” América Latina haciendo un acercamiento crítico a la genealogía de la expresión, hizo un lugar en ella a la cuestión religiosa.10
A nadie se oculta que el catolicismo es un componente central del concepto América Latina, pero se trata de un componente dado por supuesto, tanto que en nuestros días vertebra estereotipos sobre la región y con no poca frecuencia se esgrime como factor de explicación de la historia latinoamericana antes que como elemento de una historia por comprender. Historiográficamente, el énfasis en un concepto específicamente católico ha sido poco frecuente. Así, interesado por su importancia para iniciativas católicas en el mundo euroamericano de finales del siglo XIX escribió Enrique Ayala Mora: “Y hubo también otro espacio de afirmación de lo ‘latino’ de América, que es virtualmente desconocido, pero de gran influencia: el catolicismo latinoamericano”.11 Desconocido por sobreconocido, habría que decir tal vez, por dado por sentado. En años recientes, Francisco Javier Ramón Solans ha explorado el tejido del contenido católico de la expresión a través del ultramontanismo de las élites eclesiásticas sudamericanas y mostrado la concreción de ese latinoamericanismo avant la lettre en el Colegio Piolatino -luego Pio Latinoamericano- de Roma, espacio de formación de una élite sacerdotal para la región.12
En la expresión América Latina el catolicismo es, en todo caso, un componente surcado de tensiones. Estas páginas se centran en la forma en que el discurso pontificio (vertiente influyente si la hay, pero sin duda sólo una, dentro del discurso católico) se apropió de una expresión creada y difundida en otros medios, le imprimió una tonalidad específica y la dotó de contenidos que dan cuenta de una lectura particular de la historia de la región, así como de un horizonte de expectativas específico en torno a ella. Esto sucede en el marco de la renovación de la imaginación geopolítica pontificia, es decir, en una coyuntura en la cual el papado reelabora su representación del mundo. La reflexión parte de la exploración de una serie acotada de fuentes: documentos pontificios oficiales de amplia difusión, decimonónicos todos, publicados entre 1816 y 1892 y dentro de los cuales el concepto América tiene un lugar central.13 Esta exploración de documentos pontificios se acompaña de una contextualización -necesariamente limitada- de la problemática política que recorre el mundo atlántico a lo largo del siglo.
La producción de un concepto con tintes propios da cuenta de la disputa por nombrar regiones del mundo en un contexto de reacomodo geopolítico intenso, de contiendas por el dominio político y económico que también tienen un rostro religioso. En el caso del discurso pontificio, en el acto de nombrar se conjugan una lectura específica de la historia, la asunción de experiencias de larga duración y la producción de expectativas cuyo eje común es la afirmación del peso de la religión católica y su perdurabilidad.
El concepto en Roma
La expresión América Latina es un corolario de la modernización del imaginario geopolítico pontificio durante el siglo XIX. Esta modernización se produjo mientras en América, así como en Europa, se redefinían una y otra vez las fronteras políticas, lo que entre otras cosas afectó radicalmente a los dominios territoriales del papa, culminando con su reducción al mínimo en 1870. El 20 de septiembre de ese año, las tropas de la unidad italiana tomaron Roma y los Estados Pontificios se vieron reducidos a la ciudadela del Vaticano, en donde Pío IX estableció su residencia protestándose prisionero. Pero el achicamiento extremo de los “dominios de Pedro” concretado por los ejércitos piamonteses era producto de un largo proceso.14 Lo que en medios católicos se llamó “la cuestión romana” fue un prolongado contencioso en donde se mezclaron las pretensiones territoriales de potencias europeas, los afanes de autonomía territorial del papado, la discusión sobre los bienes temporales del papa, las alianzas de los pontífices con Coronas europeas, en particular con España, Austria y Francia en distintos momentos, así como las dificultades políticas y militares con la Francia revolucionaria, lo mismo que con los revolucionarios en casa.
Así, la renovación de la imaginación geopolítica pontificia durante el siglo XIX es resultado, por una parte, de la consideración del propio territorio que conduce a la paulatina aceptación de las transformaciones radicales de la soberanía material. Por otra, también es producto de la mirada abierta sobre el globo y de la renovación de representaciones sobre sus distintas regiones. En lo que concierne al continente americano, a las cuestiones territoriales se sumaron las valoraciones ideológico-políticas sobre los regímenes de gobierno. Tomó varias décadas antes de que la curia romana accediera a considerar a la forma republicana como no incompatible por naturaleza con el catolicismo. En esta transformación jugaron un papel central las experiencias de las repúblicas católicas en Hispanoamérica, en primer lugar la colombiana desde los tiempos de Bolívar, como mostraron los trabajos de Pedro Leturia; la chilena por la valoración que en Roma pudo hacerse del caso, como un territorio singular en donde el catolicismo podía considerarse a salvo, y sin duda la ecuatoriana bajo el gobierno de García Moreno, que consagró la república al Sagrado Corazón, como enfatiza Ramón Solans.15
En los medios pontificios, se transitó así de una representación de América poco matizada, como un continente dividido en dos grandes áreas, de acuerdo con fronteras imperiales tanto políticas como religiosas (un norte anglosajón y protestante, un sur católico, de matriz ibérica), a la de una región conformada por numerosas unidades políticas; de una idea de América como territorio de misión evangelizadora a la de un continente de misión diplomática. Esta representación se plasma en parte en la adopción del nombre América Latina, un concepto que pone en juego fronteras políticas, religiosas y culturales.
América Latina es un derivado de América a secas. De manera general puede considerarse que el concepto de América dominante en los medios pontificios mantuvo rasgos muy estables entre finales del siglo XV y principios del XIX. En su núcleo se mantuvo la idea de un nuevo mundo prometedor y a la vez inferior, sobre el cual el catolicismo legítimamente acompañaba y fortalecía las empresas ibéricas de dominio. Es la idea también de un territorio nuevo, como señaló Michel de Certeau, sobre cuyo cuerpo se escribe.16 Durante tres siglos, puesto que la relación entre el papado y América es una relación que pasa por las Coronas ibéricas, la representación dominante sobre el continente está estrechamente ligada a esa mediación. No quiere esto decir que fuera la única representación posible, pero sí que esa mediación es fundamental en la articulación de las formas de concebir el continente. Durante esos siglos en el lenguaje pontificio la expresión América española o portuguesa alternó con Indias Occidentales, Indias, Nuevo Mundo y también con expresiones como América Meridional, América del Sur.
Desde finales del siglo XVIII el expansionismo revolucionario francés desestabilizó el paisaje geopolítico europeo y entre los años 1811 y 1824, el desmoronamiento del Imperio español abrió la puerta a una multitud de significados nuevos y puso al papado frente a la necesidad de perfilar una conceptualización nueva de territorios y poblaciones. El catolicismo como eje de estas conceptualizaciones se articuló con una multitud de tensiones que pueden nombrarse república, nación, colonia, independencia, libertad, tolerancia, entre otros.
Como han mostrado los trabajos del equipo Iberconceptos, los nuevos contenidos del concepto América se tejieron de manera transatlántica.17 En ese marco, Joao Feres Júnior reflexionó sobre la participación de América en pares de contraconceptos, siguiendo la propuesta de R. Koselleck sobre los pares conceptuales asimétricos.18 Puede agregarse a esa reflexión el hecho de que, a partir de la primera enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, el propio sustantivo América remite a contenidos asimétricos en los cuales el factor religioso juega un papel central. Desde finales del siglo XVIII, la reivindicación de una América bajo el signo de la libertad religiosa como marca de identidad política reforzó en contrapartida el vínculo entre una América ibérica y el catolicismo.
Sin embargo, el ciclo revolucionario de los años 1808-1824 y el amplio laboratorio republicano continental que le sucedió desestabilizaron la representación de una América de matriz ibérica como espacio seguro para el catolicismo. El papado demoró varias décadas en asimilar los cambios y en producir una concepción geopolítica acorde a la nueva situación. Incidieron en ello la solidez del vínculo afectivo además de económico con la monarquía española, la representación generalizada de la república como enemiga de la Iglesia y de la religión católica, así como también la inestabilidad de los gobiernos americanos y, sin lugar a dudas, las vicisitudes propias en un siglo en que muchas hubo. De su afinidad con la causa monárquica y con el colonialismo se ofrecen en el siglo pruebas reiteradas que no es posible analizar aquí; a título de ejemplo recuérdense las encíclicas conocidas como legitimistas Etsi Longissimo (1816) de Pío VII y Etsi iam diu (1824) de León XII, además del respaldo moral a distintos intentos de recuperación o de instauración de presencia europea en naciones hispanoamericanas, como el apadrinamiento de Pío IX al imperio de Maximiliano de Habsburgo en México en 1864.
A lo largo del siglo el amplio concepto de Revolución recorre el Atlántico en varios sentidos. En Roma nunca se le des vincu ló de la experiencia francesa de finales del XVIII y se le fue entretejiendo con ideologías y movimientos vistos con mucha desconfianza, como el liberalismo, el socialismo, el anarquismo. Esta desconfianza se expresó en condenas de diversos pontífices que alcanzan su punto culminante en el Syllabus errorum, anexo de la encíclica Quanta cura, en 1864.19 La diversidad de ismos que fueron sumándose al concepto de Revolución en la perspectiva pontificia también alcanzó al concepto de América y en par ticular a las regiones católicas, connotándolas como peligrosas para la Iglesia sobre todo durante las coyunturas secularizadoras y acentuando la idea de fragilidad del catolicismo en una región fervorosa pero de dudosa cristianización.
Desde el punto de vista global, cabe subrayar que el imaginario geopolítico pontificio, como corresponde a una entidad con pretensiones “universales”, se actualizó a un ritmo acelerado durante el siglo XIX, siguiendo en parte las huellas de las misiones. Al tiempo que se volvió más compleja la representación del continente americano, se renovó la representación de los territorios a escala global. Las experiencias de la expansión católica por el globo se entrecruzaron combinándose tiempos y espacios a favor de la representación de una religión universal. Así, por ejemplo, se recuperó la experiencia de las misiones católicas de finales del siglo XVI en Extremo Oriente y, por la vía de la santificación del martirio, en 1862 Pío IX estrechó lazos con América mediante la figura específica del mexicano Felipe de Jesús, incluido en el grupo de los “mártires del Japón”.
Por otra parte, en los Estados Unidos, de manera que para algunos pudo parecer paradójica, los espacios para el catolicismo, aunque acotados, se consolidaron; en Europa, la alianza entre catolicismo y monarquía perdió carácter de evidencia. En ese marco, del laboratorio político americano se desprendieron experiencias que alimentaron una representación territorial renovada.
En el último tercio del siglo, la síntesis propiciada por los medios cercanos a León XIII, marcados por la experiencia inmediata de la extinción del llamado “dominio temporal” de los papas, abre un horizonte de expectativa nuevo, en donde la amplia región que, perdida para el dominio de los monarcas católicos y bajo influencia de las ideas liberales y revolucionarias, se consideraba en riesgo para la religión, se avizora en cambio, por el arraigo de la fe, como un territorio de refugio para el catolicismo.
El observatorio
El discurso pontificio es un observatorio de primera importancia como espacio privilegiado de producción de la semántica católica, por su capacidad para imponer contenidos a escala global. Es un crisol siempre activo, en el que se mezclan las discusiones y corrientes de pensamiento, tanto centrípetas como centrífugas, dentro del mundo católico; se funden en él experiencias y representaciones. Sus productos tienen un alto nivel de difusión, en particular a través de ese medio de comunicación masiva muy antiguo que es el púlpito. Un crisol al que el mundo americano hace llegar su materia, no menor, de experiencia y expectativas como parte de la catolicidad. Así, la experiencia política y social americana es constitutiva de la producción conceptual que le atañe. A continuación propongo un acercamiento a la forma en que se transitó en el imaginario romano del concepto de la América católica al de América Latina; las experiencias que acompañan e impulsan ese transitar, la conflictividad que lo habita.
Antes, algunas precisiones son importantes: el discurso pontificio no es una producción aislada del resto del mundo (católico o no), antes bien es un espacio en donde convergen producciones discursivas múltiples, interpelaciones directas, ecos de todo cuanto le rodea. El medio pontificio produce constantemente un discurso que busca establecer una normativa dogmática, práctica y también semántica con impacto global (“universal” es el término preferido en el lenguaje católico). También cabe precisar que el discurso pontificio es producto de un equipo humano amplio, adecuado a cada circunstancia, aunque se publique firmado por el papa. En esa medida es representativo de un ámbito específico (la curia, pero no sólo) y de sus interrelaciones a escala global, en un momento histórico determinado.20
El discurso católico-romano adoptó la expresión América Latina imprimiéndole contenidos propios. La acepción pontificia de América Latina incorporó por una parte la experiencia de larga duración de la implantación católica en el continente y, por otra, la experiencia derivada de la larga coyuntura de los procesos de secularización decimonónicos en el mundo atlántico la cual, en su vertiente americana, corresponde al desarrollo de un amplio laboratorio republicano.
Finalmente (pero pudo ser lo primero), el concepto católico-romano de América Latina está en tensión con discursos que se formulan en otros espacios -no son desconocidas para la curia las producciones del panlatinismo ni las del latinoamericanismo-, de manera que se inscribe dentro de una disputa conceptual por lo que es una amplia región del mundo. No es el objeto de estas páginas explorar esa disputa hecha de tensiones políticas, económicas y culturales, que atraviesa varias décadas y en donde convergen ambiciones imperiales francesas, el latinoamericanismo de cuño liberal, con su fuerte contenido de utopía, y el expansionismo estadounidense, pero sus líneas generales pueden seguirse a través de los autores citados arriba.
La América católica: contenidos de larga duración
La expresión “América católica”, de uso regular en las primeras décadas del siglo XIX, recoge una experiencia de larga duración y es portadora en primer lugar de la idea de sujeción al dominio ibérico. En los primeros tiempos de su uso, el carácter católico estaba implícito en la designación del continente. “América”; como territorio producto de una empresa católica de “descubrimiento” y luego de conquista, no requería de apellidos; la expresión nació apadrinada por el catolicismo. La implantación de colonos europeos practicantes de otros credos en el norte planteó el espejo de una América cuya característica principal era el no ser mayoritariamente católica ni estar sujeta a las Coronas ibéricas; hizo entonces aparecer el adjetivo.
Cuando a inicios del siglo XIX se tambaleó el dominio español, la diplomacia de Fernando VII, movilizando precisamente una representación de la población americana como fiel al catolicismo, acudió al apoyo pontificio y obtuvo el 30 de enero de 1816 el breve Etsi Longissimo, con el cual Pío VII manifestó su respaldo a la Corona española frente a la proliferación de movimientos insurgentes en sus dominios americanos. El documento se dirige “A los Venerables Hermanos Arzobispos y Obispos y a los hijos del Clero de la América sujeta al Rey católico de las Españas”. La especificación sirve aquí para distinguir de otros americanos, católicos también, pero sujetos de la Corona portuguesa, en territorios que por entonces no experimentaban dificultades políticas o militares que cuestionaran su unidad. “América católica” hace referencia aquí a un territorio ordenado por administraciones imperiales a lo largo de tres siglos; dominio que implica una forma específica de relación entre sujetos y autoridad, mediada por preceptos religiosos: “Y como sea uno de sus [de la religión católica] hermosos y principales preceptos el que prescribe la sumisión a las Autoridades superiores, no dudamos que en las conmociones de esos países, que tan amargas han sido para Nuestro Corazón, no habréis cesado de inspirar a vuestra grey el justo y firme odio con que debe mirarlas”.21
Lejanía y religiosidad se combinan en esta representación pontificia de la América católica: “Venerables hermanos o hijos queridos, salud y nuestra Apostólica Bendición. Aunque inmensos espacios de tierras y de mares nos separan, bien conocida Nos es vuestra piedad y vuestro celo en la práctica y predicación de la Santísima Religión que profesamos”.22 La defensa del rey, con las armas de la prédica religiosa, en virtud del nexo conceptual que se explicita entre Dios y la monarquía, tendrá su recompensa ultraterrena: “y vuestros afanes y trabajos lograrán por último en el cielo la recompensa prometida por aquél que llama bienaventurados e hijos de Dios a los pacíficos”.23
Una mirada sobre la larga duración permite constatar que el concepto de América católica se mueve inicialmente junto con los imperios ibéricos. Como territorio, avanza o se retrae con ellos, especialmente con el Imperio español. En esa medida tiene inicialmente una frontera abierta al norte, avanza con ella cuando el imperio se expande a través de las misiones y presidios; se retrae cuando el imperio cede terreno a otras potencias.
La expresión recubre de manera general las posesiones españolas y las portuguesas sin distinción necesaria. Con relación al Imperio portugués, el territorio que es la América católica no se retrae cuando éste se divide para dar paso a la independencia del Brasil, concebido como una continuación monárquica y sin alteración de su calidad católica. Por esa razón es que la independencia del Brasil, orquestada pacíficamente por la propia casa gobernante, no parece suscitar nerviosismo en Roma. Antes bien, el Brasil es percibido como un territorio seguro y así en 1829 se nombra el primer nuncio pontificio inaugurando la presencia de representantes del papa en el continente.24
La expresión América católica también alude a fronteras culturales, marcadas por el predominio de distintos credos, a través de su articulación con el concepto de civilización.25 La propia adjetivación enfatiza la existencia de otra América con características religiosas diversas. A mediados del siglo XIX la América “protestante” expandió sus fronteras y se acercó a los territorios dominados por el catolicismo. No solamente el expansionismo estadounidense tuvo un rostro claramente religioso, sino que las regiones católicas fueron vistas como territorios de misión por parte de metodistas y evangélicos procedentes de Inglaterra lo mismo que de Estados Unidos.26 Durante el siglo XIX la frontera entre credos cristianos se combinará con el concepto de civilización y las tensiones entre ambos espacios se agudizarán por una mayor circulación de ideas y personas, por una mayor cercanía física entre las sociedades. Las tensiones transfronterizas que en el caso mexicano se traducirán en una invasión militar, trabajarán en lo interno a las sociedades hispanoamericanas y pueden encontrarse gravitando en torno a conceptos como tolerancia y libertad de cultos. A medida que Estados Unidos consolidó su potencia, creció en diversos medios la admiración por el progreso asociado a una civilización que se caracterizó como protestante. Por contraste, los fracasos políticos y económicos de las naciones al sur del río Bravo fueron asociados por propios y extraños al predominio del catolicismo.27
En los documentos pontificios que se dirigen a los dignatarios eclesiásticos y a los católicos de la región, a lo largo del siglo XIX, esta América es designada como septentrional evitando en todo punto el peyorativo “protestante”, común en el lenguaje coloquial y otro tipo de documentos. Así, el adjetivo septentrional contrapone esa América a la católica. La línea de lo septentrional -su frontera sur- es una frontera lábil, que se desplaza con los movimientos de poblaciones diversas: los colonos, los españoles, los mexicanos, pero también los pueblos nómadas, esos concebidos por ambas partes como fuera de la civilización, desde la perspectiva católica por estar fuera del alcance de la acción evangelizadora. Ese territorio del que se evita designar el color religioso, además de ser religiosamente plural en los hechos, por las comunidades en él establecidas, vive bajo el principio de la libertad religiosa asentado en la primera enmienda constitucional -principio que los pontífices romanos del siglo XIX condenan- y en ello es lo opuesto a la idea pontificia de la “América católica”.28 Una apreciación que empezará a cambiar durante la segunda mitad del siglo, en particular cuando varios jerarcas hispanoamericanos tuvieron la experiencia directa de una estancia en Estados Unidos y compararon las condiciones de la Iglesia católica en ese país con las circunstancias por las que pasaba en sus propios países, bajo regímenes algunas veces de protección, otras de reformismo liberal, que consideraban persecutorios.29
La América católica también se plantea como la antítesis de la América salvaje, bárbara, incivilizada, de la gentilidad, que precisamente la conquista ibérica desplazó. No es ésta una oposición exenta de dificultades, pero se le puede considerar como portadora del núcleo semántico de lo civilizado como cristiano. Es esta una oposición muy duradera, como puede apreciarse en la redacción de conjunto de la encíclica Quarto Abeunte Saeculo, del 16 de julio de 1892, conmemorativa del “descubrimiento” de América por Cristóbal Colón y elogiosa del papel desempeñado por el almirante para acercar a miles de criaturas a la posibilidad de la salvación:
Por obra suya [de Colón] emergió de la inexplorada profundidad del océano un nuevo mundo: cientos de miles de mortales fueron restituidos del olvido y las tinieblas a la comunidad del género humano, fueron trasladados de un culto salvaje a la mansedumbre y a la humanidad, y lo que es muchísimo más, fueron llamados nuevamente de la muerte a la vida eterna por la participación en los bienes que nos trajo Jesucristo.30
Desestabilización del concepto América católica
En las primeras décadas del siglo XIX las independencias hispanoamericanas desestabilizaron el concepto de América católica de varias maneras. Una muy importante es porque afirmaron que la calidad católica radicaba en la nación por sí misma, como derivación de su soberanía y no por su monarca. La nación es católica porque es soberana. Esto perturbó el concepto católico-romano de América católica poniendo en crisis el vínculo, hasta entonces naturalizado, entre catolicismo y monarquía.
No era ésta una experiencia inédita en el mundo atlántico, puesto que la Revolución francesa había roto tajantemente ese vínculo. Cuando la Francia revolucionaria exportó su modelo político por la vía de las armas e invadió España, la movilización en su contra se hizo a nombre de Dios y en defensa del rey. Los revolucionarios franceses, entre los cuales se contaron destacados miembros del clero, también rompieron el vínculo entre religión católica y autoridad romana. Esta ruptura, que se expresó en la Constitución civil del clero (1791), inmediatamente condenada por Pío VI, inauguró una disputa por la autoridad en el seno de la Iglesia, entre lo que se conoce con el nombre de galicanismo y lo que tomaría el nombre de ultramontanismo, afirmando la autoridad del papa. Durante el siglo XIX esta dispu ta tuvo expresiones a ambos lados del Atlántico y se prolongó por lo menos hasta el Concilio Vaticano I, que sancionó de manera que quiso ser definitiva la autoridad del papa por encima de la de los obispos y que a ojos de algunos contemporáneos puso fin al galicanismo.31
En la curia romana, el desafío planteado por la revolución francesa a ambas autoridades contribuyó a reforzar el vínculo entre catolicismo, monarquía e hispanidad. Véase el elogio de las virtudes del rey y de la defensa hecha por el pueblo español de la religión y de su monarca a que se acude en Etsi longissimo cuando en 1816 se busca movilizar al clero americano contra la rebelión por la vía de la prédica:
Fácilmente lograréis tan santo objeto si cada uno de vosotros demuestra a sus ovejas con todo el celo que pueda los terribles y gravísimos perjuicios de la rebelión, si presenta las ilustres y singulares virtudes de Nuestro carísimo Hijo en Jesucristo, Fernando, Vuestro Rey Católico, para quien nada hay más precioso que la Religión y la felicidad de sus súbditos; y finalmente, si se les pone a la vista los sublimes e inmortales ejemplos que han dado a la Europa los españoles que despreciaron vidas y bienes para demostrar su invencible adhesión a la fe y su lealtad hacia el Soberano.32
En los medios pontificios, el vínculo entre catolicismo y monarquía conserva su fuerza mientras España mantiene sus reivindicaciones de dominio sobre América (independientemente del curso de la guerra), como lo muestra el breve legitimista Etsi Iam Diu (1824), en donde León XII reitera la caracterización de Fernando VII como virtuoso amante de la religión y encomia la fidelidad de los españoles europeos a su rey y a la religión:
Pero ciertamente nos lisonjeamos de que un asunto de entidad tan grave tendrá por vuestra influencia, con la ayuda de Dios, el feliz y pronto resultado que Nos prometemos si Os dedicáis a esclarecer ante vuestra grey las augustas y distinguidas cualidades que caracterizan a nuestro muy amado hijo Fernando, rey católico de las Españas, cuya sublime y sólida virtud le hace anteponer al esplendor de su grandeza el lustre de la religión y la felicidad de sus súbditos; y si con aquel celo que es debido exponéis a la consideración de todos los ilustres e inaccesibles méritos de aquellos españoles residentes en Europa, que han acreditado su lealtad, siempre constante, con el sacrificio de sus intereses y de sus vidas, en obsequio y defensa de la religión y de la potestad legítima.33
Como es sabido, frente a este tipo de discursos se planteó otro, el de los primero rebeldes y luego triunfantes americanos, que fue americanizando a Dios y planteó la ilegitimidad de las condenas. Un tipo de discurso en el cual América, americanos y catolicismo permanecen inseparables, pero que claramente marcó distancia con respecto al dominio político español.
La desestabilización del contenido de América católica también obedeció a otros elementos ligados al concepto de soberanía y a las prácticas políticas a él asociadas. En América, las naciones desprendidas del Imperio español se concibieron como indisociables de la religión católica; en ese marco, algunos gobiernos reclamaron para sí el ejercicio del patronato. En algunos casos la búsqueda de una soberanía política y territorial llegó a combinarse con decisiones que involucraban el principio de soberanía en materia eclesiástica, potestad del papa, como la erección de obispados, pero que habían sido parte de las atribuciones de los monarcas españoles por la vía del patronato. Un caso sonado fue el de San Salvador. San Salvador dependía en lo religioso del arzobispado de Guatemala, pero sus élites pedían desde tiempo atrás la erección de un obispado propio. En ello se combinaban cuestiones de administración religiosa lo mismo que intereses políticos. Para marcar su autonomía con respecto a Guatemala las autoridades civiles salvadoreñas decidieron por cuenta propia en 1822 la erección de un obispado. Además del interés que por muchos aspectos reviste este caso, conviene subrayar que la respuesta pontificia muestra cómo la representación de la América católica va siendo objeto de subdivisiones. Cuando Pío VIII, en 1829, anatematizó la erección unilateral de un obispado en San Salvador y excomulgó a quien era cabeza visible de esa aventura, el cura Matías Delgado -hasta hoy, por cierto, tenido por héroe en la historiografía salvadoreña-, el territorio de San Salvador fue caracterizado como parte de la “América occidental”: “aquellas regiones de la América occidental que llaman estado de San Salvador y que constituyen parte de la diócesis de Guatemala”.34 Una caracterización que no deja de ser sorprendente por refugiarse en lo geográfico de manera más que vaga -la América occidental es aquí la que mira hacia el Pacífico-, pero que ilustra la necesidad creciente de singularizar porciones dentro del vasto conjunto.
Las independencias también afectaron al contenido de unidad del concepto. La América católica, como ya se ha subrayado arriba, compuesta de dos grandes partes, la una portuguesa y la otra española, suponía un principio de unidad en la fe. Cada una de las partes estaba unida políticamente a una casa reinante y también ostentaba una unanimidad lingüística. La América española se representaba como regida por un mismo monarca, unida en fe, en gobierno, en lengua. Sabemos que la unión en la lengua es una verdad a medias pues el castellano, siendo la lengua franca del imperio, nunca fue la de todos sus habitantes ni en Europa ni en América ni en Asia; sin embargo, esta lengua es un elemento fundamental del concepto.
La ruptura de la enorme unidad imperial, y el hecho de que en América se desgrane en una multitud de repúblicas, católicas todas, constituye un reto para la conceptualización pontificia del continente, por la obligada revaloración de la idea de república, connotada en general negativamente y asociada al anticlericalismo republicano francés. Así, la unidad en la fe dejó de ser garantía de unidad política y de unidad territorial, aunque será un rasgo heredado por las repúblicas, en algunos casos de larga duración. Así, por ejemplo, cuando a mediados de siglo se debate en México en torno al principio de tolerancia como necesario para fomentar la colonización de los territorios norteños que se consideran en riesgo por su escasa población, los adversarios de este principio arguyen que su adopción pone en riesgo la unidad nacional.35
Otro factor que desestabiliza el contenido de la América católica es el hecho de que la otra América, aquella que desde las últimas décadas del siglo XVIII reclama un lugar en el mapa y en el imaginario, y que los documentos pontificios designan como “los Estados Unidos de la América Septentrional”, comúnmente pensada bajo el signo de la alteridad protestante, empezará a evidenciarse como también católica. Esto lo subraya desde 1789 la erección de la diócesis de Baltimore, precedida por la creación en 1784 de una Prefectura Apostólica de Estados Unidos, y la atención puesta en las décadas siguientes al ordenamiento de la administración religiosa mediante la creación de nuevas diócesis que se adapten a la geografía política de Estados Unidos.36 Aunque tenga un lugar menos evidente en el discurso pontificio ligado a las amplias regiones al sur de Estados Unidos, también las relaciones pontificias con Canadá y Quebec se transformarán profundamente en el siglo XIX formando parte de la reno vación de las representaciones del catolicismo a escala global.37
En septiembre de 1840 Gregorio XVI -bajo cuyo pontificado se prestará particular atención a la organización de la Iglesia católica en Estados Unidos-, al tiempo que se dolía de la expansión de los “herejes e incrédulos” por todo el orbe, exaltaba “los progresos de la fe en América, en las Indias”; en una frase en donde América puede leerse sin abuso como la América septentrional, particularmente Estados Unidos, en tanto que la América católica está representada por la expresión “las Indias”.38
Repúblicas, catolicismo: latinidad
En 1835 el reconocimiento de la independencia de la Nueva Granada marca un hito en la historia de las relaciones entre el papado y América, no sólo por ser el primero en su tipo, sino porque pone en evidencia que la representación del mundo católico americano en la curia romana está en plena transformación. El lugar privilegiado para observar esta renovación es la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, órgano consultivo del papa, en donde se discute y elabora la propuesta de un conjunto de decisiones a tomar por el pontífice, sobre todo en materia de política internacional.39 La congregación cardenalicia procede normalmente a partir de lo que se denomina una ponencia (es decir, un informe detallado, especialmente elaborado para alimentar la discusión), misma que permite poner sobre la mesa un conjunto de dudas a resolver para fundamentar la política pontificia. En el caso, al que se accede con facilidad gracias a la labor de Pedro Leturia, la ponencia fue elaborada por monseñor Luigi Frezza, secretario de la congregación, a quien el agente colombiano en Roma, Ignacio Tejada, había logrado sensibilizar. La sesión tuvo lugar el 11 de octubre de 1835 y en ella se acordó reconocer la independencia de la República de Nueva Granada.40
El caso de la Nueva Granada es importante no sólo por ser el primero en tiempo, sino porque a través de él se abre la discusión sobre el conjunto de las antiguas posesiones españolas y también porque muestra cómo esta discusión se inserta dentro de una visión geopolítica compleja. Como señala Leturia, es ésta una sesión particularmente importante:
Pero no costará mucho advertir que las actas de la asamblea cardenalicia, no contentas con prestar al asunto ese carácter continental más bien que meramente granadino, lo elevan a un plano todavía superior, relacionándolo con las negociaciones de Napoleón, de Bélgica, de la reciente revolución de julio, en la Francia de Luis Felipe. Es que la Congregación de negocios eclesiásticos, entonces como ahora, emplaza los problemas que examina en las alturas que le son propias. Órgano consultivo del papa, refleja en sus actos la universalidad ecuménica y la experiencia secular del Pontificado romano.41
El reconocimiento de la independencia neogranadina se hace en función de la caracterización que presenta la ponencia previa, de la república y sus gobernantes como católicos respetuosos del dogma y afectos a la Sede Apostólica, pero también sopesando el hecho de que el papado mantiene relaciones con naciones europeas cuyas legislaciones la Iglesia considera hostiles a sus intereses, como es el caso de Austria, Francia o Bélgica, en momentos específicos.42 La caracterización muestra, de acuerdo con el análisis de Leturia, el peso de la argumentación y de las relaciones construidas tenazmente durante varios años por el representante colombiano, Tejada, ante la Santa Sede.43
Con el reconocimiento se resuelve conceptualmente, al menos en parte, para la curia romana, la antítesis entre república y catolicismo. Antítesis que, como sabemos, no era tal en los medios republicanos en América.44 En la salida pesa la insistencia de varios gobiernos hispanoamericanos en afirmar su catolicismo, pero también las sucesivas crisis europeas y demostraciones de que los muy católicos monarcas (Portugal, España, Austria, Francia en diversas coyunturas) podían ser hostiles a los intereses materiales de la Iglesia. Así, se vuelve claro que la declaración de fe de los gobiernos o la piedad de los gobernantes no garantizan la protección de los intereses y “derechos” de la Iglesia. Como también se aprecia, en las esferas de la alta administración romana, los términos religión católica e Iglesia son para estos efectos intercambiables. América católica, que en la ponencia elaborada por Frezza es llamada “América meridional”, sigue refiriendose a una región cuya unión derivada de la experiencia de varios siglos se pone de relieve, pero cuya diversidad interna se acentúa conforme se ensayan distintos programas de gobierno.
Tras el reconocimiento de la Nueva Granada vendrá el de México y, gradualmente, a lo largo del resto del siglo, la Santa Sede irá tejiendo relaciones propias con los países de la región, descubriendo su nueva geografía política y modulando su actuación ante ella. En este proceso se combinan el reconocimiento de entidades políticas nuevas, la valoración del estado de las fuerzas del catolicismo en cada una de ellas, y una actitud de sistemático rechazo a las políticas liberales que en todas las repúblicas se hicieron presentes y en algunos tuvieron fuerte incidencia. Roma contó con dos vías mayores para establecer relación directa con las nuevas naciones. La diplomática condujo al envío de nuncios pontificios (los embajadores de la Santa Sede) o internuncios a algunos países, pero el repudio de las políticas liberales fue un obstáculo mayor a la formalización de relaciones diplomáticas. Eso no impidió el establecimiento de una relación igualmente oficial, por la vía de los delegados apostólicos, representantes directos del papa sin carácter diplomático, cuya función era asegurar la comunicación con las jerarquías locales y en muchos casos también con los gobiernos pero únicamente en la materia caracterizada como “espiritual”.45
Durante el siglo XIX, al reordenamiento de la geografía política americana también correspondieron transformaciones profundas de la geografía política europea que impactaron directamente en la materialidad del poder de los papas. Además, los diversos ciclos revolucionarios de amplio impacto, las crisis y reajustes de las monarquías, y el surgimiento de nuevas ambiciones imperiales también incidieron sobre la representación pontificia del globo y de su propio lugar en el mundo.
En 1846 se inauguró el pontificado de Pío IX (1846-1878), caracterizado por el desmoronamiento del poder temporal y el recrudecimiento gradual de una línea política intransigente afecta a la práctica del anatema. En cuanto a la relación específica con las repúblicas americanas, el recurso a la firma de convenios concordatarios fue uno de los más buscados por ambas partes. Se habló de muchos, pero los firmados fueron con Costa Rica (1852), Guatemala (1853), Bolivia (1857), Nicaragua y Honduras (1861), Ecuador, El Salvador, Venezuela (1862), y ya durante el pontificado de León XIII, Colombia (1887). La firma de concordatos permite apreciar el reconocimiento de una diversidad de unidades políticas bajo gobiernos católicos dentro de un conjunto caracterizado por la fidelidad masiva de sus habitantes a la Iglesia romana. Este conjunto recibe el nombre de América Meridional y se concibe como un espacio unido en la fe y con comunes necesidades espirituales que, entre otras cosas, conducen al imperativo de atender a la formación de sacerdotes en un contexto en donde los seminarios y colegios religiosos se han fragilizado o incluso han desaparecido ante los embates de las políticas liberales. En ese paisaje, la relación con América también tuvo su peso en el perfil de la nueva Roma, esa que sale a flote tras la extinción de los Estados Pontificios, a partir de 1870, con un liderazgo espiritual reforzado, reconocido como infalible por la Iglesia, y central en el proceso que la historiografía caracteriza como “romanización”.
Un observatorio interesante de lo acontecido con el concepto de América católica en las últimas cuatro décadas del siglo XIX es el que hoy conocemos como Pontificio Colegio Piolatinoamericano.46 De hecho, Francisco Javier Ramón Solans hace del Piolatinoamericano el eje de su análisis del concepto católico de América Latina.47 Inaugurado en noviembre de 1858 como “Colegio Americano”, este espacio se abre como una expectativa alentadora con impacto a largo plazo. En palabras del papa algunos años más tarde: “Se trataba, en efecto, de formar ministros de la Iglesia idóneos, de prepararlos a la salvación de las almas en estas regiones, asignándoles además la tarea de educar al nuevo clero una vez que regresaran a su patria”.48
La formación de jóvenes en Roma se ofrecía como la oportunidad de conjurar la lejanía tantas veces deplorada y vista como fuente de peligro: “No sin consuelo particular de Nuestra alma vemos brillar sobre la América Meridional (tantas veces y por doquier golpeada por desgracias) una muy feliz esperanza merced a ese clero nativo adolescente que tenemos la premura de educar a Nuestro lado, con piedad sólida y con sanas doctrinas”, escribía el papa en 1865.49
Desde sus inicios, el Colegio Americano fue una fundación para atender a la formación de sacerdotes de las repúblicas hispanoamericanas y del Brasil (si bien Brasil fundará en 1927 su propio colegio). Ayala Mora señala que para el año de 1862 ya el colegio se llamaba Latino Americano y que para 1867 ya llevaba el nombre del papa como Colegio Pío Latinoamericano.50 La idea de la unidad y singularidad regional están aquí vivamente presentes y el paso del apellido Americano al de Latinoamericano ejemplifica lo sucedido en el medio romano con el concepto de América: su diversificación política y la persistencia central de la fe católica como rasgo de toda una región, la correspondiente a los territorios dominados anteriormente por Portugal y España, historia que toma cuerpo en una “latinidad” decimonónica. Esto no excluye el dominio por parte de otras potencias: no está por demás recordar que el papa protector del Colegio es el mismo que dio impulso a Maximiliano camino al establecimiento de su imperio en México. Dice también Ayala Mora, siempre hablando del Colegio: “A pocos años de que se había comenzado a hablar en los medios intelectuales de un subcontinente marcado por el sello de la ‘latinidad’, y simultáneamente o quizá poco tiempo antes de que el nombre se generalizara en Francia y el resto de Europa, la Iglesia Católica había asimilado la denominación para una de sus instituciones”.51 El bautizo del Colegio está estrechamente relacionado con la transformación de la alta jerarquía católica en América. Para Ramón Solans, en la segunda mitad del XIX, junto con el ultramontanismo crece un “sentimiento de solidaridad transnacional” entre la jerarquía católica americana. Así: “La fundación del Colegio Pío Latinoamericano es una muestra de cómo la creación de esta identidad colectiva americana estaba íntimamente relacionada con su acercamiento al papado”.52 Una identidad supranacional, ligada al pasado común de la región en su incorporación al catolicismo, pero catalizada en el presente por la romanización y plenamente partícipe de ella.
Con toda claridad, durante el pontificado de León XIII se aprecia la fusión de lo católico con lo latino que ya el ejemplo del Colegio sugiere. Un documento que permite constatarla es la carta apostólica Trans Oceanum (18 de abril de 1897), en donde el papa concede algunos privilegios a la que denomina sin vacilación la América Latina. Vale la pena citar ampliamente la definición que el propio documento proporciona de esta región:
Por esta razón, los Romanos Pontífices Nuestros Predecesores nunca dejaron de enviar nuevos operarios a América, y para obtener de ellos un desempeño más eficaz y cosechas más abundantes, les confirieron facultades y privilegios únicos, y los dotaron de poder y autoridad excepcionales. Sostenidos por ese apoyo, los Misioneros, después de haber extendido la luz de la religión católica hasta las regiones más remotas de América, en el transcurso de pocos años erigieron iglesias, fundaron monasterios, abrieron parroquias y escuelas, fundaron diócesis con la autorización de los Sumos Pontífices, especialmente en aquellos lugares en donde los nuevos pobladores procedentes de Europa, y en particular de España, se habían asentado de manera estable. Esta es la razón por la cual a gran parte de América, por la religión ancestral de sus nuevos pobladores y el origen de su lengua, se la conoce con el nombre de América Latina.53
Reflexiones finales
Al cerrar el siglo XIX, dentro de la expresión América Latina utilizada en el discurso pontificio, el carácter católico se presenta como pilar indiscutible que mantiene la unidad del conjunto. Que no sólo la mantiene, sino que la explica. Experiencia histórica que encuentra su fundamento más allá de la historia, en los designios de la Divina Providencia, trazando en América un destino compensatorio para el catolicismo de las derrotas que habría de sufrir en el Viejo Continente:
Y esto aparece con gran luz y claridad en la historia. Porque Colón descubrió América en los momentos en que una gran tormenta se cernía sobre la Iglesia; y en cuanto pueden conocerse los designios de la Divina Providencia por el curso que siguen los sucesos, parece especial disposición de Dios la de haber suscitado a este hombre, honra y prez de la Liguria, para que con la empresa que llevó a cabo compensase en gran parte los daños que el Catolicismo iba a sufrir en Europa.54
Y, sin embargo, la expresión América Latina marca también un territorio cuya existencia política particular se reconoce. Así, la expresión que el discurso pontificio se apropia subraya una rela ción ambivalente de toda una región con su herencia colonial: a la vez desprendida de la tutela política que durante siglos la perfilara, pero reafirmada en la herencia católica que, junto con la lengua, la singulariza frente al conjunto del globo, ahora como parte de una “latinidad”.