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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.74 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2025  Epub 21-Abr-2025

https://doi.org/10.24201/hm.v74i4.4925 

Dossier

La producción de lo religioso y lo político en el siglo XIX latinoamericano. Miradas desde la historia intelectual y de los conceptos.

Las representaciones del cambio religioso en la élite dirigente Argentina (1862-1916)

Representations of religious change in the Argentine ruling elite, 1862-1916

Roberto Di Stefano1 

1Universidad de Buenos Aires


Resumen:

Este artículo rastrea y analiza las representaciones de las élites dirigentes argentinas de cuanto estaba ocurriendo en el terreno religioso, en el país y en el mundo, entre 1862 y 1916. El punto de partida cronológico es el año de la unificación nacional y el de llegada el de la elección como presidente de la República de Hipólito Yrigoyen mediante el sufragio universal masculino, obligatorio y secreto. Se trata, pues, de las décadas que en la historiografía argentina se conocen como periodo de la organización nacional (1862-1880) y del orden conservador (1880-1916). Las fuentes a que hemos acudido para su elaboración son los debates parlamentarios y las memorias anuales del Departamento de Culto, que hasta 1899 dependió del Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública y a partir de esa fecha del de Relaciones Exteriores. Los discursos de esos hombres, ministros y parlamentarios, nos permiten advertir sus diagnósticos de las transformaciones en curso y los significados que atribuían a ciertos conceptos políticos estrechamente vinculados a la cuestión religiosa, como los de soberanía, democracia, nación y ciudadanía.

Palabras clave: Argentina; representaciones; élites de poder; unificación nacional; Hipólito Yrigoyen; siglos XIX y XX

Abstract:

This article traces and analyzes representations of the Argentine ruling elite in terms of developments on the religious terrain, in the country and in the world, from 1862 to 1916. The chronological starting point is the year of national unification and the end point that of the election of President Hipólito Yrigoyen through universal male vote, secret and obligatory. These are the decades that Argentine historiography understands as the period of national organization (1862-1880) and of conservative order (1880-1916). The sources used include parliamentary debates and the annual reports of the Department of Worship, which formed part of the Ministry of Justice, Worship and Public Instruction until 1899 and part of the Ministry of Foreign Affairs after that date. The speeches of these ministers and parliamentarians allow us to understand their diagnostics of the transformations underway and the meanings they assigned to certain political concepts that were closely connected to the religious question, such as sovereignty, democracy, nation and citizenry.

Keywords: Argentina; representations; power elites; national unification; Hipólito Yrigoyen; nineteenth and twentieth centuries

A diferencia de los demás países latinoamericanos -con la sola excepción de Costa Rica-, la Argentina nunca separó jurídicamente la Iglesia católica y el Estado. La Constitución de 1853, que con varias reformas sigue vigente, estableció un régimen que, evitando adoptar el catolicismo como religión del Estado, aunaba el “sostén del culto católico” y el patronato sobre la Iglesia con el derecho a la libertad religiosa. Es decir, un régimen que conjuga, aún hoy, desigualdad jurídica y libertad de cultos. La fórmula buscaba armonizar el “espacio de la experiencia” de los constituyentes, que era la casi total unanimidad católica -al menos formalmente-, con un “horizonte de expectativa” signado por una creciente diversificación religiosa (cristiana).1 El derecho a la libertad religiosa, en efecto, apuntaba a crear las condiciones necesarias para fomentar la inmigración de hombres y mujeres “de los pueblos del norte de la Europa”, que los constituyentes de 1853 imaginaban protestantes. Juan Bautista Alberdi, mentor del diseño constitucional, lo había dicho claramente: “excluir los cultos disidentes de la América del Sud, es excluir a los ingleses, a los alemanes, a los suizos, a los norteamericanos, que no son católicos; es decir, a los pobladores de que más necesita este continente. Traerlos sin su culto, es traerlos sin el agente que los hace ser lo que son”.2 En otras palabras, los constituyentes de 1853 tenían como horizonte de expectativa fuertes transformaciones en la fisonomía religiosa del país en proceso de conformación.

No se equivocaron: los cambios que experimentó la sociedad argentina a partir de entonces la volvieron irreconocible en pocas décadas. La inmigración europea adquirió carácter masivo, y aunque la mayoría de los extranjeros provino al cabo de Italia y España, el número de “disidentes” se incrementó y en algunas zonas superó al de los católicos. Además, las ideas anticlericales e incluso anticatólicas alcanzaron amplia difusión y visibilidad, sobre todo a partir de la década de 1870. Por otro lado, también el catolicismo cambió notablemente, como resultado de la acentuación del derrotero ultramontano que condujo a la proclamación del Syllabus errorum (1864) y del dogma de la infalibilidad pontificia ex cathedra (1870). La Iglesia católica se globalizó y se romanizó, y la llegada a la Argentina de congregaciones de vida activa y órdenes monásticas europeas profundizó la propagación de las ideas ultramontanas y complejizó al mundo católico. Además, la defensa de los “derechos de la Iglesia” estimuló el surgimiento de un laicado militante que se organizó en torno a una miríada de instituciones de diverso tipo.3 Paralelamente, hacia fines del siglo XIX el crecimiento económico condujo a la formación de una clase obrera en la que lograron un importante influjo las ideas de izquierda de diferente signo. El desarrollo de grandes urbes, en particular Buenos Aires, disolvió lazos comunitarios campesinos que habían estructurado desde antiguo las prácticas religiosas, mientras arribaban al país los primeros contingentes de inmigrantes de fe judía e islámica. Buenos Aires dejó de ser la “gran aldea” que había pintado Lucio V. López en su célebre novela para transformarse en una metrópoli cosmopolita en la que en 1914 más de la mitad de la población había nacido fuera del país. Todo ello, desde luego, comportó profundas mutaciones en las ideas y en las prácticas religiosas que identificamos con la secularización, entendida no como un proceso lineal e ineluctable de pérdida de la religión, sino como recomposición de las creencias y las prácticas.4

Las representaciones de los cambios en curso no fueron unívocas en el seno de las élites dirigentes del país: los diagnósticos y las expectativas fueron muy distintos y a veces contrastantes entre diversos grupos de opinión imbuidos de ideas liberales, ultramontanas o galicanas. La comprensión de lo que estaba ocurriendo también varió en diferentes coyunturas mundiales y nacionales. Además, incidió en las posturas asumidas y en las ideas esgrimidas el hecho de tener a cargo la gestión de gobierno o militar en alguna de las fuerzas opositoras: los ministros encargados del Departamento de Culto tenían menos margen para expresar sus ideas personales que los parlamentarios, cuyas críticas a la política religiosa oficial solían mezclarse con motivaciones de diversa índole, incluidas las electorales. Todos estos factores deben ser tenidos en cuenta a la hora de interpretar la documentación que sirve de base a este trabajo. Sin embargo, ella ofrece un abundante y rico material para el estudio de la percepción del cambio religioso por parte de la élite gobernante. De la negociación entre las posturas asumidas por los gobiernos y debatidas en sede parlamentaria emergieron las medidas gubernativas y legislativas que dieron forma a la singular laicidad argentina. La laicidad -que expresa los vínculos entre los Estados y las religiones- tampoco es unívoca: es el resultado de relaciones de fuerza inestables y de la negociación entre los actores involucrados, lo que consiente la existencia de diferentes laicidades.5 El caso argentino es singular en el contexto latinoamericano y desmiente la supuesta correlación entre modernidad, secularización y laicidad: a comienzos del siglo XX la Argentina era uno de los países más prósperos y modernos del continente, al tiempo que la Iglesia católica acrecentaba su influencia sobre la vida pública y se estrechaban las relaciones Iglesia-Estado.6 Además, no se verificó en el país una ruptura política importante a raíz de la cuestión religiosa, como muestra el hecho de que hayan fracasado los varios intentos de crear un partido confesional. Así, las identidades de los actores tampoco suelen ser unívocas. Si en este texto usamos a menudo comillas para los términos “liberal” y “católico”, es porque muchos hombres que se declaraban liberales -incluso algunos que apoyaron con fervor las “leyes laicas”- hacían pública profesión de fe católica, mientras conspicuos católicos reclamaban para sí el título de verdaderos liberales.

El periodo que estudiamos puede ser dividido en tres subperiodos: el primero abarca los años que corren entre 1862 y 1882, durante los cuales existió un amplio consenso en torno a la identidad católica de la mayoría de los argentinos y al deber de los gobiernos de garantizar el buen funcionamiento del culto y de la pastoral. No por ello, sin embargo, faltaron en esas dos décadas momentos de tensión entre los gobiernos y las jerarquías religiosas, que motivaron las primeras propuestas de separación de la Iglesia y el Estado. El segundo subperiodo, muy breve, se extiende entre 1882 y 1888 e incluye los momentos más conflictivos en las relaciones con la Iglesia de los gobiernos de Julio A. Roca (1880-1886) y de Miguel Juárez Celman (1886-1890). Fueron los años en que se debatieron y sancionaron las “leyes laicas” de educación común (1884), de registro civil (1884) y de matrimonio civil (1888). Fue en esa década de 1880 cuando comenzó a romperse el consenso, hasta entonces ampliamente extendido, respecto de la función civilizadora del cristianismo en general y del catolicismo en particular. A partir de entonces se dejaron oír, incluso en el seno de los gobiernos, voces anticlericales e incluso anticatólicas, como la del ministro de Jus ticia, Culto e Instrucción Pública y luego ministro del Interior, Eduardo Wilde, o la del diputado Andrónico Castro. El último subperiodo, que corre entre 1888 y 1916, es el más extenso y se caracterizó por el establecimiento de un tácito “pacto laico” que llevó paz a las relaciones de los gobiernos con las jerarquías eclesiásticas. En ese momento crepuscular del cambio de siglo las élites dirigentes -incluidas las eclesiásticas- temieron las consecuencias potencialmente disolventes para la “identidad nacional” de la inmigración masiva y la amenaza para la “paz social” de las posturas “maximalistas”: en esos años hubo un incremento de las huelgas, se crearon organizaciones sindicales y partidos de izquierda y se realizaron algunos atentados anarquistas. Ganó consenso entonces la idea de que cualquier avance significativo en el proceso de laicización reportaría escasos beneficios -o ninguno- para quienes gobernaban el país y la Iglesia, que se verían a la vez privados de las ventajas que proporcionaba el mutuo apoyo. Sin embargo, en contraste con ese acuerdo nunca explicitado, el periodo se caracteriza también por una presencia más nutrida, en el ámbito parlamentario, de voces anticlericales de librepensadores y socialistas que bregaron por dar continuidad al proceso de laicización de las estructuras públicas hasta alcanzar la anhelada -y nunca concretada- separación jurídica de la Iglesia y del Estado.7

El artículo se divide en tres parágrafos. El primero rastrea la idea del carácter irrefrenable e irreversible que para muchos hombres públicos de la época revestían los avances de lo que llamaban “secularización” y hoy denominamos laicidad. El segundo trata de reconstruir cómo veían esos hombres el conexo proceso de diversificación cultural y religiosa que experimentaba la sociedad, en buena medida provocado por la masiva afluencia de inmigrantes europeos. El último analiza los contenidos que dieron a dos conceptos clave vinculados con la cuestión religiosa: el de soberanía y el de democracia.

El horizonte de la laicidad

Entre los hombres que gobernaron la Argentina a partir de 1862 existió un amplio consenso respecto de que el mundo exterior era una suerte de campo de batalla en el que se enfrentaban ideas filosóficas y religiosas contrapuestas. Para algunos de ellos se trataba de un combate entre el catolicismo y sus enemigos, hermanados en una suerte de alianza de perversa inspiración; para otros, de una disputa entre corrientes espiritualistas y materialistas; para otros aún, de la lucha entre la teocracia ultramontana y la democracia republicana, entre la opresión espiritual y la libertad de conciencia. Expresa esa percepción de un mundo atravesado por los conflictos religiosos el informe del Departamento de Culto de 1867, en el que el ministro juzgaba inminente el desenlace “de la antigua lucha entre la Iglesia y el Estado”, que había llegado ya a las puertas del Vaticano y terminaría de separar los asuntos temporales, privativos del Estado, del ámbito propio de las conciencias, que debía haber sido siempre, decía, el único dominio de la Iglesia. Según el funcionario, se trataba de un capítulo más, aunque definitorio, de una disputa que había comenzado con la reforma protestante, base de la sociedad moderna y madre de la libertad de conciencia y de todas las demás libertades.8 Esa idea del carácter agonal de lo que ocurría en el mundo fue afirmándose a partir de la caída de Roma en manos del Reino de Italia y a la luz de otros acontecimientos europeos y americanos.

Sin embargo, hasta la década de 1880 esa percepción se aunaba con la idea de que la intolerancia que animaba esos conflictos, que en otras latitudes daban lugar a choques tal vez violentos, era ajena a la idiosincracia nacional. La feliz ausencia de una “cuestión religiosa” en el país era el resultado del espíritu de tolerancia que prevalecía en la sociedad argentina, tradicionalmente refractaria a los “fanatismos”. Ello explicaba el hecho de que nunca hubiese existido en el país un partido confesional: los “católicos”, solía observarse, militaban en todas las fuerzas políticas a la par de los “liberales”, tanto en el oficialismo como en la oposición. La virtud que más valoraban las élites gobernantes en ese plano era la “moderación”, enemiga de los “fanatismos” de cualquier signo. Así, en 1865 el Poder Ejecutivo consideraba digno de mención el hecho de que los obispos argentinos no hubiesen solicitado el exequatur para el Syllabus, documento que el gobierno juzgaba contrario a los principios de la civilización moderna consagrados por la Constitución, a la vez que expresaba su confianza en que los prelados obrasen con prudencia para evitar los problemas que se habían producido en otros países a raíz de la publicación de ese documento.9 Pocos años más tarde, entre las razones del presidente para elogiar al arzobispo de Buenos Aires, recientemente fallecido, figuraban “su piadosa prudencia y la acreditada discreción que siempre le distinguieron en sus relaciones con el Gobierno, [que] han contribuido en mucho á que estas se mantuvieran pacíficas, evitando así conflictos violentos y perturbaciones que han sido tan subversivas en otras naciones Sud-Americanas”.10 De acuerdo con ese ideal de la “moderación”, los gobiernos debían mantener el equilibrio entre los mandatos constitucionales de “sostén del culto católico” y del patronato, por un lado, y de la libertad de cultos por el otro.11 La política del Estado debía tender a una armonía saludable entre liberalismo y religión. Frente a las pujas entre liberales y católicos, decía el ministro Eduardo Wilde en 1886, el gobierno había seguido la vía de la moderación. La fórmula argentina para garantizar “el progreso de la civilización” era “no apresurarse demasiado ni quedar muy atrás en el movimiento progresivo de las ideas dominantes en el mundo”. De allí que “mientras que los fanáticos acusan á la administracion actual como enemiga de la religion […], los ultra liberales la acusan á su vez de timorata y de indecisa, señalando como una falta el haberse detenido en la série de medidas que parecia iniciarse”.12

Desde ese punto de vista, las leyes que prescribían la “secularización” de determinadas esferas de actividad o de determinadas instituciones eran pasos que realizaban gradualmente la separación jurídica de la Iglesia y del Estado. Ninguna ley había sido más benéfica para el país que la que había garantizado en 1825 la libertad de cultos, a la que los constituyentes de 1853 habían dado estatus constitucional en la Carta Magna. Así, en 1867 el ministro podía afirmar que el decreto del Poder Ejecutivo que había suprimido la intervención de la autoridad eclesiástica en la inhumación de los cadáveres era el último paso del progreso. Uno nuevo se lograría cuando se eliminasen las trabas que ponían los obispos a los matrimonios entre personas de distintas creencias. El gobierno, sin embargo, seguiría garantizando los derechos que preveía la Constitución para la Iglesia católica -el “sostén” del culto católico- y para los habitantes del país -la libertad de cultos- mientras no se alcanzase la reforma que instituiría, por fin, el Estado libre y la Iglesia libre.13

Fue durante la coyuntura conflictiva de los debates en torno a las “leyes laicas” cuando muchos juzgaron que había llegado al país esa batalla que hasta entonces había observado a la distancia. En la memoria anual del Departamento de Culto de 1884 Wilde dijo que, si bien “las discusiones y las guerras religiosas no son conocidas entre nosotros” y “hasta hace muy poco tiempo ningún antagonismo que tuviera por base las opiniones religiosas se había dejado sentir”, los gestos de desobediencia de la jerarquía eclesiástica a la acción del gobierno trasladaban a la Argentina las luchas que se libraban en el resto del mundo.14 Lo que se dirimía en esa contienda, dijo, era el deslinde entre “lo que en la vida de las sociedades pertenece á la conciencia interna en materia de creencias y lo que pertenece á los deberes y derechos de los ciudadanos en su condicion política”.15 Ese mismo año, en la Cámara de Diputados, Delfín Gallo afirmó que no había “razon de ningun género para que nosotros escapemos al espectáculo que nos presentan las otras naciones católicas del mundo; no hay razon de ningun género para que escapemos á esas convulsiones que agitan á Francia, á Bélgica, á Italia y que han conmovido el poder mismo del Imperio Aleman”. La que se había iniciado en la Argentina “es una lucha grave, es una lucha trascendental, que está destinada á conmover á nuestra jóven sociedad por largos y difíciles años”.16 Según Wilde, que intervino más tarde en la misma sesión, el problema “apenas […] se ha esbozado: apenas los contornos están dibujados, como decia el Dr. Gallo”; la “marea” que había comenzado en Europa debía creerse “que […] ha de llegar á nosotros, y que nos hemos de ver envueltos en ella”. Bien podía ocurrir “que la cuestion dure diez, veninte ó treinta años”. Ella no había sido “inventada por nosotros; mas bien hemos tratado de eludirla, empleando medios anodinos, si se me permite la expresion, para retardarla todo lo posible”.17 El camino de la moderación había conducido a un callejón sin salida.

Si la guerra había llegado a la Argentina, era porque parte de las jerarquías eclesiásticas y del clero habían abrazado el ideario ultramontano. Aunque a menudo los anticlericales juzgaban la voluntad teocrática como inherente al catolicismo, o bien la consideraban una expresión más de la tendencia propia de todo poder absoluto a expandirse y sojuzgar a los demás poderes -y en ese sentido podía rastrearse a lo largo de la entera historia del cristianismo, de Constantino en adelante-, veían en el ultramontanismo la punta de lanza de una ofensiva inédita en su afán por sojuzgar al poder civil. Para ello la Iglesia había reforzado de manera inédita el poder papal: “jamás, en teoría, ha estado la cabeza del catolicismo en posesion de mas ámplias é ilimitadas facultades y, como coronamiento del edificio, el último Concilio Ecuménico reunido en Roma ha declarado artículo de fé su Infalibilidad”, decía el ministro Wilde en 1884.18 Al ultramontanismo se refería también Delfín Gallo, ese mismo año, cuando llamó a resistir las “teorías funestas que principian á hacer tanto camino en la República Argentina”.19

Con todo, se hallaba bastante difundida la convicción de que, por denodados que fueran los esfuerzos de los ultramontanos, su derrota en el largo plazo era ineludible. Subyacía a los discursos de los “liberales” la idea de una marcha ineluctable hacia la separación de los poderes temporal y espiritual que el futuro argentino se encargaría de desmentir. En 1869 el diputado José Mármol, al referirse a una eventual separación de la Iglesia y del Estado, no trepidó en afirmar que “en ese camino vamos y á ese punto hemos de llegar para bien de la iglesia y del Estado”.20 En 1876 esa fe en la inevitabilidad de la separación le hizo decir a Delfín Gallo que los constituyentes de 1853, al negarse a declarar al catolicismo religión oficial, habían dado “el primer paso hácia lo que tiene que venir mas tarde ó mas temprano, en todos los pueblos libres, porque es condicion impuesta por la civilizacion moderna: la separacion de la Iglesia y del Estado”.21 En esa misma línea, en 1884 el ministro Wilde ofreció a los diputados su singular visión de la historia humana, que la consideraba una alternancia de periodos de teocracia y de etapas signadas por la diferenciación de lo temporal y lo espiritual. “Estamos ahora”, explicaba, “en una espansion, en una distincion neta de las dos ideas”. Aunque no podía afirmar con total certeza que no volviese a “hacerse otro todo”, estaba convencido de que en el largo plazo el “progreso” no se detendría y de a poco iría socavando las barreras que le oponía la religión. De hecho, el cambio de confesión religiosa había dejado de ser un acto degradante.22 Según decía el procurador de la Nación Eduardo Costa ese mismo año,

[…] el progreso irresisitible de las ideas liberales, y la marcha incesante de la democracia, que nada ni nadie puede detener, garantizan de una manera inequívoca que en un povenir, acaso no muy remoto, esta separacion [de la Iglesia y del Estado] será la ley universal de las naciones y pondrá término, de una vez para siempre, á estas cuestiones enojosas y depresivas de una y otra autoridad.23

Esos cambios eran ineluctables porque escapaban, en cierta medida, a la voluntad de los hombres: eran consecuencia del desarrollo económico, de la urbanización, de las innovaciones en materia de comunicaciones y de medios de transporte, que permitían la circulación de ideas y personas a velocidades inauditas. Según Wilde, había “una correlacion íntima entre los fenómenos industriales, por ejemplo, y los fenómenos que afectan las pasiones”. Así, “cuando el número de industrias, cuando el número de ciencias, cuando el desenvolvimiento de éstas y de las artes no habian aún tomado el vuelo que actualmente tienen en el mundo, la imaginacion del hombre se concretaba á otros puntos, y sus aspiraciones se llenaban de otra manera”.24

En ese sentido, es significativa la proliferación, en muchos de los discursos de la década de 1880, de menciones al “orden natural” y a la marcha de la “naturaleza”, características de la perspectiva biologicista por entonces tan en boga. En el caso de Wilde, su formación en medicina constituye un dato no menor. Votasen como votasen las cámaras, los hechos conducirían más temprano que tarde a la laicidad (si bien no se usaba aún el sustantivo, el adjetivo “laico” comenzó a aparecer durante los debates de esa década en referencia a la educación y al matrimonio), porque “las cosas se verifican en virtud de leyes naturales, físicas ó morales, y las mismas decisiones de las Cámaras no son sino el resultado de una funcion social; son impuestas por las condiciones de progreso de cada situacion política”.25 De allí que un tópico de discusión recurrente fueran las relaciones entre ciencia y religión: mientras los “clericales” afirmaban su coexistencia armónica, los “liberales” contraponían la ciencia, que por definición progresaba, a una religión que era inmutable desde el momento en que lo eran sus dogmas.

La fe en ese futuro que nunca fue no se debilitó ni siquiera en los contextos más adversos: a comienzos del nuevo siglo, a pesar del tácito “pacto laico” que había consolidado la armonía de las relaciones Iglesia-Estado, la separación jurídica seguía representando el horizonte de expectativas y no faltaban quienes la juzgaban cercana: en 1908 el diputado Felipe Guasch Leguizamón afirmó que el clero se estaba preparando para la separación porque la consideraba inminente.26 En 1914 el diputado socialista Juan B. Justo creía “ineludible” la separación “entre la Iglesia más difundida en el país y el Estado argentino”.27 Las tentativas que cada año realizaban los diputados socialistas por eliminar o al menos reducir el presupuesto de culto eran concebidas como acciones tendientes a lograr la ansiada separación.

El horizonte de la secularización social

Mientras a juicio de los “liberales” los Estados modernos libraban esa guerra sin cuartel contra la teocracia que ineludiblemente verían coronada por la victoria, las sociedades avanzaban, también ineludiblemente, hacia la pluralización cultural y religiosa. En ese sentido, las veleidades teocráticas de los ultramontanos no sólo cotradecían neciamente la ley histórica que prescribía la separación definitiva de lo temporal y lo espiritual, sino también la que disponía el fin a los regímenes de unanimidad religiosa, ya heridos de muerte. De acuerdo con esa ley, la uniformidad religiosa de los argentinos se iría disolviendo progresivamente, y la sociedad tradicional sería reemplazada por una sociedad nueva, moderna, caracterizada por la diversidad. En el caso argentino, ese destino se vería acelerado por la afluencia masiva de inmigrantes oriundos “de las naciones del norte de la Europa”.

En la década de 1860 había consenso en que la pluralización era un horizonte previsible pero lejano, y por ello quienes consideraban deseable la separación de la Iglesia y del Estado juzgaban necesario aguardar “la evolución de la opinión pública”. Es el caso del diputado Cleto Aguirre, quien en 1868 afirmaba que el Congreso sólo podría dictar una ley que reglamentase las relaciones entre la Iglesia y el Estado “despues de dejar trans currir algun tiempo para que la opinion se uniformase sobre este asunto tan delicado”.28 Al año siguiente su colega José Mármol decía que, aunque hacía “muchos años” que “toma[ba] cuerpo, […] se encarna[ba] en la parte intelijente de la sociedad, la idea [de] separar la Iglesia del Estado”, era necesario esperar a que esa idea terminara de arraigar en la opinión pública. Mientras tanto, decía resignado, habría “que sufrir las consecuencias de una mala disposicion de nuestra Constitucion”.29 La fórmula alberdiana de la “república posible” como transición hacia la “república verdadera” tenía como correlato el pasaje de un orden constitucional pensado para una sociedad casi unánimemente católica hacia otro adaptado a una sociedad plural.

Los “clericales” no albergaban duda alguna respecto de que los argentinos eran católicos en su totalidad o en su abrumadora mayoría. Quienes no pertenecían a la comunión católica, los miembros de las “sectas disidentes”, eran por definición extranjeros. Así, en 1881 el católico Manuel Pizarro, por entonces ministro a cargo del Departamento de Culto, afirmó que la Constitución de 1853 había “…hermanado […] los nombres de Arjentino y de Católico, fundiendo en un solo molde la comunion política y la comunion relijiosa del pueblo”. Los constituyentes habían “buscado en la nacionalidad y el bautismo del Jefe de la Nacion, en su patriotismo y en su credo, la garantia de sus propósitos, al ligar perdurablemente con el vínculo de una misma ley la relijion y la patria de los arjentinos”. Para Pizarro el propósito fundamental de la Carta Magna había sido “mantener la unidad relijiosa del pueblo en medio de la libertad civil de cultos, garantida á la conciencia individual de los habitantes de la República […] respondiendo con sabiduria á conveniencias permanentes de órden político y bienestar social”.30 Como se puede advertir, para Pizarro, como para otros hombres que comulgaban con sus ideas, la “libertad civil de cultos” que garantizaba el respeto de la “conciencia individual” era un derecho de los “habitantes” (categoría a la que pertenecían los extranjeros), mientras que el “pueblo” permanecía aferrado al catolicismo. Dos años más tarde, el diputado Emilio Alvear dijo que las iglesias no católicas “[…] son Iglesias estrañas; […] son cultos extranjeros”.31

Con todo, la idea de que la mayoría de los argentinos era católica fue objeto de cuestionamientos cada vez más frecuentes a partir de la década de 1870. En 1874 el diputado Martín Ruiz Moreno advirtió a sus colegas que era ya considerable el número de extranjeros “que no piensan como nosotros los católicos”.32 En la década siguiente, que se caracterizó por el mayor nivel de enfrentamiento en torno a la cuestión de la laicidad, las alusiones a la diversificación religiosa arreciaron: en 1887 Andrónico Castro afirmó, refiriéndose a la Constitución de 1853, que “en aquellos tiempos era católica la mayoría, que no lo es ahora”.33 Un año más tarde fue más lejos, al poner en duda que incluso “en aquellos tiempos” la sociedad fuese todavía católica en su mayor parte.34 En 1888, el proyecto de ley de matrimonio civil decía tomar en cuenta “el creciente aumento de inmigración europea” y que “muchos habitantes de la República, o no tienen en el país sacerdotes de la comunión a que pertenecen, para que bendigan su unión, o no profesan culto externo alguno, creyendo en Dios y adorándolo como autor de lo creado.35 En esa misma década, los dictámenes referidos a cuestiones religiosas del procurador Eduardo Costa hablan de la supuesta pérdida de las creencias y de una presunta crisis de la autoridad eclesiástica: en 1884 decía constatar un “debilitamiento del sentimiento religioso” y una progresiva limitación del poder eclesiástico provocados por “la acción irresistible del tiempo”. Costa consideraba no sólo “posible”, sino “mas bien probable”, que en el futuro “la mayoria de la Nacion llegára á no profesar el culto católico”.36 En definitiva, como afirmaba la memoria ministerial de 1886, “[…]el pueblo argentino, [aun] sin la accion de los gobiernos y sin la formacion de asociaciones innovadoras, irá forzosamente á donde han ido las demás naciones de la tierra, cualquiera que sea el esfuerzo del Poder eclesiástico para impedir la consumacion de los hechos, que son una imposicion de la historia”. Por eso el gobierno consideraba preciso evitar “adelantarse á las épocas” y respetar “las leyes históricas que son las que dirijen el mundo”.37

A comienzos del siglo XX esas dudas devinieron en certezas. Numerosas voces en el parlamento argentino aludieron a los cambios, supuestamente irreversibles, que había comportado el proceso de secularización en curso durante los últimos decenios, entre ellos la privatización de la religión. En 1907 el diputado Antonio Piñero observó que

[…] en el sentido sociológico, los pueblos no pueden ser ya religiosos de una manera uniforme. La religión es una cosa individual, que, como dice Renan, mira la conciencia de cada uno, que cada uno practica como puede y como quiere. La religión del estado ha sido reducida por el progreso á una engañosa formalidad. Actualmente, gracias a la civilización y á las prescripciones de nuestra carta fundamental misma, se puede y se debe ser argentino, como se puede ser alemán, inglés ó ruso, siendo [in]distintamente católico, protestante ó israelita ó sin tener ningún culto.

El “signo más característico e inequívoco del progreso moderno”, agregó, era “la rapidez de las comunicaciones que ha transformado la humanidad en todas las zonas civilizadas del globo en un vasto torbellino que mezcla todos los focos de vida civilizada en un día, en una hora, hombres de todas las religiones y de todas las razas!”.38 Al año siguiente agregó que ya no había pueblos católicos o protestantes, “porque así es la civilización actual, porque las masas no son religiosas de una manera uniforme: no hay pueblos católicos ó protestantes, porque la religión es hoy una cosa individual, que mira a la conciencia de cada uno y que cada uno practica como quiere ó como puede”.39 En 1914 el diputado socialista Nicolás Repetto adujo que el progreso de la ciencia y de la crítica científica había debilitado enormemente “el prestigio público de las religiones”, que tendían a

[…] transformarse cada vez más en una preocupación íntima, particular de la conciencia; y a medida que la ciencia progresa, el sentimiento religioso se esfuma, no diría para desaparecer completamente, sino para transformarse en una cosa nueva. Y esa cosa nueva […] es el sentimiento de la solidaridad humana, que va a reemplazar todas esas viejas preocupaciones que, no lo niego, han podido aliviar y hasta alegrar la vida de muchos hombres de espíritu débil y de corazón sensible.40

Como hemos dicho, año a año los diputados socialistas pedían la eliminación del presupuesto de culto aduciendo la diversidad religiosa de la sociedad argentina. En 1914 Alfredo Palacios dijo que el pueblo estaba “compuesto de hombres de diversas creencias y muchos de ninguna”, y para demostrarlo trajo a colación la caída de los matrimonios religiosos celebrados en Buenos Aires en 1912, que habían sido sólo 4 813 de los 10 310 que se habían concretado en el registro civil: “parece, pues, constatado que el pueblo se desvincula de la iglesia”.41 Incluso el arzobispo de Buenos Aires admitía la disminución de los matrimonios religiosos, aunque la consideraba menos abrupta de lo que se decía.42 En 1916 Antonio de Tomaso afirmó que no era cierto que la sociedad seguía siendo católica: en el censo nacional de 1895 se habían tergiversado los datos partiendo del supuesto “de que todo habitante tiene religión y que todo aquel que no confiesa una religión determinada profesa el culto católico”. El resultado era que sólo 20 000 personas figuraban como no católicas, lo que a todas luces era erróneo. El último censo nacional, agregó, había renunciado a “averiguar ese estado del espíritu público en materia de religión”. El dato habría sido importante, “sobre todo después de la campaña que se había iniciado en el país, por obra nuestra, a favor de la separación de la iglesia del estado”. Si se lo había “pasado por alto”, había sido “deliberadamente”. De hecho, cada vez eran más numerosos los matrimonios civiles que no eran complementados con el sacramental, que en la ciudad de Buenos Aires rondaban apenas el 50 por ciento.43

Religión, soberanía, democracia

La cuestión de la laicidad se vinculaba estrechamente a las disputas en torno al concepto de soberanía, cuestión relacionada a la vez con el problema del origen del poder, que los católicos -no sin ambigüedades e importantes excepciones- identificaban con Dios. La encíclica Inmortale Dei (1885), por ejemplo, afirma que

[…] el poder público, en sí mismo considerado, no proviene sino de Dios. Sólo Dios es el verdadero y supremo Señor de las cosas. Todo lo existente ha de someterse y obedecer necesariamente a Dios. Hasta tal punto, que todos los que tienen el derecho de mandar, de ningún otro reciben este derecho si no es de Dios, Príncipe supremo de todos. “No hay autoridad sino por Dios”.44

Esa afirmación vinculaba la legitimidad del poder secular al respeto de la ley natural y divina, y en consecuencia su sujeción, en múltiples aspectos, a la autoridad de la Iglesia. Aunque la encíclica no lo dijera explícitamente, sugería que el gobierno de las almas y de las cosas “eternas” era más elevado, en términos de “excelencia y nobleza”, que el gobierno de las cosas meramente “temporales”. Si Iglesia y Estado eran “dos sociedades, dos poderes”, su relación era análoga a la que mediaba en el hombre entre el alma y el cuerpo, de modo que aunque “ambas potestades son soberanas en su género”, esos “géneros” no eran de igual jerarquía.45 Esa afirmación del origen divino del poder, a diferencia de cuanto ocurría con las monarquías absolutas de antiguo régimen, no liberaba al gobernante de la sujeción a otra autoridad humana, sino todo lo contrario: condicionaba su acción de gobierno, al imponerle el respeto de un derecho natural y divino del que la Iglesia era el único posible intérprete.

Esa postura acerca del origen del poder presentaba varios problemas. El primero es obvio: si el poder provenía de Dios no residía en el pueblo, como afirmaba el artículo 33 de la Constitución, introducido a partir de la reforma de 1860. Aunque siguiendo la obra de ciertos autores -como el jesuita Francisco Suárez- pudiera razonarse que el poder, si bien provenía originalmente de Dios, de modo inmediato procedía del pueblo, la visión católica chocaba con la idea de la soberanía del pueblo tal como se la concebía desde el siglo XVIII. Por otro lado, la postulada “soberanía espiritual” de la Iglesia contradecía la idea moderna de la unicidad de la soberanía y del Estado como su detentor exclusivo. En ese sentido, se trataba de la confrontación entre la idea de la soberanía única y la noción de una soberanía doble que, desde la perspectiva de la primera, suponía un absurdo. Mientras la idea de la unicidad de la soberanía conducía a una necesaria subordinación de la Iglesia dentro de un esquema galicano o bien, en línea de máxima, a la separación de ambas entidades dentro de un esquema liberal, la idea de la doble soberanía comportaba una mera autonomía de lo temporal respecto de lo espiritual, según la cual, en caso de conflicto, los católicos debían “obedecer a Dios antes que a los hombres”.46

De allí que las alusiones al nexo entre religión y soberanía sean sumamente numerosas en la documentación de la época. Los defensores de las prerrogativas del Estado suscribían afirmaciones como las de Carlos Juan Rodríguez al presentar el proyecto de ley de matrimonio civil en el Senado: “nuestra soberanía no es súbdita de nadie en la tierra; ella tiene su origen en el pueblo y el pueblo tiene este Sinaí para expresar su voluntad soberana, que sale en forma de leyes, para cumplirse dentro del territorio de la Nación, con toda la eficacia que ellas revisten!”.47 La alusión al monte Sinaí, que remite a la entrega de las tablas de la ley a Moisés, es interesante porque subraya el carácter supremo de la ley civil. Por su parte, los legisladores católicos, en su carácter de “representantes del pueblo”, debían hacer verdaderos malabares retóricos en las discusiones a que daba lugar esta cuestión en las cámaras. A diferencia de los publicistas, que manifestaban libremente sus ideas en la prensa periódica confesional, no podían cuestionar la soberanía popular sin socavar a la vez su propia legitimidad como miembros del Congreso. Ilustra los alcances de esa contradicción el hecho de que Manuel Pizarro, en 1888, terminara por caer en un absurdo que sus colegas no le dejaron pasar: la soberanía sin dudas es única, dijo, pero se “bifurca”.48

Por otro lado, esa afirmación ultramontana ponía problemas a la democracia, puesto que implicaba la desigualdad de derechos políticos y religiosos de católicos y no católicos. Al igual que en el caso de la soberanía, “clericales” y “liberales” concebían la democracia de manera muy diferente.49 Si bien compartían la idea tocquevilleana de que las “aspiraciones democráticas” iban in crescendo en todo el mundo -al menos en el “mundo civilizado”- y que la política debía adaptarse a ellas, a partir de allí prevalecían los desacuerdos. Para muchos católicos la democracia consistía en ajustar la legislación -al menos la referida a la religión- a la idiosincrasia del “pueblo”, que en su opinión conservaba íntegra la fe católica. Imponerle a ese pueblo esencialmente católico -o católico en su abrumadora mayoría- una legislación “anticatólica” constituía un atentado contra la democracia. Así, en 1884 Pizarro denunció en el Senado los ardides de una minoría que trataba de “imponerse á la voluntad soberana de la Nacion” y era por ende antidemocrática.50 Para el diputado Tristán Achával, la democracia implicaba proteger las creencias de la mayoría: “la fórmula democrática para determinar la verdad y la justicia, es tener en cuenta la mayoría misma de los habitantes del pueblo”, de allí que “…es conveniente e indispensable, según la ley de la democracia, que el Estado tenga por verdad religiosa, las verdades religiosas de la comunidad que forma la mayoria”.

Frente a la verdadera “democracia” se erigía el Leviatán de la “estatocracia”, contra la cual Achával esgrimió argumentos que podrían haber suscrito los más acérrimos liberales. En su opinión, en efecto, la democracia era la defensa de los derechos individuales frente al poder despótico del Estado: “esta es una de las conquistas, de los principios modernos: el sagrado de los derechos individuales”. En el mundo pagano, argumentó, el ciudadano primaba sobre el hombre. “Pero viene al fin, lo que tenemos el derecho de llamar la nocion americana, y el hombre prima sobre el ciudadano[…]” Así, la religión católica debía defenderse en nombre de “una de las conquistas de la democracia moderna”, que era “la garantía de los derechos individuales, contra el Estado, y contra todo poder que pretenda desconocerlos”. El desarrollo de esa postura conducía a Achával a razonamientos sorprendentes: el Syllabus, en su opinión, era la garantía de “la libertad política de conciencia” del individuo, desde el momento en que implicaba un freno a la “estatocracia”. Es significativo que en este caso la libertad de conciencia, reconocida como principio de la democracia, se esgrimiese en defensa de los derechos de los católicos frente al Estado “laicista”. Siguiendo esa línea argumentativa se llegó al extremo de afirmar que el respeto de la democracia exigía que todos los maestros de las escuelas estatales fuesen católicos.51

Para sus adversarios, en cambio, la democracia consistía en un régimen que resguardase los derechos de las minorías. De allí que algunos legisladores -podemos citar como ejemplo a Andrónico Castro- viesen en la “teocracia” ultramontana una amenaza a la “democracia”.52 Desde esta perspectiva, la desigualdad religiosa que prescribía la Constitución en su artículo segundo -el sostén del culto católico- era contraria a la democracia, al tiempo que le era favorable la libertad religiosa establecida en el artículo decimocuarto. Mientras los “católicos” consideraban que ese artículo obligaba a la mera “tolerancia” de los “cultos disidentes”, y en tal sentido era perfectamente democrático, sus adversarios concebían la democracia como defensa de la libertad de conciencia individual. De allí que en 1884 el procurador de la nación Eduardo Costa observase que una religión de Estado era incompatible con la democracia.53 La frecuente denuncia de que quienes profesaban otros cultos -o no profesaban ninguno- tenían que financiar con sus impuestos a la Iglesia católica nacía de esta concepción liberal de la democracia. Así, por ejemplo, en 1916 el diputado socialista Antonio de Tomaso, en línea con esa tradición argumentativa que hundía sus raíces en el profundo siglo XIX, lamentó por enésima vez que por medio del presupuesto de culto se cometiese la injusticia de obligar a quienes profesaban otros cultos y a los no creyentes a financiar a la Iglesia. El fundamento de esa denuncia no era sino la postura liberal del respeto de las minorías: “bastaría [para que se justificase la eliminación del presupuesto de culto] que hubiera un solo hombre en el país que no practicara ni sintiera ni diera ningún valor al culto católico”.54

La democracia de los “liberales” implicaba el respeto de una diversidad religiosa que algunos consideraban un dato del presente y otros una promesa futura, que unos creían un deber resguardar y otros consideraban necesario estimular. Al igual que en el caso de la laicidad, el problema de la democracia se relacionaba con maneras diferentes de concebir el acto de legislar: mientras para los “católicos” las leyes debían inspirarse en la supuesta homogeneidad católica de los argentinos, para algunos “liberales” las leyes permitirían moldear la sociedad futura. Como en la fórmula alberdiana de la república posible y la república verdadera, la democracia era una realidad en construcción que alcanzaría su perfección en el futuro. Así, para el diputado Antonio Piñero, en 1908, el Congreso debía legislar con vistas a “las necesidades del crecimiento de los pueblos” e incidir mediante las leyes en la “intensa elaboración de donde surgirá el ciudadano argentino de la democracia del siglo XX”.55

Epílogo

Los hombres que gobernaron la Argentina entre su unificación en 1862 y el fin del orden conservador en 1916 compartieron una viva consciencia de que el país y el mundo estaban transitando por cambios profundos en el orden religioso. Muchos de ellos abrigaban, además, la certeza de un futuro caracterizado por la consagración de formas más perfectas de participación ciudadana en la vida política -la democratización- y por una creciente pérdida de peso de las tradiciones, marginadas por el progreso de la ciencia y por el debilitamiento de las “religiones positivas”. Otros identificaron en el catolicismo un rasgo esencial de la identidad argentina y vieron en los modestos avances de un mínimo programa de laicización del Estado -las “leyes laicas” de la década de 1880- un plan urdido por una minoría para intentar descatolizar al país. La ambigua fórmula constitucional de 1853, que aunaba el “sostén del culto católico” y el patronato nacional a una irrestricta libertad religiosa, podía ser utilizada por unos y otros, poniendo el acento en uno u otro artículo del texto.

Es muy difícil catalogar a esos hombres como “liberales” y como “católicos”, como a menudo se ha hecho.56 En un país en el que la religión en raras ocasiones se transformó en un clivaje político y en el que los católicos militaban en todos los partidos, esas identidades en muchos casos no fueron muy claras, y cuando lo fueron no lograron gran influjo en el orden político. Fue en la década de 1880, en el contexto de los debates en torno a las “leyes laicas”, cuando la cuestión religiosa dividió a esas élites en dos “partidos” que midieron fuerzas en las calles y en las cámaras. Pero dejando de lado a los contados adalides de ambas posturas, el grueso de los legisladores se limitó a escuchar los discursos y a dar su voto a favor de una u otra postura. La dirección hacia la que se dirigió el resultado de esas votaciones fue la de una moderada laicidad que dotó al Estado de los instrumentos mínimos para gobernar un país en rápido crecimiento, que recibía año a año crecientes flujos inmigratorios provenientes de Europa. La para muchos anhelada, para otros temida y tantas veces declamada separación de la Iglesia y el Estado fue en la Argentina el futuro que nunca llegó.

La caja de herramientas conceptuales con que esos hombres intentaron interpretar los tiempos que vivían y los futuros que esperaban incluía vocablos como secularización, laico, democracia, soberanía, ultramontanismo, teocracia, liberalismo, progreso, civilización, entre muchos otros. Según hemos visto, la cuestión religiosa dotó de marcadas diferencias a los contenidos de algunos de esos conceptos. “Secularización” fue el nombre que dieron a las tímidas políticas públicas tendentes a absorber ciertas funciones e instituciones otrora controladas por la Iglesia, combinado con el uso del adjetivo “laico” para calificar aquello que quedaba libre de la intervención eclesiástica. Esas políticas fueron juzgadas de diferente manera: mientras unos las consideraron un ajuste institucional necesario para modernizar al país y adecuarlo a la marcha inexorable de la historia y a una enigmática ley del progreso -asimilada a veces a las leyes de la naturaleza y del decurso de la humanidad, no sin connotaciones biologicistas-, quienes defendieron las posturas eclesiásticas las juzgaron obra de gobiernos impíos controlados por minorías extranjerizantes. Una minoría “antidemocrática”, que se arrogaba el monopólico ejercicio de la soberanía del pueblo, intentaba imponerle su voluntad a la mayoría católica.

Los conceptos de soberanía y de democracia se vieron involucrados en esos debates. Desde el punto de vista de los “liberales”, la Iglesia no podía ser soberana, porque reconocerle tal carácter habría implicado aceptar la existencia de dos soberanías, lo que constituía a sus ojos un absurdo. Ni siquiera cuando se afirmase la naturaleza “espiritual” de esa supuesta soberanía eclesiástica, como hacían los “clericales”. Éstos se vieron frente a la necesidad de evitar, al menos en sede parlamentaria, afirmaciones que pudieran juzgarse contrarias al texto constitucional -que declaraba el origen popular de la soberanía, es decir, su unicidad- y defender a la vez la postura ultramontana de la soberanía espiritual de la Iglesia. La expresión más clara de esa contradicción probablemente sea la afirmación de Manuel Pizarro de que la soberanía es única, pero se bifurca. De allí la escasez de menciones, en los debates parlamentarios, de la idea del origen divino de todo poder. Los variados contenidos de los conceptos, como se sabe, no siempre escapan a los condicionamientos políticos. Esa idea del origen divino del poder, con todo, era bastante novedosa: no era ya el principio de las monarquías absolutas que reclamaban total independencia respecto de cualquier otro poder humano, sino una noción que restringía los márgenes de maniobra de los gobernantes al vincular su legitimidad al respeto del derecho natural y divino, del que la Iglesia se autoproclamaba única intérprete.

El significado del concepto de democracia también fue muy diferente entre ultramontanos y “liberales”. Para los primeros significaba el respeto por la voluntad de la mayoría del país, presuntamente fiel a la fe y a las tradiciones católicas. Para los segundos, se trataba de garantizar el respeto de las minorías, fueran “disidentes” o no pertenecientes a ninguna confesión religiosa. Por eso quienes rechazaban las posturas de los “clericales” solían ver en el ultramontanismo una amenaza para la democracia, que en materia religiosa representaba lo opuesto a la “teocracia”. La democracia era para ellos una obra en construcción, una aspiración que alcanzaría su realización en el futuro. La historia conducía a la separación de lo temporal y lo espiritual, y por ende a la de la Iglesia y el Estado, pero también a una progresiva pérdida de la capacidad normativa de las “religiones positivas” y a un debilitamiento del poder eclesiástico. La “teocracia ultramontana”, en ese sentido, era el resabio de un pasado que ineluctablemente sería superado por las solas leyes de la historia. La democracia, en esa acepción tocquevilleana del término, era un fenómeno que emanaba de la sociedad misma -las “aspiraciones democráticas”- y al que debía ajustarse progresivamente toda legislación. Es esa interpretación del concepto la que sostienen funcionarios como Eduardo Costa en su calidad de procurador en la década de 1880, algunos legisladores anticlericales -como Andrónico Castro- y los diputados socialistas que a comienzos del siglo XX reclamaron adecuar las leyes a un proceso de emancipación social respecto de la religión que se encontraba en marcha y que advertían en la caída de los casamientos religiosos.

En las postrimerías del orden conservador, las frecuentes denuncias en sede parlamentaria de la inadecuación de la legislación a esos cambios, las embestidas contra el presupuesto de culto y la reiterada manifestación del anhelo de separación de la Iglesia y el Estado se dieron de bruces contra la realidad del “pacto laico”: el tácito modus vivendi que establecieron a partir de 1890 quienes llevaban en última instancia las riendas de la política del Estado y las jerarquías eclesiásticas. Julio Argentino Roca, que durante su primera presidencia (1880-1886) había promovido las “leyes laicas” y había expulsado al nuncio por intervenir en la política interna del país, en su segundo mandato (1898-1904) restableció las relaciones oficiales con la Santa Sede. Durante su gobierno, además, naufragó un proyecto de ley de divorcio en la Cámara de Diputados (1902) y en 1904, para conmemorar los acuerdos fronterizos que habían evitado una guerra entre Argentina y Chile, se erigió en la cordillera de los Andes, en el paso de Uspallata, el monumento al Cristo Redentor.

Las memorias anuales del Departamento de Culto, que desde 1899 había pasado -significativamente- al ámbito del Ministerio de Relaciones Exteriores, abandonaron en esos años el tono controversial que habían asumido en las décadas de 1870 y 1880 para adoptar otro más bien rutinario, formalista, lacónico. Desaparecieron de ellas las alusiones, otrora habituales, a la supuesta marcha de la historia hacia la separación de lo temporal y lo espiritual, a la presunta amenaza ultramontana a la soberanía nacional y a la contradicción entre teocracia y democracia. A partir de la primera Guerra Mundial, bajo el influjo de las transformaciones políticas e ideológicas que la catástrofe auspició, o al menos aceleró, la sociedad argentina asistió a una expansión de la influencia eclesiástica sobre la vida pública, al estrechamiento de las relaciones Iglesia-Estado y a renovadas disputas en torno al significado de conceptos clave como laicidad, nación y democracia.

Referencias

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1Koselleck, “‘Espacio de experiencia’ y ‘horizonte de expectativas’, dos categorías históricas”, en Koselleck, Futuro pesado.

2 Alberdi, Bases y puntos de partida, p. 86.

3La bibliografía sobre el catolicismo argentino es muy vasta, por lo que me limito a citar la obra de síntesis más reciente: Di Stefano y Zanatta, Historia de la Iglesia argentina.

4La bibliografía es infinita. Como ejemplo de esta visión de la secularización, adoptada por numerosos cientistas sociales, puede verse Hervieu-Léger, La religión, hilo de memoria.

5Véase por ejemplo Baubérot, “Secularisation, laïcité, laïcisation”.

6De la amplia bibliografía disponible puede verse Di Stefano, “La excepción argentina” y Mallimaci, El mito de la Argentina laica.

7 Di Stefano, “El pacto laico argentino”. Sobre el concepto de pacto laico, Baubérot, “La laïcité comme pacte laïque”.

16 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, año 1884, p. 231.

17 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, año 1884, pp. 239-240.

19 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, año 1884, pp. 231-232.

20 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1869, p. 142.

21 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1876, p. 564.

22 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1883, p. 559.

24 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, año 1884, p. 240.

25 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1883, p. 587.

26 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1908, p. 373.

27 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1914, p. 360.

28 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1868, pp. 203-204.

29 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1869, p. 142.

31 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1883, p. 551.

32 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1874, p. 979.

33 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1887, p. 717.

34 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1888, pp. 166-171.

35 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Senadores. Periodo legislativo año 1888, tomo I, p. 316.

38 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1906, p. 691.

39 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1908, p. 371.

40 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1913-1914, p. 356.

41 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1913-1914, p. 350.

43 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1916, pp. 3068-3069.

45 Menozzi, Chiesa e diritti umani.

46 Carta Encíclica Immortale Dei, n. 5. La famosa cita desde luego es evangélica: Hechos 5, 29. Sobre el concepto de soberanía en el siglo XIX puede verse Goldman, “Soberanía en Iberoamérica” y de la misma autora “Argentina/Río de la Plata”.

47 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Senadores, Año 1888, t. I, p. 325.

48 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Senadores, Año 1888, t. II, p. 459: “De aquí resulta que siendo una la soberanía, se bifurque, diré así, en dos ramas, y que las dos procedan y deriven igualmente de Dios, aunque alguna haya sido establecida de una manera más directa y especial, como es la autoridad espiritual de la Iglesia, o de su Pontífice, representante en la tierra de la divinidad”.

49 Capellán de Miguel, “El concepto democracia”; Caetano, “La reconceptualización política”; Palti, “Argentina/Río de la Plata”. Sobre las ideas políticas de los católicos durante el último tramo del periodo que analizamos véase Castro, “Los católicos argentinos”.

50 Congreso Nacional, Diario de sesiones [de la Cámara de Senadores], sesion de 1884, pp. 912 y 921.

51Véase el larguísimo discurso de Achával en la Cámara de Diputados en Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1883, especialmente pp. 605-606, 608, 610, 612, 614 y 617.

52Sobre la oposición entre ultramontanismo/teocracia y democracia véase la intervención de Andrónico Castro en Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1887, p. 723.

54 Congreso Nacional, Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1916, p. 3.075.

55Diario de sesiones de la Cámara de Diputados, Año 1908, pp. 370-371.

56 Auza, Católicos y liberales.

Recibido: 14 de Mayo de 2021; Aprobado: 14 de Junio de 2023

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