Introducción
Mollitque animos, et temperat iras.
[El soberano del viento, aquel que está sentado
en un hermoso trono debe]
“moderar su furia y temperar su ira”.
Virgilio citado por George Canning, 1828.1
Pasiones, vicios, virtudes. Amor propio, cólera, horror, miedo, exaltación, entusiasmo. Este registro, aunque no es del todo desconocido para el lector contemporáneo, es un pariente extraño. Las palabras forman parte de un vocabulario ciertamente conocido. Sin embargo, la definición misma de qué es y cómo se experimenta un cuerpo apasionado y las relaciones tensas, desgarradoras y productivas que dicha definición entabla con un orden político particular es ajena al lector contemporáneo. Este artículo explora un tipo particular de figuración hu mana de vital importancia para los cálculos políticos de principios del siglo XIX: las pasiones.2 Pasiones exacerbadas: tal es una de las expresiones más usadas en los primeros años del siglo XIX hispanoamericano. Cualquier lector de sermones, discursos, prensa y casos judiciales puede atestiguar la enorme profusión de tal expresión, su transformación en sentido común, en cliché del periodo, en expresión vacía de contenido por su extraordinaria profusión. Usada y abusada tanto por nostálgicos del orden viejo como por aquellos temidos como “novadores”; ministros, magistrados, fisiólogos, publicistas, arzobispos y párrocos de principios de siglo denunciaron y usaron las pasiones en todas sus formas y coincidieron en señalar su desenfreno como un problema político de primer orden.
El artículo se concentra en la emergencia de la primera república de Colombia (1821-1830), pero hace intencionalmente algunos guiños continentales que permiten dimensionar la persistente presencia del lenguaje pasional en los tiempos de emergencia republicana en América. La experiencia fundacional de la república colombiana, tanto en los años de incertidumbre y profunda discusión sobre la forma misma de gobierno (1808-1821) como propiamente en la emergencia de la figura republicana como horizonte de acción política, permite estudiar los vértigos pasionales con todo aquel lenguaje que se preciaba de novedoso y fundacional. El artículo se detiene con especial cuidado en estas décadas de experiencia revolucionaria y republicana (dos experiencias distintas que tienden a confundirse), cuando la tarea de refundar un orden se manifestó en toda su magnitud, para advertir que el lenguaje político propio de principios de siglo terminó siendo pasional en su tono y republicano en su aspiración.
La primera parte del artículo insiste en la necesidad de encontrar un lugar para las pasiones en la historia. Caracteriza algunas apuestas que abren posibilidades analíticas a las pasiones, los ánimos y los entusiasmos como sensibilidad historiográfica. La siguiente sección muestra la extraordinaria profusión de las pasiones en diferentes registros. Entre 1810 y 1820, el lenguaje pasional fue un lenguaje común: fue utilizado tanto por monarquistas recalcitrantes como por independentistas consumados. Para 1820, con la apuesta fundacional de la República de Colombia, la figuración pasional permitió concebir la tarea fundamental de la época: encauzar las pasiones, moderar los ánimos, atar la comunidad con lazos de obediencia duraderos. La tercera sección muestra, por medio de la singular figura de José Félix Merizalde, el lugar que el universo médico republicano emergente buscó darle a las pasiones. En plena tensión entre la medicina ilustrada del virreinato impulsada por José Celestino Mutis, la escuela fisiológica francesa de Victor Broussais y la de la “incitación” del escocés John Brown, la medicina republicana se tomó en serio a las pasiones y procuró diagnosticarlas, tratarlas y contenerlas. Es también una forma de recordar a la historia política la centralidad del discurso médico en la configuración de lo humano (y de lo político). La última sección muestra cómo la república católica emergió como una forma política privilegiada para la contención, encauzamiento y control de las pasiones, aquellos agentes morales y fisiológicos de exaltación y agente político de primer orden en los primeros años de la República.
Por un lugar para las pasiones en la historia
Las convenciones contra la cultura es uno de los textos fundamentales para comprender las pautas de la escritura de la historia decimonónica en Hispanoamérica. En este texto, Germán Colmenares incluyó un capítulo dedicado al análisis de la Historia de la Revolución de la República de Colombia, del secretario del Interior de la primera república de Colombia (1821-1827) José Manuel Restrepo.3 Escrito con la vehemencia de quien se sabe discutiendo las pautas de la escritura de la historia, en “José Manuel Restrepo: una prisión historiográfica” Colmenares diseccionó uno de los textos fundacionales de la historiografía republicana, escrito además por un corresponsal frecuente de Andrés Bello, quién coordinó, editó y corrigió la publicación en París de la Historia.4
Para Colmenares, el texto de Restrepo se había convertido en una “prisión” interpretativa que terminó por imponerse a la hora de pensar la revolución de independencia y el siglo XIX. Aunque dirigida en apariencia a Restrepo, la crítica de Colmenares se centraba en la historiografía posterior, que había replicado el molde interpretativo de la Historia sin haberlo modificado un “ápice”.5 Más allá de ligeros retoques y extensiones, el esquema interpretativo de la historiografía colombiana -y en buena medida hispanoamericana- era una variación en torno a un mismo tema, un “repertorio fijo e inalterable de los hechos, susceptible sólo de reacomodarse en una interpretación diferente”. Una “verdadera cárcel historiográfica”, advertía Colmenares, que había “cerrado los caminos de la investigación a la infinitud de los hechos sociales”.6
Han pasado varios años desde aquel artículo. Un número creciente de trabajos ha contribuido significativamente a modificar aquel repertorio que advertía Colmenares y que su mismo trabajo contribuyó de forma tan efectiva a cuestionar. Incluso algunos de ellos han llegado a discutir la noción misma de prisión historiográfica, advirtiendo más bien la idea de una “fuga imaginaria”.7 Persiste, sin embargo, el olvido o la incomodidad con una de las categorías que le causaban mayor molestia: las pasiones. Para Colmenares toda la obra de Restrepo estaba atravesada, de forma sistemática y repetitiva, por una tensión de función meramente retórica “entre el imperio de la ley, el afianzamiento de instituciones permanentes y las pasiones individuales”.8 Al dar relevancia al constructo retórico de las pasiones, Restrepo soslayaba las fuerzas sociales en contienda para centrarse en las anomalías de carácter moral que explicaban las perturbaciones políticas. En sus palabras:
Acaso la palabra más reiterada en toda la Historia sea la palabra “pasiones”: “bajas pasiones”, “fuertes pasiones”, “innobles pasiones”, “pasiones rencorosas”, “pasiones irritadas”, “pasiones encontradas”, “pasiones vengativas”, “pasiones dominantes de la época”, “pasiones exaltadas”, “triste cuadro de pasiones”, “acaloradas pasiones”, “torrente de pasiones”, “pasiones tan interesadas como rencorosas”, “funesta obra de sus pasiones y sus desaciertos”, “las pasiones que agitan a la multitud cuando han sacudido el yugo de las autoridades”, amén de la designación de pasiones particulares: “envidia”, “odio”, “negra ingratitud”, etc., el catálogo de adjetivos y de explicaciones fundadas en la naturaleza moral de las pasiones es inagotable.9
A decir verdad, Restrepo era adepto a cifrar la naturaleza humana desde las pasiones. No atemperó su uso en los miles de páginas de su Historia, ni tampoco lo hizo en su autobiografía, o en su correspondencia personal y oficial.10 En estos y otros escritos, las pasiones ocasionalmente aparecen como interés (“la pasión por la lectura de la historia”), pero especialmente como fuerza, ánimo o energía que puede exaltarse o desbordarse. Son guía de lectura de un presente bajo la amenaza latente del desbordamiento, de la exaltación, de la amenaza al orden instituido: “aún en los tiempos más aciagos de la Revolución nunca llegaron a desfogarse de una manera tan atroz las pasiones más desenfrenadas de las partes contendientes por la supremacía”.11
Irónicamente, algunos años más tarde, otro texto de Colmenares abrió una posibilidad para comprender la centralidad de las pasiones. El mismo autor que se había quejado del uso excesivo de dicha categoría invitaba a explorar las claves y términos de escritura y narración histórica en los que la Historia estaba escrita. Colmenares invitaba a entender las historias decimonónicas desde sus procedimientos de construcción del relato: al ser éstas un “arte figurativo” borraban toda traza de las fuentes históricas en su narración y se desarrollaban como una forma de representación de la realidad sujeta a las convenciones y corres pon den cias aceptadas entre el tipo de lenguaje y la realidad que trataba de reproducir.12
Esta incomodidad con el exceso de pasiones en la obra de Restrepo y, a la vez, la necesidad de comprender el universo desde el cual tales figuraciones humanas tienen sentido sirven de base a este artículo: ¿Por qué las pasiones -no sólo para Restrepo sino para la mayoría de sus contemporáneos- parecen haber sido tan importantes? La respuesta es simple: porque la textura de lo humano, y de lo político, a principios del XIX era pasional. Es preciso traer de vuelta a las pasiones, dejarlas de concebir como artefactos retóricos de historias moralizantes, comenzar a explorar los horizontes de acción política que movilizaron e iluminar las definiciones mismas de lo humano que estas suponen. Las pasiones revelan entramados sensibles de principios del XIX que comienzan a ser caracterizados con mayor precisión, mundos en los que las alusiones al corazón, la sangre y el sacrificio dejan de ser extrañas abstracciones accesorias a la imaginación política para ser comprendidas como parte de su misma textura.13
Quizá el libro que abrió el camino para traer de vuelta a las pasiones en el análisis histórico es Pasiones e intereses, de Albert Hirschman. En este libro, Hirschman proponía una lectura de la emergencia del capitalismo desde las razones políticas y sentimentales del intercambio comercial, lo cual lo llevó a rastrear el cambio en la comprensión de la naturaleza humana que operó entre los siglos XVII y XVIII. Por medio de una original lectura de Montesquieu y Adam Smith, Hirschman iluminó el desplazamiento de la represión de las pasiones como tarea de Estado hacia su transmutación en intereses mediante el intercambio comercial. En menos de un siglo, actividades con fines de lucro como el comercio y la banca se volvieron honorables, después de haber sido condenadas como fruto de la codicia y la avaricia. Este tipo de pasiones se volvieron móviles legítimos y honorables de intercambio comercial y acumulación de riqueza.14 Para Hirschman, este desplazamiento es fundamental para entender la emergencia del capitalismo e implicó una profunda transformación en la representación de la naturaleza humana: las pasiones del cuerpo individual y político como fuerza constitutiva a canalizar mediante la actividad comercial -y ya no como agentes a reprimir.15
El camino que Hirschman contribuyó a abrir para comprender las pasiones ha sido tímidamente seguido por los historiadores.16 Vale la pena anotar algunas excepciones. Por un lado, la historiografía sobre la Ilustración ha sido fundamental en la renovación de una mirada que ha comenzado a abrir espacio a las pasiones. Al cuestionar la Ilustración como un proceso homogéneo exclusivamente centrado en la razón y localizado en el Atlán ti co norte han surgido lecturas que han revelado la riqueza y densidad de las ilustraciones escocesas o napolitanas, e historias de aquellas ilustraciones “olvidadas” u “heterodoxas”.17 En su interés por rescatar el entusiasmo como guía de comprensión de la experiencia ilustrada, J.G.A Pocock señaló con claridad la necesidad de dejar de lado toda comprensión de la Ilustración como un fenómeno único, unitario y universal para dar paso a una “familia” de discursos que surgieron de forma contemporánea en una pluralidad de culturas europeas -protestantes y católicas, insulares y peninsulares- y ciertamente no sólo causadas u originadas desde un único lugar.18
Este descentramiento ha implicado también la crítica de la razón como guía exclusiva de la experiencia Ilustrada para dar paso a orígenes y figuras más sentimentales, emocionales y sensibles de la ilustración. Emma Rotschild ha articulado la historia de las “disposiciones económicas” con la historia de los sentimientos y las definiciones en pugna de ser humano o, en otras palabras, la influencia recíproca entre vida económica, razón y sentimiento.19 Trabajos como los de William Reddy y Julio Seoane Pinilla han mostrado que la educación sentimental fue fundamental en el proyecto ilustrado y en las profundas transformaciones políticas del XIX. Seoane recuerda que un sujeto capaz de sentir de unas maneras específicas -un sujeto que no se desfigura, que no se deshace- se encuentra en el centro de nocio nes decimonónicas de ciudadanía y democracia.20 El trabajo de Reddy ha sido vital en la discusión sobre el estudio de las vidas emocionales de las personas en el pasado y, especialmente, en la comprensión del papel que las emociones dieron forma a transformaciones políticas fundamentales y, al mismo tiempo, fueron transformadas por éstas.21
Sin embargo, las pasiones no son emociones, o no totalmente. Pueden provocarlas, pueden contenerlas, pueden ser un tipo particular de emoción exacerbada, pero unas no se pueden refundir con otras: emociones y pasiones están lejos de ser intercambiables.22 Emoción ha terminado usándose en algunos casos de forma poco cuidadosa y un tanto anacrónica para referirse a teorías y comprensiones de la naturaleza humana relativas a motivaciones humanas diferenciadas, como pasiones, afectaciones o sentimientos.23 Un buen ejemplo de esta suerte de confusión es la introducción a una mesa redonda del American Historical Review sobre el tema, cuya apertura indicaba que el estudio histórico de las emociones se había convertido en un “subcampo legítimo” que había permitido el estudio de descriptores, usados hasta aquel entonces “acríticamente”, como “amor, odio, resentimiento, pasiones, lástima, felicidad, entre otros”.24 Aunque el uso intercambiable de estos términos ha permitido iluminar la centralidad de estas dimensiones de la experiencia humana, dicho uso ha tendido a fundir fuerzas vitales diferenciadas y distinguibles claramente en el registro histórico como los ánimos, los temperamentos y las pasiones en una suerte de reelaboración secular y psicológica bajo la sombrilla del lenguaje emocional.25
Para el caso latinoamericano, ha habido un ligero aumento del interés en el estudio de las pasiones. Jeremy Adelman ha hecho grandes esfuerzos iluminando la singular trayectoria de Hirschman, un “idealista pragmático”.26 Su trabajo sobre Buenos Aires como una “república del capital” en buena medida está inspirado en el interés de Hirschman en escribir nuevas historias políticas de la economía.27 Trabajos como el de Sarah Chambers y compilaciones como las de Alejandro Grimson, Roberto Di Stefano y José Zanca traen de vuelta el término como una forma de advertir la fuerza de otros asuntos, como una especie de nombre que requiere adjetivarse (pasiones anticlericales, nacionales, masculinas). Este tipo de trabajos ayudan a recordar un aspecto central de la sensibilidad decimonónica, pero al final terminan pasando por alto las pasiones para dedicarse a los asuntos que realmente les atañen, como el anticlericalismo o las divisiones de género.28 Y con muy contadas excepciones, los casos en los que las pasiones aparecen de forma explícita tienden a fundir o no elaborar analíticamente diferencias y cercanías entre pasiones, sentimientos y emociones.29
De cualquier manera, es notable el aumento del interés en el análisis de la motivación humana en sus diferentes acepciones -ánimos, entusiasmos, pasiones, sensibilidades- y de un esfuerzo renovado por comprender las especificidades de cada una de estas dimensiones de la experiencia humana. La historiografía creciente sobre las emociones ha contribuido a iluminar configuraciones humanas más complejas y despliegues extravagantes de emoción y sentimientos como parte del repertorio ilustrado y fundamento de comprensiones posrevolucionarias de ciudadanía y democracia.
Este artículo llama la atención sobre la centralidad de las pasiones como una particular fuerza humana que permite comprender la singular tarea política que trajo consigo la emergencia de la forma republicana, cuando la reconfiguración radical de la comunidad política implicó nada menos que encauzar las pasiones como tarea política primordial. Traer a las pasiones de vuelta ayuda a entender la naturaleza de la tarea que implicó la configuración de la república y a recordar que estas han estado en el “corazón de la naturaleza humana, en un lugar de igual importancia a la razón o el deseo”.30 Dejar de considerarlas una curiosidad discursiva, un dato accesorio o una distracción permitirá apreciarlas como lo que son: movilizadoras de la acción humana, juicios y acciones por medio de los cuales la realidad toma forma.31 Las pasiones, desde una antropología histórica sensible a las disputas por la definición misma de lo humano, ayudan a iluminar posibilidades de comprensión de horizontes políticos en disolución y en emergencia. Los horizontes políticos y los discursos médicos de principios del XIX comprendían las fibras humanas en clave pasional y los cuerpos como susceptibles de ser alterados, fisiológicamente, por impresiones violentas. Es preciso tomar en consideración estas dimensiones en nuestra definición de los objetos y acciones políticas de principios de siglo, cuando los cálculos, preocu pa cio nes y acciones políticas suponían a las pasiones como vectores de cambio, irritación y acción humana. Las pasiones, en últimas, iluminan los vínculos entre fibras humanas (vísceras, tejidos, órganos) y órdenes políticos. Ayudan a poner el cuerpo en el centro de la comprensión histórica sobre lo político, sin tomarlo como fetiche, como excusa de estudio de otros temas. Los estudiosos del cuerpo nos han recordado que el cuerpo no tiene una historia sino, más bien, que el cuerpo es historia.32 Valdría la pena agregar que es historia eminentemente política.
La coyuntura del desmoronamiento monárquico es un laboratorio privilegiado para la comprensión de las pasiones. De forma brillante Luis Castro Leyva ha sido quizá el único historiador hispanoamericano en advertir la centralidad de las pa siones a principios de siglo. Leyva advertía el tono elocuente del discurso republicano, un tono “conmocional”, señalaba, dirigido a despertar y expresar con fuerza las pasiones: la “elocuencia de la libertad republicana” apareció en función del origen mismo de la lengua como ‘grito’ ”. Para Leyva, con la república vino una extrema cautela hacia las pasiones, con el fin de detener y fijar una libertad que se asumía como universal. El primer esfuerzo republicano fue el de contener al hombre, refrenarlo, cultivar prudencia -si no miedo- frente a las pasiones. El primer problema republicano, el problema nada menos que de su constitución misma, fue el de “cómo ser libres sin detestar las pasiones en general”.33
El universo pasional americano de principios de siglo
Las pasiones modelaron las formas de imaginación y acción política de actores diversos en el proceso de desmoronamiento monárquico a lo largo del continente americano. La intensidad de la preocupación con las “pasiones exacerbadas” se dimensiona en su escala continental cuando se deja de ver como figura retórica y se concibe como problema político de primer orden. Valga la pena mencionar algunos ejemplos. Así, por ejemplo, en su Oración patriótica (1814) por la regeneración de la América meridional, el dean de la iglesia catedral de Córdoba del Tucumán Gregorio Funes subrayaba los más de 300 años de “vergonzosa esclavitud” a la que los territorios americanos fueron reducidos: “El Gran Colón que descubrió este mundo […] levantó el anfiteatro al triunfo más lúgubre de las pasiones y vino á ser el descubrimiento de la América la obra más odiosa á los ojos del Criador”.34
Un par de años antes, los ánimos, el exceso de impiedad y fiereza aparecen con notable insistencia en el papel “El buen ciudadano”, impreso en Cádiz en la coyuntura de las discusiones sobre las cortes. Esta vez, las pasiones aparecían para atacar las pretensiones americanas en Cádiz y denunciar los excesos de sus peticiones, aquellas que buscaban “todos los privilegios, ventajas, prerrogativas y libertades de la matriz”. El autor anónimo confesaba haber sido presa de una pasión al haber escuchado las pretensiones inadecuadas de los americanos en la coyuntura de la crisis:
Son tales los raptos de los hombres quando llegan á dexarse poseer de una pasion qualquiera, que no es extraño que deliren en su juicio y sueñen despiertos. Al oir el otro dia leer en una barberia los Concisos que tratan de las sesiones en que han hablado los representantes Americanos, no sé si la fuerza de la razón ó la sinrazon me arrebató en términos, que quando llegué á mi quartito me puse como energúmeno, y enjareté una porcion de cosas, que calmado ya me hicieron burlar de mí mismo.35
De vuelta al continente americano, en el mismo año de pu blica ción de “El buen ciudadano” se publicó en México El anti-Hidalgo, una senda letanía, entre nostálgica y rabiosa, sobre aquel magistrado de la religión que había hecho “manejos sacrílegos é irrisorios del misal”.36 El extenso panfleto, compuesto de 16 cartas imaginarias en un poco más de 150 páginas de descalificación sistemática y apasionada, gradúa a Hidalgo de “Ex-cura de Dolores, Ex-Sacerdote de Cristo, Ex-Cristiano, Ex-Americano, Ex-Hombre y Generalísimo capataz de salteadores y asesinos” que había abusado del ministerio de la palabra divina, reduciéndose a un estado de “espantosa ignorancia […], estupidez y barbarie”.37 Mientras tanto, otros panfletos procuraban recordar la necesaria compostura, el ineludible encaminamiento de las pasiones como parte de la labor de los apóstoles de Cristo.38 Como parte de la intensa actividad de rogativas, oraciones, sermones y elogios de Juan Bautista Díaz Calvillo como presbítero de la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, su Discurso recordaba los males que podría causar la desunión entre españoles ultramarinos y americanos y terminaba preguntándose: “¿Que ilusion tan grosera ha podido engañarnos para cerrar los oidos á la verdad, y abrirlos solamente á los gritos de una pasion alborotada?”.39
Años más tarde, la coyuntura del segundo llamado a Cortes en 1820, y la petición de envío de diputados americanos a la Península, abrió una extraordinaria ventana al lenguaje pasional.40 La reacción en México a dicho llamado produjo una cascada de panfletos justificando el quiebre absoluto con la Monarquía espa ño la con base en una cierta agenda de patriotismo americano. Al contrario del carácter apático e indolente atribuido a los americanos, uno de estos panfletos reconocía que ellos no estaban “exentos de pasiones”. Si bien antaño habían sido “ovejas sufridoras”, para aquel día eran “ya leones furiosos que saben defender su libertad”.41 En esta misma coyuntura, Rafael Dávila, uno de los publicistas que hizo “sudar la prensa” en la primera mitad del XIX mexicano mandó a la imprenta La verdad amarga.42 En esta serie de panfletos, Dávila recordaba al lector que el “corazón americano es manso por naturaleza”.43 Los números de La verdad presenciaron un lenguaje cada vez más vehemente, llegando al abiertamente pasional en su sexta entrega. Luego de recordar nuevamente el carácter manso del corazón americano, Dávila enfiló su pluma contra “los españoles desagradecidos” y dibujó un cuadro bastante detallado de la composición física de los desórdenes morales, incluyendo al cuerpo político:
Así como hay en el cuerpo humano humores tan enconados que se hacen incurables, asi en el corazon del hombre el rencor es una llaga sin curacion: heridas hay que al parecer no corren riesgo, y si se desatiende su remedio son de una naturaleza tan maligna, que dañando las demas partes sanas cunde y no cesa su contajio hasta que causan la muerte del que las padece; y si antes se les aplica el remedio, tal vez este, las irrita mas, y apresura su progreso. Lo mismo sucede en los animos, la falta de voluntad, las encontradas opiniones, ó una soñada injuria, engendra en ellos el rencor, y encono, y estos producen vapores tan ponzoñosos, que segando los ojos y entorpeciendo el uso de la razon precipita á los hombres á cometer todo exceso de impiedad, y fiereza […] Lo que sucede en el cuerpo humano y en el animo, puede suceder en todo cuerpo especialmente en el político.44
Rencores enconados en el corazón del hombre produciendo llagas sin curaciones; irritaciones, vapores ponzoñosos, entorpecimiento del uso de la razón, precipitación al exceso de impiedad y fiereza: tales eran los rasgos de la pasión del odio que Dávila buscaba retratar. Dicho cuadro le permitía recordar a sus lectores que lo que sucede en el “cuerpo humano y en el ánimo” puede suceder en todo el cuerpo político, de ahí la necesidad ingente de contener, de encauzar una fuerza desarreglada que amenaza a un cuerpo político en emergencia.
Por temas de espacio y foco temático, estas menciones no permiten construir un “caso” que demuestre de forma sistemática la pasionalidad del lenguaje político americano de principios de siglo. No obstante, sí permiten dimensionar su persistencia y frecuencia y arriesgar la idea de su centralidad para la imaginación política hispanoamericana. El caso colombiano ayuda a profundizar en coordenadas específicas la experiencia pasional, compartida en el hemisferio, y, mediante la experiencia médica, a entender que los rencores, vapores y precipitaciones descritos por Dávila tenían un correlato fisiológico en los cuerpos de la república, fuerzas que los fisiólogos de principios de siglo se esmeraron en diagnosticar y tratar.
Colombia/Nueva Granada
El uso del altar para promover e incendiar pasiones, en vez de encauzarlas, fue especialidad política de los primeros años de la crisis monárquica en el antiguo virreinato de la Nueva Granada. En 1809, el cura doctrinero del pueblo de Tabio Joseph Antonio de Torres y Peña celebró una misa de acción de gracias en contra del usurpador Napoleón Bonaparte. El párroco recordaba a sus fieles la necesidad de que el “impulso de la Santa Religión” obrara sobre sus corazones para que el “furor” no introdujera el “desorden, la anarquía, las rebeliones, los cismas, los asesinatos, los robos, los incendios, las violencias, y toda suerte de males”.45 Párrocos de otras ciudades ofrecieron nuevos sermones y rogativas por la instalación de la Suprema Junta y, a medida que las formas de imaginación política se radicalizaron, párrocos y presbíteros comenzaron a predicar el evangelio, bien para condenar o para apoyar la posibilidad misma de un catolicismo republicano.46
En 1816, cuando la expedición pacificadora comandada por Pablo Murillo ya había llegado a Santafé y ejecutado a varios de los líderes independentistas, Antonio de León, desde la catedral, comenzaba su exhortación recordando las “horribles escenas de una espantosa y fatal revolución”, un “fuego eléctrico” que se había difundido “para incendiar a la mayor parte de nuestras Américas”.47 Algo similar a lo que, desde Neiva, en el suroccidente del virreinato imaginado como restaurado, el examinador sinodal Nicolás Valenzuela y Moya exhortaba frente al Consejo de Guerra del Ejército Expedicionario. Para Valenzuela, la insurrección había sido un ataque a la razón, un “volcán de malicia que hizo perecer a todos”, una metamorfosis moral en la que “las pasiones se rebelaron y la razón fue atacada por todas partes”.48
Volvamos a De León quien, en las casi 50 páginas de su Discurso, se esmeró en una demostración ante sus feligreses en la misma línea de Valenzuela. Quizá ésta es la palabra clave, demostrar: primero, las quiméricas bases de independencia y libertad y el total exterminio al que caminaban las Américas con el “monstruoso y perjudicial sistema de un Gobierno Republicano”. Segundo, demostrar el contraste entre sublevación y subordinación. Tercero, a través de un desfile de profetas mayores y menores, concilios y santos padres, sagrados evangelistas y una sucesión de las sagradas escrituras, del Eclesiástico al Deuteronomio demostrar la “Suprema Autoridad y legitima potestad de los Reyes sobre los Pueblos”.49 De León recordaba a sus fieles aquella “tristísima imagen de depravación y locura” que los años de las primeras repúblicas habían dejado en territorio neogranadino y, de ahí, saltaba a la retórica de la seducción, de la alucinación, del fuego de la rebeldía, atizado incluso “por clérigos y frayles […] convertidos en profetas inoquos, anunciándoles mil patrañas, mil cuentos y mentiras inventadas por los cabildosos para alusinar a los simples”.50
Precisamente uno de aquellos frailes convertidos en “falsos profetas”, fray Francisco Florido, fue el que tomó la palabra un par de años después de la exaltación de los ánimos de Valenzuela y De León, esta vez, para venerar la promesa de un orden nuevo republicano y católico y denunciar las “apariencias de religión y piedad en medio de la más espantosa corrupción”.51 En pleno momento de institución republicana, el vicepresidente Santander hizo celebrar misa en la iglesia de San Francisco en presencia del Cristo venerado en la ermita de Monserrate. Florido, guardián del convento de Santafé, comenzaba su plegaria pidiendo a sus oyentes volver de este rapto “a donde os llevan vuestras pasiones” para pedirle “a Dios, deteneos Señor, y fixad la vista en nuestro oprobio”.52 A pesar de las profundas diferencias con sus antecesores, y quizá con varios de sus contemporáneos, Florido compartía el lenguaje de un “corazón [que] se despedaza á vista de vuestras calamidades pasadas”, pero esta vez para avanzar en un horizonte republicano que resaltaba las diferencias de América con “su anticuada matriz” y leía en las desgracias pasadas no un castigo divino, sino la “preparación del crisol” para fundir las adversidades y congojas, un “grande taller para la formación de nuevos corazones”.53
El padre Manuel Garay hizo lo propio cinco días después en su oración en la iglesia de San Francisco, con la misma imagen de Cristo Nuestro Señor de Monserrate: “No sois esclavos, católicos”, insistía Garay en un tono similar a Florido, esta vez insistiendo en el “genio conciliante” de la doctrina de Cristo, que “endulza los espíritus [y] previene resoluciones extremas”.54 Estas rogativas, a medio camino entre la justificación y la exhortación, se repitieron en ciudades como Cartagena, Medellín y Panamá entre 1820 y 1824 con particular intensidad, años en los que la imaginación misma de la forma republicana estaba en discusión y comenzaba a sedimentarse como forma política privilegiada.
Mariano de Talavera, presbítero de la Cámara de Representantes, en una de sus múltiples oraciones públicas a raíz de las fiestas nacionales de 1824 ofrece una fantástica síntesis de la dislocación entre la religión católica y el “edificio gótico”, así como una pista para comprender la relación entre república, movimiento de las pasiones y catolicismo. En las casi 20 páginas de su Oración, Talavera pedía a sus feligreses, especialmente a “las conciencias timoratas, a las almas sencillas”, a “deponer vuestras dudas é inquietudes: no confundáis el yugo suave del señor con la pesada carga de la dominación española”.55 Su objetivo era claro: demostrar como nulos los títulos de dominación -temporal y espiritual- que reclamaban los monarcas de España; su lenguaje es de pruebas para refutar las débiles razones usadas para alucinar a los ignorantes.56 Y su llamado a los “venerables ministros del santuario” a apaciguar las pasiones, tranquilizar la “piedad alucinada”, ilustrar la “ignoracia sorprendida” y así demostrar el libre albedrío emanado de la providencia divina “que no se interesa á favor de esta ó de la otra forma de gobierno [pues] la relijion no anatematiza los esfuerzos que hace una nacion para ser independiente en el órden político y depender solo de Dios y de su vicario en el orden espiritual”.57
Fisiología y política de las pasiones
Talavera imaginaba una religión “dedicada a la salud de los hombres”, atrayéndolos hacia el “altar de la paz y la esperanza” y extinguiendo en sus templos “todas las pasiones del corazón”.58 Aquello que Talavera añoraba, la extinción de todas las pasiones del corazón, era imposible fisiológicamente. En su Verdad amarga Rafael Dávila recordaba al lector la existencia de agentes tan fuertes y enconados en el cuerpo humano que se hacían incurables, como el caso del rencor que se podía convertir en una “llaga sin curación” en el corazón del hombre. Recordaba al lector que los “ánimos” y todo lo que sucede en el cuerpo humano puede también suceder en el cuerpo político. Si Dávila entendía esta imagen de llagas e incurabilidad como una metáfora del cuerpo político amenazado, el discurso médico lo caracterizaba de forma mucho más explícita:
[la cólera] produce un dolor vivo en el epigastrio y la percepción de esta sensación insoportable que, más rápida que el relámpago, arrebata nuestra alma, seduce nuestro entendimiento y nos obliga a ceder al impulso del instinto: entonces se manifiestan los movimientos más impetuosos y desordenados, primero en las vísceras, y después en el aparato de relacion. El rostro se pone pálido, la piel se enfría, y los demás músculos estan agitados de movimientos convulsivos […] la potencia vital no tarda en rehacer se; se enciende y abulta el rostro; los ojos se inyectan y ponen centelleantes; la piel se colorea, el pulso que estaba concentrado y convulsivo al principio, se pone dilatado, vivo y acelerado; todo el esterior del cuerpo se pone caliente y rubicundo, se abultan los músculos […] la cólera se exhala á fuerza de voces, de gestos y de movimientos musculares precipitados; el hombre amenaza, se agita con violencia, y la pérdida de su razon le hace susceptible entonces de los actos mas atroces y mas perjudiciales al orden social, pareciendose al animal mas feroz, y poniéndose maniático y loco: ira furor brevis.59
Ésta era la caracterización de una de las varias pasiones humanas, analizada por el fisiólogo francés François-Joseph-Victor Broussais en su Tratado de fisiología aplicado a la patología (1822). Para Manuel Hurtado de Mendoza, traductor de Broussais al español, el fisiólogo había operado una singular “revolución en todos los ramos del arte de curar”. En el prólogo de su traducción, Hurtado subrayaba la particular importancia de este texto en la concepción de la enfermedad no como una “entidad”, sino como un conjunto de síntomas, la alteración de “uno o más tejidos u órganos”. La medicina especulativa, “ontológica”, que concebía las enfermedades como entes metafísicos o ideales cesaba para dar paso “a una ciencia práctica, aplicada y continua del arte de curar nuestras enfermedades”.60 Tal empresa enfatizaba la concepción del hombre como un ser organizado, formado de material animal (gelatina, albúmina, fibrina) y distinguido de otros seres vivos, especialmente por “hallarse dotado de una alma racional” que le daba “la facultad de observarse a sí mismo mientras observa todo lo demás” y de crear “necesidades puramente intelectuales”.61
Las ideas de Broussais influyeron en la práctica médica de la nueva generación republicana en Colombia en las primeras décadas del siglo XIX.62 Su mirada fisiopatológica sobre el cuerpo, la salud y la enfermedad “impregnó” el plan de estudios de 1826 para la Escuela de Medicina de la recién fundada Universidad Central de la República de Colombia. Las doctrinas médicas de Broussais y la escuela francesa no estuvieron exentas de polémica. Para el fisiólogo francés buena parte de las enfermedades eran causadas por irritaciones del “epigastrio” y podían tratarse por medio de terapéuticas debilitantes, entre ellas las sangrías y los ayunos al punto de que se anotaba, a medio camino entre la risa y la perplejidad, que “Broussais había derramado más sangre que la que había corrido en las guerras napoleónicas”.63
Para el fisiólogo francés, el análisis y el tratamiento de las pasiones no eran objeto de especulaciones ontológicas. En sus corolarios “Sobre las operaciones intelectuales y las pasiones” pedía a los “metafísicos” limitarse a examinar las ideas relativas al vasto campo de los “intereses sagrados y profanos” y dejar a los médicos fisiólogos los estudios sobre la modificación de los órganos, del cerebro, de los temperamentos; los análisis sobre las influencias de los climas, localidades o regímenes sobre el ser humano. Para escapar de la especulación metafísica, Broussais se embarcó en una especie de fenomenología de las pasiones, buscando demostrar “todas las influencias que las pasiones pueden ejercer sobre la salud”. En su Tratado se obsesionó por demostrar la fisiología de tales movimientos del alma, de los movimientos orgánicos de la sustancia cerebral, de la influencia del alma en la propagación a todo el aparato nervioso de relación y, muy especialmente, de la escurridiza relación entre las vísceras y el cerebro.
En su fisiopatología, las pasiones eran uno de los hilos que podía demostrar la relación recíproca entre el ejercicio del pensamiento y las vísceras: “tanto las vísceras tienen influencia en el ejercicio del pensamiento como el ejercicio del pensamiento estimula impresiones en las vísceras”.64 En tanto la concepción del ser humano pasaba por la de ser un productor de necesidades intelectuales, en Broussais las ideas abstractas, aquel “imperio inconmensurable del entendimiento humano”, se ligaba del modo más estrecho con los “nervios de nuestras vísceras, é [influía] en los movimientos orgánicos de sus diferentes tejidos”.65 Como su interés era desterrar la especulación metafísica, su tratado está repleto de invitaciones a la demostración y de terapéuticas como la de la angustia, en la que recomendaba “agua fría y sangría”.66 Su demostración del “concurso” entre irritación cerebral y operación intelectual para “producir tristeza” merece una mención:
[…] escitemos una gastritis por medio de los ingesta estimulantes, y el individuo tendrá ideas tristes […] Si deseamos tener la prueba en sentido inverso, curemos la gastritis, cuando es la causa única de la tristeza, y ésta desaparecerá; hagamos cesar las ideas tristes, cuando ellas son la causa única de la tristeza, y cesará la gastritis siempre que no hubiese llegado al grado de alteración orgánica.67
La tristeza, susceptible de ser producida y encausada fisiológicamente, no es una pasión, Broussais aclaraba a su lector. Ni tampoco la cólera, el amor propio, el miedo, el orgullo, ni el horror. Concebía a las pasiones como una especie de “modificaciones del alma” observadas y observables en el ejercicio de las operaciones intelectuales humanas y “ligadas del modo más estrecho” con las vísceras y los movimientos orgánicos de sus diferentes tejidos. Establecía una distinción entre las pasiones y las impresiones “débiles” o de poca duración, que aceptaba llamar inclinaciones, gustos, disgustos, repugnancia, movimientos afectivos, o simplemente afecciones. Por eso, Broussais recordaba la etimología de pasión, patior, de padecer o sentir, de experimentar “placer o dolor; he aquí la idea de las pasiones”. Se trataba de un padecer agudo y perseverante “capaz de dominar el entendimiento, y de ocasionar una serie de actos que tienen por objeto, ó prolongar el placer, ó hacer cesar el dolor que los producen”.68
Amor de nosotros mismos, amistad, amor propio y sus modificaciones (orgullo, vanidad, emulación, ambición, honor), tristeza, cólera, miedo, fanatismo, horror, violencia y compasión, tales son las pasiones que Broussais diseccionó en su Tratado -primero en clave fisiológica, explicando las conexiones entre operaciones intelectuales y vísceras, y luego en clave patológica, identificando momentos de irritación, patologías y terapéuticas asociadas-. Cada pasión se “pinta” en la fisonomía humana: en el miedo hay una contracción repentina del diafragma y se contraen convulsivamente los músculos viscerales y cefalo-espinales; la vergüenza obra particularmente en la cara; la compasión causa una verdadera disnea y “respiraciones convulsivas que se llaman sollozos”; la cólera se siente como un furor acompañado de sensaciones en extremo dolorosas en la región del epigastrio y que se reflejan en el corazón y los pulmones.69
Las pasiones podían ocasionar la muerte. Las demasiado violentas podían causar “congestiones cerebrales”, un accidente que podía verificarse sin el “rompimiento de ningun vaso o profusión sanguínea”. Por eso, Broussais recordaba al lector/estudiante, “los grandes accesos de cólera, la sorpresa, el terror, la alegría, han causado muertes repentinas que no dejaban en los cadáveres vestigio ninguno aparente”.70 Eso sí, estaba persuadido de hallar los rastros de este acceso en el cerebro. Del correlato cerebral de la patología pasional, el fisiólogo pasaba al impacto vascular causado por la sensación “demasiado viva de la pasión” que podía producir una “constriccion del ventrículo derecho [que] vence la resistencia de las paredes de la aurícula” provocando la “rotura” o el “aneurisma”, condición demostrada “con demasiada frecuencia en la observación”.71
El de Broussais no fue el único manual médico en circulación que abordó con tanto detalle el universo pasional. En 1827, el mismo año que el Congreso de Colombia justificaba la necesidad de una educación que “guiara las pasiones hacia fines justos y nobles”, José Félix Merizalde, profesor de la recién fundada Universidad Central, estaba terminando los últimos detalles de la traducción de un manual de medicina para los nuevos estudiantes de la Universidad. En este manual, las pasiones ocuparon un lugar central.
Merizalde fue parte de la primera generación de médicos entrenados localmente en el antiguo virreinato de la Nueva Granada en el Colegio Mayor del Rosario, graduado incluso el mismo año en el que se proclamó la Junta de Santafé: 1810. Una vez proclamada la República de Colombia fue el director de los hospitales militares y participó en la fundación de la Universidad Central. En calidad de decano de medicina de la recién fundada universidad, Merizalde tradujo una fuente de gran utilidad para los futuros médicos de la república y, en sus palabras, para el “público en general”. El tratado que seleccionó fue Élémens d’hygiène, ou de l’influence des choses physiques et morales sur l’homme, de Étienne Tourtelle, médico del hospital de Besançon, desde donde había escrito sus Élémens.72 Este libro, originalmente publicado entre 1796-1797 en dos tomos fue traducido al inglés en 1809 y luego impreso nuevamente en 1819 con el título The Principles of Health Elements of Hygiene, or, A Treatise on the Influence of Physical and Moral Causes on Man. Los Élémens combinaban una versión revisada de la teoría miasmática en la que “el aire” debía controlarse con una descripción de los diferentes regímenes que el cuerpo humano debía observar.
Embarcado en la titánica empresa de traducir este manual de dos tomos, Merizalde enfrentó un singular obstáculo: era imposible traducir a Tourtelle fielmente. Para el médico colombiano, algunos de los comentarios de Tourtelle sobre la influencia atmos fé ri ca y climática sobre la organización física, social y moral de América no reconocían el grado de civilización que algunos pueblos del continente habían alcanzado. A su manera, Tourtelle hacía eco de la representación de la naturaleza y de los seres americanos construida por obras como las del conde de Buffon, que concebían al continente como fuente de corrupción para la salud humana cuya consecuencia era un permanente gobierno fallido e imperfecto.73
Por esta razón Merizalde emprendió una tarea más compleja que la de una traducción fidedigna. Primero, sintetizó los dos volúmenes de Tourtelle en una versión abreviada de algo más de 500 páginas. Segundo, ofreció comentarios, sugerencias, adiciones e hizo significativas sustracciones de la versión original. Tercero, se tomó el trabajo de discutir y refutar algunos de los comentarios y conclusiones de Tourtelle basado en su experiencia personal como médico cirujano en el Hospital de la Misericordia. El resultado de este particular ejercicio de lectura, traducción y discusión fue un volumen publicado en 1828 con el título Epítome de los elementos de higiene, obra que, tal y como su autor/traductor había previsto, se convirtió en la referencia general para los médicos de los primeros años de la república.
En su Epítome, Merizalde dedica uno de sus capítulos a la discusión de Tourtelle de las pasiones. Para el médico del Hospital de la Misericordia, el trato que Tourtelle daba a las pasiones era un tanto incompleto. Compartía la explicación inicial sobre las pasiones como signos de la influencia de lo moral sobre lo físico, y viceversa. Sin embargo, en contraste con lo planteado por Tourtelle, las pasiones no eran simplemente modificaciones del amor propio ni eran producidas por un impulso meramente físico, como los materialistas lo habían defendido. En su explicación, en una línea similar a la de Broussais, Merizalde señalaba que éstas eran agentes materiales guiados por los sentidos e ideas los cuáles tenían un evidente impacto en la complexión física de cualquier cuerpo. Los hombres en sociedad, continuaba, se inclinaban a “relajar” los vínculos de su existencia haciendo imposible controlar las pasiones. En este punto devenían fuente de calamidades. Todos y cada uno de los movimientos del alma tenían una contraparte en lo físico. Así, “cuando el alma goza, produce una expansión de las fibras musculares y dilata el epigastrio”, mientras que cuando el alma sufre “la piel se contrae y se cierra el epigastrio”.74 Las pasiones producían el mismo efecto que un calor abrasador o que un frío penetrante. Del mismo modo que Broussais lo señalaba, era “imposible que un hombre pueda vivir sin ellas”. Sin embargo, para Merizalde su abuso era criminal pues, incontenidas y radicalmente exaltadas, ellas eran tan peligrosas que incluso tenían el poder de “terminar la vida en el momento mismo en el que eran experimentadas”.75
El encauzamiento de las pasiones no era la única obsesión de Merizalde. Tres años antes, el periódico El Constitucional señalaba con preocupación el extraordinario movimiento de las pasiones mientras que una poco sutil metáfora de un poema contemporáneo anotaba, refiriéndose a la nueva república, que “en los primeros momentos en los que el vigor de las pasiones sopla con mayor fuego el espíritu del hombre, cuando las almas nuevas experimentan lo que no conocen, dicen lo que sienten, padecen y disfrutan los estremos, días primeros y días de primavera”.76 La “Memoria” del secretario Restrepo, publicada en el mismo número del periódico, rescataba una cierta metáfora mecanicista: “las ruedas de la maquina política jiran aceleradamente sin roces que detengan o descompongan su movimiento […] el tiempo se emplea útilmente y en la calma de las pasiones”.77 Una calma -o agitación- que no era abstracta, sino que implicaba una disposición corporal específica. En palabras del mismo Merizalde:
Se han visto ya cuales son los peligros que resultan del abuso de las pasiones: mas no es tan facil evitarlos. Una sabia educacion es el solo dique que puede oponérselas, i comunmente ella no es suficiente. Es preciso desde temprano contenerlas en sus justos limites, porque dejandolas hacer algunos progresos, se convierten en crueles tiranos, que destruyen la salud i despedazan sin misericordia a sus victimas […] Las personas que han nacido con un temperamento inclinado al deleite, evitaran el uso de alimentos suculentos i estimulantes i de el vino i los licores […] El trabajo es el antidoto de esta pasión; cuando los brazos se ejercitan la imaginacion esta en calma, i cuando el cuerpo esta cansado, el corazon no se calienta.78
En su discurso de posesión como vicepresidente de la república, Francisco de Paula Santander subrayaba la importancia de las pasiones para el cálculo político. Luego de manifestar la honra de haber sido nombrado segundo magistrado de Colombia, recordaba a su audiencia que “nuestras relaciones políticas apenas [habían] nacido, por la política”. Por tal motivo, la obligación primordial era dar a “Colombia una existencia legal, constituir el reino de las leyes, hacer sumir en el seno de la obediencia hombres erguidos por la victoria y antes combatidos por las pasiones serviles”. He aquí la declaración de intenciones de los primeros años de la república: construir el reino de las leyes, combatir las pasiones serviles y forjar la obediencia en “hombres erguidos por la victoria”, luego de años de exaltación, llamados a las armas, guerra a muerte y excesos como forma privilegiada del vínculo político.79
La construcción de una adecuada educación moral para la república, en particular la obsesión con la obediencia para contrarrestar la sensación generalizada de desorden y caos moral, ocupó buena tarde de los cálculos políticos de la década de 1820.80 Una necesidad de educación que los magistrados de la república encomendaron en los primeros años a los ministros (católicos) del altar. Dos años después de la Constitución de 1821, José Manuel Restrepo, como secretario de Estado de Despacho e Interior, y Jerónimo Torres, vicepresidente del Senado, sancionaron la ley sobre la creación de un colegio de ordenandos, ya que concebían como un “deber de toda república bien ordenada” velar por las virtudes e instrucciones que pedía el “sagrado ministerio de la religión”. Restrepo y Torres reconocían el “influjo” de los “sacerdotes en la dirección de las almas” y por ello recordaron al Congreso la “imperiosa necesidad de promover la ilustración y la regularidad de costumbres de los que aspiren al ministerio del altar”.81
Luego de este espíritu fundacional, para 1827 Colombia entraría en una crisis que terminó por ser irresoluble. La conspiración y el intento de asesinato de Bolívar en 1828 provocaron, al decir de José Manuel Restrepo, una “exaltación” de las pasiones nunca antes vista. El mismo Santander, en su segunda renuncia ante el Congreso de la república en 1827, se quejaba amargamente pues “las pasiones no deja[ba]n pronunciar el dictamen de la razón”. Confesaba al Congreso: “algún día la historia, en vez de censurarme por lo que se ha dejado de hacer en bien y prosperidad pública en estos cinco años, admirará lo que se ha hecho al través de tántas y casi invencibles dificultades”.82 Y al mismo Bolívar, resignado, le escribía que iba a guardar silencio, esperando la “calma de las pasiones, que son las que han contribuido a desfigurar las cosas”.83
En los meses siguientes a esta nota, Santander enfrentó su acusación de traición, su condena a muerte, la conmutación de esta condena por parte de Bolívar por la de destierro, su exilio, su viaje por Europa y Estados Unidos, y su retorno en 1832 como presidente a la Colombia reconvertida en Nueva Granada. Con la llegada de Manuel José Mosquera, elegido por el Congreso en 1834 como arzobispo de Bogotá, la república católica encontraría uno de sus mayores promotores. En su primera pastoral como arzobispo declaraba como su deber “combatir los vicios y las pasiones” por medio, en una línea muy similar a la planteada por Restrepo y Torres años atrás, del cultivo de la “piedad y la ciencia en el clero” y la “educación cristiana de los niños”, aquel “precioso tesoro de donde la Iglesia y la República esperan reparar las pérdidas de tantos años de desastres y de desgracias”.84 La visión de Mosquera sobre el papel de la religión católica en la república era clara: “La república es una guiada por la caridad cristiana, y el pueblo republicano es aquel que sigue la lei de Dios pues la lei de Dios es la que vivifica á los hombres y á las sociedades”.85 Un orden político que terminó de hacer crisis a mediados de siglo, cuando las reformas liberales terminaron quebrando toda posibilidad de un dique para las pasiones desde un orden católico y republicano. Esta dislocación lanzó a la república, una vez más, a la búsqueda de los mecanismos y los espacios para intentar encauzar las pasiones como parte de la tarea política de la segunda mitad del siglo.
Conclusión
La cita de inicio de este artículo bien sirve para cerrar su reflexión: mollitque animos et temperat iras. La inmensa y vertiginosa tarea de moderar los “ánimos”, las furias, y temperar las pasiones informó los miedos, debates y proyectos de las construcciones políticas de la primera mitad de siglo. En el esfuerzo por encauzar las pasiones como posibilidad misma del orden coexistieron las quejas sobre clérigos que exacerbaban las pasiones con la imagen de una república católica y republicana que servía de dique a un universo cada vez más azaroso y difícil de controlar.
Nuestras historias políticas sobre el periodo quizá hayan olvidado que cada orden político implica también una antropología, y que dicha antropología es histórica: remite a la pregunta por el significado de ser un ser humano en el tiempo. Los historiadores del cuerpo nos han recordado que el cuerpo humano “en sí mismo tiene una historia” y que ha sido representado y percibido de manera diferente en diferentes épocas.86 Lejos de ser una floritura del lenguaje del periodo, las pasiones revelan formas de comprensión de lo político que pasan por cuestionar la fácil asunción de que los cuerpos de estos años eran los mismos que los nuestros, que las formas de comprensión de las fibras humanas, las vísceras, la razón y el corazón si, algo, eran “similares” a nuestra forma de comprensión de lo humano hoy. Comprendidas desde las ansiedades de la época, las pasiones eran una fuerza para controlar, encauzar y vigilar; una fuerza vital con un impacto en la constitución física de los cuerpos, una realidad que debía ser incluida en el cálculo político, una energía que debía canalizarse y ser utilizada en la construcción del orden, no en la amenaza de su destrucción. Es hora, pues, de poner el cuerpo como centro de lo político a la hora de pensar la extraordinaria aventura humana -con todas sus fibras, nervios, huesos y vísceras- que supuso el desmoronamiento monárquico y la emergencia de proyectos republicanos independientes.