Buen gusto, civilización y virtud
La enseñanza de la retórica, la rama del estudio del latín en que se aprendían las reglas de la elocuencia, es decir, el discurso destinado a persuadir, tuvo durante la colonia un camino pedregoso. Si bien el currículo de las universidades hispanoamericanas se dividía en dos ciclos, como las europeas, el trívium -retórica, lógica y gramática- y el quadrivium -aritmética, música, geometría y astronomía-, en la práctica, los estudios se organizaron en torno a dos núcleos: el filosófico-teológico y el de la jurisprudencia. En concreto, esto significó que, en la mayoría de las universidades americanas, especialmente en las que no estaban cerca de los centros virreinales, los estudiantes aprendieran las disciplinas del trívium, pero no las del quatrivium. Esto se explica, en buena medida, por el carácter profesionalizante que tuvo la formación superior en los territorios de ultramar, lo que apuntaba a educar principal, pero no únicamente, a sacerdotes regulares y seculares y, en el siglo XVIII, y en el contexto de las reformas borbónicas, a los juristas que aspiraban a formar parte de la administración colonial.1
Por otra parte, en Hispanoamérica, como en el resto de la esfera occidental, a fines del periodo de la colonia y comienzos del republicano, el latín seguía siendo el idioma de la instrucción escolar y universitaria, y su estudio representaba el grado más alto del conocimiento de la lengua. La continuidad de su señorío hasta fines del siglo XVIII y la primera mitad del XIX se explica, además, porque si bien desde el siglo XV hubo un impulso hacia la generación y transmisión del saber en idiomas vernáculos, los letrados de la Ilustración, en este respecto discípulos de los humanistas, atribuían un valor intrínseco a las lenguas clásicas, en cuanto consideraban que su conocimiento y estudio constituía la puerta de entrada a la verdadera educación y civilización. Para ellos, la erudición retórica era la que formaba el buen gusto del individuo, entendido como su capacidad para discernir la belleza y la verdad contenidas en las ideas expresadas por escrito, así como su sentido moral. Estas nociones recogían los planteamientos de Cicerón en De oratore, quien subrayaba que el mejor orador no era, como en general planteaba la sofística ateniense, aquel que destacaba en el uso de las técnicas retóricas, sino quien ponía el arte del discurso al servicio del sistema de valores republicanos inculcado por una amplia educación. En este sentido, debía existir una perfecta armonía entre el entrenamiento retórico y la educación política. De igual forma, afirmaba Cicerón, la excelencia moral debía ser una de las cualidades del orador, que no era otro que el perfecto ciudadano, cuya virtud era catalizada por la elocuencia. En un sentido similar, el jurista y escritor de constituciones peruano, Juan Egaña, afirmaba que la elocuencia, como la sabiduría, no dependía sólo ni principalmente del ingenio, sino sobre todo de la bondad del alma y el amor a la verdad. Esto último era lo que cimentaba la sabiduría de los hombres elocuentes y de bien.2
Los letrados del siglo XVIII hacían una distinción entre retórica y oratoria, de acuerdo con la cual la primera consistía en el estudio de las reglas del discurso, mientras que la segunda era la aplicación de estas reglas por parte de oradores que estaban dotados de “aquellas prendas naturales del alma que permitían separar lo bueno de lo malo, lo útil de lo superfluo disponiéndolo todo con económica distribución”.3 La elocuencia, entonces, era “la vida del discurso”, cuyo poder particular era el uso de las palabras precisas para convencer a la audiencia a la que estaban dirigidas. Sin embargo, no toda alocución persuasiva podía ser calificada de elocuente, sino sólo aquellas que moldeaban las pasiones y el carácter nacional de los pueblos para conducirlos hacia las opiniones que les convenía sostener. El orador, en este sentido, era un hombre público que debía actuar como amigo y servidor de su país, quien daba garantías de moralidad y virtud. En el Curso de Bellas Letras Vicente Fidel López aseguraba que los hombres corruptos no podían ser elocuentes,4 esto es, no lograban seducir a la opinión pública pues, como afirmaría más tarde el mismo Juan Egaña, los hombres comunes raramente se equivocaban al juzgar el valor moral de sus líderes.5 De ahí que el buen gusto se exigiera del orador, aunque no necesariamente del profesor de retórica.
Lo que es más, para los hombres de letras de este periodo el buen gusto literario se comunicaba y se veía reflejado en el modo de vida de las sociedades. Así, el estilo dominante de una nación no era sino un reflejo de sus costumbres públicas. Si la civilización de las sociedades ilustradas se descubría en una cultura y unas costumbres orientadas por la razón, del mismo modo, sus discursos debían ser espejo de la inteligencia y conocimientos que regían a la sociedad. En este escenario, el concepto de buen gusto era un término más o menos fluido que refería a las sensaciones de placer o malestar que provocaba el acercamiento a un objeto mediado por las facultades intelectivas del sujeto que lo observaba. No se trataba de la conmoción inmediata que puede causar un objeto o discurso determinado, sino de la emoción que experimentaba toda persona “que liberada de sus inclinaciones naturales dispone de suficiente autonomía moral para disfrutar de las delicias o padecer los sufrimientos asociados a la contemplación del mundo que lo rodea”.6 Así, en el periodo ilustrado, que amplió el conjunto de personas que contaban con la legitimidad exigida para su inclusión en la “república de las letras”, la noción de buen gusto se transformó en un criterio legitimador que visaba la participación de los individuos para hacerse parte de los procesos de escritura, lectura y crítica literaria y cultural.
Los ilustrados, en consecuencia, se preocuparon por esclarecer las condiciones de la formación de los juicios morales, sociales, políticos y estéticos. En este sentido, el concepto de buen gusto tuvo un carácter instrumental como regulador de una nueva ética individual y social que permitía generar una comunidad de sentido y una estética colectiva que, se esperaba, permeara desde la “república de las letras” a la sociedad en su conjunto. Esto favoreció el desarrollo de espacios de argumentación y debate literario que, con el tiempo, llegaron a ocuparse de los asuntos políticos. Las teorías del gusto buscaron contribuir de esta manera al desarrollo de las ciencias humanas y del conocimiento, pues aspiraban a comprender y mejorar los mecanismos que regulan la mente y la conducta de las personas, en tanto, como expresara el letrado español José Joaquín de Mora, “pensar bien y hablar correctamente son operaciones sumamente análogas, porque el habla no es más que el pensamiento comunicado, y es difícil que no tengan un gran influjo recí proco, cosas que están continuamente en tan íntimo contacto”.7 Lo propiamente peculiar del siglo XVIII en este respecto fue, entonces, que las metas educativas y morales adscritas al gusto en el contexto de la vida civil estuvieron en estrecha conexión con la formación del juicio estético, cuya concreción se desenvolvía en los espacios de sociabilidad y discusión pública.8
La convergencia de la primacía del latín en la enseñanza universitaria con las nociones sobre el gusto hizo que el estudio de la retórica, esto es, de las reglas del discurso que se podían deducir del estilo de oradores, poetas e historiadores clásicos, fuera la instancia en que los estudiantes podían aprender “en un prisma esplendoroso las creaciones más nobles de la fantasía con las verdades más augustas de la ciencia moral”.9 El estudio de los poetas latinos había de servir de epítome a un examen meditado y profundo de las bellas letras en general y los valores morales que comportaban. En esta línea, los letrados del siglo XVIII sostendrían que todos los seres humanos contaban, en distinto grado, con la capacidad de apreciar lo bello, es decir, de saber cuándo se encontraban frente al orden y la armonía. Esta potencia podía desenvolverse gracias al hábito, el estudio y la reflexión. El gusto era entendido entonces como una especie de sentido que se apoyaba en el juicio correcto sobre el objeto apreciado, el que se alcanzaba repasando los buenos y malos modelos y comparándolos entre sí. Dicho de otra manera, consistía al mismo tiempo en una sensación y una idea, el resultado de la combinación entre sensibilidad e inteligencia y podía, por lo tanto, ser educado.10 Estas nociones neoclásicas de buen gusto y elegancia retórica continuaron teniendo una larga prevalencia a lo largo del siglo XIX. Todavía en 1867, Diego Barros Arana, siendo decano de la Facultad de Letras y Humanidades de la Universidad de Chile, publicó Elementos de literatura, un manual para uso de los estudiantes en el que afirmaba con convicción que los “llamados a hablar en público” debían consagrarse al estudio de las bellas letras para “expresarse con gracia y con vigor”, pues el gusto servía para “dirigir la imaginación y contener sus extravíos”. En consonancia, declaraba que el discurso oratorio se diferenciaba del poético porque en este último el público sometía a juicio las acciones y costumbres de los personajes, mientras que en el discurso oratorio el juzgado era el propio orador, pues su elocuencia era testimonio de su carácter, intenciones y costumbres.11
Retórica, oratoria y elocuencia en Chile: de la educación colonial a la instrucción republicana
La enseñanza de la retórica representaba la culminación de la educación latina y, a fines de la colonia, se esperaba que fuera impartida en las aulas universitarias, tanto conventuales como reales. Los cursos de retórica y latinidad eran atendidos por los futuros sacerdotes y abogados, pues su instrucción formaba parte tanto del currículo de Cánones y Leyes como del de Teología. La elocuencia era considerada una habilidad fundamental tanto para el altar como para el foro, y los autores clásicos eran reconocidos como los maestros indiscutidos en el arte de la argumentación. En estas clases no sólo se profundizaban los conocimientos de gramática, sintaxis y estilo a través del estudio de los textos originales de escritores como Cicerón, Séneca o Virgilio, sino que también se aprendían los diversos tipos y herramientas del discurso. De modo similar, la Ratio Studiorum, el currículo de los jesuitas, a quienes se tenía por modelos de oratoria sagrada, proponía que la clase de elocuencia debía concentrarse en el estudio del arte retórico, el refinamiento del estilo y la erudición. Esta última debía buscarse en el análisis de los hechos históricos y las visiones autoritativas de los académicos y otras fuentes del conocimiento.12
Si bien al momento de su fundación en 1727, la Real Universidad de San Felipe de Santiago de Chile, la primera institución de educación superior no conventual del país, había contemplado una cátedra de Latinidad y Retórica, ésta fue suprimida por el claustro de la universidad en 1760. En vista de la falta de recursos parecía preferible cambiarla por una de Artes, es decir, de filosofía.13 Por lo demás, los estudiantes podían completar sus clases de retórica con los jesuitas, que continuaron impartiendo la cátedra ad honorem,14 pues en el estado de precariedad económica y material que caracterizó a esta universidad real a lo largo del siglo XVIII, su principal función era, en realidad, el otorgamiento de grados, delegando muchas de sus cátedras en manos de jesuitas y dominicos e incluso de profesores particulares.15 La expulsión de la Compañía de Jesús en 1767, cuyos profesores dominaban el campo de la oratoria implicó, por lo tanto, el fin del estudio de la retórica en las aulas universitarias en Chile hasta la apertura de la cátedra en la Real Universidad de San Felipe en 1802, impulsada por Juan Egaña. En el intertanto la enseñanza del latín en los niveles superiores continuó siendo impartida en aulas particulares.
En los colegios jesuitas se enseñaban dos tipos de oratoria, la sagrada y la académica. La primera estaba indicada para los futuros sacerdotes y se concentraba en la explicación de las Escrituras y los textos patrísticos a través de la predicación. Sin embargo, aun cuando el Concilio de Trento había ratificado la práctica de la misa en latín, en los hechos la predicación se realizaba en lenguas vulgares, de modo que la oratoria sagrada debía adherirse, en este sentido, a las reglas de la retórica española, que seguía de cerca a las de la latina. En el siglo XVII, de la mano de los jesuitas, se había instalado en ella el estilo barroco, caracterizado por la prevalencia de la apelación a los sentimientos religiosos por medio de imágenes retóricas, antes que por un intento de explicar o analizar los textos bíblicos y patrísticos.16 Sin embargo, este tipo de alocuciones fue muy criticado en el siglo siguiente, dentro y fuera de la Iglesia, por padecer de “cierto artificio literario”, en par ticu lar por los jansenistas de Port Royal.17 También se reprochaba a aquellos “predicadores del grito” que rebajaban sus discursos a los “gustos del vulgo”, pues con ello ofendían el objeto del culto, echando mano de recursos que no se correspondían con su dignidad. La vulgaridad y el exceso atentaban contra el buen gusto y el decoro que debía tener la prédica, pero además, su falta de preocupación por la composición y la belleza se traducía en “sermones tan desnudos, tan mal ordenados, tan incultos e insípidos, que ni enseñan, ni deleitan, ni mueven, sino que hablan, fastidian y molestan con sus pruebas de cartapacio”.18
Para Roque Laplana y Camaña, trinitario, “teólogo y orador perfecto” de la Universidad de Zaragoza y autor de la Disertación académica del buen gusto en la oratoria sagrada, ésta debía instruir a los fieles en “lo necesario de los dogmas y leyes católicas, lo conveniente para observarlas y lo conducente para cumplir los mandatos de Cristo”.19 Para lograrlo, debía atraer a los oyentes con la belleza y pureza de las locuciones y mover las almas para que tomasen voluntariamente el camino de la salvación. En consecuencia, definía al orador sagrado como aquel que por su sabiduría y virtud se transformaba a sí mismo en argumento de autoridad, uno cuya verdad se fundaba en una autoridad más alta, la de las Escrituras y el dogma. En esta línea, en 1777, Antonio de Capmany, letrado y político español, autor del tratado Filosofía de la elocuencia, quien se oponía a que los discursos oratorios continuasen escribiéndose en latín, una “lengua muerta” que los propios oradores no entendían o entendían mal, alababa el nivel que había alcanzado la oratoria sagrada en España, subrayando su sencillez, energía y decencia oratoria, capaz de componer discursos que deleitaban la razón, causando placer y purificando el gusto.20 Estos ideales neoclásicos, sin embargo, no fueron aceptados de manera unánime dentro de la Iglesia, pues el debate en torno a la predicación versaba, ante todo, sobre cuál era la función de la oratoria sagrada. Este asunto tenía varios niveles: qué se debía enseñar, cómo debía instruirse a los feligreses y la relación entre el contenido y la forma en que eran expresadas las verdades religiosas. Como veremos más adelante, en una época en que la Iglesia vio amenazada la fidelidad de los creyentes, la discusión respecto al papel moralizador del buen gusto se disputó en establecer si las prédicas compuestas con sus cánones de racionalidad, decencia y decoro eran eficaces para mantener a la feligresía en el seno de la iglesia o si, frente a las amenazas que representaban las ideas liberales, había que recurrir a todas las armas a su disposición, especialmente los sentimientos de temor y devoción de los creyentes, estimulados por imágenes que evocaban el sufrimiento de Cristo y los mártires y la condena eterna de los pecadores.
En 1802 finalmente se inauguró la cátedra de Retórica y Latinidad en la Real Universidad de San Felipe, propuesta por Juan Egaña, bajo el auspicio del gobernador Luis Muñoz de Guzmán. Ésta tuvo una vocación especialmente académica y jurídica, puesto que la mayor parte de quienes efectivamente asistían a sus aulas y no se limitaban a adquirir sus grados y validar sus exámenes en ella, eran los futuros abogados y funcionarios de la Corona. Serían los mismos que en el periodo revolucionario y durante los primeros años de gobierno republicano darían una nueva orientación a sus conocimientos retóricos, poniéndolos al servicio de las discusiones políticas y de la necesidad de persuadir a sus conciudadanos de la conveniencia del sistema republicano.21 Al momento de solicitar la fundación de la cátedra, Juan Egaña, quien sería el redactor del primer reglamento constitucional de Chile y, más tarde, de su primera constitución republicana, así como un asiduo editor de periódicos y autor de numerosos artículos de prensa, presentó un memorial a las autoridades universitarias en que planteaba la necesidad de crear una clase de latinidad y retórica “para que por este medio, todas las ciencias, que se estudian con sumo aprovechamiento, llegasen a tomar su último esplendor y aquel buen gusto con que por este medio se estudian en Europa”.22 En estas líneas, se hacía eco de las ideas ilustradas y neoclásicas respecto al conocimiento del latín como disciplina clave para la formación de los estudiantes en los principios del buen gusto, considerados como la llave de entrada para las demás áreas del conocimiento.
Las destrezas adquiridas en las clases de retórica se ponían en práctica en los diversos actos de la Universidad Real: oposiciones para la obtención de grados, funciones fijas de inicio y finalización de cursos (initia y prolusiones), y otras ceremonias ocasionales que se realizaban con ocasión de la visita de diversas autoridades. Dada la naturaleza esporádica de estas oraciones, y la tardía llegada de la imprenta a Chile (1812), no se conserva evidencia escrita de estos discursos, salvo algunas contadas excepciones, aunque por el carácter público y oficial de las mismas, es probable que hayan sido pronunciadas en español, como parecen indicar las pocas que sí llegaron a la imprenta en años posteriores como testimonio de la elocuencia de sus autores. Los argumentos de las oposiciones para la obtención de grados, en cambio, continuaron siendo desarrollados en latín, el idioma profesional de los académicos.
En su Discurso sobre la decadencia de las ciencias jurídicas de 1802, Juan Egaña subrayaba la importancia de la elocuencia para tener éxito en la profesión de abogado. Cabe destacar que, en línea con las ideas neoclásicas que aquí se han examinado, para el jurista, el poder persuasivo de los discursos no radi ca ba tanto en los conceptos y pensamientos que expresaban, como en la capacidad del orador para convencer a la audiencia de su genio y sus dotes. Planteaba, por lo tanto, que el éxito de los abogados dependía, en gran medida, de la opinión que se tuviese sobre su carácter y virtud personal, que sus palabras no hacían sino demostrar. De esta manera, el magistrado se transformaba en garante de la justicia y veracidad de las causas que defendía. Egaña establecía entonces que el arte de la persuasión debía consistir en la conjunción de la emoción y la razón y que el aval de la verdad o verosimilitud del discurso era el propio orador, cuya única garantía de virtud y honradez era el discurso mismo. Para aprender este arte era necesario estudiar los modelos de los antiguos oradores, historiadores y poetas. De los primeros debían asimilar “la insinuación, la abundancia y la sublimidad”, de los segundos “la sencillez, la variedad y el orden”, y de los últimos “la nobleza de la invención, y la armonía de la oración”.23
Durante el periodo revolucionario continuaron las tradiciones de la etapa colonial respecto a la instrucción del latín, ahora bajo el signo de la independencia. El manejo de estas técnicas sería de especial importancia en el periodo republicano, cuando los hombres de letras, que hasta entonces habían utilizado las competencias adquiridas en su educación escolar y universitaria en el foro y la administración monárquica, las pondrían al servicio de su nuevo papel de patriotas letrados, como políticos, polemistas y publicistas.24 En concordancia con esta nueva función, las Ordenanzas del Instituto Nacional, el primer colegio republicano del país, incluían un curso de elocuencia, destinado a todos los alumnos a excepción de los gramáticos. El “Plan del Instituto Nacional” presentado ante el Congreso el 27 de julio de 1813 por Juan Egaña y José Francisco Echaurren, afirmaba la necesidad del manejo de la argumentación para la vida pública en sus diversas vertientes. De acuerdo con su propuesta, bajo el nuevo orden político, el objeto de la elocuencia doctrinal sería aprender a explicar y exponer el sentido de la nueva Carta Magna, los decretos del gobierno, los deberes sociales, así como el estado religioso, político, social y moral de la sociedad. Por su lado, la elocuencia oratoria permitiría ejercitarse en el modo de exponer con claridad las materias de interés público, los grandes acontecimientos que acaecían al Estado, así como la historia patria y sagrada. Por último, la elocuencia panegírica adiestraría a los futuros ciudadanos para poder encomiar a los grandes hombres, tanto en el ámbito religioso como en el civil.25 Los autores de las Ordenanzas explicaban al Congreso que el arte de la argumentación era central para el sistema republicano porque “la elocuencia sostiene las decisiones del gobierno y dirige la opinión pública”.26 La oratoria ya no sería sólo una herramienta necesaria para abogados y eclesiásticos, sino una capacidad fundamental para quienes estaban llamados a conducir la vida en libertad, que permitía a los ciudadanos debatir y llegar a acuerdos sobre las decisiones más importantes para la república. De este modo, los discursos construidos siguiendo las reglas del buen gusto, las que serían estudiadas en las aulas escolares y universitarias, no sólo permitían conducir el debate político a partir de los principios de la razón, sino también a partir del juicio que se haría la opinión pública de sus promotores porque, de acuerdo con las nociones de buen gusto, quienes componían buenos discursos demostraban en esa acción su propia virtud cívica. De modo similar a lo plateado por Eguiguren y Egaña, al momento de proponer un colegio de características análogas al Instituto Nacional para educar a las mujeres de la patria, el doctor José Antonio Rodríguez afirmaba que éstas, como madres de los futuros ciudadanos, debían estar capacitadas para que, como Cornelia, la madre de los hermanos Graco y Lelia, esposa de Escaveola y protagonista de los diálogos de Cicerón, educaran a sus hijos con “varonil elocuencia” en los “primores del latín”.27
En definitiva, durante los periodos tardocoloniales y los primeros años de la república, existió en Hispanoamérica y Chile un estamento de clérigos, funcionarios de la Corona y abogados, en suma, de letrados, que tenía una matriz cultural cuyos patrones de expresión estaban modelados por el latín de raigambre clásica y humanista y los conceptos del buen gusto neoclásicos. Los miembros del clero, así como los seculares educados en los colegios conventuales y quienes accedieron a la enseñanza universitaria, demostraron su capacidad para desarrollar trabajos escritos en latín tales como sermones, discursos para ceremonias religiosas o civiles, alegatos jurídicos, entre otros. A mediados del siglo XVIII el jesuita Miguel de Olivares atestiguaba que en Chile florecían sujetos de destacada elocuencia, capaces de exponer sus argumentos con claridad y en el orden debido. En relación con el conocimiento del latín, notaba que no faltaban quienes escribían en el idioma del Lacio, tanto en verso como en prosa. Aunque admitía que, con toda probabilidad, ninguno destacara como escritor en el estilo más correcto, es decir, de la gramática y retórica humanista, más habituados como estaban al latín escolástico, algunos demostraban conocimiento “de la más casta latinidad”.28 Entre el mundo tardocolonial y el republicano se mantuvo la concepción de la elocuencia como una herramienta fundamental de los hombres de letras, aunque su uso cumpliría propósitos diversos. Mientras que para los clérigos y abogados del siglo XVIII la retórica era un instrumento central en el ejercicio de su función eclesiástica, administrativa y judicial, para los letrados del XIX pasó a ser un medio cardinal para la conducción de la república.
El buen gusto y la elocuencia republicana
Aun cuando en Filosofía de la elocuencia Antonio de Capmany había alabado el estado de la oratoria sagrada en España, lo cierto es que su obra, que se encontraba en la biblioteca de hombres como el jurista y ministro Mariano Egaña, vinculaba los pináculos de la oratoria con los sistemas democráticos y republicanos. Para este letrado y cortesano español, el nacimiento de la elocuencia estaba inextricablemente ligado a las repúblicas, porque en los estados populares las dignidades y riquezas eran impartidas por los ciudadanos que premiaban a quienes los conducían por los caminos de la libertad. Los mejores oradores habían vivido bajo gobiernos republicanos, y no solo destacaban por su poder de persuasión, sino porque expresaban ideas verdaderas, hermosas, sólidas y grandes: “La primera y fundamental virtud de los pensamientos ha sido siempre la verdad, sin la cual los más nobles, o que lo parecen, son intrínsecamente viciosos”.29 El mal gusto, por lo tanto, además de reflejarse en la construcción de discursos excesivamente adornados, muchas veces oscuros y poco delicados, tenía abundancia de todo, menos de juicio y razón.
En efecto, los arquitectos del sistema republicano en Chile dieron un lugar primordial a la oratoria en la educación de los ciudadanos, especialmente de aquellos destinados a ocupar un lugar prominente en la república, es decir, quienes se formaban en el Instituto Nacional, el Liceo de Chile y el Colegio de Santiago, las tres instituciones educativas más importantes del primer tercio del siglo XIX. En este periodo, la enseñanza de la oratoria continuó formando parte de la cátedra de latín y sus clases debían ser atendidas por todos los alumnos del Instituto. Durante los primeros años esta cátedra estuvo a cargo del antiguo profesor de latín y retórica de la Universidad de San Felipe, Juan Egaña. En el nivel superior, se definió que el texto de estudio sería el de Selecta latini sermonis de Pierre Chompré, método que introducía a los alumnos a la formación latina mediante la lectura de textos originales, lo que permitía enseñar al mismo tiempo la gramática, la sintaxis y la oratoria antiguas. En la misma línea José Joaquín de Mora, letrado y político liberal y director del Liceo de Chile, afirmaba que para influir en la opinión pública se requería “pensar con exactitud y hablar con claridad y elegancia” y conocer los “misterios de la elocuencia”, “este arte precioso, que conmueve a las masas, defiende la inocencia y sirve de principal instrumento a los cuerpos legislativos”.30 Camilo Henríquez, en cambio, distinguía entre el papel que la elocuencia jugaba en la plaza pública y el que cumplía en el parlamento. Creía que, en ese lugar, para ser fructíferas, las discusiones debían eximirse de las reglas de la oratoria y permitir a los políticos hablar con libertad. Allí tenía “más estimación una idea que se exprese pronto que los que vienen con discursos estudiados a aparentar elocuencia; […] Con tal de que sean juiciosos los discursos, sobra”.31 El “estilo florido”, en cambio, debía reservarse a las arengas y disertaciones destinadas a informar y modelar la opinión pública.32
En 1824 se publicó en Chile una traducción del Compendio de las lecciones sobre la retórica y las bellas letras de Hugo Blair, impreso para el uso del Instituto Nacional, texto con el que se formaron sus estudiantes, aunque según José Victorino Lastarria se trataba de un “mal compendio” de la obra original.33 Ésta fue una de sus primeras traducciones al español publicadas en Chile y su edición local es indicativa de la importancia que se daba a la elocuencia en el periodo.34 El propio Lastarria, educado en las aulas del Instituto, recordaba que Andrés Bello, en cambio, daba clases particulares a algunos alumnos selectos con el Arte de hablar en prosa y en verso de Josef Gómez Hermosilla, publicado en 1826 por la imprenta real y bajo los auspicios de la reina. Este manual tenía como propósito promover el estudio de las humanidades en España y en español, vindicando “la memoria de nuestros clásicos injustamente desacreditados por la ignorancia presuntuosa de ciertos aristarcos noveles, y a restituir su antiguo esplendor a la hermosa lengua de Garcilaso y de Cervantes”. Si bien Gómez Hermosilla no abandonaba los ejemplos griegos y latinos, su proyecto era reivindicar la cultura hispánica rehabilitando el lugar que ocupaban los clásicos españoles en el “parnaso” de la literatura.35 En esto, sus planteamientos se acomodaban a las propuestas lingüísticas de Bello que promovían la recuperación del legado hispánico, impugnando la agenda de sus discípulos, quienes afirmaban que para obtener la genuina libertad política, era necesario desanudar las cadenas que nos ataban a todo lo español.36 Por esta razón, los estudiantes del maestro caraqueño y sus amigos liberales acusaban el carácter retrogrado de la obra de Hermosilla, enemistada como estaba con “todo lo nuevo y revolucionario”. A ésta oponían el ya mentado Compendio de Hugo Blair, no solo porque, como reconocía el propio Hermosilla, se trataba de una obra más completa y filosófica, sino también porque su autor proponía que los mejores modelos de elocuencia se encontraban en los gobiernos libres de Grecia y Roma. La obra de Hermosilla, en cambio, reivindicaba el modelo oratorio español del siglo de oro, que había alcanzado su esplendor bajo el gobierno monárquico. Los miembros de este círculo literario, quienes defendían el papel de la literatura española en las nuevas repúblicas, no comprendían que esta “no era la nuestra”, porque las letras chilenas también debían ser las de la libertad.37
En los primeros años de la república chilena, los letrados lo cales también se hicieron parte de la reflexión acerca de los víncu los entre la elocuencia y el sistema político. Este periodo signado por la discusión sobre los principios y formas de gobierno republicanas llegó a su fin en 1829, con una guerra civil que enfrentó a los llamados bandos pipiolos (liberales) y pelucones (conservadores). Con el triunfo de la llamada constitución conservadora de 1833, la preocupación por la retórica y el buen gusto se reorientó más específicamente a dos ámbitos: la elocuencia parlamentaria y la oratoria sagrada. Esto porque, aunque conservadora en tanto establecía la primacía del poder ejecutivo frente al parlamento, como ha sido señalado entre otros por Sol Serrano e Iván Jaksić, esta constitución contenía en sus disposiciones los medios para su posible reforma. Su transformación fue el proyecto y la lucha política de los liberales en el parlamento y en los intentos de revolución de la década de 1850.38 En términos generales, por lo tanto, a partir de la década de 1840, los políticos e intelectuales chilenos liberales, muchos de ellos vinculados a la Universidad de Chile y al círculo de Bello, propusieron ampliar la participación política, asegurar la protección de las libertades individuales y disminuir la influencia y poder de la Iglesia, coartando los privilegios y obligaciones que la convertían en un pilar fundamental tanto de la sociedad como del Estado. Para esto, entre otras acciones, impulsaron el proceso de secularización y laicización del estado. Por consiguiente, en la segunda mitad del siglo XIX los dos principales frentes de la discusión, pero no los únicos, refirieron, por una parte, a los derechos políticos e individuales de los ciudadanos, y por otra, a las relaciones entre la sociedad, el Estado y la Iglesia. En ambos campos de lucha, cupo lugar a la reflexión sobre el desempeño que debían tener la oratoria y la literatura, en el entendido de que, liberada del yugo de la monarquía española, para el que la religión católica había sido instrumental, la sociedad chilena había entrado “prósperamente en el camino de la civilización”, es decir, un estadio de desarrollo en que se alcanzaba un estilo de vida más benéfico, de buenas costumbres, bajo el gobierno de la libertad. En esta etapa, el cultivo de las bellas artes era necesario para “pulir y perfeccionar nuestras costumbres”, a las que el buen gusto daría “una forma, orden y vida”.39
Respecto al primer grupo de cuestiones, el debate sobre los derechos en una república y cómo formar ciudadanos habilitados para ejercerlos, las consideraciones sobre la elocuencia parlamentaria se centraron en definir su papel orientador y formativo y, en relación con lo anterior, precisar las cualidades que debían tener los hombres públicos para conducir, con sus disertaciones, los destinos de la república. En este ámbito, la obra más importante fue redactada por el expatriado argentino Vicente Fidel López, profesor del Liceo de Chile, quien publicó un Curso de bellas letras en 1845, convencido de que, si bien la obra de Blair seguía siendo la autoridad más sólida en materia de retórica y oratoria, éste era un libro que descansaba sobre principios que ya no correspondían al estado político y literario del siglo XIX, es decir, el de la democracia representativa, sistema desconocido por los antiguos. Según López, cada época debía tener su propia retórica, pues cada una tenía sus propias ideas y formas de expresión.40 Siguiendo este planteamiento, no distinguía, como sus predecesores, tan sólo entre oratoria sagrada, académica y jurídica, sino entre sagrada, política (parlamentaria), dogmática (académica) y del foro (jurídica). La novedad era, como es fácil notar, la distinción de una rama específicamente política. Según López, esta última sólo podía ser practicada en estados libres, es decir, repúblicas representativas, pues para hacer discursos políticos era necesario que existiese libertad de expresión. Dentro de este tipo de elocuencia, López, a diferencia de Hugo Blair, separaba la elocuencia política de “los antiguos y los modernos”. Los oradores antiguos, especialmente los atenienses como Demóstenes, debían realizar sus discursos frente a todo el pueblo, una reunión tumultuosa dominada por la masa, es decir, “la parte menos filosófica y más alborotada de la ciudad”, de manera que sus principales recursos eran la pasión y la acción. Esto explicaba entonces la vehemencia de la oratoria griega, que “los filósofos antiguos miraban como una plaga”. López, en su análisis, se hacía eco de la corriente antidemocrática del republicanismo, tendencia que se puede detectar desde Aristóteles hasta el siglo XIX, pasando por los renacentistas y la mayor parte de los filósofos ilustrados y que explica buena parte de la discusión política en el siglo XIX chileno.41 La elocuencia política antigua, planteaba López, había desaparecido con la caída de Roma y otra nueva, la moderna, había nacido, primero en Inglaterra, luego en Francia y más tarde en gran parte de los pueblos americanos. Esta oratoria moderna era “hija de la filosofía, razonadora y organizadora”. No era el medio de las pasiones vulgares, sino de los progresos filosóficos de las civilizaciones, “de los adelantos industriales que la ciencia y la actividad mercantil derramaban liberalmente sobre los pueblos”. Su propósito, antes que conmover y agitar las pasiones, era enseñar y mandar en nombre de la razón. En consecuencia, el orador debía ser ahora el representante de los intereses del pueblo. Por esto, el político y parlamentario moderno debía tener una conducta circunspecta y medida, tranquila y reflexiva. Esto debía estar acorde, entre otras cosas, con la disposición de su audiencia, los miembros del parlamento, compuesto por los hombres más notables del país quienes, en vistas de su ilustración, contaban con las habilidades públicas para imponer la ley a todos. Por lo tanto, conforme a sus propósitos y el contexto en que debía poner en movimiento sus destrezas para alcanzarlos, el retórico moderno debía conducir sus palabras en atención a las reglas del buen gusto: “la austeridad en el razonamiento y en el estilo es su primer deber”.42
Por otra parte, el Curso de Bellas Letras de López hacía eco de las ideas románticas respecto al exceso de normas. En cuanto a esto, la noción de buen gusto era precisamente aquella que permitía transitar la delgada línea entre el exceso de reglas que podían limitar la libertad de creación, cuidando al mismo tiempo que ésta no cayera en los excesos que se criticaba a los románticos, aquellas “frases campanudas e ininteligibles”, que denunciaba Domingo Faustino Sarmiento.43 En efecto, el Círcu lo de Amigos de las Letras, fundado por José Victorino Las tarria, admiradores de López, declaraba tomar del romanticismo “la libertad para afirmar la libertad del espíritu”, pero distinguía entre libertad y licencia. La discusión sobre las cualidades literarias de este movimiento estaba anclada en la noción del buen gusto, pues, según Sarmiento, la emancipación que permitía la escuela romántica era a menudo confundida con excesos, “disparates que son tanto insultos a la moral, al buen gusto y a la sana crítica”.
Las facultades que se tomaban algunos que se llamaban a sí mismos románticos, plagaban el teatro, por ejemplo, de crímenes nefandos, “monjas sangrientas, pajes enamorados de sus madres, madres enamoradas de sus hijos, mujeres que asesinan a sus maridos”. El argentino esperaba que este tipo de literatura fuera reemplazada por otra nueva, ni romántica ni clásica, sino guiada por “la razón y la buena filosofía, esas supremas reguladoras del pensamiento”.44 Dicho de otra manera, la libertad creativa permitiría emanciparse de “las mezquinas reglas escolásticas”, imponiendo otros cánones que expresaban la verdad según los principios “del buen gusto”.45 El teatro era así otro espacio en que debían observarse sus reglas, uno de especial preocupación para los liberales vinculados a los círculos literarios, en razón de sus eminentes consecuencias sociales y políticas. Aunque se trataba de un entretenimiento y no de una escuela de moral, debía atenerse a las reglas del buen gusto porque, incluso más que los discursos políticos, tenía un fuerte influjo en la “parte más escogida de la población”, hombres, mujeres y niños cuyas “consciencias y costumbres son un sagrado que no es dado tocar”, pues si eran corrompidas era necesario corregirlas exponiéndolas a muestras de virtud y deber, “siempre con un modo y propósitos morales útiles”.46
El buen gusto y la oratoria sagrada
Durante el siglo XIX gran parte de la élite intelectual laica, entre ellos los conservadores llamados clericales, es decir, aquellos que sostenían que la Iglesia tenía un papel fundamental en la sociedad chilena y que el Estado debía ser católico, los sacerdotes seculares, se habían formado en las mismas instituciones que los intelectuales y políticos liberales y compartían con ellos una educación y acervo cultural comunes. Se encontraban separados en cambio por sus posturas respecto al papel que cabía a la religión en la república y por lo que consideraban el ataque del campo liberal a la Iglesia y su lugar en el Estado y la sociedad. Esa formación y cultura compartidas, sin embargo, llevó a los defensores del lugar de esta institución religiosa a plantear que para preservar su papel en el Chile republicano, no sólo debían sostener sus ideas en el púlpito frente a un auditorio de alguna manera cautivo, sino también en el ágora moderna, esto es, frente a la opinión pública. Con este objetivo en mente, en 1843 fundaron la Revista Católica, espacio destinado tanto a reforzar la correcta doctrina como a debatir y responder a los “errores” de aquellos artículos y publicaciones liberales que contrariaban los principios de la religión o que atacaban directamente a la Iglesia.47
La modernidad de la revista se revela en su prospecto, cuando anuncia que será de su especial atención la literatura eclesiástica, pues era fundamental contribuir a formar el buen gusto de quienes se dedicaban a la carrera eclesiástica.48 En este sentido, había un acuerdo, si se quiere entre los republicanos, liberales y los líderes eclesiásticos, en que esta noción era fundamental para formar las buenas costumbres de la sociedad y normar su comportamiento. Por lo demás, afirmaba la Revista, la elocuencia era una de sus preocupaciones centrales porque era la herramienta que Cristo había utilizado para difundir la verdad de su mensaje, y la época de los Padres había sido también la de la gloria de la elocuencia cristiana. Más tarde ésta había decaído, especialmente durante la Edad Media y venía recuperándose desde el Renacimiento en adelante.
Como el discurso secular, la efectividad de la prédica cristiana dependía en buena medida de que los fieles reconocieran la virtud del orador y de que éste comprendiera las necesidades de su tiempo. La fuerza de los sermones se jugaba en la capacidad de los sacerdotes para estar a tono con el estado intelectual de los pueblos a los que buscaban conquistar. Sus oraciones debían corresponder a la civilización de su audiencia, y para enfrentar los ataques de los intelectuales liberales era necesario ser capaces de desafiarlos con sus propios recursos, pues “lo que producirá emociones fuertes a un auditorio inculto, sólo causará desprecio, y tal vez irritación a otro ilustrado”. 49Era necesario, por lo tanto, manejar las armas del adversario. De otra manera, sus palabras caerían en tierra baldía, pues no tendrían aplicación inmediata para quienes lo escuchaban. Así, el discurso eclesiástico debía atenerse a las reglas del buen gusto para dar cuenta de la dignidad de las materias que trataba y del estado cultural y político de la audiencia a la que estaba dirigido.
Con todo, en este ámbito la lucha de la Iglesia se jugaba en distintos campos de batalla. Uno era el del parlamento y los periódicos y otro, muy distinto, el del púlpito. Ahí, las reglas de la oratoria sagrada eran diferentes que las de la elocuencia política o secular, y esto porque mientras que la autoridad del discurso laico dependía en buena medida tanto de las cualidades del orador como de las de una alocución compuesta conforme a las reglas de la retórica, la efectividad de la prédica estaba garantizada principalmente porque la verdad de sus palabras se fundaba en la autoridad divina. Frente a las críticas que se hacían en los periódicos liberales a los sermones de los prelados, acusándolos de utilizar imágenes escabrosas para infundir el temor entre los fieles, la Revista sostenía que, si el objeto de la prédica era persuadir, era necesario tocar todos los resortes que agitan el corazón del hombre y ponen sus pasiones en acción, y éstos eran el amor y el temor. Los santos Padres de la iglesia “hacían temblar y llorar a sus oyentes”, y oradores de la talla de Bossuet y Massillon, a quienes no se podía acusar de desconocer las reglas del gusto, “no hablaban sólo el lenguaje de la esperanza; también empleaban los terrores del juicio de Dios”. Como los románticos, la Revista acusaba de intolerancia a quienes pretendían someter a las reglas del buen gusto los placeres de la imaginación, exigiendo que se atuviesen a modelos “cuya observancia es más difícil y la práctica más rara a medida que se es más profundo su reconocimiento”.50 El fin superior de los sermones podía liberar a los predicadores de la inflexibilidad de las reglas de la retórica. En el púlpito primaban los argumentos de autoridad y razón cristiana en favor de los dogmas y las verdades que se querían probar, y para señalar los errores que se buscaba combatir. No era necesario, por lo tanto, ser “demasiado exigente con las reglas del arte” pues muchas veces la sujeción a las mismas podía hacer que la predica perdiera “en vigor y novedad lo que ganase en orden artístico”. La “falsa elocuencia” de los enemigos de la religión que se vanagloriaban de seguir las normas del arte revestía con las “más bellas formas a los más absurdos pensamientos”.51 Las leyes de la oratoria servían tan sólo para ordenar el discurso, para hacerlo inteligible, pero la fuerza de los sermones radicaba en la verdad de su mensaje antes que en su capacidad para componerlo siguiendo las normas del buen gusto. Por esto, la elocuencia de los Padres había sido superior a la de los antiguos oradores griegos y romanos. Mientras que estos últimos recurrían a “adornos artificiosos y elección de frases y palabras”, los primeros destacaban antes por la “sencillez […], por la magnificencia de las imágenes y por la fuerza de sus pruebas”.52
Conclusiones
El arte de la retórica tiene una larga tradición histórica y desde que comienza su estudio y la reflexión en torno a sus principios, éstos refieren a cuáles son las formas más efectivas de persuadir a audiencias particulares. Por sus propósitos persuasivos, entonces, las normas refieren no sólo a determinadas maneras de componer los discursos, sino a un análisis, que luego se traducirá en reglas, sobre el vínculo entre la persuasión, las emociones y el contexto político y cultural en que éstas se producen. En el lugar de su nacimiento, la democracia ateniense y la república romana, el contexto era el de la libertad política ejercida por “los muchos”, y las regulaciones de la retórica respondieron a él. Se trataba, en distintas medidas, de persuadir a grandes grupos de ciudadanos que votaban de manera directa. Los discursos de los gobiernos republicanos representativos decimonónicos, en cambio, debían ser efectivos en diversos campos. Por un lado, como planteó Camilo Henríquez, en el parlamento, por otro, en la prensa que orientaba a la opinión pública. El papel formativo que se atribuía a la opinión pública obligaba a los publicistas a considerar las normas del arte para formar ciudadanos que pudiesen actuar en vista de argumentos racionales expuestos de manera digna. Dicho de otra manera, sus publicaciones debían cooperar en la reforma de las costumbres de manera que sus lectores pudiesen llegar a ser ciudadanos.
La Iglesia se adhirió en gran parte a este proyecto civilizatorio y a los ideales del buen gusto neoclásico y, de hecho, los teóricos de la retórica de los siglos XVIII y XIX, especialmente los jansenistas, alaban la oratoria española por sus progresos en este sentido. Con todo, la disputa por el papel político y social de la Iglesia dentro del proyecto republicano la impulsó a reconsiderar su adhesión a estas reglas, consciente de que su lugar en la república dependía de la fidelidad espiritual de la feligresía, compromiso que no dependía necesariamente de la lógica de sus verdades, del mismo modo en que lo hacían los argumentos sostenidos por los representantes del liberalismo. Éstos criticaban los estilos de predicación en la Iglesia porque afirmaban la imagen de una institución retrógrada y oscurantista, que apelaba a las pasiones del miedo y el amor antes que a la razón. La Iglesia comprendió, quizá mejor que los políticos, que debía jugar en campos diversos con herramientas diferentes. En el de la esfera pública, adhiriendo a los principios de las bellas letras, pero también en el púlpito, apelando a los sentimientos religiosos de sus fieles.