Las siguientes páginas están dedicadas a comprender la trayectoria del concepto socio político de moral a finales del siglo XVIII en el virreinato de la Nueva Granada. El artículo examina tres núcleos conceptuales de la moral que fungieron como nudos de sentido a partir de los cuales se identificó lo que resultaba lesivo al orden, se concibió la cohesión, se definieron los contornos de la legitimidad y se orientó la conducta de los vasallos. El carácter transversal y medular -aunque difuso- de la moral en la monarquía indiana hace difícil su estudio. No es sólo una cuestión de desentrañar sus fundamentos filosóficos sino de pensarla como el denso entramado conceptual a partir del cual se desplegó su vocación normativa. A lo largo del artículo abordaré las reflexiones teológicas en la medida en que pesaron en la construcción del ordenamiento teológico-político, pero centraré mi atención en el estrato intermedio que ligó los gobiernos civil y eclesiástico al vincular el pecado y el delito, la jurisdicción y la costumbre, el vasallo y el creyente, la virtud y la moral.
Aunque el artículo parte del siglo XVI se centra en los últimos 50 años del virreinato, en la antesala de la crisis política que resultó en la implosión de la monarquía y la creación de una república católica, cuando el basamento normativo sufrió transformaciones importantes y dio paso a una sutil diferenciación entre moral y virtud. Esas transformaciones, junto con las dislocaciones sufridas durante las revoluciones políticas de la Independencia, entre ellas la eclosión de la soberanía popular, y el naciente compromiso con la vía republicana, instituyeron el conflictivo escenario para el desarrollo de la vida política posterior.
Tres núcleos de sentido
Para comprender el alcance de la moral durante el periodo monárquico hay que remontarse al siglo XVI, periodo marcado por la expulsión de los moriscos, la incorporación de los territorios americanos a la Corona, la disputa contra los reformistas y el Concilio de Trento (1545-1563). Estos procesos ayudan a entender algunos rasgos de la monarquía, tales como el peso del catolicismo, el carácter militante de la moral, en particular contra las llamadas desviaciones cristianas, las cuales descalificaba como heréticas e impías, y, finalmente, la constitución de la teología moral como ciencia independiente, lo que “implicó un problema ecuménico de primer orden”.1 Buena parte de las discusiones en el Concilio de Trento se dedicaron a la fides et mores, sintagma generalmente traducido como “fe y moral” pero que, como aclara John O’Malley, resulta más apropiado como “doctrina y conducta pública”.2 Para entonces el vocablo formaba parte de una tradición humanista selecta y se consolidó como un término técnico de las élites intelectuales para la dirección y administración de la conducta social.
Una rápida mirada a los diccionarios del periodo constata la lenta integración del vocablo a la cultura pública más amplia y su progresiva expansión y diversificación. Sus primeros registros -en el Vocabulario español-latino (1494) de Nebrija- lo vinculan a la etimología latina (moralis, costumbre) y griega (ethicus, filosofía) de la tradición letrada humanista. Más interesante, en 1609 Sebastián de Covarrubias aún no le había asignado una entrada propia en el Tesoro, aunque bajo la definición de ética se lee: “una parte de la Filosofia, perteneciénte a las costumbres, que por otro nombre llamamos Filosofia moral”.3 Igualmente en diversas partes del Tesoro aparece la voz moral para aludir a la “enseñanza” de una fábula, alegoría o historia, una de sus acepciones con mayor durabilidad. Poco más de un siglo después el Diccionario de Autoridades incorporó el lema como la “Facultad que trata de las acciones humanas, en orden a lo lícito o ilícito de ellas. Moralis facultas, scientia”. Y, adicionalmente, “lo que pertenece a las buenas costumbres, o a las acciones humanas, en orden a lo lícito, o ilícito de ellas. Moralis”.4 Moralidad, por su parte, aparece como “Doctrina o enseñanza perteneciente a las buenas costumbres y arreglamiento de la vida. Latín. Documentum morale, vel sententia”. Para comienzos del siglo XIX, la voz moral había adquirido visibilidad en la cultura política de la monarquía y se había vuelto imprescindible para la gobernanza civil, aun cuando su uso no trascendía más allá de las clases letradas.
Tres núcleos de sentidos saltan a la vista en esta primera inspección: la doctrina concerniente al arreglamiento de la vida; el recto juicio y la moral como empresa pedagógica; y las costumbres, hábitos y valores que configuran un orden social legítimo. Estos tres núcleos de sentido permanecieron en las fuentes hasta finales del siglo XIX. En lo que sigue considero cada uno de los núcleos de sentido por aparte, identificando la centralidad del término para la experiencia colectiva, la continuidad de un corpus doctrinario y los cambios significativos en su realización social durante el periodo monárquico. Esos tres núcleos son elaborados de manera diferenciada -aunque interconectados- por diversos saberes y géneros discursivos, principalmente la teología y la filosofía moral, la pragmática moral y el derecho.
Primer núcleo de sentido
El primer núcleo de sentido se refería al conjunto de principios que son fundamentales para llevar una vida recta. Esos fundamentos normativos estaban inscritos, de manera objetiva, en la racionalidad que estructuraba y le daba sentido al orden natural, a cuyo núcleo esencial Francisco Suárez le dio el estatuto de ley natural, prima praecepta, complemento de la verdad revelada y fundamento de la legislación humana, secunda praecepta.5 Para finales del siglo XVI ya existía un corpus doctrinal que estableció los supuestos y los procedimientos para la interpretación de la ley natural, cuya exégesis se le delegó a teólogos calificados con la intención de armonizarla con el evangelio y la eclesiología.
La teología y la filosofía moral ofrecieron un lenguaje flexible y universalista que se aplicaba de manera casuística, combinando los principios morales con los particularismos jurisdiccionales y ofreciendo fórmulas para su implementación cotidiana.6 A pesar del carácter técnico de la literatura neoescolástica, su vocación práctica le permitió abordar toda suerte de temas, desde la naturaleza de la conciencia, la observancia de los sacramentos, la naturaleza y los tipos de pecados, el fundamento de las leyes positivas, las instituciones y las costumbres, y las conductas delictivas. Es posible decir que no había materia práctica que se escapara a sus consideraciones y el concepto aglutinador fue el del gobierno de las almas.7 Para el caso americano la teología desarrolló adicionalmente una rica reflexión moral sobre la conquista y la evangelización que resultó decisiva tanto para definir la especificidad del indio (de su evangelización, naturaleza e historia) como para implementar un gobierno orientado a la “salvación” de los americanos.8
A lo largo del periodo la ciencia moral permeó la vida social y política neogranadina.9 La producción de la literatura moral estuvo sometida a la orientación de los sínodos diocesanos y concilios provinciales. En la Nueva Granada se llevaron a cabo dos concilios provinciales (1625 y 1774), ambos subsidiarios de los concilios limense y mexicano (1582 y 1585 respectivamente), todos anclados en las directrices emanadas del Concilio de Trento.10 En los colegios, seminarios y universidades de la monarquía el estudio de la moral se ofertaba en la facultad de cánones, leyes y teología, con cátedras especializadas sobre Dogmática, Teología Moral, Sagrada Escritura, Casuística y Derecho Canónico, en las que se comentaba la Suma de Tomás de Aquino.11 El curso de estudios duraba entre cuatro y diez años, al término de los cuales los candidatos -entre ellos el prelado destinado a las parroquias americanas- recibían el grado y las órdenes sagradas. La experticia moral estaba en manos de repu tados teólogos y filósofos y, a nivel local, de los párrocos que seguían los lineamientos de los primeros.
La condición subsidiaria del derecho positivo explica la importancia de la teología moral. Víctor Tau Anzoátegui advirtió hace ya casi dos décadas que la ley, la religión y la costumbre constituían el entramado normativo que ordenaba la sociedad indiana. Y aunque sus cauces intelectuales estaban suficientemente diferenciados, ninguno de los tres constituía un orden autónomo.12 Aun para los ilustrados, como Gaspar Melchor Jovellanos, la teología moral y el derecho natural “forman una sola ciencia, reducida a enseñar los deberes del hombre moral hacia Dios, hacia sí mismo y hacia su prójimo”.13 Los teólogos morales se interesaron en el derecho debido a que “la rectitud de las conciencias está en la observancia de las leyes”.14 El papel central de la ciencia lícita en la vida civil emanaba de la centralidad del gobierno de justicia y enriquecía el carácter jurisdiccional y la estructura plural de la Monarquía. La legislación indiana conminaba a las autoridades civiles a que castigaran los “pecados públicos” y a que “provean lo que convenga, para que cesen las ofensas de Dios, escándalo, y mal exemplo de las Repúblicas”.15 Las autoridades civiles y eclesiásticas se concebían como parte de una institucionalidad orientada a lograr unos mismos fines. En la medida en que la moral estaba en el centro de la vida colectiva, la legitimidad del gobierno “tenía menos que ver con su origen [monárquico, republicano o aristocrático] que con su finalidad [el gobierno conducente a la vida recta]”.16 La transgresión del orden social daba pie a las penas estipuladas en la legislación canónica y positiva y, más dramático, al escándalo, término del periodo que, en palabras de Germán Colmenares, “poseía la virtualidad de convertir en hechos sociales conductas privadas, aun las más íntimas”.17
Los fundamentos teológicos de la moral no estaban disponibles para la disputa pública (más allá de los debates pro ta go niza dos por teólogos cualificados entre, por ejemplo, probabilistas y rigoristas), lo que explica que al examinar la documentación relativa a la administración virreinal -legislación, relaciones, causas, informes, representaciones, denuncias, etc.- los términos moral/inmoral aparecen con poca frecuencia durante los primeros dos siglos y medio, ya bien sea para calificar las creencias, objetivos o conductas de los actores. En la abundante documentación sobre el levantamiento comunero (Socorro, 1781), ni las autoridades virreinales, ni el regente visitador Gutiérrez de Piñeres, ni los comuneros usaron el término para describir su posición o descalificar la antagónica. Sólo el capuchino Joaquín de Finestrad, quien predicó en la región durante los meses siguientes, usó el término con alguna frecuencia para insistir en la calidad degradada del pueblo y la obligación del vasallo de acatar la ley. Esto no quiere decir que las creencias o acciones de los diversos grupos sociales estuvieron en conformidad con los preceptos morales; al contrario, como demuestran los innumerables procesos contra los caciques andinos, el desafío de la norma moral formó parte de la vida social en el virreinato.18 Cuando aparece el término entre el público no especializado lo hace en su sentido habitual de lección o aprendizaje como, por ejemplo, señala fray Pedro Simón en el prólogo a su Noticias historiales, que “la historia […] es espejo de la vida y una filosofía moral que nos pone delante los ojos las vidas de los hombres y nos enseña que tomemos ejemplo de aquellas cosas que nos pueden ser provechosas y doctrinales […]”.19
Segundo núcleo de sentido
El segundo sentido se refiere a la facultad de todo hombre para discernir lo lícito y ejercitar el “juicio natural de la verdadera razón”.20 La realización de esa facultad requería, según Aquino, que “la voluntad del hombre [actuara] según el orden de la razón [de tal manera que] el objeto de la filosofía moral es la operación humana ordenada a un fin, o también el hombre en cuanto que actúa voluntariamente en razón de un fin”.21 Era una facultad disponible a todos los hombres. En su Historia Fernández de Piedrahita señala que los muiscas lloraban ante la muerte de su cacique Tisquesusa, príncipe bueno, “pues entre los bárbaros resplandecen las virtudes morales para ser amadas”.22 Sin embargo, esa potencia encontraba dificultades en su realización por diferentes motivos: la inclinación natural al pecado, la degradación moral de los sujetos y los pueblos, y, en el caso de los rústicos, el desconocimiento del Evangelio (fuente revelada que apuntalaba las facultades naturales).23 Más importante aún, la capacidad no era espontánea, sino que se adquiría a través de una vida activa de discernimiento. Es por eso que sólo unos pocos podían ser virtuosos mientras que la mayor parte de la población resultaba vulnerable ante el embate de las pasiones.
El principio de la capacidad intelectiva, su voluntario complimiento y las dificultades que los feligreses encontraban para ejecutar el recto juicio, llevó a que la Iglesia hiciera de la conciencia del creyente el centro de su atención. La Iglesia buscó administrar la conciencia de los hombres a través de varias estrategias complementarias: la confesión, la acción pastoral del clero, la sociabilidad y las ritualidades. Mientras el confesionario se convertía en el lugar donde se llevaba a cabo la comprobación del fuero interno (verificación del consentimiento deliberado y, sobre todo, de la integración vertical en el ordenamiento corporativo), la acción pastoral movilizó a la jerarquía eclesiástica a renovar su misión evangélica. Las congregaciones, cofradías y las diversas ritualidades convirtieron a la moral en un campo organizado para producir efectos -arrepentimiento, remordimiento, inspiración, amor ferviente-. Los concilios y sínodos especificaron las cualidades y deberes de párrocos y doctrineros para el buen funcionamiento de su labor a través de una abundante literatura pragmática, tales como doctrinas, catecismos, confesionarios, novenas, vidas de santos e instrucciones.24 De ese modo, el carácter técnico de la filosofía moral llegaba efectivamente a vastos sectores sociales de la monarquía a través de simples reglas de comportamiento correcto.
La moral se compendiaba en sumas impresas que circularon ampliamente con el fin de instruir al clero, uno de los tópicos recurrentes en las pastorales del virreinato. El obispo de Popayán, Juan Machado de Chaves, publicó sus tratados (1647) para combatir
[…] la ignorancia, y poca noticia de la Teología Moral, con que exercen sus oficios, y misterios los Sacerdotes, Curas y Confessores; siendo ellos […] Ángeles del Señor de los Exércitos, y sus labios la custodia de la ciencia, de los cuales ha de aprehender el pueblo la doctrina, enseñanza de las leyes, y preceptos de Dios, y las dudas que acerca de su cumplimiento se ofrecieren.25
En 1761, el papa Clemente XIII emitió la encíclica In Dominico agro en la cual ordena la reimpresión del Catecismo romano (1566) para preservar la pureza de la religión.26 Las recomendaciones dan cuenta de las continuidades en los fundamentos teológico-políticos de la Monarquía.27
Una manifestación notable de la proyección pedagógica es la aparición del moralista, letrado que se encargaba de esclarecer asuntos para el bien de la República. De fray Benito Feijoo, figura paradigmática de la primera mitad del siglo XVIII, se decía que sus obras “bastan para desempeño de la utilidad pública en quales quiera materias, siendo todas juntas una continuada máxima para nuestro govierno económico, moral y político”.28 Cuando ocurría un caso jurídico de especial importancia se consultaban “personas de conciencias doctas” -generalmente un prelado- antes de adoptar la decisión “y de registrarlos en los libros de acuerdos como fundamento de la decisión adoptada”.29 La misma definición del derecho implicaba un “espesor de la interpretación” que no dependía del contenido positivo de la ley sino del consejo moral para la buena ejecución de las leyes: “saber las leyes no consiste tanto en poseer sus palabras cuanto en penetrar su sentido y verdadera inteligencia”.30 El papel de los clérigos en la resolución de disputas cotidianas habla del alcance jurisdiccional de la Iglesia.
El sentido y el alcance del consejo moral en la interpretación y ejecución del gobierno civil se pusieron en evidencia durante la crisis provocada por el levantamiento comunero de 1781 en la Nueva Granada. La disputa entre el regente visitador y la Junta de Santafé, por ejemplo, en torno a la prudencia de aplicar los decretos reformistas una vez que se dieron las primeras manifestaciones de descontento, sólo logró resolverse debido a la iniciativa que tomó el arzobispo Caballero y Góngora, quien decidió aplicar unos y suspender los demás después de conducir negociaciones con los amotinados.31 De modo similar, las versiones encontradas sobre la razón que dio origen a la sublevación -del virrey, del regente visitador, de la Junta General de Santafé, del arzobispo, del marqués de San Jorge y de los líderes comuneros- evidencian la espesura interpretativa del acto legal, el papel protagónico de la justicia distributiva en la ejecutoria del derecho y la efectividad del consejo moral en tanto adecuación, corrección e implementación de las medidas reformistas en el contexto de las circunstancias locales.
Tercer núcleo de sentido
El tercer y último núcleo de sentidos de moral se refiere al conjunto de las prácticas, valores e instituciones locales que configuraron los hábitos y tradiciones de una comunidad y que no contravenían la recta razón. La conexión entre moral y costumbre aparece en la etimología de la primera: “Tomado del lat. Moralis íd., deriva de mos, maris, ‘uso, costumbre’, ‘manera de vivir’[…]”.32En la tradición humanista la costumbre remite a la exaltación debida a los usos de los antiguos y en el contexto ibérico adquirió el sentido jurídico de fuero o derecho consuetudinario.
Ahora bien, aunque moral y costumbre comparten un campo semántico, resulta evidente que no designan lo mismo. Tal vez esta diferencia se aprecia mejor en la relación que cada uno de los términos establecía con la ley. La costumbre constituía -desde las Partidas alfonsinas- el fundamento del derecho y “en determinadas materias su fuerza era imbatible aun frente a la ley”.33 El ordenamiento inmemorial, establecido y aceptado por los principales actores sociales, produjo el sentido moral de la costumbre y todo lo que lo violentaban era inmoral, razón por la cual Suárez llamaba “moral” a los lazos que vinculaba a una comunidad y José de Acosta llamó su obra Historia natural y moral de las Indias (1590).34 Pero ese ordenamiento por sí solo no era suficiente y por eso la ciencia de la moral debía vigilar las costumbres, asegurarse que no se desviaran de las rectas doctrinas y, si era necesario, corregir la costumbre cuando la encontrara equivocada.35
El regalismo del siglo XVIII transformó esta red conceptual. La invocación de la moral, en tanto “ciencia de las costumbres”, desde orillas novatoras como parámetro y guía para reformar las costumbres y “determina[r] las obligaciones naturales y civiles del hombre” vinculó la moral con la economía y la filosofía política como los saberes más importantes ya que “[…] influye[n] acerca de la regularidad de nuestras costumbres”.36 En ese proceso, funcionarios civiles y los ilustrados criollos asumieron progresivamente el mandato de moralizar a la población. La autoridad real apareció investida de cuatro cualidades: era “sagrada, paternal, absoluta y sujeta a la razón” y se desplegó como voluntad incontestable para corregir a los vasallos con el fin de configurar un orden virtuoso.37 Los ataques contra el laxismo y el probabilismo y la expulsión de los jesuitas se conjugaron con el progresivo cuestionamiento de la costumbre en el ámbito jurídico.38 Al final del periodo la costumbre aparecía como la remanencia de lo arcaico, lo irracional o lo pagano. En todos los casos se hacía énfasis en la necesidad de un gobierno fuerte y en la obediencia incondicional de los vasallos.
El razonamiento de Finestrad, comisionado para pacificar la zona comunera, revela los desplazamientos del concepto en este periodo. Al identificar las causas del levantamiento comunero, Finestrad señaló que los habitantes de la región “Se han forjado por objeto de su creencia y por regla de su moral una confusa masa de gentilismo y de cristianismo, de superstición y religión, de vicio y de virtud”.39 El abandono de los pueblos, la mala calidad de sus dirigencias y la ausencia de párrocos llevó a que las costumbres no fueran garantía de moral. Por ese equívoco, Finestrad continua, “[…] nace que con vano título de piedad se toleran los mayores desórdenes, ya de la codicia, ya de la ambición, ya de la injusticia, ya de la falta de subordinación y de intenciones muy opuestas a la moral cristiana y a la misma sociedad” (p. 122). Para aquellos empeñados en restaurar la grandeza de la monarquía y el celo evangélico en las provincias indianas, la costumbre local por sí sola propiciaba “el desorden en lo moral y en lo politico” (p. 122). Y, aún más, la indulgencia tradicionalmente mostrada a esas costumbres inveteradas ahora resultaba cómplice del espíritu sedicioso de la plebe.
La fuerza del levantamiento comunero evidencia que el antiguo lenguaje de la costumbre local continuaba siendo importante para amplios sectores neogranadinos.40 La reacción de las autoridades y los castigos contra los líderes más conspicuos no representaron la imposición final de una cultura regalista en el virreinato. Más bien se puede afirmar que durante las décadas siguientes se continuarán enfrentando dos visiones sobre el ordenamiento legítimo -una de ellas asentada en las costumbres locales, jurisdiccional y corporativa, mientras que la otra, basada cada vez más en la voluntad real, remota y apoyada en la promoción de una ley unificada.
Moral pública, virtud política
Esta narrativa sería parcial si no reconociera la presencia de otro concepto con el cual moral alternaba estrados: la virtud. Ambos términos con frecuencia aparecen íntimamente ligados, incluso como sinónimos, y, sin embargo, su trayectoria es diferente y de su alternancia podemos sacar conclusiones importantes para comprender el destino del concepto moral a finales del periodo monárquico y durante el siglo XIX. Como moral, virtud tiene una larga y aún más prestigiosa trayectoria histórica. Corominas indica que virtud deriva de ‘varonil’ y aparece en castellano por primera vez hacia 1440.41 El Diccionario de Autoridades -y con él los diccionarios del siglo XVIII- la definen como “la disposicion del alma, ó hábito honesto operativo de las acciones conformes á la recta razon, por las quales se hace laudable el que las executa”. Su campo semántico lo identifica con los dos primeros núcleos de moral -la doctrina concerniente al arreglo de la vida y la facultad humana para discernir lo lícito-. Su sentido es activo y designa un sujeto masculino capaz de cultivar la capacidad de controlar sus emociones y conducirse adecuadamente. Para los contemporáneos la vida activa era masculina, la pasiva femenina y por su naturaleza presa de las pasiones, reservando para los hombres las disputas sobre la moral y el buen gobierno.42
El concepto de virtud tiene un recorrido prestigioso, amparado en la misma literatura que le dio cauce a la moral. La virtud natural aparecía en los textos clásicos más tempranos (Platón, Aristóteles, Cicerón, Livio y Salustio), y la patrística cristiana, con San Agustín a la cabeza, reconoce en las virtudes paganas ecos de la verdadera religión, idea teorizada con gran vuelo por Francisco Vitoria y Francisco Suárez. Aquino escribió extensamente sobre la virtud: “[…] una perfección de la potencia[…]”, y la dividió en tres: teologales, intelectuales y morales.43 Las primeras -fe, caridad y esperanza- “tiene[n] por objeto a Dios” (Prima Secundae, c. 62, arts. 1-4, 471 y ss.) y “están por encima de las virtudes humanas, pues son virtudes del hombre en cuanto hecho partícipe de la gracia divina”. (Prima Secundae, c. 58, art. 3, 447).44 Las intelectuales y morales obedecen al “doble principio de [los] actos humanos, a saber, el entendimiento o razón, y el apetito, pues éstos son los dos motores que hay en el hombre” (Prima Secundae, c. 58, art. 3, 446). La virtud intelectual “tiene por sujeto el entendimiento y la razón” (Prima Secundae, c. 56, art. 6, 433), mientras que las virtudes morales “versan sobre las pasiones” (Prima Secundae, c. 59, art. 1-2, 450 y ss.) y perfeccionan la buena voluntad (Prima Secundae, c. 57, art. 3, 438). Las virtudes cardinales son virtudes morales (Prima Secundae, c.58, art. 3, 446; c. 61, art. 1, 463). Son cuatro: prudencia, justicia, templanza y fortaleza, derivadas de las clásicas o paganas. Ellas expresaban, en el marco de la Monarquía católica, la calidad de perfección civil y espiritual que se promulgaba y a la que se aspiraba. El ideal monárquico no reñía con las virtudes clásicas y los jesuitas familiarizaron a los iberoamericanos a través de la Ratio Studiorum con la virtud como vida activa en pos del interés general, más allá de los intereses propios.45
Por su parte, el regalismo tipificó al buen monarca por el “cúmu lo de virtudes” que “acredita [la] rectitud” del Rey, mientras que las del vasallo piadoso por el deber de “paga[r] tributo de lealtad a Nuestro Rey, de aumento á nuestra Religión, y de amor a Nuestro Dios”.46 Esta caracterización alineaba las virtudes activas con el rey y sus agentes -entre ellos los ilustrados criollos- y la moral con la conducta obediente del vasallo instruido. Es importante recordar que el regalismo se consolida en España en el contexto de una reflexión sostenida en el Euroatlántico en torno a la virtud política -aquella que concernía al gobierno civil y a la vida en sociedad-. La creciente circulación de textos en la Monarquía diversificó las fuentes que previamente habían acotado toda discusión sobre la virtud y la moral. Muchos de esos nuevos autores, como Montesquieu o Mably, no controvertían los arraigados fundamentos católicos, pero desplazaron su reflexión al campo de lo civil.47
En la definición clásica de Montesquieu la virtud era “el amor a las leyes y a la patria”, una fórmula que evidenciaba la vocación cívica, el carácter programático de la utilidad pública y el interés general de toda acción virtuosa.48 Esta fórmula fue repetida innumerables veces por los ilustrados locales, sin asomo de es cánda lo o presentimiento anatema. Al contrario, el nuevo énfasis en la virtud patriótica aparecía claramente inscrito en un contexto profundamente católico. El naturalista Francisco José de Caldas, editor del Semanario del Nuevo Reyno de Granada, definía en 1806 la virtud como la abnegación consistente “en preferir el bién público al nuéstro. Para ser virtuoso, es necesario resistir a sus inclinaciones, a sus deseos, a sus gustos, y combatir sin cesar contra uno propio”.49 Caldas propuso una escuela patriótica “pública, gratuita, y [que esté] baxo de la inspección y vigilancia del Gobierno”. De ese modo “los niños aprend[erán] los elementos de las virtudes christianas y civiles que los conduzcan despues á ser unos hombres útiles a la Patria”. Es interesante la recurrencia de patria, otro concepto que atravesaba un profundo cambio semántico y que se había convertido en la plataforma para justificar buena parte de las iniciativas reformistas.50 Nótese la combinatoria de antiguos sentidos católicos con los nuevos sentidos ilustrados que hace énfasis en el amor a la patria y a las leyes, la prosperidad y la riqueza, y a la moral como sustrato de costumbre que debe ser moldeado por los agentes reformistas.51 Valga la pena insistir en que uno de los objetivos de la utilidad ilustrada para Caldas es que los niños “honren con sus acciones la santa religión”.
Las transformaciones del concepto de virtud evidenciaban un nuevo horizonte de perfectibilidad. La aparición de nuevos sintagmas, tales como “virtud patriótica”, “virtud industriosa”, “constitución moral”, “utilidad moral” y “felicidad moral”, dan cuenta de un núcleo nuevo de preocupaciones y de un campo de acción inédito para las élites locales. Afincado en ese nuevo léxico, Caldas definió “la perfectibilidad moral” como consistente “en emplear todas las horas del día haciendo todo lo más posible y lo más grande posible [para cumplir con] la suma total de los deberes del hombre en sociedad”. La perfectibilidad de la moral aparecía, entonces, asociada a una nueva “economía del tiempo”, una “de las adquisiciones más preciosas [de] un hombre de juicio”.52
Ese horizonte concernía de manera diferenciada al pueblo. Éste aparece, también de forma novedosa, como fuente de riqueza del reino y, a su vez, como irremediablemente inmerso en el vicio y la degradación, tal y como se hizo evidente en las descripciones de Finestrad. La moralización del pueblo -es decir, el trabajo sobre el cuerpo social cuya finalidad ya no era sólo espiritual, sino que también se ocupaba del rendimiento de los cuerpos- se volvía necesaria por primera vez en la Monarquía. Pedro Rodríguez de Campomanes formuló un programa de “verdades, utilidad, y arreglo moral” para los artesanos para que de esa manera contribuyeran al progreso material.53 El gobernador de la provincia de Cartagena implementó en 1789 reformas que promovían la educación popular:
Que atendiendo a lo mucho que interesa la República en la buena Educación de la juventud y a lo que pierde esta en el abandono de la primera edad en que se forman las costumbres para el resto de la vida, deveran los Padres y Madres de familia, los tutores y curadores y otras qualesquiera personas que tubieren niños a su cuidado ponerlo precisamente desde la edad de cinco años a que aprendan la Doctrina Chistiana y primeras letras y desde los nueve a que se les enseñe alguno de los oficios o exercicios a que se aplicaren según su clase y esfera[…].54
El mandato pedagógico popular fue retomado por diferentes reformistas, quienes proponían escuelas de primeras letras y de saberes útiles para superar “Los obstáculos físicos, políticos y morales que oponen la naturaleza, las leyes, el Gobierno y las costumbres” a la felicidad pública.55 Ya no era tanto la perfectibilidad de los talentos que encontraban su expresión en la virtud patriótica sino la voluntad de moralizar al pueblo.
Como resulta evidente en estos casos, la virtud y la moral no juegan el papel de opuestos. Sin embargo, en el juego de diferenciación que los caracterizó, la virtud tendía a tener un papel protagonista mayor entre los ilustrados mientras la moral mantenía su hegemonía en la teología, el púlpito y en las frecuentes diatribas antiilustradas que buscaban controvertir o limitar las aspiraciones e iniciativas de los novatores. Así, aunque los ilustrados apelaban por igual a ambos términos, en general usaban la moral para identificar el basamento católico y la obediencia, necesarias para que en los pueblos surgieran personas virtuosas. Si la moral exigía conformidad con el dogma y las normas establecidas, la virtud estaba conectada con la razón y tendía a interpelar el carácter activo del ilustrado, su capacidad de autocultivo, exigiéndole una economía de acción en aras de construir un mundo más ordenado, libre y racional, de acuerdo siempre a la dogmática católica. La calidad de potencia activa presente en el campo semántico de virtud capturaba con mayor contundencia las facultades necesarias para practicar la utilidad pública y el amor a la patria. Lo cierto es que la virtud se convirtió en arma favorita de los novatores neogranadinos a finales del siglo XVIII para legitimar las diversas iniciativas que procuraban la felicidad del reino.
La distinción (que no oposición) entre moral y virtud fue instrumental para la aparición de formas ilustradas de participar en el espacio público. Ambos convergían en el oikos, la familia extendida en el padre de familia. Éste estaba a cargo del ámbito doméstico -mujeres, hijos, sirvientes y esclavos- y participaba, en su calidad de vecino, en la vida pública de la monarquía. La redefinición regalista del rey como padre de familia proyectó el esfuerzo moralizador sobre el escenario social. La sutil diferenciación entre moral y virtud dejaba por fuera de las formas de acción patriótica a todos aquellos que no eran cabeza de familia, es decir, sirvió para designar el campo de acción que se abría en la naciente publicidad ilustrada.56 Esta distinción no institucional, pero en la base de toda la institucionalidad, se mantuvo a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX y explica las dificultades que tuvieron las mujeres y otros grupos sociales para acceder a la ciudadanía tras la Independencia.
Finalmente, apareció una tensión que iba a resultar duradera con la intensa reflexión que apareció en el siglo XVIII euro-atlántico en torno a las facultades necesarias para la participación en el gobierno: la relación entre las virtudes cristianas y políticas. Esa tensión conllevaba el peligro (aunque no la certeza) de una eventual ruptura, tal y como había ocurrido con Maquiavelo y que generó la condena de la Inquisición.57 La formulación de Montesquieu, ya citada, cristalizó el debate público. En repetidas ocasiones aclaró: “Hablo aquí de la virtud politica, que es la virtud moral en el sentido en que se dirige al bien general; muy poco de las virtudes morales particulares; y nada de la virtud que tiene relacion con las verdades reveladas”.58 En su defensa de 1750 insistió en que la virtud política no era amoral sino el complemento necesario de la virtud católica para asegurar la felicidad pública.59
Sin embargo, esa diferenciación fue suficiente para que amplios sectores sociales la censuraran. En 1756 el texto fue condenado por la Inquisición por “contener y aprobar toda clase de herejías, proposiciones temerarias, erróneas, heréticas, despreciativas e ignominiosas para las Sagradas Congregaciones y Universidades, favorables al luteranismo y al calvinismo, y vilipendiar la Santa Religión Católica”.60 En 1787 aparece en español una extensa glosa del jesuita Joseph de la Porte, traducida por Joseph Garriga, en la que se señala insistentemente el equívoco en el que incurre Montesquieu. La separación de las dos virtudes resulta suficientemente irritante como para que en 1793 Joaquín Villanueva retome en el Catecismo del estado la controversia para contravenir la intención de “dar por real y efectiva la distinción lógica o metafísica de los dos respetos con que la escuela [de los filósofos] considera al hombre”. Según Villanueva la nueva filosofía quiere
[…] persuadir que en él hay […] dos hombres, uno moral y otro político, uno natural y otro sobrenatural, tan distintos entre sí, que puede obrar el uno con total independencia del otro; y de consiguiente que se puede en cualquier asunto tratar del uno, desentendiéndose enteramente del otro: mirar por el bien y felicidad del uno, sin hacer caso ni aun siquiera acordarse del otro.61
Aunque la separación de moral cristiana y virtud política se volvía fundamental para los modos de gobernanza que emergían en el espacio euroatlántico, ella amenazaba los fundamentos teológico-políticos de la monarquía al suponer que “la filosofía y la política y las demás ciencias que se ordenan a la felicidad pública, sólo miran al hombre en el estado natural y político, y así no tiene que ver con ellas la Religión revelada” (ibid.). Esa separación resultaba aún más amenazante en las provincias americanas pues, al decir del fiscal protector de indios de la Audiencia de Santafé, Francisco Moreno y Escandón (1772), la conexión entre el gobierno civil y el eclesiástico, o entre la virtud civil y la moral cristiana, “es incomparablemente mayor […], donde la introducción, conservación y fomento de la fe católica se debe a los esmeros de nuestro católico monarca”.62 La afirmación de Moreno Escandón da cuenta de la dificultad para concebir una virtud política autónoma en el contexto de la monarquía católica.
La creciente tensión entre virtud política y virtud moral o cristiana se volverá explosiva durante la crisis política que sobrevino con las abdicaciones de Bayona (1808) y el movimiento juntero (1810) y que, tras la eclosión de las soberanías locales y las guerras de independencia, desembocó en la construcción de un orden republicano, representativo y sustentado en la soberanía popular. El nuevo proyecto político fragilizó el entramado moral que había normado la sociedad desde el siglo XVI y evidenció la necesidad de llegar a un nuevo acuerdo entre virtudes civiles y cristianas, religión y política, Iglesia y Estado. Es diciente que durante el siglo XIX la virtud pierde atractivo y la moral, en cambio, se convierte en un concepto sociopolítico esencial de la experiencia neogranadina. Con insistencia apareció la misión de moralizar para los gobiernos republicanos.
En ensayos anteriores he insistido en que la rápida democratización del concepto moral a principios del siglo XIX tiene que ver con el advenimiento de una temporalidad precaria -una conciencia de la ausencia de principios trascendentes como fundamentos del ordenamiento republicano hispanoamericano-.63Quiero ahora complementar esa afirmación insistiendo en que no solo tiene que ver con la disolución de una forma de soberanía, sino que también está relacionada con la aparición del nuevo sujeto de la política -el pueblo-, el cual debía ser sometido al influjo moralizador. Para los ciudadanos católicos del siglo XIX resultaba evidente que la moral era la condición de posibilidad que permitía el ejercicio de la ciudadanía y la política representativa.
Conclusión
Mi interés en este artículo ha sido reconocer -en particular con miras a enriquecer la historia política del periodo- el lugar y peso del concepto moral en la cultura política del siglo XVIII y principios del XIX, un punto sobre el cual existen enormes vacíos historiográficos. Durante el periodo monárquico moral pasó de ser un término cuyo sentido estaba en manos exclusivas de los teólogos morales y determinado casi exclusivamente por el dogma católico, a ser un término que expresaba sentidos polémicos en relación con el valor de las costumbres, la capacidad de autogobierno de los pueblos y las formas de civilidad establecidas. Es precisamente en la relación no sobredeterminada y siempre cambiante de esos tres nudos que se hace posible, a finales del siglo XVIII, un tipo de acción política que no estaba prevista. Moral y virtud estuvieron orientadas a promover un orden jerárquico pero para finales del siglo XVIII “la confianza en la razón, el optimismo sobre las posibilidades de las fuerzas humanas y los avances de la utilidad frente a la mera caridad, acabaron por reorientar la moral hacia la transformaci6n, supuestamente mejora, del mundo, y por convertir la acción política en acción productora”.64 El vínculo que ambos conceptos establecen con patria le permite al emergente campo de actores americanos validar su experiencia local y proyectar sus expectativas para la felicidad del reino.
Por otra parte, el progresivo distanciamiento de la virtud civil o política de la moral cristiana señala la aparición de un nuevo modo de conducir la política que fragilizaba los cimientos del ordenamiento teológico-político de la monarquía indiana. A partir de la Independencia la legitimidad del gobierno no dependerá primariamente del gobierno conducente a la salvación de las almas. El gobierno de la justicia y de las pasiones pierde terreno, evidenciando el desplazamiento de un fundamento trascendente, y aparece lentamente el campo indeterminado, contingente de la representación de los diversos intereses que legítimamente tenían presencia en la comunidad política.