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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.74 no.4 Ciudad de México abr./jun. 2025  Epub 21-Abr-2025

https://doi.org/10.24201/hm.v74i4.4917 

Artículos

Orden y desorden en la alameda de la ciudad de México durante la segunda mitad del siglo XVIII

Order and Disorder in the Mexico City Alameda in the Second Half of the Eighteenth Century

Mariana López Hernández1 

1El Colegio de México


Resumen:

La Alameda de la ciudad de México se presenta como un espacio público en el que los militares incidieron ejecutando actividades de policía desde los años sesenta del siglo XVIII. El análisis de las Actas de Cabildo de la capital del virreinato de la Nueva España permite conocer el lugar como un paseo regulado e integrado a actividades recreativas, ceremoniales y comerciales. Fuentes pictóricas, manuscritas y periódicas revelan la superposición de jurisdicciones debido a la injerencia militar en el sitio para enfrentar el posible desorden, lo que propició algunos conflictos.

Palabras clave: orden; desorden; Alameda; Ciudad de México

Abstract:

The Mexico City Alameda is a public space that has seen military interventions for policing purposes since the 1760s. Analyzing the Municipality Acts of the capital of the Viceroyalty of New Spain allows us to understand the place as a regulated site for promenades, integrated into recreational, ceremonial and commercial activities. Pictorial sources, manuscripts and the press reveal jurisdictional overlap due to military interventions at this site in order to confront possible disorder, which in turn led to conflict.

Keywords: order; disorder; Alameda; Mexico City

Introducción

Durante el siglo XVIII el orden y el desorden estuvieron presentes en muchos espacios de la Nueva España. En todas las etapas de la vida, en lo público y en lo privado, en lo rural y en lo urbano, la élite y la “plebe” tuvieron que seguir pautas de comportamiento cuya transgresión contribuía al dinamismo y al cambio de la sociedad.1 Por un lado, tanto los ideales normativos como las actitudes adoptadas por los individuos frente a esos modelos han sido objeto de estudio de investigadores que desde la historia de las mentalidades, la historia de la vida cotidiana y la historia cultural se han acercado a la familia, el matrimonio, la sexualidad, la religiosidad y las diversiones de los novohispanos.2 Por otro, el deseo de comprender la policía, es decir, el buen gobierno de la ciudad, así como las medidas que las autoridades tomaron para garantizar el orden y la seguridad, ha llevado a otros historiadores a acercarse a figuras como los alcaldes de barrio o los serenos cuyo desempeño en el virrei na to se sumaba a la de comisionados del Tribunal de la Acordada.3

A esos actores deben sumarse los militares, corporación que durante la segunda mitad del siglo XVIII tuvo un reacomodo institucional en cuanto a su composición y cuyas actividades en Nueva España también estuvieron relacionadas con el cuidado del orden, la seguridad y la tranquilidad de los habitantes. Así lo han dejado ver autores como María del Carmen Velázquez que, a mediados del siglo XX, señaló la participación del ejército en la expulsión de la Compañía de Jesús (1767), en las expediciones de Sonora y Baja California, en la toma de Panzacola, en el auxilio prestado a La Habana tras la ruptura de la Corona española con Francia en 1793, en el cuidado de las mercancías que traían los navíos de España y en el resguardo del orden público.4

Al respecto, casi 30 años después, Christon I. Archer subrayó el contacto “relativamente estrecho” que a partir de la segunda mitad del siglo XVIII los militares mantuvieron con “algunos de los sectores más turbulentos de la población”, pues ahí donde “los delitos y la violencia habían aumentado más allá de la capacidad de aplicar la ley de los funcionarios de la Acordada, de los alcaldes de barrio y de los alguaciles locales, se habían usado en muchas funciones de policía a los soldados regulares y a los milicianos provinciales”. Así, algunos piquetes de milicias locales apoyaban en sus rondas nocturnas a los alcaldes de barrio y a los oficiales de policía de las ciudades para prevenir robos y homicidios, lo que en algunas ocasiones se tradujo en roces jurisdiccionales entre los representantes de la justicia ordinaria y la militar que, asimismo, se sumaban a los desacuerdos que surgían en materia de fueros.5

La presencia de la corporación militar en las ciudades del virrei na to era por tanto notoria. Ben Vinson III ha dado cuenta de las rondas o patullas nocturnas que las milicias de pardos realizaban por las noches con el objeto de prevenir crímenes, de los servicios de guardia que prestaban a los oficiales reales, de su desempeño como mensajeros, como escoltas armadas y como alguaciles.6 Juan Marchena ha caracterizado a los militares como “vecinos diarios de la ciudad” que realizaban sus revistas, paradas y ejercicios en las plazas públicas para después acuartelarse en almacenes, casas particulares rentadas, conventos e iglesias, bóvedas y pequeños cuarteles.7 Luis Ángel Flores ha evidenciado las actividades de patrullaje que el Regimiento de Dragones de México realizaba en la capital de la Nueva España entre medianoche y las dos de la mañana “con el objetivo de encarcelar sospechosos o malhechores”, así como su disposición en guardias (compuestas por 20 hombres) para resguardar el palacio virrei nal, las inmediaciones del bosque de Chapultepec y la Alameda Central en turnos de 24 horas, dedicándose a “permitir solamente la entrada a las personas ‘decentes’ en el anochecer”, prohibir “el paso a los soldados y naturales”,8 “cuidar de que ninguna persona entrara en el lago grande (Chapultepec) o las fuentes de la ciudad”, “proteger el orden y la paz de los lugares” con el arres to de quienes atentaran “la tranquilidad con ruido, escándalos o alguna diversión” y “dar libre tránsito a los soldados que escolten pólvora proveniente de los caminos reales”.9

A estos señalamientos se suman los que he apuntado en otro trabajo acerca de las actividades que los integrantes del Regimiento de Dragones de España, otro cuerpo militar novohispano, realizaban en beneficio del público. Ejecutaban “ejercicios de fuego en las plazas de las ciudades, acudían a ayudar cuando algún accidente de gravedad ocurría, como el incendio de la Real Fábrica de Pólvora en diciembre de 1784, y desde 1791, coordinaban la vialidad de los coches en el paseo de la Alameda”. Además, participaban musicalmente en algunas ceremonias religiosas y fungían como escoltas de las autoridades durante las procesiones que se realizaban con motivo de la muerte de algún regente, las promulgaciones de la Santa Bula de Cruzada, la llegada de los virreyes a la ciudad de México y el paseo del real pendón.10

Si bien todos estos estudios demuestran la participación militar en las actividades de policía de la ciudad de México, ninguno ha ahondado en las implicaciones que supuso la participación del ejército en estas tareas. Este trabajo busca contribuir a llenar ese vacío, pero al ser tan diversos los espacios urbanos donde el ejército veló por el orden público, enfocaremos el lente para visualizar en detalle la Alameda de la ciudad de México, con el fin de exponer la injerencia militar en la vigilancia del orden del lugar desde mediados del siglo XVIII. Para ello, es necesario indicar que la conformación del espacio que nos ocupa respondió a una larga tradición de construcción de jardines y que su edificación implicó la elaboración de normas que garantizaran su buen funcionamiento. Con éstas nació la figura del guarda de la Alameda, cargo que se integrará a la estructura del cabildo y a partir del cual pueden percibirse las diferentes jurisdicciones que llegaron a tener injerencia en la Alameda. Una de ellas fue la militar, la que sigue siendo visible gracias a diferentes fuentes pictóricas conservadas tanto en archivos mexicanos como españoles.

La alameda, un jardín con precedentes europeos

A inicios del siglo XVIII la voz alameda hacía referencia a “un sitio donde hay muchos álamos”, es decir, un lugar donde podían encontrarse árboles “muy corpulentos” que exigían un río o un estanque para sobrevivir.11 Con el paso del tiempo, la palabra derivó su concepción hasta designar un “jardín público” y permanente, determinado por los árboles que marcaban el re corri do de los paseantes a quienes ofrecían su sombra. El impulso de estos espacios en los terri to rios hispanos puede ubicarse en los años setenta del siglo XVI con las erecciones de los paseos de Madrid (1570), Segovia (1573), Jaén (1577), Sevilla (1578), Écija (1578) y Ávila (1579).12 Sin embargo, su origen remoto puede rastrearse en los jardines de las antiguas Grecia y Roma.

Como lo ha demostrado Antonio Albardonedo, el paseo al descubierto entre alineaciones de árboles puede encontrarse en los textos de filósofos griegos que describieron aquellos delimitados por plátanos de sombra que se alimentaban del agua de las acequias y que servían como espacio para la docencia y el esparcimiento en los liceos, las academias y las palestras. Estas últimas sirvieron de modelo para el jardín público más antiguo de la ciudad de Roma, el Pórtico de Pompeyo (55 a.C.), en el que había calles delineadas por plátanos de sombra, laureles y columnas. Éste fue acompañado por jardines privados que llamaron la atención de autores como Cicerón, interesados por su descripción. Durante el siglo XVI, las producciones de estos escritores fueron retomadas, compiladas y ofrecidas como base teórica y técnica por autores italianos interesados en la jardinería, cuyas obras lograron materializarse en alamedas trazadas “mediante la plantación de hileras de grandes árboles de sombra” tales como álamos, olmos y tilos.13

Según Albardonedo, el concepto de estos jardines debe diferenciarse “de las alamedas naturales que crecían en los ríos”, así como las que se plantaban para la producción de madera o la contención de suelos en las orillas de ríos o canales,14 pero su importancia para diversas formas de sociabilidad no debe ser desdeñada. Al respecto, Laurent Paya advierte la necesidad de tomar en cuenta los trabajos de ingeniería de Lange Vijverberg en el centro de La Haya (Países Bajos) a lo largo del río Hofvijver o las avenidas arboladas de Lange Voorhout y Korte Voorhout, cuyas representaciones muestran los árboles que servían como contención del agua o como compañía de los paseantes en el camino que se dirigía hacia la iglesia dominica de Utecht. A estos ejemplos pueden añadirse los bastiones de la ciudad de Lucca, de los que se apropiaron sus habitantes para pasear y admirar la vista luego de que en 1546 se plantaran los primeros árboles, así como el Paseo del Prado, un camino que unía la casa real con la villa madrileña y que comenzó a ser modificado desde 1570 bajo el auspicio de Felipe II para la recepción de Ana de Austria, su futura esposa.15

Las actividades que como príncipe y luego como rey de España le concernieron lo llevaron a conocer diversos jardines ubicados en Países Bajos, In glaterra, Italia, Francia y Portugal que, según indica Marta Nieto, fueron determinantes no sólo para la formación y gusto estético del monarca, sino para las directrices que impondría en la construcción de sus sitios reales. En ellos resulta evidente, por ejemplo, el préstamo de “la relación de vistas entre la arquitectura y el jardín” de la villa de Bruselas de su padre, Carlos V; el interés por poseer cerezos, manzanos y perales como los que el duque de Arscot mantenía en su castillo de Chimay, además de naranjos como los que adornaban los jardines del castillo de Boussu; el uso de los setos para delimitar el espacio a la usanza de jardín de Mariemont; la manutención de jardineros flamencos capaces de conservar formaciones botánicas similares a las de su lugar de origen; las imágenes de una “isla solitaria conectada por puentes al mundo y a la realidad” al estilo del palacio de Binche, propiedad de su tía María de Hungría, y las grandes galerías que protegían a los paseantes de la intemperie como lo hacían en el palacio ducal de Bruselas.16

En este sentido, la Alameda de la ciudad de México puede insertarse en el proceso de reconfiguración de los jardines europeos donde Italia, Sevilla y Madrid cobran vital importancia. Es probable que como embajador de Felipe II en Florencia,17 futuro virrey de Nueva España, Luis de Velasco visitara algunos jardines italianos, que sus quehaceres en la Corte lo llevaran a re correr el Paseo del Prado y que sus ocupaciones políticas o personales lo condujeran a la Alameda de Hércules en Sevilla, considerada el antecedente de las alamedas americanas,18 experiencias que quizá motivaron al virrey a solicitar en 1592 al cabildo de la ciudad de México la construcción de una alameda19 “con una fuente y árboles para ornato de la ciudad” que estimulara la “salida y recreación de los vecinos”.20 La petición fue atendida y hacia 1598 el espacio urbano lucía un “modesto jardín, con una fuente sencilla central de cantería labrada” que poseía un único acceso por el tianguis de San Hipólito21 y que, como han demostrado poetas, cronistas, arqueólogos e historiadores, el sitio hoy da cuenta de las transformaciones que la ciudad ha sufrido con el paso del tiempo.22

El orden dictado

De los lugares que Luis de Velasco pudo haber re corri do, conviene resaltar el Paseo del Prado, pues los análisis de Concepción Lopezosa permiten señalar que ofreció bancos, fuentes y una torre ci lla de música, por lo que pronto se posicionó “entre los lugares favoritos de los madrileños, como punto de encuentro y convivencia”.23 A inicios del siglo XVII, el Paseo era una moda y el aumento del tráfico de “carrua jes de recreo”, que de vez en cuando se paraban inoportunamente, provocó la regulación del tránsito y la codificación del espacio con el establecimiento de algunas medidas de circulación. Por ejemplo, la definición de los carri les exteriores para el re corri do de los paseantes en coches o a caballo y la reserva de los centrales para los peatones. La labor de asegurar el orden y corre gir las conductas inadecuadas recayó en los guardas y los alguaciles hasta el siglo XVIII, cuando los soldados fueron incorporados a estas tareas sólo en los momentos en los que aumentaba el número de paseantes. Los militares fueron los responsables de evitar que se ejerciera la mendicidad; que las fuentes se emplearan como lavaderos o albercas, que los saraos se prolongaran más allá de medianoche, que hubiera duelos o desafíos entre los con curren tes, que se practicara la prostitución “bajo una supuesta forma de galanteo”; que los transeúntes portaran capas y tocados que les permitieran ocultar cualquier cosa para iniciar un disturbio y que los vendedores ofrecieran sus productos de forma ambulante.24 Como el Paseo madrileño, la Alameda de la ciudad de México fue regulada y en ella, hacia mediados del siglo XVIII, los militares se incorporaron a las actividades de vigilancia del orden.

Desde inicios de 1592 el cabildo había recibido la recomendación del virrey Luis de Velasco de nombrar a un español para “guardar” la Alameda además de regar y cuidar los árboles que la conformaban.25 Al parecer del virrey, la persona que más convenía para tal actividad era Francisco Vásquez, a quien se podía asignar un salario anual de 150 pesos.26 El cabildo aceptó la propuesta y el 12 de marzo del mismo año lo nombró “guarda alameda”.27 Vásquez no duró mucho en el puesto, pues un año y cuatro meses después tuvo que realizar un inventario de todo lo que se encontraba a su cargo y entregarlo al nuevo guarda, Miguel Alfonzo, quien como su antecesor tendría la responsabilidad de cuidar la Alameda y sus calzadas, mantener limpio el terre no y hacer lo necesario a fin de “poner en perfección” todos los árboles.28 Según menciona Efraín Castro, una vez creado el empleo en algunas ocasiones se permitió que el guarda viviera dentro de la Alameda, “en una modesta casa construida allí, y aprovecharse de los vendedores de alimentos que acudían los días festivos a ofrecer sus productos a los paseantes”.29

A partir de 1595 la designación del cargo se registró en las actas del cabildo de forma anual y se realizaba conforme a los demás oficios del ayuntamiento, es decir, por elección en la que en caso de haber disentimiento se re curría al virrey, como sucedió en 1595 antes del nombramiento del tercer guarda alameda, Juan Ciruelo.30

Tabla 1 Nombramientos de guarda alameda de la ciudad de méxico 1593-162031  

Nombre Periodo
Francisco Vásquez 12 de marzo de 1592-27 de julio de 1593
Miguel [Manuel] Alfonzo [Alfonso] 27 de julio de 1593-13 de enero de 1595
Juan Uuelo [Revelo/Ciruelo/Cirguelo] 13 de enero de 1595-13 de enero de 1597
Alberto [Lamberto] Ximénez 13 de enero de 1597-2 de enero de 1598
Juan Cirguelo 2 de enero de 1598-17 de julio de 1598
Pasqual Izquierdo 20 de julio de 1598-2 de enero de 1599
Fernando Hidalgo 2 de enero de 1599-25 de enero de 1599
Francisco de Vega 25 de enero de 1599-25 de octubre de 1602
Martín Díaz 25 de octubre de 1602-3 de enero de 1603
Juan de Castro 3 de enero de 1603-2 de enero de 1604
Baltazar Mejía Calderón 2 de enero de 1604-9 de enero de 1604
Pasqual Izquierdo 9 de enero de 1604-5 de enero de 1605
Francisco Gómez 5 de enero 1605-2 de enero de 1606
Simón Ruiz 2 de enero de 1606-2 de enero de 1607
Juan de Mier [Menes] 2 de enero de 1607-25 de enero de 1608
Félix Burgos 25 de enero de 1608-2 de enero de 1609
Agustín de Bustamante 2 de enero de 1609-2 de enero de 1610
Juan Francisco de Marchena 2 de enero de 1610-3 de enero de 1611
Fernando Marchena 3 de enero de 1611-2 de enero de 1612
Félix Vargas 2 de enero de 1612-2 de enero de 1613
Agustín de Bustamante 2 de enero de 1613-3 de enero de 1614
Francisco Alemán 3 de enero de 1614-13 de enero de 1615
Francisco de Castro 13 de enero de 1615-2 de enero de 1616
Félix Vargas 2 de enero de 1615-4 de enero de 1616
Juan López de la Cruz 4 de enero de 1616-2 de enero de 1617
Andrés Flores Montenegro 2 de enero de 1617-19 de junio de 1618
Juan Gutiérrez 19 de junio de 1618-2 de enero de 1619
Bernabé Jiménez 2 de enero de 1619-2 de enero de 1620
Juan Gutiérrez 2 de enero de 1620

Como puede observarse en la lista Nombramientos de Guarda Alameda de la Ciudad de México (tabla 1), hubo quienes fueron designados por dos años consecutivos o en dos ocasiones. Fue el caso, por ejemplo, del citado Ciruelo, quien tal vez debido a su buen desempeño como guarda estuvo a cargo del espacio en el bienio 1595-1597 y después por unos meses, antes de morir, en 1598. También hubo quienes poseyeron el cargo de manera efímera, como Francisco Alemán, que ejerció por sólo diez días, pues una fiebre alta producida por una insolación (tabardete) le impidió estar atento a su oficio.32 También llama la atención el caso de Pasqual Izquierdo, que fue investigado por Guillén de Brondat debido a las denuncias que hubo en su contra por no acudir a su empleo durante su primer periodo como guarda alameda.33 Otro caso que destaca es el de Andrés Flores, que avisó su renuncia cuando iba en la flota camino a los reinos de Castilla.

Probablemente situaciones como las de Pasqual Izquierdo, aunadas al hecho de que para finales del siglo XVI el espacio no era “más que un modesto jardín sembrado con álamos, sauces y fresnos”, que carecía de puertas y traza,34 animaron a Francisco Trejo Carvajal y a Francisco Escudero de Carvajal, miembros del cabildo, a considerar que el empleo de guarda alameda era innecesario. Así lo indicaron a inicios de 1598, cuando el cargo pasó por segunda ocasión a manos de Juan Ciruelo. A pesar de que ambos funcionarios señalaron que el nombramiento debía otorgarse hasta conocer el parecer de la Real Audiencia sobre el tema, Ciruelo fue nombrado por segunda ocasión y desempeñó el oficio por 6 meses y 15 días, hasta que la muerte lo sorprendió.35 Por su parte, el cabildo se dedicó a cumplir con la orden del virrey Gaspar de Zúñiga y Acevedo respecto a la instalación de una cerca de mampostería y al establecimiento de una entrada principal para evitar el ingreso de ganado. Asimismo se encargó de la elaboración de las ordenanzas que había dispuesto desde finales de 1597 a efecto de regular tanto el desempeño del guarda alameda como el espacio en el que éste realizaba su trabajo. A finales de 1599 éstas se entregaron al guarda junto con la ejecutoria de la ciudad para su cumplimiento y un año después se concluyeron las tres portadas labradas en cantería que ayudarían a delimitar tanto el espacio como el acceso.36

Hasta el momento no ha sido posible ubicar el texto de ese primer reglamento, pero las actas del cabildo permiten suponer que fueran reformuladas a inicios del siglo XVII mediante la comisión delegada al alguacil mayor a fin de hacer las “ordenanzas para guarda y orden” de la Alameda, con la indicación dirigida al guarda alameda Francisco Trejo en el sentido de traer “hechas las ordenanzas de este oficio”.37 Si bien es probable que en el intermedio el guarda se atuviera al primer corpus normativo, seguramente también debió ajustarse a los mandatos que el cabildo le hacía llegar. Por ejemplo, en septiembre de 1603 se comisionó a Simón Guerra para que notificara al guarda alameda Juan Castro que tuviera “abierta la puerta de la Alameda todos los días de fiesta y de los tianguis38 sin faltar día ninguno, desde las dos de la tarde hasta la oración, so pena de castigo”,39 lo que revela la integración del espacio a otras actividades, especialmente comerciales.

La comunicación entre el cabildo y el guarda alameda continuó después de que los ocho capítulos de las ordenanzas para conservarla como un espacio dedicado al “ornato de la República y recreación de los vecinos” fueran aprobadas por la Real Audiencia en 1620,40 ya que el guarda siguió notificando el permiso de algunos vendedores para ofrecer sus productos libremente dentro de la Alameda,41 así como algunas añadiduras a su deber, como impedir el ejercicio de juegos y la entrada de mulas o caballos en los espacios plantados.42 Conforme otros autores han señalado,43 las ordenanzas de 1620 prohibían el acceso de mulas y caballos a la Alameda, imponiendo al infractor la confiscación del animal más 10 días de cárcel. Asimismo, vedaban el ingreso de cualquier género de ganado, estipulando una pena de 200 pesos que sería duplicada sólo en la primera reincidencia, pues para la segunda el ganado sería confiscado, y se castigaba con el pago de 6 pesos o 10 días de cárcel a aquellos que se atrevieran a hacer hoyos, sacar tierra o quitar árboles de aquel espacio.44

En estas normativas el concepto de guarda alameda derivó en alcaide de alameda que, “según costumbre”, sería nombrado por el cabildo. Su autoridad sería notoria gracias a la vara alta de la Real Justicia que traería de manera exclusiva dentro de la Alameda. La insignia no sólo aseguraría el respeto hacia el alcaide, sino que le permitiría arrestar a los “transgresores” y “vagamundos” para después custodiarlos en la cárcel pública donde daría cuenta al corre gi dor tanto de las detenciones ejecutadas como de los delitos que se cometieran en su jurisdicción. De acuerdo con el reglamento, el alcaide obtenía un salario de 50 pesos anuales por el cual era responsable de la “limpieza, ornato y cultivación” de la Alameda actividades para las cuales podía hacerse ayudar de un indio, contribución del virrey “según costumbre”.45

Emilio José Luque, siguiendo a Efraín Castro, apunta que las ordenanzas sufrieron algunas modificaciones en 1682 y 1720, de tal forma que el cargo podía ser ocupado por “un regidor que no fuera obrero mayor”, a quien se cuadruplicaría el salario a 200 pesos anuales, o por alguna persona interesada en mejorar el espacio,46 lo que da cuenta de la creciente importancia del cuidado y vigilancia de la Alameda. A pesar de ello y aunque en 1728 el virrey marqués de Casafuerte determinó el cuidado de la Alameda por asiento, es decir, por contrato,47 el oficio de alcaide de la Alameda no sufrió reformas sustanciales en cuanto a las responsabilidades y facultades de quienes lo ejercían. Incluso puede decirse que el Cabildo cuidó del cargo al hacerse responsable del pago del salario y al permitir la erección de una segunda habitación hacia mediados del siglo XVIII porque la primera le resultó incómoda a Juan García de Mendieta.48 Sin embargo, a finales de esta centuria la aparente comodidad del desempeño del alcaide pudo haberse visto alterada tras la publicación de las órdenes dictadas por el virrey segundo conde de Revillagigedo, que le permitían al aparato militar introducirse en la Alameda e intervenir en la vigilancia de su orden.

De Alvino y Española produce Negro Torna Atrás, anónimo, óleo sobre lámina, ca. 1770-1780, Colección Banamex. El círculo señala a un posible miembro del regimiento de infantería de Nueva España o del de México.

Ilustración 1 

De acuerdo con estas disposiciones la jurisdicción del alcaide se traslapaba con la del ejército en las tardes de los días de fiesta, es decir, durante el Carnaval (febrero-marzo), el día de San Juan Bautista (24 de junio) y en la procesión del Corpus Christi (junio),49 cuando concurrían a la Alameda hasta 5 000 o 6 000 personas.50 En estas ocasiones, un oficial acompañado por un sargento, dos cabos y 18 granaderos debían llegar a las cuatro de la tarde a la Alameda para hacer los honores a las figuras más importantes de la ciudad, como el virrey o el arzobispo, regular el tráfico de los carruajes, cuidar de la buena presencia de los concurrentes,51 inspeccionar que los vendedores de comida no prepararan los alimentos dentro de la alameda, evitar la entrada de “gente de mantas o frazadas, mendigos, descalzos, desnudos o indecentes” o procurar su expulsión.52 Las disposiciones se sumaban a otras tareas de vigilancia que también habían sido impuestas al alcaide mediante la publicación de bandos. Por ejemplo, desde febrero de 1789, durante los días de Carnestolendas debía impedir la venta de cascarones y demás productos que servían para los “juegos de cascarones, anises, aguas teñidas, tizar, y otras semejantes” que según el cabildo de la ciudad “contravenían la honestidad” y turbaban el buen orden provocando “insolencias, cuestiones y riñas” en la Alameda.53

Cuatro diseños de uniformes para los nuevos regimientos fijos de infantería de Nueva España. AGI, MP-UNIFORMES, 71.

Ilustración 2 

Tres obras pictóricas no sólo atestiguan la ampliación de la Alameda de la ciudad de México que tuvo lugar por iniciativa del virrey Carlos Francisco de Croix y con el apoyo del virrey Antonio María Bucareli y Ursúa54 -quien por cierto pidió a los músicos de los regimientos que tocaran algunos ratos en el jardín durante los días festivos-,55sino que apuntan la injerencia militar en el espacio incluso antes de la aparición de las órdenes de 1791, como se verá más adelante. La primera de ellas es el cuadro de castas anónimo De Alvino y Española produce Negro torna Atrás (ilustración 1), en que, entre los múltiples personajes representados, vemos al centro un individuo con vestimenta blanca portando algún tipo de arma, lo que sugiere puede tratarse de la representación de un miembro del regimiento de infantería de Nueva España o del de México, pues en ambos los efectivos portaban uniforme blanco (ilustración 2). La segunda pintura es la que conserva el Museo Nacional de Historia, elaborada en 1775 por José María de Labastida, titulada Plano Ignografico de la Alameda Central de la Nobilissima Ciudad de México (ilustración 3). En la ilustración 1 es posible observar a hombres, mujeres y niños disfrutando del espacio. Algunos caminan entre las avenidas de la Alameda, solos o acompañados, mientras otros aprovechan los bancos situados alrededor de las fuentes para disfrutar de la vista y, muy probablemente, para conversar entre sí. Unos más pasean a caballo y otros hacen uso de las carrozas para circundar los jardines. Son visibles algunos caballeros que escoltan una carroza. Dentro del coche pudieron haber ido algunos miembros de la élite, que según Juan Pedro Viqueira “no se sentía a gusto en las calles de la capital, no veía en ellas más que intolerables excesos de la plebe y sobre todo un continuo e interminable desorden”.56 Es probable que los escoltas de aquella carroza fueran dragones de España, militares que dedicaban gran parte de su tiempo a esta actividad en la ciudad de México.57

Por último, en el Plano de la alameda de México, con las rutas de circulación que deben llevar los coches los días de fiesta58 (ilustración 4) publicado en la Gazeta de México a finales de julio de 1785, pueden apreciarse también elementos militares de caballería. En el periódico, al esquema se añadieron algunas advertencias: los coches podrían acceder a la Alameda y salir de ella por cualquier puerta aproximándose siempre al lado izquierdo de la vía, en caso de no utilizar la salida suroeste “A” debían dar vuelta sobre su derecha para reanudar el paseo, estaba prohibido detenerse en el trayecto y se solicitaba que los cocheros esperaran hasta acercarse a “la línea o giro exterior a la puerta” que más les conviniera para abandonar el espacio.59

La noticia iba acompañada de una “razón exacta” del número de coches de la ciudad de México realizada en el mes de diciembre de 1784 por un habitante de la capital. En el cálculo sólo se tomaron en cuenta los coches de “uso diario” y algunos de los que se podían rentar en las “Alquiladurías”, cuyo total era de 637 unidades.60 Por tanto, es probable que el número de coches que podían aglomerarse en la Alameda haya sido un factor para que, desde 1785, se ordenara la presencia de algunos elementos de caballería, como fueron plasmados en el Plano, entre los coches que recorren las calzadas. Sin embargo, fue hasta 1791 que se estipuló la presencia de un centinela en cada puerta y en medio de cada una de las cuatro calles por donde circulaban las carrozas. Asimismo, se ordenó la formación de una patrulla (un cabo y cuatro hombres) que rondaría entre los árboles, así como la asistencia de dos dragones de España en la puerta suroeste que comunicaba con el Paseo de Bucareli,61 un eje urbano de tres carriles diseñado por el arquitecto Ignacio Castera, que desde 1775 unía la calle del Calvario con la Garita de Belén.62

Plano Ignográfico de la Alameda Central de la Nobilissima Ciudad de México, José María de Labastida, 1775. Óleo sobre tela. Museo Nacional de Historia, número de inventario 10-601981. Foto: Leonardo Hernández.

Ilustración 3 

Algunos testimonios recogidos en la Gazeta de México permiten pensar que los militares contribuían en los grandes festejos que se realizaban en la Alameda de la ciudad de México, como el 9 de diciembre, cumpleaños de la reina María Luisa de Borbón. En 1796, durante tal celebración, “el decoro y magnificencia”, así como “la opulencia y lujo” de la capital del virreinato se dejaron ver entre los días 9 y 11 de diciembre. Así, a pesar de su gran extensión, la Alameda estaba llena

de soberbias Carrozas y Coches de elegante forma. Los trajes vistosos, las galas brillantes, los peinados de exquisito gasto ofrecían un espectáculo, que arrastraba la admiración; y no era menor la que causaba el confuso tropel de gente de a pie, que había salido a divertirse en celebridad de tan afortunado día, gozando al mismo tiempo del gran galope de música, que estaba distribuida en los cuatro ángulos de la Alameda.

Sin la presencia militar, es probable que para el periódico hubiera sido imposible describir el “contento y alegría universal” del lugar.63

Plano de la alameda de México, con las rutas de circulación que deben llevar los coches los días de fiesta, 1785. AGI. Miembros de caballería señalados en los cuadrados.

Ilustración 4 

El desorden practicado

Contrario a lo que en la Gazeta se difundía, existieron opiniones que descubrieron el carácter desordenado de la Alameda en un periodo de remodelación urbana que, impulsado por una política higienista basada en la teoría de los miasmas, incidió en el comportamiento y en las costumbres de los habitantes de la ciudad de México por medio de la reglamentación del espacio, que combatió la ordeña de animales en vías y plazas, la formación de muladares y el desecho de las inmundicias en los exteriores de las casas por puertas y ventanas, y procuró el alineamiento de las calles, su limpieza, iluminación, nivelación y empedrado, además del “confinamiento de los artesanos y comerciantes en el espacio estricto de sus talleres”.64

Como indica Thomas Calvo, en la segunda mitad del siglo XVIII hubo escritores que guiaron a las autoridades hacia aquello que impedía el buen funcionamiento de la ciudad.65 Uno de ellos fue Hipólito Bernardo Ruiz y Villarroel (1731-1794), quien hubiera podido concebir la Alameda entre 1785 y 1787 como un “paraje cómodo” en el que los hombres podían “divertir el ánimo” si no hubiera sido por la molestia que causaba la concurrencia de “la más baja plebe, desnuda o casi encueros” y por el olor a manteca que invadía el lugar a causa de los “comistrajos y porquerías” que se guisaban en ella a petición “de la gente ruin y ordinaria”.66 Una opinión semejante tuvo el autor del manuscrito anónimo Discurso sobre la policía en México en 1788 al advertir el descuido y abandono del lugar. Para su mejora recomendaba, entre otras cosas, usar estacas derechas y no torcidas para guiar el tronco y las ramas de los tiernos árboles, eliminar las piedras en los caminos, instalar plantas aromáticas, formar nuevos conductos de agua para el riego, evitar pintar las fuentes y mejorar la vigilancia para impedir la formación de hoyos, así como la entrada de caballos que no hacían más que roer y destrozar las plantas. Añadía que el horario de acceso podía dilatarse “hasta una hora después del Ave María” y que por medio de carteles podía informarse “la libertad y licencia de establecer puestos de botillerías o bizcochos y dulces, pagando por el permiso la cantidad mensual o anual que se estipulase por cada uno”.67

Tanto la visión crítica de ambos autores como la idealista del periódico quedaron plasmadas en el óleo sobre lino La Alameda de México, del siglo XVIII (ilustración 5). Como ha indicado Xavier Moyssén, en esta pintura son visibles todas las clases sociales de la ciudad de México. El virrey aparece en una “ostentosa” carroza, los “pelados” muestran “su mísera condición con los harapos que cubren sus cuerpos” mientras un “hombre defeca a la orilla del acueducto”, los vendedores ambulantes ofrecen sus productos a los paseantes, los curas se vuelven espectadores de las mujeres que disfrutan del galanteo, mientras los muchachos juegan “a moros y cristianos”.68 Aquí los militares también aparecen dentro del jardín y se confunden entre los diversos actores y animales. Algunos miembros de infantería caminan detrás de un perro hacia la fuente central mientras un grupo de caballería se mantiene en la puerta noreste.

No obstante la presencia militar en los días festivos, el desorden que podía surgir en la Alameda durante los días no feriados era tarea del alcaide del lugar. Baste mencionar el episodio que Antonio Méndez Prieto y Fernández, alcaide electo el 1o de enero de 1799,69 comunicó al virrey Miguel José de Azanza a inicios de diciembre del mismo año. Según escribía Méndez, el asentista de la Alameda había recurrido a él por haber encontrado a un hombre ahogado en una de las zanjas después de abrir las puertas del paseo. El alcaide ordenó la extracción del cuerpo y su posterior exposición en las Casas Capitulares por si alguien pudiera reconocerlo. Nadie reclamó el cadáver y, por tanto, el alcaide ordenó su entierro.70 Ésta era una de las vicisitudes que dicho funcionario podía llegar a enfrentar, pero había otras que podían demandar una reacción más inmediata. Así lo confirma, por ejemplo, el incendio de las puertas de la Alameda que tuvo que resolver el marqués de Guardiola el 27 de enero de 1719.71

Aunque se sabe que el incendio fue provocado “por estar esperando a su excelencia hasta la oración de la noche”, por el momento se ignoran los detalles excepto que el cabildo absorbió los 21 pesos de la reparación, que se efectuó en menos de un mes.72 Lo mismo pasa con otros asuntos que seguramente mantuvieron ocupados a los diferentes alcaides de la Alameda, como la presencia de lavanderas en las fuentes, el robo y la desviación de agua hacia otros huertos y hasta la realización de actos públicos.73 Para ilustrar lo último puede aludirse a la licencia solicitada en septiembre de 1784 por Ignacio Lozano para re currir en la Alameda a “la diversión del noble arte de esgrimir la espada y la daga y enseñarlo”.74 Para su concesión, el cabildo le solicitó presentara el título de maestro que decía haber obtenido del virrey Martín de Mayorga.75 Sin embargo, Lozano hizo caso omiso y el último domingo de septiembre de aquel año realizó su demostración en el jardín. Por el poder y autoridad que el empleo le otorgaba, no sólo es probable que el alcaide Juan Lucas de Lassaga76 estuviera entre el público de aquel espectáculo, sino que fuera acompañado por el escribano y los soldados que por orden del cabildo insistieron a Juan Lozano que exhibiera su título bajo la amenaza de ser arrestado en la cárcel pública.77

La Alameda de México, siglo XVIII, óleo sobre lino, Colección Museo de América, Madrid. Tomado de Lorena Martínez González, “La Alameda. Una visión histórica sobre sus áreas verdes y su vegetación”, en Alameda. Visión histórica y estética de la Alameda de la ciudad de México, Américo Arte, CONACULTA-INBA, 2001, p. 211. Miembros de infantería y caballería resaltados en negro.

Ilustración 5 

Si bien con lo anterior puede pensarse que la yuxtaposición de jurisdicciones se experimentaba con armonía, en ciertas ocasiones el alcaide pidió se definiera su margen de acción y en otras denunció los impedimentos que tenía que superar. Así lo hizo Mariano Malo a finales de octubre de 1765 cuando comenzó a percibir cierto inconveniente en cuanto al cruce jurisdiccional que su cargo tenía con el juez comisario de plaza de toros y es que, como los puestos de venta se colocaban dentro y fuera de la Alameda durante las corridas, el papel que cada uno debía desempeñar no estaba del todo determinado. La solución del cabildo fue contundente con la prohibición de los puestos dentro de la Alameda durante las corridas de toros.78 Sólo un mes después, el alcaide Malo comunicaría al cabildo que el día 8 de diciembre se le había impedido el ingreso a la Alameda por órdenes del sargento mayor Pedro Gorostiza.79

El motivo de tal injerencia militar en el espacio jurisdiccional del alcaide se debió a la celebración de la primera revista de la milicia capitalina80 y la respuesta del alcaide puede sumarse a la que el cabildo de la ciudad había expresado ante la decisión de la Corona de reformar las unidades militares del virreinato. Pedro Santoni ha señalado el resentimiento que el procurador general de la ciudad de México, Miguel de Lugo, expresó al ayuntamiento el 22 de agosto de 1765 en un informe que fue enviado a España. En su escrito, el procurador general se quejaba de la falta de reconocimiento que el ayuntamiento había sufrido en cuanto a la llegada de nuevas tropas al reino, al mando del teniente general Juan de Villalba y Angulo y cuatro mariscales de campo, del financiamiento que la ciudad debía hacer para mantener en la capital a un regimiento de infantería y otro de dragones, así como del encargo del empadronamiento del vecindario que debía cumplir para la formación de milicia.81

Según indica Santoni, la preocupación por la vulneración de los honores y privilegios de la ciudad se volvió a plantear en el cabildo en septiembre, cuando se subrayó que Juan de Villalba y Angulo no había entregado al ayuntamiento una copia de las instrucciones para la reforma del ejército. El problema escaló con la consulta especial hecha al virrey marqués de Cruillas y con la elaboración de representaciones por parte del Cabildo sobre la formación de las milicias capitalinas. Las siete objeciones presentadas al virrey hacían referencia al quebrantamiento de las ordenanzas para la formación de milicias, lo que se verificaba con el trato igualitario que se había ofrecido a negros, blancos, nobles y plebeyos; la inclusión en las milicias de menores de 18 años y mayores de 40, así como la omisión de exenciones al servicio militar. El descontento del Ayuntamiento no impidió que se realizara la primera revista de la milicia de la ciudad el 8 de diciembre de 1765, por lo que el Cabildo protestó ante el virrey alegando entre otras cosas “que la Alameda, ‘paseo público, propio y peculiar de la ciudad’, fue ocupado por los milicianos sin que se le diera noticia y aviso al ayuntamiento, al corregidor o a un alcalde juez, amén de que se colocaron centinelas en sus entradas, impidiendo así la entrada al paseo tanto de sus ocurrentes como del propio juez del parque, el regidor Mariano Malo”.82 Sin embargo, el reproche en cuanto a la ocupación militar de la Alameda no tuvo ningún eco por parte del virrey.

Conclusiones

Los paseos y jardines públicos son espacios que han estado presen tes a lo largo de la historia y que, a finales del siglo XVI, tuvieron gran impulso en los territorios de la Monarquía hispana. La Alameda de la ciudad de México responde a ese fomento de tal manera que puede concebirse como símil del Paseo del Prado, pues como el espacio madrileño, no sólo se convirtió en punto de encuentro para la convivencia de los habitantes de la ciudad, sino que para asegurar su orden se procuró la elaboración de un cuerpo normativo. Con éste surgió el cargo de alcaide de la Alameda, dedicado al cuidado de los árboles y de las calzadas, de la limpieza y del arresto de los transgresores y vagabundos dentro del jardín. La figura se integró a la estructura del cabildo, órgano responsable del pago de salario y de la dotación de vivienda del empleado que por órdenes del virrey Revillagigedo tuvo que compartir su jurisdicción con la corporación militar desde 1791 durante los días de fiesta, cuando podían reunirse en la Alameda hasta 637 carrozas y 5 000 o 6 000 personas.

Sin embargo, la presencia militar en este jardín público se advierte desde los años sesenta del siglo XVIII. Así lo demuestran la revista de milicianos realizada a finales de 1765 y las diferentes representaciones pictóricas presentadas a lo largo del texto en las que no se les otorga un lugar destacado, sino común, con lo que se insinúa su presencia cotidiana en la Alameda. Esta concurrencia no implicó la buena convivencia con el alcaide del jardín, sino la existencia de roces jurisdiccionales que pueden considerarse eco de problemas mayores, como lo comprueba la queja hecha al cabildo por Mariano Malo. Sobre estas fricciones pocas evidencias hemos encontrado, pero bien podrían localizarse otros legajos que den cuenta de los tipos de crímenes que se cometieron en la Alameda y su posterior resolución. A partir de ellos, tal vez, puedan precisarse los motivos de los desacuerdos entre autoridades dedicadas a realizar actividades de policía en la ciudad de México.

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1 Viqueira, ¿Relajados o reprimidos?; Gonzalbo, Vivir en Nueva España.

2 Seminario de Historia de las Mentalidades, El placer de pecar; Seminario de Historia de las Mentalidades, Del dicho al hecho; Vázquez Meléndez, “Las pulquerías”; Sánchez Reyes, “Oratorios domésticos”.

3 Exbalin, “Policing, Practical Knowledge and Urban Management”.

4 Velázquez, El estado de guerra, pp. 97, 111, 139.

5Los militares estaban sometidos a la justicia ordinaria por ser súbditos de la Corona, pero su corporación disfrutaba de una jurisdicción independiente. Es decir, gozaba del privilegio (o fuero) de resolver los conflictos que pudieran surgir entre sus miembros sin la necesidad u obligación de re currir a otras autoridades, situación que, como ha demostrado Lyle McAlister, provocó diversos desacuerdos entre autoridades. Archer, El ejército en el México borbónico, pp. 122-123, 159, 190-191. McAlister, El fuero militar.

6 Vinson III, Jordan y Melgoza, “Articular”, p. 341.

7 Marchena, Ejército y milicias, pp. 211-222.

8Estas restricciones pueden explicarse por la división social que en el siglo XVIII las autoridades hacían entre “la plebe”, peligrosa “vil y ociosa”, y los nobles, “gente blanca y distinguida” que no representaban riesgo alguno. Lempérière, Entre Dios y el rey, pp. 191-92.

9 Flores Monzón, “Defensa, protección y seguridad”, pp. 79, 179-180.

10 López Hernández, “Militares y libros”, pp. 87-94.

11 Real Academia Española, Diccionario de Autoridades, t. I, 1726. https://apps2.rae.es/DA.html. Consultado el 10 de abril de 2023.

12 Fernández Chávez, “Las alamedas en la España Moderna”, pp. 455-458. Paya, “Les alamédas de l’Empire espagnol”, p. 2.

13 Albardonedo, “La alameda, un jardín público”, pp. 421-444.

14 Albardonedo, “La alameda, un jardín”, pp. 444-446.

15 Paya, “Les alamédas de l’Empire espagnol”, pp. 2-6.

16 Nieto, “El espíritu y la esencia de la jardinería”, pp. 79, 84, 88, 92, 94. Para un estudio de los jardines ingleses, italianos y portugueses que Felipe II conoció, véanse los trabajos de Roy Strong, Luigi Zangheri y Teresa Andresen, Mario Fortes y Teresa Marques, así como los estudios reunidos en Añón (coord.), Felipe II, el rey íntimo.

17 Sarabia, “Luis de Velasco y Castilla”.

18 Durán, “La Alameda de los Descalzos de Lima”.

19Cabe mencionar que en la región cultural nahua prehispánica hubo jardines, pero a diferencia del caso europeo, fueron definidos por la presencia del agua (o agua y cerros) y no por su vegetación. En la cuenca de México, desde el siglo XII existieron estos espacios en la región de Acolhuacan y en Azcapotzalco desde mediados del siglo XIV. Algunos de estos lugares fueron descritos por españoles como Hernán Cortés, al momento de hablar de las casas de Moctezuma Xocoyotzin o las de Cuitlahuac. Rodríguez Figueroa, Los jardines nahuas, pp. 30-54.

20 Castro, “Alameda mexicana”, pp. 26 y 31.

21 Castro, “Alameda mexicana”, pp. 26 y 31.

22 Marroquí, La Ciudad de México, pp. 224-277. Orozco y Berra, “La Alameda”, pp. 470-472. Tovar de Teresa, La Ciudad de los Palacios, pp. 12-28. Alcalá y Jiménez, Fuentes.

23La torrecilla desapareció en 1769, con la reforma urbanística que caracterizó la centuria. Hasta entonces funcionó como escenario de los músicos que amenizaban el ritmo del paseo y que cobraban protagonismo en las entradas, ceremonias y celebraciones. Este espacio no fue el único que contó con música, trabajos como los de Clara Bejarano demuestran que “el fenómeno musical de recreo al aire libre” existió en alamedas como la de Hércules de Sevilla, un modelo que como María Antonia Durán demuestra, también impactó el mundo americano. Lopezosa, “Un singular edificio”, pp. 93-100. Bejarano, “Música y alameda”, pp. 545-576. Durán, “La Alameda de los Descalzos de Lima”, pp. 171-182.

24 Lopezosa, “Paseos por la imagen de lo cotidiano”, pp. 1-13.

25AHCDMX, Actas de Cabildo, 27 de febrero de 1592.

26AHCDMX, Actas de Cabildo, 2 de febrero de 1592.

27AHCDMX, Actas de Cabildo, 12 de marzo de 1592.

28AHCDMX, Actas de Cabildo, 27 de julio de 1593.

29 Castro, Alameda mexicana, p. 36.

30AHCDMX, Actas de Cabildo, 1o de enero de 1595.

31Elaboración propia con información obtenida de O’Gorman (dir.), Guía de las Actas de Cabildo, pp. 732-743, 780, 827, 829, 844, 854, 855, 865, 868, 890, 900, 911, 915 y 931; Monroy, Guía de las Actas de Cabildo de la Ciudad de México. Años 1601-1610, pp. 26, 69, 96, 104, 124, 141, 179, 225, 304, 307, 340, 341 y 370; Monroy, Guía de las Actas de Cabildo de la Ciudad de México Años 1611-1620, pp. 168, 313, 315, 333, 368.

32AHCDMX, Actas de Cabildo, 2 de enero de 1614.

33AHCDMX, Actas de Cabildo, 27 de noviembre de 1598.

34 Castro, Alameda mexicana, p. 36.

35AHCDMX, Actas de Cabildo, 2 de enero de 1598.

36AHCDMX, Actas de Cabildo, 17 de noviembre de 1597. AHCDMX, Actas de Cabildo, 8 de octubre de 1599. Castro, Alameda mexicana, p. 39.

37AHCDMX, Actas de Cabildo, 28 de enero de 1602 y 1o de junio de 1607.

38Se refería al tianguis llamado de San Hipólito ubicado junto a la Alameda que operó hasta 1596 los miércoles y los jueves. Rubio, “Los tianguis de la ciudad de”, pp. 165-166.

39AHCDMX, Actas de Cabildo, 5 de septiembre de 1603.

40 Montemayor y Córdoba de la Cuenca, Recopilación, p. 1.

41Fue el caso, por ejemplo, del confitero Domingo Juárez, que consiguió licencia para tener una mesita para mostrar y vender sus dulces en aquel espacio. AHCDMX, Actas de Cabildo, 13 de diciembre de 1622.

42AHCDMX, Actas de Cabildo, 30 de abril de 1621.

43 Castro, “Alameda mexicana”, pp. 36-38.

44 Montemayor y Córdova de Cuenca, Recopilación, p. 2.

45 Montemayor y Córdova de Cuenca, Recopilación, p. 3.

46 Luque, “Virreyes y cabildos”, p. 368.

47 Castro, Alameda mexicana, p. 52. Aunque queda pendiente el estudio de los asentistas de la Alameda, es posible decir que esta figura podía no estar subsumida en el alcaide. Así lo sugieren los libramientos y recibos de salarios hechos al asentista Ramón de la Rosa en 1793, mientras el regidor Luis Gonzaga González Maldonado fungía como alcaide de la misma. AGN, Obras Públicas, vol. 1, fs. 871-884.

48AHCDMX, Actas de Cabildo, 8 de noviembre de 1755.

49 Castro, “Alameda mexicana”, p. 49.

50 Viqueira, ¿Relajados o reprimidos?, p. 230.

51Por ejemplo, debían asegurarse de que los jinetes no portaran “mangas u otro traje que manifieste ir de viaje” y que los vendedores fueran vestidos y calzados.

52Juan Vicente Güemes Pacheco y Padilla, Mandamiento del virrey para que la tropa guarde el orden en el paseo de la Alameda y Bucareli los días de fiesta, México, julio de 1791, s.n. f.

53Mientras que los vendedores eran castigados con la confiscación de sus productos, la sanción para aquellos que realizaran los juegos dependía de su condición. Los españoles eran multados con 50 pesos o 15 días de prisión y para los demás que no pudieran pagar el importe se estipulaba un mes de cárcel. AGN, Bandos, vol. 15, exp. 2, 1789, f. 2.

54La ampliación se realizó a costa de las plazuelas de Santa Isabel y de San Diego. Además, el quemadero de la Inquisición ubicado en la plaza del convento de Santa Isabel se derribó. Con estas desapariciones se formaron las calles de la Alameda, del Convento de Santa Isabel y la de San Diego. Morales, Ensayos urbanos, p. 134. Castro, Alameda mexicana, pp. 63-73.

55 Viqueira, ¿Relajados o reprimidos?, p. 229.

56 Viqueira, ¿Relajados o reprimidos?, p. 138.

57 López Hernández, “Militares y libros”, pp. 94-98.

58AGI, MP-MEXICO, 710.

59Gazeta de México (26 jul. 1785), pp. 301-302.

60Gazeta de México (26 jul. 1785), pp. 301-302.

61Juan Vicente Güemes Pacheco y Padilla, Mandamiento del virrey para que la tropa guarde el orden en el paseo de la Alameda y Bucareli los días de fiesta, México, julio de 1791, s.n. f.

62 Morales, Ensayos urbanos, p. 129.

63Gazeta de México (28 dic. 1796), p. 12.

64 Sánchez de Tagle, Los dueños de la calle, pp. 24-37 y 43-45.

65 Calvo, “Soberano, plebe y cadalso”, p. 308.

66 Villarroel, México por dentro, p. 74. Para un estudio acerca del autor y los avatares que el manuscrito tuvo que enfrentar para verse impreso consúltese Escandón, “Hipólito Villarroel”, pp. 107-128.

67 Anónimo, Reflexiones y apuntes sobre la ciudad de México, pp. 83-91.

68 Moyssén, “La alameda de México en 1775”, pp. 52-53.

69AHCDMX, Actas de Cabildo, 1o de enero de 1799.

70AGN, Indiferente Virreinal, c. 5960, exp. 42, 1799, fs. 1-4.

71AHCDMX, Actas de Cabildo, 27 de enero de 1719.

72AHCDMX, Actas de Cabildo, 13 de enero de 1719.

73AHCDMX, Actas de Cabildo, 8 de abril de 1726 y 11 de febrero de 1743.

74AHCDMX, Actas de Cabildo, 20 de septiembre de 1784.

75AHCDMX, Actas de Cabildo, 20 de septiembre de 1784.

76Juan Lucas de Lassaga y Gascué (¿?-1786) fue en la ciudad de México presidente y administrador general del Real Tribunal de Minería, regidor perpetuo, juez contador de Menores y Albaceazgos, caballero de la Orden de Carlos III y consiliario de la Real Academia de San Carlos. Su aporte para la formación de un pie militar fue importante pues costeó la formación de una compañía del Regimiento de Dragones hacia 1763. Bermúdez, “De minas, fortunas y herencias”, pp. 98-99.

77AHCDMX, Actas de Cabildo, 1o de octubre de 1784.

78AHCDMX, Actas de Cabildo, 26 de octubre de 1784 y 6 de noviembre de 1784.

79Pedro José Fernández de Gorostiza (ca. 1750-1794), originario del valle de Orozco (Vizcaya), fue teniente coronel y sargento mayor del regimiento de infantería de América y obtuvo el título de Caballero de Santiago en noviembre de 1772. En Nueva España, además de contribuir a la formación de un pie de tropa veterana, fungió como gobernador de Veracruz e inspector general de tropas. AHCDMX, Actas de Cabildo, 9 de diciembre de 1765. Saura, “Acercamiento literario y biográfico”, pp. 102-106.

80 Santoni, “El cabildo de la ciudad de México”, p. 408.

81 Santoni, “El cabildo de la ciudad de México”, pp. 400-401.

82 Santoni, “El cabildo de la ciudad de México”, pp. 402-408.

Siglas

AHCDMX

Archivo Histórico de la Ciudad de México, Ciudad de México, México

AGI

Archivo General de Indias

AGN

Archivo General de la Nación

Recibido: 02 de Mayo de 2023; Aprobado: 14 de Septiembre de 2023

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